12/3/18

Javier Adúriz: Borges como mito







1.

En el umbral del mito, construido de la materia de sus propios enigmas, Borges, como el país, da para todo. A pesar de que no murió joven ni conoció la apoteosis del avión envuelto en llamas, a lo sumo el disfrute de un Premio Nobel nunca otorgado, propone, sin embargo, un mito incómodo, imponente para cualquier escritor que se sintiera contemporáneo suyo. Alguien que ocupa literariamente el siglo entero, tan incómodo como feliz para sus numerosos lectores curiosos y desprejuiciados e incluso para la legión de los que no lo leyeron, pero comulgan de oídas con su fama. 

Semejante a un moderno Echeverría, cuando bajó del barco en estas playas sureñas, animó resueltamente la renovación ultraísta, aunque de hecho abjuró de esa inicial modalidad desde el primero de sus libros, Fervor de Buenos Aires (1923), al calor de un localismo intencionado. Después de la revolución del 30, concluido su desvelo criollista, se desplazó hacia un verso medido, intemporal, que lo alejó del neorromántico esteticista, característico de la década del cuarenta, tanto como de la tentación por la originalidad que habrían de padecer surrealistas e invencionistas en los años de posguerra. Y se fue volviendo su propio sueño, numeroso y cosmopolita, en la talla de un porteño universal y en el tono de la revista Sur, donde dio a conocer sus primeros cuentos ajenos al populismo o nacionalismo convencionales, desde un rincón de la biblioteca de barrio que dirigía Francisco Luis Bernández. 

Soslayó asimismo el furor existencialista, oponiendo en su propia literatura una manifestación lúdica y hasta superadora de la angustia. Encontró, finalmente, una dicción de absoluta libertad promediando los años 60, con Elogio de la sombra, mientras el boom latinoamericano arreciaba y ya se lo descubría como un adelantado del realismo mágico, según señala Ángel Flores, a partir de su Historia universal de la infamia, de publicación periódica poco antes de 1935. A diferencia de tantos y tantos poetas que fueron escritos por su siglo, Borges se las arregló para grabar algunas líneas indelebles en la memoria sus lectores, y ése es otro aspecto de su incomodidad. No es un secreto para nadie que la poesía se fue volviendo un género para iniciados, una práctica de apartada exclusividad para escritores que cuentan con exiguo público, en general colegas. Y bien, como pocos, Borges domina esa obviedad misteriosa del comunicativo sentir: sintonía o simpatía donde el lector se reconoce y percibe el eco de lo dicho como en un espejo profundo. 

Si bien la distinción entre un Borges poeta y otro, narrador o ensayista, puede resultar operativa, no es menos cierto que Borges recae siempre en Borges, un escritor presidido por una especulación vigorosa, proclive al argumento paradójico, que remite a las ilustres incertidumbres de cierto crepúsculo de la razón occidental, con un sistema expresivo tenazmente opinante. En cierto modo Borges fue más allá de los géneros y esa preciada dilución significa la tentativa de un señor ultrainteligente, cuyo destino inevitable era la ceguera, y que usó indistintamente cada uno de esos formatos para convertirse en literatura y elaborar una obra que ahora, además, parece posmoderna. 


2. 

Uno y trino también en sus etapas, tres poemas ilustran graduales e inclusivos las intenciones de Borges desde la perspectiva de los juegos: “El truco”, “Ajedrez” y “El go” refieren sendas maneras de ver el objeto poético en momentos señalados de su vida. 

“El truco” se ajusta a su intención criollista primigenia. Los amuletos de cartón desplazan el tiempo cronológico de los jugadores y reponen, con sus enlaces azarosos, una mitología solamente casera, casi en figura de una eternidad menesterosa. El pasado se reencarna en las suertes finitas de las bazas y asistimos a un principio de tiempo cíclico, con pérdida y reencuentro de distinta identidad. Su verso libre embanderado de imágenes remite a cierto provecho del entrenamiento ultraísta, cuando el joven Borges fiaba para su poesía la reposición de experiencias comunes y locales al registro emocional, que debían instalarlo de modo preciso en la tradición argentina. 

“Ajedrez”, en cambio, en dos sonetos a la española, resulta decididamente clásico. Los comienzos descriptivos en los cuartetos, con la hazaña verbal de los epítetos para los trebejos, después son traspolados impersonalmente a los intereses filosóficos y teológicos que a Borges le interesaba poner de relieve. Tal como los ajedrecistas severos rigen las piezas lentas, Dios rige a los jugadores y otro dios gnóstico por detrás de Dios vuelve tal vez irreal la partida general de lo que usualmente concebirnos como universo. Las combinaciones de negros y blancos son en el tablero inagotables como en la vida. Aquí, a diferencia del truco, el motivo del juego es un símbolo fuerte y ya se percibe la realidad semejante a un concierto alucinante de albedrío ilusorio frente al rígido y secreto azar o dictamen del Otro, que puede ser otros. Dentro de sus textos irradian “mágicos rigores” las formas poéticas y el escritor se afana en otorgarle variables al canon occidental, un nuevo arquetipo en el que su imaginación de poeta se somete a la idea como la noche al día. 

“El go”, escrito al parecer el “9 de septiembre de 1978”, se muestra más allá del bien y del mal, en una extraña síntesis de vida y literatura. Corresponde al Borges posmoderno, que acaso cabría llamar posclásico, que incluye y supera la mirada sobre “Ajedrez”. Las bodas del oriente y el occidente, María Kodama mediante, los viajes, la fama, los premios y la dinámica de sus ideas filosas lo conducen al verso libre sereno y pronunciado —que alterna con el múltiple soneto, el verso blanco, el alejandrino o la página en prosa— donde no hay objeto o forma que no sea otra y tenga su opuesto o sea ninguna; una solidez de dicción creativa que sorprende a partir de mediados del 60 hasta el final de sus días, desde una concepción de lo real que se ha vuelto tan evanescente como inestable. La fecha precisa de “El go”, el tacto de sus discos negros y blancos más antiguos que la escritura, que contienen el número aproximado de los días o los siglos, alumbran también otro laberinto de correspondencias en donde los hombres sabrán perderse como en el truco, el ajedrez, el amor o las horas, al par que recortan un signo de ignorancia, de trascendental ignorancia. 

Y cada uno de los tres poemas implica al otro, los tres son el otro y rasgos parciales de cada una de las facciones de Borges, mientras los temas del autor, en apariencia innumerables, se reducen a una única obsesión encarnada como en un álbum de variaciones. 


3. 

La obra completa de Borges recorre hasta la exasperación la sentencia del filósofo, que repite y repite como su único tema; en verdad, desde su óptica, nuestro único tema. “Mirar el río hecho de tiempo y agua”, ahí está íntegra y abarcativa la definición de lo que puede ser la tarea del poeta y cada texto una mudanza, una varia lección de un desangrarse que se revela tan impiadoso como inapresable. Si estamos hechos de una dura sucesión y cada instante nos vuelve ajenos al que fuimos en el ápice anterior y al que seremos en el porvenir, extraños, en suma, a nosotros mismos, escribir es traducir infatigablemente en voces falsas, visiones lábiles, reiteraciones de algo que precisamente no es verbal. Así, la literatura se convierte en el ejercicio de una nadería. Agreguemos, también, de una gloriosa nadería. Y Heráclito el oscuro siente, junto al río que no cesa, el pavor de ser él mismo ese río, con la consistencia del humo, del reflejo y de lo vano. 

Elegir la profesión de escritor será así no menos curioso que optar por cualquiera de las otras, salvo en lo que tiene de extraño combinar semejante a un tahúr naipes cargados de intención, sopesar monedas desgastadas por la plebe, y restituirles con ilustrada hechicería su fuerza mágica, operaciones donde el texto igual que un golem tosco procura remedar la conciencia de su creador, creatura él también, mientras lo indecible se pierde en otros. Brujo de miles de nadies, vivirá de olvidarse el poeta, para al final en todo caso ser Borges, semejante al Robert Browning de su magnífico poema. 


4. 

Evaristo Carriego de 1930, un reticente elogio del poeta a quien Borges consideraba menor, salvo por el descubrimiento de un enclave para el verso, se comprende a primera vista como un ejercicio de biografía fantástica, pie para diseñar un Palermo de sueños y señalar agudezas sobre el tango, la ética de los cuchillos y los orilleros. Pero Borges, más allá de la prosa por momentos exigida y barroca, vio algo que Carriego también había visto: la viñeta del suburbio trazada por Baudelaire, el sortilegio de la ciudad en la poesía moderna, un contemporáneo espacio abstracto de revelaciones.

A diferencia del barrio de Carriego, fotográfico y presencial, aunque sin voz y sólo librado a la piedad de un sentimentalismo cómplice entre el autor y el lector, el barrio que Borges recupera posee inclinación metafísica, y sobre todo, pasado; un Buenos Aires finisecular, pictórico en los recuerdos de sus mayores, en el legado de sus antepasados, en la palabra de los libros, y en la de los informantes. Por eso el Palermo de Evaristo Carriego, su libro de ensayos, es una suma parcial, una atmósfera transida por pájaros y guitarras al anochecer; patios que albergan lo ancestral y primigenio: “el cielo y la tierra”; y personajes caracterizadores, captados en su interés por los guapos y malevos de renombre, además del ámbito de las modestas casas decentes sometidas a una dudosa medianía o en la inmigración gringa bocetada con clasista humor, a través de calabreses compadritos, temibles “por la buena memoria de su rencor”. 

