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1/12/16

Jorge Luis Borges: La creación y P. H. Gosse







«The man without a Navel yet lives in me» (El hombre sin ombligo perdura en mí), curiosamente escribe sir Thomas Browne (Religio medici, 1642) para significar que fue concebido en pecado, por descender de Adán. En el primer capítulo del Ulises, Joyce evoca asimismo el vientre inmaculado y tirante de la mujer sin madre: «Heva, naked Eve. She had no navel». El tema (ya lo sé) corre el albur de parecer grotesco y baladí, pero el zoólogo Philip Henry Gosse lo ha vinculado al problema central de la metafísica: el problema del tiempo. Esa vinculación es de 1857; ochenta años de olvido equivalen tal vez a la novedad.
Dos lugares de la Escritura (Romanos, 5; 1 Corintios, 15) contraponen el primer hombre Adán en el que mueren todos los hombres, al postrer Adán, que es Jesús.[9] Esa contraposición, para no ser una mera blasfemia, presupone cierta enigmática paridad, que se traduce en mitos y en simetría. La Áurea leyenda dice que la madera de la Cruz procede de aquel Árbol prohibido que está en el Paraíso; los teólogos, que Adán fue creado por el Padre y el Hijo a la precisa edad en que murió el Hijo: a los treinta y tres años. Esta insensata precisión tiene que haber influido en la cosmogonía de Gosse.
Éste la divulgó en el libro Omphalos (Londres, 1857), cuyo subtítulo es Tentativa de desatar el nudo geológico. En vano he interrogado las bibliotecas en busca de ese libro; para redactar esta nota, me serviré de los resúmenes de Edmund Gosse (Father and Son, 1907), y de H. G. Wells (All Aboard for Ararat, 1940). Introduce ilustraciones que no figuran en esas breves páginas, pero que juzgo compatibles con el pensamiento de Gosse.
En aquel capítulo de su Lógica que trata de la ley de causalidad, John Stuart Mill razona que el estado del universo en cualquier instante es una consecuencia de su estado en el instante previo y que a una inteligencia infinita le bastaría el conocimiento perfecto de un solo instante para saber la historia del universo, pasada y venidera. (También razona —¡oh Louis Auguste Blanqui, oh Nietzsche, oh Pitágoras!— que la repetición de cualquier estado comportaría la repetición de todos los otros y haría de la historia universal una serie cíclica.) En esa moderada versión de cierta fantasía de Laplace —éste había imaginado que el estado presente del universo es, en teoría, reductible a una fórmula, de la que Alguien podría deducir todo el porvenir y todo el pasado—. Mill no excluye la posibilidad de una futura intervención exterior que rompa la serie. Afirma que el estado fatalmente producirá el estado r; el estado r, el s; el estado s, el t; pero admite que antes de t, una catástrofe divina —la consummatio mundi, digamos— puede haber aniquilado el planeta. El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos.
En 1857, una discordia preocupaba a los hombres. El Génesis atribuía seis días —seis días hebreos inequívocos, de ocaso a ocaso— a la creación divina del mundo; los paleontólogos impiadosamente exigían enormes acumulaciones de tiempo. En vano repetía De Quincey que la Escritura tiene la obligación de no instruir a los hombres en ciencia alguna, ya que las ciencias constituyen un vasto mecanismo para desarrollar y ejercitar el intelecto humano… ¿Cómo reconciliar a Dios con los fósiles, a sir Charles Lyell con Moisés? Gosse, fortalecido por la plegaria, propuso una respuesta asombrosa.
Mill imagina un tiempo causal, infinito, que puede ser interrumpido por un acto futuro de Dios; Gosse, un tiempo rigurosamente causal, infinito, que ha sido interrumpido por un acto pretérito: la Creación. El estado n producirá fatalmente el estado v, pero antes de v puede ocurrir el Juicio Universal; el estado n presupone el estado c, pero c no ha ocurrido, porque el mundo fue creado en f o en h . El primer instante del tiempo coincide con el instante de la Creación, como dicta san Agustín, pero ese primer instante comporta no sólo un infinito porvenir sino un infinito pasado. Un pasado hipotético, claro está, pero minucioso y fatal. Surge Adán y sus dientes y su esqueleto cuentan treinta y tres años; surge Adán (escribe Edmund Gosse) y ostenta un ombligo, aunque ningún cordón umbilical lo ha atado a una madre. El principio de razón exige que no haya un solo efecto sin causa; esas causas requieren otras causas, que regresivamente se multiplican[10]; de todas hay vestigios concretos, pero sólo han existido realmente las que son posteriores a la Creación. Perduran esqueletos de gliptodonte en la cañada de Luján, pero no hubo jamás gliptodontes. Tal es la tesis ingeniosa (y ante todo increíble) que Philip Henry Gosse propuso a la religión y a la ciencia.
Ambas la rechazaron. Los periodistas la redujeron a la doctrina de que Dios había escondido fósiles bajo tierra para probar la fe de los geólogos; Charles Kingsley desmintió que el Señor hubiera grabado en las rocas «una superflua y vasta mentira». En vano expuso Gosse la base metafísica de la tesis: lo inconcebible de un instante de tiempo sin otro instante precedente y otro ulterior, y así hasta lo infinito. No sé si conoció la antigua sentencia que figura en las páginas iniciales de la antología talmúdica de Rafael Cansinos Assens: «No era sino la primera noche, pero una serie de siglos la había ya precedido».
Dos virtudes quiero reivindicar para la olvidada tesis de Gosse. La primera: su elegancia un poco monstruosa. La segunda: su involuntaria reducción al absurdo de una creatio ex nihilo, su demostración indirecta de que el universo es eterno, como pensaron el Vedanta y Heráclito, Spinoza y los atomistas… Bertrand Russell la ha actualizado. En el capítulo IX del libro The Analysis of Mind (Londres, 1921) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos, provisto de una humanidad que «recuerda» un pasado ilusorio.
Buenos Aires, 1941
POSDATA: En 1802, Chateaubriand (Génie du christianisme, I, 4, 5) formuló, partiendo de razones estéticas, una tesis idéntica a la de Gosse. Denunció lo insípido, e irrisorio, de un primer día de la Creación, poblado de pichones, de larvas, de cachorros y de semillas. «Sans une vieillesse originaire, la nature dans son innocence eût été moins belle qu'elle ne l'est aujourd'hui dans sa corruption», escribió.



Notas

[9] En la poesía devota, esa conjunción es común. Quizá el ejemplo más intenso esté en la penúltima estrofa del «Hymn to God, my God, in my Sickness» (March 23, 1630), que compuso John Donne:

We think that Paradise and Calvary,
Christ's Cross, and Adam's tree, Look Lord,
and find both Adams met in me;
As the first Adam's sweat surrounds my face,
May the last Adam's blood my soul embrace. 

[10] Cf. Spencer: Facts and Comments, págs. 148-151, 1902. 


Otras inquisiciones (1952)
Tomado de Obras completas (Tomo II 1952-1972)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Barcelona, Emecé Editores, 2000

Photographic portrait (1857) of  British naturalist Philip Henry Gosse (1810–1888) 
and his son Edmund Gosse (1849–1928)
Unknown photographer - Frontispiece of "Father and Son" by Edmund Gosse, 1907

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12/9/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 3]






Por tratarse de un hombre que consideraba el universo como una biblioteca y que confesaba haber imaginado el Paraíso «bajo la forma de una biblioteca», el tamaño de su propia biblioteca era toda una decepción, tal vez porque él sabía, como dijo en cierto poema, que el lenguaje únicamente puede «simular la sabiduría». Los invitados a su casa esperaban hallar un sitio atiborrado de libros, estantes llenos, pilas de volúmenes bloqueando las puertas, sobresaliendo de cada recoveco, una jungla de tinta y papel. Por el contrario, descubrían un ámbito en el que los libros ocupaban unos pocos rincones discretos. Cuando el joven Mario Vargas Llosa visitó a Borges a mediados de los años cincuenta, recorrió el lugar humildemente amueblado y preguntó por qué el Maestro no vivía en un sitio más grande y más lujoso. A Borges le ofendió el comentario. «A lo mejor en Lima hacen las cosas así —le contestó al indiscreto peruano—. Pero aquí, en Buenos Aires, somos menos devotos de la ostentación.»

Las pocas estanterías, sin embargo, contenían lo esencial de sus lecturas, empezando por las enciclopedias y los diccionarios, gran orgullo de Borges. «Me gusta hacerme cuenta de que no soy ciego, que me acerco a los libros como un hombre que puede ver —solía decir—. Ando curioso de nuevas enciclopedias. Me imagino que puedo seguir en sus mapas el curso de los ríos y que descubro maravillas en las descripciones.» Le gustaba explicar que, de niño, acompañaba a su padre a la Biblioteca Nacional y que, una vez allí, demasiado tímido para pedir un libro, se contentaba con algún tomo de la Britannica que hallaba en los estantes de libre acceso y leía el primer artículo que se desplegaba ante sus ojos. A veces era afortunado, como cuando escogió el volumen De-Dr y se informó acerca de los Druidas, los Drusos y Dryden. Jamás abandonó este hábito de entregarse al ordenado azar de alguna enciclopedia, y pasaba horas enteras hojeando o pidiendo que le leyesen los tomos de la Bompiani, la Brockhaus, la Meyer, la Chambers, la Britannica (en su undécima edición, con ensayos de Macaulay y De Quincey, adquirida con el dinero del segundo Premio Municipal de Literatura de 1929), o también el Diccionario Enciclopédico de Montaner y Simón. Con frecuencia yo le buscaba un artículo: sobre Schopenhauer o el sintoísmo, sobre Juana la Loca o el fetch escocés. Luego él pedía que algún dato especialmente interesante fuera registrado, con su número de página correspondiente, al final de tan revelador volumen. Misteriosas anotaciones, fruto de manos distintas, salpicaban las páginas de guarda de sus libros.

En las dos estanterías bajas del salón comedor se hallaban las obras de Stevenson, Chesterton, Henry James y Kipling. De allí tomó una vez una edición pequeña y encuadernada en rojo de Stalky & Co., con la cabeza del dios elefante Ganesha y la esvástica hindú que Kipling había escogido como su emblema para luego renegar de ella durante la guerra, cuando el antiguo símbolo fue apropiado por los nazis. Era el ejemplar que Borges había comprado en Ginebra, siendo adolescente; el mismo ejemplar que habría de regalarme cuando dejé la Argentina en 1968. De esas mismas estanterías me hizo extraer los volúmenes de los cuentos de Chesterton y los ensayos de Stevenson, que leímos a lo largo de muchas noches y que él comentaba con extraordinaria perspicacia y agudeza, sin ocultar su pasión por estos grandes escritores y mostrándome además de qué manera habían trabajado para construir sus cuentos, desmontando algunos párrafos con la amorosa intensidad de un maestro relojero. Allí guardaba también Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, diversos libros de H. G. Wells, La piedra lunar de Wilkie Collins, varias novelas de Eça de Queiroz encuadernadas en cartón amarillo, libros de Lugones, Güiraldes y Groussac, el Ulises y el Finnegans Wake de Joyce, las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, novelas policiales de John Dickson Carr, Milward Kennedy y Richard Hull, Life on the Mississippi de Mark Twain, Buried Alive de Enoch Bennett, una pequeña edición rústica de Un hombre en el zoológico y De dama a zorro de David Garnett, con delicadas ilustraciones en blanco y negro, las obras más o menos completas de Oscar Wilde y las obras más o menos completas de Lewis Carroll, Der Untergang des Abendlandes de Spengler, los muchos tomos de la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Gibbon, varios libros de matemática y filosofía, entre ellos algunos de Swedenborg y Schopenhauer, y el Wörterbuch der Philosophie de Fritz Mauthner, que Borges amaba tanto. Buena parte de estos libros lo acompañaban desde su juventud; otros, en inglés y en alemán, llevaban las etiquetas de las librerías de Buenos Aires en que habían sido comprados —Mitchell’s, Rodríguez, Pygmalion—, librerías que ya no existen. Era usual que les contase a sus invitados que la biblioteca de Kipling (que él había visitado) curiosamente albergaba en su mayoría libros científicos, libros sobre historia asiática o de viajes, principalmente a la India. Concluía que Kipling no había querido ni necesitado la obra de los demás poetas o novelistas, como si hubiese sentido que le bastaba con sus propias creaciones. Borges sentía lo contrario: decía que en primer lugar era lector y que eran los libros ajenos lo que más deseaba a su alrededor. Aún conservaba la edición de tapas rojas de Garnier en la que había leído el Quijote por primera vez (un segundo ejemplar, comprado poco antes de su treintena, luego de que el primigenio desapareciera), no así la traducción al inglés de las fábulas de los hermanos Grimm, el primerísimo libro que recordaba haber leído.

Las pequeñas estanterías de su dormitorio contenían libros de poesía y una de las más completas colecciones de literatura anglosajona e islandesa en toda América Latina. Aquí Borges conservaba los libros que le servían para el estudio de lo que él mismo una vez describió como «las ásperas y laboriosas palabras / Que con una boca hecha polvo / Usé en los días de Nortumbria y de Mercia / Antes de ser Haslam o Borges». Algunos de estos libros yo los conocía porque se los había vendido en Pygmalion: el diccionario de Skeat, una versión anotada de La batalla de Maldon, el Altgermanische Religions Geschichte de Richard Meyer. La otra estantería albergaba los poemas de Enrique Banchs, de Heine, de San Juan de la Cruz, y diversos estudios sobre Dante, por Benedetto Croce, Francesco Torraca, Luigi Pietrobono o Guido Vitali.

En alguna parte (quizás en la habitación de su madre) estaba la literatura argentina que había acompañado a la familia en su viaje a Europa, poco antes de la Primera Guerra Mundial: el Facundo de Sarmiento, las Siluetas militares de Eduardo Gutiérrez, los dos tomos de la Historia argentina de Vicente Fidel López, Amalia de Mármol, Prometeo y Cía de Eduardo Wilde, Rosas y su tiempo de Ramos Mejía, varios libros de poesía de Leopoldo Lugones y el Martín Fierro de José Hernández, libro que Borges adolescente había seleccionado para llevar a bordo del barco y que doña Leonor desaprobó a causa de sus pinceladas de color local y de violencia ramplona.

Si algo faltaba en las bibliotecas del departamento eran sus propios libros. No sin orgullo explicaba a los visitantes que solicitaban ver una edición temprana de una de sus obras que él no poseía ni un volumen en el que estuviera impreso su nombre «eminentemente olvidable». Una vez, estando yo en su casa, el cartero trajo un gran paquete que contenía una edición de lujo de su relato «El Congreso», publicada en Italia por Franco Maria Ricci. Era un inmenso libro, encuadernado en seda negra, metido en un estuche del mismo material, con letras de oro impresas en un papel Fabriano azul hecho a mano, con cada ilustración volcada artesanalmente (el cuento había sido ilustrado con pinturas tántricas) y con cada ejemplar numerado. Borges me pidió que le describiese el objeto. Escuchó con suma atención y exclamó: «Pero eso no es un libro, es una caja de bombones». Y acto seguido se lo obsequió al tímido cartero.

En ocasiones es él mismo quien escoge un libro de un estante. Conoce, desde luego, dónde se halla cada ejemplar y allí se dirige, infaliblemente. Pero a veces se encuentra en un lugar donde los estantes no le son familiares, en una librería nueva por ejemplo, y entonces sucede algo inquietante: Borges recorre con sus manos los lomos de los libros, como abriéndose camino al tacto por la superficie accidentada de un mapa en relieve y, aunque desconoce el territorio, su piel parece descifrar la geografía. Haciendo correr sus dedos por libros que nunca antes abrió, algo semejante a la intuición de un artesano le dirá de qué se trata el volumen que está tocando. Hasta es capaz de descifrar nombres y títulos que con certeza no puede leer. (Una vez vi a un viejo sacerdote vasco trabajando de esta forma entre nubarrones de abejas, distinguiéndolas y asignándoles distintas colmenas; y también recuerdo a un guardabosques en las Rocosas canadienses que sabía exactamente en qué sector del bosque se encontraba con sólo pasar sus dedos por el liquen de los troncos.) Puedo dar fe de que entre el anciano bibliotecario y sus libros existe un vínculo que las leyes de la fisiología tacharían de imposible.


Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 32-42
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio. Ésta en pág. 43





6/2/17

Jorge Luis Borges: Historia






Profesores de olvido anhelaba Butler para que no se convirtiera el planeta en un interminable museo, sin otra perspectiva que un porvenir dedicado a conservar el pasado (…). Lo innegable es que todas las disciplinas están contaminadas de historia. Básteme citar dos: la literatura y la metafísica. Quienes estudian metafísica se ven forzados a encarar la repulsiva tesis platónica de las formas universales, cuando ignoran aún el límpido sistema de Berkeley, que (lógica, no cronológicamente) la precede; quienes ensayan con alguna esperanza las letras tienen que digerir fragmentos salvajes (pero no pintorescos) del remoto Cantar de Mio Cid o boberías de Valera o Miguel Cané… Quizá una enciclopedia sin nombres propios, dedicada a exponer y a discutir, sea el instrumento que requerimos. Sugiero ese proyecto (cuya ejecución es difícil pero no costosa) a las editoriales de Buenos Aires.
  «H. G. Wells, Travels…», 1940


  La historia no es un frígido museo; es la trampa secreta de la que estamos hechos, el tiempo. En el hoy están los ayeres. ¿Quién podrá sentir esa eternidad mejor que un poeta?
    «Prólogo» a G. García Saraví; Del amor y los otros desconsuelos, 1968






En Borges A/Z
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Foto: Jorge Luis Borges Borges en Adrogué
29 de noviembre de 1980, ©Julie Méndez Ezcurra 
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel

24/2/18

Jorge Luis Borges: América y el destino de la civilización occidental (1936)







Los primeros días de marzo, poco antes de que se produjera el gravísimo acontecimiento de la ocupación militar de la Renania, la dirección de Nosotros hizo circular entre los escritores y estudiosos argentinos, que directa o indirectamente se han ocupado de problemas sociales, la carta siguiente: [con las preguntas que figuran a continuación]



1º Frente a la probabilidad de una nueva guerra continental en el Viejo Mundo, ¿posee América recursos propios materiales y fuerzas espirituales suficientes para salvar su civilización y cultura y desarrollarlas en lo futuro?

2º Si la nueva guerra tuviera para la civilización universal las calamitosas consecuencias temidas, ¿cuál será la suerte de la Argentina?, ¿qué deberá hacer para no zozobrar en el naufragio?, ¿cómo se bastará a sí misma si ello fuera necesario por un tiempo más o menos largo?




De Jorge Luis Borges

El desorden de ritos, de recuerdos, de inhibiciones, de aptitudes y de hábitos que integran la cultura occidental, no están a merced de una guerra —aunque las novelas de H.G. Wells digan lo contrario. Ustedes me preguntan si América "posee recursos propios materiales y fuerzas espirituales suficientes para salvar y desarrollar su cultura, en caso de otra guerra europea"; yo les respondo que la de 1918 fue resuelta precisamente por "recursos materiales" americanos. En cuanto a "fuerzas espirituales", falta probar que las exportaciones de América son inferiores a los importes. Por ejemplo: hace algo más de medio siglo que la poesía lírica francesa vive de Whitman y de Edgar Allan Poe.

La segunda pregunta es harto difícil. De las diversas políticas raciales que se ejercen aquí (todas absurdas, ya que nuestra empresa más alta, la guerra de la independencia, fue una rebelión de los hijos contra los padres, vale decir una ruptura de esa continuidad de la sangre) entiendo que la francesa es la peor. El inglés puede repetir: My country, right or wrong, pero no identifica los intereses del Universo con los del Imperio Británico. (Bertrand Russell dijo hace poco que si nuestra cultura occidental se desmoronaba, podían reemplazarla los chinos.) El italiano juega a la mera latinidad; el español exige que de vez en cuando recordemos que es un hidalgo, que ha conocido tiempos mejores. El francés, en cambio, es el hombre que identifica el destino del Universo con el de la sous-prefecture. Otras naciones pierden una guerra y dicen ¡mala suerte!; el francés no concibe que la ocupación de Ménilmontant por una compañía de zapadores de la reserva de Mecklenburg no sea una catástrofe cósmica. De ahí, su ingenua prédica de un deber universal de "salvar a Francia" en cada uno de los duelos periódicos, previsibles y nada interesantes que mantiene con el "sale Boche". De ahí también, el riesgo de que nosotros intervengamos, por deseo de figurar.

No soy más germanófilo que francófilo, Mauthner y Valéry, Schopenhauer y Montaigne, Hölderlin y Verlaine, tienen mi preferencia de años e igual. ¿Pero qué tendrán que ver esos altos nombres con el oro, el hambre y la muerte?


Nosotros, 2ª época
Buenos Aires, Año 1, N° 1, abril de 1936*

[*] E este número contestan: Manuel Ugarte, Julio Navarro Monzo, Ernesto Mario Barreda, Emilio Ravignani, Alejandro Castiñeiras, F. Ortiga Anckermann, Luis Pascarella y Delfín Ignacio Medina


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Borges en su biblioteca (sin atribución) Vía




25/5/16

Jorge Luis Borges: Vindicación del 1900





Hace quince o veinte años que la nostalgia, la ternura y la burla tejen una cariñosa mitología alrededor del año 1900. Los elementos de esa mitología están en la conciencia de todos; corresponden a la escenografía art-nouveau de Los crepúsculos del jardín, de Lugones, con adición de algunos artefactos característicos: picos de gas, tranvías de caballos, bigotes, bigoteras, corsés, tarjetas postales en relieve, lámparas con caireles. Por supuesto, ese esquema simbólico de 1900 no es precisamente igual a 1900. Nunca lo son, por lo demás, los esquemas simbólicos. Lo característico de una época no está en ella; está en los rasgos que la diferencian de la época siguiente. Esos rasgos diferenciales sólo son perceptibles después. Así, los tranvías de caballos son típicos de 1900 porque han sido reemplazados por tranvías eléctricos; los buzones rojos no lo son, porque no han sido reemplazados. Para ver el año 1945 tal como lo verán los hombres de 1970, tendríamos que ver también el año 1970.

He mencionado el art-nouveau, he mencionado las decorativas estrofas de Los crepúsculos del jardín o de la sucursal montevideana de Herrera y Reissig. Ese arte y esa literatura son menos típicos de la realidad de 1900 que de nuestra visión. El erudito examen de cualquier enciclopedia revela los siguientes hechos: en 1899, Ibsen publicó el drama Cuando nos despertemos de entre los muertos; en 1900, Conrad publicó Lord Jim y Bernard Shaw sus Tres comedias para puritanos: (El discípulo del diablo, César y Cleopatra, La conversión del capitán Brassbound); en 1901, Kipling publicó Kim y, H. G. Wells, Los primeros hombres en la luna. Cinco libros acabo de enumerar; libros contradictorios o heterogéneos que pueden suscitar cualquier reacción salvo la de piadoso cariño; libros cuyo solo recuerdo evoca la compleja y apasionada realidad de 1900. Compleja y apasionada... Los epítetos pueden asombrar, pues el pasado nunca es complejo (ha sido simplificado y estilizado por la memoria, por la memoria en la que siempre colabora el olvido) y nunca es apasionado, porque lo vemos como un cuadro en el que faltan nuestra voluntad, nuestra incertidumbre.

He mencionado, al azar de una enciclopedia, obras literarias: el lector que quiera ampliar el breve catálogo bosquejado aquí, puede agregar obras filosóficas, políticas, científicas, pictóricas y musicales. A no dudarlo, sentirá la gravitación de una realidad que casi lo confundirá, más complicada, más polémica, más libre, más razonable, más habitable, que la de 1945.

El problema del año 1900 visto por 1945 no es otra cosa que un aspecto de un problema más amplio: el siglo XIX juzgado por el siglo XX. Por la boca de un periodista, el siglo XX ha calificado de "estúpido" al siglo XIX; tal vez no es ilícito recordar que las dos doctrinas por las que están muriendo los hombres del siglo XX —nazismo y comunismo— son invenciones del siglo XIX. El nazismo procede notoriamente de Fichte y de Carlyle; el marxismo no carece de toda relación con Karl Marx; el estúpido siglo XIX fue, antes que ninguna otra cosa, un siglo de libérrima discusión; no hay argumento contra él, contra sus preferencias o instituciones, que no haya sido formulado por alguien en ese mismo siglo. El progreso es uno de los fetiches del siglo XIX; la refutación más enérgica del progreso es la de Schopenhauer, hombre del siglo XIX.

El darwinismo es otro de esos fetiches; nadie después lo ha refutado como lo refutó en su tiempo, Samuel Butler. Centenares de invectivas contra el estado totalitario fatigan las imprentas; ninguna tiene la lucidez y el poder del ensayo profético de Spencer, El hombre contra el estado.

La mitología peculiar de 1900 ha trascendido al cinematógrafo. Ello era previsible, ya que se trata de una época lo bastante cercana para que la sintamos vinculada a nuestro destino, para que sin esfuerzo la imaginemos; lo bastante lejana para exhalar un prestigio romántico. Naturalmente, las películas que la exhiben son menos fieles como imágenes del pasado que del desdeñoso presente. El tango, el compadrito y el patotero abrumadoramente figuran en tales films; de su presencia cabe deducir que interesan en 1945, no que en 1900 interesaron. (A juzgar por la literatura contemporánea, tal no fue el caso). Otro elemento del que no se resuelven a prescindir esos films pseudo-históricos son automóviles antiguos, de alabada y mediocre velocidad. Los protagonistas veneran esos vehículos porque son más veloces que una carreta; el público los desprecia, porque son harto menos veloces que los automóviles de hoy; es decir, el público procede exactamente como los personajes de que se burla... De paso, cabe deplorar la frivolidad de quienes exigen que una obra de arte sea cuidadosamente contemporánea, escrupulosamente local; toda obra de arte inevitablemente lo es, aunque su tema sea lejano en el tiempo y en el espacio. No hay que solicitar como una virtud una limitación que tiene el carácter de una fatalidad.

El tango, en el año 1900, no era importante. Sospecho que era casi imperceptible, pero los tangos de esa fecha que aún perduran —Don Juan, de Ernesto Poncio; La morocha, de Saborido— son, a no dudarlo, significativos del carácter de entonces. Digo el carácter, pues no pienso en los múltiples caracteres, en los múltiples y cambiantes caracteres de los hombres de entonces, sino en algo más precioso y fundamental: en el carácter anhelado por ellos, en el carácter que les halagaba atribuirse. (Chesterton, en algún ensayo de Heréticos, ha observado que el arte popular no refleja nunca el verdadero carácter de sus lectores, pero sí el carácter ideal). Basta escuchar los tangos que he mencionado, o las congéneres milongas que los precedieron, para saber que los compadres que los inventaron, silbaron y divulgaron, no eran tal vez hombres felices, ni siquiera hombres valerosos, pero sí eran hombres cuya aspiración era la felicidad y el valor. Eso anhelaban, así les gustaba pensarse. El tango actual, en cambio, se complace en la desventura y en el fracaso, y sólo admite la felicidad y el valor como temas de la nostalgia, como bienes que se han tenido y que ya no se tienen. El orillero del siglo XIX quería ser admirado por dichoso, por resuelto y por temerario; el de nuestro tiempo, por haber sido alguna vez esas cosas y, sobre todo, por ser un maltratado, un rencoroso, una víctima. De un ideal clásico hemos pasado a un ideal romántico, en el más abyecto sentido de esa palabra.

Hay una diferencia fundamental entre las milongas antiguas —el Pejerrey con papas, digamos, de la Academia Montevideana— y las milongas de sabor arqueológico que ahora se elaboran: las de ayer expresaban una felicidad posible, inmediata; las de hoy, un paraíso perdido.

Podría objetarse a lo anterior que la diferencia entre los tangos primitivos y los de ahora se debe, principalmente, a los instrumentos, a la sustitución de la flauta y del violín por el bandoneón quejumbroso. A ello podemos replicar que un motivo psicológico determinó esa sustitución, que el bandoneón fue elegido por quejumbroso. Durante muchos años yo creí que la decadencia del tango, que el entristecimiento del tango, era obra de los compositores boquenses; comprobé, luego, que los compositores antiguos eran también de origen itálico. No se trataba, pues, de una diferencia de sangre, sino de una diferencia de fecha. Nadie ha compuesto tangos más felices, más fundamentalmente criollos, que Vicente Greco.

Quienes hayan seguido estas inconexas y casuales observaciones, habrán notado que su propósito es negativo. No me he propuesto la imposible tarea de definir en una página una complicada etapa del mundo; me he limitado a señalar que esa etapa no se parece demasiado a su mitología ulterior. Tampoco ha sido mi propósito anular el placer que esa mitología produce; preferiría, eso sí, que gozáramos de ella como ficción, no como transcripción de una realidad. Hay expresiones de una época (decorativas, arquitectónicas, musicales, literarias también) cuyo encanto se debe a la sospecha de que son ligeramente ridículas; ello aconteció en el 1900 con el art nouveau, con el estilo vienés y con la lírica simbolista; ello acontece en nuestros días con la frugal albañilería de Le Corbusier, con las incómodas efusiones del superrealismo* y con las novelas sin argumento. ¿Qué no diríamos de quien se aventurara a juzgarnos por esas complacencias?

Nuestra época es, a la vez, implacable, desesperada y sentimental; es inevitable que nos distraigamos con la evocación y con la cariñosa falsificación de épocas pretéritas.




* Deliberadamente escribo superrealismo. La palabra surrealismo es absurda; 
tanto valdría decir surnatural por sobrenatural, surhombre por superhombre
survivir por sobrevivir. etcétera.

En Saber Vivir, Buenos Aires, Año V,   N°53, 1945

Luego en Textos Recobrados 1931-1955
© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Foto: Borges retratado por Sameer Makarius



8/11/15

Jorge Luis Borges: Nota sobre la paz








Buen heredero de los nominalistas ingleses, H. G. Wells repite que hablar de los anhelos del Irak o de la perspicacia de Holanda es incurrir en temerarias mitologías. Francia, le agrada recordar, consta de niños, de mujeres y de hombres, no de una sola tempestuosa mujer con un gorro frigio. A esa amonestación cabe responder, con el nominalista Hume, que también cada hombre es plural, pues consta de una serie de percepciones o, con Plutarco, Nadie es ahora el que antes fue ni será el que ahora es o, con Heráclito, Nadie baja dos veces al mismo río. Flablar es metaforizar, es falsear; hablar es resignarse a ser Góngora. Sabemos (o creemos saber) que la historia es una perpleja red incesante de efectos y de causas; esa red, en su nativa complejidad, es inconcebible; no podemos pensarla sin acudir a nombres de naciones. Además, tales nombres son ideas que operan en la historia, que rigen y transforman la historia.

Elucidado lo anterior, quiero declarar que para mí un solo hecho justifica este momento trágico; ese hecho jubiloso que nadie ignora y que justiprecian muy pocos es la victoria de Inglaterra. Decir que ha vencido Inglaterra es decir que la cultura occidental ha vencido, es decir que Roma ha vencido; también es decir que ha vencido la secreta porción de divinidad que hay en el alma de todo hombre, aun del verdugo destrozado por la victoria. No fabrico una paradoja; la psicología del germanófilo es la del defensor del gángster, del Mal; todos sabemos que durante la guerra los legítimos triunfos alemanes le interesaron menos que la noción de un arma secreta o que el satisfactorio incendio de Londres.

El esfuerzo militar de las tres naciones que han desbaratado el complot germánico es parejamente admirable, no así las culturas que representan. Los Estados Unidos no han cumplido su alta promesa del siglo XIX; Rusia combina con naturalidad los estigmas de lo rudimentario, de lo escolar, de lo pedantesco y de lo tiránico. De Inglaterra, de la compleja y casi infinita Inglaterra, de esa isla desgarrada y lateral que rige continentes y mares, no arriesgaré una definición; básteme recordar que es quizá el único país que no está embelesado consigo mismo, que no se cree Utopía o el Paraíso. Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irreemplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es también capaz de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo.


Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 129, julio de 1945


En Borges en Sur 1931-1980
Buenos Aires, Emecé, 1999
Manuscrito original y ológrafo
Titulado, firmado y datado “Jorge Luis Borges, 1945”
Con tachaduras e interpolaciones
Versión enviada a publicar en Sur N° 129
Catálogo de manuscritos de Borges del librero Víctor Aizenman



4/11/16

Jorge Luis Borges: Novela policial, "science-fiction" y el lejano Oeste







En 1840, Edgar Allan Poe enriqueció la literatura con un género nuevo. Este género es, ante todo, ingenioso y artificial; los crímenes, por lo común, no se descubren mediante razonamientos abstractos sino por obra del azar, de informaciones o delaciones. Poe inventa el primer detective de la literatura, el caballero Charles Auguste Dupin, de París. Inventa asimismo el artificio, clásico después, de que las hazañas del héroe sean referidas por un amigo, admirativo y mediocre. Recordemos al ulterior Sherlock Holmes y a su biógrafo, el doctor Watson. Poe ha dejado cinco cuentos de índole policial, insuperados, según Chesterton. En el primero, "The Murders in the Rue Morgue" ("Los crímenes de la calle Morgue"), se investiga la muerte atroz de dos mujeres cometida en una bohardilla aparentemente cerrada; el culpable es un mono. "The Purloined Letter" ("La carta robada") inaugura la idea de esconder un objeto precioso, exhibiéndolo a la vista de todos, para que nadie se fije en él. "The Mystery of Marie Roget" ("El misterio de Marie Roget") se reduce a la discusión abstracta y a la solución probable de un crimen, sin aventura alguna. En "Thou are the Man" ("Tú eres el hombre"), el culpable, como en cierto relato de Israel Zangwhile, resulta ser el propio detective. En "The Gold Bug" ("El escarabajo de oro"), el investigador descifra un texto criptográfico, que le revelará el preciso lugar de un tesoro escondido. Poe ha tenido muchos continuadores; bástenos mencionar por ahora a su contemporáneo Dickens, a Stevenson y Chesterton. 
La tradición intelectual del género iniciado por Edgar Allan Poe ha encontrado continuadores más puros en Inglaterra que en su patria. Recordaremos entre los norteamericanos algunos nombres. 

WILLARD HUNTINGTON WRIGHT (1888-1939) nació en Charlotiesville, Virginia. Estudió en California y en Harvard, en París y en Munich. Dirigió, con Mencken, y con Nathan, la famosa revista The Smart Set. Su destino literario es curioso: sus libros serios, Lo que Nietzsche enseñó, Pintura moderna, El porvenir de la pintura, pertenecen hoy al olvido; las novelas policiales que escribió para distraer una convalecencia lo hicieron célebre. Las publicó bajo el pseudónimo de S. S. Van Dine. Recordemos El caso Benson, El crimen de la Canaria, El Crimen del casino. El héroe Filo Vanee es, por su urbanidad y pedantería, una evidente proyección del autor. 

ERLE STANLEY GARDNER nació en 1889 en Maiden, Massachussetts. Como Jack London, fue minero en Alaska. Se recibió de abogado en California, donde ejerció con brillo su profesión durante más de veinte años. También es abogado Perry Mason, protagonista de la larga serie de sus novelas. Citaremos El obispo tartamudo, El canario rengo, La vaca musical, El cadáver en fuga, Asesinato imperfecto, El cómplice nervioso. Su obras fueron traducidas a dieciséis idiomas. Su fama en los Estados Unidos superó a la de Conan Doyle. Muchas veces empleó el pseudónimo de A. A. Fair. 

Frederick Dannay y Lee Manfred, su primo, han hecho famoso el pseudónimo de ELLERY QUEEN, que es asimismo el protagonista de sus novelas, redactadas en tercera persona. Iniciaron su conjunta carrera con The Roman Hat Mystery (El misterio del sombrero romano) (1929), que ganó un premio. De sus muchos libros mencionaremos The Egyptian Cross Mystery (El misterio de la Cruz egipcia), The Chinese Orange Mystery (El misterio de la naranja china), The Greek Coffin Mystery (El misterio del féretro griego), The Siamise Twin Mystery (El misterio de los hermanos siameses), The Spanish Cape Mystery (El misterio de la capa española). Sus libros se distinguen por la escrupulosa probidad, los vívidos rasgos dramáticos y la resolución ingeniosa de los problemas. Han sido elogiados por Priestley. 

DASHIELL HAMMETT nació en Maryland en 1894. Fue vendedor de diarios, mensajero, estibador, agente de publicidad y durante siete años detective en la famosa agencia Pinkerton. La novela policial, hasta él, había sido abstracta e intelectual; Hammett nos hace conocer la realidad del mundo criminal y de las tareas policiales. Sus detectives no son menos violentos que los forajidos que persiguen. Citemos Red Harvest (Cosecha roja) (1929), The Dain Curse (La maldición de los Dain), The Maltese Falcon (El halcón maltés), The Glass Key (La llave de vidrio), The Thin Man (El hombre flaco). El ambiente de su obra es desagradable. 

La novela policial ha sido desplazada gradualmente por la novela de espionaje y por las ficciones científicas (science-fiction). Ciertos relatos de E. A. Poe ("El caso del señor Valdemar", "La mistificación del globo") ya prefiguran este último género, pero sus más indiscutibles creadores son europeos: en Francia, Julio Verne, cuyas anticipaciones han resultado, en buena parte, proféticas; en Inglaterra, H. G. Wells, cuyos libros tienen mucho de pesadilla. K. Amis ha definido así la science-fiction: "es un relato en prosa cuyo tema es una situación que no podría presentarse en el mundo que conocemos, pero cuya base en la hipótesis de una innovación de cualquier orden, de origen humano o extraterrestre, en el campo de la ciencia y de la tecnología, o, si se quiere, de la pseudo-ciencia o de la pseudo-tecnología". 

Los primeros medios de difusión de la science-fiction fueron revistas y no libros. En abril de 1911 aparece en Modern Electrics el folletín "Ralph 124 C 4: novela del año 1966". Lo escribió el fundador de la revista, Hugo Gernsback y mereció el premio Hugo, creado ulteriormente, que sigue recordando su nombre y que se destina a este género literario. En 1926 Gernsback fundó Amazing Stories, actualmente existen en los Estados Unidos más de veinte revistas análogas. No se trata de un género popular; los lectores son, en general, ingenieros, químicos, hombres de ciencia, tecnólogos y estudiantes, con un predominio notable de hombres. Su entusiasmo suele llevarlos a agruparse en clubs que abarcan todo el ámbito del país y se cuentan por decenas. Una de estas federaciones se llama no sin humorismo "Los pequeños monstruos de América". 

HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT (1890-1937) nació en Providence, Rhode Island. Muy sensible y de salud delicada, fue educado por su madre viuda y sus tías. Gustaba, como Hawthorne, de la soledad y aunque trabajaba de día lo hacía con las persianas bajas. 
En 1924 se casó y fijó su residencia en Brooklyn; en 1929 se divorció y volvió a Providence, donde retomó su vida de soledad. Murió de cáncer. Detestaba el presente y profesaba el culto del siglo XVIII. 
Lo atraía la ciencia; su primer artículo trataba de astronomía. En vida publicó un solo libro; después de su muerte, sus amigos reunieron en volúmenes su obra considerable, antes dispersa en antologías y revistas. Estudiosamente imitó el patético estilo y las resonancias de Poe y escribió pesadillas cósmicas. En sus relatos hay seres de remotos planetas y de épocas antiguas o futuras que moran en cuerpos humanos para estudiar el universo o, inversamente, almas de nuestro tiempo que, durante el sueño, exploran mundos monstruosos, lejanos en el tiempo y en el espacio. Entre sus obras recordaremos The Colour Out of Space (El color que cayó del cielo), The Dunwich Horror (El horror de Dunwich), The Rats in the Wall (Las ratas en la pared). 
Dejó asimismo un epistolario copioso. Al influjo de Poe cabe agregar el del cuentista visionario Arthur Machen. 

ROBERT HEINLEIN (1907) nació en Bulton. Su vida es heterogénea; ensayó la aviación, la marina, la física, la química, la venta de propiedades, la política, la arquitectura y, a partir de 1934, las letras. Su precaria salud lo obligó a esos cambios. Heinlein opina que, después de la poesía, la science-fiction es el más arduo de los géneros literarios y el único capaz de reflejar el espíritu genuino de nuestro tiempo. Su obra múltiple está destinada principalmente a los jóvenes. Ha abordado la radio, la televisión y el cinematógrafo. De su labor, que ha sido traducida a muchos idiomas, mencionaremos los siguientes títulos: Beyond the Horizon (Más allá del horizonte) (1948), Red Planet (Planeta rojo) (1949), Farmer in the Sky (Granjero en el cielo), The Man who Sold the Moon (El hombre que vendió la luna) (1950), Between the Planets (Entre los planetas) (1951), Assignement in Eternity (Nombramiento en la eternidad). 

De ascendencia holandesa, ALFRED ELTON VAN VOGT (1912) nació en el Canadá. Se crió en las praderas de Saskatchawara; desde niño tuvo la extraña certidumbre de ser una persona común, rodeada de personas comunes, lejos de toda posible grandeza. A los doce años inició su carrera literaria con la publicación de un cuento autobiográfico al cual siguieron otros análogos o de carácter sentimental. Siempre lo atrajo la science-fiction, pero sus primeros ensayos en este género datan de 1939. Uno de sus temas preferidos es el de un hombre que no sabe quién es y que va en busca de sí mismo sin lograr del todo su intento. Lo mecánico le interesa menos que lo mental. Su obra se inspira en las matemáticas, en la lógica, en la semántica, la cibernética y la hipnosis. Lo heterogéneo de estas fuentes ha hecho que los puristas de la science-fiction lo acusen de heterodoxia. Van Vogt ha escrito que basta liberarse de falsos preconceptos para lograr metas más altas. Ha publicado un libro sobre la eficacia terapéutica de la hipnosis. Mencionaremos sus relatos Slan (1946), The Book of Ptah (El libro de Ptah) (1948), epopeya de un orbe imaginario, The World of A (El mundo de A) (1948), basado en la semántica general. En colaboración con Hedna May Hull, su mujer, escribió Out of the Unknown (Desde lo desconocido) (1948). 

Mayor renombre que los anteriores ha alcanzado RAY BRADBURY (1920). Nació en Waulkegan, Illinois. Desde niño las aventuras de Tarzán y el ejercicio de la prestidigitación lo habían acostumbrado a vivir en un mundo fantástico. La temprana lectura de Amazing Stories lo llevó a la science-fiction. A los doce años le regalaron una máquina de escribir. En 1935, mientras estaba en el colegio, siguió un curso sobre la técnica del relato. Desde entonces se habituó a escribir cada día mil o dos mil palabras. A partir de 1941 colaboró en diversas revistas del género así como en el American Mercury. En 1946 ganó el premio de The Best American Short Stories, que había sido el ideal de su niñez. Su primer libro, Dark Carnival (Carnaval obscuro) data de 1947; Crónicas marcianas, de 1950; The Illustrated Man (El hombre ilustrado), de 1951; Farenheit 451, de 1953; The Golden Apples of the Sun (Las manzanas de oro del Sol), de 1953, título tomado de Yeats; Switch on the Night (Encienda la noche), de 1955. Estos libros han sido traducidos a casi todos los idiomas. 
"La science-fiction es un martillo maravilloso; me propongo usarlo para que los hombres vivan como quieran", ha escrito Bradbury. Amis, que censura su sentimentalismo, admite su excelencia literaria y su fuerza irónica. Bradbury ve en la conquista del espacio una extensión de la mecanización y del tedio de nuestra cultura contemporánea. En su obra asoman la pesadilla y a veces la crueldad, pero ante todo la tristeza. Los porvenires que anticipa nada tienen de utópicos; son más bien advertencias de peligros que la humanidad puede y debe eludir. 

Pasemos ahora al Western. Aunque de otro linaje, el cowboy no habrá diferido mayormente del gaucho. Los dos fueron jinetes de la llanura; los dos lucharon con el indio, con los rigores del desierto y con la hacienda brava. Fueron desangrándose en guerras que acaso no acabaron de comprender. Pese a esta identidad fundamental, las literaturas que inspiraron son muy distintas. Para los escritores argentinos —recordemos el Martín Fierro y las novelas de Eduardo Gutiérrez— el gaucho encarna la rebeldía y no pocas veces el crimen; la preocupación ética de los norteamericanos, basada en el protestantismo, los llevó a representar en el cowboy el triunfo del bien sobre el mal. El gaucho de la tradición literaria suele ser un matrero; el cowboy puede ser un sheriff o un hacendado. Ahora ambos personajes son legendarios. El cinematógrafo ha difundido en el mundo entero el mito del cowboy, curiosamente Italia y el Japón se han dedicado a producir películas del Oeste, del todo ajenas a su historia y a su cultura. 

La literatura del cowboy tiene su humilde origen en los dime novels o novelas de diez centavos cuya circulación empezó hacia 1860 y duró hasta fines del siglo. Los temas eran históricos, y en general su estilo se asemejaba a la manera romántica de Dumas. Agotada la historia de la Colonia, de la Independencia y de la Guerra Civil, abordaron la conquista del Oeste, the Winning of the West. Como figura representativa de la frontera surge entonces el cowboy

De los cultores de este género, el más conocido es ZANE GREY (1872-1939). Nació en Zanesville, Ohio. Fue hijo de un hachero, se educó en una Universidad de Pennsylvania y ejerció la profesión de dentista antes de dedicarse a las letras. Sus primeras publicaciones datan de 1904. De las sesenta novelas que ha dejado mencionaremos El último de los llaneros (1908), Oro del desierto (1913), El jinete misterioso (1921). Muchas de éstas fueron llevadas al cinematógrafo. De su obra, que ha sido traducida a casi todos los idiomas y sigue siendo muy leída, en particular por los niños y los jóvenes, se han vendido en conjunto más de trece millones de ejemplares. 

A diferencia de la poesía gauchesca, que nació poco después de la revolución de 1810, el western norteamericano es un género subalterno y tardío. Fuerza es admitir, sin embargo, que es una forma de la épica y que ha legado un símbolo al mundo, el cowboy solitario, justo y valiente.



En Introducción a la literatura norteamericana (1967)
En colaboración con Esther Zemborain de Torres
Imagen: Exposición 30 años de la muerte de Borges en el Teatro Colón 
Fotos seleccionadas por Amanda Ortega (Incluidas las propias)


5/12/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: El Golem






    A.: Borges, alguna vez hablamos de la cábala; le propongo que hablemos de uno de sus mitos, de una de sus leyendas más curiosas, el Golem. ¿Le parece bien?
  
    B.: Sí, aquella leyenda inspiró una famosa novela a Gustav Meyrink y, muchos años después, me inspiró a mí un poema donde yo cuento la historia de Judá León, que fue rabino en Praga.

    A.: Un admirable poema del que Adolfo Bioy Casares dice que es el mejor que usted ha escrito. 
    
    B.: Es cierto; tal vez tenga razón. Ahora bien, la idea es ésta: Dios toma un terrón de tierra y luego le insufla vida, y así crea a Adán o a Adam, que en hebreo quiere decir tierra roja. Adán viene a ser para los cabalistas el primer Golem. Ha sido creado por la palabra divina, por un soplo de vida. Y como en la cábala se dice que el nombre de Dios es todo el Pentateuco, salvo que las letras están barajadas, es decir, están unidas de tal forma, que si alguien poseyera el nombre de Dios, el nombre no revelado («Soy el que Soy», le responde Dios a Moisés, cuando éste le pide que le revele su nombre), o si alguien llegara al Tetragrámaton, al nombre de cuatro letras de Dios, y si supiera pronunciarlo correctamente, podría crear un mundo y también un Golem; es decir, un hombre.

    A.: Algunas de esas leyendas han sido admirablemente aprovechadas por Gershom Scholem, ¿verdad?

