14/8/17

Fernando Savater: Borges. La tiranía de las bibliotecas







Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros,
la primera impresión fue de extravagante felicidad.
Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto.
(J. L. Borges)


De sus años juveniles de iniciación literaria comentó luego Borges: “Los gnósticos afirmaban que la única manera de evitar un pecado era cometerlo, y así librarse de él. En mis libros de aquella época creo haber cometido la mayoría de los pecados literarios, algunos bajo la influencia de un gran escritor, Leopoldo Lugones, a quien admiro mucho. Esos pecados eran la afectación, el color local, la búsqueda de lo inesperado y el estilo del siglo XVII” (Autobiografía). Con su característica discreción, omite señalar que también se inició en las destrezas que luego nos lo hicieron imprescindible: el comercio estético con los temas filosóficos, el uso de la reflexión como fuente de emoción poética, la habilidad para condensar una doctrina o una biografía en pocas líneas sin pérdida de lo más sustancioso, el uso magistral de la hipálage (“fumando pensativos cigarros”), la erudición como retórica amable o misteriosa pero nunca como pedantería, la consideración dignificante de géneros o autores habitualmente tenidos por “menores”, etc... Y todo ello, defectos y virtudes, bañado en la luz propia de un goce juguetón en el ejercicio de las letras –como lector primero, como autor después– que nunca volverá a ser tan patente, aunque por suerte jamás desaparezca del todo. Muchos años después Borges comentó a un confidente que era el deleite de poder ver las palabras escritas –fuese por otro o por él mismo, sobre todo por él mismo– el don precioso que la ceguera le arrebató: no es lo mismo escuchar o recordar lo leído que leer, no resulta igualmente jocundo escribir viendo aparecer las frases felices que dictar lo que sólo podrán paladear con los ojos los demás. El arte continúa y hasta se ahonda, pero la diversión del creador disminuye irreparablemente. En 1938, cuando muere ciego su padre, Borges ya ha sufrido la primera de las ocho operaciones oculares que intentarán frenar su deriva hacia esa oscuridad que no es exactamente tal, sino más bien una niebla lechosa progresivamente espesa donde se van desvaneciendo los colores hasta que sólo puede reconocerse el tenaz amarillo. Hace años leí en algún sitio que los taxis de Nueva York son de color amarillo porque es el más fácil de distinguir entre la bruma y la ventisca, por baja que sea la visibilidad. Claro que Borges preferirá hablar, cuando lo elogie en los poemas cuidadosamente no patéticos escritos durante su ceguera, del “oro de los tigres”: resulta literariamente menos chocante que cantar al “oro de los taxis”. Trátese de niebla o de tiniebla, lo cierto es que el día que vio morir ciego a su padre Borges ya sabía que estaba destinado a seguirle también en esa minusvalía, no sólo en sus afanes literarios o filosóficos.

Ese acontecimiento decisivo ocurrió en el mes de febrero; en diciembre, otro suceso conmociona la vida del joven escritor. También está ligado a lo precario de su vista. La tarde de Nochebuena, al subir corriendo unas escaleras, se golpea en la cabeza con el batiente recién pintado de una ventana. El traumatismo es leve, pero la herida se infecta y se le declara una septicemia que lo mantiene quince días, delirando, al borde de la muerte. Cuando comienza a recuperarse, le obsesiona la curiosa idea de que quizá sus capacidades intelectuales han quedado mermadas irreparablemente. Peculiar inseguridad, que contribuye a definirle mejor que otros datos biográficos..., si es cierto que la padeció y no se trata de una construcción post festum, la cual tampoco dejaría de ser significativa. Según la versión canónica, el convaleciente pidió a su madre que le leyese unas páginas; al rato, se echó a llorar de alivio porque las comprendía. Pero aún faltaba la auténtica prueba de fuego: volver a escribir. Borges no se atrevió a intentar un poema o un ensayito, sus géneros habituales, porque si fracasaba en ellos quedaría irremisiblemente condenado. Prefirió acometer algo totalmente nuevo, con el fin de que así una eventual incompetencia pudiera justificarse de modo que no quedase desahuciado para empeños más rutinarios. ¿No es conmovedor todo este tanteo, ya fuese auténtico o ya se trate de una elaboración posterior con la que se fragua el mismo año de la muerte del padre la ocasión de un nuevo nacimiento, la conquista de la definitiva personalidad creadora? Sea como fuese, Borges eligió iniciarse en el género fantástico y escribió Pierre Menard, autor del Quijote.

De Shakespeare puede decirse que siempre es interesante, que nunca carece de ramalazos de excelencia, pero que sólo en media docena de sus obras es propiamente él mismo, el incomparable y altísimo Shakespeare. Salvando las distancias –como el interesado se hubiera apresurado a hacer antes que nadie– también de Borges es lícito predicar algo semejante: aunque ninguna de sus páginas carece de meritorias “magias parciales”, sólo en un puñado de relatos, de poemas y de ensayos llega a ser plenamente Borges. Sin duda una de estas piezas en estado de gracia es la crónica de Pierre Menard, el inverosímil y sin embargo familiar homme des lettres que se atrevió a emular –¿mejorándola?– la más alta creación de Cervantes. En este relato disfrazado de reseña bio-bibliográfica afronta Borges uno de sus temas favoritos: la figura patética y risible del literato mediocre cuya pretenciosidad sin talento sirve sin embargo como espejo deformante (al modo esperpéntico de los de las ferias o aquellos del Callejón del Gato mencionados por Valle Inclán) para estudiar la tarea del escritor... y quizá también las perplejidades de ese vicio impune que es la pasión de leer. La anécdota es ya de sobra conocida: la historia de un idiota contada por otro aún mayor, la recensión póstuma de los estrafalarios empeños literarios del exquisito y modernísimo Pierre Menard (cuyo acmé creativo se sitúa a mediados de los años treinta, es decir, cuando Borges escribe su cuento) emprendida por un admirador estólido. La gran obra de Menard había de ser nada menos que el Quijote, es decir, una novela que coincidiera palabra por palabra y línea por línea con la de Cervantes pero que desde luego no pudiera confundirse en modo alguno con ella.

Este colmo de “intertextualidad” –como dicen ahora– encierra un apólogo sobre ese tipo de obra de arte contemporánea que sólo se basa en la decisión del artista de designarla como tal, sea el preexistente urinario para Duchamp o el preexistente Quijote cervantino para Menard, y que no puede prescindir del discurso explicativo que legitima su propósito estético. Borges parodia ese discurso con evidente delectación (suya y del lector), como hará años después junto a Bioy Casares en sus desaforadas Crónicas de H. Bustos Domecq. Este relato es muy moderno... a costa de burlarse de los contemporáneos. Acabada su aventura ultraísta, Borges descreerá notoriamente de cualquier forma de vanguardismo; se conformará con ser profundamente original, pero renunciando a la pirotecnia de experimentos provocadores. Prefiere suscitar el asombro ante lo familiar que el mero desconcierto y la incomodidad del lector. Sin embargo, en Pierre Menard, autor del Quijote hay un curioso contagio cervantino: del mismo modo que la novela de Cervantes trasciende con mucho su propósito inicial –¡si es que lo fue!– de reducir al absurdo las novelas de caballerías, también el seudocuento borgiano rebasa con creces la mera sátira del amaneramiento de los nuevos culteranos. Hay algo más, mucho más, una insinuación inquietante en cuyo desentrañamiento los exégetas se encarnizan: quizá la de que, en el momento de leer, el autor del texto y su paciente se confunden, o que los clásicos son esas obras que es imposible recordar sin la tentación de amputarlas de la cronología, o que el texto literario vive mientras los hombres mueren repitiéndolo o... tantas otras sugerencias como se han hecho y pueden hacerse, desde la sensibilidad reflexiva o el acartonamiento pedante. Más que un pensador, en el sentido académico de la expresión, Borges es un escritor que da que pensar a los teóricos, que inaugura o renueva perplejidades filosóficas. Puede que sea en Pierre Menard donde se manifiesta así inequívocamente por primera vez. A mí, caprichosamente, la relectura de esta pieza suele remitirme íntimamente a un dístico muy posterior del mismo autor, titulado Un poeta menor:

La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.

Al año siguiente de aparecer Pierre Menard, en 1940, se casan con la mayor discreción sus amigos Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Diez años antes, en casa de las Ocampo la imperiosa y emprendedora Victoria, la desconcertante y poética Silvina, habían sido presentados Borges y Bioy, dando comienzo no sólo a una amistad de por vida y a una fecunda colaboración literaria, sino incluso a una especie de singularísima simbiosis que procreó a otro autor, Honorio Bustos Domecq, realmente distinto de ambos aunque para nada indigno de ninguno de los dos. Cuando se conocieron, Bioy era un muchacho aficionado a las letras de diecisiete años y Borges un admirado escritor joven que acababa de rebasar los treinta. No miren hacia Rimbaud y Verlaine porque no hace al caso (aunque según Diderot no hay amistad entrañable “sans un peu de testicule”). Es fama que su primera obra conjunta fue un prospecto publicitario que cantaba las higiénicas virtudes de cierto yogur. El mismo año de la boda entre Adolfo y Silvina, en la que Jorge Luis ofició como testigo, firmaron los tres una Antología de la literatura fantástica que me parece una obra maestra por lo menos igual a lo mejor que cada uno de los tres escribió por separado. El propio Borges, nunca ditirámbico respecto a sus producciones, la reputó como “uno de los pocos libros que merecerían salvarse de un nuevo diluvio universal”. Aunque mi ejemplar –de la colección “Piragua” en editorial Sudamericana– está ya notablemente descuajeringado por el uso y abuso entusiasta, sin duda sería uno de los cuatro o cinco libros que también yo intentaría rescatar de esa catástrofe bíblica o de un más módico incendio doméstico. Sólo haberme revelado Enoch Soames de Max Beerbohm o La noche en la posada de lord Dunsany bastarían para sentirme agradecido para siempre a ese sabio compendio de maravillas. También las dos antologías del cuento policial que prepararon pocos años más tarde (cuando este tipo de selecciones, frecuentes en inglés, no lo eran apenas en nuestra lengua) son excelentes, así como la colección de novelas de misterio El séptimo círculo –el lugar de condena de los violentos en el infierno de Dante–, que dirigieron al alimón y que me sigue resultando la mejor del género que conozco.

