No existe una esencial desemejanza entre la metáfora y lo que los profesionales de la ciencia nombran la explicación de un fenómeno. Ambas son una vinculación tramada entre dos cosas distintas, a una de las cuales se la trasiega en la otra. Ambas son igualmente verdaderas o falsas.
Explicar, por ejemplo, el dolor en términos de histología, de sacudimiento del sistema nervioso, de caries..., equivale a escamotear lo explicado. Claro que esta nomenclatura puede ofrecer una utilidad practicista, semejante al alivio intelectual que proporciona en una operación algebraica el hecho de rotular las cantidades x, y o z. Pero es absurdo creer que estas claves puedan cambiar o esclarecer en modo alguno las cosas que rotulan. La luz —la sensación lumínica, verbigracia— es algo definitivamente demarcable de las vibraciones en que la traduce la óptica. Estas vibraciones no constituyen la realidad de la luz. ¿Cómo creer, además, que una cosa pueda ser la realidad de otra, o que haya sensaciones trastocables —definitivamente— en otras sensaciones?
Así, cuando un geómetra afirma que la luna es una cantidad extensa en las tres dimensiones, su expresión no es menos metafórica que la de Nietzsche cuando prefiere definirla como un gato que anda por los tejados. En ambos casos se tiende un nexo desde la luna (síntesis de percepciones visuales) hacia otra cosa: en el primero, hacia una serie de relaciones espaciales; en el segundo, hacia un conjunto de sensaciones evocadoras de sigilo, untuosidad y jesuitismo... Ahora bien; ninguno de estos mitos, ni el mito geometral que identifica la luna con un sólido, ni el mito físico que identifica este sólido con un acervo de átomos fragmentables a su vez en electricidad, ni el mito lírico, se presentan como simples reemplazos del trozo de realidad que demudan. Antes son —como todas las explicaciones y todos los nexos causales— subrayaduras de aspectos parcialísimos del sujeto que tratan hechos nuevos que se añaden al mundo. Considerada así la metáfora asume el carácter religioso y demiúrgico que tuvo en sus principios, y el creacionismo —al menos en teoría— se justifica plenamente. Definamos, pues, la metáfora como una identificación voluntaria de dos o más conceptos distintos, con la finalidad de emociones, y estudiemos algunas de sus formas.
Las distinciones gramaticales entre comparación y tropo, distinciones determinadas por el empleo o la ausencia de la palabra cono, no deben detenernos.
Empecemos considerando una notable idiosincrasia de nuestras facultades.
Nuestra memoria es, principalmente, visual y secundariamente auditiva. De la serie de estados que eslabonan lo que denominamos conciencia, sólo perduran los que son traducibles en términos de visualidad o de audición. Así, mientras un pormenor ocular sin importancia intrínseca alguna —el dibujo de las baldosas de un patio o el desfile de libros en una estantería, por ejemplo— puede entretejerse a nuestra vida interior y persistir indefinidamente, la feroz estrujadura del dolor físico se borra apenas ha pasado y sólo es recordable en abstracciones de agresividad, angustia, etc., o en símbolos concretos de punzada, de dolor macizo o de dolor puntiagudo... Ni lo muscular ni lo olfatorio ni lo gustable, hallan cabida en el recuerdo, y el pasado se reduce, pues, a un montón de visiones barajadas y a una pluralidad de voces. Entre éstas tienen más persistencia las primeras, y si queremos retrotraernos a los momentos iniciales de nuestra infancia, constataremos que únicamente recuperamos unos cuantos recuerdos de índole visual...
Nombrar un substantivo cualquiera equivale a sugerir su contexto visual, y hasta en palabras de subrayadísima intención auditoria como violín-tambor-vihuela, la idea de su aspecto precede siempre a la de su sonido y se opera casi instantáneamente.