    B.: Sí, ese libro se llama El simbolismo de la cábala. Esas leyendas han sido también aprovechadas literariamente por otros autores. Pero el libro de Scholem es, sin duda, el más claro y el más atractivo. He leído, además, la excelente traducción del Sefer Ietzira o Libro de la Creación, que ha hecho León Dujovne. Yo no sé hebreo, sin embargo, ese trabajo me pareció muy bueno… Y he leído, en una traducción inglesa, una versión de Zohar o Libro del Esplendor.

    A.: ¿Esos libros, obviamente, le habrán aportado nuevos datos sobre la cábala?

    B.: Ah, pero por supuesto. A través de esos volúmenes pude recopilar nuevos datos y ampliar muchos de los que ya tenía. Esos libros, sin embargo, no están escritos para enseñar la cábala a nadie. Están escritos, en todo caso, para insinuarla, para que un estudioso de la cábala pueda leer esos libros y pueda encontrarse fortalecido por ellos. Yo diría que esos trabajos son como los tratados publicados y no publicados por Aristóteles.

    A.: Volvamos al Golem, Borges.

    B.: Bueno el mito o la leyenda del Golem dice que si un rabino aprende o descubre el secreto nombre de Dios y lo pronuncia sobre una figura humana hecha en arcilla, esa figura se anima y toma el nombre de Golem.

    A.: Ese descubrimiento haría del rabino casi un Dios, ¿no es así?

    B.: Sí. En una de las leyendas, en una de las muchas y variadas versiones que tiene la leyenda del Golem, se inscribe sobre la frente de esa figura la palabra Emet, que significa verdad. El Golem crece, y si lo dejan solo siguen creciendo infinitamente. Luego hay un momento que alcanza una altura tal que el dueño de ese Golem ya no puede alcanzarlo. El rabino entonces le pide que se incline para atarle los zapatos. El Golem lo hace, y al inclinarse, el rabino sopla y consigue borrar la primera letra: el Aleph de la palabra Emet; queda de esa manera la palabra Met, que significa muerte. Entonces el Golem, hecho polvo, cae a los pies de su artífice.

    A.: ¿De esas variadas versiones de la leyenda del Golem, conoce otras?

    B.: Yo conozco otra leyenda según la cual se cuenta que un rabino, o un grupo de rabinos, alquimistas todos, crean un Golem y se lo mandan a otro maestro, que es capaz de crear también una figura así, pero que está más allá de esas supersticiones. El Golem llega a lo de este rabino, pero no habla, no responde a las preguntas del maestro, porque —según dice la leyenda— el Golem no puede hablar ni concebir; estas facultades le están vedadas. El rabino lo sigue interrogando. El Golem no contesta. Entonces le dice: «Eres un ser creado por los magos, regresa ya mismo a tu polvo». Y el Golem cae deshecho a sus pies.

    A.: ¿Por qué no pasamos a la leyenda que narra Gershom Scholem? ¿Qué pasa con ese Golem? 

    B.: Ese Golem nace, curiosamente, con un puñal en la mano. Se consigue crearlo mediante una gran tarea común. Son muchos los discípulos que participan en esa invención, ya que es imposible que un solo hombre pueda estudiar y comprender el Libro de La Creación. Entre todos los estudiosos de la cábala logran crear un Golem. Ese Golem, que ha nacido con un puñal en la mano, les pide a quienes lo han hecho, que lo maten «porque si yo vivo puedo ser adorado como un ídolo». Y ya se sabe que la idolatría para Israel, como para el protestantismo, es uno de los máximos pecados. Sus creadores aceptan entonces la propuesta que les hace el Golem, y lo matan.

    A.: Borges, ¿y la leyenda que le inspiró a usted el poema, me refiero a la de Gustav Meyrink?

    B.: Bueno, ese poema que, como usted ha recordado, Bioy Casares asegura que es el más perfecto que yo haya perpetrado. Si usted me permite una digresión, voy a recordar algo.

    A.: Como no.

    B.: En Ginebra, hacia 1916, bajo el impulso de los libros de Carlyle, yo emprendí el solitario estudio del idioma alemán. Recuerdo que adquirí un diccionario inglés-alemán y acometí, con una temeridad que aún sigue asombrándome, las páginas de la Crítica de La Razón Pura, de Kant, y del Fausto, de Goethe. Cuando concluí aquella empresa creí saber el alemán, que todavía no sé. Pero lo que quería contar era esto: por aquellos días, la baronesa Helene von Stummer, de Praga, me dio un ejemplar de un libro reciente, de índole fantástica, que había logrado, increíblemente, distraer la atención de un vasto público, que ya estaba harto de las vicisitudes bélicas. Ese libro era El Golem, de Gustav Meyrink.

    A.: Borges, ¿y qué produjo en un joven de dieciséis años la lectura de ese libro?

    B.: Un enorme asombro. Ese mismo asombro, años después, me llevó a escribir el poema El Golem. [texto y audio]

    A.: Es decir que el contacto con el idioma alemán y el descubrimiento de aquella literatura fueron una marca que lo acompañaría siempre, ¿no?

    B.: Es cierto. Pero no sólo me marcaron para toda la vida, sino que también me arrebataron mágicamente. El ostensible tema del libro de Meyrink era el ghetto. Ahora, Voltaire ha observado con agudeza que la fe cristiana y el Islam proceden del judaísmo, pero que, no obstante eso, los musulmanes y los cristianos abominan imparcialmente de Israel. Durante siglos, en toda Europa, el pueblo elegido fue confinado en barrios que tenían algo o mucho de leprosarios y que, paradójicamente, fueron invernáculos mágicos de la cultura judía. En esos lugares germinó un ambiente sombrío y, a la par, una increíble teología.

    A.: Bueno, la cábala, precisamente, se desarrolla en esos ghettos, ¿no es así?

    B.: Sí. Ahora la cábala es de indiscutible raíz española, y Moisés León, su inventor, la atribuye a una secreta tradición oral que dataría del Paraíso. Pero, como usted señaló, se desarrolla en esos barrios judíos y es allí donde encuentra terreno propicio para sus especulaciones sobre el carácter de la divinidad, el poder mágico de las letras y la posibilidad de que los iniciados puedan crear un Golem, así como Dios había creado a Adán.

    A.: Volviendo a Gustav Meyrink. Él hace uso de la leyenda del homúnculo y escribe su novela, ¿verdad?

    B.: Él hace uso de la leyenda y concibe una obra admirable. En ella, rescata los pormenores que dan origen al Golem y logra el clima onírico Alicia a través del espejo con un palpable horror que a mí, personalmente, no se me ha olvidado al cabo de los años. Meyrink, a diferencia de H. G. Wells, su contemporáneo, que buscó en la ciencia la posibilidad de lo fantástico, halla en la magia y en la superación de todo artificio mecánico, el camino de lo fantástico. Luego él nos dice: «Nada podemos hacer en literatura que no sea mágico».

    A.: Curiosamente esa novela ha sido olvidada al igual que El Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki.

    B.: Es verdad. Son obras que casi no tienen reedición. Pero el tiempo, que tiende a ser justo, acaso algún día coloque a esos autores en el lugar que merecerían estar. En cuanto a la cábala, como se ve, es una suerte de metáfora del pensamiento, una fuente inagotable de posibilidades literarias, que ha inspirado obras verdaderamente inmortales. Yo creo que la leyenda del Golem es una de ellas.



En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [23]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984

Foto: Roberto Alifano por Juan Pablo Sánchez Noli (Vía La Gaceta)


