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1/10/17

Jorge Luis Borges: La paradoja de Apollinaire






Con alguna evidente salvedad (Montaigne, Saint-Simon, Bloy), cabe afirmar que la literatura de Francia tiende a producirse en función de la historia de esa literatura. Si cotejamos un manual de la literatura francesa (verbigracia, el de Lanson o el de Thibaudet) con su congénere británico (verbigracia, el de Saintsbury o el de Sampson), comprobaremos no sin estupor que éste consta de concebibles seres humanos y aquél de escuelas, manifiestos, generaciones, vanguardias, retaguardias, izquierdas o derechas, cenáculos y referencias al tortuoso destino del capitán Dreyfus. Lo más extraño es que la realidad corresponde a ese frenesí de abstracciones; antes de redactar una línea, el escritor francés quiere comprenderse, definirse, clasificarse. El inglés escribe con inocencia, el francés lo hace a favor de a, contra b, en función de c, hacia d... Se pregunta (digamos): ¿Qué tipo de sonetos debe emitir un joven ateo, de tradición católica, nacido y criado en el Nivernais pero de ascendencia bretona, afiliado al partido comunista desde 1944? O, más técnicamente: ¿Cómo aplicar el vocabulario y los métodos de los Rougnon-Macquart a la elaboración de una epopeya sobre los pescadores del Morbihan, que una al fervor de Fénelon la gárrula abundancia de Rabelais y que no descuide, por cierto, una interpretación psicoanalítica de la figura de Merlín? Esta premeditación que es la nota de la literatura francesa la hace abundar no sólo en composiciones de rigor clásico sino en felices, o infelices, extravagancias; basta, en efecto, que un hombre de letras francés profese una doctrina para que la aplique hasta el fin, con una especie de feroz probidad. Racine y Mallarmé (ignoro si la metáfora es tolerable) son el mismo escritor, ejecutando con el mismo decoro dos tareas disímiles... Hacer escarnio de esa premeditación no es difícil; conviene recordar, sin embargo, que ha producido la literatura francesa, acaso la primera del orbe.

De las obligaciones que puede imponerse un autor, la más común y sin duda la más perjudicial es la de ser moderno. Il faut étre absolument moderne, decidió Rimbaud, limitación que corresponde, en el tiempo, a la muy trivial del nacionalista que se jacta de ser herméticamente danés o inextricablemente argentino. Schopenhauer (Welt ais Wille und Vorstellung, II, 15) juzga que la mayor imperfección del intelecto humano es su carácter sucesivo, lineal, su encadenación al presente; venerar esa imperfección es un desdichado capricho. Guillaume Apollinaire lo abrazó, lo justificó y lo predicó a sus contemporáneos. Más aún, le entregó su destino. Lo hizo —recuérdese el poema La jolie rousse— con admirable y clara conciencia de los tristes peligros de la aventura.

Esos peligros eran reales; hoy como ayer, el valor general de la obra de Apollinaire es más documental que estético. La visitamos para recuperar el sabor de la poesía "moderna" de los primeros decenios de nuestro siglo. Ni un solo verso nos permite olvidar la fecha en que fue redactado, falta en que no incurrieron, digamos, los coetáneos trabajos de Valéry, de Rilke, de Yeats, de Joyce... (Quizá, para el porvenir, el único fin de la literatura "moderna" sea el insondable Ulises, que de algún modo justifica, incluye y supera a los otros textos).

Quien juxtapone al nombre de Apollinaire el nombre de Rilke parece cometer un anacronismo, tan cerca de nosotros está el segundo, tan lejos —ya— el primero. Sin embargo, Das Buch der Bilder, que incluye el inagotable Herbsttag, es de 1902; Calligrammes, de 1918. Apollinaire, a trueque de exornar sus composiciones con tranvías, aeroplanos y otros vehículos, no se compenetró con su tiempo, que es nuestro tiempo.

Para los escritores de 1918, la guerra fue lo que Tiberio Claudio Nerón para su profesor de retórica: "lodo amasado con sangre". Todos la percibieron así, Unruh como Barbusse, Wilfred Owen como Sassoon, el solitario Klemm como el concurrido Remarque. (Paradójicamente, uno de los primeros poetas que destacaron la monotonía, el tedio, la desesperación y las deshonras físicas de la guerra contemporánea fue Rudyard Kipling, en sus Barrack-Room Ballads de 1903). Para Guillaume Apollinaire, subteniente de artillería, la guerra fue ante todo un bello espectáculo. Así lo exponen sus poemas; así lo corroboran sus cartas. Guillermo de Torre, el más devoto y lúcido de sus comentadores, observa: "En las largas noches de las trincheras el soldado-poeta podía contemplar el cielo estrellado de obuses e imaginar nuevas constelaciones. Así Apollinaire se figuraba asistir a un deslumbrante espectáculo en La nuit d'avril 1915:

Le ciel est étoilé par les obus des Boches 
La forêt merveilleuse ou je vis donne un bal..."

Una carta del 2 de julio confirma: "La guerra es resueltamente una cosa hermosa y, a pesar de todos los peligros que corro, de las fatigas, de la falta absoluta de agua, en suma, de todo, no estoy descontento de hallarme aquí... El lugar es muy desolado: ni agua, ni árboles, ni aldea, ni nada más que la guerra suprametálica, architronante".

El sentido de una oración, como el de una palabra aislada, depende del contexto, que, algunas veces, puede ser la vida entera de quien la dijo. Así, la frase la guerra es una cosa hermosa consiente muchas interpretaciones. En boca de un dictador sudamericano, puede significar su esperanza de arrojar bombas incendiarias sobre la capital de un país vecino. En boca de un periodista, puede significar su firme propósito de congraciarse con el dictador para obtener un buen puesto público. En boca de un sedentario hombre de letras, puede significar su nostalgia de una vida arriesgada. En boca de Guillaume Apollinaire, desde las batallas de Francia... significa, creo, un temple que sin esfuerzo ignora el horror, una aceptación del destino, una especie de fundamental inocencia. No de otra suerte aquel noruego que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más, apodó a la batalla "fiesta de vikings"; no de otra suerte el autor inmortal y desconocido de la Chanson de Roland cantó la claridad de una espada:

E Durandal, cum ies clere et blanche. 
Cuntre soleil si reluis et reflambes.

El verso de Apollinaire

La forêt merveilleuse ou je vis donne un bal

no es una descripción rigurosa de los duelos de artillería de 1915, pero es un buen retrato de Apollinaire. Éste, aunque vivió sus días entre los baladins del cubismo y del futurismo, no fue un hombre moderno. Fue algo menos complejo y más feliz, más antiguo y más fuerte. (Fue tan poco moderno que lo moderno siempre le pareció pintoresco, y hasta conmovedor). Fue la "cosa alada y sagrada" del diálogo platónico, fue un hombre de sentimientos elementales y, por lo mismo, eternos, fue, cuando vacilaron los fundamentos de la tierra y del cielo, el poeta del antiguo coraje y del antiguo honor. Que lo atestigüen esas páginas suyas que nos conmueven como la cercanía del mar: La chanson du mal-aimé, Désir, Merveille de la guerre, Tristesse d'une étoile, La jolie rousse.



