12/2/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 3. Literatura (I)








GEORGES CHARBONNIER: Hoy plantearemos a Jorge Luis Borges una pregunta que ya planteamos a Raymond Queneau y a Jacques Audiberti. En realidad, la pregunta será un poco distinta, pero el principio de la interrogación queda.
«¿Qué es la literatura?»
La formulación de la pregunta será distinta. Sabemos que la pregunta sobre la naturaleza de la literatura está en el núcleo de las preocupaciones literarias contemporáneas, y que la propia pregunta es materia prima de la literatura.
La experimentación hace su entrada en la literatura, y esta experimentación ya es literatura. Experimentación que se refiere al lenguaje, a la organización de la obra literaria, al tejido literario mismo o a todos estos elementos a la vez.
Así se construye la nueva novela, o con más exactitud una parte de la nueva novela, la más elaborada, la más significativa, Robbe-Grillet, Philippe Sollers y Michel Butor representan bien este paso.
Quizá será necesario mucho tiempo para que sepamos qué es la literatura, para conocerla, mientras que actualmente nos limitamos a reconocerla.
Quizá —y muchos parecen desearlo, como si la ignorancia fuera inseparable del contexto social de la literatura realizada, de la literatura nacida, lista para ser consumida—, quizá nunca sabremos qué es la literatura…
Pero, de nuevo, queda un hecho. Un buen número de personas se interrogan y plantean la cuestión: «¿Qué es la literatura?»
¿A quién planteársela si no, con prioridad, a los escritores que, sin duda alguna, aportan algo nuevo a la literatura? ¿A quién plantear la pregunta, si no a Jorge Luis Borges?
Jorge Luis Borges ¿cuándo sabe usted que hay literatura?
Se puede leer diversos textos y no pensar a su propósito: «Literatura».
¿A partir de qué momento diría usted que aparece la literatura?
¿Cómo reconocerla?