4/1/15

Luis Harss: Jorge Luis Borges, o la consolación por la filosofía



Luis Harss en su casa - Foto Eduardo Montes Bradley


A un orbe aparte pertenece este artesano y anticuario que se ha convertido en una figura casi legendaria —una ausencia— en nuestra literatura. Se ha dudado alguna vez, aunque nunca muy en serio, de su existencia, que parece haberse evaporado con los años. Queda la imagen tenue de un hombrecito frágil, casi ciego, que se desplaza como una sombra al anochecer. Es un polemista temible, de convicciones tan fuertes como arbitrarias, tanto en la vida como en la literatura, pero al mismo tiempo un alma tímida, de modales tan suaves, tan dulce y modesto en su andar, que casi se podría pasar inadvertidamente a través de él en la calle. Hay algo de fugaz hasta en sus hábitos más invariables. En su tránsito diario por las calles céntricas, vacila al borde de la acera y golpea llamando con el bastón. Un pasante lo sorprende, lo ayuda a cruzar, sólo para perderlo después cuando el viento se lo lleva de un soplo como a una hoja transparente arrancada de un viejo libro. Y tal vez eso sea. «Vida y muerte le han faltado a mi vida», dice, afectando ese aire de diletante que ha cultivado siempre, sin duda un resabio del dandismo intelectual de su juventud en el aristocrático Barrio Norte. Ofrece esta «indigencia» como una explicación de su «laborioso amor» por las minucias. «Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído», y dice: «Estoy podrido de literatura». Se preguntan algunos, no sin razón, si él escribió sus libros o si ellos lo escribieron a él. Quizá sea un fantasma en la mente del lector como se creyó alguna vez que pudo haber sido Shakespeare en la mente de Francis Bacon. Él sería el último en rechazar semejante idea: admite con su chispa habitual de humor que no sabe muy bien a qué género pertenece, «si al realismo o a la literatura fantástica».
Se llama Borges y vive en Buenos Aires. Pero ésa es sólo una cara del espejo. Hay «otro» Borges, como él lo llama, que habita un mundo propio, un planeta en órbita en torno a alguna estrella desaparecida que alumbra todavía con su resplandor la escritura invisible de los viejos folios y los manuscritos olvidados. Se deleita en los placeres tranquilos del estudio y la contemplación. Alaba las cosas simples: el pan y la sal, las estaciones, el arte de la amistad, el gusto del café, el sueño, el hábito, la diversidad y el olvido. Otras cosas permanecen veladas atrás del pudor y la reticencia. Lo rodean las admiradoras, pero no se ha casado nunca. Allá en su primera juventud se insinúa la imagen de un amor perdido. Aparece translúcida en un poema temprano escrito en inglés en el que suspira la voz del autor: «Te ofrezco la amargura de un hombre que ha contemplado largamente la luna solitaria». Hubo, según parece, una «despedida trivial» en las calles de Buenos Aires que inició una «infinita separación». Desde entonces, confiesa Borges con tristeza en una elegía, a pesar de sus viajes a países lejanos, la nostalgia lo ha perseguido por todas partes como una bruma, y en realidad no ha visto «nada o casi nada sino el rostro de una muchacha de Buenos Aires». Es como si una parte de su ser se hubiera consumido con el recuerdo. Sus pasiones han sido las del intelecto. Como Kant, a quien trató en vano de leer una vez, ha encontrado alivio y liberación en el pensamiento y la fantasía. Ha amado los mapas, las etimologías, el ajedrez, los clásicos, el álgebra, la tipografía del siglo XVIII, los relojes de arena, Dante, Swedenborg, Verlaine, Walt Whitman, San Francisco de Asís, Schopenhauer, «que acaso descifró el universo», la música de Brahms, «misteriosa forma del tiempo», y el pasado, formado por «los ríos secretos e inmemoriales que convergen en mí».
De Borges se puede decir, como ha dicho él de Valéry, que «en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden». Su obra ha sido una especie de larga consolación por la filosofía. De W. H. Hudson ha escrito reveladoramente que «muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica», pero «siempre lo interrumpió la felicidad». Palabras en las que se ocultan tal vez una confesión y un anhelo íntimo. Quizá rechazando el exhibicionismo de la autocompasión, se dedicó a las investigaciones del tiempo y la eternidad. Sentimos que sus abstracciones intelectuales nacen de la discreción de un alma solitaria que se da cuenta demasiado bien de sus propias insuficiencias. Se ha dicho que Borges es frío y cerebral. Sería más exacto decir que es cauto y civilizado. Es también extraordinariamente astuto y sagaz. Sabe disfrazar los sentimientos en su obra, donde las referencias a la vida cotidiana son siempre tácitas; las preocupaciones mundanas, escasas y oblicuas; las psicologías de los personajes, las tramas y anécdotas, esquemáticas. Su delicadeza podría ser un defecto, y le da cierta fragilidad a todo lo que escribe, pero también transparencia. La verdad es que el hombre nunca está tan lejos como puede parecer. Bajo la superficie impasible asoma la cara de una inteligencia profundamente humana.
La ignorancia y la malicia se han empeñado en tergiversar a Borges. Es un gran bromista, y sus travesuras suelen contrariar a la gente. Se complace en parecer ingenuo y contradictorio. De vez en cuando, bajo la presión de alguna entrevista inoportuna, ofende improvisando una opinión escandalosa. Es un maestro de la insidia, y hace cuatro o cinco años se burló de una conferencia de escritores en Buenos Aires declarando que no asistiría porque le estaba costando demasiado dinero al gobierno en quiebra. En otro momento se afilió al Partido Conservador por «escepticismo», según explicó. Ya antes había hecho saber que «la política es una de las formas del tedio». Sin embargo, ha firmado manifiestos contra Castro. Se ha declarado en varias ocasiones antinazi, anticomunista y anticristiano. Recientemente le tomó el pelo al público en Venezuela, donde en un discurso ante patriotas de la cultura que esperaban alabanzas del color local, habló de Walt Whitman. No le impresionan los partidarios de la literatura «indígena». En el Río de la Plata no hay indios, dice. Es un conferencista distraído —lo solicitan día y noche los clubes y círculos literarios, que se lo arrebatan en taxi por toda la ciudad— y abandona su tema en la mitad de una frase, para divagar sobre los misterios de alguna oscura etimología, o ultrajar al auditorio sosteniendo, por ejemplo, que la poesía gauchesca es una invención artificial de literatos, que el lunfardo o supuesto argot de los bajos fondos de Buenos Aires nunca existió más que en los tangos, que el fútbol fue importado de Inglaterra, o que el idolatrado Carlitos Gardel era francés. El reconocimiento, salvo entre una ínfima minoría ilustrada, le llegó con bastante retraso en su país. Fue descubierto primero en Francia, donde desde hace unos diez años abundan las traducciones de su obra, y es sólo ahora, cuando sus libros circulan por el mundo entero, que ha comenzado a interesar a sus compatriotas. Y aun así, sigue muy controvertida su reputación. Algunos dudosos admiradores han ponderado su poesía, que es su arte menor. Los nacionalistas lo han acusado de extranjerizante. Un crítico comunista decidió que odiaba a la clase trabajadora. Otro enemigo lo injurió por contribuir a la delincuencia juvenil de la nación patrocinando ediciones de novelas policiales. La verdad es que ha cultivado todos los géneros literarios salvo la novela y el teatro. Ha escrito cuentos policiales, guiones de película, artículos, ensayos, prefacios y prólogos; ha dirigido colecciones de libros y antologías; ha anotado textos clásicos; y ha traducido a su modo idiosincrático a una docena de escritores desde Faulkner hasta Gide. En todo, curioseando en los rincones más eruditos e inesperados —la literatura anglosajona antigua, las sagas nórdicas—, ha establecido sus propios cánones. Se ha dado el gusto —ese gusto que inquieta a sus lectores— de ser esotérico. Acerca de la posición del escritor en Argentina dice: «Aquí hubo un hecho que parece desfavorable, y sin embargo es bueno, y es la indiferencia de la mayoría de los argentinos por la literatura. Ahora, eso tiene un lado malo, porque el escritor se siente solitario. Pero tiene un lado bueno, porque nadie escribe para el público. En otros países dicen: el escritor se prostituye. Pero aquí, aunque quisiera prostituirse no podría». Recuerda que cuando empezó a escribir, las ediciones —hasta las de Lugones, el poeta argentino más famoso de su época— eran de alrededor de quinientos ejemplares. Podían pasar dos o tres años antes de que se agotara una edición. «Y yo recuerdo la sorpresa que tuve, la incredulidad con la cual recibí la noticia, de que un libro mío titulado ambiciosa y paradójicamente Historia de la eternidad había vendido creo que treinta y siete ejemplares en un año. Yo tenía ganas de buscar a esas treinta y siete personas, agradecerles, pedirles disculpas por lo malo que era el libro.» Y no sólo por modestia, agrega Borges. En realidad, lejos de incomodarlo, le agradaba bastante la idea de tener nada más que treinta y siete lectores. Porque «uno puede más o menos imaginarse treinta y siete personas. No es demasiado todavía». Tal vez en el fondo, ahora que cuenta con miles de lectores anónimos desparramados por el mundo entero, añora los viejos tiempos en que podía despreocuparse del público con la seguridad de que escribía nada más que para su propia satisfacción y la de unos pocos amigos y colegas. Es la actitud de su clase y su generación, para quienes la cultura no era la emanación de un medio particular sino una herencia abstracta y universal, una prerrogativa de la aristocracia del espíritu, que no reconocía fronteras. A Borges se lo ha acusado siempre de europeísmo, pero en el contexto argentino la acusación no tiene ningún sentido. El «europeísmo» es tan argentino como la pampa. La concentración urbana en la Argentina, país de inmigrantes recientes que han formado su cultura, es en gran parte europea. Por eso dice Borges: «Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición».
Pocos hombres han vivido esa tradición más intensamente que Borges, que ha imaginado siempre el Paraíso como una biblioteca universal que sería la cifra y sinopsis de los siglos. Ese ambiente es el aire que respira, una presencia que lo acompaña a todas partes como una aureola. En su casa —un decoroso departamento en el centro de Buenos Aires, cerca de la histórica plaza San Martín—, después del trajín del día, que incluye conferencias y las clases particulares de anglosajón que recibe por las tardes, descansa entre paredes cubiertas de ediciones raras que han sido sus compañeras inseparables desde lo que se diría el comienzo del tiempo. Llega la hora del té, y charla, abrupto y afectuoso, con su madre, una mujercita delicada y chispeante que lo llama Georgie y aparenta la misma edad que él —lo acompañaba hasta hace poco en todos sus viajes—, le tuesta el pan y lo regaña por no abrigarse bien. Cuando cae la noche se reúne en el salón, entre los cortinados, con su colaborador, Adolfo Bioy Casares, y la mujer de Bioy, Silvina Ocampo, viejos amigos conversadores con quienes comparte aficiones Borges se repantiga en un frondoso sillón en su posición favorita, desplegando una pierna sobre el brazo del sillón, y arranca libros de los estantes. Apenas puede distinguir ya los títulos —tienen que leerle los amigos, y compone mentalmente, memorizando los breves textos que después dictará— pero lo guía el instinto, que rara vez se equivoca, y agarra con mano segura el libro que quiere. Sabe dónde está todo y sus libros le obedecen. No por nada es el director de la Biblioteca Nacional, su templo y santuario, un enorme edificio pseudorrenacentista, esplendorosamente adornado, con una cúpula central sobre un abismo de muchos pisos de profundidad bordeado por hileras de estanterías colmadas que se empinan sobre corredores circulares, cercados por altas barandas. Desde el eje central se extienden en todas direcciones los salones como un interminable fichero.
Aquí una tarde, en un pliegue del tiempo, entramos bajo un lejano cielo raso sombreado por racimos de pesadas molduras, hasta el borde de una maraña de pasillos enlosados que se pierden de vista entre innumerables puertas vidrieras. Corren en rosarios los ventanales, en abanicos las cornisas. El espacioso silencio nos dice que hemos ingresado en «el ámbito sereno de un orden», rodeados por «el tiempo disecado y conservado mágicamente». En el primer rellano de la gran escalera nos absorbe ya, como una fuerza magnética, esa «gravitación de los libros» que evocan tantas páginas de Borges. Puntual como siempre, a la hora convenida, nos recibe en el primer piso, en una pulcra sala de conferencias, donde nos espera sentado al borde de una silla, con traje y chaleco claros, remoto y minúsculo detrás de la mesa ovalada que nos separa infinitamente de él. Nos distingue mal, y como un sordo que levanta la voz para que lo oigan, se adelanta en la silla para hacerse visible. Quizá preferiría pasar inadvertido. Pero se expone, se somete, resignado, a nuestra mirada. Está acostumbrado a los interrogatorios. Lo visitan a diario académicos y turistas literarios y espirituales. Se sienta con las manos replegadas, como si quisiera ocultarlas en las mangas, y habla bajo, casi en un susurro. Como en sus libros, que conversan tan íntimamente con el lector. Se maneja sin inconveniente en inglés y francés, y bastante bien en alemán, y se las arregla para acomodar sus alusiones al idioma y la nacionalidad de su visitante. Para él hablar es pensar en voz alta. Aprovecha cualquier tema que le trae asociaciones. Es tan tímido que al principio vacila, casi tartamudea. Pero arranca con una sonrisa radiante de dientes postizos. Los ojos límpidos, a veces desenfocados, el izquierdo fugándose por momentos bajo el párpado, teje tramas de pensamientos en el aire como anillos de humo. La verdad es que le encanta hablar y pronto se entusiasma y le duele interrumpirse. Su voz y sus gestos tienen algo de invariable. Como si se perpetuara en cada momento. Su vida debe de ser una serie interminable de desgarramientos y adioses forzados. «Una fuga», la ha llamado, quejándose de que no es a él, el Borges que la fama ha vuelto una figura casi impersonal, sino «al otro Borges a quien le suceden las cosas». Él ha querido que sea así. El «otro» Borges era un obstáculo del que tenía que despojarse. Lo dejó vivir sólo para anularlo, como una sustancia que no existía más que para ser reemplazada por su sombra. Hace años que lucha Borges para eliminarlo. La metafísica y la mitología, dice, han sido sus armas contra el «otro», que ha ido perdiendo cuerpo en ellas, evaporándose cada vez más. En su famosa meditación sobre Shakespeare, que es realmente una autoconfesión, se describe con lucidez cuando habla del poeta como de una especie de farsante en el escenario del mundo, un hombre empeñado en eludir el peso de sí mismo, «agotar las apariencias del ser», experto en «en el hábito de simular que es alguien para que no se descubra su condición de nadie».
Borges nació con el siglo, el 24 de agosto de 1899. La suya era una familia culta y acomodada. Había una institutriz inglesa llamada Miss Tink y una abuela también inglesa en cuya biblioteca en el suburbio residencial de Adrogué hizo Borges sus primeras lecturas. Recuerda un jardín «detrás de una verja con lanzas» y «una biblioteca de ilimitados libros ingleses». Su anglofilia data de esa época; aprendió a leer en inglés antes que en español, y el inglés sigue siendo la lengua en que lee con preferencia. Ha llegado a declarar que no hace falta conocer ningún otro idioma porque la literatura inglesa contiene o resume todas las cosas. Recuerda que su abuela lo sentaba en el regazo para leerle revistas infantiles inglesas. Sus cuentos favoritos eran los cuentos de animales, especialmente tigres, quizá los precursores de los tigres de pesadilla que pueblan su obra. Un querido amigo y mentor fue su padre, Jorge Borges, hombre múltiple: abogado, lingüista, psicólogo, traductor y autor de una novela olvidada. Su espíritu ágil e inquieto —era también un brillante orador— iluminó toda la infancia de sus hijos. De vuelta de alguna visita al zoológico, Borges y su hermana Nora se quedaban fascinados escuchando sus melodiosas recitaciones de Yeats y Swinburne. Durante años, los niños prodigio fueron educados en casa a causa del temor que tenía Jorge Borges de las enfermedades contagiosas en la escuela. Fue tal vez el ambiente tan enclaustrado de la familia el que hizo de Borges un niño introvertido y sugestionable. Cuenta una de sus biógrafas, a quien debemos este retrato de infancia, que lo asustaban las máscaras y los espejos. Había al pie de su cama un gran espejo en cuyas imágenes se multiplicaban los espectros de fabulosos animales prehistóricos. El temor a los espejos es uno de sus temas constantes. Se refugiaba en sus libros. Recuerda el asombro que sintió cuando descubrió que «las letras de un volumen cerrado no se mezclaban y perdían en el decurso de la noche». Sus ejercicios literarios comenzaron temprano y fueron debidamente eruditos. A los seis años escribió un cuento en castellano antiguo titulado «La visera fatal». Ya había compuesto un texto en inglés sobre la mitología griega. Cuando por fin entró en la escuela, en cuarto grado, a los nueve años, además de los clásicos de la educación argentina —el Cantar de mío Cid, Cervantes y la literatura gauchesca—, había consumido y digerido ya a Dickens, Kipling, Mark Twain, Poe, H. G. Wells, Las mil y una noches, y entre sus predilecciones nórdicas, la Völsunga Saga en la traducción inglesa de William Morris. Pronto estaba sumido en Johnson, Conrad, Henry James, De Quincey, Chesterton, Stevenson y Bernard Shaw. De 1914 en adelante hizo su bachillerato en Ginebra, adonde su familia se había retirado de la guerra durante un viaje a Europa. En Ginebra se enseñó a sí mismo el alemán leyendo a Heine con un diccionario y se puso a leer en traducción alemana la literatura china. Después de la guerra perfeccionó su inglés en Cambridge. Para entonces había comulgado ya con Carlyle y Walt Whitman y su modelo filosófico más admirado: Schopenhauer. Empapado en El mundo como voluntad y representación, escribía a un amigo en Ginebra cartas en un francés tan fluido que se publicaron extractos en la página literaria de un diario.