Y todo se abaja y se degrada al par que se agiganta en el recuerdo. Es una “perdularia odisea”, una majestad rudimentaria y pobre, muchas veces sometida a distorsión, serenidad e irrealismo. En “Versos de catorce”, escribe: “yo presentí la entraña de la voz las orillas, / palabra que en la tierra pone lo audaz del agua / y que da a las afueras su aventura infinita / y a los vagos campitos un sentido de playa”. Los campos, pampa y llanura del criollismo también conviven con el mar y el desierto que después se harán extensiones devastadas, escenarios apropiados para otras configuraciones de la eternidad. 

Las afueras, parejamente, son el afuera de su casa: esa verja que concentraba a Borges niño en el jardín protegido, símbolo del arte y despliegue imaginativo de la lectura. Desde allí construyo su Palermo íntimo, sólo para descubrir mucho más tarde que ya no existía o quizás nunca había sido. Por eso sus ansiosos paseos por calles y barrios desconocidos son un viaje por la vida, un indicio de su joven vitalidad, en lo que tiene de opuesto al arte, a la contemplación y a la reflexión, siempre solitaria. 


5. 

En Borges están relacionados su visión de las orillas, el sur real de sus ancestros estancieros o militares y el culto del coraje. Cuando vuelve de España su decisión de fervor por Buenos Aires suena paradójica por veraz y premeditada. El territorio lírico que elige es el canto de su ciudad y su localidad de origen, redescubierta con afán de novedad después de varios años de residencia europea. 

Esta mirada, abonada por un callejear continuo, rinde homenaje a un deslumbramiento en donde desfilan los poemas a las calles, plazas, patios, cementerios, tomados en distintos momentos del día: albas, atardeceres o estrellas de la noche que sitúan el horizonte de un suburbio. Con el paso del tiempo, su mirada directa se vuelve más mitificadora. Se fija sólo en lo esencial y repetido o directamente emblemático. Los libros Luna de Enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929) revisan los mismos asuntos con más carnadura histórica y evolutiva voluntad estética. “Fundación mítica de Buenos Aires”, por ejemplo, del último libro, además de utilizar el verso medido, síntoma de su desplazamiento a una nueva modalidad, es análogo a esa visión de su Palermo del recuerdo que exhibe en Evaristo Carriego. “A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / la juzgo tan eternacomo el agua y el aire”. 

Lo eterno se revela eterno en virtud de una fuerte selección de rasgos esenciales, una operación que la memoria y el olvido ejercen sobre las cosas, las vidas, las personas, la historia y dejan lo insustituible, que se reproduce para que algo sea recordable o significativo, pero que a su vez se replica en todos y en todo. Va llegando al centro de una estética que configura su modo de entender las cosas y que pronto se habrá de sentir embretada por el mero localismo. Si lo particular concierta con lo general de manera analógica, si cada hombre, cada individuo es un modelo de la especie, no hay necesidad de ceñirse al criollismo. 

Descubre, por fin, antes del doméstico apocalipsis que le abrirá las puertas de la narración, que para ser un poeta nacional, el parricida de Lugones y la sombra de Hernández rediviva, habrá de renunciar al exclusivo argentinismo o más bien a su imaginería porteña. Ya ha levantado el monumento al Buenos Aires mítico, que lo vio nacer y que nació también nuevamente en una manzana de su Palermo viejo: ahora puede renunciar a su destino sudamericano para recuperarlo en innumerables senderos, que en definitiva son siempre el mismo camino hecho de palabras. 

En este sentido, el cuento “El Sur” es simbólico y central en la evolución de la literatura de Borges. “De ‘El Sur’, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo”. Juan Dahlmann, a quien afligen destinos de diferentes sangres como a su creador, está también convocado por el deber del coraje y la pasión por los libros. Ambos designios parecen juntarse al menos en el sueño, cuando Dahlmann acata su extraño mandato de enfrentarse en el duelo a cuchillo y sale a la vasta llanura a dar pelea. Es la enemistad entre la vida real y la vida literaria, además de cierta imagen de entrega a sus sueños y pesadillas literarias, lo que resuelve el ingreso en la llanura del inconsciente creativo; asimismo, la muerte a un heroísmo físico, que signara a sus antepasados, no sólo maternos, según anota Piglia, sino también paternos.

El hecho del accidente que sufrió y el cuento rememora no es menor; ocurrió en la Navidad de 1938. Subía por las escaleras de su departamento de Las Heras y Pueyrredón y chocó con el ala de una ventana. Fue llevado al hospital, donde perdió temporalmente la facultad del habla y padeció una septicemia, mientras estuvo más de un mes entre la vida y la muerte. El cuento “El Sur”, en cambio, es su literaturización posterior, de 1953. El episodio, tal como lo refiere James Woodall, se vuelve insoslayable por lo que determinó en Borges. Durante la convalecencia su madre le leía un pasaje de Out of the silent planet y Borges lloró. Cuando la madre le preguntó por qué, su hijo le respondió: “porque comprendo”. 

Amén de comprender que debía tentar la especie del cuento, con el que estaba a punto de transformar el género de la ficción, quizás entendió —como antes su admirado Conrad había entendido el horror—que debía internarse en el espejo de su país interior, negarse a la luz material, acercarse a los modelos, hasta transformarse él mismo en la versión presente de un metafórico Homero. Arrastrar el barrio y la pampa hacia adentro, confundiéndolos con El Álamo, Ginebra y las voces de las antiguas sagas. Convertirse en Borges, en sus fantasmas, en las sombras de Quevedo o de Chesterton, y en nadie, con esa oquedad misteriosa que toman los grandes, a medida que se van convirtiendo en mitos. 


6. 

Después de su criollismo, el escritor amplía el repertorio de motivos y en lo formal recurre con dedicación al verso medido. Es la época de El hacedor (1960), El otro, el mismo (1964) y las milongas Para las seis cuerdas (1965), que afinan en ese pretérito registro un aspecto que Borges nunca dejó de lado. Aparece en estos términos el argentino universal, el porteño cosmopolita, el hombre de la Biblioteca, donde un lugar ya remite a todos los lugares y un tema puede ser todos los temas. “Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden…”

Desde joven, Borges, que se sabía destinado a la ceguera, a un efecto inapelable de su propio transcurso en el tiempo, se exige continuamente la anulación del tiempo, porque conjurarlo es evaporar a su peor enemigo. La literatura, el arte, perderse en esas ficciones, lo salvan del curso sucesivo y lo vuelven intemporal, aunque también irreal e inespacial. 

La ceguera de Borges, si bien es literal, también es literaria. Tal atributo se concede al poeta por antonomasia, al clarividente que percibe la contextura de la realidad opaca para el resto de los mortales. Reconcentrarse en un múltiple punto interior es abismarse en un absoluto, un espacio aleph que parejamente es nada. Un horror al vacío que debe llenarse con palabras laboriosas de sentido: “Es una clausura, pero también es una liberación, una soledad propicia a las invenciones, una llave y un álgebra”. Y la duplicación del escritor resulta cada vez más perceptible: “Borges y yo” empiezan a ser un oxímoron. En la vida sin sueño, su otro dice: “Entra la luz y me recuerdo; está ahí… me impone las miserias de cada día, la condición humana… minuciosamente lo odio. Advierto con fruición que casi no ve”. Tanto como la limitación de la ceguera lo somete a un deber: “Con el verso / debo labrar mi insípido universo”.

Probablemente la ceguera esté relacionada con el sesgo clásico de Borges, a su búsqueda de la claridad y diafanidad, contrapeso de su desborde imaginativo. Como un heredero del Aufklarung, un dieciochesco iluminista, renunciar a la luz material podría ser apropiarse del reino de la luz total. Ya no ve, como todos, sombras en el fondo de una caverna, sino que ha poblado su interior con la implacable luminosidad de los arquetipos literarios. 

Su clasicismo se manifiesta perfectamente impersonal. Borges siempre tendió a la impersonalidad, pero sobre todo a la negación de la subjetividad desde dos puntos de vista. Desde el sentimiento, “todo rasgo circunstancial es patético” y también desde la disolución del yo: “la personalidad, el yo, es sólo una ancha denominación colectiva que abarca la pluralidad de todos los estados de conciencia”. Un raro humanismo en el que nada nos es ajeno, de manera carnal y abstracta a la vez. Es el otro, él mismo, donde de un modo claro y oscuro, vemos nuestro yo esencial. El destino de uno que espeja el destino del resto. 

También es clásico por su concepto del verso. “Un verso bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si podemos hacerlo, no es un verso válido; el verso exige la pronunciación”. El uso de la métrica regular habrá de satisfacer el ansia por un esquema memorizable o memorable, digno de recuerdo, donde cualquier variante —desde el endecasílabo en sus figuras de soneto, de cuartetos, de serventesios, de endecasílabos blancos hasta el octosílabo tradicional de las milongas— ajusta una prosodia ideal, de entonación legible. Borges sintió que esas músicas seculares son una utopía del arte, no menos que una aventura y una quimera, aunque también una reencarnación, como lo es cada forma humana en el tiempo. La literatura teje ese tapiz no personal, sobre la hechura de innúmeras versiones precedentes donde se ha dicho todo y el texto se borra y se reescribe, acaso escolio del anterior. En este eterno retorno, que explica la fantasmagoría del presente, somos sombras enigmáticas, como los objetos y los destinos trenzados en infinitas causas secretas, ignorantes móviles de inagotables posibilidades para el porvenir. 

