Georges Charbonnier: Henos aquí en el umbral de la obra de Jorge Luis Borges, la que el público debe conocer, aquella de la que es preciso que tome conocimiento. No conocerla no es un obstáculo para la comprensión del programa, ya que toda referencia al texto puede ser considerada, según intentamos presentar el programa, bien como anecdótica, bien como un camino hacia el propio fondo poético de la obra de Borges. Toda referencia al texto da pues nacimiento a una imagen poética, a la que no puede perjudicar cierto misterio.
Hoy nos referiremos particularmente a Pierre Menard, autor del Quijote y a Funes el memorioso; y también, finalmente, a El inmortal.
¿De qué género literario son sus textos, Jorge Luis Borges? ¿Cómo llamarlos, «historias» o «cuentos»?
Jorge Luis Borges: Como quiera. Esta cuestión de nomenclatura no me interesa demasiado. La palabra «novela» anuncia algo más largo, ¿no?
G. C.: Es una palabra que no tengo ganas de usar. En el fondo, no encuentro ninguna palabra que me satisfaga. El fragmento, la pieza a la que quiero mencionar es Pierre Menard, autor del Quijote. No puedo encontrar la palabra satisfactoria. Descartemos este problema. Pienso que no hay ninguna palabra en francés que pueda definir el género literario…
J. L. B.: ¿Quiere usted que le hable de esta historia?
G. C.: Con mucho gusto. Es una de las que más me gustan; estamos hechizados…
J. L. B.: Si así lo quiere…
G. C.: … los franceses, con la idea de que dos cosas distintas sean la misma.
J. L. B.: Sí, ahí está esa idea. También hay una pequeña anécdota personal que contaré, si me lo permite. Después de un accidente, tuve fiebre, insomnio, un insomnio interrumpido por pesadillas. Me tomé un descanso bastante largo en un sanatorio. Después me dijeron que estuve muy cerca de la muerte. Volví a casa. Tenía un miedo espantoso de haber perdido mi integridad mental, de no poder escribir más.
En la misma época, empecé a colaborar en una revista de Buenos Aires. Me dije: «Si empiezo a escribir, si tengo la audacia de escribir un artículo sobre cualquier libro y no puedo hacerlo, estoy liquidado, ya no existiré. Para hacer menos horrible tal descubrimiento, me pondré a ensayar algo que nunca he hecho. Si no tengo éxito, será menos espantoso para mí. Esto podrá prepararme a aceptar un destino no literario. Así que me pondré a escribir algo que nunca he hecho antes: voy a escribir una historia».
Entonces se me ocurrió la idea de Pierre Menard, autor del Quijote. Pensé que era necesario que el héroe de esta historia fuera francés, ya que se trataba de una historia que sólo era verosímil en una cultura como la francesa.
Escribí esa historia de Pierre Menard, y —apenas si lo creo yo mismo, pero es verídico— ¡mucha gente la tomó en serio! Hubo incluso un colega que me dijo que mi artículo era interesante, pero que él —que ya tenía conocimiento del caso de Pierre Menard— lo creía un poco loco. Es natural que yo respondiera que no había inventado a Pierre Menard, que simplemente quería hacer un resumen de su obra, de su vida, porque lo había conocido personalmente, etc.
¡Era una especie de mistificación!
Otra persona me dijo hace algunos días: «Es una lástima que un imbécil como Pierre Menard haya imitado a un poeta al que aprecio tanto, que haya robado al autor de Les contrerimes» [7]. Tuve que responderle que, para mí, Pierre Menard no era un imbécil, que era un hombre que había llegado a un grado tal que no podía hacer más que esto. Que Pierre Menard era un poco escéptico, un hombre de una gran modestia y una gran ambición a la vez, etc., etc.
No sé tampoco si el personaje es real para ustedes. Creo muy injusto llamarlo imbécil, ¿no?
Hay en él un exceso de inteligencia, un sentido de la inutilidad de la literatura, así como la idea de que hay demasiados libros, de que es una falta de cortesía o de cultura atestar las bibliotecas con libros nuevos; también hay en él, finalmente, una especie de resignación. Cuando escribí esta historia, el personaje, para mí, era complejo, ¡y no simplemente un imbécil!
