10/2/19

Jorge Luis Borges: Primer texto manuscrito







Nueve páginas escritas a lápiz. Borges lo recuerda en sus Memorias*: «Había confeccionado en un inglés bastante malo un manual de mitología griega, seguramente extraído de Lamprière, y en Burgin, p. 20: Eso fue lo primero que escribí. Recuerdo que estaba escrito en una letra muy corta y apretada porque yo era muy corto de vista.»



En Nicolás Helft: BorgesPostales de una biografía, pág. 23
Buenos Aires, Emecé, 2013

 














Desconozco edición de sus memorias bajo el título que Nicolás Helft registra (agradeceré si alguien tiene esa data, con lugar, editorial y fecha de publicación). Las memorias de Borges están en toda su obra, y dispersas en conversaciones, conferencias, entrevistas, clases, audios y videos.

Sí contamos con su Autobiografía o Un ensayo autobiográfico (en 1999 apareció como libro. Publicado por primera vez en inglés, en 1970, por The New Yorker; también fue prólogo de The Aleph and Others Stories, 1970; otras apariciones: en La Gaceta, de México, 1971 (en traducción de José Emilio Pacheco), y en La Opinión, de Buenos Aires, 1974. Nota PD



8/2/19

Jorge Luis Borges: El Squonk

 



(Lacrima corpus dissolvens)

«La zona del Squonk es muy limitada. Fuera de Pennsylvania pocas personas han oído hablar de él, aunque se dice que es bastante común en los cicutales de aquel Estado. El Squonk es muy hosco y generalmente viaja a la hora del crepúsculo. La piel, que está cubierta de verrugas y lunares, no le calza bien; los mejores jueces declaran que es el más desdichado de todos los animales. Rastrearlo es fácil, porque llora continuamente y deja una huella de lágrimas. Cuando lo acorralan y no puede huir o cuando lo sorprenden y lo asustan, se disuelve en lágrimas. Los cazadores de Squonks tienen más éxito en las noches de frío y de luna, cuando las lágrimas caen despacio y al animal no le gusta moverse; su llanto se oye bajo las ramas de los oscuros arbustos de cicuta.

»El señor J. P. Wentling, antes de Pennsylvania y ahora establecido en St. Anthony Park, Minnesota, tuvo una triste experiencia con un Squonk cerca de Monte Alto. Había remedado el llanto del Squonk y lo había inducido a meterse en una bolsa, que llevaba a su casa, cuando de pronto el peso se aligeró y el llanto cesó. Wentling abrió la bolsa; sólo quedaban lágrimas y burbujas.»



William T. Cox.
Fearsome Creatures of the Lumberwoods
Washington, 1910


En Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero
Manual de Zoología Fantástica (1957)
Luego, en El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Y en Obras Completas en Colaboración 
©María Kodama (1995) y ediciones posteriores
Retrato de Jorge Luis Borges en publicación periódica s/d





Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 8. Última conversación







Georges Charbonnier: Jorge Luis Borges, me parece que podría yo agrupar la mayor parte de sus cuentos de dos maneras. Que podría, por ejemplo, poner de un lado Pierre Menard y La Biblioteca de Babel, y por otro lado El inmortal, Funes, La busca de Averroes, La escritura del Dios.
En efecto, independientemente de los símbolos que se desprenden de sus obras, independientemente de la organización de símbolos que se manifiesta en cada uno de sus cuentos…

Jorge Luis Borges: Perdón. Antes de conocer su tesis —yo que sólo soy el autor de esas historias— pondría yo La Biblioteca de Babel junto a El inmortal. Pero, si la otra clasificación le es más cómoda, o le parece más lógica, o más verdadera que la mía, no está en mí discutirlo.

G. C.: No aventuré una palabra tan fuerte como la de clasificación…

J. L. B.: Por lo demás, no se trata de una polémica. Una manera de sentir las cosas es mucho más importante que las clasificaciones, que sólo son comodidades de la intelección.

G. C.: No quería hacer una clasificación. Me asombra haber sido llevado a hacer cierta distinción. En El inmortal, en Funes, en Averroes o en La escritura del Dios, ¿qué me impresionó antes de ser sensible a las organizaciones lógicas? Visiones. Veo. Cuadros. Colores. Formas. Tal como lo describió usted de manera muy rápida, primero veo. Después comprendo. Y comprendo cosas que poca relación tienen con lo que veo. Cosas distintas. Por el contrario, cuando se trata de Pierre Menard y de Babel, la visión no es lo primero.

J. L. B.: En cuanto a La Biblioteca de Babel, creo que podemos imaginárnosla. Un artista del que he olvidado el nombre me envió una ilustración para La Biblioteca de Babel: un laberinto muy bello de escaleras, cuartos, bibliotecas, etc. Todo ello hacía pensar en Piranesi.

G. C.: Yo quería expresar la idea de que algunos de sus cuentos imponen una visión independiente del espacio que haya reservado a lo descriptivo. Imponen un cuadro, en el sentido pictórico del término. Otros, quizá más descriptivos, se imponen menos —hago la reserva: para mí— como cuadros.

J. L. B.: Por lo demás, no creo en las descripciones. Creo que las descripciones son en general muy falsas. Que no hay que tratar de describirlas. Más bien hay que sugerir algo. Si un novelista le habla de un hombre de barba negra, lo imagina usted en seguida. Si, más lejos, le dice que el hombre tiene la nariz muy corta y usted la ha imaginado larga, conservará la imagen de una nariz larga. Si, aún más adelante, se le dan detalles sobre el color de los ojos, sobre la tez, etc… y si esto no coincide con su primera imagen, no la aceptará usted, la rechazará.
Recuerdo el caso de Henry James. Se intentaba hacer una edición ilustrada de sus obras. James recalcó que la imagen visual se impone al espectador de una manera simultánea, mientras que él sólo podía escribir en sucesión. La ilustración sería pues más fuerte que la descripción —sucesiva— que había hecho. Aceptó un ilustrador a condición de que no ilustrara nada en particular. Exigió del ilustrador que hiciera imágenes cuyo ambiente, la Stimmung, como se dice en alemán, fuera poco más o menos el de sus cuentos. Pero, por ejemplo, de ningún modo quería que se hicieran retratos de sus héroes y heroínas. Si no, el texto entraría en competencia con la imagen y, fatalmente, sería vencido por la ilustración. El ilustrador muestra una cabeza: usted la ve en seguida. Para describirla le hacían falta a James unas cuarenta o cincuenta líneas, y el resultado no podía ser tan fuerte como la imagen inmediata, un poco tiránica, del ilustrador.

G. C.: Informaba a usted, hace un rato, de una sensación que tuvieron igualmente otros lectores. La discusión nos condujo —a mis amigos y a mí— a esto: en cierto número de sus cuentos impone usted una visión. La visión —fuerte— precede naturalmente a la intelección. En otros cuentos, por el contrario, no sólo no se ve sino que no hay necesidad de ver. Uno se abandona al placer intelectual, sólo está movido por un arte combinatoria sin imagen o mucho menos rica en imágenes.