De 1919 a 1921 —años de experimentación literaria— Borges estuvo en España. Allí, primero en Sevilla y luego en Madrid, rondó con un grupo de escritores jóvenes, la vanguardia de la época, a los que, porque se reunieron en un momento dado en torno a la revista Ultra, se dio en llamar ultraístas. Dadá hacía furor en Francia y sus vástagos se extendían. Los ultraístas, dedicados a sabotear los excesos del modernismo rubendariano, fueron renovadores de la poesía española, atascada por ese entonces en rimas melifluas y simbolismos exóticos. Entre otras curas preconizaban los exabruptos del verso libre y los juegos metafóricos. El movimiento murió pronto. Cuando acompañó a Borges a Buenos Aires en 1921 y a pesar de un agresivo manifiesto borgiano que data de ese mismo año, estaba ya moribundo. «La equivocación ultraísta» llamó más tarde Borges a ese período. Si ha sido siempre amigo de la controversia, ha sabido evitar en general el sectarismo. Al poco tiempo de su regreso, celebrando a su ciudad en la persona de una muchacha mítica con trenzas, escribió: «Los años que he vivido en Europa son ilusorios, yo he estado siempre (y estaré) en Buenos Aires». Tal vez la declaración suene un poco falsa. La verdad es que le costó algún tiempo adaptarse. Entretanto lanzó una revista literaria llamada Prisma, en la que coqueteó con las modas intelectuales de la época. Lo marcó profundamente en ese tiempo una amistad heredada de su padre, la del gran filósofo absurdista porteño Macedonio Fernández, «un hombre oral de genio», como lo llama Borges, comparándolo, al modo de él, con una lista incongruente de personas tan diversas como Pitágoras, Sócrates, Cristo, Buda y Oscar Wilde. Macedonio Fernández, que brilla todavía en fragmentos de una obra casi olvidada, fue un ingenioso excéntrico y humorista «metafísico», famoso por sus epigramas y bon mots. Con él —juntos fundaron la revista Proa (1922)— Borges exploró el idealismo de Hume y Berkely. Encontró afinidades con su mundo imaginario. Borges venera la memoria del fantasioso conversador, que le habla siempre en el recuerdo, repitiéndole «el alma es inmortal».
La década del veinte, con su proliferación de revistas literarias —«revistas secretas» las llama Borges, refiriéndose a su circulación limitada, que generalmente comenzaba y terminaba en sus colaboradores—, fue un período de gran agitación intelectual en la Argentina. La literatura argentina contemporánea empieza con la llamada generación de 1922, compuesta por escritores nacidos todos ellos alrededor de 1900 y asociados en aventuras editoriales de vanguardia como la revista Martín Fierro. La vieja generación, tradicionalista, moralizante —Güiraldes, Benito Lynch, Roberto Payró, Lugones—, menguaba. Se formaba una nueva estética, diversa. La tendencia «martinfierrista» era en realidad un compendio de los influjos y las corrientes más contradictorias: la filosofía alemana, la novela rusa, el marxismo, polarizados, tras una serie de cambios de posición, en dos «escuelas» literarias, amistosamente opuestas, según Borges. Se las llamaba de acuerdo con su ubicación: Boedo, un barrio proletario, cuna de la militancia política; y la elegante Florida, donde la actitud era más hedonista. Como de costumbre en tales divisiones, había en ésta una cierta demagogia.
Vista desde la perspectiva de los años, la polémica entre los grupos de Boedo y Florida le parece a Borges bastante irreal. Algunas de las figuras más significativas de la época —Arlt, Marechal, Martínez Estrada, Borges mismo— eran independientes.
Dice Borges, tomándolo todo un poco a la ligera: «Yo hubiera querido militar en el grupo de Boedo porque escribía poemas sobre las afueras de Buenos Aires. Pero me dijeron que ya estaba incluido en el grupo de Florida, y como todo era un simulacro... Además, éramos amigos personales entre un grupo y otro. Se exageraron las diferencias, y hasta se llegó quizás a cierta violencia. Pero esa violencia era parte de un juego».
Quién sabe si todos los viejos sectarios se mostrarían tan conciliatorios. Sin embargo, Borges insiste en que por debajo de los desacuerdos había una comunidad de espíritu. El resto, nos asegura, era «un truco publicitario». Porque, como dice, con malicia, «la vida literaria de Buenos Aires tendía y quizá tienda todavía a formarse sobre el modelo de la vida literaria francesa. Y a París le interesa menos el arte que la política del arte». Él, en cambio, desconfiando de las definiciones simplistas —vanguardia y retaguardia, derecha e izquierda— se adhiere a los hábitos de la literatura inglesa, que en general y a pesar de ciertos grupos como los prerrafaelistas, ha sido «una literatura individual... Hay que recordar aquello que dijo Novalis: “Cada inglés es una isla”». Por cierto que Borges frecuentó también modelos franceses. Pero a pesar de las sangrientas batallas que libró en el frente literario en los años veinte, no fue nunca un verdadero partidario o ideólogo.
En 1923 hizo un segundo viaje a Europa con su familia. En su ausencia, ese mismo año, sus amigos festejaron la publicación de su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. Cuando volvió de su viaje en 1925, publicó Luna de enfrente. En seguida apareció su primer volumen de ensayos, Inquisiciones, y en 1926 el segundo, El tamaño de mi esperanza.
La obra temprana de Borges, especialmente su poesía, que tiende a ser pomposa y retórica, está llena de nostalgia por los barrios porteños y los paisajes pampeanos, y la obsesiona el problema de la nacionalidad que tanto preocupó a una generación para quien la literatura era un constante examen de conciencia y una forma de autoanálisis cultural. Fue la época del bautismo por inmersión en la realidad argentina. La ejemplifican libros como la Radiografía de la pampa de Martínez Estrada y La historia de una pasión argentina de Eduardo Mallea. Se hablaba de la «Argentina profunda», el alma del «ser nacional». En Borges, la manía del argentinismo, síntoma de desarraigo, se manifiesta en estruendosas declaraciones patrióticas y orgullosas evocaciones de antepasados heroicos como su bisabuelo Isidoro Suárez, oficial de caballería que «a la cabeza de un escuadrón de Húsares del Perú decidió la victoria de Junín», y su abuelo, el coronel Francisco Borges, que «conoció la tristeza, la soledad y el inútil coraje» en una guerra fronteriza con los indios. Borges ha repudiado después esos «ejercicios de excesivo y apócrifo color local que andan por las antologías», pero dice: «Para estar libre de un error conviene haberlo profesado».
Y algo dejó en esos poemas. Un sentido de intimidad con la ciudad. Un mapa de sus andanzas imaginarias.
«Un hombre que habla, no uno que canta...» Así se califica Borges, citando a Stevenson, que gustaba comparar sus libros con cartas que podía haber escrito a sus amigos. Es la mejor descripción de esos poemas de juventud, confidenciales como páginas de un diario espiritual. Hay pasajes que conmueven con su lirismo intenso y tranquilo, que celebra, a veces felizmente, los pequeños acontecimientos privados de la vida cotidiana. «Final de año», «Caminata», «Arrabal», «La vuelta», «Amanecer», «Atardeceres», «Sábados», «Despedida» son títulos característicos. Hay poemas de amor, siempre muy recatados. El verso, en su mayor parte, es libre. En esa época, en su ignorancia, dice Borges, creía que el verso libre era más fácil de manejar que la rima y el metro. El éxtasis cede lugar a veces a reflexiones melancólicas sobre el paso del tiempo, una sensación siempre muy aguda en Borges, que se recuerda constantemente que «el tiempo está viviéndome». Hay una declaración de intención poética, algo indefinida pero ya de alguna manera inexorable, cuando llama a sus poemas «salmos» de un hombre que «en su callejero no hacer nada» testimonia «el asombro de vivir».
En cuanto a los ensayos de ese período, en los que apenas se insinúa el estilista posterior, tratan principalmente temas literarios y problemas lingüísticos que aborda el autor mediante discusiones sobre Joyce —a quien confiesa que no comprende— y otros escritores extranjeros y nacionales. Borges anota y comenta sus lecturas, saluda a sus admiraciones, con una reverencia especial a la filosofía idealista, y muestra diversos grados de familiaridad con el expresionismo alemán y otros movimientos de la época. El estilo es insoportablemente pedante y primoroso. No falta el lamento, muy en boga, de que «en Buenos Aires no ha sucedido aún nada y no acredita su grandeza ni un símbolo ni una asombrosa fábula ni siquiera un destino individual» digno de comparación con los grandiosos panoramas que inspiraron el Martín Fierro.
El preciosismo arruina El tamaño de mi esperanza, que Borges ha excluido de sus obras completas. Apenas reconocemos a este Borges amanerado en el que los artificios verbales se acompañan de coqueterías ortográficas que remedan la pronunciación argentina. El objetivo es romper con la tiranía del «castellano» para liberar un lenguaje más idiomático, pero la afectación termina en caricatura. Insistiendo hasta el cansancio en que «la ciudad sigue a la espera de una poetización», Borges apela donde había decidido que «la tristura, la inmóvil burlería, la insinuación irónica» eran «los únicos sentires que un arte criollo puede pronunciar sin dejo forastero». Más interesante es una «profesión de fe literaria» en la que sorprendemos por primera vez al verdadero Borges expresando su convicción que «toda literatura es autobiografía» y proponiendo como norma estética que «el idioma es un ordenamiento eficaz de la enigmática abundancia del mundo». Ya escribía con la urgencia interior del que sabe que «para mí no hay otro destino».
Además de otro volumen de poemas, completan este período El idioma de los argentinos, ensayo que ganó un premio literario en 1929 —Borges gastó el dinero en una Enciclopedia Británica— y un estudio de un poeta de los barrios porteños cuyos méritos exagera: Evaristo Carriego (1930). El idioma de los argentinos es un desafío a los hispanistas como Enrique Larreta. Una nota declara la guerra a la dictadura académica y al «aburrimiento escolar de los lingüistas profesionales». «El lenguaje —afirma Borges— es acción, vida; tiempo presente». Advierte sin embargo contra el peligro de confundir lo presente con lo pasajero. Rechaza tanto el dialecto casero como la retórica importada.
Borges siempre ha reaccionado contra el hispanismo. Nos dice: «Creo que la literatura española, fuera de cinco o seis grandes libros, es una literatura bastante pobre. No podemos compararla con otras grandes literaturas. En todo caso, tenemos un comienzo espléndido: el romancero. Ocupa un buen lugar, y no creo que la poesía popular española sea inferior a ninguna otra. Y luego tenemos la obra de Fray Luis de León; tenemos el Quijote y algunos sonetos de Lope de Vega. Y luego ya enseguida empieza a decaer la literatura española. Porque hubo grandes escritores como Góngora y como Quevedo, pero pertenecen evidentemente a una época de decadencia. El conceptismo, el culteranismo, todo eso ya corresponde a una literatura que es demasiado, para usar el inglés, self-conscious. Y luego tenemos el siglo XVIII y el siglo XIX que son increíblemente pobres. Cuando hay una renovación literaria, esa renovación viene de América, y desde luego bajo el influjo de los franceses, más leídos y mejor leídos en América que en España».
En 1931 Victoria Ocampo lanzó Sur, la más importante y perdurable de todas las revistas literarias de la Argentina —debe su longevidad a la fortuna personal de su fundadora—, a la que se asoció inmediatamente Borges, uno de sus primeros y frecuentes colaboradores. Sus tareas a bordo fueron múltiples, desde la redacción hasta la crítica cinematográfica. Entretanto, en 1935, publicó su Historia universal de la infamia, seguida en 1936 por Historia de la eternidad, ambas notables eslabones en su evolución literaria.
La primera es una especie de curioseario: un surtido variado de anécdotas pintorescas de famosos maleantes y canallas rescatados con toda su ignominia de diversas fuentes históricas. El autor todavía es efectista: exagera contrastes, incongruencias, enumeraciones heterogéneas. Pero aquí, por primera vez, aparecen en embrión procedimientos que llevan su sello inconfundible. Por ejemplo, sus famosas letanías de identidades que se transforman. Relatos ajenos recontados por su valor estético. También «la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas». Catalogando excentricidades, Borges crea retratos mentales que, como explica, «no son, ni tratan de ser, psicológicos». Son avatares en los que se desdobla alguna idea central que es a la vez arbitraria y metódica. El estilo barroco del que ahora reniega lo ha llevado a repudiar estas obras por caprichosas y frívolas. «El irresponsable juego de un tímido», ha llamado a Historia universal de la infamia, confesando que «bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes».
«Yo creo que eso es general entre los jóvenes —nos dice—. El escritor joven tiene la íntima conciencia de que las ideas que tiene no son muy interesantes, y entonces trata de disfrazarlas usando, según el caso, neologismos, arcaísmos, peculiaridades sintácticas, construcciones raras; el joven tiende a la extravagancia. Por timidez y desconfianza íntima».
Hay sin duda un virtuosismo gratuito en Historia universal de la infamia que linda con la pura mistificación. Fulguran brevemente las carreras de notorios malhechores como el pistolero Billy the Kid; el esclavista misisipiano Lazarus Morell; un gánster precursor de Capone llamado Monk Eastman; un impostor caradura llamado Tom Castro; Kotsuké No Suké, un cobarde maestro de ceremonias del emperador en el Japón feudal; y Hákin de Merv, un tintorero leproso que lleva mil máscaras distintas hasta convertirse en el Profeta Velado de una secta mística oriental. El gusto por la sangre y la violencia, se entiende que en abstracción, delata un espíritu libresco que se sublima en la fantasía. Forma parte de esta colección el primer relato original de Borges: una fanfarronada arrabalera —historia de un desafío, duelo y venganza—llamada «El hombre de la esquina rosada». En otra edición Borges agregó una fábula árabe sobre la vanidad humana y la historia de la muerte mágica de un déspota sudanés.
En Historia de la eternidad un Borges incorpóreo remonta una corriente de paisajes mentales para enumerar las diferentes concepciones que ha tenido el mundo occidental de la eternidad desde la más remota antigüedad hasta los tiempos modernos. Emigra desde los arquetipos platónicos, a través del idealismo, hasta el nominalismo, persiguiendo siempre esa «lúcida perplejidad» que declara ser «el único honor de la metafísica». Se describe como un hombre «desgarrado hasta el escándalo por sucesivas y contradictorias lealtades» cuyo juego compulsivo con el tiempo nace del sentimiento de que «la sucesión es una intolerable miseria» porque «el estilo del deseo es la eternidad». «La vida es demasiado corta para no ser también inmortal», dice. Interrumpir su curso vertiginoso, revocarlo, divergir, encontrar disyuntivas y asimetrías, es su desesperado anhelo.
En un artículo anexo sobre los kenningars —primitivas y a veces estrafalarias metáforas escandinavas—, Borges confiesa que «el ultraísta muerto cuyo fantasmas sigue habitándome... goza con estos juegos». En realidad, parecen menos juegos que representaciones teatrales o bailes de máscaras.
En el mismo volumen hay ensayos sobre el tiempo cíclico y circular y la idea nietzscheana del Eterno Retorno. «El presente es la forma de toda vida», cita Borges a Schopenhauer, quizá expresando una ferviente esperanza.
Aquí como en otras partes Borges maneja con total libertad una serie de doctrinas, utilizándolas para satisfacer sus juegos de invención. No se adhiere a ninguna de ellas. Su propósito, nos dice, siempre ha sido «explorar las posibilidades literarias de ciertos sistemas filosóficos. Es decir, aceptando a Berkeley, o aceptando a Schopenhauer, o aceptando a Bradley, o aceptando también ciertos dogmas del cristianismo, o aceptando la filosofía platónica, o ideas sobre el tiempo reversible, o lo que fuera, vamos a ver qué puede hacerse literariamente con eso». No ha sido misionero sino poeta. «De modo que cuando ciertas personas han creído encontrar un sistema metafísico en mis cuentos, posiblemente el sistema metafísico esté allí, pero está de una manera muy profunda, y yo desde luego no he escrito mis cuentos como fábulas para ilustrar tal o cual sistema. Además, en todos los cuentos míos hay un elemento de humorismo, un elemento de broma. Aun cuando hablo de cosas muy serias, como la idea de que la vida y los sueños son sinónimos, todo está cum grano salis...»
Lo que le interesa a Borges son las afinidades y las intuiciones que ha encontrado en ciertos sistemas que, como el solipsismo, o el hinduismo, con su negación del universo físico, o el budismo mahayánico, que contradice el principio de la identidad personal, le han servido como puntos de partida para la fantasía y la especulación.
Historia de la eternidad es una especie de llave maestra a los recintos borgianos. A partir de esta obra, aunque metamorfoseándose constantemente, los temas de Borges, pocos pero pertinaces, casi no han variado con el transcurso del tiempo. 1938 fue un año decisivo para él. Murió su padre, y por primera vez en su vida Borges tomó un empleo, como asistente en una biblioteca municipal. En esa Navidad le llegó el momento de la verdad. Siempre había tenido mala vista y sufría de insomnio, y un día dio un curioso traspié. Subiendo por una escalera en su casa se golpeó la cabeza contra el filo de una ventana, tuvo un desmayo y pasó tres semanas en el hospital, con fiebre y delirante. Lo operaron y mientras convalecía escribió su primer cuento fantástico: «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Dice Borges que se sentía al borde de la demencia y los intrincados contrapuntos de «Tlön, Uqbar» fueron una especie de recapitulación e inventario interior. Se reorganizaba, inaugurando toda una serie de nuevos circuitos mentales.
Los próximos años trabajó incansablemente. Ya había contribuido a editar una Antología de la literatura argentina (1937), y ahora, con Bioy Casares, a quien había conocido en 1930, preparó una Antología de la literatura fantástica (1940) y otra de la poesía argentina (1941). En 1941 publicó su primera obra maestra, la colección de cuentos El jardín de senderos que se bifurcan, y también con Bioy Casares, bajo el seudónimo conjunto de Bustos Domecq, el ingenioso Seis problemas para don Isidro Parodi, una serie de historietas policiales que combinan la pincelada satírica —burlas de diversas modas intelectuales— con una parodia de los cuentos de detectives. El meticuloso don Isidro Parodi, detective de sillón, razona sus casos, siempre herméticos y rebuscados, desde la celda de una cárcel, a la que lo han condenado las intrigas de sus enemigos. Tiene a su doctor Watson en Aquiles Molinari, un periodista que se atribuye los triunfos deductivos de su mentor. 1944 fue el año de Ficciones. En 1946 otra colaboración con Bioy Casares, esta vez bajo el seudónimo de Suárez Lynch, produjo una verdadera curiosidad: Dos fantasías memorables, escritas en una especie de lunfardo estilizado que es como un reductio ad absurdum, no desprovisto de autoparodia, de las tentativas cultas de patentar el habla del hampa. La afición del dúo Borges-Bioy Casares por el arte del sabueso se consolidó ese mismo año con el primer volumen de una antología de cuentos policiales.
Los años de la guerra parecen haber sido años de retiro para Borges. En medio de las pasiones ideológicas y políticas que desgarraron el país oímos su callada voz murmurando con oscuro pesimismo que «casi todos mis contemporáneos son nazis, aunque lo nieguen o lo ignoren» por opinar que «el hecho inevitable y trivial de haber nacido en un determinado país y de pertenecer a tal raza» es «un privilegio singular y un talismán suficiente». En un artículo escrito en esa época propone «sin esperanza y con nostalgia» el «pobre individualismo» y la anarquía argentinos como posibles antídotos contra el progresivo estatismo mundial.
Se consolaba en parte sin duda por su propia desgracia. En 1946, perdió su puesto en la biblioteca por haber firmado un manifiesto contra Perón, que se consagraba en ese momento; para completar el insulto fue nombrado inspector de aves en los mercados de Buenos Aires. Renunció para emplearse de maestro en un instituto inglés. Mientras se ganaba la vida con sus clases, siguió publicando: el ensayo Nueva refutación del tiempo (1947), los cuentos de El Aleph (1949), un estudio sobre la literatura gauchesca (1950). En 1950 fue elegido presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, puesto peligroso en esos días de dictadura. Había espías en la sala durante sus conferencias y bostezaban los policías entre el público. Su presidencia duró hasta 1953. Para entonces había publicado otras dos obras maestras: La muerte y la brújula (1951) y Otras inquisiciones (1952). En 1955 recopiló con Bioy Casares una selección de Cuentos breves y extraordinarios y compuso sin mucha suerte dos guiones de películas sobre los malevos de la vida orillera de Buenos Aires a comienzos del siglo.
Fue después de la caída de Perón cuando —ya había dejado atrás el grueso de su obra— le llegó el éxito. Recibió títulos honorarios y una cátedra de literatura inglesa y norteamericana en la Universidad de Buenos Aires, donde discurseaba a diario, errático, caprichoso y distraído siempre, rechazando las cintas magnetofónicas. Ese mismo año ingresó en la Academia Argentina de Letras y fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. En 1956 ganó el Premio Nacional de Literatura. En 1957 se asoció con Margarita Guerrero para recoger un surtido de monstruos mitológicos que quedaron catalogados en el Manual de zoología fantástica. 1960 fue el año de su summa, una pulcra destilación de sus viejos temas: El hacedor. Finalmente, en 1961, año en que compartió el Premio Internacional de Editores con Samuel Beckett, reunió una metódica pero arbitraria Antología personal. También en 1961, siempre en movimiento, dio un curso en la Universidad de Texas, que había publicado traducciones de sus obras y donde causaría algún asombro y alarma cuando aprovechó para inscribirse allí mismo como estudiante de anglosajón. A una gira de conferencias por los Estados Unidos siguió otra, en 1963, por Europa, que lo esperaba con los brazos abiertos, especialmente París, donde interrumpió el tránsito una tarde en las calles de Montmartre recitando a Verlaine. Hace poco anduvo causando estragos en Venezuela y Colombia, pero últimamente viaja cada vez menos. Nunca necesitó desplazarse para viajar.
Los libros son su contexto, su medio, sus puntos cardinales. En sus citas, sus coordenadas, ha encontrado tanto drama como otro hombre en una vida de acción. Sabe resumir un destino en una nota marginal. Gran parte de la fuerza sugestiva de un texto borgiano está en la felicidad con que encadena alusiones bibliográficas insinuando un significado que nunca se revela plenamente. «La solución del misterio siempre es inferior al misterio», dice: principio que ha servido de base a uno de los métodos más eficaces de nuestra literatura. Para darse completa libertad de movimiento, ha inventado su propio género, a medio camino entre el cuento y el ensayo. Varían las proporciones pero la tendencia es siempre, como él dice, «estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético». Pero hay algo más: una aspiración al absoluto que se vislumbra en las formas de la imaginación. Dice que «todo hombre culto es un teólogo y para serlo no hace falta la fe». Lo admirable es cómo —de acuerdo con su propia idea de que «el arte, siempre, opta por lo individual, lo concreto; el arte no es platónico»— ha sabido dar consistencia a sus especulaciones: son sus personajes. Las adopta prefiriéndolas a las personas de carne y hueso y a los acontecimientos de la vida real porque encarnan temas eternos, mientras que la realidad de los sentidos «es siempre anacrónica». En Borges, las figuras abstractas del pensamiento se vuelven anécdota. Materializarlas es abarcar lo que es universal y esencial en el hombre. Como Walt Whitman, con quien suele identificarse, asume una posición genérica en la que la experiencia personal adquiere «una infinita y plástica ambigüedad». «Ser todo para todos, como el Apóstol», dice Borges, es la aspiración secreta de todo arte perdurable. Al abstraerse el artista accede a otra dimensión. El arte, dice Borges —como el universo idealista de Tlön— «no es un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo». Y la experiencia del arte es una expectativa. Como «la música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares» que «quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo», es una promesa visionaria. Y «esta inminencia de una revelación que no se produce es, quizá, el hecho estético».
Para ponernos al borde del «hecho estético», Borges recurre a una serie de ingeniosos expedientes. Entre los principales está la letanía o enumeración. Inventa un autor y lo exalta por medio de una lista de obras imaginarias, algunas de ellas incompletas y por lo tanto susceptibles de enmiendas interpretativas, que dibujan un diagrama mental del autor inventado y son también un secreto autorretrato; especula sobre el emperador que construyó la Muralla China y además hizo quemar todos los libros en su imperio, posiblemente para obliterar el pasado y recomenzar la historia consigo mismo, y nos ofrece varias explicaciones contradictorias de los hechos, sin decidirse en favor de ninguna de ellas, simplemente contrastándolas. Despliega la genealogía de una idea, como en Historia de la eternidad (una paradoja que lo deleita) o cataloga «las formas de una leyenda», «los ecos de un nombre», o los «avatares» de la tortuga de Zenón. El sistema puede adaptarse a la crítica literaria, como en sus ensayos sobre las diversas traducciones de Homero y Las mil y una noches.
«Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas», dice en «La esfera de Pascal», donde la metáfora en cuestión es la del círculo, tomado como un símbolo de la perfección en Platón, del ser en Parménides, de Dios en la Edad Media, del universo en el Renacimiento, y finalmente de la desesperación existencial en Pascal. Ha remontado la historia de la literatura hasta sus fuentes en la tradición oral, y la de la novela hasta sus orígenes en la alegoría. Una típica construcción borgiana es «El acercamiento a Almotásim», un cuento de juventud, embrionario en su forma, en el que resume el argumento de un libro imaginario, detallando las aventuras del protagonista, cuya búsqueda obsesiva de la figura mítica de Almotásim, leída entre líneas, es una sonriente alegoría de los caminos y desvíos que sigue el alma en su ascensión mística hacia la divinidad. El método culmina con esas dos magníficas estructuras, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» y «El inmortal»: esquemas de comunidades utópicas que, como las fases de la luna, reflejan los procesos mentales.
Aunque hereda la tradición fantástica que asentaron en el Río de la Plata Quiroga y Lugones, y a pesar de deudas evidentes a la tradición inglesa, un cuento de Borges es algo muy especial. Cada uno de ellos rompe el molde. Borges combina felizmente, y en las formas más inesperadas, el suspenso y el teorema. Usa la sorpresa, la falsa apariencia y el argumento sofístico a la manera de la novela policial; mezcla la burla y la metafísica, la lógica y la argucia, la realidad y el hecho apócrifo. Pone cuentos dentro de cuentos y —como en su relato de la búsqueda por Averroes del significado de las palabras aristotélicas comedia y tragedia, lo que provoca una meditación sobre la conciencia histórica— esfuma a sus narradores. Borges es un satírico despiadado, como lo demuestra en momentos vitriólicos, cuando castiga a sus enemigos literarios siguiendo las reglas sentadas en su «Arte de injuriar», que recomienda armas verbales tan sangrientas como «las exageraciones burlescas, las falsas caridades, las concesiones traicioneras y el paciente desdén». El sentido de un cuento puede estar en la exégesis que da de algún texto anterior. A esta categoría pertenecen sus diversas «glosas» de Martín Fierro, y también «El muerto», la historia de un compadrito porteño que se une a las filas de unos bandoleros en Rio Grande do Sul, disimulando oscuras ambiciones, y muere de la mano amable y descuidada del jefe de la pandilla, que resulta ser «una versión mulata mostrenca del incomparable Billy Sunday de Chesterton». «Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte —dice Borges— dibujan en el tiempo una inconcebible figura... Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo». Siendo una figura impersonal, es capaz de infinitas mutaciones. También los actos y los objetos son infinitamente transformables en la mente que los contempla. Así es como en un relato esquivo y, según el propio Borges, «no del todo inocente de simbolismo», la descripción de una rifa babilónica se convierte en una parábola sobre la insondable voluntad de Dios, en cuyo mundo la vida, a la vez fortuita y fatal, es un sorteo sin fin. Elementos ubicuos en todo relato borgiano son las alusiones a hechos recónditos de la historia, incorporados por su valor enigmático, que contribuye a la incertidumbre y la mistificación. Algunos cuentos son ilustraciones de teorías exploradas en sus ensayos. «El milagro secreto», por ejemplo, deriva de la «Nueva refutación del tiempo» del mismo Borges, una de sus más atrevidas incursiones en el mundo idealista de Berkeley y Schopenhauer, con una parada en el sensacionalismo de Hume, a cuyo argumento contra la existencia del mundo material fuera de la mente que lo percibe, y que también tiene una existencia discutible, Borges agrega un argumento contra el tiempo. Razona, en líneas generales —concediendo de entrada que el razonamiento es espurio— que si no existe una continuidad del ser, una sustancia fundamental en la que radica la conciencia, no hay flujo, no hay causa y efecto, no hay consecuencia, y por lo tanto, no hay tiempo. No nos quedan más que percepciones inconexas y absolutas en el vacío. Y así, en «El milagro secreto», donde un argumento ontológico mueve la acción, vemos a un judío condenado en la Alemania nazi a quien Dios le concede el milagro de un año fuera del tiempo para que termine de componer en su cabeza una comedia, frente al paredón. Es un un judío muy particular que, como Borges, ha escrito poesía olvidable que lamenta; ha quedado ciego buscando a Dios en las páginas de sus libros; y ha escrito textos alegando que «no es infinita la cifra de las posibles experiencias del hombre» y que «basta una sola “repetición” para demostrar que el tiempo es una falacia». El cuento es un ejemplo perfecto de la habilidad con que Borges se integra con sus temas en la trama y la psicología de la narración.
El ajuste de la forma al fondo es tan diabólicamente inteligente en Borges que con desmontar las piezas de un cuento no reducimos en absoluto la misteriosa fascinación que ejercen sus mecanismos. En su mejor obra todo parece encajar. En «El enigma de Edward Fitzgerald», por ejemplo, coincide el hecho de que Omar Khayyám y su traductor inglés sean dobles, con las ideas que profesan —el panteísmo, la transmigración—, a partir de las cuales, como dice Borges, se podría especular que «el inglés pudo recrear al persa, porque ambos eran, esencialmente, Dios o caras momentáneas de Dios». El tema se repite en «Los teólogos», uno de los apogeos del arte borgiano, donde brota de la crónica de la rivalidad entre dos doctos apologistas escolásticos, uno de los cuales combate una herejía con razonamientos que más tarde son a su vez considerados heréticos, desviación que lo condena a la hoguera denunciado por su rival, a quien también le tocará después morir en llamas, sólo para descubrir en el otro mundo que en la mente divina el ortodoxo y el hereje, el acusado y el acusador son una sola persona. La herejía en cuestión, no por casualidad, es una variante de la noción platónica del tiempo cíclico y de la repetición de todas las cosas y todos los actos, alegando variadamente que cada hombre es dos hombres, que todos los actos humanos contienen o proyectan sus opuestos, o que el mundo se compone de un número limitado de posibilidades que, una vez agotadas, tienen que comenzar a repetirse.
Otro ejemplo de sincronización borgiana es «La muerte y la brújula», donde se teje una maraña alrededor de un detective libresco atraído a su muerte por la lectura de códices hebreos abandonados por un difunto erudito talmúdico. Algo por el estilo ocurre en «El jardín de senderos que se bifurcan», que en en un primer nivel es un cuento de espionaje: un informante chino a sueldo de los nazis mata a un hombre llamado Albert, quien vive en una casa situada en un jardín laberíntico, para dar a conocer a sus amos el nombre de la ciudad que deben bombardear, que coincide que el de la víctima. Pero, como por providencia divina, Albert resulta ser un sinólogo que antes de morir interpreta un libro escrito por un antepasado de su verdugo, un tal Ts’ui Pên, para ilustrar la creencia de su autor en «infinitas series de tiempos, divergentes, convergentes y paralelos», uno de los cuales, desembocando en lo que parece ser un acto casual —y es en realidad sólo uno de muchos desenlaces posibles, contradictorios y tal vez simultáneos— lleva al asesino a su víctima.
«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» es quizás el epítome del arte de Borges, y de sus métodos. Las características del Mundo Feliz de Tlön corresponden minuciosamente a las intenciones y el sentido del relato. Nos enteramos de que las referencias a Tlön se encuentran sólo en las fuentes más esotéricas: un tratado olvidado, una edición insólita de la Anglo-American Cyclopaedia. Tlön es el invento de un conciliábulo de técnicos, moralistas, hombres de ciencia, artistas y filósofos que han trazado sus coordenadas astronómicas y planetarias, dándole así existencia mental —y, por extensión, real, si no física— bajo la dirección de algún genio desconocido. Indispensable para la verosimilitud del cuento es el hecho de que Tlön es un mundo idealista cuyos habitantes ignoran la noción del espacio; para ellos, la realidad es una galaxia de actos o intelecciones aislados e independientes que uno de sus idiomas refleja en la forma de «objetos poéticos». En Tlön se invalidan la causa y el efecto, consideradas allí meras asociaciones de ideas. No existe la verdad, sino solamente la sorpresa. La ciencia, en tales condiciones, es difícil o por lo menos antisistemática, exceptuando la psicología, que se ocupa de estados mentales. Lo que da levadura a la fórmula y precipita la historia es el informe que entrega Borges de la paulatina infiltración de Tlön en el mundo real. Como la confraternidad de «La secta del Fénix», cuyo rito secreto —el acoplamiento— se ha difundido hasta convertirse en un acto común, la sociedad oculta que creó Tlön —donde la metafísica es una rama de la literatura fantástica— ha dispersado sus dinastías de hombres solitarios por el mundo, para transformarlo en la imagen de su creación.
Uno de los principales emisarios de Tlön debe de ser Borges mismo. Como dice en El hacedor, esa deslumbrante «silva de varia lección»: «Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo», pero «poco antes de morir descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara». Aunque, por supuesto, esa cara es la cara de todos los hombres. El arte es un acróstico, propone en otra de sus obiter dicta: «Un espejo que declara los rasgos del lector y es también un mapa del mundo». Sus rasgos visibles reproducen las facciones invisibles del Rostro eterno que está más allá de todos los rostros. En Borges, la identidad personal es un aspecto momentáneo del Ser genérico. Habla de una memoria universal, sin la cual cada hombre se llevaría consigo a la tumba una parte irreemplazable de la realidad. Y se consuela de la privación de su individualidad postulando la eternidad de la literatura, en la que «el sueño de uno es parte de la memoria de todos». No deja de recalcar «el sentido ecuménico, impersonal» del arte, que él siente tan intensamente que en Otras inquisiciones declara: «Durante muchos años yo creía que la casi infinita literatura estaba en un hombre». Cita en algún lado a Angelus Silesius, para quien Dios y el hombre, en sus diversos papeles y aspectos, alternaban como sueño y soñador, y agrega en otra parte: «La pluralidad de los autores es ilusoria».
Un desarrollo de este tema, que produce algunas de las mejores páginas de Borges, es el ensayo sobre el «Kubla Khan» de Coleridge, donde Borges expone una teoría de los arquetipos —que figuran aquí como una especie de inconsciente colectivo que podría ser una prueba de la vida sobrenatural— basada en el hecho de que el poema se le apareció a Coleridge en un sueño, tal como el palacio que el poema evoca se le había aparecido al emperador mogol que lo construyó en el siglo XIII. En «El enigma de Edward Fitzgerald» tenemos otra vez dos avatares separados por el tiempo y el espacio en los que habita una sola identidad. En el campo de la ficción, una de las elaboraciones más logradas de este tema es «Las ruinas circulares», donde un hombre crea en sueños a otro, sólo para descubrir —cuando escapa de la muerte en el fuego, que no puede consumirlo— que es soñado por un tercero. Borges puede adaptar la idea, con pequeñas modificaciones, a la crítica literaria, como en un artículo sobre el primer poeta gauchesco, Hidalgo, cuya poesía no mereció la posteridad, pero cuyo recuerdo estaba, no obstante, destinado a sobrevivir en los dobles que iban a ser sus descendientes literarios; o puede convocarla para remachar un detalle en un cuento, como en «Tlön», donde no existe la noción del plagio, porque «se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y anónimo». La aprovecha eficazmente en una nota sobre el Quijote, en la que subraya —al modo de Unamuno en su Niebla— la ambigüedad que existe entre el autor, el lector y los personajes imaginarios. En la segunda parte del Quijote, señala, el protagonista ha leído la primera parte de sus aventuras, y «tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores y espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios». Donde mejor se resume este tema es tal vez en el sucinto «Everything and Nothing», donde un Shakespeare borgiano es imaginado en el Cielo diciéndole a Dios: «Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo»; a lo que la voz de Dios responde: «Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie».
Para Borges —como para el Pascal de Deux infinis, que veía a cada átomo como un sistema solar y a cada sol como un satélite—, el universo es una molécula monádica en la que cualquier parte implica el todo. Invoca una serie de testigos en apoyo de esta proposición, apelando en una sola página a autoridades tan diversas como Schopenhauer, Leibniz y Bertrand Russell. Encuentra una nueva confirmación en ciertos objetos a los que inviste con un significado místico. Pueden ser cualquier cosa, desde un reloj de arena donde le parece sentir que se escurre el «tiempo cósmico», hasta la moneda obsesiva de «El Zahir». Zahir, explica Borges, significa «notorio» o «visible»: es un término que se aplica a «los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente». La moneda así dotada en el cuento lleva al protagonista, un joven en las angustias de la creación artística, a descubrir que no hay hecho o acontecimiento, por ínfimo que sea, que no implique «el inconcebible universo». Igualmente, en «El Aleph», un foco luminoso semejante a la bola de cristal de Wells —otro Zahir— es «uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos». Posiblemente sea una reminiscencia de la famosa esfera de Alanus de Insulis «cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna». El Zahir, con su fuerza hipnótica, era uno de los noventa nombres de Dios. Y Aleph, la primera letra del alfabeto de la «lengua sagrada», es el En Soph de los cabalistas, que simboliza «la ilimitada y pura divinidad».
«Todo conocimiento no es más que recordación», dijo Platón en una frase citada por Borges, para quien, como él dice que fue para Carlyle, «la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben». El mundo como un libro en el que el hombre, autor y protagonista, trata de discernir el significado de su vida es la idea englobante de Borges. Aparece en «El culto de los libros», donde cita, como en tantas otras partes, a León Bloy, quien sostenía que «somos versículos o palabras o letras de un libro mágico, y ese libro incesante es la única cosa que hay en el mundo: es, mejor dicho, el mundo». En otra oportunidad, Borges recuerda la idea cabalista de que el mundo exterior es un lenguaje de criptogramas y palabras cruzadas que el hombre entendía en un tiempo pero ha olvidado y ya no puede descifrar. Y en «La biblioteca de Babel», Borges, el bibliotecario ciego, razona que si la biblioteca existe ab aeterno, debe ser también total y no debe haber en ella dos libros idénticos. Podría sin embargo haber un solo «libro cíclico» que sería «la cifra y el compendio perfecto de todos los demás». Tendría que haberlo escrito el Autor de los autores, cuya visión es absoluta.
Borges parece haberse aproximado por momentos a esa visión absoluta. Está al borde de ella en «Poema conjetural», uno de sus favoritos, donde dice haber encontrado «la letra que faltaba, la perfecta forma que supo Dios desde el principio». Pero pronto se desvanece la ilusión. La palabra o fórmula clave no se revelará nunca. Ésa es la queja del poeta en «El otro tigre». Los tigres —¿reminiscencia de Blake?— son en Borges símbolos atroces de lo inalcanzable. Hay un poema que habla de su búsqueda «por el tiempo de la tarde» del otro tigre «que no está en el verso». ¿No será un eco de la fleur hors de tout bouquet de Mallarmé? Fue Mallarmé quien dijo que el mundo existe para ponerlo en un libro. Como él, Borges persigue incansablemente un quimérico «sistema de palabras». Una dramatización de este tema es el cuento «La escritura del dios», donde un jerarca maya, un sumo sacerdote de las pirámides, encarcelado por el conquistador Alvarado, comparte un calabozo dividido por una reja con un jaguar, en cuyas manchas, que son runas o glifos —el jaguar, en la cosmogonía maya, era uno de los atributos de Dios—, trata de vislumbrar una revelación divina prometida en la tradición indígena para el final de los tiempos. Cuando llega la revelación en la forma de una rueda ardiente, recuerda el calidoscopio de Schopenhauer, en el que las figuras de la historia cambian eternamente de máscaras y vestimentas, aunque los fragmentos de vidrio —los actores del repertorio— son siempre los mismos.
Borges —un Montaigne místico— propone la posibilidad de considerar la eternidad como una especie de dimensión inmanente, análoga a la que los teólogos han definido como «la simultánea y lúcida posesión de todos los instantes del tiempo». Sería como un estado altamente intuitivo en el que la recordación total se confundiría con la previsión. La exposición más meditada y completa de este concepto es el cuento «El inmortal», al que Borges llama «bosquejo de una ética para inmortales». Con inventiva swiftiana, Borges explora los posibles efectos que tendría la inmortalidad en los hombres. Su Gulliver es Marco Flaminio Rufo, extribuno militar en las legiones de la Roma imperial, que llega a la deshabitada Ciudadela de los Inmortales en medio de un desierto tras peregrinar por fabulosos paisajes espirituales. La ciudad está hecha de antiguos esplendores absurdos: escalinatas invertidas, palacios vacíos, corredores que no llevan a ningún lado. Los únicos habitantes de esta región baldía son trogloditas establecidos fuera de las murallas de la ciudad. Son los Inmortales que, viviendo en el reino del pensamiento puro, al margen de las vicisitudes de la vida temporal, se han despreocupado de su ciudad, hasta abandonarla, por desidia, puesto que el esfuerzo es inútil, cuando de cualquier manera, como han descubierto, «en un plazo infinito le ocurren al hombre todas las cosas». Anónimos, no les interesa ni atañe el destino personal. Su trance es contagioso y poco a poco infecta al narrador-protagonista, que comienza a usar el «nosotros» en su relato, inmortalizándose sin que apenas lo advirtamos ante nuestros ojos. Ésta es una de las astucias y uno de los triunfos del cuento. Al ser todos, Marco Flaminio Rufo se ve de pronto convertido en diferentes personas, sus alternativas, en la historia. Se encuentra en Stamford en 1066 con los ejércitos de Harold, luego es un escriba en Bulaq en el siglo VII de la hégira, enseguida un ajedrecista en Samarcanda, un astrólogo en Bikaner, y así sucesivamente a lo largo de los siglos. Pero una misma presencia lo habita durante toda su larga odisea. Ha leído la Ilíada de Pope y vivido las aventuras de Simbad el marino. Es al mismo tiempo Ulises y Homero —y Borges.
Si la literatura es inagotable, dice Borges, es por la suficiente y simple razón de que un libro lo es. Un corolario del axioma es la noción de que en la literatura los precursores no sólo prefiguran a sus sucesores, sino que se regeneran en ellos. Así, el cuento de Hawthorne, «Wakefield», «prefigura a Franz Kafka, pero éste modifica, y afina, la lectura de Wakefield. La deuda es mutua; un gran escritor crea a sus precursores». La visión retrospectiva revive antecedentes que, en realidad, no existirían sin ella.
Un brillante ejemplo del efecto retroactivo de la posteridad es el paradójico «Pierre Menard, autor del Quijote». Aquí —si tomamos el lado serio del chiste que le hace Borges a la crítica académica— la perspectiva del tiempo profundiza el sentido de un texto, sin alterar una palabra. Pierre Menard, quizás estimulado por la idea de Novalis de la identificación completa con un autor determinado, ha dedicado su vida a la tarea subterránea e ingrata de reescribir siglos más tarde, palabra por palabra, dos fragmentos del Quijote. Lo leyó sólo una vez años atrás y el vago recuerdo que tiene de él es como «la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito». Lo que Cervantes, en su día, hizo de manera espontánea, en Menard resulta una glosa, una interpretación. El producto final es idéntico al original, pero enriquecido por ser el fruto reflexionado de años de laboriosa y erudita investigación y de siglos de tradición literaria que lo han cambiado y complicado retrospectivamente.
Los caminos que atraviesa el libro del mundo de Borges forman un interminable laberinto. Ésta es la imagen paradigmática que establece Borges en «El jardín de senderos que se bifurcan», donde el libro y el laberinto se confunden. Los laberintos borgianos son incontables. Algunos, como la intríngulis de «La muerte y la brújula», son metáforas que aluden a los caprichos del pensamiento o del tiempo o de la tortuosidad de la acción humana; otros, como la enredada residencia del Minotauro en «La casa de Asterión», con sus catorce —o, en lenguaje hermético, infinitos, puesto que catorce es infinitamente subdivisible— puertas, patios y fuentes, son símbolos explícitos del mundo. Hay itinerarios obligados que pueden retorcerse y desviarse en la forma más compleja y desconcertante, pero que llevan inevitablemente a una meta, como el laberinto subterráneo de «El inmortal», que sale a la superficie en la Ciudadela, marcando así el paso entre dos dimensiones; o circuitos abiertos, llenos de contrasentidos, en los que el avance es errático y cada vuelta una encrucijada, como la Ciudadela misma. El jardín de senderos que se bifurcan es un compuesto de lo predeterminado y lo imprevisible. Enseguida está el laberinto más magnífico de todos, el mundo de Tlön, una ficción —un modelo ampliado de la biblioteca de Babel— que adopta agradecida una humanidad sufriente como un símbolo del orden en el caos.
Alimentar y perpetuar esta ficción es tal vez el sentido de toda la obra de Borges. Hay en él una «monotonía esencial» que reconoce él mismo como una limitación, pero que le ha dado un espacio de vida iluminada. Los laberintos de Borges son, como los bares de luz nocturna de Hemingway, en los que se conjuraban los demonios de la guerra: una isla de paz y claridad. Sin duda hay algo en él de su protagonista árabe, Abencaján, que se oculta en el centro de una tortuosa maraña, fingiendo huir de un enemigo, cuando en realidad lo que quiere es atraer al enemigo al laberinto para matarlo. Entretanto asume el nombre del enemigo. Lo exorciza identificándose con él. También el narrador de «La forma de la espada», bajo un seudónimo, cuenta la historia de un delator en la guerra de independencia irlandesa, atribuyendo una serie de crímenes a este personaje vicario, que resulta ser él mismo.
Los cambios de identidad, que suelen destruir a un hombre en el momento de absolverlo, se prestan a diversas interpretaciones en Borges. Está el caso de un hombre de la provincia de Buenos Aires en el siglo XX que es asesinado por su ahijado, como César por Bruto, sin sospechar —su muerte no es más que un fait divers— que muere «para que se repita una escena». Están también los extraños destinos paralelos de Droctulft, un bárbaro que se pasó de bando y murió defendiendo a Roma contra los suyos, y una inglesa asimilada a una tribu indígena de la Argentina en la época de la abuela de Borges. Las dos anécdotas parecen contradictorias, pero en realidad, sub specie aeternitatis, son complementarias. En «El sur», donde Borges evoca recuerdos angustiosos de los días que pasó hospitalizado después de su accidente, un hombre en coma en una sala de hospital sueña su muerte atávica de una cuchillada en el campo de sus nostalgias donde atravesó el facón a más de uno de sus antepasados. En la misma vena, «La otra muerte» propone dos versiones alternas de la vida de un hombre que se interceptan y tienden a sustituirse mutuamente, y al final se revelan como sombras de las especulaciones de un antiguo teólogo sobre el problema de la identidad personal.
Complica y en cierta forma resuelve este tema la penetrante «Deutsches Requiem», en la que Borges contribuye sutilmente a una comprensión de las raíces espirituales del nazismo. Otto Dietrich zur Linde, nacido en Marienburg en 1908, es un semiinválido que pierde la fe leyendo a Schopenhauer y llega a considerar a Alemania «el espejo universal que a todos recibe, la conciencia del mundo». Nombrado jefe de un campo de concentración durante la guerra, encuentra entre sus prisioneros un famoso poeta judío al que tortura y ejecuta a sangre fría, menos como judío que como «el símbolo de una detestada zona de mi alma». Dice Otto Dietrich, con una franqueza a la que no desmiente sino que refuerza la culpabilidad: «Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él». Es como David, que se juzga y condena a sí mismo en un extraño. Porque «lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres». Víctima y verdugo —como el Yin y el Yang que se confunden en el Tao— son indivisibles.
El hombre en busca de una fatalidad personal sufre sintiéndose indeciso y múltiple. Tal vez eso explique el fervor con que los personajes de Borges aspiran a la predestinación. «Hay pocos argumentos posibles —escribió Borges hace mucho ya—. Uno de ellos es el del hombre que da con su destino». De este apotegma, Borges ha hecho una ley. En Historia universal de la infamia figuraba ya el caso de Bogle, el mentor maldito de Tom Castro, a quien atropella un día en la calle «el terrible vehículo que desde el fondo de los años lo perseguía». Pero el destino o dharma tiene un sentido más profundo que eso en Borges. Es una forma de autodefinición. Así es como Otto Dietrich, camino del abismo, descubre que «no hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas», porque «esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad». Otto Dietrich, estudiante asiduo de Schopenhauer, sabe que «todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio». Cada vida, por larga y complicada que sea, dice Borges, «consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». El momento crucial llega, por ejemplo, a Emma Zunz —la única protagonista femenina de Borges, una solterona psicótica atemorizada por los hombres— con la muerte de su padre, un acontecimiento decisivo en su vida, que queda congelada en el resplandor glacial de «lo único que había sucedido en el mundo y seguiría sucediendo sin fin». Emma, resuelta a vengarse del culpable, traza un plan que después lleva a cabo a sangre fría, con la rigurosa precisión del autómata. El autor la observa con ojo clínico, como si Emma fuera uno de esos peones que Borges describe en su poema sobre el ajedrez, movidos por una mano invisible que responde a las maquinaciones de una voluntad desconocida. Emparentado con Emma está Tadeo Isidoro Cruz, un proscrito en otro tiempo, ahora convertido en soldado al servicio de las fuerzas del gobierno, que persigue al renegado Martín Fierro y se encuentra con su hombre y su momento de verdad en «una lúcida noche fundamental, la noche en que por fin vio su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre».
En el umbral de esa noche, jugueteando con «las curiosidades de la literatura», como las llama en un poema «hostil» dirigido a una de sus contrafiguras, el poeta Baltasar Gracián, un hombre al que le han sido negadas «las pasiones esenciales», ha alcanzado esa alquimia del lenguaje que puede, según su propia expresión, «simular la sabiduría».
«Saber cómo habla un personaje —ha escrito Borges, mirándose en su imagen y semejanza— es saber quién es. Descubrir una entonación, una voz, una sintaxis particular es haber descubierto un destino».
A lo largo de los años ha refinado y perfeccionado un arte ya impecable. Al mismo tiempo, partiendo del principio de que «todo escrupuloso estilo contagia a los lectores una sensible porción de la molestia con que fue trabajado», se ha esforzado por sutilizar sus mecanismos hasta la invisibilidad. Busca siempre la elegancia, la ilusión de informalidad. Ha descartado completamente, sus estridencias metafóricas y patrióticas, el barroquismo pedante de su juventud, para obtener un equilibrio entre la espontaneidad y la precisión. Sobre todo, ha tratado de universalizar su lenguaje. Escribir, de algún modo, fuera del tiempo. «La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño —dice, refiriéndose a la que tiene fecha o situación precisa— es la más precaria de todas. Los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página “perfecta” es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta». Así envejecen también los modelos literarios que pretenden codificar una forma de hablar. La poesía gauchesca, por ejemplo: fue un invento poético, una abstracción. Aunque hubiera existido en algún segmento de la población, no tendría más derecho a imponer normas generales que el castellano de la academia. Lo que importa es que el estilo refleje una actitud vital. «O ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo —dice Borges—, o ser argentino es una mera afectación, una máscara». Shakespeare era inglés, no sólo en sus palabras sino en sus actitudes, aunque situara sus dramas en Dinamarca o Italia. Borges cita «La muerte y la brújula» como un ejemplo de cuento que produce la sensación de ser profundamente argentino en tono y temperamento —como no lo es su poesía patriótica— aunque las calles mencionadas llevan nombres franceses y los escenarios son ecos del París de Poe.
Borges siempre ha aceptado los préstamos, con predilección por el «corte inglés» que se reconoce en su sintaxis, sus párrafos breves y compactos, sus formas adverbiales, su puntuación. Es un maestro de la ironía, del oxímoron, del sobrentendido, y de ese «súbito favor de la conversación» que para él define la esencia del «género oral» que es el humorismo.
A los sesenta y siete años, delicado de salud y cada vez más frágil en sus movimientos, sigue siempre tan activo como antes, pero ya, desde hace algún tiempo, mucho menos intrépido. Parece haber saldado sus cuentas con el mundo y terminado su inventario interior. Ya es el otro Borges que lo sobrevive en su obra.
Recapitulando su carrera, le parece imperfecta, pero inevitable. «Cuando uno llega a mi edad —dice acompañándonos hasta la puerta, donde prolonga la despedida con un apretón de manos interminable—, uno se da cuenta de que no pudo hacer las cosas ni mucho mejor ni mucho peor».
Los pocos poemas que ha publicado últimamente han sido cada vez más clásicos en su forma, y en el fondo más convencionales. Dice que estos días le interesa más la verdad que la originalidad. Hay un sumario en cada estrofa. Ya en 1953 había escrito: «Has gastado los años, y te han gastado». Ahora lo vemos reprochando suavemente a Dios, quien con «magnífica ironía» le concedió —como a su predecesor en la Biblioteca Nacional, Paul Groussac, que también perdió la vista en la vejez— al mismo tiempo los libros y la oscuridad de sus «ojos mortales». Con asombro y curiosidad piensa en los riesgos que todavía pueden esperarle en el vasto y populoso reino de la noche sin fondo. En El hacedor, bibliómano hasta el final, se identifica con el legendario Héctor, abandonado poco a poco por el universo que se esfuma, hasta que «una terca neblina le borró las líneas de la mano, la noche se despobló de estrellas, la tierra era insegura bajo sus pies». En su poema «Emerson», poniéndose como siempre en boca de otros, se entrega a una vieja nostalgia.«Leí los libros esenciales —dice—, y otros compuse que el oscuro olvido / no ha de borrar. Un dios me ha concedido / lo que es dado saber a los mortales. / Por todo el continente anda mi nombre»; pero: «No he vivido. Quisiera ser otro hombre». Quizás al componer «Emerson» recordaba sus propias palabras escritas hace tiempo de que «sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido». Pero «espacio y tiempo y Borges ya me dejan». Lo peor ya pasó, o quedó en manos del «otro» Borges, tan ubicuo que al final «no sé cuál de los dos ha escrito esta página». Y es justo que así sea. Porque como sabe Borges, borrado por la fama, «la gloria es una de las formas del olvido».



En Luis Harss: Los nuestros
En colaboración con Bárbara Dohmann
Título original: Into the Mainstream
© 1966, 2012, Luis Harss
© De la traducción: Luis Harss
Madrid, Santillana Ediciones Generales, S. L, 2012
Imagen: Luis Harss en su casa diciembre 2014
Foto Eduardo Montes Bradley [+]


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