14/11/16

Jorge Luis Borges: El General Quiroga va en coche al muere







El madrejón desnudo ya sin una sed de agua
y una luna perdida en el frío del alba
y el campo muerto de hambre, pobre como una araña.

El coche se hamacaba rezongando la altura;
un galerón enfático, enorme, funerario.
Cuatro tapaos con pinta de muerte en la negrura
tironeaban seis miedos y un valor desvelado.

Junto a los postillones jineteaba un moreno.
Ir en coche a la muerte ¡qué cosa más oronda!
El general Quiroga quiso entrar en la sombra
llevando seis o siete degollados de escolta.

Esa cordobesada bochinchera y ladina
(meditaba Quiroga) ¿qué ha de poder con mi alma?
Aquí estoy afianzado y metido en la vida
como la estaca pampa bien metida en la pampa.

Yo, que he sobrevivido a millares de tardes
y cuyo nombre pone retemblor en las lanzas,
no he de soltar la vida por estos pedregales.
¿Muere acaso el pampero, se mueren las espadas?

Pero al brillar el día sobre Barranca Yaco
hierros que no perdonan arreciaron sobre él;
la muerte, que es de todos, arreó con el riojano
y una de puñaladas lo mentó a Juan Manuel.

Ya muerto, ya de pie, ya inmortal, ya fantasma,
se presentó al infierno que Dios le había marcado,
y a sus órdenes iban, rotas y desangradas,
las ánimas en pena de hombres y de caballos.



En Luna de enfrente (1925)
Foto: Borges junto a sus padres, 1925


13/11/16

Jorge Luis Borges: Elegía







Oh destino el de Borges,
haber navegado por los diversos mares del mundo
o por el único y solitario mar de nombres diversos,
haber sido una parte de Edimburgo, de Zurich, de las dos Córdobas,
de Colombia y de Texas,
haber regresado, al cabo de cambiantes generaciones,
a las antiguas tierras de su estirpe,
a Andalucía, a Portugal y a aquellos condados
donde el sajón guerreó con el danés y mezclaron sus sangres,
haber errado por el rojo y tranquilo laberinto de Londres,
haber envejecido en tantos espejos,
haber buscado en vano la mirada de mármol de las estatuas,
haber examinado litografías, enciclopedias, atlas,
haber visto las cosas que ven los hombres,
la muerte, el torpe amanecer, la llanura
y las delicadas estrellas,
y no haber visto nada o casi nada
sino el rostro de una muchacha de Buenos Aires,
un rostro que no quiere que lo recuerde.
Oh destino de Borges,
tal vez no más extraño que el tuyo.

Bogotá, 1963



En El otro, el mismo (1964)
Foto: Borges de visita en Bogotá Archivo El Espectador


12/11/16

Jorge Luis Borges: Las valquirias







Valquiria significa, en las primitivas lenguas germánicas, "la que elige a los muertos". Un conjuro anglosajón contra los dolores neurálgicos las describe, sin nombrarlas directamente, de esta manera:
"Resonantes eran, sí, resonantes, cuando cabalgaban sobre la altura. Eran resueltas, cuando cabalgaban sobre la tierra. Poderosas mujeres...".
No sabemos cómo las imaginaban las gentes de Alemania o de Austria; en la mitología escandinava son vírgenes armadas y hermosas. Su número habitual era tres.
Elegían a los caídos en el combate y llevaban sus almas al épico paraíso de Odín, cuya techumbre era de oro y que iluminaban espadas, no lámparas. Desde la aurora, los guerreros, en ese paraíso, combatían hasta morir, luego resucitaban y compartían el banquete divino, donde les ofrecían la carne de un jabalí inmortal e inagotables cuernos de hidromiel.
Bajo el creciente influjo del cristianismo, el nombre de Valquiria degeneró; un juez en la Inglaterra medieval hizo quemar a una pobre mujer acusada de ser una Valquiria, es decir una bruja.