J. L. B.: Evidentemente, esto es pobreza.

G. C.: No lo creo así.

J. L. B.: Es decir, que La Biblioteca de Babel es fracasada y las demás lo son menos.

G. C.: ¡Ah, no lo creo así! Digamos que hay una diferencia. Estamos en presencia de tejidos literarios de naturaleza distinta. Yo querría analizar las razones de esta diferencia.

J. L. B.: Yo no las conozco. Me imagino La Biblioteca de Babel. La imagino como una pesadilla, pero la imagino. Se la ha ilustrado, como acabo de decírselo, de una manera sorprendente. Quizá las imágenes propuestas por la ilustración no vengan directamente del texto. Quizá sólo eran creación yuxtapuesta.

G. C.: ¿Funes le aporta imágenes visuales?

J. L. B.: Sí. Lo publiqué en el diario La Nación con una ilustración del dibujante Alejandro Cirio. Hizo una cabeza muy bella para Funes: un hombre con un poco de sangre indígena, con un aire de infinita tristeza y que no tiene aspecto inteligente. Un hombre joven, envejecido, agobiado. Es una ilustración muy bella. Todavía la tengo en mi casa. Recuerdo que escribí al ilustrador para felicitarlo. Se veía que había leído el texto de tal manera que le permitió representar esa cara que yo imaginaba de una manera mucho más abstracta. No creo tener mucha imaginación visual, sobre todo en la actualidad, que casi no veo. En este mismo momento en que hablo con usted, no veo los rasgos de su figura, ni el color de su corbata, ni el color de sus ojos, ni el de sus cabellos. Todo ello se me escapa.
Para mí, todo ello existe de una manera descolorida y como si fuera a través de una bruma.
Hay un cuento, Hombre de esquina rosada, que escribí voluntariamente como una serie de imágenes. En ese tiempo admiraba mucho a un director de escena al que casi se ha olvidado, Josef von Sternberg. No sé si lo habrá conocido. Quizá era de una época anterior a la suya; hizo muy buenas películas de gángsters, con Georges Bancroft, William Powell. Hizo películas que se llamaron Under-world, The Docks of New York, The Dragnet. Eran muy buenas, sorprendentes, y quise escribir mi historia a su manera. Antes que nada visual. En el momento en que Sternberg alcanzó la cima del cine llegó el cine sonoro. Hubo que volver a empezar. Se hicieron óperas, para ser oídas, y se le olvidó. En seguida, Sternberg hizo películas bastante mediocres con Marlene Dietrich. Éstas son más conocidas que las otras, las de los principales, que eran fuertes, lacónicas.

G. C.: ¿La escritura del Dios le trae imágenes visuales?

J. L. B.: Sí. La escritura del Dios es también una historia autobiográfica. Pasé once días con sus noches en cama, bajo un calor argentino. Era el mes de enero. A veces llega la temperatura a los 40 grados. Me habían operado de los ojos. Tuve que guardar cama once días y once noches. Estaba acostado de espaldas y se me prohibió moverme. A veces dormía. Pero, aun dormido, estaba encadenado.
Entonces tuve la idea del hombre encadenado, acostado sobre la espalda. Esta idea está en esa historia. También hay en La escritura del Dios una idea que se encuentra en la Cábala y en Léon Bloy también. (Un escritor francés al que quiero mucho. No desde el punto de vista moral, creo que debió de ser una persona muy desagradable. Pero tenía una gran imaginación). La idea de que todo, en el universo, es una especie de escritura. Quincey tuvo también esta idea. Dijo que aun las cosas más pequeñas podían ser espejos secretos de las mayores.
Entonces pensé en una escritura en la que estaría fijado el secreto del universo. Pensé en una visita que hice —creo que era muy niño— al jardín zoológico de Buenos Aires. Pensé que las manchas sobre la piel del jaguar, del leopardo, parecían signos. Uní estos dos elementos: la experiencia espantosa —estar inmóvil y encadenado— y la idea de las manchas, escritura sobre la piel del jaguar. Por otro lado, acababa de leer libros sobre la experiencia mística, sobre la posibilidad de comunicarla. De estas tres cosas surgió la historia. El traductor alemán le encontró un título muy bello. No La escritura del Dios, sino Die Theologen, es decir, Los teólogos.

G. C.: ¿A qué impulso inicial respondió El jardín de senderos que se bifurcan?

J. L. B.: Creo que en su origen hay dos ideas: la idea del laberinto, que siempre me ha obsesionado, y del mundo como laberinto, y también una idea que sólo es de novela policíaca, la idea de un hombre que mata a un desconocido para atraer sobre sí la atención de los demás. Por eso tuve que inventar esta historia, tan inverosímil por lo demás, del espía que se encuentra en Inglaterra, del relato chino, etcétera.
Al comienzo sólo tenía una idea bastante modesta. Por lo demás, esta historia, que obtuvo un premio, no obtuvo el primer premio sino el segundo en la revista Ellery Queen de Estados Unidos. ¡Algunos dólares gané con ella! Creo que más importante que la historia policíaca es la idea, es la presencia del laberinto, y después la idea de un laberinto perdido. Me divertí con la idea, no de perderse en un laberinto, sino en un laberinto que a su vez él mismo se pierde. Ahí hay algo que me pareció gracioso y que estimuló mi imaginación.

G. C.: Le planteé preguntas muy vecinas sobre sus cuentos. La respuesta casi siempre ha sido formada con estas palabras: «Hay dos ideas».

J. L. B.: ¡Ah! ¿Es que usted tiene la impresión de que, quizá, no hay ninguna?

G. C.: ¡No! Siempre ha respondido usted: «Hay dos ideas». Pero estas dos ideas se sitúan siempre en dos planos extremadamente disímiles.

J. L. B.: Del todo distintos. Por un lado, hay el plano intelectual, el plano matemático, por decirlo así. El otro plano es el poético. La idea de restituir de una o de otra manera experiencias o estados de ánimo. Sus preguntas me han revelado que esos dos planos, esas dos caras, deben estar presentes siempre —juntas— en un libro.

G. C.: Siempre están presente en sus libros.

J. L. B.: El anverso y reverso de la medalla, ¿no?

G. C.: Siempre hay varios planos en sus obras y esto es importante para la génesis de la obra.

J. L. B.: Un libro que quiere durar es un libro que debe poder leerse de muchas maneras. Que, en todo caso, debe permitir una lectura variable, una lectura cambiante. Cada generación lee de una manera distinta los grandes libros.
Inútil es hablar de la Biblia.
Es evidente.
Evidente y cierto.
Al mismo tiempo.







Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler
Imagen arriba: Borges. Otra escultura en metal de Pablo Salvador Rocha


6/2/19

Jorges Luis Borges: La conducta novelística de Cervantes








Ningún otro destino escrito fue tan dejado de la mano de su dios como Don Quijote. Ninguna otra conducta de novelista fue tan deliberadamente paradójica y arriesgada como la de Cervantes. Así la tesis que me he determinado a presentar y a razonar en esta alegación.