De ahí que la metáfora que se limita a aprovechar un paralelismo de formas existente entre dos visibilidades sea la más sencilla y la más fácil. A priori esperaríamos hallar numerosos ejemplos de este tipo de imagen en los poemas primitivos, pero no es así, y el examen de una obra como la versión inglesa del Shi-King de Confucio, donde se encuentran compiladas las más arcaicas canciones del Imperio Central de 600 o 700 años antes de nuestra era, nos convence de lo contrario. En la poesía castellana, recién Góngora sistematiza la explotación de las coincidencias formales en líneas como el verso crisográfico:
o cuando afirma: Los arados peinan los agros. Martingala que alcanzó luego su más plenaria reducción al absurdo en el axiomático Lunario Sentimental de nuestro Tagore, Lugones, y de la cual también se burló Heine cuando dijo que la noche era una capa renegrida de armiño con pintitas doradas. Justificándose después con la admisión de que, sin duda, el peletero a quien se le ocurrió el desatino de teñir de negro el armiño era un demente.
Quizá de menos fijación efectiva, pero mucho más audaces, son las metáforas conseguidas mediante la traducción de percepciones acústicas en percepciones oculares, y viceversa. Los ejemplos son múltiples.
Ya alrededor de 1620, Quevedo habló de negras voces y apostrofó al jilguero: voz pintada. En 1734, realizando una idea parecida, el padre Castel inventó un clavicordio de los colores, destinado a hacer visible el sonido y a interpretarlo en términos cromáticos. ¡Notable caso del entrometimiento en la especialidad de una ideación que, en sus albores, fue casi un juego de palabras! Carlyle, describiendo una ovación, comparó las voces de los hombres con una gran montaña roja, y rindiéndose a la necesidad de redondear su frase, añadió que las voces femeniles ondeaban en torno como una niebla azulenca. Saint-Pol-Roux, guiado por la similitud entre las palabras coq y coquelicot, y sugestionado sin duda por el color de la cresta, dijo que el canto del gallo era una amapola sonora. Rene Ghil, amplificando ciertas celebérrimas declaraciones de Rimbaud sobre el color de las vocales, intentó crear una estética cimentada en la visualización de los sonidos. Escuchad las siguientes procesionales cláusulas de su Traité du Verbe: Constatant les souve-rainetés les Harpes sont blanches; et bleus sont les Violons mollis souvent d'une phosphorescence pour surmener les paroxysmes; en la plénitude des Ovations les cuivres sont rouges; les Flütes, jaunes, qui modulent l'ingénu s 'étonnant de la lueur des lévres; et, sourdeur de la Terre et des Chairs, synthese simplement des seuls simples, les Orgues toutes noires plangorent...
Esto fue escrito en el 86. Once años antes, ya el profesor austríaco Bruhl había estudiado la ligazón de sonidos y de colores. En el 83, Francis Galton investigó también el fenómeno, y una encuesta bastante extensa, realizada por él, reveló cierta influencia hereditaria en las maneras de visualizar los sonidos. En cambio, tratándose de individuos no vinculados, se halló que las diferencias eran enormes. Así, Rimbaud, veía las vocales de la siguiente manera: A negra, E blanca, I roja, 0 azul, U verde. Una persona citada por Galton las veía: A azul, E blanca, I negra, O blanquearía, U parda. Otra, a su vez: A blanca, E bermeja, I amarilla, 0 negra y transparente, U violácea..77 La verdad es, como apuntan Nordau y Suárez de Mendoza, que la audición colorativa es consecuencia de asociaciones casuales y carece de universalidad...
De índole más estrictamente literaria son las metáforas que trasladan las sensaciones oculares al terreno auditivo. No derivan, como las anteriores, de idiosincrasias psíquicas, y antes son el resultado de una libre volición del poeta que de una asociación brumosa. (No empleo la frase asociación subconciente, por la razón de que no creo en la subconciencia, que conceptúo como una hipótesis provisoria —e indubitablemente efímera— de la psicología.)