En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)  
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges ©Cordon Press

11/11/16

Jorge Luis Borges: Sobre "The Purple Land"






Esta novela primigenia de Hudson es reducible a una fórmula tan antigua que casi puede comprender la Odisea; tan elemental que sutilmente la difama y la desvirtúa el nombre de fórmula. El héroe se echa a andar y le salen al paso sus aventuras. A ese género nómada y azaroso pertenecen el Asno de oro y los fragmentos del Satiricón, Pickwick y el Don Quijote; Kim de Lahore y Segundo Sombra de Areco. Llamar novelas picarescas a esas ficciones me parece injustificado; en primer término, por la connotación mezquina de la palabra; en segundo, por sus limitaciones locales y temporales (siglo XVI español, siglo XVII). El género es complejo, por lo demás. El desorden, la incoherencia y la variedad no son inaccesibles, pero es indispensable que los gobierne un orden secreto, que gradualmente se descubra. He recordado algunos ejemplos ilustres; quizá no haya uno que no exhiba defectos evidentes. Cervantes moviliza dos tipos: un hidalgo "seco de carnes", alto, ascético, loco y altisonante; un villano carnoso, bajo, comilón, cuerdo y dicharachero: esa discordia tan simétrica y persistente acaba por quitarles realidad, por disminuirlos a figuras de circo. (En el séptimo capítulo de El payador, nuestro Lugones ya insinuó ese reproche). Kipling inventa un Amiguito del Mundo Entero, el libérrimo Kim: a los pocos capítulos, urgido por no sé qué patriótica perversión, le da el horrible oficio de espía. (En su autobiografía literaria, redactada unos treinta y cinco años después, Kipling se muestra impenitente y aun inconsciente). Anoto sin animadversión esas lacras; lo hago para juzgar The Purple Land con pareja sinceridad.

Del género de novelas que considero, las más rudimentarias buscan la mera sucesión de aventuras, la mera variedad; los siete viajes de Simbad el Marino suministran quizá el ejemplo más puro. El héroe, en ellas, es un mero sujeto, tan impersonal y pasivo como el lector. En otras (apenas más complejas) los hechos cumplen la función de mostrar el carácter del héroe, cuando no sus absurdidades y manías; tal es el caso de la primera parte del Don Quijote. En otras (que corresponden a una etapa ulterior) el movimiento es doble, recíproco: el héroe modifica las circunstancias, las circunstancias modifican el carácter del héroe. Tal es el caso de la parte segunda del Quijote, del Huckleberry Finn de Mark Twain, de The Purple Land. Esta ficción, en realidad, tiene dos argumentos. El primero, visible: las aventuras del muchacho inglés Richard Lamb en la Banda Oriental. El segundo, íntimo, invisible; el venturoso acriollamiento de Lamb, su conversión gradual a una moralidad cimarrona que recuerda un poco a Rousseau y prevé un poco a Nietzsche. Sus Wanderjahre son Lehrjahre también. En carne propia, Hudson conoció los rigores de una vida semibárbara, pastoril; Rousseau y Nietzsche, sólo a través de los sedentarios volúmenes de la Histoire Générale des Voyages y de las epopeyas homéricas. Lo anterior no quiere decir que The Purple Land sea intachable. Adolece de un error evidente, que es lógico imputar a los azares de la improvisación: la vana y fatigosa complejidad de ciertas aventuras. Pienso en las del final: son lo bastante complicadas para fatigar la atención, pero no para interesarla. En esos onerosos capítulos, Hudson parece no entender que el libro es sucesivo (casi tan puramente sucesivo como el Satiricón o como El Buscón) y lo entorpece de artificios inútiles. Se trata de un error harto difundido: Dickens, en todas sus novelas, incurre en prolijidades análogas.

Quizá ninguna de las obras de la literatura gauchesca aventaje a The Purple Land. Sería deplorable que alguna distracción topográfica y tres o cuatro errores o erratas (Camelones por Canelones, Aria por Arias, Gumesinda por Gumersinda) nos escamotearan esa verdad… The Purple Land es fundamentalmente criolla. La circunstancia de que el narrador sea un inglés justifica ciertas aclaraciones y ciertos énfasis que requiere el lector y que resultarían anómalos en un gaucho, habituado a esas cosas. En el número 31 de Sur, afirma Ezequiel Martínez Estrada: "Nuestras cosas no han tenido poeta, pintor ni intérprete semejante a Hudson, ni lo tendrán nunca. Hernández es una parcela de ese cosmorama de la vida argentina que Hudson cantó, describió y comentó… En las últimas páginas de The Purple Land, por ejemplo, hay contenida la máxima filosofía y la suprema justificación de América frente a la civilización occidental y a los valores de la cultura de cátedra". Martínez Estrada, como se ve, no ha vacilado en preferir la obra total de Hudson al más insigne de los libros canónicos de nuestra literatura gauchesca. Por lo pronto, el ámbito que abarca The Purple Land es incomparablemente mayor. El Martín Fierro (pese al proyecto de canonización de Lugones) es menos la epopeya de nuestros orígenes —¡en 1872!— que la autobiografía de un cuchillero, falseada por bravatas y por quejumbres que casi profetizan el tango. En Ascasubi hay rasgos más vívidos, más felicidad, más coraje, pero todo ello está fragmentario y secreto en tres tomos incidentales, de cuatrocientas páginas cada uno. Don Segundo Sombra, pese a la veracidad de los diálogos, está maleado por el afán de magnificar las tareas más inocentes. Nadie ignora que su narrador es un gaucho, de ahí lo doblemente injustificado de ese gigantismo teatral, que hace de un arreo de novillos una función de guerra. Güiraldes ahueca la voz para referir los trabajos cotidianos del campo, Hudson (como Ascasubi, como Hernández, como Eduardo Gutiérrez) narra con toda naturalidad hechos acaso atroces.