JORGE LUIS BORGES: Yo la reconozco de una manera física. Hay algo que cambia en mí. No me atrevo a hablar de la circulación de mi sangre o del ritmo de mi respiración, pero hay cosas que en seguida siento como pertenecientes a la poesía. Por ejemplo, si hubiera de analizar o justificar un verso como éste: «Le vent de l’autre nuit a jeté bas l'amour»[5], quizá me costaría algo, y la explicación no sería demasiado satisfactoria. Pero cuando lo digo, aun en mi mal francés, o cuando alguien lo dice, siento que estoy en presencia de la poesía. De la misma manera que sentimos, qué diré yo, el mar, o una mujer, o la puesta del sol, o la amistad o la inteligencia de los demás. Es una experiencia inmediata. Por ejemplo, usted va a una reunión o a un cocktail y dos personas le son presentadas. Una dice cosas muy inteligentes, la otra no habla o dice cosas triviales. De regreso a su casa tiene la convicción de que quien dijo las cosas inteligentes es un imbécil. ¡El otro es el inteligente! Creo que no nos equivocamos. Esta impresión inmediata de la poesía, o de la inteligencia, o de la belleza, es con razón la más valiosa. Mientras que el razonamiento es una especie de cadena, ¿no? Si nos equivocamos una sola vez, el resto ya no existe.
Creo que sentimos la poesía como la música, como el amor, o como la amistad, o todas las cosas del mundo. La explicación viene después.
G. C.: Consideremos el razonamiento. La explicación. Lo que viene después. Dicho de otro modo coloquémonos en el estadio del análisis. ¿Podríamos penetrar en el lenguaje mediante un análisis que permitiera descubrir que hay o no literatura? ¿Qué piensa usted de ello?
J. L. B.: Sí, me gustaría que fuera así, pero creo más seguro atenerse a la emoción.
G. C.: Por el momento…
J. L. B.: Diría más bien a la emoción fisiológica.
G. C.: Por el momento, la emoción es un muy buen criterio.
J. L. B.: Analicemos. Imaginemos un verso. Podremos decir que en este verso el efecto se obtiene mediante un prosaísmo inesperado, y esto puede ser cierto. Pero en un verso que no nos gusta, con la misma razón podremos decir que ese verso es malo porque hay en él prosaísmo. El argumento llega demasiado tarde y el prosaísmo, por ejemplo, puede ser una virtud en un verso y una falla en otro. Lo llamamos virtud cuando el verso está logrado, antes de encontrar que el logro se debe a palabras prosaicas que se deslizaron entre las palabras nobles. Si el verso nos disgusta, decimos entonces, con toda razón, que ese verso no vale nada. La prueba es su prosaísmo. Lo mismo sucede con las metáforas. Podemos decir: sí, ese verso es admirable porque contiene una metáfora audaz. O: ese verso no vale nada porque contiene una metáfora extravagante. Lo que a veces viene a ser lo mismo.
G. C.: Quisiera saber cómo abordar un texto. Cómo, descartando la emoción, reconocer que revela literatura y no fiarme de la emoción. Fiarme de mi espíritu analítico. ¿Es esto posible?
J. L. B.: ¡Ah! ¡Es muy francesa esta idea de tener una conciencia literaria! Porque otros que no lo son, nosotros, por ejemplo, nos sentimos muy reconocidos cuando nos encontramos frente a la belleza. No soñamos con justificarla o razonarla. Para mí, esta idea de una conciencia intelectual, para saber si tengo el derecho de admirar…
G. C.: ¡Oh, no es para saber si tenemos el derecho!
J. L. B.: O si es necesario hacerlo.
G. C.: ¡No, tampoco!
J. L. B.: Quizá se trate de una ética.
G. C.: No, no. Es para saber si, habiendo analizado el fenómeno literario, se podría fabricar literatura a voluntad. He aquí lo que nos interesa. Así planteamos la pregunta. La pregunta de ninguna manera se plantea en el terreno: «¿Tenemos derecho?» o en el terreno: «¿Es necesario?»
J. L. B.: Perdone…
G. C.: El derecho y el deber no están en tela de juicio.
J. L. B.: Había entendido de una manera ética o jurídica.
G. C.: No, no. El derecho y el deber no están en tela de juicio. Tampoco la admiración. Por el momento, son puntos de vista que dejo de lado. Yo tomo el problema de otro modo. ¿Podría yo fabricar literatura con la ayuda de criterios que utilicen la lógica, la matemática, la lingüística, etc.?
J. L. B.: Bien. Responderé de una manera no francesa, que sería una manera demasiado artificial de actuar. Creo que la emoción es más natural; la emoción presente o la emoción del recuerdo, como decía Wordsworth. Todo eso produce poesía. Si no, habría que pensar en una máquina que hiciera versos; o en algo análogo a la máquina de pensar de Raimundo Lulio, por ejemplo, que intimaría a no pensar, a agotar las combinaciones de palabras hasta que estas palabras dieran ideas. Creo que es más fácil pensar o versificar que recurrir a métodos tan artificiales y penosos. Y que tampoco serían satisfactorios, ya que no explicarían nuestra emoción.
G. C.: ¡Oh, yo no sé nada! Y de golpe percibo que podría formular de otra manera la pregunta que le planteo.
J. L. B.: Entonces, si lo quiere usted así, se trata de un poeta artificial, un poeta mecánico, una especie de cuerpo o de máquina que hiciera versos mediante un arte combinatoria… ¿Es esto?
G. C.: Admitámoslo. Ese poeta «artificial», ¿sería o no un autómata?
J. L. B.: Al lector le daría lo mismo: no sabría si había sido producida por un azar sabiamente dirigido o si provenía de una conciencia humana. De todos modos, esto no le interesaría.
G. C.: Para el lector, pues, nada cambiaría.
J. L. B.: Asimismo, puesto que estamos un poco en el dominio de lo fantástico, podríamos pensar que los antiguos encontraron esta máquina y que se llama Homero, o Virgilio, digamos.
G. C.: ¡Absolutamente! ¿Por qué no?
J. L. B.: Y que todo se ha olvidado. Que, más tarde, se inventaron las biografías, etc., pero que toda literatura se producía de otra manera.
G. C.: Podríamos pensarlo, claro está.
J. L. B.: Sí, agotando las combinaciones de palabras.
G. C.: No tenemos tiempo para ello.
J. L. B.: De agotarlas, no. No, no hace falta agotarlas. En general, creo que uno siente algo de esto. Cuando un poeta juega con las variantes, uno lo reconoce. Veamos el caso de los adjetivos. Recuerdo que se criticó los dos primeros versos de la Jerusalén de Tasso. Él escribió:
Canto Vanne pietose e’l capitano
Che’l gran sepolcro liberò di Cristo…
«Canto las armas piadosas (las armas de los cruzados) y al capitán que liberó la gran sepultura, el gran sepulcro de Cristo».
Uno de sus críticos más recientes, Modigliano, hombre muy inteligente por otra parte, dijo que gran sepolcro era un poco mecánico; que puesto que Tasso escribió: la gran sepultura, el gran sepulcro, esto no puede sorprender a nadie. Pero yo pienso que Tasso tuvo razón. En efecto, puesto que en el primer verso se obtenía ya un efecto con el empleo de un adjetivo inesperado (las armas «piadosas», por decir las armas de los cruzados), no era necesario utilizar otro epíteto sorprendente en el segundo verso. Si no sentiríamos que Tasso era un señor que trabajaba para variar los epítetos. El efecto quedaba destruido. Así pues, era mejor colocar un epíteto un poco trivial. Si no, todo esto olería a mecánico.
Es un poco el caso, creo yo, de Mallarmé. Uno siente siempre el esfuerzo. Uno siente que está demasiado consciente de lo que hace. No sé si usted comparte esta impresión. Sentimos la impresión de que Mallarmé ha trabajado sus versos. Si se quiere un ejemplo más preciso, ahí está el de Joyce. Uno tiene la impresión de que Joyce sabía que se trataba de un juego. Joyce dispone de un juego que vuelve a jugar. En el caso de Mallarmé uno no está muy seguro. Quizá quería, al contrario, ser poeta en el sentido en que Hugo, digamos, lo es.
G. C.: Tenemos la seguridad absoluta de que Mallarmé no se divertía.
J. L. B.: Yo escuché un disco de Joyce. Uno siente que Joyce se divierte enormemente. Las aliteraciones, las consonancias, son para él un juego, un hermoso juego. Del que se ríe.
Hablábamos de adjetivos. Voy a citarle un ejemplo de un adjetivo extravagante que quizá es el más débil de toda la literatura. Se trata de un texto de Gracián, Baltasar Gracián, del siglo XVII. Gracián habla de la isla Santa Elena. Dice que esta isla colocada en medio del océano sirve como lugar de descanso de las naves de la… (sigue el adjetivo que él encontró) Europa. Y Gracián encontró el adjetivo más sorprendente y más débil al mismo tiempo: ¡la «portátil» Europa! Uno no sabría ser más extravagante y más torpe al mismo tiempo. Es un caso extremo. Si uno busca adjetivos puede encontrarlos. ¡Mil! En todo caso, espero que sean encontrados. Evidentemente, el autor quería jugar con la sorpresa. La obtuvo en demasía, cubriéndose de ridículo. ¿Usted cree que sea bello: la «portátil Europa»?
G. C.: No, no lo parece.
J. L. B.: No. Más bien parece algo moderno, en el sentido pobre de la palabra.
G. C.: Me parece esto algo inquietante, porque trato de averiguar qué quiso decir.
J. L. B.: Quiso decir que los europeos viajan, que Europa es viajera, por lo tanto, portátil. Sí, simplemente eso.
G. C.: ¡Esto no es satisfactorio!
J. L. B.: No, evidentemente no es satisfactorio. Lo cité como ejemplo de ridículo y, al mismo tiempo, de barroco. Hay muchos escritores que han encontrado epítetos nuevos y sorpresivos que no eran ridículos.
Pero creo que nos alejamos un poco del punto central de su inquietud que tan mal comprendí en un principio.
G. C.: Voy a precisar mi pensamiento. Me preguntaba si, en el fondo, hay trayectos marcados de antemano en La Biblioteca de Babel; si podemos suponer que hay un orden; si puedo… espere, si puedo volver a encontrar ese orden. He aquí otra manera de formular mi pregunta. No es la única.
Otra manera más sencilla: ¿Podríamos, si tuviéramos los conocimientos lingüísticos necesarios, fabricar literatura? Descartemos la cuestión de saber si es deseable o no. He aquí la pregunta desnuda: ¿Es posible, o será posible?
J. L. B.: Sí, creo que es posible. Estamos en el caso del jugador de ruleta que posee un capital infinito. No puede perder, sólo con doblar su puesta cada vez. En un momento determinado ganará, en el terreno de la hipótesis. Por otra parte, si uno posee un capital infinito nunca pensaría en jugar a la ruleta. ¡Si el capital es infinito no se puede ni perder ni ganar! Por definición las dos cosas son imposibles, creo yo.
G. C.: La razón así lo indica. La pasión puede decir otra cosa.
J. L. B.: Sí, creo que se podría fabricar literatura.. Pero esta fabricación sería demasiado fastidiosa para el escritor, aun suponiendo un escritor inmortal. Regresemos al ejemplo del epíteto. Toma usted un sustantivo cualquiera, después saca su diccionario y ensaya todos los epítetos. Esto podría hacerse, pero se acabaría más pronto pensando en el sustantivo mismo, o esforzándose por emocionarse un poco.
La cosa sería posible, pero no sé si se trataría de una experiencia interesante. Sólo sería posible como experimento. Y sobre todo como un experimento posible. Y no como una experiencia a hacer. En el caso del verbo sería lo mismo.
G. C.: Para el lector, no cambiaría nada si no lo supiera. Para el escritor, la literatura quizá sería fastidiosa, ¡pero la fabricación de la literatura podría llegar a ser apasionante!
J. L. B.: ¿La fabricación de la literatura apasionante? ¿Para quién?
G. C.: Para el propio escritor. El descubrimiento de los secretos de fabricación podría ser apasionante.
J. L. B.: Ah, sí. Quizá estemos equivocados al separar dos cosas que coexisten. Tomemos un texto bien breve, un soneto. Ahí, evidentemente, algo hay de fabricación. Si nos resignamos al primer verso, es necesario que el cuarto rime con el primero. Estamos pues un poco en la máquina de hacer versos. Quizá nos hayamos equivocado al creer que de un lado está la emoción, el pesar, el amor, la espontaneidad, etc., que hacen versos. Y, del otro lado, una máquina de variaciones. Quizá hay ambas cosas en cualquier poema, sea cual fuere. Aun en cuatro líneas. Por un lado, una emoción previa. Por el otro, muy modestamente por otra parte, la fabricación.
G. C.: Toda vez que se respeta una forma…
J. L. B.: Toda vez que se respeta una forma hay que resignarse un poco a las variaciones, y digamos, ya que parece gustarle esa historia, es preciso resignarse a La Biblioteca de Babel.
G. C.: Sí, toda vez que se está en presencia de una forma.
J. L. B.: Toda vez. Y aun cuando se hagan versos libres, aun cuando no se quiera ser Hugo sino Walt Whitman, esos versos libres tienen leyes. El hecho es que estas leyes todavía son secretas para nosotros. Como las leyes de la prosa. Quizá serán descubiertas un día como lo hizo Pierre Menard, creo yo, en otra historia que escribí. Pierre Menard descubrió cuáles eran las leyes secretas de la prosa.
Escribimos un verso. Escribimos otro verso. Nos atenemos un poco al oído. Pero el oído, sin duda, está atónito; o entrevé esas leyes secretas. Sentimos que tal verso libre es posible después de tal otro y que aquel otro es imposible. Es decir, ¡que siempre hay un poco de La Bibtioteca de Babel ahí!
Hay un poco de la máquina.