Nobilísimo ejemplo del orden de metáfora que nombro es el trazado en los dos versos primeros del Sendero Innumerable que compuso Ramón Pérez de Ayala:
Paralelamente Walt Whitman en su ciclo Cálamus celebra un árbol, que sin un compañero ni un amante junto a él pasó todos sus días diciendo hojas felices... (Los ultraístas hemos forjado muchas imágenes de técnica semejante. Escuchad a Jacobo Sureda: Era la rebelión de una mañana / y cantaba la luz como un clarín. Y estos versos por Adriano del Valle: Al alba la bahía parecía /un do re mi fa sol que se extinguía. Y éste de mi poema "Pueblo": La luna nueva es una vocecita de la tarde.78)
Allende las metáforas que se limitan a barajar los datos sensoriales y a equivocar su trabazón causal existen muchas otras de mecanismo más complejo, pero no menos discernible. Por ejemplo: las imágenes creadas mediante la materialización de conceptos que pertenecen al Tiempo. Recordemos, para ilustrar esta categoría, las palabras de Kamaralzaman en las Mil y una noches, al ensalzar a su novia: Cuando su cabellera está dispuesta en tres obscuras trenzas, me parece mirar tres noches juntas. Y las del brioso Johannes R. Becher, al consumar su himnario Derrumbamiento y Triunfo (Berlín -Hyperioiiverlag- 1914): Una última noche, angosta como un lecho, leñosa, rectangular y húmeda...
De excepcional eficacia son también las imágenes obtenidas transmutando las percepciones estáticas en percepciones dinámicas: tropo que es en el fondo una inversión del anterior, ya que en aquél el tiempo se cristaliza en el espacio, y en éste el espacio se desborda en el tiempo. Ejemplificaremos tal caso con una acelerada imagen de Guillermo de Torre:
Creo que en árabe aún perduran muchos vocablos que traducen a la vez dos cosas opuestas. Sin ir tan lejos, recordaré el sentido anfibológico de la voz española huésped y el modismo un pedazo de hombre, empleado para designar todo un hombre, un espécimen de humanidad vigoroso. En inglés asimismo nos encontramos con los verbos to cleave [hender o adherir] y to ravel [desenredar o enmarañar].)
Pero es inútil proseguir esta labor clasificatoria comparable a dibujar sobre papel cuadriculado. He analizado ya bastantes metáforas para hacer posible, y hasta casi segura, la suposición de que en su gran mayoría cada una de ellas es referible a una fórmula general, de la cual pueden inferirse, a su vez, pluralizados ejemplos, tan bellos como el primitivo, y que no serán, en modo alguno, plagios. ¿Y las metáforas excepcionales, las que se hallan al margen de la intelectualización?..., me diréis. Esas constituyen el corazón, el verdadero milagro de la milenaria gesta verbal, y son poquísimas. En ellas se nos escurre el nudo enlazador de ambos términos, y, sin embargo, ejercen mayor fuerza efectiva que las imágenes verificables sensorialmente o ilustradoras de una receta. Arquetipo de esas metáforas únicas puede ser el encerrado en la siguiente estrofa quevedesca, inmortalizadora de la muerte de don Pedro Girón, virrey y capitán general de las Dos Sicilias:
Crítica es la anterior que enderezo en contra del aguachirlismo rimado que practican aquí en mi tierra, la Argentina, los lamentables "sencillistas", y en pro del creacionismo y de la tendencia jubilosamente barroca que encarna Ramón Gómez de la Serna.
En apuntaciones sucesivas pienso ahondar ambos temas, y mostrar cómo últimamente en ciertas proezas líricas de Gerardo Diego y otros ultraístas, vemos realizadas íntegramente las intenciones huidobrianas contenidas, a su vez, en los postulados del cubismo literario, y cómo la prosapia de la obra de Ramón es ilustre y engarza su raíz trisecular en las visiones de Quevedo.
Empecemos considerando una notable idiosincrasia de nuestras facultades.
Nuestra memoria es, principalmente, visual y secundariamente auditiva. De la serie de estados que eslabonan lo que denominamos conciencia, sólo perduran los que son traducibles en términos de visualidad o de audición. Así, mientras un pormenor ocular sin importancia intrínseca alguna —el dibujo de las baldosas de un patio o el desfile de libros en una estantería, por ejemplo— puede entretejerse a nuestra vida interior y persistir indefinidamente, la feroz estrujadura del dolor físico se borra apenas ha pasado y sólo es recordable en abstracciones de agresividad, angustia, etc., o en símbolos concretos de punzada, de dolor macizo o de dolor puntiagudo... Ni lo muscular ni lo olfatorio ni lo gustable, hallan cabida en el recuerdo, y el pasado se reduce, pues, a un montón de visiones barajadas y a una pluralidad de voces. Entre éstas tienen más persistencia las primeras, y si queremos retrotraernos a los momentos iniciales de nuestra infancia, constataremos que únicamente recuperamos unos cuantos recuerdos de índole visual...