Alguien observará que en The Purple Land el gaucho no figura sino de modo literal, secundario. Tanto mejor para la veracidad del retrato, cabe responder. El gaucho es hombre taciturno, el gaucho desconoce, o desdeña, las complejas delicias de la memoria y de la introspección; mostrarlo autobiográfico y efusivo, ya es deformarlo.

Otro acierto de Hudson, es el geográfico. Nacido en la provincia de Buenos Aires, en el círculo mágico de la pampa, elige, sin embargo, la tierra cárdena donde la montonera fatigó sus primeras y últimas lanzas: el Estado Oriental. En la literatura argentina privan los gauchos de la provincia de Buenos Aires; la paradójica razón de esa primacía es la existencia de una gran ciudad, Buenos Aires, madre de insignes literatos "gauchescos". Si en vez de interrogar a la literatura, nos atenemos a la historia, comprobaremos que ese glorificado gauchaje ha influido poco en los destinos de su provincia, nada en los del país. El organismo típico de la guerra gaucha, la montonera, sólo aparece en Buenos Aires de manera esporádica. Manda la ciudad, mandan los caudillos de la ciudad. Apenas si algún individuo —Hormiga Negra en los documentos judiciales, Martín Fierro en las letras— logra, con una rebelión de matrero, cierta notoriedad policial.

Hudson, he dicho, elige para las correrías de su héroe las cuchillas de la otra banda. Esta elección propicia le permite enriquecer el destino de Richard Lamb con el azar y con la variedad de la guerra —azar que favorece las ocasiones del amor vagabundo—. Macaulay, en el artículo sobre Bunyan, se maravilla de que las imaginaciones de un hombre sean con el tiempo recuerdos personales de muchos otros. Las de Hudson perduran en la memoria; los balazos británicos retumbando en la noche de Paysandú; el gaucho ensimismado que pita con fruición el tabaco negro, antes de la batalla; la muchacha que se da a un forastero, en la secreta margen de un río.

Mejorando hasta la perfección una frase divulgada por Boswell, Hudson refiere que muchas veces en la vida emprendió el estudio de la metafísica, pero que siempre lo interrumpió la felicidad. La frase (una de las más memorables que el trato de las letras me ha deparado) es típica del hombre y del libro. Pese a la brusca sangre derramada y a las separaciones, The Purple Land es de los muy pocos libros felices que hay en la tierra. (Otro, también americano, también de sabor casi paradisíaco, es el Huckleberry Finn, de Mark Twain.) No pienso en el debate caótico de pesimistas y optimistas; no pienso en la felicidad doctrinaria que inexorablemente se impuso el patético Whitman; pienso en el temple venturoso de Richard Lamb, en su hospitalidad para recibir todas las vicisitudes del ser, amigas o aciagas.

Una observación última. Percibir o no los matices criollos es quizá baladí, pero el hecho es que de todos los extranjeros (sin excluir por cierto a los españoles) nadie los percibe sino el inglés. Miller, Robertson, Burton, Cunninghame Graham, Hudson.

Buenos Aires, 1941

En Otras inquisiciones (1952)
Foto: Portada de la primera edición inglesa, de 1885 Vía

Otra versión de este texto se antologó con el título "Nota sobre "La tierra purpúrea"
en Textos recobrados 1931-1955 
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001


10/11/16

Jorge Luis Borges: El espejo







Yo, de niño, temía que el espejo
me mostrara otra cara o una ciega
máscara impersonal que ocultaría
algo sin duda atroz. Temí asimismo
que el silencioso tiempo del espejo
se desviara del curso cotidiano
de las horas del hombre y hospedara
en su vago confín imaginario
seres y formas y colores nuevos.
(A nadie se lo dije; el niño es tímido.)
Yo temo ahora que el espejo encierre
el verdadero rostro de mi alma,
lastimada de sombras y de culpas,
el que Dios ve y acaso ven los hombres.