También hay un poco de buen humor, creo yo, en el caso de este hombre evidentemente inteligente, que practica una tarea tan vana y tan conscientemente vana.
G. C.: Voy a decirle por qué nos reímos. Lo hacemos por dos razones. Vemos a Pierre Menard de dos maneras. En principio, lo vemos como el hombre genial que tiene la idea de instalarse en una mesa, abrir el Quijote, diría que casi al azar, y copiar un capítulo…
J. L. B.: ¡Y de olvidarlo en seguida!
G. C.:… meticulosamente, y conservar esta copia como una obra inmortal. Esto nos da mucha risa. Vemos también a Pierre Menard de una manera infinitamente distinta: nos decimos que en presencia de un texto, o en presencia de un hombre —creo de buena fe que es lo mismo—, para ir hacia este texto o este hombre, cada quien, obligatoriamente, toma un camino: su propio camino. El espacio del discurso, el espacio dialéctico que me separa de usted, por ejemplo, no es el que lo separa de esa otra persona que quizá se nos reúna.
J. L. B.: Sí, es evidente.
G. C.: Son espacios dialécticos distintos.
J. L. B.: Sí, éstos cambian.
G. C.: Si, para llegar a lo mismo, cada quien debe emprender un camino, comprendemos muy bien que lo idéntico alcanzado por caminos distintos puede revestir aspectos distintos.
Es el segundo placer —más intenso— que alcanzamos al leer sus obras. La primera idea nos hace reír: un hombre copia un capítulo y lo da por suyo.
J. L. B.: No copia, en realidad. Lo olvida y lo reencuentra en sí mismo. Ahí habría un poco la idea de que no inventamos nada, de que se trabaja con la memoria o, para hablar en una forma más precisa, de que se trabaja con el olvido.
En otra de mis historias, Funes el memorioso, tenemos el caso contrario: un buen hombre, un hombre muy ignorante, tiene una memoria perfecta, tan perfecta que las generalizaciones le están prohibidas. Muere muy joven, agobiado por esta memoria que podría soportar un dios, no un hombre. Se trataría del caso contrario: Funes no puede olvidar nada. Por consiguiente, no puede pensar, porque para pensar es necesario generalizar, es decir, es necesario olvidar.
Funes no es inteligente. Sólo posee esta vasta memoria que lo agobia y que lo hace morir muy joven.
G. C.: Precisamente me preguntaba si no sería muy inteligente. Un punto me detiene. Funes está dotado de la facultad quizá no de reconstruir el pasado, sino de reencontrar lo idéntico en permanencia. Lo que en el pasado tomó un tiempo x le toma un tiempo x para revivirlo.
J. L. B.: Sí, sí, es decir, que el pasado seria, para él, el presente. Es una especie de juego.
G. C.: O bien, Funes es maestro en detener la experiencia en el momento que quiere. De cesar de recordar el 3 de junio de 1936 para pensar en el 22 de abril de 1921. Es un maestro. Es maestro en detener un flujo de recuerdos en provecho de otro flujo de recuerdos, ¿es así?
J. L. B.: Esta conversación es un poco difícil para mí. Hace tanto tiempo que escribí esta historia que ya no recuerdo si podía olvidar. Creo que no; creo que los recuerdos venían a él ¡y que no podía detenerlos!
G. C.: Eso me preguntaba.
J. L. B.: ¡Hace tanto tiempo que escribí esta historia! Lo que quería decir con seguridad es que, en las últimas líneas, Funes muere. Muere agobiado bajo el peso de un pasado demasiado minucioso para ser soportado. Un pasado hecho, sobre todo, de circunstancias, que por lo general uno olvida. Yo mismo tengo recuerdos. Pero no sé si esos recuerdos pertenecen al sábado o al viernes, mientras que él sabía con tal exactitud que no podía pensar.
G. C.: Pero podía reconstruir. Siempre.
J. L. B.: No sólo podía reconstruirlo todo, sino que estaba obligado a hacerlo, es decir, no podía desembarazarse del peso del universo.