Nombrar un substantivo cualquiera equivale a sugerir su contexto visual, y hasta en palabras de subrayadísima intención auditoria como violín-tambor-vihuela, la idea de su aspecto precede siempre a la de su sonido y se opera casi instantáneamente.
De ahí que la metáfora que se limita a aprovechar un paralelismo de formas existente entre dos visibilidades sea la más sencilla y la más fácil. A priori esperaríamos hallar numerosos ejemplos de este tipo de imagen en los poemas primitivos, pero no es así, y el examen de una obra como la versión inglesa del Shi-King de Confucio, donde se encuentran compiladas las más arcaicas canciones del Imperio Central de 600 o 700 años antes de nuestra era, nos convence de lo contrario. En la poesía castellana, recién Góngora sistematiza la explotación de las coincidencias formales en líneas como el verso crisográfico:
En campos de zafir pacen estrellas
o cuando afirma: Los arados peinan los agros. Martingala que alcanzó luego su más plenaria reducción al absurdo en el axiomático Lunario Sentimental de nuestro Tagore, Lugones, y de la cual también se burló Heine cuando dijo que la noche era una capa renegrida de armiño con pintitas doradas. Justificándose después con la admisión de que, sin duda, el peletero a quien se le ocurrió el desatino de teñir de negro el armiño era un demente.
Quizá de menos fijación efectiva, pero mucho más audaces, son las metáforas conseguidas mediante la traducción de percepciones acústicas en percepciones oculares, y viceversa. Los ejemplos son múltiples.
Ya alrededor de 1620, Quevedo habló de negras voces y apostrofó al jilguero: voz pintada. En 1734, realizando una idea parecida, el padre Castel inventó un clavicordio de los colores, destinado a hacer visible el sonido y a interpretarlo en términos cromáticos. ¡Notable caso del entrometimiento en la especialidad de una ideación que, en sus albores, fue casi un juego de palabras! Carlyle, describiendo una ovación, comparó las voces de los hombres con una gran montaña roja, y rindiéndose a la necesidad de redondear su frase, añadió que las voces femeniles ondeaban en torno como una niebla azulenca. Saint-Pol-Roux, guiado por la similitud entre las palabras coq y coquelicot, y sugestionado sin duda por el color de la cresta, dijo que el canto del gallo era una amapola sonora. Rene Ghil, amplificando ciertas celebérrimas declaraciones de Rimbaud sobre el color de las vocales, intentó crear una estética cimentada en la visualización de los sonidos. Escuchad las siguientes procesionales cláusulas de su Traité du Verbe: Constatant les souve-rainetés les Harpes sont blanches; et bleus sont les Violons mollis souvent d'une phosphorescence pour surmener les paroxysmes; en la plénitude des Ovations les cuivres sont rouges; les Flütes, jaunes, qui modulent l'ingénu s 'étonnant de la lueur des lévres; et, sourdeur de la Terre et des Chairs, synthese simplement des seuls simples, les Orgues toutes noires plangorent...
Esto fue escrito en el 86. Once años antes, ya el profesor austríaco Bruhl había estudiado la ligazón de sonidos y de colores. En el 83, Francis Galton investigó también el fenómeno, y una encuesta bastante extensa, realizada por él, reveló cierta influencia hereditaria en las maneras de visualizar los sonidos. En cambio, tratándose de individuos no vinculados, se halló que las diferencias eran enormes. Así, Rimbaud, veía las vocales de la siguiente manera: A negra, E blanca, I roja, 0 azul, U verde. Una persona citada por Galton las veía: A azul, E blanca, I negra, O blanquearía, U parda. Otra, a su vez: A blanca, E bermeja, I amarilla, 0 negra y transparente, U violácea..77 La verdad es, como apuntan Nordau y Suárez de Mendoza, que la audición colorativa es consecuencia de asociaciones casuales y carece de universalidad...
De índole más estrictamente literaria son las metáforas que trasladan las sensaciones oculares al terreno auditivo. No derivan, como las anteriores, de idiosincrasias psíquicas, y antes son el resultado de una libre volición del poeta que de una asociación brumosa. (No empleo la frase asociación subconciente, por la razón de que no creo en la subconciencia, que conceptúo como una hipótesis provisoria —e indubitablemente efímera— de la psicología.)