Estas tareas conjuntas prueban sobradamente que Borges y Bioy fueron lectores perspicaces y generosos, de los que saben contagiar el vicio de la lectura. Y que no estaban aquejados del síndrome de la excelsitud literaria, que prescribe poner los ojos en blanco ante Hoffmansthal y despachar con una mueca de asco la simple mención de Agatha Christie: el paladar del auténtico gourmet de la escritura disfruta con las rarezas de los sibaritas pero también con los platos populares bien especiados. No hay que confundir la anemia con el buen gusto. En este aspecto, sin duda la influencia de Bioy Casares en Borges fue beneficiosa y contribuyó a desinhibir su estilo y su temática. “Al contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son más convenientes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me fue llevando poco a poco hacia el clasicismo” (Autobiografía). Pero también reforzó su tendencia satírica, a veces hasta el trazo grueso y la parodia casi sobreactuada. A esta línea pertenecen los Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), firmados por su alter ego conjunto Bustos Domecq, con los que añaden a la nutrida saga de los detectives extravagantes (el lord exquisito, el obeso que nunca sale de su invernadero de orquídeas, el ciego al que sin embargo nada se le escapa...) el desaforado caso de un sabueso encarcelado que resuelve los enigmas sin moverse –et pour cause!– de su celda. La mayoría de las narraciones policiales acaban con la cárcel para el culpable; los casos de Parodi –el apellido es bien significativo– empiezan con el investigador entre rejas... Cada uno de los relatos plantea un enigma que es a la vez extravagante y perfecto, como las historias que Chesterton urde en torno al padre Brown o a mister Pond; también como los del autor inglés, suelen encerrar una parábola moral; pero además subrayan la vertiente satírica hasta lo inmisericorde y se burlan de los usos literarios o sociales del día con un júbilo irreverente que en ocasiones provoca francamente carcajadas, en un estilo que ha alcanzado luego su cima en España con algunas novelas de Eduardo Mendoza. En un relato posterior del bifronte Bustos Domecq, La fiesta del monstruo (que no pertenece a la saga del perspicaz Parodi), estos procedimientos hilarantes y esperpénticos funcionan con estremecedora eficacia para denunciar la brutalidad parafascista del populismo peronista. Se trata de la narración más políticamente “comprometida” de ambos autores, así como de una de las obras maestras panfletarias del siglo, mucho más cerca en tal línea de Swift o del expresionismo de Grosz que de Chesterton.

Quizá éste sea un momento tan bueno o tan inoportuno como cualquier otro para hablar de la relación entre Borges y la política. Es paradójico y sintomático de la hipocresía intelectual de nuestra época que las actitudes políticas de un autor tan políticamente templado y distraído en ese tema como Borges se hayan llegado a convertir en un problema mayor para bastantes de sus lectores. Si creyésemos a algunos imbéciles, Borges sería uno de esos casos tristes y célebres –como Céline– de gran escritor cuya mentalidad aberrantemente reaccionaria apenas puede ser soportada en honor de sus méritos estéticos. Podríamos recordar ahora que en su adolescencia escribió poemas en elogio de la revolución de octubre; que se prodigó en dicterios contra Rosas y los tiranos; que después, a diferencia de muchos de sus amigos y contemporáneos argentinos, se decantó inequívocamente a favor de los republicanos españoles en nuestra contienda civil; que denunció con vehemencia la ambición de Hitler y penetró con profundidad en lo perverso de su programa, escribiendo las páginas admirables del Deutsches Requiem; que en 1939 afirmó en la revista Sur: “Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía. Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles”; que en su prólogo a De los héroes, de Thomas Carlyle (1949), observó lo siguiente: “Carlyle, hace poco más de cien años, creía percibir a su alrededor la disolución de un mundo caduco y no veía otro remedio que la abolición de los parlamentos y la entrega incondicional del poder a hombres fuertes y silenciosos. Rusia, Alemania, Italia han apurado hasta las heces el beneficio de esta universal panacea; los resultados son el servilismo, el temor, la brutalidad, la indigencia mental y la delación” (conviene recordar que cuando Borges escribió esto algunos de los que luego fueron sus detractores estaban encantados al menos con los hombres “fuertes y silenciosos” de la Unión Soviética); que señaló el resentimiento nacionalista antiinglés de los germanófilos porteños y celebró su derrota también en Sur, en una nota titulada 1941 que acaba así: “Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irreemplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es también capaz de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo”. Después de acabada la contienda mundial, a finales de 1945, un destacado militar germanófilo –el coronel Perón– se hace con el poder en Argentina: para castigarle por haber firmado diversos manifiestos antifascistas, Borges es destituido de su puesto de bibliotecario y “promovido” a inspector de pollos, gallinas y conejos en los mercados municipales. El demagogo populista distinguirá a la familia con su animadversión y un par de años después su madre y su hermana Norah serán detenidas por haber repartido propaganda antiperonista. Ciertamente no parece que esta trayectoria de más de media vida sea la de un monstruo de la ultraderecha. También es no menos cierto que el Borges maduro fue un burgués ilustrado, con poquísima simpatía por los sublevadores del pueblo, que se fue haciendo cada vez más conservador con el paso de los años y el aumento de su incapacidad física. Detestó a los montoneros guevaristas, hizo bromas de café sobre la democracia como “abuso de la estadística” y soltó deplorables boutades políticas (y sobre todo humanamente) incorrectas sobre los negros o –¡cielos!– los vascos. Es importante hacer notar que estas bobadas aparecen solamente en charlas referidas por otros o entrevistas, nunca en sus obras literarias. Por lo visto no se resistía a decir cualquier cosa que le pasara por la cabeza, si creía que iba a resultar graciosa o chocante a un auditorio complaciente (en oírla y –ay– en propalarla). Algunas de sus impertinencias son realmente divertidas: en cierta ocasión, ya semiciego, al pasar frente al cartel electoral de un partido nacionalista que exultaba “Dios, familia y propiedad” comentó a su acompañante: “¡Caramba, qué tres incomodidades!”. También consta que saludó en un principio como liberadores a Videla y compañía (error en el que también incurrieron muchos comunistas argentinos de la época), aunque luego condenó sin rodeos sus procedimientos criminales, aceptó una condecoración no buscada de manos de Pinochet durante una visita a Chile, etc... Sin duda actitudes discutibles, a veces notablemente inoportunas, poco perspicaces y hasta culpables de escasa gallardía en lo que al asunto de Pinochet se refiere, pero reveladoras, más que de convicciones reaccionarias, de un progresivo desinterés por la actualidad política y de un encierro en su privado mundo literario, fomentado por su ceguera. En el peor de los casos, nada ideológicamente más indecente que el entusiasmo de Pablo Neruda por Stalin y el comunismo soviético, o de García Márquez (y tantos otros más, algunos hasta hoy mismo) por la obtusa dictadura de Fidel Castro. No deja de ser cosa misteriosa que un homenaje de Pinochet pueda alejar del Nobel a quien se lo merecía de sobra, mientras que Castro o la orden de Lenin no hayan privado de él a otros sin duda también merecedores de ese galardón. En cualquier caso, la importancia de la ideología política en la obra de Borges es difícilmente perceptible: no fue un escritor “comprometido” (en una ocasión observó que hablar de “literatura comprometida” le resultaba tan incongruente como elogiar la “equitación protestante”) ni con la izquierda ni con la derecha, pero tampoco con el debate político mismo, que fue la verdadera religión del siglo XX. Se ocupó poco del gobierno de las personas y prácticamente nada de la administración de las cosas: en ese aspecto sí que resultó realmente reaccionario, pero mucho más por no considerar importante tener opiniones válidas que por tenerlas equivocadas. Fue en este campo un agnóstico bastante despreocupado, la actitud que más irrita a los creyentes y a los justicieros. Puede no ser una postura digna de elogio, pero tampoco me parece que deba ser execrada.

Sin embargo quizá Borges siempre se mantuviese fiel a otro tipo de compromiso social, el más necesario para un poeta que se dirige a cada lector –irrepetible y frágil– entre el estruendo vocinglero de los políticos, tan democráticamente imprescindible como a veces insoportable. Lo ha analizado bien el profesor Juan Arana, de la Universidad de Sevilla, en el ensayo titulado precisamente El compromiso del escritor, que se incluye en su libro sobre Borges La eternidad de lo efímero. Ahí comenta la más alta responsabilidad del “urdidor de verbalismos”, antihagiográfíca descripción dada por el propio Borges de su tarea como escritor, y señala que “su misión es modesta, pero importante: si otros consiguen con su esfuerzo que sea habitable el mundo en que estamos, éste consigue con el suyo que seamos capaces de compartirlo y de vivirlo también en nuestro espíritu”. Y concluye: “El compromiso supremo del escritor consiste en permitir a sus obras que ejerzan su salvífica misión sin malograrlas con sus anecdóticas pretensiones”. Aunque no me atrevería a insistir sin matizar en la función “salvífica” de la literatura, por excelente que ésta sea, creo que Arana atina en lo fundamental. No sólo absuelve en cierto sentido a Borges, sino que lo hace con argumentos semejantes a los que Borges habría empleado... si se hubiera entretenido culpablemente en buscar su absolución.

Sea como fuere, la inquina peronista contra el poeta y su familia sacudió benéficamente y en cierto sentido agilizó la existencia de Borges. Desplazado de su papel de “subbibliotecario” –por emplear un término melvillano– en la Miguel Cané, empezó a perfilarse su destino esencial como guardián mayor de la Biblioteca de Babel. Descartada la opción de inspeccionar la fauna avícola local a que se le condenaba irrisoriamente, aumentó su papel como conferenciante y suave profesor de literatura ante públicos de Argentina y Uruguay. La tarea de hablar en público es la condena y el triunfo paradójico de muchos tímidos. Los mejores conferenciantes no son los que hablan sin miedo sino los que vencen su miedo a hablar: esa secreta fragilidad hace su discurso más delicado, más precioso. Tal fue el caso de Borges, que –además del agobio ante la multitud expectante– debió sobreponerse siempre a un leve tartamudeo. El poeta José Bergamín me contó que tuvo ocasión de escucharle una vez en Montevideo, a comienzos de los años cincuenta: antes de empezar, dispuso sobre la mesa montones de libros que luego no empleó ni una sola vez en la charla. Cuando le preguntó para qué necesitaba tantos volúmenes que no iba a consultar, Borges repuso: “Los uso como parapeto”‘. Yo, que no soporto ni charlas ni sermones ni lecciones ni arengas de más de diez minutos de duración (aunque, ay, he vivido gran parte de mi vida dándolas), le escuché un par de veces con arrobo. Era ya viejo y entonces la ceguera oficiaba como un parapeto ante el público más eficaz que las pilas de libros; en cuanto al tartamudeo, se había convertido en coquetería o cláusula de estilo. ¿Cómo definirlo? Era delicioso: cálida e inteligentemente delicioso. Un charmeur con ideas. Nada que ver con esos insoportables sabios, orgullosos de su rigor, que hasta para amenizar una entrega de premios en el fin de curso de una escuela nos infligen la lectura de veinte folios, so pretexto de que ellos no saben improvisar: pues si no saben, que se callen y se queden en casa, que mañana les leeremos. Algunos pedantes que dicen haber asistido a sus clases de literatura o de filosofía denuncian sus supuestas citas inexactas o sus imprecisiones cronológicas. Pero para corregir esos desvíos –si los hay, lo que conociendo la fabulosa memoria de Borges es dudoso– están los manuales, las enciclopedias y ahora los CD-roms. Lo insustituible, en cambio, es el aura de ceremonia cultural que su palabra vacilante sabía crear, la celebración vivida de una conciencia intelectual que busca asilo grato en otros, entre la perplejidad del mundo y el maremoto jubiloso de los libros. Brotaba ante los oyentes del manantial mismo, con engañosa espontaneidad, tanteando y perdiéndose en meandros sólo aparentemente caprichosos, contagiando hasta a los más lerdos –eruditos aparte– de las dudas y victoriosos hallazgos que constituyen la reflexión personal.