Así como los hombres somos una continuación levemente alterada del pasado en la tierra y convivimos en el presente con nuestro conjeturable e inconcebible futuro, las formas literarias reeditan viejas destrezas, las comentan y las homenajean o refutan y se heredan y se legan de manera vicaria. El hecho de ser autor no pasa de ser una banalidad, una nadería: “Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor”, porque el escritor encarna la vivacidad de un amanuense, no un creador. Sólo se limita a recordar o a soñar, que vienen a ser términos sinónimos; acaso también, y he ahí su mérito, a traducir en palabras las visiones de un mundo inaccesible a los que pueden ver. 

Además, las formas clásicas resultan más eficaces para el proyecto de su “pensativo sentir” que consiste en otorgarle transparencia racional a lo sentido. Los tropos y la imaginería sirven de ornato, de comparación o paradoja, dotando de expansión argumental a la confidencia. Usa el soneto narrativo, tan raro, y el soneto inglés con varias rimas, apto para el pareado final aforístico; el heptasílabo, de larga afinidad con la poesía intelectual; los versos alejandrinos, pero no en la dirección del prodigio sino de la eficacia, de la arquitectura del discurso lógico. Justamente, el milagro está en la gravitatoria necesariedad de la palabra y la imagen. El lenguaje usado como un instrumento para subrayar los efectos queridos. Desdeña la originalidad gratuita y recompone una voz, esa vieja voz compartida, donde su estilo deriva hacia las sorpresas de la inteligencia, no al regodeo de la sensibilidad, ni el estupor de lo diverso y raro o la agresión síquica. 

La elección clásica resulta en un vanguardismo sin escolta, insumiso a los ejercicios castrenses de las escuelas y los preceptos: el escribir para ser percibido, ser entendido. El efecto preciso para el lector, que está contado siempre, una suerte de felicidad, que es la cortesía extrema del escritor. Y acaso sea esta excéntrica condición, la de hacerse creer en la literatura, con una fe extensa, siempre más allá y delante de las modas y los sobresaltos ideológicos, además de administrar como nadie el juego equívoco entre las palabras y las cosas, la que le ha dado un rango impar en la posmodernidad del siglo XX, que paradójicamente profesa la levedad de todo. 


7. 

Del laberinto de pasos que proporciona la obra de Borges, la última fase es ancha y casi ajena, más allá incluso del interés por la literatura, que el escritor soporta de manera mecánica, dado que él mismo es metáfora de la literatura. Con precisa distancia entre el hombre que se acaba y el escritor que respira en su tinta, este Borges final rubrica la doble consistencia de haber vivido en el tiempo: tan palpablemente débil y humano como visiblemente intemporal. Sus libros acaso reiterativos, acaso desparejos, acumulan una libertad de fantasía y un señorío sobre las palabras que, dóciles, van a comer de su mano. Una cierta atmósfera abrumada y paródica rodea las - 29 - inagotables variaciones y la captación de motivos que no evitan el lejano oriente. Aparecen los haiku y las tankas, amén de exploraciones sobre las divinidades del Shinto, monedas e inscripciones grabadas en apropiación de la totalidad. No sin fatigar, reasignando los asuntos que le han sido habituales, el recuerdo por sus amigos o escritores estimados, circunstancias concretas, producto de sueños, debilidades o asombros. Y el imperio de las cosas se hace sentir. 

Borges ha sentido fascinación por las cosas. Son signos. Cada una de ellas puede ser otra y otra. En su caso, una metonimia de la eternidad. Brújulas, mapas, llaves, clepsidras ocupan los poemas de Borges y sus ficciones, con carácter simbólico o emblemático. En cada una se cifra el tiempo corporizado. Los espejos son un temible reflejo de la duplicación pero a la vez de la identidad; los mapas, una efigie del cosmos; la brújula, la búsqueda de un destino; la llave, obsesionada por su única cerradura, el instrumento de lo irrevocable y significativo; las clepsidras, semejantes a la misma arena, al mar, la sensación espantosa de la sucesión y el desangramiento continuo de cualquier vida.

Los cuchillos ocupan un lugar preferencial en la obra de Borges. Cuchillos y variantes: espadas, dagas, facones, fiyingos, etc., son los restos virtuales del coraje, de gente dada a la lucha y al valor, de los que no dependen de otros para trazar su propio destino. Acaso su cuento más bello, “El encuentro”, sea una triste síntesis de que las cosas duran más que la gente, porque concentran de manera especial lo que la vida tiene de eterna, sus rasgos peculiares y análogos para toda humanidad.

Cuerpos, simetrías, formas, los cuchillos son el objeto representativo de los hombres de acción. Los malevos de la primera época, después travestidos en gauchos o en vikingos, o en sus variantes militares de cualquier laya, hacedores de un legado. Ahí parece concentrarse una fuerte admiración de Borges hacia sus mayores, próceres de la patria, que vivieron el instante, entregados al juego arriesgado y hermoso de la vida, tan diferentes del hombre sedentario y perdido en la rigidez de los libros, un abstracto contemplativo, hurgador de un pasado ilusorio. Esta vida de puro presente es la fisonomía de la barbarie. El escritor reniega de su contribución literaria al culto de los héroes, pero el hombre añora, tal vez, una fisonomía diferente cuando confiesa: “he cometido el peor de los pecados… no he sido feliz”. 

Esta fugacidad permanente también encuentra representación en los animales que Borges describe y encomia en sus poesías, siluetas vivas y cambiantes del no pensar. El tigre, el leopardo, la pantera, el león, el búfalo, el coyote: “tuyo es el puro ser, tuyo el arrobo, / nuestra, la torpe vida sucesiva”; el gato: “En otro tiempo estás. Eres el dueño/ de un ámbito cerrado como un sueño”, recorren sus últimas páginas, ejemplares del individuo y la especie, dueños de un éxtasis propio de un sujeto ajeno al verbo que lo describe. Uno el tigre de la jaula, otro el del poema, ambos hechura de palabras, y Borges, invariablemente, buscará al tercer tigre, el que no es verbal. 

Y cada objeto en definitiva funciona como símbolo, un recorte de atributos, una selección de rasgos que lo vuelven universal y arquetípico. Su pluralidad es caos y desorden, la escritura del dios subalterno que redacta en los individuos y las cosas un libro para un demonio. En la obra están sometidos a un orden. El “deber” del poeta consiste en descifrar ese diseño y esas leyes. El mundo con sus seres se vuelve un libro, así como el texto es una versión del universo: “El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer.No hay una cosa / que no sea una letra silenciosa / de la eterna escritura indescifrable / cuyo libro es el tiempo”. 


8. 

La longevidad literaria de Borges no parece vana, antes bien, con la perspectiva del nuevo siglo, una completud. El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975), La moneda de hierro (1976), Historia de la noche (1977), La cifra (1981), Atlas (1984) y Los conjurados (1985) aseguran una fisonomía iniciada con timidez en El hacedor, ese libro que reparte aun sin descubrimiento prosa y verso, para después tallarla nítida a partir de Elogio de la sombra. “En estas páginas conviven, creo que sin discordia, las formas de la prosa y del verso”, indica en el gran prólogo del año 69; “prefiero declarar que esas divergencias me parecen accidentales y que desearía que este libro fuera leído como un libro de versos. Un volumen, en sí, no es un hecho estético, es un objeto físico entre otros; el hecho estético sólo puede ocurrir cuando lo escriben o lo leen”. Aquí el poeta culmina y expande un concepto de la forma que evapora los inútiles antagonismos entre verso libre y escandido, las líneas y la prosa. Desde esta mirada, practicar con exclusión los ardores de una poesía amétrica, puede ser una mera ingenuidad, los síntomas de una cabeza rígidamente amorfa; por el contrario, recluirse en el regodeo de un corpus musical, una falacia y una constricción. 

Por eso, quizás la precedencia de Borges en el ámbito de lo posmoderno lo exceda y recorte, aunque pueda parecer justa su vinculación con Beckett y Nabokov, en la hipótesis de Calinescu, por ejemplo. Sin embargo, su sistemática aventura de ideas fuertes sobre la debilidad, su indeclinable conjeturo, luego existo que lo hace aferrarse a la palabra como última ratio, lo conducen a la maestría de la decibilidad. Esa que numerosos jóvenes de hoy recusan por sólo moderna, en la incomodidad y el dilema que propone la agonía de las influencias. 

Como en “La muerte y la brújula”, la variedad de registros genéricos y formales propician la coincidencia con el múltiple lector, cuando el poeta es un guía y tirador certero. Un lúcido “harto de prodigios”, que remonta a otro ciego hacia la eterna fraternidad del lenguaje. Así, las cosas piden su forma y no están sometidas a tal o cual opción dogmática, escritas sólo desde adentro, visitadas, revisitadas, combinadas con el manso dominio de la materia en infinitos asuntos: tal como se construyen los laberintos humanos, y se desandan con la naturalidad, el placer o el desasosiego que exigen. 

