18/11/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: «El sabor de lo épico» ("En diálogo", II, 59)





Osvaldo Ferrari: Hay un sabor, dice usted en un ensayo, Borges, que nuestro tiempo no suele percibir: el elemental sabor de lo heroico.
Jorge Luis Borges: Sí, curiosamente la poesía empezó por la épica, es decir, los poetas no empezaron cantando sus pesares, o sus ocasionales venturas personales; tomaron temas de la épica. Y se ha dicho que la novela es una degeneración de la epopeya. Ahora, la palabra degeneración es peyorativa, yo no querría usarla; pero por qué no suponer que se empezó por el verso —desde luego, más memorable, más recordable que la prosa— y que ese verso fue… y, heroico, épico…
.
—A mí curiosamente me mueve más lo épico que lo lírico, o que lo elegíaco inclusive. A veces —por qué no confesarlo, ya que estamos solos aquí los dos—, a veces yo he llorado leyendo algo, y siempre he llorado cuando he leído algo épico; no cuando he leído algo patético en otro sentido, elegíaco o sentimental. Pero esa preferencia mía por la épica es tan grande que tiendo a juzgar a los novelistas en función de la épica, lo cual es evidentemente ilógico. Quizá por esa razón, yo diría que para mí, el novelista —aunque no hay ninguna razón para elegir uno, habiendo muchos— sería Joseph Conrad. Y en Conrad es evidente el elemento épico, además, tenemos en él el tema del mar, que es épico, ya que es el tema de la aventura, de las heroicas navegaciones; de manera que en Conrad —que para mí es el novelista— uno siente ese difícil, ese hoy inaccesible sabor de la épica. Y ya que estamos hablando de la épica, querría recordar, de paso, algo que sin duda ya he recordado, y es que en un tiempo en el cual los poetas habían olvidado su origen épico, y, por qué no, su deber de ser épicos, Hollywood se encargó, para el mundo, de ese deber. Y ahora el Oeste —el Far West— está en todas partes del mundo, ya que en todas partes del mundo, el mito —ya podemos llamarlo mito— de la llanura y del jinete, el mito del cowboy, se verifica. En todas partes del mundo hay gente que está saliendo de un cinematógrafo, y están un poco asombrados de encontrarse en… bueno, donde fuera; en Bucarest, en Moscú, en Buenos Aires, en Londres, en Montreal; y salen a esas ciudades, que son sus ciudades, pero salen del Oeste. Y no del Oeste tal como es sino del Oeste mítico: del Oeste del cowboy.
Es decir, que Hollywood ha vuelto ecuménica la épica en nuestra época.
—Sí, y el hecho de que lo haya hecho por razones comerciales no es importante; el hecho es el sabor de lo épico. No sé si le he contado alguna vez —por qué no referirlo ahora— un episodio creo que de la «Grettir saga», la saga de Grettir, la saga del fuerte Grettir *. El episodio es así: un hombre tiene su granja en lo alto de un cerro, y oye que llega alguien y llama; pero llama de un modo débil, y no le hace caso. Después vuelve a llamar con más fuerza, y entonces él sale; al estar afuera le molesta un poco haber salido, porque está lloviznando. Y en ese momento —el que ha llegado es su enemigo— y el enemigo está esperando a la vuelta de la casa; se arroja sobre él, y lo mata de una puñalada. Y entonces el hombre, al morir —claro, sin duda le gustaban mucho las armas blancas—, al morir dice: «Sí, ahora se usan estas hojas tan anchas». Y uno ve que es un hombre muy valiente, que se olvida de su muerte personal; que no dice nada patético, pero que se fija en el detalle de que en ese momento se usaban esas hojas tan anchas, esa hoja tan ancha que está matándolo.
Eso tiene el sabor de lo épico.
—Sí, y cuando yo leí eso por primera vez, lloré. Ahora ya lo he contado tantas veces, que puedo contarlo con los ojos secos; pero creo que eso tiene el sabor de la épica. Cualquier otro escritor, aunque se llamara Eurípides, o Shakespeare, habría hecho que el hombre dijera algo que se refiriera a ese momento; pero precisamente ya que el hombre es valiente, bueno, se olvida de que está muriéndose, y hace esa observación. Voy a darle una mala noticia, y es que el traductor alemán —que era un buen escandinavista, pero que no tenía sentido estético— traduce eso no según la frase que debía traducirse: «Ahora se usan estas hojas tan anchas», sino que la traduce por algo como: «Estas hojas están a la moda». Echa a perder todo.
Ha estropeado todo.
—Ha estropeado todo, ¿eh?, lo que demuestra que para traducir un libro no basta ser un erudito, hay que sentirlo también. Ese pasaje —uno de los más patéticos de la literatura para mí y de un indudable sabor heroico— está echado a perder por la palabra «moda». Qué raro, porque se trata de un excelente escandinavista; creo que tiene a su cargo la edición de una serie de sagas escandinavas, libros de mitología escandinava, estudios sobre la cultura de Islandia… y sin embargo, ha cometido esa gaffe, digamos, que lo descalifica como traductor. Bueno, habría también otros ejemplos de lo épico… por ejemplo, yo recuerdo esta estrofa del Martín Fierro —pero no sé si es épica, o si puede calificársela como épica:
«Viene uno como dormido
cuando vuelve del desierto,
veré si a explicarme acierto
entre gente tan bizarra
y si al sentir la guitarra
de mi sueño me despierto».
Creo que ese «Viene uno como dormido / cuando vuelve del desierto» hace que uno sienta lo vasto y lo monótono del desierto, ¿no?
Exacto.
—Porque de algún modo se compara al desierto con el sueño; y de un modo indirecto, que es el más eficaz. Pero, aun en la literatura contemporánea uno encuentra rasgos épicos; hablando de libros recientes, yo diría… yo pienso en dos libros: en Los siete pilares de la sabiduría del coronel Lawrence, hay dos pasajes que recuerdo —ambos son épicos—. Los dos ocurren después de una victoria —quizá la misma victoria— una victoria de los árabes, comandados por él, sobre los turcos. En uno de ellos, él dice (está montado en un camello), dice que sintió «la vergüenza física del éxito», la vergüenza física de la victoria. Y el otro es más lindo: se trata de un regimiento de alemanes y de austríacos que están batiéndose, naturalmente, de parte de los turcos. Ahora, esos hombres, huyen los turcos y ellos se mantienen firmes, y entonces… bueno, claro, eran europeos y Lawrence pudo haber sentido afinidad por ellos. Pero mejor es olvidar eso; y entonces escribe él inolvidablemente: «Por primera vez en esa campaña, me sentí orgulloso de los hombres que habían matado a mis hermanos». Y ese hecho de enorgullecerse del valor de los enemigos es épico.
Y revela una grandeza particular.
—Claro, yo no creo que sea común eso; generalmente se supone que para combatir hay que odiar a los enemigos. Eso, bueno, lo saben muy bien los gobiernos, que incitan al odio, porque si no fuera por el odio; por esa pasión que desgraciadamente es tan fuerte, la gente comprendería que es insensato y criminal que un hombre mate a otro. En cambio, estimulado por el odio puede hacerlo. Pero Lawrence, ciertamente, no sintió odio por aquellos enemigos, y pudo enorgullecerse —lo cual yo creo que es único en la literatura o en la historia—, pudo sentirse orgulloso del valor de sus enemigos. Un sentimiento nobilísimo. Y bastarían esas dos frases para probar algo que no necesita ser probado: y es que Lawrence era un hombre de genio, y un hombre excepcional. El hecho de sentir la victoria o el éxito como una vergüenza, y de sentir esa vergüenza físicamente; y el hecho de sentirse orgulloso del valor de los enemigos, son dos rasgos que, que yo sepa, no se encuentran en otra parte —y he pasado buena parte de mi vida leyendo, o mejor dicho releyendo, ya que creo que releer es un placer tan grato como el de leer, como el de descubrir—. Además, cuando uno relee, uno sabe que lo que relee es bueno, ya que ha sido elegido para la relectura. Y aquí recuerdo a Schopenhauer, que dijo que no había que leer ningún libro que no hubiera cumplido cien años, porque si un libro ha durado cien años, algo habrá en él. En cambio, si uno lee un libro que acaba de aparecer, se expone a sorpresas no siempre agradables. De modo que la virtud de los clásicos sería ésa: el hecho de haber sido aprobados; claro que muchas veces por la superstición, otras veces por el patriotismo… en fin, por diversas cosas. Pero, con todo, el hecho de que un libro haya durado, bueno, demuestra que hay algo en él que los hombres han encontrado, y con lo cual quieren reencontrarse. Creo que es aceptada generalmente la teoría de que la literatura empieza por la épica, y se llega luego a la novela —que vendría a ser una forma en prosa de la épica, aunque las sagas, muchas de las cuales son heroicas, están escritas en prosa; de modo que eso no es lo importante.
Pero ese sabor, ese sabor de lo épico, que a usted indudablemente le ha inspirado muchas de sus páginas
—Bueno, ojalá, pero no sé si yo soy… yo creo que soy mejor lector que escritor (ríe).
— (Ríe) Usted lo encontró, recuerdo ahora, entre nuestros escritores, en Ascasubi; la alegría, casi diría, de lo épico.
—Sí, que es algo que no se encuentra en el Martín Fierro, por ejemplo; porque Martín Fierro es un hombre valiente —es un hombre valiente, triste, y que fácilmente se apiada de sus desgracias, y no de las desgracias ajenas—. En cambio, en Ascasubi hay como una especie de —yo escribí alguna vez la frase, por qué no repetirla, ya que nadie la recuerda—: «Coraje florido»; es decir, la idea del coraje, y el coraje como una flor, como una gala.
—Sí, el subtítulo del libro, que es lindísimo, que es quizá superior a muchas de las páginas del libro: Los gauchos de la República Argentina y Oriental del Uruguay cantando y combatiendo hasta derribar al tirano Don Juan Manuel de Rosas y a sus satélites. «Satélites» no es muy feliz, pero no importa; la idea de «Cantando y combatiendo»… y hablando de eso, estuve hojeando hace unos días los viajes de Marco Polo, y ahí él dice —y esto lo he recordado en un poema recientemente— que los tártaros cantaban en las batallas. Serían sin duda canciones épicas, pero esas canciones ellos las cantaban; y creo que hasta hace poco era común que las batallas estuvieran acompañadas por la música.
Usted dice también haber sentido el sabor de lo heroico, inconfundiblemente, en La Ilíada.
—En La Ilíada sí, en cambio, en La Odisea no; hay más bien un sabor romántico de la aventura, de los viajes… eso se siente cuando Héctor se despide de su mujer, y se entiende —los dos saben que no se verán más—, Héctor está a punto de batirse, bueno, con un semidiós, con Aquiles: hijo de un dios y de una mujer. Y a propósito de ese nacimiento de Aquiles, recuerdo una frase del poeta Licofronte, llamado «el oscuro», que llama a Hércules «León de la triple noche» [+] . Ahora, ¿por qué «de la triple noche»?; porque Zeus, para que durara más el placer, hizo que la noche en que engendró a Hércules durara tres noches. Y «león» es fácilmente sinónimo de héroe, pero esa frase, que sin duda es oscura a primera vista, «León de la triple noche», se refiere a esa triple noche en que fue engendrado Hércules. Ahora, yo quisiera hacer otra observación, y es ésta: yo he explicado la frase, y es la explicación que dan los comentadores; pero creo que aunque uno no conociera la explicación, la frase ya es linda, ¿no?
Es muy hermosa.
—El efecto estético es anterior a la explicación lógica.
Claro.
—Uno oye la frase.
Y es suficiente.
—Y es suficiente, y es quizás una lástima que sea explicada —no, en este caso no, ya que la justifica—. Pero quizá el hecho estético sea siempre anterior a la explicación; es decir, si una frase empieza sonando bien, está bien. Conviene que tenga explicación, naturalmente, conviene que no sea disparatada porque eso puede enturbiar el goce estético; si puede explicarse, mejor. En todo caso, la explicación es secundaria, creo que uno siente inmediatamente la emoción estética cuando oye: «León de la triple noche». 
El efecto es, como decían los griegos, el de la «patencia», el de lo patente, el de lo inmediato.
—Sí, eso es inmediato, y se da, bueno, con tantos sabores de lo épico; aquel que yo he recordado tantas veces, cuando el rey sajón le dice, le promete al rey noruego: «Seis pies de tierra», y ya que es tan alto, «uno más». Ahora, está bien porque ahí la amenaza está dada como un ofrecimiento, como un don, ¿no?; claro, el otro quiere territorio, y él le promete «Seis pies de tierra». (Véanse citas)
Lo que implica la tumba.
—Implica la tumba, pero tiene más fuerza que si dijera: seis pies para enterrarlo.
Por supuesto, está implícito.
—Bueno, y ahora que estamos hablando de tierra, recuerdo una frase, creo que del general Patton —no sé, los franceses le reprocharon, con mucha ingratitud, algún propósito imperialista—; y Estados Unidos había enviado, creo, un millón de hombres a la guerra, por lo menos. Y muchos de ellos murieron por liberar a Francia. Entonces, Patton contestó diciendo que él sólo le pedía a Francia el territorio necesario para enterrar a sus muertos. Con lo cual les recordaba lo que había hecho por ellos. Y lo hizo de un modo indirecto, con más fuerza que de otro modo; si él hubiera dicho: «Sólo necesito el terreno necesario para enterrar a los soldados que murieron por ustedes» no, no hubiera tenido fuerza.


Véase también Jorge Luis Borges: Épica

[*] En Borges profesor. Clase 22



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

17/11/17

Jacques-Alain Miller: Sobre los lazos entre Borges y Lacan







Desde hace un siglo, el psicoanálisis ha pesado más y más en la cultura de Occidente: ¿sería posible pensar cómo habrían sido en este siglo la literatura, la pintura y el cine, por ejemplo, sin esta influencia?

Pensemos en algún autor no tocado por el psicoanálisis. Creo que Borges, en cierto modo, se presenta como alguien intocado. Pero a la vez no sé si esto es tan exacto, ya que él definía al psicoanálisis como una suerte de ciencia-ficción. Lo cual, en verdad, también se puede decir de su literatura. Por otra parte, Lacan consideraba la obra de Borges como muy resonante con lo que él mismo hacía.

Quiere decir que encontraba en Borges ecos de su obra. Lo sentía cerca. Qué curioso.

No tan curioso. La idea borgeana de Pierre Menard reescribiendo el mismo texto cuyo significado van cambiando el tiempo y la historia...

Podríamos decir que el mismo texto cambia cuando cambia el contexto. Se vuelve otro.

Claro. Y eso, se puede decir, es la esencia misma de la interpretación analítica.

(...)

¿Qué piensa sobre la cultura judía y el psicoanálisis? ¿No cree que en esta cultura hubo algo que se abrió al psicoanálisis, como si éste encontrara en ella su ambiente natural?

¡Eso es una evidencia! El psicoanálisis nació dentro de una tradición de lectura; de desciframiento apasionado del texto sagrado. Lacan decía: "Los judíos saben leer" y ésa fue la conexión más esencial con el psicoanálisis. De cualquier manera, sobre este punto he escuchado los comentarios más diversos e incluso contradictorios. Después de un curso mío sobre Lacan una persona se acercó y me dijo: "Pero Lacan es el Corán". Y otro: "No es posible entender a Lacan si no conocemos la lógica matemática". A un amigo de Roma, que pronunció sus votos de cura, y más tarde eligió una mujer para vivir con ella, lo he oído decir: "Lacan es toda la cultura eclesiástica". Y a otro: "En Lacan, como en la Biblia, está todo".

¿Qué significan para usted estos comentarios tan diferentes?

Creo que está aquí la fascinación de Lacan, la cual viene del hecho de que con pocas palabras logra un eco que refiere cosas muy distintas. Para mí significa que él se ubica en el lugar donde todo eso se cruza. Y el inconsciente es eso. El inconsciente es algo como el aleph de Borges, en el cual todo se concentra. Si uno logra ubicarse en su centro, todo se iluminará de otra manera. Yo lo veo así.



De la entrevista de María Ester Gilio al psiconalista Jacques-Alain Miller
En: Página 12, Suplemento Psicología, Buenos Aires, 11 de noviembre de 1999 
Foto: Carte d'étudiant de Jacques Lacan, Faculté des Lettres, Université de Paris, 1934




16/11/17

Manuel Pinedo*: El compadre (1943)






Hombre de las orillas: perdurable.
Estaba en el principio y será el último.
Estará donde un trágico boliche,
sin revocar, humilde y colorado,
ante el vértigo inmóvil de los huecos
aventura su caña y su baraja;
estará donde un hombre de voz áspera,
al compás de seis cuerdas trabajosas,
frangolle con desdén una milonga
más trivial y modesta que el silencio,
pero que hable de vida, tiempo y muerte;
estará donde el último retrato
de Irigoyen** presida austeramente
el vano comité que clausuraron
con rigor las virtuosas dictaduras,
negando al pobre el ínfimo derecho
de vender la libreta del sufragio;
estará donde esté el despedazado
suburbio, los calientes reñideros
donde giran los crueles remolinos
de acero y aletazo, grito y sangre.

Mientras haya un clavel para la oreja
del cuarteador; mientras perdure un tango
que sea feliz y pendenciero y límpido;
mientras, desde la altura del pescante,
el carrero gobierne taciturno
el lento río de los tres caballos,
y mientras el coraje o la venganza
prefieran al revólver tumultuoso
el tácito puñal, estará el hombre.

Oscuro y lateral, vivió sus días.
Se llamó Isidro, Nicanor, Amalio.
Admitió sin asombro los rigores,
el goce, la traición (ajena o propia).
Intuyó que a la larga son iguales
la precaria costumbre de la dicha
y la costumbre que se llama Infierno.
En los días pretéritos fue el hombre
de Soler, de Dorrego, de Balcarce,
de Rosas y de Alem; fue siempre el hombre
que se juega por otros hombres, nunca
por una causa abstracta; fue el anónimo
que se desangra en el barrial, vaciado
el vientre a puñaladas, como un perro.
(Murió en el Paraguay; murió en los atrios;
murió la numerada muerte pública
del hospital; murió en los pendencieros
burdeles de Junín; murió en la cárcel;
murió al margen del turbio Maldonado;
murió en los carnavales de Barracas;
murió en los carnavales, con careta).

Cesan los versos. La epopeya sigue
en Gerli, en el Rosario, en Ciudadela.
Los prontuarios registran el retrato
de un enlutado de mirada aviesa.
La sangre silenciosa del indígena
perdura en él. Prefiere la ironía
al insulto, el rencor a la esperanza.
Las noches de la dársena y del hueco,
las albas que desolan y denigran,
lo verán acechar, sexo y cuchillo.




*Seudónimo de Jorge Luis Borges
Luego lo utilizaría Norah Borges como crítica de arte

** Se refiere a Hipólito Yrigoyen


En El compadrito. Su destino, sus barrios, su música
Selección de Sylvina Bullrich Palenque y Jorge Luis Borges
Buenos Aires, Emecé Editores, 1945. 

Antologado en Textos recobrados 1931-1955 (2001)



Foto arriba: Captura entrevista de Borges por Jorge Gómez Fuentes 1979

Imágenes abajo:

Cover (ilustración H. Basaldúa) y portada (ilustración Silvia Peyrou) de la primera edición (Emecé, 1945)


      








Cover de la Edición 2000 de Emecé, y portada con ilustración de Jorge Luis Borges






14/11/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Lucrecio ("En diálogo", II, 80)




Osvaldo Ferrari: Dentro de los clásicos latinos, Borges, usted me decía que no se concibe a Lucrecio, y su De rerum natura, sin la existencia de los filósofos griegos.
Jorge Luis Borges: Sí, es evidente. Ahora, desde luego Lucrecio ha sido, y… deliberadamente, olvidado, yo creo; sí, porque el hecho de cantar el ateísmo, de querer librar a los hombres del terror de otra vida, bueno, no puede merecer la aprobación de los creyentes. Sin embargo, una excepción notoria sería la de Victor Hugo, que en su libro William Shakespeare hace una lista, una especie de catálogo comentado, muy elocuente, de grandes poetas; y ahí Virgilio está excluido, y está incluido Lucrecio. Y curiosamente, ese concepto de la infinitud del mundo, ese concepto de lo infinitamente grande, de lo infinitamente pequeño, que hacía sentir una suerte de vértigo a Pascal, más bien lo entusiasmaba a Lucrecio: la idea de un espacio infinito, de infinitos mundos. Todo eso fue saludado por él con entusiasmo. Yo recuerdo, cuando leí La decadencia de Occidente de Spengler, que él se refiere a la cultura apolínea, a la cultura de la caverna, a la cultura fáustica; y señala como típico de la cultura fáustica ese hecho de, bueno, de entusiasmarse con un mundo infinito, con infinitas posibilidades. Y todo eso estaba ya en Lucrecio, mucho antes de que existiera el autor de Fausto, o de que se pensara en ese espíritu. Pero me parece que los alemanes, cuando escriben… —todo alemán que escribe tiene la obligación de fingir que todo lo que él ha escrito estaba realmente en la obra de Goethe—; entonces, es natural que se llame «fáustica» a esa forma actual de la cultura. Bueno, ahora, Hugo en aquel libro lo incluye a Lucrecio, y cita un verso —no sé si estoy escandiéndolo bien—: «Entonces Venus, en las selvas / unía los cuerpos de los amantes». Y uno nota cómo ambas imágenes se entrelazan y se apoyan también, ¿no?
Cierto.
—Porque la selva sugiere la idea de árboles uniéndose, y luego, los cuerpos de los amantes también; ya la palabra «selvas» es una palabra entreverada, digamos, ¿no?
Sí, en cualquier caso, el resultado es perfecto.
—El resultado es perfecto, sí; yo recuerdo que él cita ese verso de Lucrecio. Ahora, yo no sé cómo llegó a crearse la leyenda de que Lucrecio murió loco. Y hay un poema de Tennyson sobre eso, pero posiblemente todo surja de la idea de que alguien que escribió contra los dioses, o contra la religión, tiene que ser castigado. Y se creó esa leyenda.
Contra Lucrecio.
—Sí, y él escribió aquel gran poema, en el cual sostiene el sistema de Epicuro. Él habla de los átomos y, como dijo Fitzgerald, con los más duros átomos logra hacer poesía. Y es verdad, porque es un poema filosófico, es una exposición del sistema filosófico del materialismo, bueno, según el cual el mundo se debe a un movimiento oblicuo de los átomos. Y él hace un gran poema con eso. Y empieza con un saludo a Venus, que, claro, representa el amor; no es, digamos, simplemente la deidad, sino que se entiende que esa Venus no obedece a una mitología, sino, bueno, al hecho del amor, de la voluntad de proseguir…
De unión.
—Sí, de multiplicarse, todo eso, sí.
Ahora, el materialismo de Lucrecio es particular…
—Él cree en el materialismo, digamos, entusiasta; en el sentido de que entusiasmarse quiere decir llenarse de Dios. El materialismo de Lucrecio viene a ser un materialismo entusiasta, un materialismo lleno de Dios; o vendría a ser la idea del panteísmo también. Pero curiosamente hay una línea de Virgilio, en que él se refiere al panteísmo —palabra que no existía, desde luego, ya que esa palabra se creó en Inglaterra después de la muerte de Spinoza—. En aquel verso Virgilio dice: «Omnia sunt plena jovis» (Todas las cosas están llenas de la divinidad). Es la misma idea. Y luego, cuando Lucrecio habla del temor a la muerte —yo recuerdo que él cree en la muerte corporal, y en la muerte del alma también—; entonces, dice que los mortales pueden pensar: «Yo voy a morir y el mundo continuará». Y ahora vuelvo otra vez a Victor Hugo, que lamenta eso precisamente en un poema en que dice: «Yo me iré solo, en medio de la fiesta». Ahora, Lucrecio dice que es verdad; que habrá un tiempo infinito después de la muerte, que uno no estará personalmente allí, pero que, al fin de todo, por qué lamentarnos de ese tiempo infinito, posterior a la muerte, y que no será nuestro; ya que no nos lamentamos del tiempo infinito anterior a nuestra muerte, que no hemos compartido tampoco. Y entonces, él dice: «¿Y dónde estabas tú durante la guerra de Troya?» (ríe). Por lo tanto, si no te importa no haber estado durante la guerra de Troya, qué te importa no estar después en otras guerras, y en otras circunstancias, ¿no?
Él creía en la eternidad de la materia, eso es lo curioso.
—En la eternidad de la materia, sí.
A diferencia del idealismo de Virgilio, ese materialismo de Lucrecio era, aunque parezca inconcebible, un materialismo con fe, podríamos decir.
—Un materialismo con fe, sí; pero es que suelen darse esos hechos… Caramba, parece que estamos condenados a hablar de autores argentinos. ¿Por qué condenados?; es natural que hablemos de autores argentinos (ríen ambos): el caso de Almafuerte, por ejemplo, que era un místico sin Dios.
Ah, tiene razón.
—O el caso de Carlyle, en Inglaterra; también un místico ateo, un místico sin Dios, o, en todo caso, sin un dios personal. De modo que serían dos casos… claro, uno puede ser místico y no creer en la divinidad, o creer, digamos, en una divinidad general del espíritu, una divinidad inmanente en cada hombre, o lo que fuera. Pero no en otro dios, en otro Señor, como en otra persona.
Sí, en consecuencia Lucrecio proponía vivir la vida de la mejor manera posible, y no hacerse ilusiones más allá de la muerte, como buen seguidor de Epicuro.
—Sí, bueno, es lo que yo he tratado de hacer, pero estoy seguro de haber sido siempre un hombre ético; en todo caso creo… pero es que yo iría más lejos, yo diría que esperar una recompensa o temer un castigo es inmoral. Porque si usted obra bien porque será recompensado, o por el temor de ser castigado, no sé hasta dónde su obrar bien es un obrar bien; no sé hasta dónde es ético. Yo diría que no, que si tememos castigos y esperamos recompensas ya no somos hombres éticos.
Claro, en ese caso se trata de una eternidad condicionada, de una inmortalidad condicionada, pero…
—Bueno, al hablar de inmortalidad condicionada voy a volver a Goethe. Goethe creía en la inmortalidad del alma, pero no de todas las almas; Goethe creía que hay ciertas almas —entre las cuales quizá incluyera la suya— que eran dignas de perdurar después de la muerte corporal. Pero otras no. Es decir, que según la vida que uno lleva, uno puede merecer ser, bueno, inmortal, o en todo caso, proseguir otra vida después de la muerte; o si no… lo dejan caer a uno. Ahora, qué raro que ese hecho de caer de la vida sea el ideal que la enseñanza del Buda propone, ya que el nirvana es caer de la rueda, de la rueda…
Kármica de las encamaciones.
—Sí, y la mayor cosa a que el hombre puede aspirar, en todo caso según el «Pequeño vehículo», según el budismo originario, es caer de la rueda, es no reencarnar.
Claro.
—Y parece que el budismo no exige una aceptación intelectual; no, exige algo que parece mucho más difícil, y es que en el momento que uno muere, uno no desee continuar… que realmente uno haya resuelto no proseguir.
Implica esa voluntad.
—Sí, es decir, aceptar la muerte, bueno, con hospitalidad, y quizá con alegría también. Es decir, aceptar la muerte.
Eso ayuda al nirvana, digamos.
—Eso, justamente, parece que lo menos importante del budismo es aceptar intelectualmente la doctrina; el hecho es aceptarla, digamos, íntimamente, esencialmente. Y sin esa aceptación, la otra es inútil: usted puede pensar que es discípulo de Buda, usted puede aceptar todas esas enseñanzas, pero si usted no las incorpora íntimamente, usted está condenado a una reencarnación. De manera que tiene que ser una aceptación plena, total. Y lo otro no tiene mayor importancia.
Se trata de una aceptación más espiritual que intelectual, digamos.
—Sí, sobre todo espiritual.
Hay un idealismo contra el que choca Lucrecio, y es precisamente contra el idealismo de Platón…
—Ah, claro, el idealismo de Platón supone las formas universales.
Sí, y va rebatiendo paso a paso a Platón. Y llega a verse obligado, por ejemplo, a sostener que los sentidos no pueden equivocarse, que los sentidos son infalibles.
—Sí, lo cual es falible, desde luego. Bueno, según la ciencia actual, lo que nosotros percibimos, lo que nuestros sentidos perciben, no tiene absolutamente nada que ver con la realidad. Por ejemplo, nosotros vemos esta mesa, pero esta mesa es realmente un espacio en el cual hay como sistemas de átomos que giran. Es decir, que no tiene nada que ver con la mesa visible, ni con la mesa tangible tampoco. La realidad es algo totalmente distinto de lo que nuestros sentidos nos dan.
—(Ríe). La realidad es invisible.
—Es invisible, y es inaudible (ríe), incomible, intangible…
Ahora, agregó Lucrecio que el Sol, la Luna y otros astros eran del tamaño con que los vemos desde la Tierra. Y ésta es una falla evidente de esa creencia en la infalibilidad de los sentidos. Él llegaba a creer que si se equivocaban los sentidos, se equivocaba la razón.
—Bueno, por qué no; el hecho de que fuera un gran poeta es indudable, el hecho de que fuera un mal físico es menos importante, ¿no?
—(Ríe). Cierto.
—De modo que él tenía que sostener todo eso… Ahora, claro que para nosotros, a pesar de que tenemos algún conocimiento de la astronomía, el Sol sigue saliendo y sigue poniéndose. Y sabemos que no, sabemos que es la Tierra la que gira, pero para nuestros sentidos es el Sol el que gira. Podemos hablar de salida del sol; del naciente; del poniente; del alba; de la aurora; del ocaso. Y todo eso es fiel a nuestra imaginación. Y lo que creo que Lucrecio refuta, en algunos versos, es esa idea de la historia cíclica; hay una referencia a eso, digo, al tiempo circular…
Al de los estoicos.
—Sí, claro, él supone que el universo sigue, pero que no está sujeto a la voluntad de nadie, ¿no?; que todo, bueno, sale de ese choque arbitrario de los átomos.
Por eso decíamos que él creía que la materia era eterna, que va tomando distintas formas a través de las formas que toman los átomos permanentemente.
—Y hasta hace poco se creía en eso; creo que ahora se cree en la entropía. Es decir, se supone que el universo está perdiendo alguna fuerza, y que llegará un momento en que quedará inmóvil, ¿no? De modo que eso vendría a ser lo contrario, o algo distinto de la creencia de él.
Qué curioso, Borges, que los clásicos latinos nos hayan llevado hasta la entropía.
—Es cierto.





Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Imagen: Retrato de Borges por Jorge Ludueña
En Proa en las letras y en las artes (julio/agosto 1999) Tercera época, n° 42



13/11/17

Jorge Luis Borges: Épica








Hay muchas personas, por ejemplo, que van al cine y lloran. Es algo que siempre sucede. A mí también. Pero nunca he llorado en las escenas lacrimosas, o en los episodios patéticos. Pero, por ejemplo, cuando vi por primera vez las películas de gángsters de Sternberg, recuerdo que cuando ocurría algo épico —es decir, gángsters de Chicago que morían valientemente— mis ojos se llenaban de lágrimas. He sentido más la poesía épica que la lírica o la elegíaca. Es algo que siempre me ha sucedido. Tal vez se deba a que desciendo de una familia de militares. Mi abuelo, el coronel Borges, luchó en las guerras de frontera contra los indios y murió en la revolución del 74; mi bisabuelo, el coronel Suárez, estuvo al mando de un regimiento de caballería colombiana y peruana en una de las últimas batallas contra los españoles; otro tío abuelo mío condujo la vanguardia del ejército de los Andes —en fin cosas así… Todo esto me liga a la historia argentina y también a la idea de que un hombre debe ser valiente.

Creo que en lo que concierne a la poesía épica o a la literatura épica más bien —si exceptuamos a escritores como T. E. Lawrence, en sus Siete pilares de la sabiduría, o algunos poetas como Kipling, por ejemplo en «Harp Song of the Dane Women» o incluso en sus cuentos— creo que, mientras nuestros hombres de letras parecen haber descuidado sus deberes con la épica, la épica, en nuestro tiempo, ha sido salvada para nosotros, de manera extraña, por los westerns (…).

En este siglo, como dije, la tradición épica ha sido salvada para el mundo, insólitamente, por Hollywood.  Cuando  fui  a  París,  sentí  ganas  de escandalizar a la gente y cuando me preguntaron —sabían que el cine me interesaba, o que me había interesado, porque ahora veo muy poco— me preguntaron: «¿Qué clase de películas le gustan?» Y yo contesté: «Francamente, lo que más me gusta son los westerns». Eran todos franceses y todos opinaron como yo. Me dijeron: «Por supuesto, vemos películas como Hirosima, mon amour o El año pasado en Marienbad por un sentimiento del deber, pero cuando queremos sentirnos realmente a gusto, vemos películas norteamericanas.»

Christ, 1970 




En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Fotografía de Leonardo Zavattaro, Borges en la biblioteca de su casa Vía Clarín
Al pie: Portada del libro Borges A/Z  
Colección La Biblioteca de Babel


12/11/17

Jorge Luis Borges: La encrucijada de Berkeley






En un escrito anterior intitulado La nadería de la personalidad, he desplegado en muchas de sus derivaciones el idéntico pensamiento cuya explicación es el objeto y fin de estas líneas. Pero aquel escrito, demasiadamente mortificado de literatura, no es otra que una serie de sugestiones y ejemplos, enfilados sin continuidad argumental. Para enmendar esa lacra he determinado exponer, en los renglones que siguen, la hipótesis que me movió a emprender su escritura. De esta manera, situándose el lector conmigo en el manantial mismo de mi pensar, palpando mano a mano las dificultades según vayan surgiendo y resbalando la meditación en brioso desembarazo por un solo arcaduz, emprenderemos juntos esa eterna aventura que es el problema metafísico.

Fue mi acicate el idealismo de Berkeley. Para solaz de aquellos lectores en cuyo recuerdo no surja con macizo relieve la especulación susodicha, ora por el cuantioso tiempo transcurrido desde que algún profesor la señaló a su indiferencia, zahiriéndola con descreimiento, ora —desmemoria aun más disculpable— por no haberla jamás frecuentado, conviene recapitular en breves palabras lo sustancial de esa doctrina.
Esse rerum est percipi: la perceptibilidad es el ser de las cosas: sólo existen las cosas en cuanto son advertidas: sobre esa perogrullada genial estriba y se encumbra la ilustre fábrica del sistema de Berkeley, con esa escasa fórmula conjura los embustes del dualismo y nos descubre que la realidad no es un acertijo lejano, huraño y trabajosamente descifrable, sino una cercanía íntima, fácil y de todos lados abierta. Escudriñemos los pormenores de su argumentación.
Elijamos cualquier idea concreta: poned por caso la que la palabra higuera designa. Claro está que el concepto así rotulado no es otra cosa sino una abreviatura de muchas y diversas percepciones: para nuestros ojos la higuera es un tronco apocado y retorcido que hacia arriba se explaya en clara hojarasca; para nuestras manos es la dureza redondeada del leño y lo áspero de las hojas; para nuestro paladar sólo existe el sabor codiciable de la fruta. Hay además las percepciones de olfacción y auditiva que dejo adredemente de lado por no enmarañar en demasía el asunto, mas que tampoco es dable olvidar.
Todas ellas, afirma el hombre ametafísico, son diferentes cualidades del árbol. Pero si ahondamos en este aserto sencillo, nos espantará la multitud de neblinas y de contradicciones que encubre.
Así, mientras cualquiera admite que el verdor no es una cualidad esencial de la higuera, ya que al anochecer caduca su brillo, amarillecen las hojas y el tronco vuélvese renegrido y oscuro, todos concuerdan en aseverar que la convexidad y el volumen son realidades íntimas del árbol. En lo que al gusto atañe, se trastrueca un poco el asunto. Nadie pretende que el sabor de una fruta no ha menester nuestro paladar para existir en su entereza máxima. De distinción en distinción, nos acercamos al dualismo hoy amparado por la física, componenda que según la certera definición del hegeliano inglés Francis Bradley estriba en considerar algunas cualidades como sustantivos de la realidad y otras como adjetivos.
Por regla general, sólo se adjudica sustantividad a la extensión, y en cuanto a las demás cualidades, color, gusto y sonido, se las considera enclavadas en un terreno fronterizo entre el espíritu y la materia, universo intermedio o aledaño que forjan, en colaboración continua y secreta, la realidad espacial y nuestros órganos perceptivos. Esa conjetura adolece de faltas gravísimas. La desnuda extensión monda y lironda que según los dualistas y materialistas compone la esencia del mundo, es una inútil nadería, ciega, vana, sin forma, sin tamaño, ajena de blandura y de dureza, una abstracción que nadie logra imaginar. El hecho de concederle sustantividad es un desesperado recurso del prejuicio antimetafísico que no se aviene a negar del todo la realidad esencial del mundo externo y se acoge a la componenda de arrojarle una limosna verbal: hipocresía comparable al concepto de los átomos, sólo ideados como defensa contra la idea de la divisibilidad inacabable.
Berkeley, en decisiva argumentación, arranca el mal de raíz:
Cualquiera admite, escribió, que ni nuestros pensamientos ni nuestras pasiones ni las ideas formadas por nuestra imaginación existen sin la mente. No es menos cierto a mi entender que las diversas sensaciones o ideas que afectan los sentidos, de cualquier modo que se mezclen (vale decir, cualesquiera objetos que formen) sólo pueden subsistir en una mente que las advierta…
Afirmo que la mesa sobre la cual estoy escribiendo, existe; esto es, la miro y la palpo. Si estando fuera de mi gabinete afirmo lo mismo, quiero indicar por ello que si me hallara aquí la advertiría o que la advierte algún otro espíritu. En cuanto a lo que se vocea sobre la existencia de cosas no presentes, sin relación al hecho de si son o no percibidas, confieso no entenderlo. La perceptibilidad es el ser de las cosas, o imposible es que existan fuera de las mentes que las perciben.
Y en otro lugar escribe previniendo objeciones:
Mas, me diréis, nada es tan fácil para mí como imaginar una arboleda en un prado o libros en una biblioteca, y nadie cercano para advertirlos. En efecto, no hay dificultad alguna en ello. ¿Pero qué es tal cosa, os pregunto, sino formar en vuestra mente ciertas ideas que llamáis árboles y libros, y al mismo tiempo no formar la idea de alguien que los percibe? ¿Y mientras tanto, no los advertís o no pensáis en ellos vosotros mismos?
Y ensanchando su idea:
Verdades hay tan cercanas y tan palmarias que bástale a un hombre abrir los ojos para verlas. Una de ellas es la importante verdad: Todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra —los cuerpos todos que componen la poderosa fábrica del mundo— no tienen subsistencia allende las mentes; su ser estriba en que los noten y mientras yo no los advierta o no se hallen en mi alma o en la de algún otro espíritu creado, hay dos alternativas: o carecen de todo vivir o subsisten en la mente de algún espíritu eterno.
Los anteriores renglones los escribió Berkeley el filósofo, salvo el renglón final donde asoma Berkeley el obispo. La demarcación mucho importa, pues si Berkeley en ejercicio de hombre pensante podía desmenuzar el universo a su antojo, tal desahogo era insufrible a su calidad de serio prelado, versado en teología e implacable en la certidumbre de abarcar por entero la verdad. Dios le sirvió a manera de argamasa para empalmar los trozos dispersos del mundo o, con más propiedad, hizo de nexo para las cuentas desparramadas de las diversas percepciones e ideas. Esto lo declaró Berkeley afirmando que la enrevesada totalidad de la vida no es sino un desfile de ideas por la conciencia de Dios y que cuanto nuestros sentidos advierten es una escasa vislumbre de la universal visión que se despliega ante su alma. Según este concepto, Dios no es hacedor de las cosas; es más bien un meditador de la vida o un inmortal y ubicuo espectador del vivir. Su eterna vigilancia impide que el universo se aniquile y resurja a capricho de atenciones individuales, y además presta firmeza y grave prestigio a todo el sistema. (Olvida Berkeley que una vez igualados la cognición y el ser, las cosas en cuanto existencias autónomas cesan de hecho y sólo traslaticiamente cabe decir que se aniquilan y resurgen.)
Alejándome de tan solemnes argucias, más aptas para ser dichas que para ser comprendidas, quiero mostrar dónde se esconde la falacia raigal de la doctrina de Berkeley, conformando al espíritu la idéntica argumentación que él endereza a la materia.
Berkeley afirma: Sólo existen las cosas en cuanto se fija en ellas la mente. Lícito es responderle: Sí, pero sólo existe la mente como perceptiva y meditadora de cosas. De esta manera queda desbaratada, no sólo la unidad del mundo externo, sino la espiritual. El objeto caduca, y juntamente el sujeto. Ambos enormes sustantivos, espíritu y materia, se desvanecen a un tiempo y la vida se vuelve un enmarañado tropel de situaciones de ánimo, un ensueño sin soñador. No hay que dolerse de la confusión que trae consigo esta doctrina, pues ella únicamente atañe al imaginario conjunto de todos los instantes del vivir, dejando en paz el orden y el rigor de cada uno de ellos y aun de pequeños agolpamientos parciales. Lo que sí vuélvese humo son las grandes continuidades metafísicas: el yo, el espacio, el tiempo… En efecto, si la ajena advertencia determina el ser de las cosas, si éstas no pueden subsistir sino en alguna mente que las piense o tenga noticias de ellas, ¿qué decir, por ejemplo, de la sucesión de placenteros, ecuánimes y dolorosos sentires cuyo eslabonamiento forma mi vida? ¿Dónde está mi vida pretérita? Pensad en la flaqueza de la memoria y aceptaréis fuera de duda que no está en mí. Yo estoy limitado a este vertiginoso presente y es inadmisible que puedan caber en su ínfima estrechez las pavorosas millaradas de los demás instantes sueltos. Si no queréis apelar al milagro e invocar en pro de vuestro agredido afán de unidad el enigmático socorro de un Dios omnipotente que abraza y atraviesa cuanto sucede como una luz al traspasar un cristal, convendréis conmigo en la absoluta nadería de esas anchurosas palabras: Yo, Espacio, Tiempo…
Para defender la primera, de nada os valdrá el famoso baluarte del cogito, ergo sum. Pienso, luego soy. Si ese latín significara: Pienso, luego existe un pensar —única conclusión que acarrea lógicamente la premisa— su verdad sería tan incontrovertible como inútil. Empleado para significar Pienso, luego hay un pensador, es exacto en el sentido de que toda actividad supone un sujeto y mentiroso en las ideas de individuación y continuidad que sugiere. La trampa está en el verbo ser, que según dijo Schopenhauer es meramente el nexo que junta en toda proposición el sujeto y el predicado. Pero quitad ambos términos y os queda una palabra desfondada, un sonido.[*]
Y pues de objeciones hablamos, quiero contrariar las que Spencer, en sus preclaros Principies of Psychology (volumen segundo, página 505 II), opone a la doctrina idealista. Arguye Spencer:
De la afirmación que dice no haber existencia alguna allende la conciencia, resulta implícitamente que esta última es de extensión ilimitada. Pues un límite que la conciencia no puede atravesar admite una existencia que impide el límite; y ésta, o se encuentra allende la conciencia, lo cual es contrario a la hipótesis, o es distinta encontrándose dentro de ella, lo cual es también contrario a la hipótesis. Algo que reduce la conciencia a una esfera determinada, sea ésta interna o externa, ha de ser diferente de la conciencia —ha de ser coexistente, suposición que contradice la hipótesis—. La conciencia, pues, siendo ilimitada en su esfera, es infinita en el espacio.
En lo anterior hay varias falacias. Razonar que la suposición de que no existe nada allende la conciencia la obliga a ser ilimitada es como argüir que tengo en el bolsillo un capital infinito, ya que todo él está hecho de centavos. Más allá de la conciencia no hay nada, equivale a decir: Cuanto acontece es de orden espiritual; una cuestión de calidad que no afecta en lo más mínimo la cantidad de sucesos cuyo enfilamiento forma el vivir.
En cuanto a la frase concluyente, es incomprensible. El espacio, según los idealistas, no existe en sí: es un fenómeno mental, como el dolor, el miedo y la visión, y siendo parte de la conciencia no puede en sentido alguno decirse que ésta hállase enclavada en él.
Prosigue Spencer:
Otra resultante es la infinitud de la conciencia en el tiempo. Concebir un límite a la conciencia en el pasado es concebir que antecediendo este límite hubo alguna otra existencia en el momento cuando aquélla empezó, lo cual es contrario a la hipótesis.
A lo cual puede contestarse apuntando que la tal infinitud de tiempo no abarca necesariamente una dilatadísima duración. Suponed, con algunos afilosofados, que sólo existe un sujeto y que todo cuanto sucede no es sino una visión desplegándose ante su alma. El tiempo duraría lo que durara la visión, que nada nos impide imaginar como muy breve. No habría tiempo anterior a la iniciación del soñar ni posterior a su fin, pues el tiempo es un hecho intelectual y objetivamente no existe. Tendríamos así una eternidad que abarcaría todo el tiempo posible y sin embargo cabría en muy escasos segundos. También los teólogos hubieron de traducir la eternidad de Dios en una duración sin principio ni fin, sin vicisitudes ni cambio, en un presente puro. Concluye Spencer:
Faltando ajenos existires que podrían limitarla en el tiempo o en el espacio, la conciencia debe ser incondicional y absoluta. Todo en ella es autodeterminado; la continuación de un dolor, la cesación de un placer, obedecen únicamente a condiciones impuestas por la misma conciencia.
El artificio de tal argumentación descansa en el sentido instrumental, personal, casi podríamos decir mitológico, que Spencer introduce en la palabra conciencia, proceder que nada justifica…
Y con esto doy fin a mi alegato. En lo atañente a negar la existencia autónoma de las cosas visibles y palpables, fácil es avenirse a ello pensando: La Realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él.



[*] En el curso de metafísica compuesto por don José Campillo y Rodríguez, se afirma que la sentenciosa argumentación del cogito, ergo sum no es sino abreviatura de una idea que el médico medinés Gómez Pereira publicó en mil quinientos cincuenta y cuatro. La anticipada paráfrasis del castellano reza de esta manera: Nosco me aliquid noseere: at quidquid noscit, est: ergo ego sum. Yo sé que algo conozco y todo lo que conoce, es; luego yo soy.
He leído también —en una antigua Vie de Monsieur Descartes, publicada en París en los años de mil seiscientos noventa y uno y de la que sólo poseo el segundo volumen desparejado y sin nombre de autor— que era empeño de muchos el acusar a Descartes de haber sacado su especulación sobre la mecanicidad de las bestias, del libro Antoniana Margarita del suso mentado Gómez Pereira. Este libro es el mismo que incluye la anterior fórmula.


En Inquisiciones (1925)
Imagen: George Berkeley by John Smibert (1730) Vía


11/11/17

Jorge Luis Borges: Francisco R. Villamil, «Caracol Marino»








Montevideo, 1933.

Este libro, curiosa antología del error, agota las maneras más diversas de eludir la poesía. El escritor (de algún modo hemos de llamarlo) exhuma los errores peculiares de Julio Herrera y Reissig, como si los actuales no le bastaran. Maneja con igual naturalidad la cursilería de pasado mañana y la de anteayer. 

Suele cultivar las variantes:

El buen oído se goza en el silencio; 
en la fina y serena comarca del silencio, 
en la honda y sedante caricia del silencio, 
en la quieta guitarra del silencio, 
en la fresca cisterna del silencio, 
en la copa de oro del silencio. 

También las voces matemáticas para simular precisión:

Un ángulo de garzas en el azul metálico 
progresando hacia el decaimiento de la tarde 
por el camino ideal de un paralelo 
me sumerge en la conciencia del Transcurso. 

También la deliberada pedantería (ya acometida victoriosamente en la estrofa anterior, norma de versos indecibles): 

Ah! Tender las velas desde el cono de sombra propicia 
atravesando torvos océanos de luces herméticas, 
islas radiantes, cruzar toda la leche de Hera 
singlando a más distantes nébulas extragalácticas! 

También el mero balbuceo de palabras goteadas, que quiere ser confundido con laconismo: 

Tarde de plata. 
Anteojos. Péndulos. Acanto. 
Camino de palmeras hacia la fuente. 
Física del mundo. 
Vivir ahí. Lila de las glicinas. 
Rostro de puras líneas frescas y ruborosas. 
Tu grácil elegancia arqueada sobre el agua. 
Dueños aquí, por siempre. Olvidar lo pasado 
Cada semana. Claveles y silencio.

También la alegoría en todo su horror: 

Atravesaba a nado el mar de los problemas 
para aspirar la flor de una hermosura nueva... 
Sus brazadas medían las concavidades, 
y desde la garrocha de una hipótesis 
adornaba los montes de parábolas. 

También las órdenes despóticas, de ejecución más bien improbable: 

Alma mía, decanta la esencia de tu goce, 
depura la rudeza de la forma prístina, 
decora de elegancia tu recia varonía. 

También los imprudentes consejos: 

Confía en el motor de tus razonamientos, 
en el goniómetro de tu agudeza, 
en la esencia de tu cultura, 
e impulsa tus aviones a todas las estrellas, 
y hazlos dar saltos y "loopings" sobre lo absurdo. 

También el helenismo y la sastrería: 

Quisiera ir al país de la alegoría 
para tenderme bajo los sombríos matorrales 
a acariciar mis pensamientos sobre lo bello; 
para usar una túnica como la de Mercurio, 
y hundir mis manos en las cabelleras de naranja 
de las gracias danzantes, y competir con el dios aéreo 
en el juego elegante que entreabre las gasas. 

De otros errores es espejo y norma el señor Villamil, pero no puedo transcribir todo el libro. Recomiendo su examen apasionado a los curiosos y amateurs del mal gusto, entre quienes me cuento. Casi descreo del placer de los libros buenos; prefiero el de los otros.





Primera publicación en Crítica, Revista Multicolor de los Sábados
Buenos Aires, Año 1, N° 20, 23 de diciembre de 1933
Luego en Borges en Revista Multicolor (1995)
Y en Textos Recobrados 1931-1955 (2001)
Caricatura de Borges por Manuel Loayza

10/11/17

Jorge Luis Borges: Un patio






Con la tarde
se cansaron los dos o tres colores del patio.
Esta noche, la luna, el claro círculo,
no domina su espacio.
Patio, cielo encauzado.
El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa.
Serena,
la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
Grato es vivir en la amistad oscura
de un zaguán, de una parra y de un aljibe.



En Fervor de Buenos Aires (1923)


Foto: Borges en su casa, 1984 © Susana Mulé


9/11/17

Roberto Alifano: Sobre «La secta del Fénix»






Escribir un texto enigmático, definitivamente literario, utilizando recursos eruditos que susciten en el lector diversas interpretaciones, es acaso el rasgo de ironía o de fino humorismo al que suelen aspirar los inventores de relatos fantásticos; en especial si la maestría de los recursos estéticos deja flotando el verdadero significado. La secta del Fénix es para los lectores de Borges uno de sus textos más curiosos y no menos autobiográfico, ya que refleja claramente su relación problemática con el sexo, que provenía, según conjeturan quienes han hurgado en su intimidad, desde la infancia. Nuestro escritor empieza mencionando indirectamente a una secta que llama la Gente de la Costumbre o la Gente del Secreto, que tuvo su origen en Heliópolis y deriva de la renovación religiosa que sucedió a la muerte del reformador Amenophis IV. Estos datos se desprenden de escritos de Herodoto y de Tácito, que Borges añade —o saca a la luz hábilmente—, como recurso narrativo, con fragmentos de historiadores como Tito Flavio Josefo y el monje benedictino Hrabano Mauro. “Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he tratado con artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix, pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño, igual cosa acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo no es el que ellos pronuncian...".

Una secta, todos sabemos, es un conjunto de personas que comparten en exclusiva un secreto. Al hablar de la secta del Fénix, quizá nos remitimos al ave mitológica que no pasa por el enredo de la relación sexual, ya que se engendra, muere, y luego resurge de sí misma. El texto de Borges sólo tiene tres sabrosas páginas, pero a medida que avanza, entendemos que la secta está en todas partes y en todos los bandos y la integran judíos, nazis, comunistas, fascistas y hasta gitanos. “Miklosich, en una página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios del Fénix a los gitanos —conjetura Borges citando al filólogo eslavo; y prosigue—: En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay sectarios; fuera de esa especie de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y otros. Los gitanos son chalanes, caldereros, herreros y decidores de la buenaventura; los sectarios suelen ejercer felizmente las profesiones liberales. Los gitanos configuran un tipo físico y hablan, o hablaban, un idioma secreto; los sectarios se confunden con los demás y la prueba es que no han sufrido persecuciones. Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas (aquí, suponemos a quién se refiere nuestro escritor), los romances, los cromos y los boleros omiten a los sectarios, los sectarios no tienen bardos que les canten...”.

Todos conforman la gente del secreto. Y a medida que seguimos leyendo vamos descubriendo que la secta es toda la humanidad, abarca el Universo y que el secreto que comparten sus adeptos es bastante curioso, aunque no desentrañable. Borges nos dice que no está en un libro sagrado ni tampoco es un saber exclusivo. El secreto es, únicamente, un hábito común que a uno repugna hasta pensar que sus padres lo hayan practicado; un rito que se puede ejecutar en zaguanes, y que los seres más bajos (pordioseros, leprosos, esclavos), pueden iniciarnos en él, pero también puede ser un niño quien inicie a otro; un rito que ninguna palabra puede nombrar pero que todas, de alguna manera, lo nombran. “He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix —confiesa el autor de Funes el memorioso—; me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aun es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo”. Así termina el cuento, sin nombrar el secreto, que queda librado a la imaginación del lector.

Era vox populi que la masturbación no sorprendía a Borges, ya que la consideraba como inherente a la condición humana y que inclusive el acto sexual, más allá de la procreación, es una forma de placer individual compartido (“Una frotación entre dos personas”, me refirió una vez). Por consiguiente el secreto del Fénix puede abarcar ambas posibilidades de la relación sexual. Borges mismo parece indicarlo al hacer que el narrador rechace Heliópolis como el origen de la secta. Esa ciudad egipcia fue la cuna de la leyenda del dios Atum, el mito de creación vinculado al pájaro Benu, de donde Herodoto tomó la leyenda del Fénix. Hay una discusión, todavía no aclarada, acerca de si el Benu y el Fénix son el mismo. Al parecer, el griego confundió los detalles, o los mezcló con otras historias similares, por lo que la mención de Herodoto como la fuente inapropiada resulta quizá una broma erudita. Para todos el Fénix es un símbolo de inmortalidad individual. Hay, sin embargo, otras versiones que lo consideran un ave hembra, sin hijos y sin pareja, que muere y renace de las cenizas cada 500 años. Al rechazar la versión de Herodoto, con cierta obviedad, Borges pone en duda la vinculación con ese remoto Fénix; es más, en algún diálogo la rechaza de manera contundente.

Otras claves apuntan en la misma dirección. Por ejemplo: “La denominación por el Fénix no es anterior a Hrabano Mauro”, dice Borges. Mauro fue un pensador medieval que escribió De rerum naturis (también conocido como De universo). El Fénix griego se convirtió en símbolo de la resurrección cristiana durante la Edad Media gracias a Clemente de Alejandría, uno de los padres de la Iglesia. Aunque Mauro incluye un bestiario, no menciona al Fénix o Phoenix, en latín. “No menos dificultoso sería establecer sus particularidades —aclara Borges—, porque los sectarios, a diferencia de los gitanos, o los judíos, no tienen un idioma que los identifique”. Por otro lado, en un párrafo compromete a Martín Buber, quien declaró que los judíos son esencialmente patéticos; “sugestivamente no todos los sectarios lo son —razona Borges—, y algunos abominan del patetismo, razón por la cual el hecho de que haya judíos en la secta no significa que todos lo sean. Además la secta no ha sufrido persecuciones, en cambio sí los gitanos y los judíos”.

Para enmarañar aun más la elucidación, Borges llega a la certeza de que “no hay grupo humano en el que no figuren partidarios del Fénix” (...). En las guerras occidentales y en las remotas guerras del Asia han vertido su sangre secularmente, bajo banderas enemigas (...). Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una memoria común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la faz de la tierra, diversos de color y de rasgos, una sola cosa el Secreto los une y los unirá hasta el fin de sus días”.

Son demasiadas las particularidades que se pueden inferir de la lectura de La secta del Fénix y siempre queda la duda alentada por el maestro del sarcasmo. Cuenta Emir Rodríguez Monegal que, en Nueva York, el profesor Ronald Christ le rogó a Borges que le revelase cuál era el secreto de la secta del Fénix. Borges, en lugar de responderle, le dio a Christ una noche más para que pensara y lo descubriese por su cuenta. Al día siguiente, Christ no había logrado elaborar una respuesta.

Borges le respondió finalmente con estas palabras: “Well, the act is what Whitman says ‘the divine husband knows, from the work of fatherhood’. When I first heard about this act, when I was a boy, I was shocked, shocked to think that my mother and my father had performed it. It is an amazing discovery, no? But then too is an act of inmortality, a rite of inmortality, isn’t it?” (“Bueno, el hecho es que Whitman dice: ‘El divino esposo sabe, a partir del trabajo de la paternidad’. Cuando escuché por primera vez acerca de este acto, yo era un niño, estaba sorprendido, sorprendido al pensar que mi madre y mi padre lo había realizado. Es un descubrimiento asombroso, ¿no? Pero también es un acto de inmortalidad, un rito de inmortalidad, ¿no le parece?”).

Aunque analizado de maneras antagónicas siempre resulta admirable el sabroso relato. En los primeros párrafos de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Borges alude al sexo coincidiendo en cierta forma con la probable clave de la enigmática secta. “Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. En otra oportunidad, durante un diálogo que mantuvimos sobre Santiago Debove, recordó que su amigo alguna vez le dijo que “el peor pecado que un hombre puede cometer es engendrar un hijo, que es condenar un hombre a la vida”. También en Las ruinas circulares, otro de sus magistrales cuentos, Borges hace una referencia onírica al complejo tema de la paternidad, que acaso puede ser interpretado como una metáfora de la procreación, quizá menos relacionado a lo carnal que a lo estético, ya que la paternidad del artista se relaciona con su obra. “En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy”.

Quien esto escribe, interpretando el otro sentido, el que remite al onanismo, también lo consultó a Borges de manera directa aunque con no menos suspenso que curiosidad.

Hubo un largo silencio.

—El  Secreto  es  sagrado —respondió  Borges de  manera  enigmática,  con  una  sonrisa llena de  picardía—,  pero  también  sucede  que no hay palabras decentes para nombrarlo, porque delata, de manera ridícula, a quien lo admite; por eso yo prefiero no revelarlo y dejarlo librado a la imaginación del lector.

—Indudablemente a todos los sectarios los une un rito, que se refiere al Secreto, que por ser secreto nadie conoce y usted prefiere, como dice, no confesarlo —argumenté. Además en su texto los sectarios no tienen rasgos típicos que los identifiquen; son superficiales y hasta lo han olvidado o lo van olvidando a medida que maduran o envejecen. También se parecen a todos los hombres del mundo y se creen únicos y hasta destinados a la gloria.

—¡Bueno! —suspiró Borges. Algunos, a medida que pasa el tiempo sólo guardan un borroso recuerdo y lo asumen como un castigo, o una culpa, o tal vez como un privilegio en algunos casos; aún el pacto no se ha roto, ni se romperá, le repito, porque si así ocurriera quedarían expuestos al grotesco.

—Quizá no se llegue a romper nunca —interrumpí. ¿Nosotros podemos pertenecer a la secta?

—Sin duda. O hemos pertenecido —reconoció. Lo negamos aunque, sin embargo, algunos lo siguen practicando en soledad de manera simplísima y elemental; también se supone que una especie de horror sagrado impide a algunos fieles llevarlo a cabo.

—¿Por un viejo prejuicio o porque puede haber una razón inconfesable o una leyenda de por medio? —volví a preguntar.

O porque simplemente nos daría vergüenza aceptarlo —concluyó Borges con toda su ironía, acentuando la sonrisa y abriendo las manos con gesto de disculpa.


En Letralia, Año XVIII, Número 287, 7 de octubre de 2013
Jorge Luis Borges y Roberto Alifano, Foto propiedad de Roberto Alifano



Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...