Los griegos hablaban del acmé en la vida de un hombre, es decir, el momento en que alcanza su plena madurez vital, que ellos cifraban cronológicamente en torno a los treinta y cinco años. También cada escritor tiene su propio acmé creativo, menos sujeto a determinaciones de edad, tempranísimo por ejemplo para Rimbaud pero mucho más tardío para un Bernard Shaw. A mi juicio, Borges alcanzó su acmé literario en las décadas cuarenta y cincuenta del pasado siglo, en las que escribe los relatos de Ficciones (1944) y El Aleph (1949), así como los ensayos de Otras inquisiciones (1952) y parte de los poemas y prosas breves de El hacedor (1960), es decir, sus cuatro mejores libros. Digo “mejores” queriendo decir más redondos, más definitivos, más completos y también más irrevocablemente audaces, los de mayor empuje: sin duda compuso antes y después otras muchas páginas memorables, pero en las de ese período se le nota dueño jubiloso de sus medios y –pese a sus eternas reticencias irónicas y lemas de modestia– conscientemente magistral. Algunos exégetas se atribulan intentando dirimir si fue ante todo poeta, narrador o ensayista, y aportan irrefutables pruebas de maestría en cada uno de esos órdenes. Pero la verdadera gracia de Borges cuando está “en estado de gracia” (y no le quitaremos al término ninguna de sus connotaciones teológicas para no disgustar a George Steiner) resulta de que nunca es “ante todo” sólo una de esas cosas, sino que sabe ser narrativo en sus poemas, poético en sus ensayos y filosóficamente indagatorio en sus cuentos. No es que su género sea la ficción, sino que convierte en ficciones los géneros literarios. Ése es precisamente su tema de fondo, la imposibilidad característicamente moderna de la literatura –de los textos producidos por hombres de letras postreramente cultos, fatigados o deslumbrados por haberlo ya leído todo– de atenerse a un registro exclusivo y excluyente de voz como si no supieran más, como si no tuviesen, ellos y sus lectores, permanentemente el resto de los datos expresivos en la memoria y pudieran desde algún ángulo alcanzar la realidad sin constatar esa broza simbólica que la configura y la trastorna. Es así como logra acuñar unos cuantos mitos que operan entre los letrados (lectores y escritores) de finales del siglo XX al modo que durante tanto tiempo lo han hecho aquellos platónicos de la caverna y del auriga que pretende controlar los opuestos caballos del alma, o también aquel genio engañoso propuesto por Descartes: la biblioteca que abarca y se confunde con el universo, la lotería que va ampliando su juego hasta regir todos los incidentes de la vida humana desde los más íntimos hasta los de mayor trascendencia colectiva, la noticia enciclopédica de un mundo ficticio que acaba dotándolo de existencia real, el mago que logra dar vida al personaje que ha soñado sólo para descubrir más tarde que también él existe gracias al sueño de otro, el punto milagroso pero situado en cualquier lugar trivial donde puede contemplarse toda la vertiginosa complejidad del cosmos, etc... Parábolas narradas sin énfasis excesivo, siempre desde un ángulo levemente irónico que aumenta su rara capacidad de sugestión, con ademanes de erudición paródica, algo así como un Kafka cuya graduación desoladora se rebaja con un chorrito de Lewis Carroll: no llegan a ofrecer un presagio o un diagnóstico de nuestras tribulaciones, sino más bien un experimento imaginario que nos permite acercarnos a ellas como al desgaire, por su lado menos candente pero mentalmente más estimulante. Ello explica que se presten con tanta propiedad a servir de exempla en elucubraciones filosóficas (no creo que haya otro autor tan fructuosamente saqueado por los principales ensayistas a partir de los años sesenta del siglo XX) y también, más desdichadamente, que puedan convertirse sin demasiada resistencia en pábulo de blandas jaculatorias seudopoéticas.

En cuanto a fuerza narrativa en el sentido más tradicional, los dos cuentos que prefiero son Las ruinas circulares y El Aleph. El primero de ellos es admirablemente intenso y leyéndolo se comprende que su autor lo escribiera en un par de semanas como poseído por una obsesión, algo que según confesión propia nunca había llegado a ocurrirle antes ni le pasó después. A pesar de que Borges es muy poco “paisajístico”, este relato logra crear la visión de un paraje exótico y trastornado, como algunas de las mejores páginas de Poe o de lord Dunsany (autores con cuyo mundo narrativo y simbólico me parece que estas “ruinas” guardan especial parentesco). Los esfuerzos del nigromante por dar bulto corporal y animado a la criatura de su sueño contagian desazonadoramente al lector, que es probable que llegue a prever el nihilista regreso al infinito del desenlace, aunque no por ello deja de sentirse conmocionado por él. Sin duda se trata de una pequeña obra maestra del género fantástico, cuya ambigua riqueza queda muy mermada si lo reducimos a una mera metáfora de las zozobras del creador novelesco en busca de personajes alimentados con la entraña de su imaginación. Por supuesto, es imposible no escuchar como música de fondo el dictamen de Shakespeare en La tempestad sobre que estamos tejidos de la misma urdimbre que los sueños... o recordar a la Alicia de Lewis Carroll –tan querido por Borges–, que sueña al Rey Rojo, quien a su vez está soñándola a ella, y es advertida en su sueño de que si el soñado rey despierta ella se desvanecerá como la luz de una vela al apagarse la llama porque sólo consiste en un sueño del soñado.

El Aleph es, si no me equivoco, el logro narrativo más perfecto y memorable de Borges. Fue lo primero que leí de él y creo que me acerqué al monte por el lado bueno: de ahí que no me haya costado escalarlo y que siempre me haya encontrado tan a gusto hasta en sus tramos más escarpados. Ese cuento lo tiene todo, humor, sentimiento, metafísica, costumbrismo y el toque fantástico que maravilla pero también sobrecoge. De sus breves páginas nos queda el recuerdo, no sólo del nódulo asombroso que recoge por completo la catarata inabarcable de la realidad, sino también de dos personajes: el trujamán del milagro, ese Carlos Argentino Daneri de fatuidad risible y casi conmovedora (pariente ufano del Enoch Soames de Beerbohm) y desde luego Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, la amada doblemente imposible por muerta y por infiel. A través de la genial caricatura del poetastro se ejecuta a todo un sistema ostentoso de superficialidad literaria, pero quizá también –más secretamente– a la ambición misma del empeño literario que pretende dar cuenta del vertiginoso e instantáneo universo mezclando sucesivamente un repertorio de convenciones. Como en el caso de Pierre Menard, el gran autor no puede sino durar más en su fracaso que el chapucero presuntuoso y entusiasta. Sin embargo, El Aleph aún reserva otras lecciones: por ejemplo, que el infinito se anuda sin prosopopeya en cualquier polvoriento y desdeñado rincón de lo cotidiano, o que si se cumpliera nuestro anhelo de abarcar contemplativamente cuanto existe no por ello quedaríamos menos inermes ni nostálgicos ante ese dato irremediable... Desde luego, no son precisas estas interpretaciones ni tantas otras posibles para disfrutar del encanto ligero y hondo del relato, que –a modo del buen vino– acaricia el paladar a su paso y luego deja un regusto aromático y persistente.

También apetece volver sobre otras historias, como La lotería en Babilonia y su descripción de una sociedad –que conocemos demasiado bien, a fin de cuentas– en la que todos pugnan insensatamente por obtener recompensas y rehuir castigos no menos arbitrarios, dictados por una conspiración inasible que vincula sin remedio los deseos con el azar. Quizá se refería a algo semejante Diderot, cuando aludió dos siglos antes al mundo como “un vasto garito donde he pasado sesenta años, con el cubilete en la mano, tesseras agitans (sacudiendo los dados)”. En La muerte y la brújula se ofrece al lector algo así como la sublimación de una narración detectivesca, que lleva al límite la hermandad enigmática entre el asesino y el sabueso que le persigue, dos caras de un mismo destino. O Funes el memorioso, otra de las predilectas, que consigue el difícil triunfo de ser una parábola inolvidable sobre la memoria y también el retrato de alguien que, como el rey Midas, es privilegiado con un don aparentemente envidiable que le sume en una inhumana desventura (algo que se repite de modo distinto en El inmortal). Uno de los relatos más sutiles y mejor ambientados es La busca de Averroes, que describe la ocasional pero infranqueable impotencia de un sabio para conocer algo que otros, por gratuitas circunstancias, tienen al alcance de la mano. Al recrear a su Averroes, histórica y geográficamente incapacitado para comprender el teatro, seguramente Borges se acordó del poeta latino Horacio, que inventó cisnes negros como ejemplo de lo imposible sin saber que en ese mismo momento eran aves familiares para los nativos de la ignota Australia. En La secta del fénix – estupendo ejemplo de understatement irónico a la inglesa que debe hacer las delicias de los psicoanalistas obstinados en husmear los calzoncillos del poeta– describe con aire misterioso los procedimientos de una secta cuya sede es el mundo entero y cuyo único dogma consiste en la iniciación en un ritual aparentemente trivial o grotesco, pero que sella para siempre la vida del iniciado: nunca nombra, claro, que tal ceremonia no es sino la cópula carnal. En fin, es ocioso prolongar este florilegio porque cada lector tendrá sin duda sus propios favoritos en ese puñado de inteligentes delicias.

Los ensayos de Otras inquisiciones (una antología de lo mejor que había publicado hasta la fecha en el género, compilada con la ayuda del exquisito José Bianco, secretario de redacción de la revista Sur) y los poemas de El hacedor muestran también en su mayoría una plenitud creadora semejante. En uno de los primeros, el dedicado a Oscar Wilde, constata: “Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón”. Algo semejante podríamos afirmar sin reticencias del Borges ensayista: deslumbrados por su estilo concentrado y epigramático, por su complacencia en un humorismo tajante y en una erudición de meandros caprichosos, por una adjetivación cuya precisión –buscada, no rebuscada– se convierte en desconcertante originalidad, los entusiastas olvidan frecuentemente en sus comentarios el fundamental acierto de la mayoría de los de Borges. Es caprichoso en sus intereses, pero nunca gratuito o inconsecuente en sus razonamientos. Incluso cuando parece más chocante, merece la pena atenderle porque acabamos por concordar con él, como por ejemplo cuando subraya que al jocundo Chesterton le subyace un espanto mayor que al inquietante y opresivo Kafka.