Posclásico entonces, aunque engañoso y pícaro como en el juego criollo o apretado y grave en el ajedrez del verso y la dicción inexorables, el escritor va llegando a licuarse en esa suma de sí. Un vacío que es un lleno, un satori, punto que flota en el aire y es el aire, el lugar de una heridora melodía, su poema arreciando con el murmullo de la libertad. Allí donde no queda nada del sujeto, del mutante que arrastra su condición de carne, y sólo hay limbos de voces para nuestro espejo y cifra. 

Como círculos de insondable iniciación, los Borges se van sucediendo e implicando y mientras el sesgo del iluminado se agudiza, también lo hace el juego, esa puesta en paréntesis de los sentidos taxativos, una revisitación constante de temas y ocasiones escritas al pasar. Se desprende de artimañas y teorías, se disuelve prolijamente en un repetirse que es abolición y plenitud. Escribe como si hablara con su viejo yo que lo observa satisfecho, viéndose cada vez más lejos de las cosas, de las ideas mismas, más cerca del centro del universo, que siempre estimó una burla digna de consideración. Más cerca de las palabras, la materia que le fue dada para su duelo añorado, más cerca del olvido deseable. Y al mismo tiempo, en merecida paradoja, en pleno corazón del mito. 

“Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, / convergen los caminos que me han traído / a mi secreto centro. / Esos caminos fueron ecos y pasos, / mujeres, hombres, agonías, resurrecciones, / días y noches, / cada ínfimo instante del ayer / y de los ayeres del mundo, / la firme espada del danés y la luna del persa, / los actos de los muertos, / el compartido amor, las palabras, / Emerson y la nieve y tantas cosas. / Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro, / a mi álgebra y mi clave, / a mi espejo. / Pronto sabré quién soy”. ["Elogio de la sombra"]



Borges como símbolo (Buenos Aires, Audisea & Reflet de Lettres, 2017), conjunto de ensayos borgeanos de Javier Adúriz, Arturo Álvarez Hernández, Franco Bordino, Alejandro Crotto, Nicolás Magaril, Carlos Surghi y Lucrecia Romera publicados en la nueva colección "Cuadernos de Hablar de Poesía"

© 2017, Schiavetta, Bernardo
Coedición a cargo de audisea y Reflet de Lettres

Foto original color: Javier Adúriz (sin atribución) en su sitio oficial



11/3/18

Jorge Luis Borges: La apostasía de Coifi







Tbe Council closed, the Priest in full career
Rides forth, an armed man, and hurls a spear
To desecrate the Fane...
WORDSWORTH: Ecclesiastical sonnets, I, 17.


La conversión de los reinos germánicos de Inglaterra a la fe de Cristo es uno de los hechos capitales de la historia de Europa; sajones de Inglaterra convirtieron en el siglo VIII a los sajones del continente; anglosajón (sajón de Inglaterra) fue Alcuino que, bajo Carlomagno, reformó las escuelas de Francia. En su historia de la filosofía medieval, Gilson ha destacado lo que representó para el orbe la evangelización de Inglaterra; lo que no se ha dicho, tal vez, es lo casual e insignificante que ese acto, en una mayoría de casos, debió de ser para los primeros prosélitos.

Beda el Venerable, en su libro, habla genérica y despectivamente de ídolos, pero nos consta que los anglosajones adoraban a Tiw, a Woden y a Thunor, cuyos nombres, que traducen los de Marte, Mercurio y Júpiter, aún sobreviven en las voces inglesas Tuesday, Wednesday, Thursday. Rendían culto asimismo a la divinidad telúrica Nerthus (mencionada por Tácito en su Germania) a la que alguna vez dedicaron sacrificios humanos y luego sacrificios de naves. Dejar ese rudimentario panteón por el Dios de Israel y el de la patrística nos parece, ahora, trascendental; conviene no olvidar, sin embargo, que al devoto de muchas divinidades poco debió costarle agregar una al ya numeroso catálogo y que, al principio, agregó un nombre, un sonido, y no una representación muy perspicua*. La conversión no era un cambio ético. Prueban o remiendan esta conjetura las primeras poesías de tema bíblico que se redactaron en Inglaterra; Cristo es el joven Héroe, los doce apóstoles son hombres de guerra que resisten el embate de las espadas y son diestros en el juego de los escudos, los israelitas que atraviesan el Mar Rojo son vikings. Imagino que para muchos la conversión paradójicamente no fue un acto religioso; fue un reconocimiento de que más allá del orbe germánico, y más fuerte y mayor que el orbe germánico, estaba Roma. De hecho, los bárbaros no sólo se convirtieron a la fe de Jesús sino a la prosa de Cicerón (o, por lo menos, de los padres latinos) y a la poesía de Virgilio. Remotos precursores de ese proceso, los capitanes de las tribus sajonas que irrumpieron en Inglaterra en el siglo V usaban espadas romanas.

La Saga de Njál, en su capítulo 96, ha conservado la simplísima historia de la conversión de un pagano. El misionero Thangbrand canta una misa; el jefe islandés Hall le pregunta para quién celebra esa fiesta. Thangbrand responde que para Miguel el Arcángel y agrega que ese arcángel hace que las buenas acciones de las personas que le gustan pesen más que las malas. Hall dice que le gustaría tenerlo de amigo. Thangbrand le asegura que Miguel será el ángel de su guarda si él se convierte ese mismo día a su fe. Hall accede; Thangbrand lo bautiza y, con él, a toda su gente.

Pero la más famosa conversión operada en el Norte es la de Edwin, rey de Nortumbria; la registra el segundo libro de la Historia ecclesiastica gentis Anglorum de Beda el Venerable. Edwin había tenido una visión en la que un desconocido le reveló la señal de la cruz; sabedor de este sueño Bonifacio V, Siervo de los Siervos de Dios, envió a la reina, que era cristiana, una afectuosa carta, un espejo de plata y un peine de marfil; luego envió al rey un misionero para que éste le enseñara la fe. Edwin reunió a los principales hombres del reino y les pidió consejo. El primero en hablar fue el sumo sacerdote pagano, Coifi. Dijo este prelado: "Ninguno entre tus hombres, oh rey, ha sido más diligente que yo en el culto de nuestros dioses y, sin embargo, hay muchos que reciben de ti mayores beneficios y dignidades y que prosperan más. Si los dioses sirvieran de algo, me habrían amparado más bien a mí, que puse tanto empeño en servirlos. Por consiguiente, si estas nuevas doctrinas, examinadas, te parecen mejores, debemos adoptarlas sin dilación". Otro de los consejeros dijo: "El hombre es semejante a la golondrina, que en una noche de nevadas y lluvias atraviesa esta habitación en que estás comiendo con tus capitanes y príncipes, ante el fuego, y en un instante pasa de la noche a la noche. Así el hombre es visible por un espacio, pero no sabemos qué ocurrió antes ni qué vendrá después. Si esta nueva doctrina nos descubre algo, debemos escucharla".

Todos aprobaron su parecer y Coifi pidió al rey que le prestara su caballo y sus armas. Al sumo sacerdote le estaba prohibido usar armas y montar en caballo entero; Coifi empuñó una lanza y entró a caballo en el santuario de sus antiguos dioses. Ante el estupor general, arrojó entre los ídolos la lanza y prendió fuego al templo. "Así —leemos en la Historia ecclesiastica— el sumo sacerdote, movido por el Dios verdadero, profanó y quemó las imágenes antes consagradas por él".

No hay glosador de Beda que no pondere el símil pascaliano del pájaro, que pasa de la noche a la noche o, para ajustamos al texto con más rigor, del invierno al invierno (de bieme in hiemem regrediens). Fitzgerald, en su ilustre versión de las Rubáiyát, ve nuestros días como una caravana espectral que parte de la nada y llega a la nada; el símil conservado por Beda sugiere que la fe pagana era apenas una mitología, sin la esperanza, o amenaza, de una vida ulterior. Es curiosa y patética la suerte del inventor del símil; aquél no pudo sospechar que el pájaro fugaz de su ejemplo sería también un símbolo de su destino personal de hombre anónimo, que la Historia ilumina unos instantes y que luego se pierde.

Andrew Lang opone su anhelo "de satisfacción intelectual y comprensión del misterio de la existencia" a la superstición de Coifi, "que sólo quería cambiar la suerte y gozar de los placeres de la destrucción" (History of English Literature, 25).

El rey ha presidido la asamblea, pero no ha hablado; Beda se limita a escribir que abjuró el culto de los ídolos y permitió la predicación de la fe**. El silencio dilata su autoridad; vagamente sentimos que los demás son como hipóstasis de la mente del rey, formas de su meditación. Ello, naturalmente, es falso; entiendo que en la escena de la asamblea hay un diálogo tácito, no sospechado por el hombre que la historió.

Éste declara expresamente que el sacerdote profanó sus altares, "movido por el dios verdadero". Para el piadoso historiador, Coifi procedió con sinceridad; en su desaforada abjuración tendríamos la prueba de lo mal que se conocen los hombres; Coifi, sacerdote de violentas divinidades, nunca habría estado tan cerca de ellas como en la hora en que las negó, derribándolas. El hecho es verosímil, pero creo entrever otra explicación.