[5] «El viento de la otra noche derribó al amor» [T] 

Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler


Foto arriba: Borges in Sicily. Near Palermo. Bagheria. Villa Palagonia. 1984
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos






10/2/18

Jorge Luis Borges: Al margen de la moderna estética (1920)







A Isaac del Vando-Villar*


Para el hombre y más aún para el adolescente, sobre cuyas espaldas descansa todo lo que posee el orbe de arrogante y de audaz, un nuevo poema, una novela nueva, puede ser una Atlántida, una íntima y estupenda aventura.

Mas la potencia de admirar que hay en nosotros es limitada y, agotados los primeros hallazgos, la ley de lasitud nos impone una concepción rígida del arte, hecha de normas inflexibles entre las cuales queremos aprisionar todas las emociones y toda la belleza que han sentido o sentirán jamás los otros hombres. Para la crítica existente, estas normas son hoy la limpidez y la armonía. En todos los países donde han surgido las modernas tendencias, en Bohemia, en Francia, en Alemania y en España, la crítica las ha sacrificado sobre la vieja cruz de claridad y de euritmia. No han advertido en la labor ultraísta más que los barroquismos de la forma, sin inquietarse del espíritu, del nuevo ángulo de visión que la subraya.

Este ángulo de visión es diametralmente diferente del suyo. Por eso, toda advertencia cauta, toda burla, todo mohín de desdén basados en los viejos idearios, no muestran más que una total incomprensión del verdadero espíritu del ultra.

Intentaré una exégesis. Es posible que muchos ultraístas hállense desacordes conmigo, por tratarse de un arte que traduce impresiones, esencialmente individuales, que abandona la grey y busca al individuo. Las palabras que siguen quieren únicamente ser la expresión de una actitud ante el ultra. No aspiran a un valor objetivo.

El cristianismo y aun el paganismo se basaron sobre una concepción de la vida esencialmente estática. Por eso, mientras las almas fueron cristianas o paganas, el arte pudo buscar la euritmia, la arquitectura, lenta y segura. Hoy triunfa la concepción dinámica del kosmos que proclamara Spencer y miramos la vida, no ya como algo terminado, sino como un proteico devenir. Como una rauda carnavalesca teoría hecha de sufrimientos y de goces. Como un febril frondoso rojo aquelarre ante el blanco terror de las estrellas... El ultraísmo es la expresión recién redimida del transformismo en la literatura. Esa floración brusca de metáforas que en muchas obras creacionistas abruma a los profanos, se justifica así plenamente y representa el esfuerzo del poeta para expresar la milenaria juventud de la vida que, como él, se devora, surge y renace, en cada segundo.

Verdad que hemos llegado tarde también. Miles de otros artistas han pulsado las cuerdas del vivir. Entre el mundo externo y nosotros, entre nuestras emociones más íntimas y nuestro propio yo, los fenecidos siglos han elevado espesos bardales. Se nos ha querido imponer la obsesión de un eterno y mustio universo, de ramaje agobiado bajo las grises telarañas y larvas de pretéritos símbolos. Y nosotros queremos descubrir la vida. Queremos ver con ojos nuevos. Por eso olvidamos la fastuosa fantasmagoría mitológica, que en toda hembra lúbrica quiere visualizar una faunesa y ante las formidables selvas del mar, inevitablemente nos sugiere, con lívida sonrisa encubridora, la visión lamentable de Afrodita surgiendo de un Mediterráneo de añil ante un coro de obligados tritones...

La miel de la añoranza no nos deleita y quisiéramos ver todas las cosas en una primicial floración. Y al errar por esta única noche deslumbrada, cuyos dioses magníficos son los augustos reverberos de luces áureas, semejantes a genios salomónicos, prisioneros en copas de cristal, quisiéramos sentir que todo en ella es nuevo y que esa luna que surge tras un azul edificio no es la circular eterna palestra sobre la cual los muertos han hecho tantos ejercicios de retórica, sino una luna nueva, virginal y auroralmente nueva.

Aún lo trivial como esas vívidas naranjas auroras que en fervorosas, lujuriosas piras, incendian los claustrales mercados, es también único, como única es estremante [sic] noche deslumbrada, atónita de azul, como una gran montaña con surtidores de astros y selvas claras de constelaciones...

El ultraísmo no es quizás otra cosa que la espléndida síntesis de la literatura antigua, que la última piedra redondeando su milenaria fábrica. Esa premisa tan fecunda que considera las palabras no como puentes para las ideas, sino como fines en sí, halla en él su apoteosis. Tal vez esta verdad no sea absoluta pero por un instante al menos, es sorprendente ver en las tendencias novísimas, algo así como el divino crepúsculo, como la última roja floración, como el canto de cisne de la retórica...




* Isaac del Vando Villar, sevillano, director de las revistas Grecia y Tableros
había nacido una década antes que Borges. 
Publicó un libro de poemas, La sombrilla japonesa

En Grecia, Sevilla, Año 3, N° 39, 31 de enero de 1920

Luego incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana


Foto: Borges por Ernesto Monteavaro (s/f)
en Borges: cien años. Buenos Aires, Proa, 1999

Al pie: Placa en Sevilla donde Grecia, la revista de literatura con este nombre comienza 
a publicarse quincenalmente a partir de 1918 bajo la dirección de Isaac del Vando Villar, 
un poeta de Albaida del Aljarafe que ayudó a poner las bases del Ultraísmo literario - Fuente


9/2/18

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Sábado, 30 de junio de 1956)







Sábado, 30 de junio. Borges me dice que pueden distinguirse dos maneras de escribir mal. Una, por descuido, que no tiene mayor importancia; por ejemplo, el modo en que están escritos muchos libros de filosofía y de tema científico. Otra, por una perversión del gusto del autor; por ejemplo, cuando Ortega y Gasset llama a las mujeres de los tribunales de amor provenzales hembras civilizadoras.*  BORGES: «¿Por qué hembras? ¿Por qué civilizadoras? Quería exhibir sus conocimientos etimológicos. Baroja dice que Ortega está bien, pero que lo de Gasset es demasiado catalán y que desconfía de los productos de la firma Ortega y Gasset». BORGES: «La poesía descriptiva es difícil. Bufano describe Cuyo porque es lo que tiene ante los ojos y porque nada más se le ocurre. Es verdad que lo que ve tampoco le sugiere nada. Tampoco ese tipo de poesía es para él. Fernández Moreno, en cambio, siempre sabía ver algo en cualquier parte; por eso le salía bien la poesía descriptiva». BIOY: «Bufano trata de levantar la chatura de sus poemas con palabras como Malalhue, berrocales, Neuquén, etcétera».

Me cuenta que en la Biblioteca tienen dos empleados que son o fueron boxeadores; uno se llama el Negro Patriarca.


*Epílogo (1928) a OCAMPO, Victoria, De Francesca a Beatrice (1924).

En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en la Librería Casares
27 de noviembre de 1985, Foto propiedad de Alberto Casares

8/2/18

Jorge Luis Borges: Juan Crisóstomo Lafinur






(1797-1824)


El volumen de Locke, los anaqueles,
la luz del patio ajedrezado y terso,
y la mano trazando, lenta, el verso:
La pálida azucena a los laureles.
Cuando en la tarde evoco la azarosa
procesión de mis sombras, veo espadas
públicas y batallas desgarradas;
con usted, Lafinur, es otra cosa.
Lo veo discutiendo largamente
con mi padre sobre filosofía,
y conjurando esa falaz teoría
de unas eternas formas en la mente.
Lo veo corrigiendo este bosquejo,
del otro lado del incierto espejo.






En La moneda de hierro (1976)
©1976, Borges, Jorge Luis
©1976, Buenos Aires, Ediciones Emecé


Arriba: Retrato sin atribución de Juan Crisóstomo Lafinur

Abajo: Monumento Museo de la Poesía Manuscrita 
"Juan Crisóstomo Lafinur" en La Carolina, 2016
Foto Fernando Romero Vía

Véase también: Imagen de Lafinur [Conferencia dictada en San Luis, noviembre de 1976]


7/2/18

Jorge Luis Borges: Prólogo a «La pintura y la escultura en la Argentina (1783-1894)» de Eduardo Schiaffino






No es exagerado afirmar que las historias de la pintura se pueden dividir en tres clases abominables: a) las cometidas por personas que entienden de escribir y no de pintar; b) las cometidas por personas que entienden de pintar y no de escribir; c) las cometidas por ambizurdos que ignoran esas dos actividades con igual perfección. Las del grupo b) son casi tan nefastas como las últimas, ya que la ignorancia de los pintores, aunque no alcance la soberbia y la plenitud de la de cualquier escultor, supera fácilmente a la que manejan los literatos —que no es despreciable tampoco. El pintor llamado pompier (denigración inadmisible de un término que habla de una profesión terrible y ardiente, muy saludada por Walt Whitman) solía atesorar algún episodio de la mitología greco-romana; el nuevo puede prescindir de esa ardua erudición, innecesaria para su apetecida acumulación de guitarras despedazadas, arlequines inválidos, pipas sin fumador, titulares sueltas de diario, botellones de anís y otros melancólicos atributos.

Los tres peligros verosímiles de que hablé han sido descartados ab initio en este libro totalmente admirable de don Eduardo Schiaffino: distinguido pintor y espontáneo y rico prosista.

Entiendo que la primera de esas actividades le ha procurado más renombre que la segunda: nuestro público ignora con injusticia (y con detrimento y pérdida propia) la obra de Schiaffino, escritor. Básteme recordar aquí su debate con cierto periodista madrileño de esos que están desinfectando perpetuamente el delicado idioma español, siempre contaminado de galicismos, cuando no de americanismos. Schiaffino (invirtiendo el orden habitual de esas controversias) argumentó que España, con sus provincialismos adulados por la Academia, con su galaico-portugués, su catalán, su bable, su caló agitanado, su mallorquín, sus aragonesismos y andalucismos, su dialecto extremeño, su Muñoz Seca, su vascuence y su Arniches, importaba un serio peligro para la pureza del castellano, un peligro que debíamos rechazar...

La pintura y la escultura en Argentina no es de esos libros que haragana y lánguidamente se dejan leer: es de los que conquistan y estimulan la atención del lector. La iconografía de San Martín, los caudillos de nuestras contiendas civiles, la iconografía de Rosas, la dulce y sanguinaria plebe rosina que sesteaba, mateaba y guitarreaba a la sombra creciente de los castillos que despicaban un cansancio de leguas en el Hueco de las Cabecitas o en Monserrat, las diversas indumentarias del gaucho (desde aquel andaluz de chiripá que aflige tanto a Rossi, que lo requiere desvestido, charrúa y antiespañol), las glorias y percances de la pintura militar en esta república, el arte de Vidal, de Prilidiano Pueyrredon y de Pellegrini, la Fundación del Ateneo, el pensativo elogio de Eduardo Wilde a la Fiebre amarilla de Blanes, la codicia ilusoria y anacrónica de Ricardo Gutiérrez, que pretendía "cien nacionales" por un artículo: he aquí algunos de los temas a que nos invitan las páginas.

De la pintura y escultura argentinas habla Schiaffino, pero su estudio es un testimonio fehaciente de otro arte nacional, que yo sospechaba casi perdido (como el de componer tangos felices): el de la irónica y cortés prosa criolla, prosa de Buenos Aires.



En: Crítica, Revista Multicolor de los Sábados, Buenos Aires, Año 1, Nro. 31, 10 de marzo de 1934.
Y en: Borges en Revista Multicolor, Buenos Aires, Editorial Atlántida (1995)
Luego en: Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Foto: Jorge Luis Borges durante una conferencia en Rosario, 1983


5/2/18

María Kodama: Encuentro de culturas



 


   Puntos, rayas, zonas sombreadas, gruesas líneas que van demarcando las fronteras en un atlas de historia antigua. Signos que indican desde el comienzo del tiempo humano, el flujo y reflujo de las diferentes migraciones del hombre. Puntos, rayas, zonas sombreadas que se superponen y a veces desaparecen. Signos... Eso que, prolijamente trazado y coloreado, nos da la evolución de la humanidad hasta su nunca definitiva forma geográfica actual. Uno se estremece cuando sabe que esa aséptica geometría encierra luchas, desolación, muerte y cautiverio. Uno sabe, también, que esos signos nada transmitirían emocionalmente, si no estuvieran los bajorrelieves de la antigüedad —mudos testigos de ese tiempo— y la literatura, guardianes de la emoción de la vida a través de sus creadores.
De las múltiples formas del castigo, el cautiverio es, quizá, la más dolorosa. En la niñez, muchos se habrán sentido transidos por el enigma terrible que encierra el mito, o por la historia, tan lejana para un niño, que se confunde con el mito. Algunos habrán oído de labios de sus mayores, las palabras de la Biblia, esa historia apasionante de los judíos que es la de Palestina, y que comenzó con aquella gente que ocupaba las tierras que se extendían junto al Nilo, el Tigris y el Éufrates los ubica en el centro físico de los movimientos históricos que hicieron crecer el mundo. La mención de esos ríos es el recuerdo instantáneo de los dos centros culturales más importantes del mundo antiguo: Egipto y Babilonia. Es, precisamente, este último nombre el que desde la infancia queda asociado a la construcción de una torre con la que los hombres pretendían llegar a Dios, y es aquí cuando aprendemos que el lenguaje de la humanidad era uno y que la diversidad de las lenguas surge como un castigo de Dios al hombre por su soberbia. Los hombres no podrían llegar a Dios porque no podrían entenderse. Por eso uno acepta, cuando sabe que Nabucodonosor, rey de Babilonia, sitia a Jerusalem; y hace prisionero a Joaquín, rey de Jerusalem. Uno siente temor ante la violencia con la que saca los tesoros de la casa de Jehová y de la casa del rey, y rompe los utensilios de oro que eran de Salomón, rey de Israel; y, sin embargo, esto no puede compararse con la desazón que uno siente cuando lee, en el versículo 15 de Reyes, 24 y 25, que “asimismo llevó cautivos a Babilonia, a Joaquín, a la madre del rey, a las mujeres del rey, a sus oficiales y a los poderosos de la tierra; cautivos los llevó de Jerusalem a Babilonia”.
Uno siente opresión: desde la noche de los tiempos surge el clamor de los hombres, el llanto de las mujeres, los gritos de los niños, y desfilan ante nuestros ojos nuevamente el dolor y la guerra engendrada por la cólera de Aquiles; y el cadáver de Héctor arrastrado tres veces alrededor de las murallas de Troya; y el desconsuelo de Hécuba; y el clamor de los troyanos que lamentan, en la muerte de Héctor, su propio destino; todo esto lo salvó para nosotros, Homero.
Tanto en Occidente como en Oriente, el cautiverio, la idea de ser cautivo, hizo que muchos prefirieran morir antes que caer en manos de sus enemigos: Cleopatra, que se hizo picar por el áspid; o, en el extremo Oriente, la terrible historia de Heike, en la que las mujeres prefieren arrojarse al mar con sus hijos antes de ser llevadas en cautiverio. Oyendo estas historias, uno piensa en la inconsciencia de la infancia, que esta violencia le es ajena: hasta el momento en que descubre a los pitagóricos, quienes se consideran forasteros curiosos en la Magna Grecia, espectadores que se limitan a ver. A esta vida, que ellos denominan teorética, se opone el cuerpo con sus necesidades que sujetan al hombre. Entonces se leen las palabras que enfrentarán al hombre con una situación extrema, soma-sema, el cuerpo es una tumba. Hay que superarlo conservándolo. Para llegar a esto, es necesario un estado previo del alma, el entusiasmo, es decir, el endiosamiento. Sólo así se llega a una vida teorética no ligada a las necesidades del cuerpo, a un modo de vivir divino. El hombre que llega a esto es el sabio. Entonces, perdida la inocencia, se nos revela —a través de los pitagóricos— que ese cautiverio y esa violencia está en nosotros mismos y, también en nosotros mismos, el poder de superarla.
Siguiendo el curso de la historia, uno se pregunta si Hernán Cortés, por ejemplo, al quemar sus naves, logró, por un acto de voluntad, ese vivir divino; o si decidió en ese instante, su cautiverio en la vasta tierra mexicana, en ese continente regido por otra civilización con la que se enfrentaría en una cruel lucha, resultado de esa violencia que, abierta o encubiertamente, engendra una decisión.
En el continente europeo la sola mención de los bárbaros, denominación que, al comienzo, designaba tan sólo a los que no hablaban griego, a los extranjeros, producía temor y agonía. En el siglo V, este vocablo pasó a nombrar a las hordas o pueblos que abatieron el Imperio Romano y se expandieron por Europa. Luego fue sinónimo de fiero o cruel. El bárbaro era el ser odiado y temido, el que destruía el orden del Imperio, el que avasallaba imponiendo sus costumbres, su propia civilización, el que no podía hablar la misma lengua, el que engendraba el cautiverio.
Y en América vemos qué tan bárbaros eran los españoles para los indios, como lo eran los indios para los españoles. Todo esto, que parece claro si parangonamos la civilización azteca o maya con la española, parece más confuso cuando nos hallamos frente a indios que transcurrían sus vidas en un plano más primitivo.
La literatura se ha ocupado de situaciones límites en las regiones del sur del continente americano, presentando a los indios como seres casi bestiales, irrumpiendo en los fortines y llevándose cautivos a hombres y mujeres. La suerte de las cautivas era convertirse en concubinas del cacique, ganando siempre el odio de las otras, que hasta entonces habían vivido en armonía porque, precisamente, no eran la extranjera, la cautiva. Creo que aparece, por primera vez en nuestra literatura, en un pasaje de La Argentina Manuscrita, de Ruiz Díaz de Guzmán, el personaje de la cautiva. Ruiz Díaz de Guzmán sitúa el episodio en el fuerte de Sancti Spiritu, fundado por Gaboto en la unión de los ríos Paraná y Carcarañá —actual provincia de Santa Fe— en el año 1532.
Cuenta cómo el cacique Mangaré, enamorado de Lucía de Miranda, ataca y destruye el fuerte para llevarse cautiva a la mujer. Mangaré muere en la lucha y es su hermano Siripo, quien hereda a la cautiva como parte del botín. Sebastián Hurtado, el marido de Lucía, deliberadamente se hace tomar prisionero para dar con su mujer. Siripo ordena la muerte del hombre pero, ante los ruegos de Lucía, decide perdonarle la vida a cambio de que se aleje de ella. Los enamorados esposos no cumplen esto y, denunciados por una india celosa, Siripo los sorprende juntos y condena a la mujer a la hoguera, tormento que deberá presenciar el marido, para morir después, asaeteado.
Este tema será trasladado al teatro por Lavardén.
Tres siglos después, en 1837, publica Esteban Echeverría, de vuelta de Francia, el 28 de junio de 1830, el segundo volumen de Rimas, donde destaca como pieza principal el poema La Cautiva. Se da, también aquí, el cautiverio como el enfrentamiento de civilización y barbarie que, más tarde, retomará Sarmiento en su Facundo, cuya primera edición es de 1845.
El desarrollo de La Cautiva de Echeverría está teñido de romanticismo y de brutalidad. Está poema está dividido en nueve cantos y un epílogo. Podemos decir que la protagonista es La Pampa, ese desierto que se extiende desde el Plata a los Andes y que ya había sido cantado por los viajeros ingleses. Echeverría la transforma en la magnífica protagonista de su leyenda. Los personajes son María y Brian, que caen en poder de los indios; y La Pampa —verdadero tema de la obra— acompaña, de algún modo, el destino de los desdichados personajes, siendo, a veces, la expresión de lo que les sucede, de acuerdo con la visión romántica de la naturaleza.