Jamás consiente en prodigar malhumoradas boutades, como las que por lo visto tanto entretienen a Nabokov en sus comentarios sobre literatura. Como nunca ha leído por obligación, es más propenso al elogio que al denuesto y cultiva la admiración, esa virtud que brota de lo admirable que pueda haber en nosotros, sin dejar por ello de aplicar ocasionalmente algún desdén inmisericorde y atinado. Pero como es un lector finísimo, la admiración por un autor no llega a nublar la perspicacia con que descubre sus mecanismos expresivos o la recurrencia obsesiva de sus temas de fondo. No sólo se preocupa de lo que un escritor o pensador dice, sino sobre todo de lo que nos dice, es decir, de la interacción que suscita con quienes lo leen. Su mejor arte estriba en leer de manera inusual, descentrada, a esos autores sobre los que ya estamos acostumbrados a discursos definitivamente acuñados: opera un sutil cambio de perspectiva –como el que propone al final de Pierre Menard– que no descarta leer obras de filosofía como si perteneciesen al género fantástico o las obras de Agatha Christie como si hubieran sido escritas por santo Tomás de Aquino. Sobre todo es un incomparable espoleador del instinto literario, por lo que sus notas despiertan invariablemente el apetito de leer, sea al autor comentado o a otros, pero sin limitarse nunca a revertir obscenamente en la celebración de sí mismo: a diferencia de otros grandes de la literatura que lo son también del egotismo, su voz contagiosa es permanentemente transitiva, nunca conminatoriamente autorreferencial. Y sin embargo su forma de leer está íntimamente ligada con su tarea de escritor: pese a su explícita y falsamente humilde preferencia por la lectura frente a la escritura, nunca es tan enconadamente escritor como cuando consigna y subraya lo que lee.

Sus poemas de El hacedor optan ya en la mayoría de los casos por la rima y un cierto aire conservador, explícito y articulado, que le separan definitivamente del descoyuntamiento verbal o la elipsis llevada hasta el enigma que caracterizan gran parte de la poesía contemporánea. Descarta definitivamente las orgías jeroglíficas y el prestigio alálico del espontaneísmo automático. Así consigue algunos de sus mejores sonetos, como los dos de Ajedrez o Blind Pew, aunque todavía no suele componerlos al modo shakespeariano, es decir, concluidos en pareado. El otro tigre es su más bello homenaje al listado felino que fue durante toda su vida el emblema zoológico de su particular mitología; pero también es una reiteración de uno de sus temas centrales tanto en verso como en prosa, la persecución inacabable mediante palabras de esa realidad que siempre transcurre, inasible y magnífica, allá donde los símbolos no alcanzan:

... Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.

Quizá sin embargo la página más notable de El hacedor no sea un poema sino la prosa perpleja de Borges y yo, en la que transcribe su extrañeza y su incomodidad ante el hombre público, el estereotipo literario en que se ha ido gradualmente convirtiendo (y que aún deberá monumentalizarse mucho más con los años). El escritor compone un texto que quizá nunca le pertenece del todo, que se debe a la función poética del lenguaje mismo o a la tradición artística, pero ese texto a su vez se convierte en pedestal de una figura enfática, el Autor (¿el Hacedor?), destinado a sobrevivir exento al atribulado ser humano que comparte su nombre y que se borrará definitivamente al apagarse su intimidad sin huellas. Incluso esa protesta – magistral en su brevedad– sabe Borges que una vez escrita dejará inmediatamente de pertenecerle para anotarse en el acervo del “otro”. Durante los años de la dictadura peronista, pese a estar preterido por las instituciones oficiales (como ya mencionamos su madre y su hermana llegaron a ser detenidas por repartir propaganda contra el régimen), el prestigio de Borges se consolida definitivamente. En 1950 es nombrado por tres años presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, una corporación notoriamente antiperonista, y al final de ese período aparece el primer volumen de sus Obras completas que comienza a publicar Emecé. No se dedica a conejos ni a gallinas para ganarse el sustento, sino que ocupa la cátedra de literatura inglesa en la Asociación Argentina de Cultura Inglesa y también en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Por esta época comienza a interesarse por la antigua literatura anglosajona, interés que luego le llevará al estudio del anglosajón y cuyo primer fruto es la publicación –en 1951 y en el Fondo de Cultura Económica de México– del libro después ampliado Antiguas literaturas germánicas, en colaboración con Delia Ingenieros. Por supuesto, su primacía en las letras argentinas y su incipiente proyección internacional no dejan de atraerle virulentos antagonismos. H. A. Murena (cuyo nombre, paradójicamente, está ligado para muchos españoles de mi generación al descubrimiento de Walter Benjamín y de la Dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer, en sus traducciones editadas por Sur) volvió a atacar en la revista de Victoria Ocampo el cosmopolitismo borgiano. Al mismo tiempo, una piara mafiosa de profesores celtibéricos obstaculiza la invitación a dictar un curso en Estados Unidos que le ha cursado el Wellesley College, tachándolo de ser “un enemigo profesional de la literatura española”. Aun en los casos raros y dichosos en que no se convierten en pretexto de crímenes, todos los nacionalismos son siempre una escuela de estupidez. El propio Borges se refirió una vez a “ciertas vanidades raciales que todos oscuramente poseen, sobre todo los tontos y los maleantes”. Tontos o maleantes: la mayoría de los nacionalistas que he conocido se encuadran en una de estas categorías y a menudo en ambas.

En septiembre de 1955, un levantamiento cívico-militar derroca al general Perón, que se exilia en Paraguay antes de refugiarse durante largos años en Madrid, bajo el manto de Franco. Al mes siguiente, el nuevo gobierno nombra a Borges director de la Biblioteca Nacional. Pero también por entonces fracasa su última operación ocular y los médicos le prohíben leer y escribir, tratando de no agravar definitivamente su ya casi total ceguera. Ahora Borges se encuentra al frente de la Gran Casa de Todos los Libros y precisamente ahora se ve imposibilitado de disfrutarlos, destino paradójico que ya correspondió antes que a él a otros dos directores de la misma institución, José Mármol y el argentino de origen francés Paul Groussac (a cuya obra dedicará un ensayo penetrante y condescendiente). Es entonces cuando dicta Borges su Poema de los dones, que famosamente empieza así:

Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche...

El inmenso tesoro que tanta felicidad ha sabido proporcionarle deberá quedar ahora “intacto y secreto” de veras. Empieza el momento gratificante de la memoria.



En Vidas literarias: Jorge Luis Borges, III
Editorial Omega, 2002

Cortesía de Ignoria

Foto EFE sin atribución: Fernando Savater Vía


11/8/17

Jorge Luis Borges: El Oeste







A medida que los Estados Unidos crecen hacia el poniente y el sur, a medida que la guerra de Méjico y la conquista del Oeste dilatan sus ya vastas fronteras, surge una nueva generación de escritores, del todo ajenos al puritanismo de Nueva Inglaterra o al trascendentalismo de Concord. Longfellow y Timrod pertenecen aún a la tradición de las letras británicas; los nuevos hombres cuyas voces nos llegan desde el Mississippi o las soledades de California ni siquiera tienen que rebelarse contra esa tradición.

El primero fue SAMUEL LANGHORNE CLEMENS (1835-1910), que dio fama mundial a su pseudónimo Mark Twain. Clemens fue tipógrafo, periodista, piloto fluvial, subteniente de las fuerzas del Sur, buscador de oro en California, autor humorístico, conferenciante, director de un diario, novelista, editor, hombre de negocios, doctor honoris causa de universidades americanas e inglesas y, los últimos años de su vida, una celebridad. Nació en Florida, pequeña aldea de Missouri. La población era de cien almas; Mark Twain se jactó de haberla aumentado en uno por ciento, "cosa que muchos personajes insignes no hubieran podido hacer por su patria". Poco después, su familia se mudó a Hannibal a orillas del Mississippi. Durante su vida entera lo acompañaron la imagen y la nostalgia del río, que le inspiró sus mejores libros, Tom Sawyer y Huckleberry Finn. A los veintiún años concibió el proyecto de explorar las fuentes del Amazonas, pero al llegar a Nueva Orleans, resolvió ser piloto del Mississippi. Esta época le reveló los más diversos tipos de humanidad; años después escribiría: "Cada vez que en la ficción o en la historia encuentro un personaje bien definido me intereso personalmente en él, porque ya nos conocemos, porque nos hemos encontrado en el río". En 1861 la Guerra de Secesión cerró la navegación fluvial; Mark Twain, al cabo de unos quince días de andanzas militares, acompañó a su hermano al Oeste. Hicieron la larga travesía en diligencia. En San Francisco de California, Brett Harte y el humorista Artemus Ward lo iniciaron en la literatura; desde entonces usó el pseudónimo de Mark Twain, que, en el lenguaje de los pilotos del río, significa dos brazas. En 1865, un breve relato, The Celebrated Jumping Frog of Calaveras County (La célebre rana saltarina del partido de Calaveras), le dio fama continental. Luego vendrían las giras de conferencias, los viajes por Europa, por Tierra Santa, por el Pacífico, los libros que se traducirían a todas las lenguas, el casamiento, el bienestar, los reveses económicos, la muerte de la mujer y de los hijos, el renombre, la soledad secreta y el pesimismo.
Mark Twain fue para sus contemporáneos un humorista, un hombre cuyas menores ocurrencias eran divulgadas por él telégrafo de un confín a otro del planeta. Esas bromas, ahora, nos llegan un poco gastadas. Queda y quedará, sin embargo, Huckleberry Finn, de la que surgió, según Hemingway, toda la novela americana. El estilo es oral, los dos protagonistas, un chico travieso y un negro prófugo, navegan en una balsa, de noche, por las anchas aguas del Mississippi y nos muestran así la vida del Sur antes de la Guerra Civil. Movido por un sentimiento generoso que no acaba de comprender, el chico ayuda al esclavo, pero lo acosa el remordimiento de hacerse cómplice de la fuga de un hombre que es propiedad de una señorita del pueblo. De este gran libro, que abunda en admirables evocaciones de la mañana, de los atardeceres y de las pobres costas del río, han nacido, con el tiempo, otros dos cuyo esquema es el mismo: Kim (1901) de Kipling y Don Segundo Sombra (1926) de Ricardo Güiraldes. Se publicó en 1884; por primera vez un escritor de América usaba, sin afectación, el lenguaje de América. John Brown ha escrito: "Huckleberry Finn enseñó a hablar a toda la novela americana".
El cometa de Halley brilló en el cielo cuando nació Mark Twain; éste predijo que no acabarían sus días hasta que volviera el cometa. Así ocurrió: en 1910 volvió la estrella y murió el hombre.
El novelista Howell ha escrito: "Emerson, Longfellow y Holmes —los he conocido— se asemejaban unos a otros, pero Clemens era único, incomparable, el Lincoln de nuestra literatura".
La vastedad de las desiertas regiones ganadas para los Estados Unidos en el Oeste obligó a sus pobladores a ejercer las más diversas actividades.