En Historia de la noche (1977)
Borges en Roma, 6 de mayo de 1977 
Foto ©Mosconi/Associated Press

9/11/16

Jorge Luis Borges: El espía









En la pública luz de las batallas
otros dan su vida a la patria
y los recuerda el mármol.
Yo he errado oscuro por ciudades que odio.
Le di otras cosas.
Abjuré de mi honor,
traicioné a quienes me creyeron su amigo,
compré conciencias,
abominé del nombre de la patria.
Me resigno a la infamia.



En La cifra (1981)
Imagen: Juan Carlos Benítez: Borges y su universo (collage)


8/11/16

Jorge Luis Borges: El otro







En el primero de sus largos miles
de hexámetros de bronce invoca el griego
a la ardua musa o a un arcano fuego
para cantar la cólera de Aquiles.
Sabía que otro —un Dios— es el que hiere
de brusca luz nuestra labor oscura;
siglos después diría la Escritura
que el Espíritu sopla donde quiere.
La cabal herramienta a su elegido
da el despiadado dios que no se nombra:
a Milton las paredes de la sombra,
el destierro a Cervantes y el olvido.
Suyo es lo que perdura en la memoria
del tiempo secular. Nuestra la escoria.


En El otro, el mismo (1964)
Borges y la gata Freyja, 1982 


7/11/16

Jorge Luis Borges: Un soneto de Don Francisco de Quevedo







No, no es el del entierro geográfico del grande Osuna, difunto que lloraron los ríos y cuyo velorio fue de volcanes, ni tampoco el consentidamente gracioso del narigón —materia forastera a las letras, porque una incongruencia así fisonómica sólo es visual y no puede alegrarnos de oídas. Otro es el soneto de que hablo y aunque las antologías nunca lo visitaron, lo tengo por una de las más intensas páginas de su autor: es decir, de la literatura mundial. El libro El Parnaso Español y Musas Castellanas lo registra; es de los sonetos a Lisi, en su libro cuarto, y lleva el número XXXI. Reza de esta manera:
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra, que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;
Mas no de essotra parte en la rivera
Dejará la memoria en donde ardía;
nadar sabe mi llama la agua fría
Y perder el respeto a lei severa.
Alma, a quien todo un Dios prission ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Médulas, que han gloriosamente ardido,
Su forma dejarán, no su cuidado;
Serán ceniça, mas tendrá sentido,
Polvo serán, mas polvo enamorado.
Lo he copiado en su integridad, aunque demasiado bien sé que los tercetos lo abarcan. Es evidente que don Francisco de Quevedo, al sentarse a escribirlo, no tuvo más que la artesana intención de manufacturar un soneto al modo italiano, con las hipérboles ya reglamentarias del género, y que recién a las ocho líneas de petrarquizar, dio en especular y en sentir: riesgo que los entendidos repudian. Tales obreros de la versificación denunciarán también lo ripioso de los finales. Alma mía, agua fría, ley severa, ¡qué ociosidad para adjetivar! Nunca adolecieron de ella los cumplidores de sonetos sedicentes perfectos —José María de Heredia, Samain— que a trueque de evitar el ripio menor, consumaron casi siempre el total: el de catorce líneas, el de un entero soneto inútil y zángano.
¿Qué imperfección es, pues, la de este principio? Es (digo yo) la de cuanta metáfora se ha imaginado para decir la muerte. ¡Tan pudorosas y cobardes son todas ellas frente a la sola horrenda palabra que pujan por tapar!
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra, que me llevare el blanco día
es una perífrasis boba, puesto que la terribilidad del morir no es la de un mero dejarnos sin luz y porque también los ojos se clausuran para dormir: ocupación blanda. ¿Y la alusión al Leteo y a sus aguas todoolvidadoras y sólo desafiables por la pasión? Es (o fue) ingeniosa, pero su actuación en boca no helénica es de falsedad y desvirtúa lo autobiográfico, lo poético.
Es decir, estos ocho renglones preparativos son un compás de espera, un escúcheme, un hacer tiempo casi de cualquier modo mientras la atención del auditorio está organizándose. No los precisaba Quevedo y si incurrió en la haraganería de componerlos, la culpa fue de la costumbre deplorabilísima de imponer tamaño de soneto a toda emoción. El sonetista (apunta don Ricardo Güiraldes) tiene un moldecito de budín en la mano y mete dentro todo lo que se le pone a tiro. Lo cual (añado yo) no quiere decir que los sonetos y los budines no sean manjares muy aceptables, alguna vez. Hay piezas de Enrique Banchs —ya tenemos en casa ejemplos no solamente de equivocación, sino de los otros— que saben reconciliarme con el soneto, con lo descomunal de sus leyes, con su arbitrariedad…