Los Anales de Buenos Aires, Buenos Aires, Año 1, N° 8, agosto de 1946 *

[*] En los Anales de Buenos Aires, año I, número 11, diciembre de 1946, Borges escribió una nota, sin firma, para el texto "Fantasía metafisica" de Schopenhauer que dice así: "Si nos avenimos a considerar la filosofia como un ramo de la literatura fantástica (el más vasto, ya que su materia es el universo; el más dramático, ya que nosotros mismos somos el tema de sus revelaciones), fuerza es reconocer que ni Wells ni Kafka, ni los egipcios del las 1001 noches jamás urdieron una idea más asombrosa que la de este tratado. El original (cuyas páginas esenciales reproducimos, vertido al español por D. J. Vogelmann) pertenece al primer volumen de la obra Parerga und Paralipomena cuya publicación determinó, en 1851, el renombre de Schopenhauer. // Se trata, como los lectores advertirán, de una doctrina de índole panteísta. El System Des Transzendentalen Idealismus (1800), de Schelling, encierra una especulación parecida, pero más vaga."

Y en  J. L. Borges, Ficcionario, México, Fondo de Cutura Económica, 1985

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001


Imagen: Guillaume Apollinaire chez Paul Guillaume, Paris, 1916 (s-a)  
Source: RMN

17/11/16

Jorge Luis Borges: La gran lección de Churchill a las futuras generaciones






Cuando en el otoño de 1896 murió el poeta William Morris, el más ilustre de sus discípulos y amigo, George Bernard Shaw, dijo que no se debía llorar su pérdida, ya que a un hombre como él sólo podríamos perderlo con nuestra propia muerte. Hoy, en 1965, cabe decir lo mismo de Winston Churchill. A pocos hombres les ha deparado el destino una vida más compleja, más honrosa y más valerosa. De antigua estirpe militar, descendiente de aquel Marlborough que a orillas del Danubio derrotó a las armas de Francia, Churchill sirvió en las guerras imperiales de la era victoriana; tiene el valor de un símbolo el hecho de que participara en 1898, en la que acaso fue la última carga de caballería que registra la historia, la de los húsares de Kitchener, contra las huestes del Mahdi, en el Sudán. Escribió los azares de esas campañas como escribiría después los de las dos vastas guerras ulteriores que desgarraron el mundo. La biografía de sus mayores atraería también su pluma, así como la historia de Inglaterra, de sus gentes, sus mares y sus conquistas. En la Cámara de los Comunes pasó de la premeditada oratoria a la elocuencia enérgica y espontánea. Según se sabe, la eficacia de la marina británica, que a partir de 1914 cerró a Alemania los caminos del mar, fue en gran parte su obra. Pero su hora más alta le llegó con la segunda guerra mundial. Había sido soldado e historiador, periodista y político. En la hora trágica de Inglaterra fue, de algún modo, los millones de hombres anónimos, valientes y modestos que no se arredraron ante el incendio que descendía de lo alto. No prometió fáciles triunfos: habló de sangre, de sudor y de lágrimas. Cuando la sombra de un dictador victorioso cayó sobre la isla, Churchill repitió que Inglaterra, al cabo de diez siglos, mantuvo la oferta que un rey sajón hizo a un rey noruego: seis pies de tierra y no más…
Al combatir por su Inglaterra, Churchill combatió por todos nosotros; su batalla fue esa eterna batalla de las libertades humanas que se ha llamado Salamina y Valmy, Saratoga y Junín, y cuyos nombres venideros no nos han sido aún revelados.
No basta lamentar su muerte con la palabra o con el mármol; es necesario que seamos dignos de su alta y ardua memoria. Ojalá ya exista alguien en el mundo que pueda proseguir su labor.



En diario La Nación, Buenos Aires, 28 de enero de 1965


Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003


Foto: Yousuf Karsh (1908-2002): Sir Winston Churchill, Ottawa, Canada, 1941 

Fuente e historia del retrato


8/7/15

Borges profesor. Clase 7: Los dos libros escritos por Dios [...]







Los dos libros escritos por Dios
El bestiario anglosajón. Las adivinanzas 
Poema de la sepultura. La batalla de Hastings