Así BRETT HARTE (1836-1902), nacido en Albany, amigo y protector de Mark Twain, fue sucesivamente maestro de escuela, empleado de farmacia, minero, mensajero, tipógrafo, reportero, autor de cuentos cortos, colaborador regular del Golden Era y, a partir de 1868, director de la importante revista The Overland Monthly. En sus páginas aparecieron esas breves y patéticas obras maestras "The Luck of Roaring Camp" (La suerte de Roaring Camp), "The Outcasts of Poker Fiat" (Los expulsados de Poker Fiat), "Tennessee's Partner" (El socio de Tennessee), que el autor reuniría bajo el título de The Californians Sketches (Bocetos californianos) y que fueron, acaso, una primera revelación del Oeste. Un poema humorístico, The Heathen Chinese (El chino pagano), lo hizo famoso desde el Pacífico al Atlántico. En 1878, a pedido suyo, fue nombrado cónsul en la ciudad de Crefeld, en Prusia, y luego en Glasgow. Sus últimos años los pasó en Londres. Brett Harte y Mark Twain, típicos escritores del Oeste, procedían de otras regiones; JOHN GRIFFITH LONDON (1876-1916), que tomó el nombre de Jack London, nació en San Francisco de California. Su destino no fue menos heterogéneo que el de los anteriores; conoció la pobreza, fue peón de granja, peón de estancia, vendedor de diarios, vagabundo, jefe de una pandilla y marinero. No fueron extrañas a su experiencia la mendicidad y la cárcel. Resolvió educarse, en tres meses dio las materias de dos años de estudio y entró en la Universidad de California. En 1897 ocurrió el descubrimiento de oro en Alaska. London se lanzó a la aventura y, en pleno invierno, atravesó el paso de Chilkoot. No halló el tesoro que buscaba y emprendió con dos compañeros la travesía del canal de Behring, en un bote abierto. Publicó en 1903 su novela The Call of the Wild (El llamado de la selva), de la que vendió un millón y medio de ejemplares. Es la historia de un perro que ha sido lobo y vuelve al fin a serlo. Un libro anterior, The God of his Fathers (El Dios de sus padres), no había logrado un éxito igual. Durante la guerra ruso-japonesa en 1904 fue enviado como corresponsal. Murió a los cuarenta años, dejando unos cincuenta volúmenes, de los que recordaremos aquí The People of the Pit (La gente del abismo), para el cual exploró personalmente los bajos fondos de Londres, The Sea Wolf (El lobo de mar), cuyo protagonista es un capitán que predica y ejerce la violencia, y Before Adam (Antes de Adán), novela prehistórica. Su narrador recobra en sueños fragmentarios los azarosos días que ha vivido en una encarnación anterior. Jack London escribió también admirables cuentos de aventureros y algunos relatos fantásticos, entre ellos "The Shadow and the Flash" (La sombra y el destello), que refiere la rivalidad y el duelo final de dos hombres invisibles. Su estilo corresponde a la realidad pero a una realidad recreada y exaltada por él. La vitalidad que animó su vida anima su obra, que seguirá atrayendo a las generaciones más jóvenes.

FRANK NORRIS (1870-1902) nació en Chicago, pero su obra pertenece al Oeste. Se educó en San Francisco, estudió arte medieval en París y fue sucesivamente corresponsal de guerra en África del Sur y en Cuba. Sus primeros trabajos fueron románticos, pero a fines del siglo XIX se convirtió al naturalismo de Zola y publicó la novela Me Teague (1899), cuyo escenario son los bajos fondos de San Francisco. Dejó inconclusa una trilogía cuyo protagonista es el trigo, desde su producción hasta las especulaciones de bolsa y su exportación a Europa. A diferencia de su maestro, que se documentaba en bibliotecas, Frank Norris, antes de emprender la redacción de su triple novela, trabajó como peón en una chana californiana. Creyó que ciertas fuerzas impersonales —el trigo, los ferrocarriles, la ley de la oferta y la demanda— son más importantes que el individuo y acaban por dominarlo, pero también creyó en la inmortalidad. Se lo considera precursor de Theodore Dreiser, a quien ayudó a publicar su primera novela, Sister Carne.


En Introducción a la literatura norteamericana (1967)
En colaboración con Esther Zemborain de Torres
Foto: Jorge Luis Borges y María Kodama en la Mark Twain Cave, Missouri,
Antes Mc Dougal´s Cave, sitio donde transcurre el relato de Las aventuras de Tom Sawyer



10/8/17

Jorge Luis Borges: Unas notas para «La cifra»









Las dos catedrales: La filosofía y la teología son, lo sospecho, dos especies de la literatura fantástica. Dos especies espléndidas. En efecto, ¿qué son las noches de Sharazad o el hombre invisible, al lado de la infinita sustancia, dotada de infinitos atributos, de Baruch Spinoza o de los arquetipos platónicos? A éstos me he referido en Poema, así como en Correr o ser o en Beppo. Recuerdo, al pasar, que ciertas escuelas de la China se preguntaron si hay un arquetipo, un li, del sillón y otro del sillón de bambú. El curioso lector puede interrogar A Short History of Chinese Philosophy (Macmillan, 1948), de Fung Yu-Lan.

Aquél: Esta composición, como casi todas las otras, abusa de la enumeración caótica. De esta figura, que con tanta felicidad prodigó Walt Whitman, sólo puedo decir que debe parecer un caos, un desorden, y ser íntimamente un cosmos, un orden.

Eclesiastés, 1-9: En el versículo de referencia algunos han visto una alusión al tiempo circular de los pitagóricos. Creo que tal concepto es del todo ajeno a los hábitos del pensamiento hebreo.

Andrés Armoa: El lector español debe imaginar que su historia ocurre en la provincia de Buenos Aires, hacia mil ochocientos setenta y tantos.

El tercer hombre: Esta página, cuyo tema son los secretos vínculos que unen a todos los seres del mundo, es fundamentalmente igual a la que se llama El bastón de laca.



En La cifra  —in fine— (1981)
Foto: Borges en Palermo 1984, Archeological Museum
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


9/8/17

Jorge Luis Borges: El conquistador





Cabrera y Carbajal fueron mis nombres.
He apurado la copa hasta las heces.
He muerto y he vivido muchas veces.
Yo soy el Arquetipo. Ellos, los hombres.
De la Cruz y de España fui el errante
soldado. Por las nunca holladas tierras
de un continente infiel encendí guerras.
En el duro Brasil fui el bandeirante.
Ni Cristo ni mi Rey ni el oro rojo
fueron el acicate del arrojo
que puso miedo en la pagana gente.
De mis trabajos fue razón la hermosa
espada y la contienda procelosa.
No importa lo demás. Yo fui valiente.

En La moneda de hierro (1976)
Retrato de Borges por Enrique Hernández D´Jesús

8/8/17

Borges profesor. Clase 24: «Sigurd the Volsung», por W. Morris - Vida de Robert Louis Stevenson






En las historias de la literatura y en las biografías de Morris, se lee que la obra capital de Morris fue Sigfrido de los Volsungos.504 Este libro, más extenso que el Beowulf, se publicó en 1876. Por aquellos años se pensaba que el género más gustado de la literatura era la novela. La idea de escribir en pleno siglo XIX un poema épico es bastante audaz. Milton había escrito El Paraíso Perdido, pero lo hizo en el siglo XVII. El único contemporáneo de Morris que pensó en algo parecido fue el poeta francés Hugo en La leyenda de los siglos.505 Pero esta leyenda es, más que una epopeya, que un poema épico, una serie de relatos. Morris no creía en la necesidad de que el poeta inventara argumentos nuevos. Creía que los argumentos en que podían tratarse las pasiones esenciales de la humanidad ya habían sido encontrados y que cada nuevo poeta podía darles su entonación particular. Morris había indagado mucho en el estudio de la literatura escandinava medieval, que él juzgaba como la flor de la antigua cultura germánica, y allí había encontrado la historia de Sigfrido. Él tradujo la Saga de los Volsungos, obra en prosa del siglo XIII compuesta en Islandia. Hay una versión anterior de la misma historia que ha alcanzado mayor fama, que es el Cantar de los Nibelungos. Poema alemán, que data del siglo XII pero que es, contrariamente a la cronología, una versión posterior de la misma historia. Porque en la primera se conserva el carácter mitológico y épico de la historia. En cambio en el Cantar de los Nibelungos, compuesto en Austria, de lo épico se ha pasado a lo romántico, y la versificación ya tiene un carácter latino, se trata de estrofas rimadas. Es raro que en Inglaterra se perdiera la antigua materia germana y se conservara el verso germano, y así tenemos en el siglo XIV en Inglaterra el poema aliterativo de Langland.506 En Alemania se conserva la tradición germánica pero se toman las nuevas formas estróficas que han llegado del sur, el verso con un número determinado de sílabas y rimados, no aliterados.
La historia de Sigfrido era conocida por toda la gente germana. En el Beowulf se alude a ella, aunque el autor del Beowulf prefirió otra historia para su epopeya del siglo VIII. Morris se basó en la versión escandinava, no en la alemana. Por eso su héroe se llama Sigurd y no Sigfrid o Sigfrido. Se conservan los nombres escandinavos en general. Es verdad que él escribió en versos pareados, pero en versos que no excluyen el empleo frecuente de la aliteración germánica. El poema, muy extenso, se titula Sigurd the Volsung. El personaje central no es el héroe sino Brunilda,507 aunque la historia continúa más allá de su muerte. Utiliza los elementos míticos que la versión alemana ignoraba, y así tenemos al principio y al final de la historia al dios Odín. La historia es complicada y larga. Hay en ella elementos antiguos y bárbaros. Por ejemplo, Sigurd mata a un dragón que guarda un tesoro, y luego se baña en la sangre caliente del dragón. Y ese baño lo hace invulnerable, salvo en un lugar de su espalda en el cual cae la hoja de un árbol. Y por ahí Sigurd puede morir. Esto nos recuerda el talón de Aquiles.
Sigurd es el más valiente de los hombres, rey de Borgoña y amigo de Gunnar, rey de los Países Bajos. Gunnar ha oído hablar de una doncella, cuya versión moderna conocemos en los cuentos de la bella durmiente. Esa doncella ha sido sometida a un sueño mágico y duerme en una isla lejana de Islandia rodeada por una muralla de fuego. Y ella sólo se entregará al hombre que pueda atravesar la muralla de fuego. Sigurd acompaña a su amigo Gunnar y llegan a la muralla, y Gunnar no se atreve a penetrar en ella. Entonces Sigurd, por artes mágicas, toma el aspecto de Gunnar. Va a ayudar a su amigo, venda los ojos de su caballo y lo obliga a atravesar la muralla de fuego. Llega a un palacio y allí está Brunilda durmiendo. La besa, la despierta y le dice que él es el héroe predestinado a esa proeza. Ella se enamora de él y le da su anillo. Pasa tres noches con ella, pero como no quiere ser desleal a su amigo interpone su espada entre él y ella. Ella le pregunta por qué lo hace, y él le responde que si no lo hace ambos sufrirán de mala suerte. Este episodio de la espada entre el hombre y la mujer lo encontraremos en un cuento de Las Mil y Una Noches.
Luego de pasar tres noches juntos, él se despide de ella. Se entiende que él volverá a buscarla. Le dice que su nombre es Gunnar porque no quiere traicionar a su amigo. Y ella le da su anillo, y luego ella se desposa con Gunnar, que la lleva a su tierra. Y Sigurd, por una obra mágica, olvida durante un tiempo lo que ha ocurrido y se casa con la hermana de Gunnar, que se llama Gudrun, y hay una rivalidad entre Brunilda y Gudrun. Entonces Gudrun ha llegado a conocer la verdad de la historia, y cuando Brunilda le dice que su marido es el rey más noble, ya que ha atravesado la muralla de fuego y la ha conquistado, ella le muestra el anillo que le ha dado a Sigurd, y Brunilda comprende el engaño. Brunilda comprende en ese momento que ella no está enamorada de Gunnar, está enamorada del hombre que ha atravesado la muralla de fuego, y ese hombre es Sigurd. Y sabe también que hay un lugar en la espalda de Sigurd que lo hace vulnerable. Y ella se vale de un tercero para que éste asesine a Sigurd. Cuando ella oye el grito que él da cuando lo matan, ella se ríe con una risa cruel. Una vez muerto Sigurd, ella comprende que ella ha matado al hombre que quiere, llama a su marido y le dice que levante una alta pira funeraria. Y luego ella se hiere de muerte y pide que la extiendan al lado de Sigurd, con la espada entre los dos, como antes. Es como si ella quisiera volver al pasado.
Ella dice que cuando Sigurd haya muerto su alma subirá al Paraíso de Odín. Este paraíso está iluminado por espadas, y ella dice que lo seguirá a ese paraíso: «yaceremos juntos los dos y no habrá una espada entre nosotros». La historia continúa, se entrevera con la muerte de Atila, y el poema concluye con la venganza de Gudrun.508 Luego vuelve a perderse el tesoro de los Nibelungos, que es el que ha causado toda esta historia trágica.
Pensar todo esto en el siglo XIX fue algo ambicioso. Algunos críticos contemporáneos dicen que Sigurd es una de las obras capitales del siglo XIX. Pero la verdad es que por alguna razón que ignoramos, la epopeya en verso es algo ajeno, por momentos, a nuestras exigencias literarias. La obra de Morris obtuvo lo que los franceses llaman «un éxito de estima». El defecto de que adolecía Morris era la lentitud: las descripciones de batallas, la muerte del dragón, son un poco lánguidas. Después de la muerte de Brunilda el poema decae. Con esto dejamos la obra de Morris.





Vamos a hablar ahora de Robert Louis Stevenson. Nace en Edimburgo en 1850 y muere en 1894. Su vida fue una vida trágica, porque vivió huyendo de la tuberculosis, que era una enfermedad incurable. Esto lo llevó de Edimburgo a Londres, de Londres a Francia, de Francia a los Estados Unidos, y murió en una isla del Pacífico. Stevenson ejecutó una vasta tarea literaria. Sus obras abarcan unos doce o catorce volúmenes. Escribió, entre ellos, un famoso libro para niños, La Isla del Tesoro.509 Escribió también fábulas, una novela policial, El comprador de naufragios510 La gente piensa en Stevenson como autor de La Isla del Tesoro, obra para niños, y lo tiene un poco en menos. Olvida que fue un admirable poeta, y que además es uno de los maestros de la prosa inglesa.
Los padres y los abuelos de Stevenson habían sido constructores de faros, y en la obra de Stevenson encontramos un trabajo bastante técnico sobre la construcción de faros.511 Hay un poema suyo en el cual él parece considerar que su tarea de escritor, esa tarea por la cual el linaje de los Stevenson es famosa, era en algún modo inferior a la obra de sus padres y abuelos. En ese poema habla de «las torres y las lámparas que encendimos».512 Un poco como nuestro Lugones cuando en ese poema a los mayores dice: «Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido / por estos cuatro siglos que en ella hemos servido». Como si sus mayores, los de la Independencia, fueran más importantes que él, Leopoldo Lugones.513
En el poema, Stevenson habla de un linaje arduo que al final se sacó de las manos el polvo de granito, y que en su declinación jugó como un niño con papeles. Ese niño es él, y ese juego es su admirable obra literaria. Stevenson comenzó los estudios de abogacía, y luego sabemos que su vida pasó por una etapa oscura. Stevenson en Edimburgo frecuentó la sociedad de ladrones, de mujeres de mala vida, pero al decir «mujeres de mala vida» y «ladrones» debemos pensar en una ciudad esencialmente puritana. Edimburgo fue, junto con Ginebra, una de las dos capitales del calvinismo en Europa. Ese mismo ambiente era un ambiente que tenía conciencia de sus culpas, era un ambiente de pecadores que se sabían pecadores. Y esto lo vemos en el famoso relato El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde,514 sobre el cual volveremos.
A Stevenson empezó por interesarle la pintura. Stevenson consultó a un médico. Este le dijo que estaba tuberculoso y que fuera al sur, pensaba que el sur de Francia podía ser benéfico para su salud. Escribió un artículo corto sobre el sur en el cual refiere este hecho. Luego pasa a Londres, que debe haber sido para él una ciudad fantástica.
El artículo se llamaba «Ordenado hacia el sur».515 Y en Londres escribió sus Nuevas Mil y Una Noches.516 Tendremos que hablar de un cuento en especial, «El Club de los Suicidas». Igual que en Las Mil y Una Noches tenemos a un califa llamado Harun el Ortodoxo,517 que disfrazado recorre las calles de Bagdad, aquí, en Las Nuevas Mil y Una Noches de Stevenson, tenemos al príncipe Florizel de Bohemia, que recorre disfrazado las calles de Londres.
Luego Stevenson va a Francia y se dedica a la pintura, en la que no logra mayor fortuna, y con su hermano llegan a un hotel, creo que en Suiza,518 en una noche de invierno, y adentro hay un grupo de gitanas sentadas junto a la chimenea. Y en vez de estar solas, hay también una muchacha joven, una señora mayor—que después resulta ser la madre de la niña. Y entonces Stevenson le dice a su hermano: «¿Ves a esa mujer?» Y su hermano le dice: «¿A la muchacha?» «No, no —dice Stevenson—, la mayor, la que está a la derecha, voy a casarme con ella». El hermano se ríe, piensa que se trata de una broma. Entran al hotel. Se hace amigo de esa señora, que se llama Fanny Osbourne, y que le dice que sólo se queda unos días allí, ya que tiene que volver a los Estados Unidos, tiene que volver a San Francisco, California. Stevenson no le dice nada, pero él ya ha tomado la decisión de casarse con ella. No se escriben, pero al cabo de un año Stevenson se embarca como inmigrante, llega a los Estados Unidos, atraviesa el vasto continente, trabaja como minero en un lugar. Luego llega a San Francisco. Allí está la señora, que es viuda, y él le propone que se casen, y ella acepta.
Mientras tanto, Stevenson vive de colaboraciones literarias. Esas colaboraciones estaban escritas en una prosa admirable, aunque no llamaban la atención del público.
Después Stevenson vuelve a Escocia, y para distraer los días lluviosos, tan frecuentes en Escocia, dibuja con tiza en el suelo un mapa. Ese mapa tiene forma triangular, hay colinas, hay bahías, hay golfos. Y su hijastro, Lloyd Osbourne,519 que luego colaboraría con él en The Wrecker, le dice que le cuente sobre la isla del tesoro. Cada mañana, él escribe un capítulo de La Isla del Tesoro y luego se lo lee a su hijastro. Creo que consta de veinticuatro capítulos,520 no estoy seguro. Es la obra más famosa, aunque no la mejor.
Stevenson intenta el teatro también, pero el teatro fue en el siglo XIX un género inferior. Escribir para el teatro era como escribir para la televisión ahora, o para el cine. Escribe en colaboración con W. E. Henley, editor de El Observador, varias obras de teatro. Hay una que se titula La vida doble.521
Stevenson conoció la ciudad de San Francisco. La ha descrito admirablemente. Luego los médicos le dicen que California no lo salvará, que es necesario que él viaje por el Pacífico. Stevenson entendía mucho de marinería, y viaja en un velero por el Pacífico. Y finalmente se radica en un lugar llamado Vailima,522 y allí se hace amigo del rey de la isla. Y aquí ocurre una cosa que tiene algo de mágico, y es que Stevenson había publicado unos años antes El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y había un padre, un jesuita francés, que había expuesto su vida en la leprosería de la región, el padre Damien. Y un pastor protestante con el cual cenó una noche Stevenson, llamado por esas cosas Dr. Hyde, le descubrió ciertas irregularidades, digamos, en la vida del padre Damien, y por razones sectarias lo atacó. Vale decir que Stevenson escribió una carta en la cual elogia la labor del padre Damien, y dice que el deber de todos los hombres era arrojar una capa sobre su culpa, y que lo que había hecho el otro atacando su memoria era una bajeza. Es una de las páginas más elocuentes de Stevenson.523
Stevenson muere cuando ya empezaba la discordia entre los africanos del sur y los ingleses, y Stevenson creyó que los holandeses tenían razón, y que el deber de Inglaterra era retirarse. Y publicó en el Times una carta diciendo esto, lo cual lo hizo muy impopular. Pero a Stevenson no le importaba eso. Stevenson no era un hombre religioso, pero tenía un gran sentido ético. Creía, por ejemplo, que uno de los deberes de la literatura era el de no publicar nada que pudiera deprimir a los lectores. Esto fue como un sacrificio de parte de Stevenson, ya que Stevenson poseía una gran fuerza trágica. Pero le interesaba sobre todo lo heroico. Hay un artículo de Stevenson titulado «Polvo y Sombra»,524 en el cual dice que no sabemos si existe o si no existe Dios, pero sabemos que hay una sola ley moral en el Universo. Empieza describiendo lo extraordinarios que son los hombres: «¡Qué raro —dice— que la superficie del planeta esté poblada por seres bípedos, ambulantes, capaces de reproducirse, y que esos seres tengan un sentido moral!» El cree que esa ley moral rige a todo el Universo. Dice por ejemplo que nada sabemos de las abejas o de las hormigas. Sin embargo, las abejas y las hormigas forman repúblicas, y podemos conjeturar que para una abeja y para una hormiga hay algo prohibido, algo que no debe hacer. Y luego él asciende a los hombres, y dice: «Pensemos en la vida de un marinero —aquella vida de la cual el Dr. Johnson dijo que tenía la dignidad del peligro—, pensemos en la dureza de su vida, pensemos que él vive expuesto a las tempestades, jugándose la vida. Que luego pasa unos días en el puerto emborrachándose en compañía de mujeres de lo último. Sin embargo ese marinero —dice— está listo a jugarse la vida por un compañero». Luego agrega que él no cree ni en el castigo ni en la recompensa. Él cree que el hombre muere con su cuerpo, que la muerte corporal es la muerte del alma. Y se anticipa al argumento que dice: «De una lección cualquiera nada bueno puede esperarse. Si nos dan un golpe en la cabeza no mejoramos, y si morimos no hay que suponer que algo surge de nuestra corrupción». Y Stevenson dice lo mismo, pero dice que a pesar de todo eso no hay hombre que no sepa íntimamente cuándo ha obrado bien y cuándo ha obrado mal.
Hay otro ensayo de Stevenson, del cual querría hablar, sobre la prosa.525 Stevenson dice que la prosa es un arte más complejo que el verso. Tenemos una prueba de ello en el hecho de que la prosa es posterior al verso. En el verso, cada verso —dice Stevenson— crea una expectativa y luego la satisface. Por ejemplo, si decimos: «Oh, dulces prendas por mí mal halladas, / dulces y alegres cuando Dios quería, / conmigo estáis en la memoria mía, / y con ella en mi muerte conjuradas».526 El oído espera ya el «conjuradas» que rima con «halladas». Pero la tarea del prosista es mucho más difícil —dice Stevenson—, porque la tarea del prosista consiste en crear una expectativa en cada párrafo; el párrafo tiene que ser eufónico. Luego, defraudar esta expectativa, pero defraudarla de un modo que sea eufónico también. Así, Stevenson analiza un pasaje de Macaulay para demostrar que desde el punto de vista de la prosa es un pasaje pobre, porque hay sonidos que se repiten demasiadas veces. Y luego analiza un pasaje de Milton en el cual descubre un solo error, pero que en todo lo demás, en el manejo de las vocales y de las consonantes, es admirable.
Mientras tanto, Stevenson sigue en correspondencia con sus amigos de Inglaterra, y como él es un escocés, está lleno de la nostalgia de Edimburgo. Hay un poema al cementerio de Edimburgo. Desde ese destierro en el Pacífico, él manda todos sus libros a Londres. Allí sus libros se publican, le valen una gran fama, le traen dinero. Pero él vive como un desterrado en su isla, y los aborígenes lo llaman «Tusitala», «el narrador de cuentos», «el narrador de historias». De modo que Stevenson, sin duda, aprendió también el idioma del país. Allí él vivió con su hijastro, con su mujer, y recibió alguna visita. Una de las personas que lo visitó fue Kipling. Kipling dijo que él podía pasar un examen en toda la obra de Stevenson, que si le mencionaban un personaje secundario o episodio de su obra, él lo reconocería inmediatamente.
Stevenson era un hombre de marcado tipo escocés: alto, muy delgado, sin mayor fuerza física, pero con un gran [espíritu]. Una vez se encontraba en un café de París y oyó a un francés decir que los ingleses eran cobardes. En ese momento Stevenson se sintió inglés: en ese momento, puesto que creyó que el francés lo decía por él. Entonces se levantó y le dio una bofetada al francés. Y el francés le dijo: «Señor, usted me ha dado una bofetada». Y Stevenson le dijo: «Así parece». Stevenson fue siempre un gran amigo de Francia. Tiene artículos sobre poetas franceses, y artículos admirativos sobre la novela de Dumas, sobre Verne, sobre Baudelaire.
La bibliografía sobre Stevenson es muy extensa. Hay un libro de Chesterton sobre Stevenson, publicado a principios de siglo.527 Hay otro libro, el de Stephen Gwynn,528 hombre de letras irlandés, publicado en la colección «Hombres de letras ingleses».529
En la próxima clase trataremos un tema que fue caro a Stevenson: el tema de la esquizofrenia. Veremos eso y una de las historias de Las Nuevas Mil y Una Noches, y algo de la poesía de Stevenson.