Me vi llevado a escribir esta historia gracias a que pasé largos períodos de insomnio. Como todo el mundo. Quería dormir y no podía. Para dormir es necesario olvidar un poco las cosas. En esa época —duró bastante— no podía olvidar. Cerraba los ojos y me imaginaba, con los ojos cerrados, en mi cama. Imaginaba los muebles, los espejos, imaginaba la casa —era una gran casa muy deteriorada del sur de Buenos Aires. Imaginaba el jardín, las plantas. Había estatuas en ese jardín. Para librarme de todo ello escribí esa historia de Funes que es una especie de metáfora del insomnio, de la dificultad o imposibilidad de abandonarse al olvido. Ya que dormir es esto, abandonarse al olvido total. Olvidar su identidad, sus circunstancias. Funes no podía. Por eso murió al fin, agobiado.
Esta historia me sirvió para curarme del insomnio: deposité todo mi insomnio en mi personaje. No digo que precisamente el día en que terminé la historia haya podido dormir bien, pero aquí empezó mi curación.
No sé si esta historia haya divertido a la gente. En todo caso, me fue útil a mí. A mi caso personal. Hice pasar la experiencia del insomnio a la metáfora de ese pobre muchacho que muere.
G. C.: Para nosotros la interpretación es bastante difícil.
J. L. B.: También lo es para mí. En general, un escritor, creo yo, no comienza con una idea abstracta. Comienza con una imagen que —circunstancia— viene a él. Creo que Kipling dijo que a un escritor le estaba permitido hacer fábulas y no saber cuál era la moraleja de esas fábulas. Esto se repite en los demás. El escritor propone símbolos. En cuanto al sentido de estos símbolos, o a la moraleja que pueda sacarse, esto es asunto de la crítica, de los lectores, y no la suya. El escritor escribe su historia; escribe con fidelidad. Quiero decir que es fiel a su sueño, y no a la manera de un historiador o un periodista. Es fiel de otra manera. La historia escrita debe seguir su camino tranquilamente.
Creo que éste es el caso general. Es el caso de Cervantes, que quería hacer una parodia de ciertos libros y que hizo mucho más que eso. Sí, es el caso general, salvo quizá en el caso de Dante. Creo que Dante, que hizo una obra admirable, tuvo plena conciencia de ella antes de escribir una línea. Pero, en general, lo repito, pienso que la creación literaria no marcha así. Por ejemplo, no creo que Shakespeare pensara en hacer obras maestras. Pensaba sobre todo en sus actores, en su público, en la historia que había leído, qué diré yo… en Plutarco o en lo que sea. Hacía obras maestras sin quererlo, sin interesarse mucho en ellas tampoco: no creo que lo preocupara la inmortalidad.
Pero usted deseaba decirme algo sobre esa historia que casi he olvidado, ¿no?
G. C.: Esta historia me preocupa mucho. Me parece que sus interpretaciones son bien difíciles. Observo con claridad que Funes muere bajo el peso del universo, bajo el peso del mundo, lo veo bien, pero…
J. L. B.: En fin, del peso del mundo que conoció. Insisto en el hecho de que su vida era muy pobre. Era un hombre muy ignorante: una especie de gaucho. La primera idea que tuve fue la de hacer de mi personaje un hombre agobiado por las bibliotecas, por el pasado histórico. Después pensé que era más fuerte, o más eficaz, mostrar un individuo muy simple y, al mismo tiempo, incapaz de soportar las pocas circunstancias de las que su biografía lo había rodeado.
En cuanto a las interpretaciones, creo que pueden ser múltiples. Las interpretaciones de una historia son siempre posteriores a la historia. Se empieza con el símbolo o con la historia. Después, los demás harán la interpretación. Éste no es mi negocio, es el suyo como lector, como crítico. Lo importante es que la historia continúa viviendo en la conciencia de los demás. Si las interpretaciones son múltiples, tanto mejor. No rechazo ninguna. ¿Por qué rechazarlas? No está en mí rechazarlas o aceptarlas. Si la historia es viva, ciertamente encontrará interpretaciones. Es lo mismo que con la interpretación de la realidad. Aun en el caso de nuestra pobre vida, no estamos muy seguros de interpretar correctamente las cosas. Quizá nunca conoceremos nuestra verdadera significación, si es que existe. Lo que plantea otro problema.