Por toda la Edad Media corrió el concepto de que Dios había escrito dos libros, y uno de esos libros era previsiblemente la Sagrada Escritura, la Biblia, dictada a diversas personas de diversas épocas por el Espíritu Santo, y el otro libro era al Universo, todas las criaturas.
Y se repitió que el deber de todo cristiano era estudiar ambos libros, el libro sagrado y ese otro libro enigmático, el Universo. Ahora, en el siglo XVII, Bacon, Francis Bacon,117 vuelve a esa idea, pero vuelve de un modo científico. La idea es que tenemos la Sagrada Escritura de un lado, y del otro el Universo, que tenemos que descifrar. En cambio en la Edad Media, encontramos esta idea de que los dos libros, el libro por excelencia, la Biblia, y el otro libro, el Universo —naturalmente nosotros formamos parte del segundo libro—, tenían que ser estudiados desde el punto de vista ético. Es decir, que no se trataba de estudiar a la naturaleza a la manera de Bacon, que es la manera de la ciencia moderna, haciendo experimentos, investigando las cosas físicas, sino buscando ejemplos morales en ella. Y eso persiste todavía en fábulas sobre la abeja o la hormiga, que nos enseñan a trabajar, la idea de la cigarra, que es ociosa, etc. Y en todas las literaturas de Europa se encuentran libros que se llaman «fisiólogos».118 Aquí la palabra significa «médicos» o «bestiarios», porque se buscaban los ejemplos entre los animales, verdaderos o fabulosos. Así, por ejemplo, el Ave Fénix. Se creía en el Ave Fénix, venía a ser un símbolo de la resurrección, porque arde, muere y luego resucita. Y en el inglés antiguo, en el anglosajón, hubo un Bestiario también. Parece ser que el Bestiario primitivo, o que se ha dado como primitivo, se escribió en Egipto en griego. Por eso hay referencia a tantos animales egipcios, verdaderos o fabulosos, como el Ave Fénix, que viene a morir en la ciudad sagrada de Heliópolis, la ciudad del sol. Y del Bestiario anglosajón se han conservado sólo dos capítulos. Y estos capítulos son curiosos porque se refieren a la pantera y a la ballena. Y la pantera es, asombrosamente, un símbolo de Cristo.119 Esto puede asombrarnos, pero debemos pensar también que la pantera, para los sajones de Inglaterra, para los anglosajones, era simplemente una palabra de la Biblia. Naturalmente, no habían visto nunca una pantera, que es un animal de otras latitudes. Y había un texto, no recuerdo qué versículo es, en el cual aparece la pantera y se la identifica con Cristo. Y entonces se dice ahí, en el texto anglosajón sobre la pantera —se sabía además que tenía muchos colores, es decir, que tenía manchas, era un animal así brillante, resplandeciente—, se la identifica con Cristo. Se dice que la pantera es un animal de voz musical y de suave aliento, lo cual no parece confirmado por los jardines zoológicos o por la zoología. Se dice que duerme durante tantos meses y luego se despierta—esto puede corresponder a los días en que Cristo está muerto antes de resucitar—, que es un animal benéfico, que de las ciudades y de los campos vienen hombres a oír su voz musical, y que tiene un enemigo que es el dragón. Y el dragón viene a ser el símbolo del demonio.
Hay un dicho que yo no he podido explicarme nunca, y que quizás ustedes puedan ayudarme a resolver. Y es un verso de Eliot, que creo que está en los Cuartetos.120 Dice: «Came Christ, the tiger», «Llegó Cristo, el tigre». Ahora, no sé si esa identificación que hace Eliot de Cristo con el tigre está basada en alguna reminiscencia del antiguo texto sajón que identifica a Cristo con la pantera, que es una especie de tigre, o si simplemente —pero no creo, esto sería demasiado fácil— Eliot busca una sorpresa. Porque siempre se compara a Cristo con el cordero, con un animal manso, y él puede haber buscado el opuesto. Pero en este caso, creo que no hubiera pensado en el tigre, sino en el lobo, o quizás el lobo le pareció una comparación demasiado fácil para el cordero. El verso de Eliot es: «En la juventud del año» —no usa la palabra youth, sino una palabra antigua, de inglés medio, juvescence— «Came Christ, the tiger». Y, sin duda, «Cristo, el tigre» logra el efecto de asombro. Pero creo que cuando se lee a Eliot debemos suponer que para escribir su poema él buscaba algo más que la mera sorpresa del lector. La sorpresa como efecto literario es un efecto momentáneo, que se gasta muy pronto.
De modo que tenemos este piadoso poema sobre la pantera, pantera que luego se explica como imagen de Cristo, como un ejemplo de Cristo dado a los hombres. Y luego tenemos el otro poema, y que es el poema de «La ballena», a la que dan el nombre de Fastitocalon, que creo que se parece, pero no sé, en griego, a un nombre de tortuga.121 Entonces ahí se habla de la ballena. La ballena sí la conocían los sajones, ya hemos visto que una de las metáforas clásicas del mar es «camino de la ballena», lo cual está bien, porque la vastedad de la ballena parece sugerir o acentuar la vastedad del ámbito de la ballena, el mar. Y se dice que la ballena duerme o simula dormir, y los marineros la toman por una isla y desembarcan en ella. La ballena se hunde y los devora. Aquí la ballena viene a ser un símbolo del infierno. Ahora, quizás esta idea de la ballena a la que los marineros toman por una isla, la encontramos en leyendas irlandesas.122 Recuerdo un grabado en que hay una ballena, que evidentemente no es una isla, y que está riéndose además, y luego se ve un barquito. Y en el barquito está San Brandán, el santo,123 con una cruz, que con gran prudencia va a embarcarse en la ballena que está riéndose de él, y eso lo encontramos también en el Paraíso Perdido de Milton, en el que habla de la ballena, que muchas veces el marinero encuentra cerca de las costas de Noruega, y desembarca en ella, enciende fuego, entonces el fuego despierta a la ballena, y la ballena se sumerge y devora a los marineros. Y aquí hay un toque poético de Milton. Él podría haber dicho: «La ballena por ventura durmiendo», «on the Norway sea», sobre el mar de Noruega. Pero él no pone esto. Pone «on the Norway foam»,124 que queda mucho más lindo: «Sobre la espuma de Noruega».