Donde la descripción de la crueldad del indio alcanza su mayor grado de brutalidad es en el Martín Fierro de José Hernández, publicado en 1872, en el canto VIII, segunda parte, 1879, La vuelta de Martín Fierro. Martín Fierro está pensando en Cruz, a quien acaba de enterrar, cuando oye unos lamentos. Se acerca al lugar de donde provienen y ve a un indio que está azotando despiadadamente a una cautiva. Ésta ha sido acusada de bruja por una india, a raíz de la muerte de una hermana de la mujer. Como la cautiva no declara, el indio degüella al niño y le ata las manos a la desdichada con las tripas de su hijo. Martín Fierro mira al indio y sabe que la lucha es a muerte. Cuando el indio está a punto de matarlo, la mujer, con sobrehumano esfuerzo, ayuda a Martín Fierro. El indio resbala sobre los restos del niño y Fierro lo mata y vuelve con la mujer a la civilización.
Borges retoma el tema del cautiverio en dos textos: Historia del guerrero y de la cautiva  y El cautivo. La diferencia fundamental consiste en que Borges no va a remitirse al relato del encuentro entre civilización y barbarie, o crueldad y piedad. Con estos dos cuentos, alcanza otra instancia: Borges va a imaginar al hombre y su circunstancia, como decía Ortega.
En Historia del guerrero y de la cautiva, Borges presenta dos historias separadas en el tiempo y en el espacio, que ofrecen, de una manera especular —por su inversión—, un mismo hecho, aunque parezcan dos episodios antagónicos.
En la primera parte, cuenta la historia de Droctulft, que leyó en La Poesía de Croce.
Benedetto Croce abrevia un texto latino de Pablo el Diácono. Borges narra cómo se conmovió con esta lectura y anticipa lo que será la segunda historia, cuando dice: “Luego entendí por qué”:
Fue Droctulft un guerrero lombardo que en el asedio de Ravena abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que antes había atacado. Los raveneses le dieron sepultura en un templo y compusieron un epitafio en el que manifestaron su gratitud.
Borges duda en ubicar la historia en el siglo VI, cuando los longobardos desolaron las llanuras de Italia, o en el VIII, antes de la rendición de Ravena. Él mismo dice:
Imaginemos (este no es un trabajo histórico) lo primero. Deliberadamente comienza el párrafo con “imaginemos”, juega con elementos de posibilidad, luego dice “al tipo genérico”; es decir que insiste en la no individualización, en la despersonalización del individuo. En lo que continúa vemos, también, la no intervención de la voluntad, en esa trayectoria que lo lleva desde las márgenes del Danubio y el Elba:
[El hombre] tal vez no sabía que iba al sur y tal vez no sabía que guerreaba contra el nombre romano. Quizá profesaba el arrianismo, que mantiene que la gloria del Hijo es reflejo de la gloria del Padre, pero más congruente es imaginarlo devoto de la Tierra, de Hertha…
Más adelante, agrega: “…era blanco, animoso, inocente, cruel, leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. Toda esa vaguedad que se da en torno a Droctulft se cierra con esta enigmática frase.
De pronto dice: “Las guerras lo traen a Ravena y ahí ve algo que no ha visto jamás, o que no ha visto con plenitud”, y más adelante agrega: “Quizá le basta ver un solo arco, con una incomprensible inscripción en eternas letras romanas. Bruscamente lo ciega y lo renueva esa revelación, la Ciudad”.
A partir de este punto los verbos cambian, expresan la visión, la certeza y la acción de Droctulft, sujeto que elige:
Sabe que en ella será un perro, o un niño […] sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania. Droctulft abandona a los suyos y pelea por Ravena. Muere, y en la sepultura graban palabras que él no hubiera entendido.
Hasta antes de esa revelación, todo es vago y no hay ningún indicio de una toma de iniciativa de Droctulft, que perteneciendo a los grupos bárbaros que asolaron Europa y que llevaban consigo el cautiverio y la muerte era, sin saberlo, cautivo de esa cosa feroz, la guerra. Es a partir de ver que se produce la revelación y el hombre sabe y actúa, abandona, pelea y muere. Estos actos, que ganaron la gratitud de los raveneses, quizá fueron otra forma de cautiverio, quizá todo esto le fue ajeno, ya que ni siquiera hubiera entendido las palabras que grabaron en su epitafio. Borges no lo considera un traidor sino un iluminado, un converso, y juega con la idea de que quizá, de alguno de los otros longobardos que siguieron su ejemplo, nació Dante. Esto develaría la frase, “leal a su capitán y a su tribu, no al universo”. ¿Cuál es la lealtad vista desde la perspectiva del universo? ¿Fue un traidor Droctulft, o la inglesa india, ambos renegando de sus respectivas culturas?
Borges dice que la historia de la inglesa india lo emocionó, porque tuvo la impresión de recuperar, bajo forma diversa, algo que había sido suyo. Finalmente recuerda que es un relato que oyó de su abuela inglesa. Su abuela Fanny Haslam, casada con Borges, jefe de las fronteras Norte y Oeste de Buenos Aires y Sur de Santa Fe. La comandancia estaba en Junín. Ahí le cuentan a su abuela que hay otra inglesa desterrada como ella y un día le señalan una muchacha india. Un soldado le dice a la india que otra inglesa quiere hablar con ella. A partir del momento en que asiente, la india es la mujer, o las dos mujeres que se sienten hermanas. Sin embargo, pasa a ser llamada la otra cuando relata su historia de cautiverio y su condición de mujer de un capitanejo a quien había dado dos hijos y que era muy valiente. En medio del relato, esa reflexión: “A esa barbarie se había rebajado una inglesa”, la vuelve a hermanar con la mujer que la escucha. A partir de aquí, ante el ofrecimiento de la abuela de Borges de ampararla, la otra se niega, el relator vuelve a despersonalizarla, a identificarla con lo ajeno, con lo extraño.
Después de la muerte de Francisco Borges, en circunstancias dramáticas en el 74, escribe Borges: “…quizá mi abuela, entonces, pudo percibir en la otra mujer, también arrebatada y transformada por este continente implacable, un espejo monstruoso de su destino…
Como Droctulft, una y otra son sólo cautivas.
Ante el gesto de la india a caballo, que se tira al suelo para beber la sangre caliente de la oveja, Borges dice: No sé si lo hizo porque ya no podía obrar de otro modo, o como un desafío y un signo. Este signo es, quizá, la exteriorización de la elección que hace: renunciar a la civilización. Acata, mediante esa acción, ese ímpetu secreto, “un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales.
También en El cautivo está la idea del hombre que nace en la civilización de la que es arrancado y, cuando regresa y puede elegir —¿puede?—, opta por volver a la barbarie.
Borges, en esta breve pieza en prosa, va dando la idea de ser otro en el tiempo, a través del cambio de sustantivos con los que se refiere al cautivo: es un chico desaparecido, un indio de ojos celestes, el hombre trabajado por el desierto. Vuelve a llamarlo chico cuando, por un instante, recuerda el lugar donde había escondido el cuchillito antes de ser raptado por el malón. Los padres lloran porque han encontrado al hijo. Finalmente vuelve a ser el indio y parte al desierto.
El constante cambio del hombre en el devenir está marcado en ambas historias. Aparentemente, el azar torció esos destinos; pero, quizá, cuando el destino les otorgó a esos personajes el instante, tal vez único, de libertad que tiene el hombre, el de decidir, pareciera que, en esa fracción de segundo, no es la razón la que actúa, sino un ímpetu que no se puede justificar o explicar.
Más allá de los encuentros de culturas, más allá de lo terrible y maravilloso que han encerrado y que aún encierran esos encuentros, el título de este breve cuento de Borges es la metáfora que encierra a todos los seres humanos en el laberinto del mundo. 




En Homenaje a Borges (2016)
Foto: Borges en visita a San Javier, Tucumán, 1978

4/2/18

Jorge Luis Borges: Profesión de fe literaria (1926)






Yo soy un hombre que se aventuró a escribir y aun a publicar unos versos que hacían memoria de dos barrios de esta ciudad que estaban entreveradísimos con su vida, porque en uno de ellos fue su niñez y en el otro gozó y padeció un amor que quizá fue grande. Además, cometí algunas composiciones rememorativas de la época rosista, que por predilección de mis lecturas y por miedosa tradición familiar, es una patria vieja de mi sentir. En el acto se me abalanzaron dos o tres críticos y me asestaron sofisterías y malquerencias de las que asombran por lo torpe. Uno me trató de retrógrado; otro, embusteramente apiadado, me señaló barrios más pintorescos que los que me cupieron en suerte y me recomendó el tranvía 56 que va a los Patricios en lugar del 96 que va a Urquiza; unos me agredían en nombre de los rascacielos; otros, en el de los rancheríos de latas. Tales esfuerzos de incomprensión (que al describir aquí he debido atenuar, para que no parezcan inverosímiles) justifican esta profesión de fe literaria. De este mi credo literario puedo aseverar lo que del religioso: es mío en cuanto creo en él, no en cuanto inventado por mí. En rigor, pienso que el hecho de postularlo es universal, hasta en quienes procuran contradecirlo.
Éste es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él. En la poesía lírica, este destino suele mantenerse inmóvil, alerta, pero bosquejado siempre por símbolos que se avienen con su idiosincrasia y que nos permiten rastrearlo. No otro sentido tienen las cabelleras, los zafiros y los pedazos de vidrio de Góngora o las perradas de Almafuerte y sus lodazales. En las novelas es idéntico el caso. El personaje que importa en la novela pedagógica El criticón, no es Critilo ni Andrenio ni las comparsas alegóricas que los ciñen: es el fraile Gracián, con su genialidad de enano, con sus retruécanos solemnes, con sus zalemas ante arzobispos y próceres, con su religión de la desconfianza, con su sentirse demasiado culto, con su apariencia de jarabe y fondo de hiel. Asimismo, nuestra cortesía le finge credulidades a Shakespeare, cuando éste infunde en cuentos añejos su palabreo magnífico, pero en quien creemos verdaderamente es en el dramatizador, no en la hijas de Lear. Conste que no pretendo contradecir la vitalidad del drama y de las novelas; lo que afirmo es nuestra codicia de almas, de destinos, de idiosincrasias, codicia tan sabedora de lo que busca, que si las vidas fabulosas no le dan abasto, indaga amorosamente la del autor. Ya Macedonio Fernández lo dijo.
El caso de las metáforas es igual. Cualquier metáfora, por maravilladora que sea, es una experiencia posible y la dificultad no está en su invención (cosa llanísima, pues basta ser barajador de palabras prestigiosas para obtenerla), sino en causalizarla de manera que logre alucinar al que lee. Esto lo ilustraré con un par de ejemplos. Describe Herrera y Reissig (Los peregrinos de piedra, página 49 de la edición de París):
Tirita entre algodones húmedos la arboleda;
la cumbre está en un blanco éxtasis idealista
Aquí suceden dos rarezas: en vez de neblina hay algodones húmedos entre los que sienten frío los árboles y, además, la punta de un cerro está en éxtasis, en contemplación pensativa. Herrera no se asombra de este duplicado prodigio, y sigue adelante. El mismo poeta no ha realizado lo que escribe. ¿Cómo realizarlo nosotros?
Vengan ahora unos renglones de otro oriental (para que en Montevideo no se me enojen) acerca del obrero que suelda la vía. Son de Fernán Silva Valdés y los juzgo hechos de perfección. Son una metáfora bien metida en la realidad y hecha momento de un destino que cree en ella de veras y que se alegra con su milagro y hasta quiere compartirlo con otros. Rezan así:
Qué lindo,
vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella; y un hombre enmascarado
por ver qué tiene adentro se está quemando en ella

Vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella;
y la gente, asombrada,
le ha formado una rueda
para verla morir entre sus deslumbrantes
boqueadas celestes.
Estoy frente a un prodigio
—a ver quién me lo niega—
en medio de la calle
ha caído una estrella.
A veces la sustancia autobiográfica, la personal, está desaparecida por los accidentes que la encarnan y es como corazón que late en la hondura. Hay composiciones o líneas sueltas que agradan inexplicablemente: sus imágenes son apenas aproximativas, nunca puntuales; su argumento es manifiesto frangollo de una imaginación haragana, su dicción es torpe y, sin embargo, esa composición o ese verso aislado no se nos cae de la memoria y nos gusta. Esas divergencias del juicio estético y la emoción suelen engendrarse de la inhabilidad del primero: bien examinados, los versos que nos gustan a pesar nuestro, bosquejan siempre un alma, una idiosincrasia, un destino. Más aún: hay cosas que por sólo implicar destinos, ya son poéticas: por ejemplo, el plano de una ciudad, un rosario, los nombres de dos hermanas.
Hace unos renglones he insistido sobre la urgencia de subjetiva u objetiva verdad que piden las imágenes; ahora señalaré que la rima, por lo descarado de su artificio, puede infundir un aire de embuste a la composiciones más verídicas y que su actuación es contrapoética, en general: Toda poesía es una confidencia, y las premisas de cualquier confidencia son la confianza del que escucha y la veracidad del que habla. La rima tiene un pecado original: su ambiente de engaño. Aunque este engaño se limite a amargarnos, sin dejarse descubrir nunca, su mera sospecha basta para desalmar un pleno fervor. Alguien dirá que el ripio es achaque de versificadores endebles; yo pienso que es una condición del verso rimado. Unos lo esconden bien y otros mal, pero allí está siempre. Vaya un ejemplo de ripio vergonzante, cometido por un poeta famoso:
Mirándote en lectura sugerente
llegué al epílogo de mis quimeras;
tus ojos de palomas mensajeras
volvían de los astros, dulcemente.

Es cosa manifiesta que esos cuatro versos llegan a dos, y que los dos iniciales no tienen otra razón de ser que la de consentir los dos últimos. Es la misma trampa de versificación que hay en esta milonga clásica, ejemplo de ripio descarado:
Pejerrey con papas,
butifarra frita;
la china que tengo
nadie me la quita…
He declarado ya que toda poesía es plena confesión de un yo, de un carácter, de una aventura humana. El destino así revelado puede ser fingido, arquetípico (novelaciones del Quijote, de Martín Fierro, de los soliloquistas de Browning, de los diversos Faustos), o personal: autonovelaciones de Montaigne, de Tomás De Quincey, de Walt Whitman, de cualquier lírico verdadero. Yo solicito lo último.
¿Cómo alcanzar esa patética iluminación sobre nuestras vidas? ¡Cómo entrometer en pechos ajenos nuestra vergonzosa verdad? Las mismas herramientas son trabas: el verso es una cosa canturriadora que anubla la significación de las voces; la rima es juego de palabras, es una especie de retruécano en serio; la metáfora es un desmandamiento del énfasis, una tradición de mentir, una cordobesada en que nadie cree. (Sin embargo, no podemos prescindir de ella: el estilo llano que nos prescribió Manuel Gálvez es una redoblada metáfora, pues estilo quiere decir, etimológicamente, punzón, y llano vale por aplanado, liso y sin baches. Estilo llano, punzón que se asemeja a la pampa. ¿Quién entiende eso?)
La variedad de palabras es otro error. Todos los preceptistas la recomiendan; pienso que con ninguna verdad. Pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas, y que la aparente publicidad que el diccionario les regala es una falsía. Que nadie se anime a escribir suburbio sin haber caminoteado largamente por sus veredas altas; sin haberlo deseado y padecido como a una novia; sin haber sentido sus tapias, sus campitos, sus lunas a la vuelta de un almacén, como una generosidad. Yo he conquistado ya mi pobreza; ya he reconocido, entre miles, las nueve o diez palabras que se llevan bien con mi corazón; ya he escrito más de un libro para poder escribir, acaso, una página. La página justificativa, la que sea abreviatura de mi destino, la que sólo escucharán tal vez los ángeles asesores, cuando suene el Juicio Final.
Sencillamente: esa página que en el atardecer, ante la resuelta verdad de fin de jornada, de ocaso, de brisa oscura y nueva, de muchachas que son claras frente a la calle, yo me atrevería a leerle a un amigo.




En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House





Imagen arriba para este blog: Otro Borges de Miguel Ruibal (2018) 
[Flickr] [Tw] [FB]
Carbonilla, pasteles y acrílicos
22 cms. de base x 28,5 cms. de alto

2/2/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Funes y el insomnio







A.: Borges, me interesaría conocer la circunstancia que motivó su magnífico cuento Funes el memoriosoy si usted no se opone, que indaguemos un poco a ese curioso personaje que compensa sus carencias a través de la memoria. ¿Es cierto que corresponde a una crisis suya de insomnio?
B.: Bueno, yo no comparto demasiado su criterio, pero ¡qué le vamos a hacer!… Ahora, le voy a revelar un hecho que tal vez pueda interesar a los psicólogos. Usted sabe que una vez escrito ese cuento, una vez descripta esa horrible perfección de la memoria, que acababa matando a su hombre, el insomnio que tanto me angustiaba desapareció.
A.: O sea que la consumación de ese cuento fantástico obró como terapia en usted. Hay mucha gente que sostiene que ese cuento es autobiográfico; sin duda lo es, ya que es como una especie de hipérbole de un estado mental suyo. ¿No es así?
B.: Cierto, sólo que en lugar de decir Borges, dije Funes. Yo me he quitado ahí algunas cosas y, obviamente, me he agregado otras que no tengo. Por ejemplo, Funes, el compadrito, no hubiera podido escribir el cuento; yo, en cambio, he podido hacerlo y he podido olvidarme de Funes y olvidarme también —no siempre— del desagradable insomnio. Ahora, yo creo que ese cuento debe su fuerza a que el lector siente que no se trata de una fantasía habitual, sino que yo estoy contando algo que puede tocarlo a él y que me tocaba a mí cuando lo escribí. Todo ese cuento viene a ser una especie de metáfora, como señaló usted, una parábola, del insomnio.
A.: Se nota, por otra parte, una constante muy concreta en todo el relato. Es decir, el personaje está situado en un lugar determinado y su drama se desarrolla también en ese lugar.
B.: Yo creo que logré en Funes el memorioso un cuento con formas concretas. Sí, está ubicado en un sitio determinado; ese sitio es Fray Bentos, en el Uruguay. Yo pasé, cuando niño, algunas temporadas en ese lugar, en casa de un tío mío; o sea que hay recuerdos de infancia. Luego busqué un personaje muy simple, un compadrito de pueblo. Como tenía que justificar eso de algún modo, bueno, describí una caída de caballo, en realidad una serie de pequeñas invenciones novelísticas, que por supuesto no le hacen mal a nadie. Finalmente le di ese título; un título que hace juego con el cuento.
A.: Borges, en idioma inglés, sin embargo, Funes the memorius, debe resultar extraño, ya que la palabra «memorius» no existe.
B.: Ah, no, esa palabra en inglés no existe y es verdad, le da un carácter grotesco al cuento, un carácter extravagante. En cambio, en español —aunque no sé si alguien ha usado la palabra «memorioso»— si uno oyera a un hombre de pueblo decir: «fulano es muy memorioso», uno por supuesto lo entendería. De modo que, como le dije, creo que el título Funes el memorioso hace juego con el cuento. Ahora, si se lo pone en otro idioma, por ejemplo, usando la palabra memorié, o alguna otra parecida, se puede interpretar que lleva un elemento intelectual. Y así puede parecer la historia de un personaje muy sencillo y muy desdichado a quien mata a temprana edad el insomnio.






Título original: Conversaciones con Borges [25]
Roberto Alifano, 1984

Imagen color sin atribución ni fecha: Juan José Arreola, Jorge Luis Borges
y Roberto Alifano en la Feria del Libro (y reportaje) vía


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