G. C.: Antes que todos los símbolos, antes que todas las interpretaciones, son las imágenes visuales las que impresionan en Funes. Usted propuso símbolos: usted mismo pronunció esta palabra repetidas veces.
J. L. B.: Sí, símbolos…
G. C.: Ahora bien… son imágenes visuales las que llegan primero, y en casi todos sus cuentos son imágenes visuales las que llegan primero. Por lo menos así me lo parece a mí. No sé lo que suceda en los demás.
J. L. B.: Creo que a mí me pasa lo mismo. En el caso de Funes, por ejemplo, me lo imagino muy bien. Imagino su casa, la ciudad en que vivió, y esta noche, y aquella larga conversación, y el resplandor del cigarrillo…
G. C.: Yo veo los colores.
J. L. B.:… y el olor del mate.
G. C.: Yo veo colores, que son bien distintos cuando leo Funes o cuando leo El inmortal. El inmortal es algo que veo antes de comprenderlo, antes de recibir sus símbolos, antes de hacer su análisis. La Biblioteca de Babel es algo que no veo. Veo El inmortal.
J. L. B.: El inmortal es bien distinto. Fue escrito de una manera barroca, de una manera muy lujosa, casi demasiado lujosa, demasiado sonora. Esto fue debido a una dificultad. Creo que escribí El inmortal antes que Funes. Cuando escribí Funes era más… qué diré yo… me sentía más libre para escribir, mientras que cuando escribí El inmortal no estaba muy seguro de mi tema. Incluso creo que lo eché a perder. Creo que esta historia está a rebosar de detalles históricos. Quizá sea lamentable que haya releído Salambó antes de escribir El inmortal, que tiene algo, qué diré yo, de reconstrucción arqueológica. Hay cosas que tomé de Plinio, etc. Y, así, la historia esencial de El inmortal está un poco descuidada por la acumulación de detalles. La historia esencial es la de un hombre inmortal que, por lo mismo, olvida su pasado. Es la historia de Homero que ha olvidado que fue Homero. Que encuentra admirable una traducción muy libre de La Ilíada. Que olvidó el griego. Y todo esto es un poco chapucero. Creo que hay un lujo exagerado de detalles arqueológicos. Que el estilo es demasiado rígido. Ahora, si tuviera que escribir esa historia, la escribiría de una manera más sencilla. Quizá la idea de Homero, personaje verdadero, haya llegado a mí de segunda intención, como un after-thought, ¿no? Creo acordarme de esto. Si no, habría escrito de una manera mucho más sencilla, no en ese latín rígido, sino un poco como el español que se escribía en el siglo XVII, cuando Quevedo, por ejemplo, trataba de escribir a la latina en español. Todo esto me embarazó un poco. Ahora podría escribir esa historia mucho mejor. Quizá podría escribirla en tres o cuatro páginas. Habría que descartar todos esos largos aparatos históricos. Toda esa palabrería latina.
Trataría de escribir sencillamente la historia de alguien que, al final de su vida, recuerda. Sabe que ha vivido mucho tiempo, que, en una vida, era Homero y escribió La Ilíada. Que esto no tiene ninguna importancia, ya que, si el tiempo es infinitamente largo, todos escribiremos La Ilíada en un momento determinado, o bien la habremos escrito en un momento. Es una variación del tema de La Biblioteca de Babel. En el fondo, es la idea de que posibilidades infinitas están ligadas en un tiempo infinito. Es un poco la idea del regreso eterno de los pitagóricos, de Young, de Nietzsche, de Blanqui, etc.
Nota
[7] Paul-Jean Toulet. [T.]
Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler
Foto arriba: Georges Charbonnier (1921-1990) [s/atribución],
long-time executive producer at France-Culture (ORTF) Via