Tenemos pues estos trozos, y luego hay un largo poema anglosajón, que se refiere al Ave Fénix, y empieza por una descripción del Paraíso Terrenal. El Paraíso Terrenal está figurado como una meseta, sobre una alta montaña en el Oriente. También en el Purgatorio de Dante, en la cumbre de esa especie de montaña artificial o sistema de terrazas que constituyen el Purgatorio, está el Paraíso Terrenal. Y se describe en el poema sajón al Paraíso Terrenal con palabras que recuerdan otras de la Odisea. Se dice, por ejemplo, que no hay exceso de frío, de calor, de verano o de invierno, que no hay granizo, que no hay lluvia, que también no es agobiante el calor del sol, y luego se habla del Ave Fénix, que es uno de los animales descritos en la Historia Natural de Plinio. Y aquí podemos advertir que cuando Plinio habla de los grifos,125 o cuando habla del dragón, o cuando habla del Fénix, ya no se debe eso a que Plinio creyera en ellos. Yo creo que la explicación es otra. La explicación es que Plinio quería reunir en un volumen todo lo que se refiere a los animales, y que ahí él reunía lo verdadero y reunía también la fábula, para hacer más completo el texto. Pero él mismo dice a veces «lo cual es dudoso» o «cuéntase que», por lo que vemos que no debemos imaginarlo como a un ingenuo, sino simplemente como una persona que tiene un concepto distinto de lo que debe ser una historia natural. Esa historia tenía que incluir no sólo lo que se sabe de cierto sobre cualquier animal, sino sobre las supersticiones. Creo que, por ejemplo, él creía que el rubí hace invisibles a los hombres, la esmeralda los hace elocuentes, etc. Es decir, no, él no creía. Él sabía que existían esas supersticiones y las incluía en su libro también.
Me he referido a estas dos piezas del bestiario anglosajón porque son curiosas, no porque tengan materialmente mayor mérito poético. Hay además una serie de adivinanzas anglosajonas,126 una serie de adivinanzas que no están concebidas como ingeniosas a la manera de los enigmas griegos. Ustedes recordarán, por ejemplo, el famoso enigma de la Esfinge: «¿Cuál es el animal que anda en cuatro patas por la mañana, en dos al mediodía y en tres a la tarde?», y luego resulta que todo esto es una larga metáfora de la vida del hombre, que gatea cuando es un niño, que es bípedo, que se mantiene en dos pies al mediodía y luego, en la vejez, que se compara con el crepúsculo, se apoya en un bastón.127 Ahora, los enigmas anglosajones no son ingeniosos, son más bien descripciones poéticas de las cosas, y hay algunas cuya solución se ignora y otras cuya solución es evidente. Por ejemplo, hay una que se refiere a la polilla, y que habla de un ladrón que entra de noche en una biblioteca y se alimenta con las palabras de un sabio, pero que no aprende nada de eso. Tenemos así que se trata de la polilla. Y luego hay una sobre el ruiseñor, cómo lo escuchan los hombres. Hay otra sobre el cisne, sobre el ruido de sus alas, y hay otra sobre el pez: se dice que él es errante y que su casa —el río, evidentemente— es errante también, pero que si lo sacan de su casa se muere. Naturalmente, un pez se muere fuera del agua. Es decir que los enigmas anglosajones vienen a ser unos poemas lentos, no ingeniosos, pero con un sentimiento muy vivido de la naturaleza. Hemos visto que el sentimiento de la naturaleza es una de las peculiaridades de la literatura inglesa desde sus orígenes, desde sus principios. Luego tenemos poemas bíblicos, que son meras extensiones del texto bíblico, extensiones oratorias y muy inferiores ciertamente al texto sagrado en que fueron inspiradas por sus autores. Y luego tenemos otros en que se toman temas de la común mitología o leyenda germánica, pero de los que hemos visto lo principal, creo, que son los textos épicos: el Beowulf, el «Fragmento heroico de Finnsburh», la «Oda de Brunanburh» —espléndidamente traducida por Tennyson, y en cualquier edición de las obras de Tennyson ustedes pueden encontrar esa traducción ejemplar de la «Oda de Brunanburh»—, y la «Balada de Maldon», de la que no he encontrado hasta ahora una traducción ejemplar, pero que ustedes encontrarán traducida literalmente en ese volumen de Gordon, Anglo-Saxon Poetry.
Y luego hay un poema muy triste, un poema escrito después de la conquista-normanda y traducido admirablemente por el poeta americano Longfellow,128 que tradujo también las coplas de Manrique del español, la Divina Comedia del italiano, y luego traduce muchos de los cantos escandinavos y de trovadores provenzales. Tradujo a los poetas románticos alemanes, tradujo baladas del alemán. Era un hombre que tenía una vasta cultura, y durante los años de la Guerra de Secesión, para distraerse de esa guerra, que fue la más sangrienta del siglo XIX, tradujo en endecasílabos, blancos, sin rima, toda la Divina Comedia, según he dicho. Ahora, el poema de «La sepultura»129 es un poema muy raro. Se supone que fue compuesto en el siglo XI o a principios del siglo XII, es decir en plena Edad Media, en una época cristiana. Y sin embargo, en ese poema, «La sepultura», no hay ninguna referencia a la esperanza del Cielo o al temor del Infierno. Es como si el poeta sólo creyera en la muerte física, en la corrupción del cuerpo, e imaginara además, como en un cuento de nuestro Eduardo Wilde, «La primera noche de cementerio»,130 que el muerto guarda conciencia de esa corrupción. Y el poema empieza: «Para ti una casa fue construida antes que nacieras» —es decir que para cada uno de nosotros ya hay un lugar determinado en la tierra en el cual ser enterrado—, «Para ti el polvo fue destinado antes que salieras de tu madre»: «De wes molde imynt, er ðu of moder come», ustedes ven que el final ya se parece bastante al inglés, ya se trasluce el inglés. «Oscura es esa casa», dice después... Perdón, «Sin puertas es esa casa, y adentro está oscura». En inglés sería «Doorless is that house, and dark it is within», y en este inglés antiguo tardío, que ya está profetizando, prefigurando el inglés, dice «Dureleas is þet hus and dearc hit is wiðinnen». Ya en este anglosajón, aunque no hay palabras latinas, estamos acercándonos al inglés. Después describe la casa. Dice que esa casa no tiene un techo muy alto, que el techo está construido tocando el pecho, que es muy bajo, «que ahí estarás muy solo» —dice—, «dejarás a tus amigos, ningún amigo bajará a preguntarte si te gusta esa casa». Y luego dice: «la casa está cerrada y la muerte tiene la llave». Después hay otros versos, cuatro versos agregados que se ve que la mano que los ha escrito es otra, ya que el tono es distinto. Porque dice: «Ninguna mano acariciará tus cabellos» y eso ya corresponde a una ternura que parece posterior, porque todo el poema es muy triste, muy duro. Todo el poema viene a ser una sola metáfora: la metáfora de la casa como habitación última del hombre. Pero ese poema ha sido escrito con tanta intensidad que es uno de los grandes poemas de la poesía inglesa. Y la traducción de Longfellow, que suele estar al final, es no sólo literal, sino que a veces el poeta sigue el orden exacto, el mismo orden de los versos anglosajones. De toda la literatura anglosajona, es la que está escrita en un lenguaje más fácil, porque es la que está más cerca del inglés actual.
Hay muchas antologías de la poesía anglosajona, y hay una hecha en Suiza —no recuerdo el nombre del autor— con un criterio muy inteligente. Y es éste: en lugar de empezar por el Beowulf o por el «Fragmento de Finnsburh», que son del siglo VII o siglo VIII, él empieza por lo más nuevo, es decir, por lo que está más cerca del inglés actual, Y luego la antología es retrospectiva, la antología va llegando al anglosajón del siglo VIII y empieza por el anglosajón del siglo XII, es decir, a medida que vamos adelantando en los textos, los textos son más difíciles, pero nos ayudan los primeros, los del comienzo.