Prob. miércoles 14 de diciembre


Notas


504 Borges traduce el título de este libro al castellano. Se refiere obviamente a The Story of Sigurd the Volsung.
505 La légende des Siécles, quizá la más importante obra poética de Víctor Hugo, publicada en tres series en los años 1859, 1877 y 1883. Hugo afirmó que pretendía allí «expresar la humanidad en una especie de obra cíclica» y «cantar el desarrollo del género humano de siglo en siglo, el hombre que asciende desde las tinieblas al ideal».
506 Borges se refiere al ya mencionado Piers Plowman, atribuido a William Langland.
507 Borges opta en estas clases por la versión castellana de este nombre. En Literaturas germánicas medievales, Borges se refiere al personaje utilizando la forma original, Brynhild.
508 En la saga, Gudrun compromete en matrimonio a su hija Svanhild —a quien se describe como una mujer de mirada aguda y excepcional belleza— con un poderoso rey llamado Jormunrek. Pero luego Svanhild es acusada injustamente de haberlo engañado y condenada a morir aplastada por caballos. Los capítulos finales de la saga relatan cómo Gudrun planea la venganza de Svanhild e incita a sus demás hijos a matar al rey Jormunrek.
509 Treasure Island, publicada en forma de libro en 1883.
510 The Wrecker. Escrita en colaboración con Lloyd Osbourne. Publicada en Scríbner’s Magazine 10-12 (agosto 1891-julio 1892), y en forma de libro ese mismo año.
511 «On a New Form of Intermittent Light and Lighthouses», leído ante la Real Sociedad Escocesa de las Artes el 27 de marzo de 1871 y premiado con la medalla de plata de dicha sociedad.
512 El poema es el que lleva el número XXXVIII en el libro de poemas Underwoods, publicado en 1887. Dice así: «Say not of me, that weakly I declined / The labours of my siers, and fled to sea, / The towers we founded and the lamps we lit, / To play at home with paper like a child. / But rather say: In the afternoon of time / A strenuous family dusted from his hands, / The sand of granite, and beholding far / Along the sounding coast its pyramids / And tall memorials catch the crying sun, / Smiled well content, and to bis childish task / Around the fire adressed its evening hours».
513 Borges cita los dos versos finales de la «Dedicatoria a los Antepasados (1500- 1900)», primer poema del libro de Lugones Poemas Solariegos (1927). El texto completo del poema es el siguiente: «A Bartolomé Sandoval, / Conquistador del Perú y de la tierra / Del Tucumán, donde fue general, / Y del Paraguay, donde como tal, /A manos de indios de guerra / Perdió vida y hacienda en servicio real. // Al maestre de campo Francisco de Lugones, / Quien combatió en los reinos del Perú y luego aquí, / Donde junto con tantos bien probados varones, / Consumaron la empresa del Valle Calchaquí. / Y después que hubo enviudado, se redujo a la iglesia, tomando en ella estado, / Y con merecimiento digno de la otra foja, / Murió a los muchos años vicario en La Rioja. // A Don Juan de Lugones el encomendero, / Que, hijo y nieto de ambos, fue quien sacó primero / A mención las probanzas, datas y calidades / De tan buenos servicios a las dos majestades; / Conque del rey obtuvo, más por carga que en pago, / Doble encomienda de indios en Salta y en Santiago. // Al coronel don Lorenzo Lugones, / Que en el primer ejército de la Patria salió, / Cadete de quince años, a libertar naciones, / Y después de haber hecho la guerra, la escribió, / Y como buen soldado de aquella heroica edad, / Falleció en la pobreza, pero con dignidad. // Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido, / Por estos cuatro siglos que en ella hemos servido». Tomado de Lugones, Obras poéticas completas.
514 The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, publicado en 1886.
515 «Ordered South», ensayo incluido en el libro Virginibus puerisque, and other papers, publicado en 1881.
516 Estos relatos fueron reunidos en el libro The New Arabian Nights, que se publicó en 1882.
517 Harun Al-Rashid (766-809), quinto califa de la dinastía abasida. Se lo recuerda por haber sido un gran mecenas de las artes y por el lujo de su corte en Bagdad. Su figura fue inmortalizada en las leyendas que conforman el Libro de Las Mil y Una Noches.
518 En realidad estaban en la Colonia Internacional para Pintores de Barbizon, en Fontainebleau, Francia.
519 Lloyd Osbourne, escritor norteamericano (1868-1947).
520 Los capítulos son treinta y cuatro.
521 La obra se titula Deacon Brodie or The Double Life y fue escrita en 1879 en colaboración con su amigo William Ernest Henley. Juntos escribieron además Beau Austin (1884), Admiral Guinea (1884) y Macaire (1885). Henley fue agente de Stevenson y le sirvió de modelo para su personaje Long John Silver del libro Treasure Island.
522 En Samoa. Stevenson mismo le dio ese nombre a la localidad, que significa «cinco ríos». Allí fue enterrado, en la cumbre de una montaña, mirando al océano Pacífico.
523 La carta tiene por título «Father Damien: An open letter to the reverend Dr. Hyde of Honolulu» y fue escrita en Sydney el 25 de febrero de 1890. Se citan a continuación algunos párrafos de la misma: «Usted puede preguntar en qué autoridad me baso para hablar. Fue mi inclemente destino el haberme encontrado, no con Damien, sino con el Dr. Hyde. Cuando visité el lazareto, Damien ya descansaba en su tumba. Pero la información que tengo la adquirí sobre la marcha conversando con aquellos que lo trataron y lo conocieron bien: algunos, en efecto, que veneraban su figura. Pero también con otros que se cruzaron con él en forma más circunstancial, que no percibieron en él ningún halo, quienes quizá lo juzgaron con menores consideraciones, y a través de cuyas informaciones espontáneas y fragmentadas, las francas características humanas del hombre brillaron para mí en forma convincente. Así adquirí los conocimientos que tengo (...) Podemos ahora (si usted desea) ir paso a paso a través de las diferentes frases de su carta y examinar sinceramente cada una desde el punto de vista de su verdad, su conveniencia y su caridad. “Damien era tosco”. Es muy posible. Usted nos hace sentir pena por los leprosos, que tenían sólo a un tosco campesino por amigo y padre. Pero usted, que es tan refínado, ¿por qué no estaba ahí para alegrarlos con las luces de la cultura? (...) “Damien era sucio”. Lo era. ¡Piensen en los pobres leprosos, incómodos por la suciedad de su compañero! Pero el pulcro Dr. Hyde estaba cenando en una hermosa casa. “Damien era cabezadura”. Creo que usted acierta nuevamente y le agradezco a Dios por la dureza de la cabeza de Damien y de su corazón». Tomada de Lay Moráis and other papers (Traducción de M.A.).
524 «Pulvis et umbra», ensayo incluido en el libro Across the plains: with other memories and essays, de 1892.
525 El ensayo que Borges recuerda aquí se titula «On some technical elements of style in literature» y es el primero del libro Essays in the art of writing de Robert Louis Stevenson.
526 Primera estrofa del Soneto X de Garcilaso de la Vega.
527 Robert Louis Stevenson, por G.K. Chesterton. Publicado en Londres por Hodder Stoughton.
528 Stephen Lucius Gwynn (1864-1950). Poeta, escritor y crítico irlandés nacido en Dublín. Entre sus principales obras se cuentan Masters of English Literature (1904), y sus estudios o vidas de Tennyson, Thomas Moore, Sir Walter Scott, Horace Walpole, Mary Kingsley, Swift y Goldsmith. Sus Collected Poems aparecieron en 1923. Su autobiografía, titulada Experiences of a Literary Man, fue publicada en 1926.
529 La biografía de Stevenson escrita por Stephen Gwynn corresponde al volumen X de esta colección.