Nobilísimo ejemplo del orden de metáfora que nombro es el trazado en los dos versos primeros del Sendero Innumerable que compuso Ramón Pérez de Ayala:
Y por la noche un libro y una boca de miel.
De miel, y que las rosas de corazón riente
canten todo a lo largo de las sendas del huerto.
Y la boca y las rosas yazgan sobre tu frente
cuando hayas terminado tu labor y estés muerto.
Paralelamente Walt Whitman en su ciclo Cálamus celebra un árbol, que sin un compañero ni un amante junto a él pasó todos sus días diciendo hojas felices... (Los ultraístas hemos forjado muchas imágenes de técnica semejante. Escuchad a Jacobo Sureda: Era la rebelión de una mañana / y cantaba la luz como un clarín. Y estos versos por Adriano del Valle: Al alba la bahía parecía /un do re mi fa sol que se extinguía. Y éste de mi poema "Pueblo": La luna nueva es una vocecita de la tarde.78)
Allende las metáforas que se limitan a barajar los datos sensoriales y a equivocar su trabazón causal existen muchas otras de mecanismo más complejo, pero no menos discernible. Por ejemplo: las imágenes creadas mediante la materialización de conceptos que pertenecen al Tiempo. Recordemos, para ilustrar esta categoría, las palabras de Kamaralzaman en las Mil y una noches, al ensalzar a su novia: Cuando su cabellera está dispuesta en tres obscuras trenzas, me parece mirar tres noches juntas. Y las del brioso Johannes R. Becher, al consumar su himnario Derrumbamiento y Triunfo (Berlín -Hyperioiiverlag- 1914): Una última noche, angosta como un lecho, leñosa, rectangular y húmeda...
De excepcional eficacia son también las imágenes obtenidas transmutando las percepciones estáticas en percepciones dinámicas: tropo que es en el fondo una inversión del anterior, ya que en aquél el tiempo se cristaliza en el espacio, y en éste el espacio se desborda en el tiempo. Ejemplificaremos tal caso con una acelerada imagen de Guillermo de Torre:
Los arcoiris,y otra de Maurice Claude:
saltan hípicamente el desierto
Los rieles aserran interminables asfaltos¿Y la adjetivación antitética? El hecho de que existe basta para probar el carácter provisional y tanteador que asume nuestro lenguaje frente a la realidad. Si sus momentos fueran enteramente encasillables en símbolos orales, a cada estado correspondería un rótulo, y únicamente uno. Fórmulas como altanera humildad, universalmente solo, y aquella línea decisiva de Shakespeare, sobre la obscuridad que ven los ciegos 79 serían incapaces de suscitar en nosotros idea de comprensión alguna. En álgebra, el signo más y el signo menos se excluyen; en literatura, los contrarios se hermanan e imponen a la conciencia una sensación mixta; pero no menos verdadera que las demás. (Según las teorizaciones de Abel 80 sobre el comienzo del lenguaje, el mismo sonido originariamente abarcaba los términos contrarios de un concepto, ambos de los cuales se presentaban simultáneamente al espíritu, de acuerdo con la ley de asociación. En una etapa ulterior estos sonidos fueron perdiendo su valor ambilátero y resbalaron hacia uno u otro de sus dos polos antagónicos, hasta reducirse a una acepción privativa.
Creo que en árabe aún perduran muchos vocablos que traducen a la vez dos cosas opuestas. Sin ir tan lejos, recordaré el sentido anfibológico de la voz española huésped y el modismo un pedazo de hombre, empleado para designar todo un hombre, un espécimen de humanidad vigoroso. En inglés asimismo nos encontramos con los verbos to cleave [hender o adherir] y to ravel [desenredar o enmarañar].)