Y ahora vamos a concluir esta segunda bolilla, pero habrá que decir algo de historia también. Al principio me referiré a la historia del idioma, para que ustedes perciban cómo se ha pasado del anglosajón al inglés actual. Ahora, ocurrieron dos hechos capitales, y esos dos hechos, cuando ocurrieron, deben haber parecido catastróficos, terribles. Y, sin embargo, prepararon el inglés a ser lo que Alfonso Reyes ha llamado «la lengua imperial» de nuestro siglo. Es decir, el anglosajón era un idioma mucho más complicado gramaticalmente que el inglés actual. Había en él, como en alemán y en las lenguas escandinavas, tres géneros gramaticales. En español tenemos dos, y esto ya es suficientemente complicado para los extranjeros. No hay razón alguna para que digamos «la mesa» o «el reloj», por ejemplo; esto hay que aprenderlo en cada caso. Pero en inglés antiguo, como en alemán y en las lenguas escandinavas, había tres géneros gramaticales. Y así tenemos «el luna», «la sal» y «el estrella». Ahora, se supone que esto de «el luna» corresponde a una época muy antigua, corresponde a la época del matriarcado, a la época en que las mujeres eran más importantes que los hombres. La mujer regía la familia, y entonces a la luz más brillante, al sol, se la vio como femenina, y en la mitología escandinava tenemos análogamente una diosa del sol y un dios de la luna. Ahora, leí en El imperio jesuítico, de Lugones131 —supongo que Lugones no se equivoca— que en guaraní ocurre lo mismo, que en guaraní se dice «la sol» y «el luna». Es curioso que en la poesía alemana esto haya influido, ya que en alemán se dice «el luna», «der Mond», como «mona», luna, era masculino en inglés antiguo, y «sunne», sol, era femenino. En Así hablaba Zaratustra, Nietzsche compara al sol con un gato que camina sobre una alfombra de estrellas. Pero no dice «eine Katze», que podría ser una gata también, sino «ein Kater», un gato, un macho. Y luego pensaba a la luna como un monje que mira envidiosamente a la Tierra, no con una monja. Así, los géneros gramaticales, que son más o menos casuales, influyen en la poesía también. Y en inglés [antiguo], el nombre para mujer es neutro, wif,132 pero también puede ser masculino, porque había una palabra wifmann, y como mann era masculino, se decía «el mujer», o «la mujer» también. En inglés actual, todo esto es mucho más simple. En español, por ejemplo, decimos «alto», «alta», «altos», «altas». Es decir, tenemos género gramatical para los adjetivos. En inglés tenemos high, que puede significar «alto», «alta», «altos», «altas», según lo que venga después. Ahora, ¿a qué se debe esta simplificación que hace del inglés actual un idioma mucho más simple gramaticalmente, pero desde luego mucho más rico en vocabulario que el inglés antiguo? Esto se debe al hecho de que los vikings, daneses, noruegos, se establecieron en el norte y en el centro de Inglaterra. Ahora, el antiguo escandinavo se parecía al inglés. Los sajones tenían que entenderse con los escandinavos, que eran sus vecinos, y además muy pronto los sajones llegaron a confundirse con los escandinavos, que eran menos: la raza escandinava se fundió con la sajona. Pero tenían que entenderse. Y entonces, para entenderse, ya que el vocabulario era muy parecido, se hizo una especie de lengua franca y el inglés fue simplificándose.
Y esto tiene que haber sido algo muy triste para los sajones cultos. Imagínense ustedes que de pronto notáramos que la gente dice «el cuchara», «lo mesa», «lo casa», «la tenedor», etc. Pensaríamos: «Caramba, el idioma está degenerándose, hemos llegado a la perfección del cocoliche». Pero los sajones, que habrían pensado lo mismo, no podían prever que eso iba a hacer del inglés un idioma más fácil. Fíjense que actualmente el inglés casi no tiene gramática. Es el diccionario más sencillo que hay, gramaticalmente. Porque es difícil en la pronunciación, y en cuanto a la ortografía inglesa, ustedes saben que en lo que se refiere a los nombres propios, cuando de pronto se hace célebre alguien, la gente no sabe cómo se pronuncia. Porque, por ejemplo, cuando empezó a escribir Somerset Maugham,133 la gente le decía «Moguem», porque no podía saber cómo se pronunciaba. Y luego tenemos las letras que han quedado de la antigua pronunciación. Por ejemplo, «cuchillo» en inglés se dice «naif» pero se escribe knife. ¿Por qué esta «le»? Porque en inglés antiguo eso se pronunciaba, y eso ha quedado como una especie de fósil perdido.134 Y luego tenemos también «nait», «caballero», que se escribe knight en inglés actual. Esto parece absurdo, pero es porque en anglosajón la palabra era cniht, «servidor». Es decir, [la «c» inicial] se pronunciaba. Y después el inglés fue llenándose de palabras francesas a raíz de la conquista normanda.
Y ahora vamos a hablar de ese año 1066, que es el año de la batalla de Hastings. Ahora, hay historiadores ingleses que dicen que el carácter inglés no estaba formado cuando ocurrió la invasión normanda. Otros dicen que sí. Pero creo que los primeros son verosímiles. Creo que la conquista normanda fue muy importante para la historia de Inglaterra, y naturalmente esto quiere decir para la historia del mundo. Creo que si los normandos no hubieran invadido Inglaterra, Inglaterra actualmente sería lo que es, digamos, Dinamarca. Es decir, sería un país muy culto, admirable políticamente, pero un país provincial, un país que no ha ejercido mayor influencia en la historia del mundo. En cambio, los normandos fueron los que hicieron posible el Imperio Británico y la difusión de la raza inglesa en todas las partes del mundo. Yo creo que si no hubiera habido invasión normanda, no hubiéramos tenido después un imperio inglés. Es decir, no habría ingleses en Canadá, en la India, en Sudáfrica, en Australia. Quizá no existirían los Estados Unidos tampoco. Es decir, habría cambiado toda la historia del mundo. Porque los normandos tenían un sentido ejecutivo, un sentido de organización del cual carecían los sajones. Y esto lo vemos en la misma Crónica anglosajona, escrita por un monje sajón, enemigo de los normandos, pero ellos hablaban de Guillermo el Conquistador,135 el bastardo, que era normando, y cuando murió, dijeron que no había habido nunca en Inglaterra un rey más poderoso que él. Porque antes el país estaba dividido en pequeños reinos. Es verdad que hubo un Alfredo el Grande,136 pero él nunca llegó al concepto de que Inglaterra pudiera ser puramente anglosajona o inglesa. Alfredo el Grande murió con la idea de que Inglaterra sería en buena parte un país escandinavo, y en la otra parte un país sajón. En cambio, llegaron los normandos y conquistaron toda Inglaterra, es decir, llegaron hasta la frontera de Escocia. Y además son gente muy enérgica, gente con un gran sentido de organización, con un gran sentido religioso también, y llenaron Inglaterra de monasterios —ya los sajones tenían sentido religioso, desde luego—. Pero vamos a ver los acontecimientos dramáticos de ese año 1066 de Inglaterra. Y tenemos entonces en Inglaterra a un rey que se llama Harold, el hijo de Godwin. Y Harold tenía un hermano que se llamaba Tostig.