La conversión del rey acarreaba la de todo su reino; no es un azar que aquél, antes de recibir la nueva fe, convocara a asamblea. En el año 627, el paganismo era todavía una fuerza política; Coifi, sacerdote de Woden o de Thunor, no podía ignorarlo, pero también sentía que esa fuerza estaba decreciendo. ¿No lo olvidaba acaso el rey ("hay muchos que reciben de ti mayores beneficios") y no lo malquería la reina, comprada por el peine y el espejo del italiano? El rey estaba a punto de abominar de la fe de sus padres; ¡qué triste porvenir el de un ex-obispo de los desacreditados demonios! En ese trance, Coifi optó por vender lo que ya virtualmente estaba perdido. Ofreció al rey su complicidad. Dijo: Ninguno entre tus hombres, oh rey, ha sido más diligente que yo en el culto de nuestros dioses y, sin embargo, hay muchos que reciben de ti mayores beneficios y dignidades y que prosperan más, para que Edwin interpretara: Yo, sacerdote de los dioses que has resuelto negar, daré público ejemplo de apostasía; acuérdate de mí cuando sea cristiano tu reino. Cumplió con creces, para forzar el agradecimiento del rey; el episodio de la lanza, del potro y de los ídolos profanados fue, en mi opinión, deliberadamente dramático; fue una premeditada o improvisada ficción escénica.

El fin del cuento se ha perdido. Incendiario, impío y ecuestre, Coifi perdura como sujeto de malas pinturas históricas, pero nada sabemos de su destino ni del posible cumplimiento del pacto.

Seis años después, el rey pagano Penda de Mercia guerreó en el Norte de Inglaterra con Edwin, lo venció y lo mató.











*Racdwald, rey de los anglos, tenía dos aliares: uno, consagrado a Jesús; otro, más chico, en el que ofrecía víctimas a los dioses o "demonios" paganos (Beda, II, 15).
**La versión anglosajona del siglo X traduce idolatría por deofolgild (sujeción, o entrega, a los demonios).


En Entregas de La Licorne, Col. Digital, Biblioteca Nacional de Uruguay
Montevideo, segunda época, Año I, N° 1-2, noviembre de 1953
Luego en: Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Portada e índice del ejemplar de Entregas de La Licorne

10/3/18

Bernardo Schiavetta: Borges como símbolo de soberanía literaria





Con una y otra musa, soberana
Góngora



Paul Valéry ha escrito que, para los cultores de Mallarmé, tras haber descubierto su poesía, cualquier otra les resultaba carente de sutileza, descuidada : tout leur semblait naïf et lâche après qu’ils l’avaient lu.1 

Tal es exactamente mi sentimiento ante la prosa de Borges. 

¿Puede acaso decirse lo mismo de su poesía? La poesía y la prosa de Borges comparten un mismo universo temático, y en ambas aparecen las mismas características estilísticas. Con ironía, pero sin sarcasmos, las hipálages y otras galas de la milenaria tradición poética esmaltan la prosa de Borges; en ella, hasta las más chamuscadas flores retóricas, transformadas en un puro encanto literario, reviven como la rosa de Paracelso. Sin embargo, cuando Borges las utiliza en el verso, en su entorno tradicional, hay detractores que las desdeñan. 

Opacada porque se la percibe sobre el fondo de su brillante prosa, la poesía borgeana es objeto de un malentendido. El poeta Roberto Juarroz aseguraba no haber encontrado ninguna lección útil en ella.2 Muchos, en los países de lengua española, la juzgan con gran condescendencia: es demasiado clásica, dicen. Curiosamente, los mismos, cuando se presenta la ocasión, aun fuera de todo contexto, aun incompletos, reconocen sin dudar tales y tales de sus versos. Pongamos, por ejemplo, Hay cenizas en el viento o Los libros y la noche. Son títulos de libros de autores argentinos, fragmentos que cualquier honesto lector reconoce como citas del “Poema conjetural” y del “Poema de los dones”. 

Incontestablemente, Borges ha escrito versos intrínsecamente memorables. Tales reconocimientos me parecen más significativos que el juicio de cuantos siguen, sinceramente o no, cierta doxa anticlásica que prevalece todavía (personas que han aprendido las buenas costumbres pueden desviar con disgusto la mirada de una imagen obscena… y no pueden evitar después que la misma imagen las obsesione). No dudo, empero, que los versos de Borges sean demasiado clásicos a veces. Dudo que lo sean de manera ingenua: 

Perdidos estarán como Cartago 
Que con hierro y con sal borró el latino. 

Estos versos de “Límites” (El Otro, el mismo, 1964) no desentonarían en el poema “A las ruinas de Itálica” de Rodrigo Caro. En un escrito del siglo XX, su anacronismo estilístico es escandaloso. Lo es, en todo caso, para quienes no aceptan sino una poesía liberada de todo formalismo prosódico y de claridades demasiado explicativas. Sí, la poesía de Borges peca por ser límpida (aunque por culta pueda ser difícil) y a menudo métrica y rimada. El malentendido nace de cierta supersticiosa ética del lector, de un horizonte de expectativas inadecuado, demasiado contemporáneo. Examinemos ahora en el mismo libro (en El hacedor, pero en el “Museo" final), un segundo poema también intitulado “Límites”, escrito en verso libre ya rancio (digno, irónicamente, de un museo): 

Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) 
Hay alguno que ya nunca abriré. 

A esas dos líneas corresponde, en el primer “Límites”, esta cuarteta: 

Tras el cristal ya gris la noche cesa 
Y del alto de libros que una trunca 
Sombra dilata por la vaga mesa 
Alguno habrá que no leeremos nunca. 

Los dos poemas podrían muy bien admitir una tercera versión en prosa, porque el uno y el otro son, para su autor, versiones equivalentes (literariamente equivalentes). En efecto, Borges ha afirmado sin ambigüedades que las diferencias entre “las formas de la prosa y las del verso” son para él “accidentales” (prólogo a Elogio de la sombra, 1969). Así, acerca de “El tercer hombre”, en La cifra (1981), una nota indica “esta página cuyo tema son los secretos vínculos que unen a todos los seres del mundo, es fundamentalmente igual a la que se llama «El bastón de laca». Borges afirma una y otra vez las identidades literarias entre algunos de sus poemas, canciones y prosas. Dice: “Alexander Selkirk no difiere de Odisea, libro vigésimo tercero, El puñal prefigura la milonga que he titulado Un cuchillo en el Norte y quizás el relato «El encuentro»" (prólogo a El Otro, el mismo, 1964). 

Paradojalmente pues, si una página en verso y la otra en prosa son “fundamentalmente idénticas”, lo más importante no se sitúa en su equivalencia, sino en los accidentes formales que las individualizan. En materia de poesía, pues, lo importante será percibir con deleite cómo tales articulaciones sintácticas son reforzadas por un final de verso (medido o libre), cómo tales otras lo son por un encabalgamiento entre dos versos (medidos o libres), o bien cómo esa palabra (y ninguna otra) va a asociarse, en el caso de las rimas, con aquella palabra (y con ninguna otra). 

La equivalencia del verso y de la prosa, como la yuxtaposición de rasgos estilísticos clásicos y no clásicos, atacan por cierto la supersticiosa ética del lector, el de su época y el de la nuestra, pero le proponen en cambio un contrato de lectura ucrónico. Digo ucrónico y no transhistórico, porque postular lo transhistórico es proponer una teoría de la realidad, verdadera o falsa, como lo exige la lógica científica. Lo ucrónico, en cambio, sólo puede ser una forma de ficción, la aceptación lúdica de una realidad alternativa, ni verdadera ni falsa. 

Que la lectura del estilo sea un acto de ficción, tal es el esfuerzo estético que la poesía de Borges requiere de sus lectores, gracias esa “momentánea fe que exige de nosotros el arte”3, según la versión borgeana de la willing suspension of disbelief de Coleridge. 

Baste con citar, para concluir, unos párrafos del prefacio en francés que escribió para sus OEuvres publicadas en lacolección La Pléiade: “Conozco hoy escritores que componen su obra en función de la historia de la literatura […] Eliot escribe que saber lo que quiere nuestro siglo importa más que saber lo que uno mismo quiere (eso proclama, ebrio de historia) ¿Tendré que explicar que soy el menos histórico de los hombres? Las circunstancias de la historia me alcanzan tanto como las de la geografía y política, pero creo ser un individuo, más allá de esas tentaciones.”4 

Más allá de esas tentaciones, versos y prosas de Borges son, eminentemente, en la mejor acepción de la palabra, literatura. 

Si, como lo sostuvo agudamente Barthes, ser vanguardista es saber lo que ya no es posible 5, entonces las modas neovanguardistas argentinas han ido limitando hasta la miseria los medios creativos del poeta, quitándole no sólo libertad, sino soberanía. Indiferente, como lo fue, a las dictaduras del presente, Borges es, para mí, símbolo de soberanía literaria. 


Notas

1 “Lettre sur Mallarmé”, OEuvres, Pléiade, Gallimard (1968), t.I, p. 639
2 Cf., en este volumen, el ensayo de Wilson, p. 145 (de próxima publicación en este blog)
Otras inquisiciones (1964), "El primer Wells", p. 127
4 OEuvres complètes, Pléiade, Gallimard (1996), t. I, p. x.
5 “Réquichot et son corps”, OEuvres complètes, 2002, t. IV,p. 397


En Autores varios: Borges como símbolo, Buenos Aires 2017
© 2017, Schiavetta, Bernardo
Coedición a cargo de audisea y Reflet de Lettres


Foto: Bernardo Schiavetta por Daniel Mordzinski
Salon du Livre de Paris 2014


9/3/18

Jorge Luis Borges: La cortada de Bollini







Contemporáneos del revólver, del rifle y de las misteriosas armas atómicas, contemporáneos de las vastas guerras mundiales, de la guerra del Vietnam y de la del Líbano, sentimos la nostalgia de las modestas y secretas peleas que se dieron aquí hacia mil ochocientos noventaitantos a unos pasos del Hospital Rivadavia. La zona entre los fondos del cementerio y el amarillo paredón de la cárcel se llamó alguna vez la Tierra del Fuego; la gente de aquel arrabal elegía (nos cuentan) esta cortada para los duelos a cuchillo. Esto habrá ocurrido una sola vez y luego se diría que fueron muchas. No había testigos, salvo, quizá, algún vigilante curioso que observaría y apreciaría las idas y venidas de los aceros. Un poncho haría de escudo en el brazo izquierdo; el puñal buscaría el vientre o el pecho del otro; si los duelistas eran diestros la contienda podría durar mucho tiempo.