En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires 
Edición, investigación y notas: Martín Arias 
& Martín Hadis 
Buenos Aires © María Kodama, 2000



Imágenes 

William Morris. Dibujo a lápiz de Dante Gabriel Rossetti
Archive and Rare Books Library
University of Cincinnati

Robert Louis Stevenson sobre foto de James Notman de 1880
Gutemberg Project Australia

7/8/17

Jorge Luis Borges: Los Trolls






En Inglaterra, las Valquirias quedaron relegadas a las aldeas y degeneraron en brujas; en las naciones escandinavas los gigantes de la antigua mitología, que habitaban en Jotunheim y guerreaban con el dios Thor, han decaído en rústicos Trolls. En la cosmogonía que da principio a la Edda Mayor, se lee que, el día del Crepúsculo de los Dioses, los gigantes escalarán y romperán Bifrost, el arco iris, y destruirán el mundo, secundados por un lobo y una serpiente; los Trolls de la superstición popular son Elfos malignos y estúpidos, que moran en las cuevas de las montañas o en deleznables chozas. Los más distinguidos están dotados de dos o tres cabezas.
El poema dramático Peer Gynt (1867) de Henrik Ibsen les asegura su fama. Ibsen imagina que son, ante todo, nacionalistas; piensan, o tratan de pensar que el brebaje atroz que fabrican es delicioso y que sus cuevas son alcázares. Para que Peer Gynt no perciba la sordidez de su ámbito, le proponen arrancarle los ojos.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto: Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional, por Sara Facio

6/8/17

Jorge Luis Borges: Nuestras imposibilidades







Esta fraccionaria noticia de los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino, requiere una previa limitación. Su objeto es el argentino de las ciudades, el misterioso espécimen cotidiano que venera el alto esplendor de las profesiones de saladerista o de martillero, que viaja en ómnibus y lo considera un instrumento letal, que menosprecia a los Estados Unidos y festeja que Buenos Aires casi se pueda hombrear con Chicago homicidamente, que rechaza la sola posibilidad de un ruso incircunciso y lampiño, que intuye una secreta relación entre la perversa o nula virilidad y el tabaco rubio, que ejerce con amor la pantomima digital del seriola, que deglute en especiales noches de júbilo, porciones de aparato digestivo o evacuativo o genésico, en establecimientos tradicionales de aparición reciente que se denominan parrillas, que se vanagloria a la vez de nuestro idealismo latino y de nuestra viveza porteña, que ingenuamente sólo cree en la viveza. No me limitaré pues al criollo: tipo deliberado ahora de conversador matero y de anecdotista, sin obligaciones previas raciales. El criollo actual —el de nuestra provincia, a lo menos— es una variedad lingüística, una conducta que se ejerce para incomodar unas veces, otras para agradar. Sirva de ejemplo de lo último el gaucho entrado en años, cuyas ironías y orgullos representan una delicada forma de servilismo, puesto que satisfacen a opinión corriente sobre él... El criollo, pienso, deberá ser investigado en esas regiones donde una concurrencia forastera no lo ha estilizado y falseado —verbigracia, en los departamentos del norte de la República Oriental. Vuelvo, pues, a nuestro cotidiano argentino. No inquiero su completa definición, sino la de sus rasgos más fáciles.

El primero es la penuria imaginativa. Para el argentino ejemplar, todo lo infrecuente es monstruoso —y como tal, ridículo. El disidente que se deje la barba en tiempo de los rasurados o que en los barrios del chambergo prefiere culminar en galera, es un milagro y una inverosimilitud y un escándalo para quienes lo ven. En el sainete nacional, los tipos del Gallego y del Gringo son un mero reverso paródico de los criollos. No son malvados —lo cual importaría una dignidad—; son irrisorios, momentáneos y nadie. Se agitan vanamente: la seriedad fundamental de morir les está negada. Esa fantasmidad corresponde a las seguridades erróneas de nuestro pueblo, con tosca precisión. Eso, para el pueblo, es el extranjero: un sujeto imperdonable equivocado y bastante irreal. La inepcia de nuestros actores, ayuda. Ahora, desde que los once compadritos buenos de Buenos Aires fueron maltratados por los once compadritos malos de Montevideo, el extranjero an sich es el uruguayo. Si se miente y exige una diferencia con extranjeros irreconocibles, nominales ¿qué no será con los auténticos? Imposible admitirlos como una parte responsable del mundo. El fracaso del intenso film Hallelujah ante los espectadores de este país —mejor, el fracaso de los espectadores extensos de este país ante el film Hallelujah— se debió a una invencible coalición de esa incapacidad, exasperada por tratarse de negros, con otra no menos deplorable y sintomática: la de tolerar sin burla un fervor. Esa mortal y cómoda negligencia de lo inargentino del mundo, comporta una fastuosa valoración del lugar ocupado entre las naciones por nuestra patria. Hará unos meses, a raíz del lógico resultado de unas elecciones provinciales de gobernador, se habló del oro ruso; como si la política interna de una subdivisión de esta descolorida república, fuera perceptible desde Moscú, y los apasionara. Una buena voluntad megalomaníaca permite esas leyendas. La completa nuestra incuriosidad efusivamente delatada por todas las revistas gráficas de Buenos Aires, tan desconocedoras de los cinco continentes y de los siete mares como solícitas de los veraneantes costosos a Mar del Plata, que integran su rastrero fervor, su veneración, su vigilia. No solamente la visión general es paupérrima aquí, sino la domiciliaria, doméstica. El Buenos Aires esquemático del porteño, es harto conocido: el Centro, el Barrio Norte (con aséptica omisión de sus conventillos), la Boca del Riachuelo y Belgrano. Lo demás es una inconveniente Cimeria, un vano paradero conjetural de los revueltos ómnibus La Suburbana y de los resignados Lacroze.

El otro rasgo que procuraré demostrar, es la fruición incontenible de los fracasos. En los cinematógrafos de esta ciudad, toda frustración de una expectativa es aclamada por las venturosas plateas como si fuera cómica. Igual sucede cuando hay lucha: jamás interesa la felicidad del ganador, sino la buena humillación del vencido. Cuando, en uno de los films heroicos de Sternberg, hacia un final ruinoso de fiesta, el alto pistolero Bull Weed se adelanta sobre las serpentinas muertas del alba para matar a su crapuloso rival, y éste lo ve avanzar contra él, irresistible y torpe, y huye de la muerte visible —una brusca apoteosis de carcajadas festeja ese temor y nos recuerda el hemisferio en que estamos. En los cinematógrafos pobres, basta la menor señal de agresión para que se entusiasme el público. Ese disponible rencor tuvo su articulación felicísima en el imperativo ¡sufra!, que ya se ha retirado de las bocas, no de las voluntades. Es significativa también la interjección ¡toma!, usada por la mujer argentina para coronar cualquier enumeración de esplendores —verbigracia, las etapas opulentas de un veraneo—; como si valieran las dichas por la envidiosa irritación que producen. (Anotemos —de paso— que el más sincero elogio español es el participio envidiado.) Otra suficiente ilustración de la facilidad porteña del odio la ofrecen los cuantiosos anónimos, entre los que debemos incluir el nuevo anónimo auditivo, sin rastros: la afrentosa llamada telefónica, la emisión invulnerable de injurias. Ese impersonal y modesto género literario, ignoro si es de invención argentina, pero sí de aplicación perpetua y feliz. Hay virtuosos en esta capital que sazonan lo procaz de sus vocativos con la estudiosa intempestividad de la hora. Tampoco nuestros conciudadanos olvidan que la suma velocidad puede ser una forma de la reserva y que las injurias vociferadas a los de a pie desde un instantáneo automóvil quedan generalmente impunes. Es verdad que tampoco el destinatario suele ser identificado y que el breve espectáculo de su ira se achica hasta perderse, pero siempre es un alivio afrentar. Añadiré otro ejemplo curioso: el de la sodomía. En todos los países de la tierra, una indivisible reprobación recae sobre los dos ejecutores del inimaginable contacto. Abominación hicieron los dos; su sangre sobre ellos, dice el Levítico. No así entre el malevaje de Buenos Aires, que reclama una especie de veneración para el agente activo —porque lo embromó al compañero—. Entrego esa dialéctica fecal a los apologistas de la viveza, del alacraneo y de la cachada, que tanto infierno encubren.

Penuria imaginativa y rencor definen nuestra parte de muerte. Abona lo primero un muy generalizable artículo de Unamuno sobre La imaginación en Cochabamba; lo segundo, el incomparable espectáculo de un gobierno conservador, que está forzando a toda la república a ingresar en el socialismo, sólo por fastidiar y entristecer a un partido medio.

Hace muchas generaciones que soy argentino; formulo sin alegría estas quejas.



Sur, Buenos Aires, Año I, N° 4, primavera de 1931 [clasificado como "Notas"]

Y también en:
Jorge Luis Borges, Discusión, Buenos Aires, Manuel Gleizer editor, 1932
Jorge Luis Borges, Ficcionario, México, Fondo de Cultura Económica, 1985

Antologado luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999, María Kodama
Buenos Aires, Penguin House Grupo Editorial, 2016


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