Yo he visto en el condado de Yorkshire una iglesia sajona construida por los dos hermanos. No recuerdo exactamente la inscripción, pero recuerdo que hice que me la leyeran y quedé muy bien porque la traduje, cosa que los señores ingleses que estaban conmigo no eran capaces de hacer, porque no habían estudiado anglosajón. Yo más o menos, pero a lo mejor hice un poco de trampa al leer la inscripción que había sobre la iglesia. En Inglaterra quedarán cincuenta o sesenta iglesias sajonas. Ésta era una iglesia pequeña. Son edificios de piedra gris, cuadrados, más bien pobres. Los sajones no fueron grandes arquitectos, lo fueron después bajo la influencia normanda. Pero ellos el estilo gótico lo entendieron de otra manera, porque el gótico generalmente tiende a la altura. Pero Yorkminster, la catedral de York, es la catedral más larga de Europa. Tiene unas ventanas llamadas «the York sisters», las hermanas de York. Esas ventanas no fueron destruidas por los soldados de Cromwell porque son ventanas de cristal de diversos colores, y el amarillo prima. Y los dibujos son lo que hoy llamaríamos abstractos, es decir, no hay figuras. Y no fueron destruidos por los soldados de Cromwell—que destruían todo lo que fuera imagen— porque las veían como ídolos. Las «York sisters», precursoras del arte abstracto, no; se salvaron, y es una suerte porque son lindísimas realmente.
Tenemos pues al rey Harold y a su hermano, el conde Tosté o Tostig, según los textos. Ahora, el conde creía que él tenía derecho a parte del reino, que el rey debía dividir Inglaterra con él. El rey Harold no accedió, y entonces Tostig se fue de Inglaterra y se hizo aliado del rey de Noruega, a quien llamaban Harald Hardrada, Harald el resuelto, el duro... Es una lástima que tenga casi el mismo nombre de Harold, pero no se puede modificar la historia. Ese personaje es un personaje muy interesante, porque a la manera de muchos escandinavos cultos, no solamente era guerrero, sino que era además poeta. Y parece que en su última batalla, la batalla de Stamford Bridge, compuso dos poemas. Compuso uno, lo recitó, y dijo: «No está bien».137 Y entonces compuso otro, en el que había más kennings, más metáforas, y que por eso le pareció mejor. Además este rey anduvo por Constantinopla y tuvo amores con una princesa griega. Él escribió —dice Farley,138 con una frase que podría ser de Hugo— «madrigales de hierro». El conde Tostig, que tenía partido en Inglaterra también, fue a Noruega y buscó la alianza de Harald. Y desembarcaron cerca de una ciudad que el historiador islandés Snorri Sturluson139 llama Jórvik, y que es la ciudad actual de York. Y allí se reunieron, naturalmente, muchos sajones que eran partidarios suyos y no de Harold. Éste acudió desde el sur con su ejército. Los dos ejércitos se enfrentaron. Era de mañana.
Ya les he dicho que las batallas entonces tenían algo de torneo. El ejército sajón salió con treinta o cuarenta jinetes. Podemos imaginarlos cubiertos de hierro. Quizá los caballos tuvieran hierro también. Si ustedes han visto Alejandro Nevsky140 puede servirles para imaginar esta escena. Y ahora quiero que ustedes piensen muy bien en cada una de las palabras que [ellos] van a decir. Desde luego que estas palabras pueden muy bien haber sido inventadas por la tradición, o por el historiador islandés que registra la escena, pero cada una de las palabras tiene valor. Se acercan pues estos cuarenta jinetes sajones, quiero decir ingleses, al ejército noruego. Y ahí estaba el conde Tostig, y a su lado el rey de Noruega, Harald. Ahora, cuando Harald desembarcó en la costa de Inglaterra, el caballo tropezó y él cayó. Y él dijo: «En los viajes una caída trae suerte». Algo así como cuando Julio César desembarcó en África, cayó, y para que eso no fuera tomado como un mal agüero por los soldados dijo: «Te tengo, África». Pues éste141 recordó un proverbio. Entonces vienen los jinetes, están todavía a cierta distancia, pero a suficiente distancia como para que los jinetes puedan ver las caras de los noruegos, y los noruegos las caras de los sajones. Y entonces el jefe de ese pequeño grupo grita: «¿Está aquí el conde Tostig?». Entonces Tostig comprende y dice: «No niego estar aquí». Entonces el jinete sajón le dice: «Te traigo un mensaje de tu hermano Harold, rey de Inglaterra. Te ofrece una tercera parte de su reino y su perdón» —por lo que ha hecho, claro, porque se ha aliado a extranjeros noruegos y ha invadido Inglaterra—. Y entonces Tostig se queda pensativo un momento. A él le gustaría aceptar la oferta. Al mismo tiempo ahí están el rey de Noruega y su ejército. Y entonces dice: «Si acepto el ofrecimiento, ¿qué hay para mi señor?» —el otro era rey de Noruega y él era un conde—, «¿Para mi señor Harald, rey de Noruega?». Entonces el jinete se queda pensativo un momento y dice: «Y en eso también ha pensado tu hermano. Le ofrece seis pies de tierra inglesa, y ya que es tan alto, uno más», agrega mirándolo. Y cuando la [Segunda] Guerra Mundial, al principio, en uno de sus discursos Churchill dijo que al cabo de tantos siglos Inglaterra seguía manteniendo su oferta para los invasores, que le ofrecía a Hitler también seis pies de tierra inglesa. La oferta seguía abierta.
Entonces Tostig piensa un momento y luego dice: «En tal caso, dile a tu señor que combatiremos, y que Dios verá a quién le toca la victoria». El otro ya no dice nada más y se aleja. Mientras tanto, el rey de Noruega ha comprendido todo, porque los idiomas eran parecidos, pero no ha dicho una sola palabra. Tiene sus sospechas. Y cuando los otros han vuelto a reunirse con el grueso del ejército le pregunta a Tostig —porque en el diálogo este, todos quedan bien—: «¿Quién era ese caballero que habló tan bien?», dice. Vean eso. Y entonces Tostig le dice: «Ese caballero era mi hermano Harold, rey de Inglaterra». Y ahora vemos por qué Harold ha preguntado al principio «¿Está aquí el conde Tostig?». Naturalmente lo sabía, porque está viéndolo a su hermano. Pero él le pregunta de esa manera para indicarle a Tostig que no debe traicionarlo. Si los noruegos hubieran sabido que era el rey, lo hubieran matado inmediatamente.
De modo que el hermano también se porta con lealtad, porque simuló no conocerlo, y al mismo tiempo se porta con lealtad para el rey de Noruega, porque dice: «¿Qué hay para mi señor?» Y entonces el rey de Noruega, recordando la frase anterior y la frase del otro dice: «No es muy alto, pero parece muy firme en su caballo».