Sea lo que fuere, es grato estar en esta casa, de noche, bajo los altos cielos rasos, y saber que afuera están las casas bajas que aún quedan, los hoy ausentes conventillos y corralones y las tal vez apócrifas sombras de esa pobre mitología.


En Atlas (1984)
Foto: Duquesa de Winthertur, Blanca Azucena de Hegi, Jorge Luis Borges y María Kodama 

En La dama de Bollini junto a Cecilia Leoni, propietaria del local donde se exhibe la imagen



8/3/18

Jorge Luis Borges: Whitman y Herman Melville








Quienes pasan de la obra poética de Whitman a su biografía se sienten algo defraudados. Ello se debe a la circunstancia de que el nombre de Whitman corresponde realmente a dos personas: el modesto autor de la obra y su semidivino protagonista. Ya veremos la razón de esta dualidad. Empecemos por considerar al primero. De linaje inglés y holandés, Walter Whitman (1819-92) nació en Long Island. Su padre era constructor de casas de madera, oficio que él también ejerció. Desde niño lo atrajeron la naturaleza y los libros. Así leyó las Mil y una noches, las obras de Shakespeare y, naturalmente, la Biblia. En 1823, su familia se había trasladado a Brooklyn. Whitman fue impresor, maestro de escuela, periodista y, a los veintiún años, director del Águila Diaria de Brooklyn, cargo que desempeñó con algún desgano. Lo perdió en 1847. Hasta entonces, su labor literaria había sido insignificante; sus biógrafos recuerdan una novela antialcoholista y unos versos mediocres. En 1848 viajó con su hermano a Nueva Orleans. Allí ocurrió algo. Hay quienes hablan de una experiencia amorosa, otros de una revelación que lo transformó hondamente. En 1855 publicó la primera edición de Leaves of Grass (Hojas de hierba), que constaba de doce poemas y que le valió una entusiasmada y justa carta de Emerson. A lo largo de su vida, Whitman publicó doce ediciones de Leaves of Grass, enriqueciéndolas cada vez con nuevas poesías. A partir de la tercera edición, que data de 1860, la obra incluyó composiciones cuya franqueza erótica, acaso jamás igualada, escandalizó a no pocos lectores. En una larga caminata, Emerson quiso disuadirlo; Whitman admitiría años después que las razones de su amigo eran irrefutables, pero no se dejó convencer. 

Durante la Guerra Civil, Whitman actuó como enfermero en los hospitales de sangre y aun en los campos de batalla. Se cuenta que su sola presencia calmaba los sufrimientos de los heridos. A principios de 1873 un ataque de parálisis lo postró. Hacia el 76 pudo viajar al Canadá y al Oeste, pero el 85 su salud volvió a decaer. Mientras tanto, su renombre se extendió por América y había llegado a Europa. Tuvo muchos discípulos, que anotaban sus menores palabras. Murió en Camden, pobre y famoso. 

Whitman se propuso una obra mesiánica, la epopeya de la democracia de América. El poeta de su predilección era Tennyson, pero su obra exigía, le pareció, un lenguaje distinto: el inglés oral de las calles americanas y de las fronteras. Intercaló además, en general de un modo incorrecto, palabras de las lenguas indígenas, del español y del francés, para que su epopeya abarcara todas las regiones del continente. En cuanto a la forma, rechazó el verso regular y la rima y optó por largas estrofas rítmicas, inspiradas por los salmos de la Escritura. 

En la épica anterior un solo héroe predominaba: Aquiles, Ulises, Eneas, Rolando o el Cid. Whitman resolvió, en cambio, que su héroe serían todos los hombres. Escribió así: 

Estos son los pensamientos de todos los hombres 
en todas las épocas y países—no me son propios; 
si no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada; 
si no son el enigma y la solución del enigma, son nada; 
si no son tan cercanos como lejanos, son nada.

Esta es la hierba que crece donde hay tierra y hay agua; 
éste es el aire común que rodea la esfera. 

El Walt Whitman del libro es un personaje plural; es el autor y es a la vez cada uno de sus lectores, presentes o futuros. Así se justifican ciertas aparentes contradicciones; en un pasaje, Whitman nace en Long Island; en otro, en el Sur. "Partiendo de Paumanok" empieza con una biografía fantástica: el poeta refiere sus experiencias como minero, oficio que nunca ejerció, y el espectáculo de las manadas de bisontes en las praderas donde jamás estuvo.

"Salut au monde" encierra una visión total del planeta, con el día y la noche simultáneos. Entre las muchas cosas que ve, está nuestra llanura: 

Veo al gaucho atravesando los llanos, 
veo al incomparable jinete de caballos arrojando el lazo, 
veo sobre las pampas la persecución de hacienda salvaje... 

Whitman cantó como desde una aurora; John Brown ha escrito que Whitman y sus continuadores representan la idea de que América es un nuevo acontecimiento que deben celebrar los poetas, en tanto que Edgar Allan Poe y los suyos la ven como una mera continuación de Europa. La historia de la literatura americana sería el incesante conflicto de esas dos concepciones.






Como Mark Twain, como Jack London, como tantos otros escritores americanos, Herman Melville (1819-91) llevó el tipo de vida aventurera que el sedentario Whitman soñó y que le fue negado por su destino. Nació en Nueva York. La bancarrota de su padre, de antiguo linaje escocés, dejó a Melville en la indigencia a los quince años. Fue sucesivamente empleado de banco, peón, maestro de escuela y, en 1839, grumete. Así empezó su larga amistad con el mar. En 1841 navegó en una ballenera por el Pacífico. Desertó en las Islas Marquesas, fue capturado por caníbales y convivió algún tiempo con ellos. Se casó en 1847 y se estableció en Nueva York. De esta ciudad pasó a una granja en Massachussetts. Ahí entabló amistad con Nathaniel Hawthorne, que influyó en la escritura de su obra capital, Moby Dick. Durante sus últimos treinta y cinco años fue empleado de aduana. 

La obra de Melville consta de libros de navegaciones y aventuras, de novelas fantásticas y satíricas, de poemas, cuentos y la prodigiosa novela simbólica Moby Dick. Entre los cuentos recordaremos a Billy Budd, cuyo tema esencial es el conflicto de la justicia y de la ley; "Benito Cereno", que de algún modo prefigura El negro del Narciso de Conrad, y "Bartleby", cuyo ambiente coincide con el de ulteriores libros de Kafka. En el estilo de Moby Dick se advierte la influencia de Carlyle y de Shakespeare; hay capítulos concebidos como escenas de un drama. Abundan las frases inolvidables; en uno de los capítulos iniciales se habla de un predicador que se arrodilla en el púlpito y reza con tal devoción "que parecía un hombre arrodillado y rezando desde el fondo del mar". Moby Dick es el nombre de una ballena blanca, emblema del Mal, y la persecución insensata de esa ballena es el argumento de la obra. Es curioso observar que la ballena como símbolo del Demonio figura en un bestiario anglosajón del siglo IX y que el concepto de que la blancura es horrible constituye uno de los temas del Arthur Gordon Pym de Poe. Melville, en el texto mismo de la obra, niega que ésta sea una alegoría: la verdad es que podemos leerla en dos planos: como relato de hechos imaginarios y como símbolo. 

La importancia y la novedad profunda de Moby Dick no fueron inmediatamente reconocidas. En 1912, la Enciclopedia Británica no veía en ella otra cosa que una novela de aventuras. 

El lustro 1850-1855 es uno de los más significativos de las letras americanas. En 1850 aparecen La letra escarlata de Hawthorne y Hombres representativos de Emerson; en 1851, Moby Dick; en 1854, Walden de Thoreau, y en 1855, Hojas de hierba de Walt Whitman.



En Introducción a la literatura norteamericana (1967)
En colaboración con Esther Zemborain de Torres

Imágenes
Walt Whitman. Camden, 1891. Foto Samuel Murray
Herman Melville. Photo in the Hulton Archive/Getty Images

7/3/18

Jorge Luis Borges: Escila







Antes de ser un monstruo y un remolino, Escila era una ninfa, de quien se enamoró el dios Glauco. Este buscó el socorro de Circe, cuyo conocimiento de hierbas y de magias era famoso. Circe se prendó de él, pero como Glauco no olvidaba a Escila, envenenó las aguas de la fuente en que aquélla solía bañarse. Al primer contacto del agua, la parte inferior del cuerpo de Escila se convirtió en perros que ladraban. Doce pies la sostenían y se halló provista de seis cabezas, cada una con tres filas de dientes. Esta metamorfosis la aterró y se arrojó al estrecho que separa Italia de Sicilia. Los dioses la convirtieron en roca. Durante las tempestades, los navegantes oyen aún el rugido de las olas contra la roca.