Pero es inútil proseguir esta labor clasificatoria comparable a dibujar sobre papel cuadriculado. He analizado ya bastantes metáforas para hacer posible, y hasta casi segura, la suposición de que en su gran mayoría cada una de ellas es referible a una fórmula general, de la cual pueden inferirse, a su vez, pluralizados ejemplos, tan bellos como el primitivo, y que no serán, en modo alguno, plagios. ¿Y las metáforas excepcionales, las que se hallan al margen de la intelectualización?..., me diréis. Esas constituyen el corazón, el verdadero milagro de la milenaria gesta verbal, y son poquísimas. En ellas se nos escurre el nudo enlazador de ambos términos, y, sin embargo, ejercen mayor fuerza efectiva que las imágenes verificables sensorialmente o ilustradoras de una receta. Arquetipo de esas metáforas únicas puede ser el encerrado en la siguiente estrofa quevedesca, inmortalizadora de la muerte de don Pedro Girón, virrey y capitán general de las Dos Sicilias:
Su tumba son de Flandes las campañas Y su epitafio la sangrienta luna.Y ésta de Pedro Garfias: 81
El mar es una estrella. La estrella es de mil puntas.En frases como las anteriores, la realidad objetiva —esa objetividad supuesta que Berkeley negó y Kant envió al destierro polar de un noúmeno inservible, reacio a cualquier adjetivación y ubicuamente ajeno— se contorsiona hasta plasmarse en una nueva realidad. Realidad tan asentada y brillante, que desplaza la inicial impresión que la engendró, y completamente distinta de la que miente un poema confesional, autobiográfico, el cual sólo vive cuando lo referimos a una etapa —a veces momentánea— en la existencia de su autor, y cuando esta etapa puede paralelarse con otra de nuestra propia vida.
Crítica es la anterior que enderezo en contra del aguachirlismo rimado que practican aquí en mi tierra, la Argentina, los lamentables "sencillistas", y en pro del creacionismo y de la tendencia jubilosamente barroca que encarna Ramón Gómez de la Serna.
En apuntaciones sucesivas pienso ahondar ambos temas, y mostrar cómo últimamente en ciertas proezas líricas de Gerardo Diego y otros ultraístas, vemos realizadas íntegramente las intenciones huidobrianas contenidas, a su vez, en los postulados del cubismo literario, y cómo la prosapia de la obra de Ramón es ilustre y engarza su raíz trisecular en las visiones de Quevedo.
Buenos Aires, 27de agosto de 1921
Notas
76 Citado en Monegal, 1987, pág. 149
Borges escribió otros dos artículos sobre la metáfora: "Examen de metáforas", revista Alfar, La Coruña, números 40 y 41, 1924 (publicado en dos partes), e incluido posteriormente con este mismo título en Inquisiciones, 1925
"La metáfora", La Prensa, Buenos Aires, 31 de octubre de 1926, recogido con el título "Otra vez la metáfora" en El idioma de los argentinos, 1928. [Se refiere a una versión con modificaciones importantes, que publicaremos el 20 de mayo 2018. Nota PD]
Borges escribió otros dos artículos sobre la metáfora: "Examen de metáforas", revista Alfar, La Coruña, números 40 y 41, 1924 (publicado en dos partes), e incluido posteriormente con este mismo título en Inquisiciones, 1925
"La metáfora", La Prensa, Buenos Aires, 31 de octubre de 1926, recogido con el título "Otra vez la metáfora" en El idioma de los argentinos, 1928. [Se refiere a una versión con modificaciones importantes, que publicaremos el 20 de mayo 2018. Nota PD]
77 Galton, Inquiries into Human Faculty and its Development, Everyman's Library, pág. 109-110
79 "Looking on darkness which the blind do see" (Sminets,27)
80 Cit. Max Nordau, "Degeneración" (3-V)
81 Pedro Garfias llevó a Borges al Café Colonial de Madrid y le presentó a Cansinos Assens.
82 Este artículo se publicó en la sección "Apuntaciones críticas".
"¿Te dije que me han nombrado corresponsal de Cosmópolis? Acabo de mandarles un estudio sobre la Metáfora donde desarrollo esas ideas y cito un verso tuyo, y que te remitiré cuando si se publica". (Carta a Jacobo Sureda.)
"¿Te dije que me han nombrado corresponsal de Cosmópolis? Acabo de mandarles un estudio sobre la Metáfora donde desarrollo esas ideas y cito un verso tuyo, y que te remitiré cuando si se publica". (Carta a Jacobo Sureda.)
Cosmópolis, Madrid, N° 35, noviembre de 1921 [82]
Luego, en Textos recobrados 1919-1929
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé