Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros,
la primera impresión fue de extravagante felicidad.
Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto.
(J. L. Borges)
De sus años juveniles de iniciación literaria comentó luego Borges: “Los gnósticos afirmaban que la única manera de evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los pecados literarios, algunos bajo la influencia de un gran escritor, Leopoldo Lugones, a quien admiro mucho. Esos pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo inesperado y el estilo del siglo XVII” (Autobiografía). Con su característica discreción, omite señalar que también se inició en las destrezas que luego nos lo hicieron imprescindible: el comercio estético con los temas filosóficos, el uso de la reflexión como fuente de emoción poética, la habilidad para condensar una doctrina o una biografía en pocas líneas sin pérdida de lo más sustancioso, el uso magistral de la hipálage (“fumando pensativos cigarros”), la erudición como retórica amable o misteriosa pero nunca como pedantería, la consideración dignificante de géneros o autores habitualmente tenidos por “menores”, etc... Y todo ello, defectos y virtudes, bañado en la luz propia de un goce juguetón en el ejercicio de las letras –como lector primero, como autor después– que nunca volverá a ser tan patente, aunque por suerte jamás desaparezca del todo. Muchos años después Borges comentó a un confidente que era el deleite de poder ver las palabras escritas –fuese por otro o por él mismo, sobre todo por él mismo– el don precioso que la ceguera le arrebató: no es lo mismo escuchar o recordar lo leído que leer, no resulta igualmente jocundo escribir viendo aparecer las frases felices que dictar lo que sólo podrán paladear con los ojos los demás. El arte continúa y hasta se ahonda, pero la diversión del creador disminuye irreparablemente. En 1938, cuando muere ciego su padre, Borges ya ha sufrido la primera de las ocho operaciones oculares que intentarán frenar su deriva hacia esa oscuridad que no es exactamente tal, sino más bien una niebla lechosa progresivamente espesa donde se van desvaneciendo los colores hasta que sólo puede reconocerse el tenaz amarillo. Hace años leí en algún sitio que los taxis de Nueva York son de color amarillo porque es el más fácil de distinguir entre la bruma y la ventisca, por baja que sea la visibilidad. Claro que Borges preferirá hablar, cuando lo elogie en los poemas cuidadosamente no patéticos escritos durante su ceguera, del “oro de los tigres”: resulta literariamente menos chocante que cantar al “oro de los taxis”. Trátese de niebla o de tiniebla, lo cierto es que el día que vio morir ciego a su padre Borges ya sabía que estaba destinado a seguirle también en esa minusvalía, no sólo en sus afanes literarios o filosóficos.
Ese acontecimiento decisivo ocurrió en el mes de febrero; en diciembre, otro suceso conmociona la vida del joven escritor. También está ligado a lo precario de su vista. La tarde de Nochebuena, al subir corriendo unas escaleras, se golpea en la cabeza con el batiente recién pintado de una ventana. El traumatismo es leve, pero la herida se infecta y se le declara una septicemia que lo mantiene quince días, delirando, al borde de la muerte. Cuando comienza a recuperarse, le obsesiona la curiosa idea de que quizá sus capacidades intelectuales han quedado mermadas irreparablemente. Peculiar inseguridad, que contribuye a definirle mejor que otros datos biográficos..., si es cierto que la padeció y no se trata de una construcción post festum, la cual tampoco dejaría de ser significativa. Según la versión canónica, el convaleciente pidió a su madre que le leyese unas páginas; al rato, se echó a llorar de alivio porque las comprendía. Pero aún faltaba la auténtica prueba de fuego: volver a escribir. Borges no se atrevió a intentar un poema o un ensayito, sus géneros habituales, porque si fracasaba en ellos quedaría irremisiblemente condenado. Prefirió acometer algo totalmente nuevo, con el fin de que así una eventual incompetencia pudiera justificarse de modo que no quedase desahuciado para empeños más rutinarios. ¿No es conmovedor todo este tanteo, ya fuese auténtico o ya se trate de una elaboración posterior con la que se fragua el mismo año de la muerte del padre la ocasión de un nuevo nacimiento, la conquista de la definitiva personalidad creadora? Sea como fuese, Borges eligió iniciarse en el género fantástico y escribió Pierre Menard, autor del Quijote.
De Shakespeare puede decirse que siempre es interesante, que nunca carece de ramalazos de excelencia, pero que sólo en media docena de sus obras es propiamente él mismo, el incomparable y altísimo Shakespeare. Salvando las distancias –como el interesado se hubiera apresurado a hacer antes que nadie– también de Borges es lícito predicar algo semejante: aunque ninguna de sus páginas carece de meritorias “magias parciales”, sólo en un puñado de relatos, de poemas y de ensayos llega a ser plenamente Borges. Sin duda una de estas piezas en estado de gracia es la crónica de Pierre Menard, el inverosímil y sin embargo familiar homme des lettres que se atrevió a emular –¿mejorándola?– la más alta creación de Cervantes. En este relato disfrazado de reseña bio-bibliográfica afronta Borges uno de sus temas favoritos: la figura patética y risible del literato mediocre cuya pretenciosidad sin talento sirve sin embargo como espejo deformante (al modo esperpéntico de los de las ferias o aquellos del Callejón del Gato mencionados por Valle Inclán) para estudiar la tarea del escritor... y quizá también las perplejidades de ese vicio impune que es la pasión de leer. La anécdota es ya de sobra conocida: la historia de un idiota contada por otro aún mayor, la recensión póstuma de los estrafalarios empeños literarios del exquisito y modernísimo Pierre Menard (cuyo acmé creativo se sitúa a mediados de los años treinta, es decir, cuando Borges escribe su cuento) emprendida por un admirador estólido. La gran obra de Menard había de ser nada menos que el Quijote, es decir, una novela que coincidiera palabra por palabra y línea por línea con la de Cervantes pero que desde luego no pudiera confundirse en modo alguno con ella.
Este colmo de “intertextualidad” –como dicen ahora– encierra un apólogo sobre ese tipo de obra de arte contemporánea que sólo se basa en la decisión del artista de designarla como tal, sea el preexistente urinario para Duchamp o el preexistente Quijote cervantino para Menard, y que no puede prescindir del discurso explicativo que legitima su propósito estético. Borges parodia ese discurso con evidente delectación (suya y del lector), como hará años después junto a Bioy Casares en sus desaforadas Crónicas de H. Bustos Domecq. Este relato es muy moderno... a costa de burlarse de los contemporáneos. Acabada su aventura ultraísta, Borges descreerá notoriamente de cualquier forma de vanguardismo; se conformará con ser profundamente original, pero renunciando a la pirotecnia de experimentos provocadores. Prefiere suscitar el asombro ante lo familiar que el mero desconcierto y la incomodidad del lector. Sin embargo, en Pierre Menard, autor del Quijote hay un curioso contagio cervantino: del mismo modo que la novela de Cervantes trasciende con mucho su propósito inicial –¡si es que lo fue!– de reducir al absurdo las novelas de caballerías, también el seudocuento borgiano rebasa con creces la mera sátira del amaneramiento de los nuevos culteranos. Hay algo más, mucho más, una insinuación inquietante en cuyo desentrañamiento los exégetas se encarnizan: quizá la de que, en el momento de leer, el autor del texto y su paciente se confunden, o que los clásicos son esas obras que es imposible recordar sin la tentación de amputarlas de la cronología, o que el texto literario vive mientras los hombres mueren repitiéndolo o... tantas otras sugerencias como se han hecho y pueden hacerse, desde la sensibilidad reflexiva o el acartonamiento pedante. Más que un pensador, en el sentido académico de la expresión, Borges es un escritor que da que pensar a los teóricos, que inaugura o renueva perplejidades filosóficas. Puede que sea en Pierre Menard donde se manifiesta así inequívocamente por primera vez. A mí, caprichosamente, la relectura de esta pieza suele remitirme íntimamente a un dístico muy posterior del mismo autor, titulado Un poeta menor:
La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.
Al año siguiente de aparecer Pierre Menard, en 1940, se casan con la mayor discreción sus amigos Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Diez años antes, en casa de las Ocampo la imperiosa y emprendedora Victoria, la desconcertante y poética Silvina, habían sido presentados Borges y Bioy, dando comienzo no sólo a una amistad de por vida y a una fecunda colaboración literaria, sino incluso a una especie de singularísima simbiosis que procreó a otro autor, Honorio Bustos Domecq, realmente distinto de ambos aunque para nada indigno de ninguno de los dos. Cuando se conocieron, Bioy era un muchacho aficionado a las letras de diecisiete años y Borges un admirado escritor joven que acababa de rebasar los treinta. No miren hacia Rimbaud y Verlaine porque no hace al caso (aunque según Diderot no hay amistad entrañable “sans un peu de testicule”). Es fama que su primera obra conjunta fue un prospecto publicitario que cantaba las higiénicas virtudes de cierto yogur. El mismo año de la boda entre Adolfo y Silvina, en la que Jorge Luis ofició como testigo, firmaron los tres una Antología de la literatura fantástica que me parece una obra maestra por lo menos igual a lo mejor que cada uno de los tres escribió por separado. El propio Borges, nunca ditirámbico respecto a sus producciones, la reputó como “uno de los pocos libros que merecerían salvarse de un nuevo diluvio universal”. Aunque mi ejemplar –de la colección “Piragua” en editorial Sudamericana– está ya notablemente descuajeringado por el uso y abuso entusiasta, sin duda sería uno de los cuatro o cinco libros que también yo intentaría rescatar de esa catástrofe bíblica o de un más módico incendio doméstico. Sólo haberme revelado Enoch Soames de Max Beerbohm o La noche en la posada de lord Dunsany bastarían para sentirme agradecido para siempre a ese sabio compendio de maravillas. También las dos antologías del cuento policial que prepararon pocos años más tarde (cuando este tipo de selecciones, frecuentes en inglés, no lo eran apenas en nuestra lengua) son excelentes, así como la colección de novelas de misterio El séptimo círculo –el lugar de condena de los violentos en el infierno de Dante–, que dirigieron al alimón y que me sigue resultando la mejor del género que conozco.
Estas tareas conjuntas prueban sobradamente que Borges y Bioy fueron lectores perspicaces y generosos, de los que saben contagiar el vicio de la lectura. Y que no estaban aquejados del síndrome de la excelsitud literaria, que prescribe poner los ojos en blanco ante Hoffmansthal y despachar con una mueca de asco la simple mención de Agatha Christie: el paladar del auténtico gourmet de la escritura disfruta con las rarezas de los sibaritas pero también con los platos populares bien especiados. No hay que confundir la anemia con el buen gusto. En este aspecto, sin duda la influencia de Bioy Casares en Borges fue beneficiosa y contribuyó a desinhibir su estilo y su temática. “Al contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son más convenientes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me fue llevando poco a poco hacia el clasicismo” (Autobiografía). Pero también reforzó su tendencia satírica, a veces hasta el trazo grueso y la parodia casi sobreactuada. A esta línea pertenecen los Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), firmados por su alter ego conjunto Bustos Domecq, con los que añaden a la nutrida saga de los detectives extravagantes (el lord exquisito, el obeso que nunca sale de su invernadero de orquídeas, el ciego al que sin embargo nada se le escapa...) el desaforado caso de un sabueso encarcelado que resuelve los enigmas sin moverse –et pour cause!– de su celda. La mayoría de las narraciones policiales acaban con la cárcel para el culpable; los casos de Parodi –el apellido es bien significativo– empiezan con el investigador entre rejas... Cada uno de los relatos plantea un enigma que es a la vez extravagante y perfecto, como las historias que Chesterton urde en torno al padre Brown o a mister Pond; también como los del autor inglés, suelen encerrar una parábola moral; pero además subrayan la vertiente satírica hasta lo inmisericorde y se burlan de los usos literarios o sociales del día con un júbilo irreverente que en ocasiones provoca francamente carcajadas, en un estilo que ha alcanzado luego su cima en España con algunas novelas de Eduardo Mendoza. En un relato posterior del bifronte Bustos Domecq, La fiesta del monstruo (que no pertenece a la saga del perspicaz Parodi), estos procedimientos hilarantes y esperpénticos funcionan con estremecedora eficacia para denunciar la brutalidad parafascista del populismo peronista. Se trata de la narración más políticamente “comprometida” de ambos autores, así como de una de las obras maestras panfletarias del siglo, mucho más cerca en tal línea de Swift o del expresionismo de Grosz que de Chesterton.
Quizá éste sea un momento tan bueno o tan inoportuno como cualquier otro para hablar de la relación entre Borges y la política. Es paradójico y sintomático de la hipocresía intelectual de nuestra época que las actitudes políticas de un autor tan políticamente templado y distraído en ese tema como Borges se hayan llegado a convertir en un problema mayor para bastantes de sus lectores. Si creyésemos a algunos imbéciles, Borges sería uno de esos casos tristes y célebres –como Céline– de gran escritor cuya mentalidad aberrantemente reaccionaria apenas puede ser soportada en honor de sus méritos estéticos. Podríamos recordar ahora que en su adolescencia escribió poemas en elogio de la revolución de octubre; que se prodigó en dicterios contra Rosas y los tiranos; que después, a diferencia de muchos de sus amigos y contemporáneos argentinos, se decantó inequívocamente a favor de los republicanos españoles en nuestra contienda civil; que denunció con vehemencia la ambición de Hitler y penetró con profundidad en lo perverso de su programa, escribiendo las páginas admirables del Deutsches Requiem; que en 1939 afirmó en la revista Sur: “Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía. Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles”; que en su prólogo a De los héroes, de Thomas Carlyle (1949), observó lo siguiente: “Carlyle, hace poco más de cien años, creía percibir a su alrededor la disolución de un mundo caduco y no veía otro remedio que la abolición de los parlamentos y la entrega incondicional del poder a hombres fuertes y silenciosos. Rusia, Alemania, Italia han apurado hasta las heces el beneficio de esta universal panacea; los resultados son el servilismo, el temor, la brutalidad, la indigencia mental y la delación” (conviene recordar que cuando Borges escribió esto algunos de los que luego fueron sus detractores estaban encantados al menos con los hombres “fuertes y silenciosos” de la Unión Soviética); que señaló el resentimiento nacionalista antiinglés de los germanófilos porteños y celebró su derrota también en Sur, en una nota titulada 1941 que acaba así: “Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irreemplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es también capaz de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo”. Después de acabada la contienda mundial, a finales de 1945, un destacado militar germanófilo –el coronel Perón– se hace con el poder en Argentina: para castigarle por haber firmado diversos manifiestos antifascistas, Borges es destituido de su puesto de bibliotecario y “promovido” a inspector de pollos, gallinas y conejos en los mercados municipales. El demagogo populista distinguirá a la familia con su animadversión y un par de años después su madre y su hermana Norah serán detenidas por haber repartido propaganda antiperonista. Ciertamente no parece que esta trayectoria de más de media vida sea la de un monstruo de la ultraderecha. También es no menos cierto que el Borges maduro fue un burgués ilustrado, con poquísima simpatía por los sublevadores del pueblo, que se fue haciendo cada vez más conservador con el paso de los años y el aumento de su incapacidad física. Detestó a los montoneros guevaristas, hizo bromas de café sobre la democracia como “abuso de la estadística” y soltó deplorables boutades políticas (y sobre todo humanamente) incorrectas sobre los negros o –¡cielos!– los vascos. Es importante hacer notar que estas bobadas aparecen solamente en charlas referidas por otros o entrevistas, nunca en sus obras literarias. Por lo visto no se resistía a decir cualquier cosa que le pasara por la cabeza, si creía que iba a resultar graciosa o chocante a un auditorio complaciente (en oírla y –ay– en propalarla). Algunas de sus impertinencias son realmente divertidas: en cierta ocasión, ya semiciego, al pasar frente al cartel electoral de un partido nacionalista que exultaba “Dios, familia y propiedad” comentó a su acompañante: “¡Caramba, qué tres incomodidades!”. También consta que saludó en un principio como liberadores a Videla y compañía (error en el que también incurrieron muchos comunistas argentinos de la época), aunque luego condenó sin rodeos sus procedimientos criminales, aceptó una condecoración no buscada de manos de Pinochet durante una visita a Chile, etc... Sin duda actitudes discutibles, a veces notablemente inoportunas, poco perspicaces y hasta culpables de escasa gallardía en lo que al asunto de Pinochet se refiere, pero reveladoras, más que de convicciones reaccionarias, de un progresivo desinterés por la actualidad política y de un encierro en su privado mundo literario, fomentado por su ceguera. En el peor de los casos, nada ideológicamente más indecente que el entusiasmo de Pablo Neruda por Stalin y el comunismo soviético, o de García Márquez (y tantos otros más, algunos hasta hoy mismo) por la obtusa dictadura de Fidel Castro. No deja de ser cosa misteriosa que un homenaje de Pinochet pueda alejar del Nobel a quien se lo merecía de sobra, mientras que Castro o la orden de Lenin no hayan privado de él a otros sin duda también merecedores de ese galardón. En cualquier caso, la importancia de la ideología política en la obra de Borges es difícilmente perceptible: no fue un escritor “comprometido” (en una ocasión observó que hablar de “literatura comprometida” le resultaba tan incongruente como elogiar la “equitación protestante”) ni con la izquierda ni con la derecha, pero tampoco con el debate político mismo, que fue la verdadera religión del siglo XX. Se ocupó poco del gobierno de las personas y prácticamente nada de la administración de las cosas: en ese aspecto sí que resultó realmente reaccionario, pero mucho más por no considerar importante tener opiniones válidas que por tenerlas equivocadas. Fue en este campo un agnóstico bastante despreocupado, la actitud que más irrita a los creyentes y a los justicieros. Puede no ser una postura digna de elogio, pero tampoco me parece que deba ser execrada.
Sin embargo quizá Borges siempre se mantuviese fiel a otro tipo de compromiso social, el más necesario para un poeta que se dirige a cada lector –irrepetible y frágil– entre el estruendo vocinglero de los políticos, tan democráticamente imprescindible como a veces insoportable. Lo ha analizado bien el profesor Juan Arana, de la Universidad de Sevilla, en el ensayo titulado precisamente El compromiso del escritor, que se incluye en su libro sobre Borges La eternidad de lo efímero. Ahí comenta la más alta responsabilidad del “urdidor de verbalismos”, antihagiográfíca descripción dada por el propio Borges de su tarea como escritor, y señala que “su misión es modesta, pero importante: si otros consiguen con su esfuerzo que sea habitable el mundo en que estamos, éste consigue con el suyo que seamos capaces de compartirlo y de vivirlo también en nuestro espíritu”. Y concluye: “El compromiso supremo del escritor consiste en permitir a sus obras que ejerzan su salvífica misión sin malograrlas con sus anecdóticas pretensiones”. Aunque no me atrevería a insistir sin matizar en la función “salvífica” de la literatura, por excelente que ésta sea, creo que Arana atina en lo fundamental. No sólo absuelve en cierto sentido a Borges, sino que lo hace con argumentos semejantes a los que Borges habría empleado... si se hubiera entretenido culpablemente en buscar su absolución.
Sea como fuere, la inquina peronista contra el poeta y su familia sacudió benéficamente y en cierto sentido agilizó la existencia de Borges. Desplazado de su papel de “subbibliotecario” –por emplear un término melvillano– en la Miguel Cané, empezó a perfilarse su destino esencial como guardián mayor de la Biblioteca de Babel. Descartada la opción de inspeccionar la fauna avícola local a que se le condenaba irrisoriamente, aumentó su papel como conferenciante y suave profesor de literatura ante públicos de Argentina y Uruguay. La tarea de hablar en público es la condena y el triunfo paradójico de muchos tímidos. Los mejores conferenciantes no son los que hablan sin miedo sino los que vencen su miedo a hablar: esa secreta fragilidad hace su discurso más delicado, más precioso. Tal fue el caso de Borges, que –además del agobio ante la multitud expectante– debió sobreponerse siempre a un leve tartamudeo. El poeta José Bergamín me contó que tuvo ocasión de escucharle una vez en Montevideo, a comienzos de los años cincuenta: antes de empezar, dispuso sobre la mesa montones de libros que luego no empleó ni una sola vez en la charla. Cuando le preguntó para qué necesitaba tantos volúmenes que no iba a consultar, Borges repuso: “Los uso como parapeto”‘. Yo, que no soporto ni charlas ni sermones ni lecciones ni arengas de más de diez minutos de duración (aunque, ay, he vivido gran parte de mi vida dándolas), le escuché un par de veces con arrobo. Era ya viejo y entonces la ceguera oficiaba como un parapeto ante el público más eficaz que las pilas de libros; en cuanto al tartamudeo, se había convertido en coquetería o cláusula de estilo. ¿Cómo definirlo? Era delicioso: cálida e inteligentemente delicioso. Un charmeur con ideas. Nada que ver con esos insoportables sabios, orgullosos de su rigor, que hasta para amenizar una entrega de premios en el fin de curso de una escuela nos infligen la lectura de veinte folios, so pretexto de que ellos no saben improvisar: pues si no saben, que se callen y se queden en casa, que mañana les leeremos. Algunos pedantes que dicen haber asistido a sus clases de literatura o de filosofía denuncian sus supuestas citas inexactas o sus imprecisiones cronológicas. Pero para corregir esos desvíos –si los hay, lo que conociendo la fabulosa memoria de Borges es dudoso– están los manuales, las enciclopedias y ahora los CD-roms. Lo insustituible, en cambio, es el aura de ceremonia cultural que su palabra vacilante sabía crear, la celebración vivida de una conciencia intelectual que busca asilo grato en otros, entre la perplejidad del mundo y el maremoto jubiloso de los libros. Brotaba ante los oyentes del manantial mismo, con engañosa espontaneidad, tanteando y perdiéndose en meandros sólo aparentemente caprichosos, contagiando hasta a los más lerdos –eruditos aparte– de las dudas y victoriosos hallazgos que constituyen la reflexión personal.
Los griegos hablaban del acmé en la vida de un hombre, es decir, el momento en que alcanza su plena madurez vital, que ellos cifraban cronológicamente en torno a los treinta y cinco años. También cada escritor tiene su propio acmé creativo, menos sujeto a determinaciones de edad, tempranísimo por ejemplo para Rimbaud pero mucho más tardío para un Bernard Shaw. A mi juicio, Borges alcanzó su acmé literario en las décadas cuarenta y cincuenta del pasado siglo, en las que escribe los relatos de Ficciones (1944) y El Aleph (1949), así como los ensayos de Otras inquisiciones (1952) y parte de los poemas y prosas breves de El hacedor (1960), es decir, sus cuatro mejores libros. Digo “mejores” queriendo decir más redondos, más definitivos, más completos y también más irrevocablemente audaces, los de mayor empuje: sin duda compuso antes y después otras muchas páginas memorables, pero en las de ese período se le nota dueño jubiloso de sus medios y –pese a sus eternas reticencias irónicas y lemas de modestia– conscientemente magistral. Algunos exégetas se atribulan intentando dirimir si fue ante todo poeta, narrador o ensayista, y aportan irrefutables pruebas de maestría en cada uno de esos órdenes. Pero la verdadera gracia de Borges cuando está “en estado de gracia” (y no le quitaremos al término ninguna de sus connotaciones teológicas para no disgustar a George Steiner) resulta de que nunca es “ante todo” sólo una de esas cosas, sino que sabe ser narrativo en sus poemas, poético en sus ensayos y filosóficamente indagatorio en sus cuentos. No es que su género sea la ficción, sino que convierte en ficciones los géneros literarios. Ése es precisamente su tema de fondo, la imposibilidad característicamente moderna de la literatura –de los textos producidos por hombres de letras postreramente cultos, fatigados o deslumbrados por haberlo ya leído todo– de atenerse a un registro exclusivo y excluyente de voz como si no supieran más, como si no tuviesen, ellos y sus lectores, permanentemente el resto de los datos expresivos en la memoria y pudieran desde algún ángulo alcanzar la realidad sin constatar esa broza simbólica que la configura y la trastorna. Es así como logra acuñar unos cuantos mitos que operan entre los letrados (lectores y escritores) de finales del siglo XX al modo que durante tanto tiempo lo han hecho aquellos platónicos de la caverna y del auriga que pretende controlar los opuestos caballos del alma, o también aquel genio engañoso propuesto por Descartes: la biblioteca que abarca y se confunde con el universo, la lotería que va ampliando su juego hasta regir todos los incidentes de la vida humana desde los más íntimos hasta los de mayor trascendencia colectiva, la noticia enciclopédica de un mundo ficticio que acaba dotándolo de existencia real, el mago que logra dar vida al personaje que ha soñado sólo para descubrir más tarde que también él existe gracias al sueño de otro, el punto milagroso pero situado en cualquier lugar trivial donde puede contemplarse toda la vertiginosa complejidad del cosmos, etc... Parábolas narradas sin énfasis excesivo, siempre desde un ángulo levemente irónico que aumenta su rara capacidad de sugestión, con ademanes de erudición paródica, algo así como un Kafka cuya graduación desoladora se rebaja con un chorrito de Lewis Carroll: no llegan a ofrecer un presagio o un diagnóstico de nuestras tribulaciones, sino más bien un experimento imaginario que nos permite acercarnos a ellas como al desgaire, por su lado menos candente pero mentalmente más estimulante. Ello explica que se presten con tanta propiedad a servir de exempla en elucubraciones filosóficas (no creo que haya otro autor tan fructuosamente saqueado por los principales ensayistas a partir de los años sesenta del siglo XX) y también, más desdichadamente, que puedan convertirse sin demasiada resistencia en pábulo de blandas jaculatorias seudopoéticas.
En cuanto a fuerza narrativa en el sentido más tradicional, los dos cuentos que prefiero son Las ruinas circulares y El Aleph. El primero de ellos es admirablemente intenso y leyéndolo se comprende que su autor lo escribiera en un par de semanas como poseído por una obsesión, algo que según confesión propia nunca había llegado a ocurrirle antes ni le pasó después. A pesar de que Borges es muy poco “paisajístico”, este relato logra crear la visión de un paraje exótico y trastornado, como algunas de las mejores páginas de Poe o de lord Dunsany (autores con cuyo mundo narrativo y simbólico me parece que estas “ruinas” guardan especial parentesco). Los esfuerzos del nigromante por dar bulto corporal y animado a la criatura de su sueño contagian desazonadoramente al lector, que es probable que llegue a prever el nihilista regreso al infinito del desenlace, aunque no por ello deja de sentirse conmocionado por él. Sin duda se trata de una pequeña obra maestra del género fantástico, cuya ambigua riqueza queda muy mermada si lo reducimos a una mera metáfora de las zozobras del creador novelesco en busca de personajes alimentados con la entraña de su imaginación. Por supuesto, es imposible no escuchar como música de fondo el dictamen de Shakespeare en La tempestad sobre que estamos tejidos de la misma urdimbre que los sueños... o recordar a la Alicia de Lewis Carroll –tan querido por Borges–, que sueña al Rey Rojo, quien a su vez está soñándola a ella, y es advertida en su sueño de que si el soñado rey despierta ella se desvanecerá como la luz de una vela al apagarse la llama porque sólo consiste en un sueño del soñado.
El Aleph es, si no me equivoco, el logro narrativo más perfecto y memorable de Borges. Fue lo primero que leí de él y creo que me acerqué al monte por el lado bueno: de ahí que no me haya costado escalarlo y que siempre me haya encontrado tan a gusto hasta en sus tramos más escarpados. Ese cuento lo tiene todo, humor, sentimiento, metafísica, costumbrismo y el toque fantástico que maravilla pero también sobrecoge. De sus breves páginas nos queda el recuerdo, no sólo del nódulo asombroso que recoge por completo la catarata inabarcable de la realidad, sino también de dos personajes: el trujamán del milagro, ese Carlos Argentino Daneri de fatuidad risible y casi conmovedora (pariente ufano del Enoch Soames de Beerbohm) y desde luego Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, la amada doblemente imposible por muerta y por infiel. A través de la genial caricatura del poetastro se ejecuta a todo un sistema ostentoso de superficialidad literaria, pero quizá también –más secretamente– a la ambición misma del empeño literario que pretende dar cuenta del vertiginoso e instantáneo universo mezclando sucesivamente un repertorio de convenciones. Como en el caso de Pierre Menard, el gran autor no puede sino durar más en su fracaso que el chapucero presuntuoso y entusiasta. Sin embargo, El Aleph aún reserva otras lecciones: por ejemplo, que el infinito se anuda sin prosopopeya en cualquier polvoriento y desdeñado rincón de lo cotidiano, o que si se cumpliera nuestro anhelo de abarcar contemplativamente cuanto existe no por ello quedaríamos menos inermes ni nostálgicos ante ese dato irremediable... Desde luego, no son precisas estas interpretaciones ni tantas otras posibles para disfrutar del encanto ligero y hondo del relato, que –a modo del buen vino– acaricia el paladar a su paso y luego deja un regusto aromático y persistente.
También apetece volver sobre otras historias, como La lotería en Babilonia y su descripción de una sociedad –que conocemos demasiado bien, a fin de cuentas– en la que todos pugnan insensatamente por obtener recompensas y rehuir castigos no menos arbitrarios, dictados por una conspiración inasible que vincula sin remedio los deseos con el azar. Quizá se refería a algo semejante Diderot, cuando aludió dos siglos antes al mundo como “un vasto garito donde he pasado sesenta años, con el cubilete en la mano, tesseras agitans (sacudiendo los dados)”. En La muerte y la brújula se ofrece al lector algo así como la sublimación de una narración detectivesca, que lleva al límite la hermandad enigmática entre el asesino y el sabueso que le persigue, dos caras de un mismo destino. O Funes el memorioso, otra de las predilectas, que consigue el difícil triunfo de ser una parábola inolvidable sobre la memoria y también el retrato de alguien que, como el rey Midas, es privilegiado con un don aparentemente envidiable que le sume en una inhumana desventura (algo que se repite de modo distinto en El inmortal). Uno de los relatos más sutiles y mejor ambientados es La busca de Averroes, que describe la ocasional pero infranqueable impotencia de un sabio para conocer algo que otros, por gratuitas circunstancias, tienen al alcance de la mano. Al recrear a su Averroes, histórica y geográficamente incapacitado para comprender el teatro, seguramente Borges se acordó del poeta latino Horacio, que inventó cisnes negros como ejemplo de lo imposible sin saber que en ese mismo momento eran aves familiares para los nativos de la ignota Australia. En La secta del fénix – estupendo ejemplo de understatement irónico a la inglesa que debe hacer las delicias de los psicoanalistas obstinados en husmear los calzoncillos del poeta– describe con aire misterioso los procedimientos de una secta cuya sede es el mundo entero y cuyo único dogma consiste en la iniciación en un ritual aparentemente trivial o grotesco, pero que sella para siempre la vida del iniciado: nunca nombra, claro, que tal ceremonia no es sino la cópula carnal. En fin, es ocioso prolongar este florilegio porque cada lector tendrá sin duda sus propios favoritos en ese puñado de inteligentes delicias.
Los ensayos de Otras inquisiciones (una antología de lo mejor que había publicado hasta la fecha en el género, compilada con la ayuda del exquisito José Bianco, secretario de redacción de la revista Sur) y los poemas de El hacedor muestran también en su mayoría una plenitud creadora semejante. En uno de los primeros, el dedicado a Oscar Wilde, constata: “Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón”. Algo semejante podríamos afirmar sin reticencias del Borges ensayista: deslumbrados por su estilo concentrado y epigramático, por su complacencia en un humorismo tajante y en una erudición de meandros caprichosos, por una adjetivación cuya precisión –buscada, no rebuscada– se convierte en desconcertante originalidad, los entusiastas olvidan frecuentemente en sus comentarios el fundamental acierto de la mayoría de los de Borges. Es caprichoso en sus intereses, pero nunca gratuito o inconsecuente en sus razonamientos. Incluso cuando parece más chocante, merece la pena atenderle porque acabamos por concordar con él, como por ejemplo cuando subraya que al jocundo Chesterton le subyace un espanto mayor que al inquietante y opresivo Kafka.
Jamás consiente en prodigar malhumoradas boutades, como las que por lo visto tanto entretienen a Nabokov en sus comentarios sobre literatura. Como nunca ha leído por obligación, es más propenso al elogio que al denuesto y cultiva la admiración, esa virtud que brota de lo admirable que pueda haber en nosotros, sin dejar por ello de aplicar ocasionalmente algún desdén inmisericorde y atinado. Pero como es un lector finísimo, la admiración por un autor no llega a nublar la perspicacia con que descubre sus mecanismos expresivos o la recurrencia obsesiva de sus temas de fondo. No sólo se preocupa de lo que un escritor o pensador dice, sino sobre todo de lo que nos dice, es decir, de la interacción que suscita con quienes lo leen. Su mejor arte estriba en leer de manera inusual, descentrada, a esos autores sobre los que ya estamos acostumbrados a discursos definitivamente acuñados: opera un sutil cambio de perspectiva –como el que propone al final de Pierre Menard– que no descarta leer obras de filosofía como si perteneciesen al género fantástico o las obras de Agatha Christie como si hubieran sido escritas por santo Tomás de Aquino. Sobre todo es un incomparable espoleador del instinto literario, por lo que sus notas despiertan invariablemente el apetito de leer, sea al autor comentado o a otros, pero sin limitarse nunca a revertir obscenamente en la celebración de sí mismo: a diferencia de otros grandes de la literatura que lo son también del egotismo, su voz contagiosa es permanentemente transitiva, nunca conminatoriamente autorreferencial. Y sin embargo su forma de leer está íntimamente ligada con su tarea de escritor: pese a su explícita y falsamente humilde preferencia por la lectura frente a la escritura, nunca es tan enconadamente escritor como cuando consigna y subraya lo que lee.
Sus poemas de El hacedor optan ya en la mayoría de los casos por la rima y un cierto aire conservador, explícito y articulado, que le separan definitivamente del descoyuntamiento verbal o la elipsis llevada hasta el enigma que caracterizan gran parte de la poesía contemporánea. Descarta definitivamente las orgías jeroglíficas y el prestigio alálico del espontaneísmo automático. Así consigue algunos de sus mejores sonetos, como los dos de Ajedrez o Blind Pew, aunque todavía no suele componerlos al modo shakespeariano, es decir, concluidos en pareado. El otro tigre es su más bello homenaje al listado felino que fue durante toda su vida el emblema zoológico de su particular mitología; pero también es una reiteración de uno de sus temas centrales tanto en verso como en prosa, la persecución inacabable mediante palabras de esa realidad que siempre transcurre, inasible y magnífica, allá donde los símbolos no alcanzan:
... Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.
Quizá sin embargo la página más notable de El hacedor no sea un poema sino la prosa perpleja de Borges y yo, en la que transcribe su extrañeza y su incomodidad ante el hombre público, el estereotipo literario en que se ha ido gradualmente convirtiendo (y que aún deberá monumentalizarse mucho más con los años). El escritor compone un texto que quizá nunca le pertenece del todo, que se debe a la función poética del lenguaje mismo o a la tradición artística, pero ese texto a su vez se convierte en pedestal de una figura enfática, el Autor (¿el Hacedor?), destinado a sobrevivir exento al atribulado ser humano que comparte su nombre y que se borrará definitivamente al apagarse su intimidad sin huellas. Incluso esa protesta – magistral en su brevedad– sabe Borges que una vez escrita dejará inmediatamente de pertenecerle para anotarse en el acervo del “otro”. Durante los años de la dictadura peronista, pese a estar preterido por las instituciones oficiales (como ya mencionamos su madre y su hermana llegaron a ser detenidas por repartir propaganda contra el régimen), el prestigio de Borges se consolida definitivamente. En 1950 es nombrado por tres años presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, una corporación notoriamente antiperonista, y al final de ese período aparece el primer volumen de sus Obras completas que comienza a publicar Emecé. No se dedica a conejos ni a gallinas para ganarse el sustento, sino que ocupa la cátedra de literatura inglesa en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa y también en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Por esta época comienza a interesarse por la antigua literatura anglosajona, interés que luego le llevará al estudio del anglosajón y cuyo primer fruto es la publicación –en 1951 y en el Fondo de Cultura Económica de México– del libro después ampliado Antiguas literaturas germánicas, en colaboración con Delia Ingenieros. Por supuesto, su primacía en las letras argentinas y su incipiente proyección internacional no dejan de atraerle virulentos antagonismos. H. A. Murena (cuyo nombre, paradójicamente, está ligado para muchos españoles de mi generación al descubrimiento de Walter Benjamín y de la Dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer, en sus traducciones editadas por Sur) volvió a atacar en la revista de Victoria Ocampo el cosmopolitismo borgiano. Al mismo tiempo, una piara mafiosa de profesores celtibéricos obstaculiza la invitación a dictar un curso en Estados Unidos que le ha cursado el Wellesley College, tachándolo de ser “un enemigo profesional de la literatura española”. Aun en los casos raros y dichosos en que no se convierten en pretexto de crímenes, todos los nacionalismos son siempre una escuela de estupidez. El propio Borges se refirió una vez a “ciertas vanidades raciales que todos oscuramente poseen, sobre todo los tontos y los maleantes”. Tontos o maleantes: la mayoría de los nacionalistas que he conocido se encuadran en una de estas categorías y a menudo en ambas.
En septiembre de 1955, un levantamiento cívico-militar derroca al general Perón, que se exilia en Paraguay antes de refugiarse durante largos años en Madrid, bajo el manto de Franco. Al mes siguiente, el nuevo gobierno nombra a Borges director de la Biblioteca Nacional. Pero también por entonces fracasa su última operación ocular y los médicos le prohíben leer y escribir, tratando de no agravar definitivamente su ya casi total ceguera. Ahora Borges se encuentra al frente de la Gran Casa de Todos los Libros y precisamente ahora se ve imposibilitado de disfrutarlos, destino paradójico que ya correspondió antes que a él a otros dos directores de la misma institución, José Mármol y el argentino de origen francés Paul Groussac (a cuya obra dedicará un ensayo penetrante y condescendiente). Es entonces cuando dicta Borges su Poema de los dones, que famosamente empieza así:
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche...
El inmenso tesoro que tanta felicidad ha sabido proporcionarle deberá quedar ahora “intacto y secreto” de veras. Empieza el momento gratificante de la memoria.
En Vidas literarias: Jorge Luis Borges, III
Editorial Omega, 2002
Cortesía de Ignoria
Foto EFE sin atribución: Fernando Savater Vía