Esta fábula está en las páginas de Homero, de Ovidio y de Pausanias.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges para publicación periódica, colección particular

6/3/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Borges descree de una divinidad personal ("En diálogo", I, 16)






Osvaldo Ferrari: Muchos se preguntan, todavía —porque a veces tienen una impresión afirmativa, y otras veces una negativa—, si Borges cree o no en Dios.

Jorge Luis Borges: Si Dios significa algo en nosotros que quiere el bien, sí; ahora, si se piensa en un ser individual, no, no creo. Pero creo en un propósito ético, no sé si del universo, pero sí de cada uno de nosotros. Y ojalá pudiéramos agregar, como William Blake, un propósito estético y un propósito intelectual, también; pero eso se refiere a los individuos, no sé si al universo, ¿no? Me acuerdo de aquel verso de Tennyson: «La naturaleza, roja en el colmillo y en la garra»; como se hablaba tanto de la benéfica naturaleza, Tennyson escribió aquello.

—Esto que acaba de decir usted, Borges, confirma mi impresión en cuanto a que su posible conflicto respecto de la creencia o no creencia en Dios, tiene que ver con la posibilidad de que Dios sea justo o injusto.

—Bueno, yo creo que basta echar un vistazo sobre el universo para advertir que, ciertamente, no reina la justicia. Aquí me acuerdo de un verso de Almafuerte:
«Yo derramé, con delicadas artes sobre cada
reptil una caricia, no creía necesaria la justicia
cuando reina el dolor por todas partes».
Y luego, en otro verso, él dice: 
«Sólo pide justicia
pero será mejor que no pidas nada». 
Porque ya pedir justicia es pedir mucho, es pedir demasiado.

—Sin embargo, usted también reconoce, en el mundo, la existencia de la felicidad de las bibliotecas, y de muchas otras felicidades. 

—Eso sí, desde luego; yo diría que la felicidad, bueno, puede ser momentánea, pero es frecuente, y se da, por ejemplo, en nuestro diálogo, yo creo.

—Hay otra impresión de fondo, digamos; la impresión de que, en general, todo poeta tiene la noción de otro mundo además de este mundo, ya que en lo que escribe el poeta siempre algo parece remitirnos a un más allá de lo que esa escritura menciona ocasionalmente.

—Sí, pero ese más allá quizá sea proyectado por la escritura, o por las emociones que llevan a la escritura. Es decir, ese otro mundo es, quizá, una hermosa invención humana.

—Pero podríamos decir que en toda poesía hay una aproximación a otra cosa, más allá de las palabras con que está escrita, y de las cosas a las que hace referencia.

—Bueno, además el lenguaje es muy pobre comparado con la complejidad de las cosas. Creo que el filósofo Whitehead habla de la paradoja del diccionario perfecto; es decir, la idea de suponer que todas las palabras que el diccionario registra agotan la realidad. Y sobre eso escribió Chesterton también, diciendo que es absurdo suponer que todos los matices de la conciencia humana, que son más vastos que los de una selva, puedan caber en un sistema mecánico de gruñidos —que serían, en este caso, las palabras, dichas por un corredor de Bolsa—. Es absurdo eso y, sin embargo, se habla de idiomas perfectos; se supone que son muy ricos los idiomas, y todo idioma es muy pobre si se lo compara, bueno, con nuestra conciencia. Creo que en alguna página de Stevenson, se dice que lo que sucede en diez minutos es algo que excede a todo el vocabulario de Shakespeare (ríe), creo que es la misma idea.

—Sí, ahora, usted ha mencionado, a lo largo de su escritura, a lo divino e incluso a lo sobrenatural. Ha aceptado también, en uno de nuestros diálogos, las palabras de Murena en cuanto a que la belleza puede transmitir una verdad extramundana. Es decir, usted parece admitir la existencia de lo trascendente, sin darle el nombre de Dios; sin llamarlo Dios.

—Y, yo creo que es más seguro no llamarlo Dios; si lo llamamos Dios, ya se piensa en un individuo, y ese individuo es misteriosamente tres, según la doctrina —para mí inconcebible— de la Trinidad. En cambio, si usamos otras palabras —quizá menos precisas, o menos vívidas— podríamos acercarnos más a la verdad; si es que ese acercamiento a la verdad es posible, cosa que también ignoramos.

—Justamente por eso, Borges, se podría pensar que usted no nombra a Dios, pero que tiene una creencia, una percepción de otra realidad, además de la realidad cotidiana.

—Es que yo no sé si esta realidad es cotidiana; no sabemos si el universo pertenece al género realista o al género fantástico porque si, como creen los idealistas, todo es un sueño, entonces, lo que llamamos realidad es de esencia onírica… Bueno, Schopenhauer habló de «la esencia» (onírica parece muy pedante, ¿no?)… digamos: «La esencia soñadora de la vida». Sí, porque «onírico» ya sugiere algo tan triste como el psicoanálisis (ríe).

—El otro interrogante, además de la fe o la falta de fe, es el de si usted concibe el amor, en términos universales, como un poder o como una fuerza necesaria para la realización de la vida humana.

—No sé si necesaria, pero inevitable sí.

—No me refiero al amor que pueden darse entre sí los seres humanos, sino al que reciben o no reciben los hombres, como reciben el aire o la luz; a un amor, eventualmente, sobrenatural.

—Yo a veces me siento, digamos, misteriosamente agradecido. Sobre todo, bueno, cuando me llega la primera idea de algo que será, desgraciadamente, después, un cuento o un poema; tengo la sensación de recibir algo. Pero no sé si ese «algo» me lo da algo, o alguien; o si surge de mí mismo, ¿no? Yeats tenía la doctrina de la gran memoria, y él pensaba que no es necesario que un poeta tenga muchas experiencias, ya que hereda la memoria de los padres, de los abuelos, de los bisabuelos. Es decir, que eso va multiplicándose en progresión geométrica, y hereda la memoria de la humanidad; y eso le va siendo revelado. Ahora, De Quincey creía que la memoria es perfecta, es decir, que yo tengo en mí todo lo que he sentido, todo lo que he pensado desde que era un niño; pero que es necesario un estímulo adecuado para encontrar ese recuerdo. Y eso nos sucede… digamos, de pronto uno oye una racha de música, uno aspira cierto olor, y eso le trae un recuerdo. Él piensa que eso vendría a ser, bueno —él era cristiano—, que ése podría ser el libro que se usa en el Juicio Final; que sería el libro de la memoria de cada uno. Y eso podría llevarnos, eventualmente, al cielo o al infierno. Pero, en fin, esa mitología me es extraña.

—Qué curioso, Borges, parece que habláramos permanentemente a través de la memoria. Nuestro diálogo a veces me hace pensar en un diálogo de dos memorias.

—Es que de hecho lo es; ya que, si algo somos… nuestro pasado ¿qué es? Nuestro pasado no es lo que puede registrarse en una biografía, o lo que pueden suministrar los periódicos. Nuestro pasado es nuestra memoria. Y esa memoria puede ser una memoria latente, o errónea, pero no importa: ahí está, ¿no? Puede mentir, pero esa mentira, entonces, ya es parte de la memoria; es parte de nosotros.

—Ya que hemos hablado de la fe o de la falta de fe; hay un hecho en nuestra época que me parece muy curioso: usted sabe que durante siglos, los hombres se han preocupado —tanto en el Occidente protestante como en el Occidente católico— por el dilema de su salvación o su no salvación, por la cuestión de la salvación del alma. Yo le diría que las nuevas generaciones ni siquiera se plantean eso, ni siquiera lo conciben como dilema.

—Me parece que es bastante grave eso, ¿eh? El hecho de que una persona… bueno, quiere decir que no tienen, digamos, instinto o sentido ético, ¿no? Además, hay una tendencia —más que tendencia, hay el hábito— de juzgar un acto por sus consecuencias. Ahora, eso me parece inmoral; porque cuando uno obra, uno sabe si obra bien o mal. En cuanto a las consecuencias de un acto, se ramifican, se multiplican y quizás, al final, se equivalgan. Yo no sé, por ejemplo, si las consecuencias del descubrimiento de América han sido malas o buenas; porque son tantas… y, además, mientras conversamos están creciendo, están multiplicándose. De modo que juzgar un acto por su consecuencia, es absurdo. Pero la gente tiende a eso; por ejemplo, un certamen, una guerra, todo eso se juzga según el fracaso o el éxito, y no según el hecho de que éticamente sea justificable. Y en cuanto a las consecuencias, como digo, se multiplican de tal manera que quizá, con el tiempo, se equilibren, y después vuelvan a desequilibrarse otra vez, ya que el proceso es continuo.

—Juntamente con la pérdida de la idea de la salvación o no salvación, se da la pérdida de la idea del bien y el mal, el pecado o no pecado. Es decir, hay una visión distinta de las cosas, que no incluye la anterior cosmovisión.

—Se piensa, digamos, en lo inmediato, ¿no?; se piensa en si algo es ventajoso o no. Y se piensa, generalmente, como si no existiera el futuro; o como si no existiera otro futuro que el futuro inmediato. Se obra de acuerdo con lo que conviene en ese momento.

—Y esa extrema inmediatez nos inmediatiza, y digamos que nos futiliza incluso; nos vuelve fútiles.