Antes conviene aliviarse de dos errores. Uno es la antigua equivocación que ve en el Quijote una pura parodia de los libros de caballería: suposición que el mismo Cervantes, con perfidia que entenderemos después, se ha encargado de propalar. Otro es el también ya clásico error que hace de esta novela una repartición de nuestra alma en dos apuradas secciones: la de la siempre desengañada generosidad y la de lo práctico. Ambas lecturas son achicadoras de lo leído: ésta lo desciende a cosa alegórica, y hasta de las más pobres; aquélla lo juzga circunstancial y tiene que negarle (aunque así no fuera su voluntad) una permanencia larga en el tiempo. Además, ni lo paródico ni lo alegórico son valederas manifestaciones de arte: lo primero no es más que el revés de otra cosa y ésta le hace tanta falta para existir, como la luz y el cuerpo a la sombra; lo último es una categoría gramatical más que literaria, una seudo humanización de voces abstractas por medio de mayúsculas. El Quijote no es ninguna de esas ausencias: es la venerable y satisfactoria presentación de una gran persona, pormenorizada a través de doscientos trances, para que lo conozcamos mejor. Es decir, no es ni más ni menos que el título. Cervantes, en hecho de verdad, fue un hagiógrafo, pero no es la casi santidad de Alonso Quijano lo que interesa hoy a mi pluma, sino lo desaforado del método de Cervantes para convencernos bien de ella. Este método no es el usual de la persuasión; es otro insospechable y secreto que provoca, sin traicionarse nunca, una reacción compasiva o hasta enojada frente a las indignidades sin fin que injurian al héroe. Cervantes teje y desteje la admirabilidad de su personaje. Imperturbable, como quien no quiere la cosa, lo levanta a semidiós en nuestra conciencia, a fuerza de sumarias relaciones de su virtud y de encarnizadas malandanzas, calumnias, omisiones, postergaciones, incapacidades, soledades y cobardías.

El procedimiento se trasluce con seguridad en la primera parte, tan secundaria en mérito. Allí menudean las cargosas retahílas de palos y puñetazos, censuradas con aparente justicia por nuestro Groussac. En la segunda, las tentaciones en que puede caer el lector son más considerables y más sutiles. El arte de Cervantes, diez años mayor, asume aquí toda la audacia peligrosísima de su destreza y pone a Don Quijote, no ya en el inventado riesgo de que le peguen, sino en el verdadero y muy serio de que le perdamos cariño. Diré algunos ejemplos, no todos, de ese incomparable jugarse entero del escritor.

Los de soledad son de no acabar. Don Quijote es la única soledad que ocurre en la literatura del mundo. Prometeo, amarrado a la visible peña caucásica, siente la compasión del universo a su alrededor y es visitado por el Mar, caballero anciano en su coche, y por el especial enojo de Zeus. Hamlet despacha concurridos monólogos y triunfa intelectualmente, sin apuro en las antesalas de su venganza, sobre cuantos conviven con él. Raskolnikov, el ascético y razonador asesino de Crimen y castigo, sabe que todos sus minutos son novelados y ni la borra de sus sueños se pierde. Pero Don Quijote está solo, dejadamente solo, y cualquier eventualidad lo interrumpe. Ése es el necesario sentido de los Crisóstomos, de las Marcelas, de los cautivos y de las otras curiosas impertinencias que interceptan a cada vuelta de hoja la presencia del héroe y que tanto escándalo y vacilación han puesto en la crítica. Ni siquiera en los últimos trámites de su muerte (gran posesión y dramaticidad de todo vivir, por pobre que sea) consigue Don Quijote ocupar la franca y solemne atención de su historiador. Éste lo hace arrepentirse de su heroísmo, apostasía inútil, para mencionar después casualmente y en la mitad de un párrafo, que falleció. El cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaban, dio su espíritu: quiero decir que murió. Así, con aparatoso desgano, se despidió Miguel de Cervantes de Don Quijote.

Tampoco la inconsciencia de su rareza (especie de inocente nube para sí en que viajan los dioses) le fue concedida al caballero por su cronista. Hay un lugar, patético, en que Don Quijote habla directamente de su locura y se sabe loco y lo dice. Es la aventura contemplativa y extática de los santos. Don Quijote discurre acerca de ellos y piensa al fin:

Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta ahora no sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo. Otro más llevadero, es aquel en que Don Quijote conversa sobre la ridiculez de su traza: Así que señor gentilhombre, ni este caballo… ni la amarillez de mi rostro, ni mi atenuada flaqueza os podrá admirar de aquí adelante... (segunda parte, capítulo XVI).

Pero el ejemplo más iluminativo de cuantos puedo recordar aquí, es el tan festejado como no entendido capítulo que trata de los consejos a Sancho. Hasta don Américo Castro (en su libro encaminado a probar que Cervantes vivió de veras en el siglo dieciséis y en su atmósfera) se limita a emparejar los consejos de Don Quijote con los de Isócrates y a declarar el contenido ético de esas moralidades. Admite sin embargo que los consejos en sí nada tienen de insólito, en cuanto a las ideas, y su mayor interés reside en los reflejos que provocan en Sancho y en el ambiente de ironía y buena gracia que envuelve el diálogo (El pensamiento de Cervantes, página 359). Yo voy más lejos; los consejos para mí no son lo que importa, sino el hecho de darlos. Reanímese la escena: Sancho, por decisión burlona del duque acaba de ser nombrado gobernador de una ínsula, que no por apócrifa y tirada en medio del campo, es menos codiciable. En esto llegó Don Quijote y sabiendo lo que pasaba…, con licencia del duque le tomó de la mano y se fue con él a su estancia con intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio. Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, e hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él. Apurado y coercitivo está Don Quijote en dar esos consejos, que el escudero subido a gobernador no ha pedido y que son más bien una continuación de la autoridad del hidalgo. ¡Qué insinuaciones las de su prólogo! Tú, que para mí sin duda alguna eres un porro, sin madrugar, sin trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con sólo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te ves gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, oh Sancho, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recibida, sino que desgracias al cielo que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, oh hijo, atento a este tu Catón, que quiero aconsejarte, y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto… Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra. ¿No está induciéndonos aquí Miguel de Cervantes a que palpemos envidia en el carácter honestísimo de Don Quijote? ¿No es más odiosa la sola insinuación de esa envidia que esa otra obscena aventura en que tirado Don Quijote en el campo, cruza una piara de cerdos encima de él?

Atropellos y desmanes son los que dije que evidencian la confianza de su escritor en la invulnerabilidad central de su héroe. Sólo en Cervantes ocurren valentías de ese orden.



En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

Publicado en 1928 en una tirada de quinientos ejemplares, al igual que dos años antes El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos corrió la misma suerte que este último e Inquisiciones, quedando oficialmente desterrado de la obra del autor, quien no obstante recuperó textos sueltos de estos libros para la edición de sus obras en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House
@ 2011 y 2016 Obras completas (Editorial Sudamericana)

Imagen: 
Supuesto retrato de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1615) atribuido a Juan de Jáuregui. Aunque Cervantes escribió, en el Prólogo a las Novelas ejemplares, que Juan de Jáuregui le había retratado, no hay ninguna documentación que asegure que éste sea de Jáuregui y menos que represente a Cervantes. No existe ningún retrato auténtico de Cervantes. Vía


4/2/19

Jorge Luis Borges reseña «Introduction à la Poétique», de Paul Valéry





10 de junio de 1938


El insigne poeta y mejor prosista Paul Valéry está dictando un curso de poética en el Collège de France. Este volumen breve y precioso recoge su primera lección. En sus páginas, Valéry ha formulado con limpidez los problemas esenciales de la poética: problemas acaso solubles. Valéry —como Croce— piensa que todavía no tenemos una Historia de la Literatura y que los vastos y venerados volúmenes que usurpan ese nombre son una Historia de los Literatos, más bien. Valéry escribe: «La Historia de la Literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar a un solo escritor. Podemos estudiar la forma poética del Libro de Job o del Cantar de los Cantares, sin la menor intervención de la biografía de sus autores, que son enteramente desconocidos».

No menos técnica, no menos esencialmente clásica, es la definición que propone de la literatura. «La Literatura es y no puede ser otra cosa que una especie de extensión y de aplicación de ciertas propiedades del Lenguaje». Y luego: «¿No es acaso el Lenguaje la obra maestra de las obras maestras literarias, ya que toda creación literaria se reduce a una combinación de las potencias de un vocabulario determinado, según formas establecidas una vez por todas?» Eso, en la página 12. En cambio, la página 40 señala que las obras del espíritu sólo existen en acto, y que ese acto presupone evidentemente un lector o un espectador.

Si no me engaño, esa observación modifica muchísimo la primera y hasta la contradice. Una parece reducir la literatura a las combinaciones que permite un vocabulario determinado; la otra declara que el efecto de esas combinaciones varía según cada nuevo lector. La primera establece un número elevado pero finito de obras posibles; la segunda, un número de obras indeterminado, creciente. La segunda admite que el tiempo y sus incomprensiones y distracciones colaboran con el poeta muerto. (No sé de un ejemplo mejor que el erguido verso de Cervantes:

¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!*

Cuando lo redactaron, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Yo sospecho que sus contemporáneos lo sentirían así:

¡Vieran lo que me asombra este aparato!

o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.)


[*] Con tino y generosamente, Marcelo Zapata apunta que Borges cita de memoria y erróneamente ¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza! El soneto de Cervantes dice ¡Voto Dios, que me espanta esta grandeza! Lo he verificado en todas las ediciones (papel) a mi disposición y en las digitales. Sin embargo, encuentro un manuscrito temprano de Cervantes con la versión que cita Borges.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016






















Foto arriba:
Paul Valéry à sa table de travail, Paris, ca 1930 -by Germaine Krull
from sothebys



2/2/19

Jorge Luis Borges: Nota sobre "La tierra purpúrea"






Esta novela primogénita de Hudson es reducible a una fórmula tan antigua que casi puede comprender la Odisea; tan elemental que sutilmente la difama y la desvirtúa el nombre de fórmula. El héroe se echa a andar y le salen al paso sus aventuras. A ese género nómada y azaroso pertenecen el Asno de Oro y los fragmentos del Satiricón; Pickwick y el Don Quijote; Kim de Lahore y Don Segundo Sombra de Areco. Llamar novelas picarescas a esas ficciones me parece injustificado: en primer término, por la connotación mezquina de la palabra; en segundo, por sus limitaciones locales y temporales (siglo dieciséis español, siglo diecisiete). El género es difícil, por lo demás. El desorden, la incoherencia y la variedad no son inaccesibles, pero es indispensable que los gobierne un orden secreto. He citado algunos ejemplos ilustres; quizá no haya uno que no exhiba defectos evidentes. Cervantes moviliza dos tipos: un hidalgo "seco de carnes", alto, ascético, loco y altisonante; un villano carnoso, bajo, comilón, cuerdo y dicharachero: esa discordia tan simétrica y persistente acaba por quitarles realidad, por disminuirlos a figuras de circo. Kipling inventa un Amiguito del Mundo Entero, el libérrimo Kim; después, imperdonablemente, le da el horrible oficio de espía. Anoto sin animadversión esas lacras; lo hago para juzgar The Purple Land con pareja sinceridad.


El mayor defecto de esta novela es (me parece) la vana y fatigosa complejidad de ciertas aventuras. Pienso en las del final: son lo bastante complicadas para fatigar la atención, pero no para interesarla. En esos onerosos capítulos, Hudson parece no entender que el libro es sucesivo (casi tan puramente sucesivo como los viajes de Simbad o como el Buscón) y lo entorpece de artificios inútiles. En realidad, su novela tiene dos argumentos. El primero visible: las aventuras del inglés Richard Lamb en la Banda Oriental. El segundo, íntimo, invisible: el acriollamiento de Lamb, su conversión gradual a una moralidad cimarrona que recuerda un poco a Rousseau y prevé un poco a Nietzsche. Sus Wanderjahre son Lehrjahre también.

Quizá ninguna de las obras de la literatura gauchesca aventaje a The Purple Land. Sería deplorable que tres o cuatro errores o erratas (Camelones por Canelones, Aria por Arias, Gumesinda por Gumersinda) nos escamotearan esa verdad... The Purple Land es fundamentalmente criolla. En Ascasubi hay una felicidad no menor, hay rasgos más vívidos, pero están inconexos y secretos en tres tomos incidentales, de cuatrocientas páginas cada uno. El Martín Fierro (pese al proyecto de canonización de Lugones) está falseado por inconvincentes bravatas y por una quejumbre casi italiana; Don Segundo, por el afán de magnificar las tareas más inocentes. Nadie ignora que su narrador es un gaucho; de ahí lo doblemente injustificado de ese gigantismo teatral que hace de un arreo de novillos una función de guerra. Güiraldes ahueca la voz para referir los trabajos cotidianos del campo; Hudson (como Ascasubi, como Hernández, como Eduardo Gutiérrez) narra con toda naturalidad hechos acaso atroces.

Alguien observará que en The Purple Land el gaucho no figura sino de modo lateral, secundario. Tanto mejor para la veracidad del retrato, cabe responder. El gaucho es hombre taciturno, el gaucho desconoce, o desdeña, las complejas delicias del recuerdo y de la introspección; mostrarlo autobiográfico y efusivo, ya es deformarlo.

Otro acierto de Hudson es el geográfico. Nacido en la provincia de Buenos Aires, en el círculo mágico de la pampa, elige sin embargo la tierra cárdena donde la montonera fatigó sus primeras y últimas lanzas: el Estado Oriental. Esta elección propicia le permite enriquecer el destino de Richard Lamb con el azar y con la variedad de la guerra: azar que favorece las ocasiones del amor vagabundo. Macaulay, en su artículo sobre John Bunyan, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre sean con el tiempo recuerdos personales de muchos otros. Las de Hudson perduran en la memoria: el gaucho ensimismado que pita con fruición el tabaco negro, antes de la batalla; la muchacha que se da a un forastero, en la secreta margen de un río.

Mejorando una frase que James Boswell ha divulgado, Hudson refiere que muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica, pero que siempre lo interrumpió la felicidad. La frase (una de las más hermosas del mundo) es típica del hombre y del libro. Pese a la brusca sangre derramada y a las separaciones, The Purple Land es de los pocos libros felices que nos han deparado los siglos. (Otro, también americano, también de sabor casi paradisíaco, es el Huckleberry Finn de Mark Twain).



Guillermo Enrique Hudson, Antología, Buenos Aires, Losada, 1941
Luego en Textos recobrados 1931-1955 
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001

Otra versión de este texto en dario La Nación, 3 de agosto de 1941, con el título 
"Nota sobre The Purple Land", recogido después en J. L. Borges Otras inquisiciones
Buenos Aires, Emecé Editores, 1960 con el título "Sobre The Purple Land".

Imagen: Picture of William Henry Hudson. Unknown author (1918)
Frontispiece of Far Away and Long Ago (New York: E. P. Dutton & Co.) 






31/1/19

Jorge Luis Borges: "Florida" y "Boedo"









Un movimiento enjuiciado por sus actores y por los artistas de hoy (1957)


Al respecto, no diré nada nuevo, sino lo ya conocido y expresado otras veces. Un día, dos espíritus inquietos, Ernesto Palacio y Roberto Mariani, deciden, con fines de publicidad, iniciar un “movimiento literario”. Se le suman entonces Evar Méndez, Oliverio Girondo y otros, dispuestos, claro está, a crear un movimiento aquí, remedo de la vida literaria, como suele acontecer en París. Para tener resonancia y éxito, debía ser ruidoso y comercial. Así fue. El calificativo de “Florida” correspondió al centro de la ciudad, y el de “Boedo”, al suburbio. Creo que al principio no participé en el movimiento “Florida” porque estaba atareado en mis poemas orilleros y me molestaba estar en “Florida”. Por entonces solía concurrir a largas y apartadas tertulias, para conocer, ver y escuchar a “tipos de orilla”. Andaba por glorietas, recreos y demás lugares de concurrencia de esa clase de payadores y cantores. 

“Florida” y “Boedo” existieron de verdad, aunque no definidos netamente. Así, por ejemplo, Nicolás Olivari estaba en “Boedo” y publicaba en “Florida”. Raúl González Tuñón comenzó actuando en “Boedo” y luego pasó a “Florida”. González Lanuza era comunista y actuaba en Insurrexit. En aquellos tiempos la política no tenía la pasión de hoy. La idea de hacer un arte formal parece pertenecer a las derechas. El arte naturalista y el realista siempre han pertenecido a las izquierdas. La política, en aquel entonces, no nos dividía. 

Mi impresión es ésta. Los de “Boedo”, de arte comprometido y social, y los de “Florida”, de tendencias puristas —el arte por el arte—. Los de “Boedo” eran seguidores de Emilio Zola, Máximo Gorki, Panait Istrati. Su meridiano pasaba por Rusia y también por Francia. En realidad, los de “Florida” eran de una tendencia derivada de Lugones, aunque públicamente éramos enemigos de él. También lo éramos un poco por motivos políticos, y porque le debíamos demasiado y no queríamos confesarlo. Éramos todos seguidores del Lunario sentimental. No hubo, no hay metáfora que las generaciones de Lugones utilizaron que no la hubiera expresado él. 

Como precursores del movimiento “Florida” deben citarse también a Güiraldes y su Cencerro de cristal, poesía ultraísta. 

“Florida” era, pues, de cierta manera, una revolución literaria, un tanto espectacular, otro poco ruidosa; no obstante, fructífera. Algunos resultados dio. No debe olvidarse que el movimiento de “Florida” procedió de otro anterior: “Martín Fierro”. 

Roberto Arlt, y otros como él, procedían de “Boedo” y publicaban en Claridad, que editaba Antonio Zamora. 

Vean ustedes cómo se producen los hechos. El movimiento fue invención de dos escritores: Ernesto Palacio y Roberto Mariani; uno tomó rumbo a la derecha y el otro derivó a la izquierda… 

Excepto Flaubert, todas las grandes novelas están escritas en el lenguaje y en la sintaxis de la época. De ahí su grandeza. Su importancia. Nadie debe ignorarlo. Toda novela contiene la parte oral de sus personajes. Cuando éstos actúan, no lo hacen con la sintaxis académica ni con los vocablos ajustados. Por eso Cervantes, Gorki, Dostoievski y muchos otros comenzaron por adquirir fama fuera de su país para imponerse más tarde en el propio. Siempre ha pasado y pasa lo mismo. Ya [Arnold] Bennet dijo: “El novelista no debe jamás buscar la belleza; debe encontrarla siempre”. 

En cuanto a la influencia en el teatro, el movimiento de “Florida”, que yo sepa, no tuvo influencias. En aquella época no había teatro independiente. El teatro era muy comercial. A mí, personalmente, me gustaban los sainetes, pero como los de Vacarezza y Pacheco. Eran sainetes buenos. ¿Y qué más se puede decir sobre todo esto? Creo que nada más. 




En diario Clarín, Buenos Aires, 19 de julio de 1959
A la encuesta de Clarín, responden también 
en este número Ernesto Palacio y Álvaro Yunque


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Jorge Luis Borges en dibujo de Miguel Herranz



29/1/19

Jorge Luis Borges: Historia del tango. El tango pendenciero






XI. Historia del tango

Vicente Rossi, Carlos Vega y Carlos Muzzio Sáenz Peña, investigadores puntuales, han historiado de diversa manera el origen del tango. Nada me cuesta declarar que suscribo a todas sus conclusiones, y aun a cualquier otra. Hay una historia del destino del tango, que el cinematógrafo periódicamente divulga; el tango, según esa versión sentimental, habría nacido en el suburbio, en los conventillos (en la Boca del Riachuelo, generalmente, por las virtudes fotográficas de esa zona); el patriciado lo habría rechazado, al principio; hacia 1910, adoctrinado por el buen ejemplo de París, habría franqueado finalmente sus puertas a ese interesante orillero. Ese Bildungsrornan, esa «novela de un joven pobre», es ya una especie de verdad inconcusa o de axioma; mis recuerdos (y he cumplido los cincuenta años) y las indagaciones de naturaleza oral que he emprendido, ciertamente no la confirman.

  He conversado con José Saborido, autor de «Felicia» y de «La morocha», con Ernesto Poncio, autor de «Don Juan», con los hermanos de Vicente Greco, autor de «La viruta» y de «La Tablada», con Nicolás Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su relación. Los dejé hablar; cuidadosamente me abstuve de formular preguntas que sugirieran determinadas contestaciones. Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y aun la geografía de sus informes era singularmente diversa: Saborido (que era oriental) prefirió una cuna montevideana; Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la calle Chile; los del Norte, la meretricia calle del Temple o la calle Junín.

  Pese a las divergencias que he enumerado y que sería fácil enriquecer interrogando a platenses o a rosarinos, mis asesores concordaban en un hecho esencial: el origen del tango en los lupanares. (Asimismo en la data de ese origen, que para nadie fue muy anterior al ochenta o posterior al noventa). El instrumental primitivo de las orquestas —piano, flauta, violín, después bandoneón— confirma, por el costo, ese testimonio; es una prueba de que el tango no surgió en las orillas, que se bastaron siempre, nadie lo ignora, con las seis cuerdas de la guitarra. Otras confirmaciones no faltan: la lascivia de las figuras, la connotación evidente de ciertos títulos («El choclo», «El fierrazo»), la circunstancia, que de chico pude observar en Palermo y años después en la Chacarita y en Boedo, de que en las esquinas lo bailaban parejas de hombres, porque las mujeres del pueblo no querían participar en un baile de perdularias. Evaristo Carriego la fijó en sus Misas herejes:
  
    En la calle, la buena gente derrocha
    sus guarangos decires más lisonjeros,
    porque al compás de un tango, que es «La morocha»,
    lucen ágiles cortes dos orilleros.  

  En otra página de Carriego se muestra, con lujo de afligentes detalles, una pobre fiesta de casamiento; el hermano del novio está en la cárcel, hay dos muchachos pendencieros que el guapo tiene que pacificar con amenazas, hay recelo y rencor y chocarrería, pero
  
    El tío de la novia, que se ha creído
    obligado a fijarse si el baile toma
    buen carácter, afirma, medio ofendido;
    que no se admiten cortes, ni aun en broma…
    —Que, la modestia a un lado, no se la pega
    ninguno de esos vivos… seguramente.
    La casa será pobre, nadie lo niega,
    todo lo que se quiera, pero decente—.  

  El hombre momentáneo y severo que nos dejan entrever, para siempre, las dos estrofas, significa muy bien la primera reacción del pueblo ante el tango, ese reptil de lupanar como lo definiría Lugones con laconismo desdeñoso (El payador, página 117). Muchos años requirió el Barrio Norte para imponer el tango —ya adecentado por París, es verdad— a los conventillos, y no sé si del todo lo ha conseguido. Antes era una orgiástica diablura; hoy es una manera de caminar.


  El tango pendenciero

  La índole sexual del tango fue advertida por muchos, no así la índole pendenciera. Es verdad que las dos son modos o manifestaciones de un mismo impulso, y así la palabra hombre, en todas las lenguas que sé, connota capacidad sexual y capacidad belicosa, y la palabra virtus, que en latín quiere decir coraje, procede de vir, que es varón. Parejamente, en una de las páginas de Kim un afghán declara: «A los quince años, yo había matado a un hombre y procreado a un hombre» (When I was fifteen, I had shot my man and begot my man), como si los dos actos fueran, esencialmente, uno.

  Hablar de tango pendenciero no basta; yo diría que el tango y que las milongas, expresan directamente algo que los poetas, muchas veces, han querido decir con palabras: la convicción de que pelear puede ser una fiesta. En la famosa Historia de los Godos que Jordanes compuso en el siglo VI, leemos que Atila, antes de la derrota de Châlons, arengó a sus ejércitos y les dijo que la fortuna había reservado para ellos los júbilos de esa batalla (certaminis hujus gaudia). En la Ilíada se habla de aqueos para quienes la guerra era más dulce que regresar en huecas naves a su querida tierra natal y se dice que Paris, hijo de Príamo, corrió con pies veloces a la batalla, como el caballo de agitada crin que busca a las yeguas. En la vieja epopeya sajona que inicia las literaturas germánicas, en el Beowulf, el rapsoda llama sweorda gelac (juego de espadas) a la batalla. Fiesta de vikings le dijeron en el siglo XI los poetas escandinavos. A principios del siglo XVII, Quevedo, en una de sus jácaras, llamó a un duelo danza de espadas, lo cual es casi el juego de espadas del anónimo anglosajón. El espléndido Hugo, en su evocación de la batalla de Waterloo, dijo que los soldados, comprendiendo que iban a morir en aquella fiesta (comprenant qu’ils allaient mourir dans cette féte), saludaron a su dios, de pie en la tormenta.

  Estos ejemplos, que al azar de mis lecturas he ido anotando, podrían, sin mayor diligencia, multiplicarse y acaso en la Chanson de Roland Ariosto hay lugares congéneres. Alguno de los registrados aquí —el de Quevedo o el de Atila, digamos— es de irrecusable eficacia; todos, sin embargo, adolecen del pecado original de lo literario: son estructuras de palabras, formas hechas de símbolos. Danza de espadas, por ejemplo, nos invita a unir dos representaciones dispares, la del baile y la del combate, para que la primera sature de alegría a la última, pero no habla directamente con nuestra sangre, no recrea en nosotros esa alegría. Schopenhauer (Welt als Wille und Vorstellung, 1, 52) ha escrito que la música no es menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin un caudal común de memorias evocables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura, pero la música prescinde del mundo, podría haber música y no mundo. La música es la voluntad, la pasión; el tango antiguo, como música, suele directamente trasmitir esa belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en edades remotas, rapsodas griegos y germánicos. Ciertos compositores actuales buscan ese tono valiente y elaboran, a veces con felicidad, milongas del bajo de la Batería o del Barrio del Alto, pero sus trabajos, de letra y música estudiosamente anticuadas, son ejercicios de nostalgia de lo que fue, llantos por lo perdido, esencialmente tristes aunque la tonada sea alegre. Son a las bravías e inocentes milongas que registra el libro de Rossi lo que Don Segundo Sombra es a Martín Fierro o a Paulino Lucero.

  En un diálogo de Oscar Wilde se lee que la música nos revela un pasado personal que hasta ese momento ignorábamos y nos mueve a lamentar desventuras que no nos ocurrieron y culpas que no cometimos; de mí confesaré que no suelo oír «El Marne» o «Don Juan» sin recordar con precisión un pasado apócrifo, a la vez estoico y orgiástico, en el que he desafiado y peleado para caer al fin, silencioso, en un oscuro duelo a cuchillo. Tal vez la misión del tango sea ésa: dar a los argentinos la certidumbre de haber sido valientes, de haber cumplido ya con las exigencias del valor y el honor.










"Historia del tango" en Evaristo Carriego (XI) (1930) 
y su primera parte "El tango pendenciero"
Incluido en Obras Completas 1943-1949 (Tomo I)
© María Kodama, 1995, 1996
 ©2011 Random House Mondadori y Sudamericana
Ultima edición: Buenos Aires, Sudamericana, 2016

Fotos arriba: Casa de Evaristo Carriego Vía
Véase foto de Borges en el mismo patio por Pedro Luis Raota
Foto pie: Portadilla Edición M. Gleizer, Buenos Aires, 1930

27/1/19

Jorge Luis Borges: Las coplas de Jorge Manrique





La más escuchada voz que verso español habló de la muerte, es la de Manrique. Manuel José Quintana, decente crítico y poeta ilegible, censuró esa voz; Menéndez y Pelayo, crítico justicieramente famoso, censuró la censura. Arguye Quintana: Al ver el título de esta obra, se esperan los sentimientos y la intención de una elegía, tal como el fallecimiento de un padre debía inspirar a su hijo. Pero las coplas de Jorge Manrique son una declamación, o más bien un sermón funeral sobre la nada de las cosas del mundo, sobre el desprecio de la vida y sobre el poderío de la muerte. Menéndez y Pelayo lo ataja, señalándole que de las cuarenta y tres coplas que son el total de la composición, diecisiete se contraen al elogio fúnebre del Maestre. Dice también que el pudor filosófico y señoril con que Manrique reprime sus lágrimas y anega su propio dolor en el dolor humano, es el mejor mérito de la obra. Llama doctrinal de cristiana filosofía a las coplas y alude a Bossuet.