Luego se libra la batalla de Stamford Bridge —todavía el lugar puede verse— y los sajones deshacen a los noruegos y a los partidarios de Tostig, y el rey de Noruega conquista los seis pies de tierra inglesa que le habían prometido por la mañana. Ahora, esta victoria es un poco triste para Harold, porque ahí estaba su hermano. Pero era una gran victoria, ya que eran por lo general los noruegos los que batían a los sajones, y aquí no.
Están celebrando esa victoria, y en eso llega otro jinete, un jinete muy cansado, y viene con una noticia. Viene a decirle a Harold que en el sur han invadido los normandos. Entonces, el ejército cansado por la victoria de Harold tiene que dirigirse haciendo marchas forzadas hacia Hastings. Y ahí en Hastings esperan los normandos. Ahora, los normandos eran gente escandinava también, pero habían estado más de un siglo en Francia, habían olvidado el idioma danés, eran franceses realmente. Y tenían la costumbre de rasurarse la cabeza.
Entonces Harold manda un espía —eso era fácil entonces—, lo manda al campamento normando. El espía vuelve y le dice que esté tranquilo, porque el campamento es un campamento de frailes, que no va a pasar nada. Pero eran los normandos. Al día siguiente se libra la batalla, y tenemos un episodio que si no es histórico, digamos, históricamente, es histórico de otra manera. Entra otro personaje en acción, otro jinete. Es Taillefer, un juglar. En esta historia hay muchos jinetes. Es un juglar normando, y le pide permiso a Guillermo el Bastardo, que después sería Guillermo el Conquistador, para ser el primero en entrar en batalla. Le pide ese honor, que es un honor terrible, porque naturalmente los primeros en entrar en batalla son los primeros que mueren. Entonces él entra en el combate jugando con la espada, tirándola y recogiéndola ante los sajones atónitos. Los sajones serían gente más bien seria, desde luego, todavía no creo que existieran muchachos de éstos. Y él entra en la batalla —nos dice la antigua crónica inglesa de William de Malmesbury—,142 cantando «cantilena Rollandi», es decir, cantando una antigua versión de la Chanson de Roland. Y es como si con él entrara toda la cultura francesa, toda la luz de Francia, a Inglaterra.
Ahora, el combate dura todo el día. Los sajones y normandos tenían armas distintas. Los sajones tenían hachas de guerra, armas terribles. Los normandos no logran romper el cerco que forman los sajones, y entonces recurren a un antiguo ardid de guerra, y es el de simular una fuga. Entonces los sajones salen a perseguirlos, los normandos se dan vuelta y deshacen a los sajones. Y así concluyó el dominio de los sajones en Inglaterra.
Hay otro episodio que es poético también, pero es poético de otra manera, y que es el tema del poema de Heine titulado «Schlachtfeld bei Hastings», «Campo de batalla en Hastings». Schlacht, naturalmente, está vinculada a la palabra inglesa slay, «matar», y a la palabra slaughter, «matanza». «Slaughterhouse» se llama en Inglaterra a los mataderos. [El episodio] es éste: los sajones son vencidos por los normandos. Esa derrota es natural, porque ya habían sido diezmados por su victoria sobre los noruegos, porque llegaban muy cansados, etc. Y hay un problema, y es el de encontrar el cadáver del rey. Porque hay mercaderes que han seguido a los ejércitos, y ellos naturalmente roban las armaduras de los cadáveres, los arneses de los caballos, y el campo de batalla de Hastings está lleno de hombres y de caballos muertos. Entonces hay un monasterio ahí cerca, y los monjes naturalmente quieren darle sepultura cristiana a Harold, el último rey sajón de Inglaterra. Y entonces un monje, el abad, recuerda que el rey ha tenido una querida, una querida que no se describe pero que podemos imaginar muy fácilmente, porque se llama Edith Swaneshals, Edith Cuello de Cisne. De modo que sería una mujer muy alta, rubia, de cuello fino. Esta es una de las muchas mujeres que el rey ha tenido. Se ha cansado de ella, la ha abandonado, y ella vive en una choza en medio del bosque. Ha envejecido prematuramente. Además, la gente entonces envejecía muy pronto, de la misma manera que maduraba muy pronto. Y entonces el abad piensa que si hay alguien que puede reconocer el cadáver del rey —o sea el cuerpo desnudo del rey, habrá pensado—, es esta mujer, qué lo ha conocido tanto, a quien él ha abandonado ahora. Entonces van a la choza, sale la mujer, una mujer ya vieja. Los monjes le dicen que Inglaterra ha sido ganada por los franceses, por los normandos, que esto ha ocurrido cerca, en Hastings, y le piden a ella que vaya a buscar el cuerpo del rey. Eso es lo que dice la crónica. Ahora, Heine, naturalmente, aprovecha esto, describe el campo de batalla, describe a la pobre mujer abriéndose camino entre el hedor de los muertos y las aves de presa que están encarnizándose con ellos, y de pronto ella reconoce el cuerpo del hombre que ha amado. Y no dice nada, pero lo cubre de besos. Entonces los monjes reconocen al rey, lo entierran, le dan sepultura cristiana.
Ahora, existe también una leyenda que se conserva en una crónica anglosajona, que dice que el rey Harold no murió en Hastings, sino que después de la batalla se retiró a un convento, y que ahí él hizo penitencia por los muchos pecados que había cometido —parece que su vida fue tormentosa—. Y [dice la crónica] que a veces Guillermo el Conquistador, que reinaría luego en Inglaterra, cuando tenía una dificultad que resolver, iba a ver a este monje anónimo que en un tiempo había sido Harold, rey de Inglaterra, y le preguntaba qué debía hacer. Y seguía siempre sus consejos, porque naturalmente a los dos, al conquistado y al conquistador, les interesaba el bienestar de Inglaterra. De modo que ustedes pueden elegir entre estas dos versiones, pero sospecho que preferirán la primera, la de Edith Cuello de Cisne, que reconoce a su antiguo amante, y no la otra, la del rey.
Después tenemos dos siglos, y en esos dos siglos es como si las letras inglesas ocurrieran de un modo subterráneo, porque en la corte se habla francés, los clérigos hablaban latín y el pueblo hablaba sajón, hablaba cuatro dialectos sajones que estaban además entremezclados con el danés. Y es necesario esperar desde el año 1066 hasta el siglo XIV para que la literatura inglesa, que había seguido de un modo rústico y torpe, que había seguido como un río subterráneo, resurja. Y entonces tenemos los grandes nombres de Chaucer,143 de Langland, y entonces tenemos un idioma, el inglés, que ha sido profundamente penetrado por el francés. A tal punto que, sí, actualmente hay más palabras de origen latino que de origen germánico en un diccionario inglés. Pero las palabras germánicas son las esenciales, son las palabras que corresponden al fuego, a los metales, al hombre, a los árboles. En cambio, todas las palabras de la cultura son palabras latinas.
Y concluimos aquí la segunda bolilla.

Lunes 31 de octubre de 1966

Notas

117 Francis Bacon, filósofo y estadista inglés (1561-1626).
118 El bestiario o Physiologus fue un género que gozó de enorme aceptación durante la Edad Media. Constaba de unas 48 secciones, cada una de las cuales describía atributos o costumbres de seres más o menos reales o fabulosos, que servían para demostrar virtudes cristianas, hacer alegorías bíblicas y alertar sobre pecados o desviaciones de la fe. El bestiario fue traducido a diversos idiomas y circuló durante más de quince siglos; todas las traducciones descienden de un original en griego que se supone escrito en Alejandría durante el siglo II de nuestra era. El nombre Physiologus, que significa «naturalista», se utiliza actualmente como título del bestiario, pero corresponde en realidad al autor o fuente original de la obra.
119 Borges se refiere al poema anglosajón de la pantera en su Libro de los seres imaginarios, OCC pág. 679.
120 Se trata del vigésimo verso del poema «Gerontion». Este poema se encuentra, no en los Four Quartets, como sospechaba Borges, sino en el libro Poems (1920). Se transcribe a continuación la segunda estrofa: «Signs are taken for wonders, “We would see a sign!”/ The word within a word, unable to speak a word / Swaddled with darkness. In the juvescence of the year/ Came Christ the tiger/ In depraved May, dogwood and chestnut, flovering judas,/ To be eaten, to be divided, to be drunk/ Among whispers; by Mr. Silvero/ With caressing hands, at Limoges/ Who wallced all night in the next room».
121 Fastitocalon es una deformación del griego aspidochelone, de aspís, «escudo», y chelone, «tortuga». La palabra fue deformándose con las traducciones y copias sucesivas del bestiario. Borges provee un resumen del poema de la ballena en la página correspondiente a Fastitocalon en su Libro de los seres imaginarios, OCC pág. 628.
122 Borges analiza el origen de esta leyenda en la página que dedica al «Zaratán» en su Libro de los seres imaginarios, OCC pág. 711. Allí se refiere también al poema anglosajón de la ballena y traduce un fragmento del Viaje de San Brandán.
123 San Brandán el Navegante (c. 486-578). Fundó numerosos monasterios e iglesias, de los cuales el más famoso es el de Clonfert, donde fue enterrado. La obra que narra su legendario viaje a la Tierra Prometida y que incluye el encuentro con la ballena descripto por Borges, se titula Navigatio Sancti Brandani o Viaje de San Brandán.
124 «... or that sea-beast / Leviathan, which God of all his works / Created hugest that swim th’ ocean-stream. / Him, happly slumbering on the Norway foam». «O aquella bestia marina / El Leviatán, a quien Dios creó entre todas sus criaturas / el más grande de las que nadan las corrientes del océano / Aquél, por ventura durmiendo sobre la espuma de Noruega». (John Milton, Paradise Lost, Book I.)
125 Animales fabulosos con cuerpo de león y cabeza y alas de águila. Borges dedica una página a los grifos en su Libro de los seres imaginarios, OCC 639. 
126 Borges incluye seis de estas adivinanzas anglosajonas, traducidas al castellano, que corresponden al pez, a un vendedor de ajos, al cisne, a la polilla, a un cáliz y a la luna y el sol, en Literaturas germánicas medievales, OCC págs. 890-891.
127 Véase la página correspondiente a la Esfinge en el Libro de los seres imaginarios, OCC 627.
128 Henry Wadsworth Longfellow, poeta norteamericano (1807-1882).
129 Este poema ha sido traducido por Borges al castellano y figura en su Breve antología anglosajona.
130 Este cuento, que aparece en numerosas recopilaciones de las narraciones de Eduardo Wilde, fue incluido por Borges en su compilación Cuentistas y pintores argentinos, publicada en 1985 por Ediciones de Arte Gaglianone.
131 Borges incluyó este libro de Leopoldo Lugones como el volumen 12 de la colección Biblioteca personal.
132 De esta palabra desciende la palabra del inglés moderno «wife», «esposa».
133 William Somerset Maugham, novelista y dramaturgo de lengua inglesa nacido en París (1874-1965).
134 En inglés antiguo, «cuchillo» era «cníf».
135 Guillermo el Conquistador (William the Conqueror) (c.1028-1087). Duque de Normandia y rey de Inglaterra desde que venciera en Hastings al rey sajón Harold, en el año 1066. Borges describe los pormenores de esta batalla en las páginas siguientes.
136 El rey Alfredo, llamado «Alfred the Great» (849-899). Desde su coronación como rey de Wessex, en el 871, Alfred debió enfrentar la constante amenaza de los invasores vikingos. En el año 878 los daneses capturaron Wessex y Alfred se vio obligado a huir. Pero regresó al poco tiempo y derrotó a los invasores en Eddington. En el año 886 Alfred firmó con los daneses el tratado de Wedmore, que establecía la partición de Inglaterra. El norte y el este de la isla quedaron bajo control danés, pero Alfred consiguió a cambio extender sus dominios más allá de los límites de Wessex, logrando además la conversión al cristianismo del rey Guthrum. Alfred nunca reinó sobre toda Inglaterra, pero sus reformas y victorias militares marcaron el inicio del proceso de consolidación territorial que permitió a sus sucesores llevar adelante la unificación de la Inglaterra anglosajona.
137 Este episodio aparece en la Saga de Harald Hardrada, Parte 11, cap. 94, de la Heimskringla de Snorri Sturluson.
138 Se refiere probablemente a James Lewis Farley, periodista y escritor inglés, nacido en Dublín (1823-1885). Fue cónsul de Turquía en Bristol y contribuyó a mejorar las relaciones entre este país e Inglaterra. Algunos de sus escritos son: Two Years Travel in Syria, The Massacres in Syria, New Bulgaria, The Druses and the Maronites, Modem Turkey, The Resources of Turkey y Egypt, Cyprus and Asiatic Turkey.
139 Snorri Sturluson: poeta, erudito e historiador islandés (1179-1241). El más conocido de los autores medievales de Islandia. Escribió la Heimskringla o Crónica de los reyes de Noruega y la Edda menor o prosaica. Se le atribuye también la autoría de la Saga de Egill Skallagrímson. Snorri Sturluson estudió en Oddi bajo la tutela del sabio Jon Lóptsson y fue en su época no sólo el erudito más destacado sino probablemente el hombre de linaje más noble de toda Islandia. Además del estudio, a Snorri le interesaban la riqueza y el poder; no le faltaron ni una ni el otro. Tomó parte en intrigas políticas que involucraban al rey de Noruega, Hákon IV, y prometió entregar Islandia a su corona, pero luego —por razones que ahora no se entienden del todo— demoró largamente esa entrega. Como señala Borges, la vida de Snorri Sturluson ha sido descripta como «una compleja crónica de traiciones». En el año 1241, ante un desaire de Snorri, el rey Hákon perdió la paciencia y lo hizo asesinar. Borges desarrolla los puntos fundamentales de su vida en Literaturas germánicas medievales, OCC págs. 950- 951. Véase también el prólogo de Borges a su traducción de la primera parte de la Edda menor o prosaica, titulada Gylfaginning o La alucinación de Gylfí.
140 La famosa película de Sergei M. Eisenstein, estrenada en 1938.
141 Se refiere a Harald.
142 La «antigua crónica inglesa» citada por Borges es la Gesta Regum Anglomm, «Historia de los reyes de Inglaterra», escrita por el cronista e historiador inglés William de Malmesbury (c. 1090-1143) alrededor del año 1125.
143 Geoffrey Chaucer, poeta inglés (c. 1343-1400).



En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín
© María Kodama, 2000
Foto: Borges en Palermo, 1984 © Ferdinando Scianna/Magnum Photos



27/4/15

Jorge Luis Borges: El inmortal








Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion.
FRANCIS BACONEssaysLVIII
En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Ios. En el último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.
El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está al otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. 
Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron). Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.
III
Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vividos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.
IV
Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto… Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos… Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda, no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.
V
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea[1]. Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.
… He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria… Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso (como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos[2].
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.

Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de «la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus». Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalisV, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (WritingsIII, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to MethuselahV). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras, horas y los siglos.
A Cecilia Ingenieros




Notas

[1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizá el nombre del puerto ha sido borrado. 

[2] Ernesto Sábato sugiere que el «Giambattista» que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.




Primera edición: Anales de Buenos Aires, 1947
Luego incluido en El Aleph (1949)
Post propuesto por Francisco Alvez Francese [FB]
Foto: Borges, Perú 1978 (Archivo Histórico El Comercio)




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