—Sí, estoy plenamente de acuerdo con usted, Ferrari.




Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Foto: Borges (s-fecha ni atrib.) en Borges cien años
Buenos Aires, PROA (edición especial) Julio/Agosto 1999, pág. 166


4/3/18

Jorge Luis Borges: Queja de todo criollo






Muestran las naciones dos índoles: una la obligatoria, de convención, hecha de acuerdo con los requerimientos del siglo y las más veces con el prejuicio de algún definidor famoso; otra la verdadera, entrañable, que la pausada historia va declarando y que se trasluce también por el lenguaje y las costumbres. Entre ambas índoles, la aparencial y la esencial, suele advertirse una contrariedad notoria. Así, en tratándose del vulgo de Londres —fuera de duda el más reverente, sumiso, desdibujado que han visto mis andanzas— es manifiesta cosa que Dickens lo celebra por lo descarado y vivaz, cualidades que si alguna vez fueron propias ya no lo son, pero que todo narrador inglés sigue mintiendo con pertinacia relajada. En lo atañedero al pueblo español, hoy concordamos todos (aconsejados por la literatura romántica y el solamente ver en su historia la empresa americana y el Dos de Mayo) en la vehemencia desbocada de su carácter, sin recordar que Baltasar Gracián supo establecer una antítesis entre la tardanza española y el ímpetu francés. Traigo estos ejemplos a colación para que el juicio del leyente consienta con mayor docilidad lo que en mi alegato hubiere de extraño.
Quiero puntualizar la desemejanza insuperable que media entre el carácter verdadero del criollo y el que le quieren infligir.
El criollo, a mi entender, es burlón, suspicaz, desengañado de antemano de todo y tan mal sufridor de la grandiosidad verbal que en poquísimos la perdona y en ninguno la ensalza. El silencio arrimado al fatalismo tiene eficaz encarnación en los dos caudillos mayores que abrazaron el alma de Buenos Aires: en Rosas e Irigoyen. Don Juan Manuel, pese a sus fechorías e inútil sangre derramada, fue queridísimo del pueblo. Irigoyen, pese a las mojigangas oficiales, nos está siempre gobernando. La significación que el pueblo apreció en Rosas, entendió en Roca y admira en Irigoyen, es el escarnio de la teatralidad, o el ejercerla con sentido burlesco. En pueblos de mayor avidez en el vivir, los caudillos famosos se muestran botarates y gesteros, mientras aquí son taciturnos y casi desganados. Les restaría fama provechosa el impudor verbal. Ese nuestro desgano es tan entrañable que hasta en la historia —crónica de obradores y no de pensativos— se advierte. San Martín desapareciéndose en Guayaquil, Quiroga yendo a una acechanza de inevitables y certeros puñales por puro fatalismo de bravuconería; Saravia desdeñando una fácil entrada victoriosa en Montevideo, ejemplifican mi aserción. No es, empero, en la historia donde mejor puede tantearse la traza espiritual de una gente. Un noble instinto artístico, una tenaz indeliberación de tragedia, hacen que todo historiador pare mientes antes en lo irregular de un motín que en muchos lustros remansados y quietos de cotidianidad. También influyen las alternativas políticas. Los altibajos venideros arbitran si conviene situar mayor realidad en la protesta de Liniers o en el bochinche de un cabildo abierto. Consideremos algún otro semblante que sea más de siempre: verbigracia, nuestra lírica criolla. Todo es en ella quietación, desengaño; áspero y dulzarrón a la vez. La índole española se nos muestra como vehemencia pura; diríase que al asentarse en la pampa, se desparramó y se perdió. El habla se hizo más arrastrada, la igualdad de horizontes sucesivos chasqueó las ambiciones y el obligatorio rigor de sujetar un mundo montaraz se resarció en las dulces lentitudes de la payada de contrapunto, del truco dicharachero y del mate. Se achaparró la intensidad castellana, pero en los criollos quedó enhiesto y vivaz ese sonriente fatalismo mediante el cual las dos obras mejores de la literatura hispánica son dos ensalzamientos del fracaso: el Quijote en la prosa y la Epístola moral en el verso. El sufrimiento, las blandas añoranzas, la burla maliciosa y sosegada, son los eviternos motivos de nuestra lírica popular. En ella no hay asombro de metáforas; la imagen brujuleada no se realiza. En la frecuente vidalita que narra No hay rama en el monte, vidalitá, la semejanza entre el corazón herido de ausencia y la floresta maltratada por el invierno rígido no se establece, pero es preciso vislumbrarla para penetrar en la estrofa. La eficacia de los versos gauchescos nunca se manifiesta con jactancia; no está en el ictus sententiarum, en el envión de las sentencias, que diría Séneca, sino en la fácil trabazón del conjunto.
Vea los pingos. ¡Ah, hijitos!
son dos fletes soberanos.
Como si jueran hermanos
bebiendo l’agua juntitos.

murmura Estanislao del Campo con leve perfección. Lo mismo le acontece al Martín Fierro. Es conmovedora la austeridad verbal de estrofas como ésta:
Había un gringuito cautivo
que siempre hablaba del barco
y lo augaron en un charco
por causante de la peste.
Tenía los ojos celestes
como potrillito zarco.
Significativo es asimismo el pudor por el cual Martín Fierro pasa como sobre ascuas sobre la muerte de su compañero y no quiere situarla en su relación, sino alejarla en el pasado:
De rodillas a su lao
yo lo encomendé a Jesús.
Faltó a mis ojos la luz,
caí como herido del rayo.
Tuve un terrible desmayo
cuando lo vi muerto a Cruz.
En las irrisorias coplas anónimas que se derraman de vihuela en vihuela, se trasluce también todo lo idiosincrásico del criollismo. El andaluz alcanza la jocosería mediante el puro disparate y la hipérbole; el criollo la recaba, desquebrajando una expectación, prometiendo al oyente una continuidad que infringe de golpe.
Señores, escuchenmén:
tuve una vez un potrillo
que de un lao era tordillo
y del otro lao, también.
A orillas de un arroyito
vide dos toros bebiendo.
Uno era coloradito
y el otro… salió corriendo.
Cuando la perdiz canta
nublado viene;
no hay mejor seña de agua
que cuando llueve.
Tampoco en el Martín Fierro faltan ejemplos de contraste chasqueado:

A otros les salen las coplas
como agua de manantial;
pues a mí me pasa igual.

La tristura, la inmóvil burlería, la insinuación irónica, he aquí los únicos sentires que un arte criollo puede pronunciar sin dejo forastero. Muy bien está el Lugones de El solterón y de la Quimera lunar, pero muy mal está su altilocuencia de bostezable asustador de leyentes. En cuanto a gritadores como Ricardo Rojas, hechos de espuma y patriotería y de insondable nada, son un vejamen paradójico de nuestra verdadera forma de ser. El público lo siente y sin entremeterse a enjuiciar su obra la deja prudencialmente de lado, anticipando y con razón que tiene mucho más de grandioso que de legible. Nadie se arriesgará a pensar que en Fernández Moreno hay más valía que en Lugones, pero toda alma nuestra se acordará mejor con la serenidad del uno que con el arduo gongorismo del otro.
Lugones, en manifiesto aprendizaje de Herrera y Reissig o Laforgue y en cauteloso aprendizaje de Goethe, es el ejemplo menos lastimoso del trance por el cual hoy pasamos todos: el del criollo que intenta descriollarse para debelar este siglo. Su dilemática tragedia es la nuestra; su triunfo es la excepción de muchos fracasos.
Se perdió el quieto desgobierno de Rosas; los caminos de hierro fueron avalorando los campos, la mezquina y logrera agricultura desdineró la fácil ganadería y el criollo, vuelto forastero en su patria, realizó en el dolor la significación hostil de los vocablos argentinidad y progreso. Ningún prolijo cabalista numerador de letras ha desplegado ante palabra alguna la reverencia que nosotros rendimos delante de esas dos. Suya es la culpa de que los alambrados encarcelen la pampa, de que el gauchaje se haya quebrantado, de que los únicos quehaceres del criollo sean la milicia o el vagamundear o la picardía, de que nuestra ciudad se llama Babel. En el poema de Hernández y en las bucólicas narraciones de Hudson (escritas en inglés, pero más nuestras que una pena) están los actos iniciales de la tragedia criolla. Faltan los postrimeros, cuyo tablado es la perdurable llanura y la visión lineal de Buenos Aires, inquietada por la movilidad. Ya la República se nos extranjeriza, se pierde. Fracasa el criollo, pero se altiva y se insolenta la patria. En el viento hay banderas; tal vez mañana a fuerza de matanzas nos entrometeremos a civilizadores del continente. Seremos una fuerte nación. Por la virtud de esa proceridad militar, nuestros grandes varones serán claros ante los ojos del mundo. Se les inventará, si no existen. También para el pasado habrá premios. Confiemos, lector, en que se acordarán de vos y de mí en ese justo repartimiento de gloria…
Morir es ley de razas y de individuos. Hay que morirse bien, sin demasiado ahínco de quejumbre, sin pretender que el mundo pierde su savia por eso y con alguna burla linda en los labios. Se me viene a ellos el ejemplo de Santos Vega y con un dejo admonitor que antes no supe verle. Morir cantando.



En Inquisiciones (1925)
Imagen: Borges en 1932
Foto: Marka UIG - Getty Images



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