  Por su ademán, esos pareceres de Menéndez y Pelayo son una refutación de Quintana; bien mirados, son su confirmación. Elogio fúnebre, pudor filosófico, doctrinal de cristiana filosofía, nombre de Bossuet, ¿no es todo eso, acaso, sermonero a más no poder y nada elegíaco? El elogio fúnebre, por ejemplo, y más en el sentido civil en que lo encara Jorge Manrique, no es directa queja filial, es justificación ante forasteros.
  
    No dexó grandes tesoros
    ni alcançó muchas riquezas
    ni baxillas,
    mas hizo guerra a los moros
    ganando sus fortalezas
    y sus villas;
    y en las lides que venció
    cavalleros y cavallos
    se prendieron
    y en este oficio ganó
    las rentas e los vasallos
    que le dieron.
  

  Una cosa es la foja de servicios del conde de Paredes, vencedor en veinticuatro batallas y Adelantado mayor del reino de León, y otra es la intimidad del dolor que su muerte debió inferir al ánimo de un hijo suyo. No por mucho batallar con todos los moros de la morería, acrecienta un hombre el amor filial que deben profesarle.

  Claro que al negar lo elegíaco de esta elegía festejadísima, no quiero negar su hermosura. Dos maneras de hermosura hay en ella: una, la gran aplicabilidad de sus versos, lo proverbial y lapidario de su dicción; otra, su índole de novela, que se trasluce tan a las claras en la sentencia final:
  
    Assí con tal entender
    todos sentidos humanos
    conservados,
    cercado de su mujer,
    de hijos y hermanos
    y criados…
  
y que asciende alguna vez a cuento de Poe:

    Después de puesta la vida
    tantas veces por su ley
    al tablero;
    después de tan bien servida
    la corona de su Rey
    verdadero;
    después de tanta hazaña
    a que no puede bastar
    cuenta cierta,
    en la su villa de Ocaña
    vino la muerte a llamar
    a su puerta.  

  No descreo de la eficacia estética de las Coplas. Afirmo que son indignas de la Muerte: eso es todo. En ellas está la forzosidad del morir, pero nunca lo disparatado de ese acto ni el azoramiento metafísico a que nos invita ni un esperanzarse curioso en la inmortalidad. Desde el punto de vista absoluto que su nombradía merece, esas carencias las anonadan. (Sé que Lope de Vega dijo de ellas que merecían estar escritas con letras de oro: locución rumbosa que expresa una convicción y no la argumenta.)

  Dice Menéndez y Pelayo: «¡Dichoso Jorge Manrique entre nuestros poetas, puesto que a través de los siglos su pensamiento cristiano y filosófico continúa haciendo bien, y cuando entre españoles se trata de muerte y de inmortalidad, sus versos son siempre de los primeros que ocurren a la memoria, como elocuentísimo comentario y desarrollo del Surge qui dormís et exsurge, de San Pablo!» (Antología de líricos castellanos, tomo 6). Yo pregunto con humildad: ¿Cuál es el pensamiento cristiano y filosófico y a través de los siglos bienhechor, de Jorge Manrique? Releo las Coplas y compruebo que es el pensamiento de que lo pasajero no existe. Para Manrique (y para todo español en trance de filosofar), la perdurabilidad es la única forma del Ser. El esqueleto sobrevive a su portador, luego el esqueleto es más real que el hombre. Las ruinas de Itálica sobreviven (sobremueren) a la ciudad, luego su intemperie de hoy es verídica y su gentío de ayer es una ficción. El nombre de España ha durado más que su imperio, luego los imperios no existen y los ingleses no deben alegrarse del que seudo tienen.

  Yo no entiendo de estas divisiones jerárquicas de la realidad y no sé por qué razón la hora de la muerte ha de ser más verdadera que las de vivir y el viernes que el lunes. Si todo es ilusorio, también la muerte lo es y muere su muerte. ¿Sólo ha de ser inmortal el dejar de ser?

  Manrique, sin confiar en contestación, interroga:

    ¿Qué se ficieron las damas,
    sus tocados, sus vestidos,
    sus olores?
    ¿Qué se ficieron las llamas
    de los fuegos encendidos
    de amadores?
    ¿Qué se fizo aquel trobar,
    las músicas acordadas
    que tañían?
    ¿Qué se fizo aquel dançar
    y aquellas ropas chapadas
    que traían?

Dejemos las absurdas y patéticas interrogaciones sobre la perfumería y sobre los trajes guarnecidos con láminas de metal y sobre las bien templadas cítolas y vihuelas y vayamos a la terrible interrogación:
  
    ¿Qué se ficieron las llamas
    de los fuegos encendidos
    de amadores?

  Es decir, ¿qué se hizo la pasión, qué se hará? Hay la respuesta cristiana (la de Manrique), tan profanadora de todo recuerdo nuestro de amor y que siente así: Fuego encendido en los infiernos es el fuego carnal y está bien que se desbarate y se pierda y que el alma consiga alguna vez el don de olvidarlo. Hay la respuesta cientificista que a nadie satisface y que dicen todos: El individuo no es inmortal, pero sí la especie y ella garantiza la inmortalidad de todo sentir. Hay una tercera respuesta que he vislumbrado y que me está gustando y que se deja presentir o indicar por esta sentencia: Lo que de veras fue, no se pierde; la intensidad es una forma de eternidad.

  Lector: Por la vereda de las coplas hemos llegado a la metafísica. Ya eres el poseedor de tu ignorancia; y la mía no te hace falta.



En El idioma de los argentinos
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar



Publicado en 1928 en una tirada de quinientos ejemplares, al igual que dos años antes El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos corrió la misma suerte que este último e Inquisiciones, quedando oficialmente desterrado de la obra del autor, quien no obstante recuperó textos sueltos de estos libros para la edición de sus obras en la prestigiosa colección francesa de La Pléiade.

Luego:
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

@ 2011 y 2016 Obras completas (Editorial Sudamericana)







Imagen arriba: Escultura Jorge Manrique, Paredes de Nava , Palencia Vía y Vía
Abajo:
Reproducción de la primera página de la Glosa famosíssima sobre las coplas que hizo don Jorge Manrique a la muerte del maestre de Santiago su padre, de Alonso de Cervantes, publicada en 1501 Vía


25/1/19

Jorge Luis Borges: Ascasubi






Hay gozamiento en la eficacia: en el amor que de dos carnes y de trabadas voluntades es gloria, en el poniente colorado que marca bien la perdición de la tarde, en la dicción que impone su signatura al espíritu. Plausible es toda intensidad, pero también en muchas irresoluciones hay gusto: en el querer que no se atreve a pasión, en la vulgar jornada que el olvido hará sigilosa y cuyo gesto es indeciso en el tiempo, en la frase que apenas es posible y que no enciende una señal en las almas. De esta categoría es el desaliñado placer que ha ministrado a mi curiosidad Ascasubi.

Su Santos Vega es la totalidad de la Pampa. Las aventuras interminables que cuenta, parecen sucederse en cualquier parte —más al oeste, más al sur, al filo de ese entregadizo camino, detrás de aquella polvareda— y hasta mutuamente se ignoran con la soltura de las incidencias de un sueño. Su ritmo es indolentísimo y descansado: ritmo de días haraganes en cuyo medimiento son inútiles los relojes y que mejor se aviene con el decurso cuádruple de las estaciones prolijas y con el tiempo casi inmóvil que rige el manso perdurar de los árboles. Su pulso es pulso de recordación. Sabemos, en efecto, que si bien Ascasubi comenzó su escritura en el Uruguay el año cincuenta, sólo en París llegó a ultimarla —en ambos sentidos del verbo—, ya en los declives querenciosos de una vejez conversadora y tristona. En leyéndolo, se nos escurre más de una vez el hilo flojo y negligente del bendito relato y sólo reparamos en el tono del narrador. Un tono de señor antiguo que concienzudamente dice las elles y en cuya sala oscurecida se herrumbra alguna espada honrosa. Tono de caballero unitario en quien persisten conmovedoras palabras del fenecido léxico criollo: mandinga, godo, mequetrefe, guayaba, negro trompeta, poderosos y esas tiesas figuras del pan amargo del destierro y del altar de la patria. Eso, en las ocasiones levantadas. En la habitualidad de su vivir lo veo diablo y ocurrente, lleno de grave sorna criolla, capaz de conversar un truco con pausada eficacia y de alcanzar y merecer la fraternidad de cualquiera.

Hace algunos renglones dije de su obra capital que era desdibujada y borrosa como una ensoñación. Los escasos lugares que contradicen mi aserto ya están en las antologías. Hay una pintura del alba en que la consabida gracia gaucha y una imprevisible gracia española felizmente se adunan:

    Venía clariando al cielo
    la luz de la madrugada
    y las gallinas al vuelo
    se dejaban cair al suelo
    de encima de la ramada…

    Y embelesaba el ganao
    lerdiando para el rodeo,
    como era un lindo recreo
    ver sobre un toro plantao
    dir cantando un venteveo.

    En cuyo canto la fiera
    parece que se gozara,
    porque las orejas para
    mansita, cual si quisiera
    que el ave no se asustara…

    Y los potros relinchaban
    entre las yeguas mezclaos
    y allá lejos encelaos
    los baguales contestaban
    todos desasosegaos.
  
  Famosa fue también su descripción de la correría hostil de los indios, descripción alucinadora en la que además de la indiada la pampa arisca y abismal arremete, con su alimaña, con sus vientos, con sus lunas salvajes:
  
    Pero al invadir la Indiada
    se siente, porque a la fija
    del campo la sabandija
    juye adelante asustada
    y envueltos en la manguiada
    vienen perros cimarrones,
    zorros, avestruces, liones,
    gamas, liebres y venaos
    y cruzan atribulaos
    por entre las poblaciones.

    Entonces los ovejeros
    coliando bravos torean
    y también revolotean
    gritando los teruteros;
    pero, eso sí, los primeros
    que anuncian la novedá
    con toda seguridá
    cuando los pampas avanzan
    son los chajases que lanzan
    volando: ¡chajá! ¡chajá!  


  También es válido el diseño de una tupida cerrazón en el alba, con su ambiente resbaladizo y los relinchos de caballos perdidos junto a las arboladas márgenes de un gran río limoso. Los tres cantos que inician el poema son asimismo gustosísimos y hechos de clara paz. Insuperada es su figuración del cantor que va de rancho en rancho y que rescata la hospitalidad que le ofrendan, poblando de palabras la sencillez atenta de los atardeceres baldíos y desplegando largas narraciones que son sinuosas y primitivas y sueltas como la lazada en el aire. El Santos Vega que esos mendaces cantos prometen, parece aventajarlo a Martín Fierro por la espontaneidad de su trovar y por su ausencia de protesta o quejumbre. Lástima que los ulteriores capítulos desengañen la promisión y lo depriman en chacotas, invariadamente mezquinas y nunca levantadas por la varonil amistad que informa escenas paralelas del Fausto. Ésa es la tacha de Ascasubi: el señalar con sus eventuales hallazgos las dos obras artísticas que de su llaneza derivan y cuyas ramas jubilosas desgajan sombra funeraria sobre él.

  Ésa es también su gloria. Las forjaduras de Estanislao del Campo y de Hernández sólo fueron posibles por la prefiguración de Ascasubi. El primero se honró en manifestarlo y su seudónimo y una carta de La Tribuna (véase la edición del Santos Vega hecha por La Cultura Argentina, página 19) y una lindísima verseada que Calixto Oyuela transcribe, lo patentizan con claridad generosa.

  ¿Qué diferencia va de la labor de Ascasubi a la de sus continuadores? La que de la imbelleza va a la belleza. Zanjón insuperable para la superstición de los cultos y para el engreimiento de los vehementistas románticos; dócil matiz para el artesano sincero que confiesa lo obligatorio de enseñanzas y de disfraces y cuyo desengaño sabe del carbón y el azufre que son verídico esplendor en el cohete.

  Difícil cosa es que un hombre invente a la vez la forma y la belleza de esa forma, ha discurrido Alain (Propos sur l’Esthétique, página 103). Un criterio vulgar sólo concede preeminencia al profundizador; otro, diversamente equivocado, al iniciador. Muchos confunden lo asombroso y lo nuevo, siendo suceso extravagante que entrambos se presenten en una misma obra artística, pues la novedad nunca es áspera y en su principio muestra humilde impureza…

  Todo arte es una prefijada costumbre de pensar la hermosura. La poesía gauchesca que acaso se inició en el Uruguay con las trovas de Hidalgo y que después erró gloriosamente por nuestra margen del río con Ascasubi, Estanislao del Campo, Hernández y Obligado, cierra hoy su gran órbita en las voces de Pedro Leandro Ipuche y de Silva Valdés.


En Inquisiciones (1925)





Primer volumen en prosa publicado por Jorge Luis Borges, Inquisiciones vio la luz en Buenos Aires en 1925, quedando en seguida desterrado oficialmente de la obra del autor, junto con El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos.

Sin embargo, posteriormente fueron reeditados individualmene, e incluidos en el tomo I de las OOCC


Obras Completas, I (1923-1949) [2ª ed.]
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Foto: Hilario Ascasubi sin fecha ni atribución de autor


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