Consideremos, pues, los versos finales. En ellos puede escucharse ¡al fin! la voz de Quevedo, tan ausente de los no favorecidos cuartetos. Los destaco, los redimo de los demás y son el mayor sentir español:
Alma, a quien todo un Dios prission ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su forma dejarán, no su cuidado.
Serán ceniça, mas tendrá sentido,
polvo serán, mas polvo enamorado.
Ésta es abogacía originalísima por la inmortalidad: negocio en que se atareó Quevedo y a cuya probación dedicó las muchas páginas de un tratado que anda en sus Obras póstumas. Lo he recorrido; es discurso en que colaboraron la dialéctica y la dignidad varonil y la convicción y aun alguna vez el sarcasmo, pero su constante objeto es justificar que el alma es entidad separable y puede operar sin las representaciones —fantasmas, escribe el original— de que se abasteció en los sentidos. Es polémica anticipada con Hobbes, y fraileras citaciones latinas la hacen solemne. Imposible ubicar en su área teológica el pensamiento audacísimo de los versos. Si mencioné este opúsculo {Inmortalidad de el Alma, con que se prueba la Providencia de Dios para consuelo, y aliento de los Catholicos, y vergonzosa confusión de los Hereges) es para evidenciar la mucha intimidad de Quevedo con la cuestión.
Quevedo casi no razona; intuye más bien. La intensidad le es promesa de inmortalidad y no la intensidad de cualquier sentir, sino la de la apetencia amorosa y, más concretamente aún, la del acto. El goce, plenitud del ser, rebasa su minuto y afirma que quien alguna vez tanto vivió, ya no se olvidará de vivir y no morirá. La erótica sube a metafísica; los descaros y sábados de la carne son mensajeros de buenas noticias para el espíritu, hospes comesque corporis, invitado y compañero del cuerpo.
Quevedo, hispano íntegramente y seguro de la realidad de las cosas —no de la gasificada cosa en sí que para consuelo de ametafísicos preparó Kant, sino de las caseras cosas individuales— sugiere una supervivencia de lo corpóreo, de las ya para siempre apasionadas venas y médulas. El pensamiento es casi pagano y está, con no amainada grandiosidad, en otro soneto:
Sobre el Sol arderé, y el cuerpo frío
Se acordará de amor en polvo y tierra.
Ese frío —tan insignificativo y haragán, a primera vista— es insinuador, por contraste, de la carnalidad y aun de la satisfacción y ápice de ella, de la que escribió Schopenhauer: La cópula es al mundo lo que la palabra al enigma. A saber, el mundo es ancho en el espacio y viejo en el tiempo y de variedad inagotable en las formas. Todo esto, sin embargo, no es sino la manifestación de la voluntad de vivir y la concentración, el foco de esta voluntad, es el acto generativo {El mundo como voluntad y representación; segundo volumen, capítulo cuarenta y cinco, página 671 de la edición alemana de Eduardo Grisebach).
¿Qué pensar de la abogación de Quevedo? Yo pienso de ella lo que de las sedicentes pruebas dialécticas de que hay Dios, la ontológica, la cosmológica, la moral, la histórica y las que queden: pienso que su única virtud no dudosa es la de convencer a ya convencidos. Para decírsela a fervientes de la inmortalidad, es inmejorable. No le pido más: en trance de Dios y de inmortalidad, soy de los que creen. Mi fe no es unamunesca e incómoda; mis noches saben acomodarse en ella para dormir y hasta despachan realidad bien soñada en su vacación. Mi fe es un puede ser que asciende con frecuencia a una certidumbre y que no se abate nunca a incredulidad. No entiendo a los mecanicistas, incrédulos de que un solo átomo irrepresentable pueda perderse y muy seguros de la escondibilidad final de su yo. Al universo no le permiten escamotear una partícula de materia pero sí una infinitud de almas.
Quevedo no descreyó nunca de la materia, pero ésta le sirvió (lo hemos visto) para argumentar la inmortalidad. Quiero rememorar aquí cierto diálogo. Ocurrió en las medianías del mil cuatrocientos; su escena, un dormitorio oscuro en Ocaña; sus interlocutores, la Muerte y don Rodrigo Manrique, hombre de pelo rojo; su cronista, el capitán don Jorge Manrique. Dijo entonces la Muerte que son tres las posibles vidas del hombre: una, la temporal, perecedera, la que cumplimos entre las prolijidades del tiempo y las del espacio; otra, muy mejor, la de nuestra fama, la que en ajenas bocas vivimos; otra, la de inmortalidad. De don Francisco ya sabemos que obtuvo dos; esperemos que el Señor no le haya sido avaro de la tercera. Ya escribí alguna vez que la negación o dubitación de la inmortalidad es el máximo desacato a los muertos, la descortesía casi infinita.



En El idioma de los argentinos (1928)
Foto: Captura Jorge Luis Borges, imágenes inéditas



6/11/16

Jorge Luis Borges: Norah Lange, "45 días y treinta marineros"





Esta segunda, esta cronológicamente segunda novela de Norah Lange, marca un fuerte adelanto. La primera era una novela por cortesía, por imposibilidad total de clasificarla en algún otro género; ésta realmente lo es, en una mayoría de sus páginas. Ello en parte se debe a que fue trabajada sobre recuerdos, en tanto que Voz de la vida lo fue sobre meros estados sentimentales, cuando no sobre azares y costumbres de la jerigonza ultraísta. Otra cosa es la novela imaginativa, la de invenciones: éstas bien pueden ser más vividas que el recuerdo, del que no son esencialmente distintas. Invención es el reverente nombre que damos a un feliz trabajo combinatorio de los recuerdos. Toda novela (para el escritor y para el Ángel de su Guarda) es autobiográfica; la de Stevenson no menos que la de Proust. 
El problema central de la novela es la causalidad. Si faltan pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan (como en las novelas de Bove, o en el Huckleberry Finn de Mark Twain) recelamos de esa documentada verdad y de sus detalles fehacientes. La solución es ésta: Inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión. Norah Lange abunda en el primero de esos procedimientos; alguna vez (por ejemplo, en el capítulo veintidós) en el segundo. 
He destacado ese capítulo XXII, acaso el más memorable de todos (pero eso el tiempo lo dirá y el recuerdo). En él, un capitán noruego —un personaje que no es presentado como un canalla, lo cual anularía todo el efecto, sino como un desesperado— miente que acaba de morir un hijito suyo, para despertar la ternura de una mujer y aun para conseguir que ella se le entregue, en inverosímil y monstruosa compensación, o en una confusión de su lástima. Le muestra su fotografía y le dice: "No debían dar esas noticias cuando uno está solo y alejado. A veces creo que debe ser un sueño, o efectos del alcohol". El hombre, como se ve, acude a la irrealidad y a la maravilla para dar impresión de realidad... La mujer, desesperada también sospecha un fraude y no se avergüenza de la sospecha, aun más horrible que el ardid. 
El capítulo treinta y uno no es menos fuerte. Un rasgo psicológico hay en él, de no frecuente observación en la literatura: una resolución, la lúcida elección de una conducta, en vista del futuro recuerdo y de su decoro. "Reconoce que sólo al irse voluntariamente, podrá recuperarlos para una recordación futura y dichosa, vacía de esos arrepentimientos que surgen de la larga adaptación a un mismo hecho, y que no debe prolongarse nunca, ni un minuto más, desde que la felicidad no asciende, rítmicamente". 
Un reparo final. Los primeros capítulos se resienten de ciertas vanidades o afectaciones, que más bien son torpezas. Así, en la sola página diez, el capitán, "ya no tan inédito para su retina, ofrece los contornos usuales de todos los hombres noruegos que llegan a los cuarenta y cinco años" y los compañeros de mesa son "los cinco hombres que todos los días la rodearán en ese horario nutritivo". Nos comunica luego que "no la conducen a hondas reflexiones indagatorias de belleza masculina y ninguno ofrece un exterior perdurable para el recuerdo", si bien es cierto que "mientras permanecen dentro de sus uniformes, otorgan la sensación de que están bien situados". 
Vuelvo a jurar que ese balbuciente dialecto se limita a infamar las primeras páginas del volumen.





Primera publicación en Crítica, Revista Multicolor de los Sábados
Buenos Aires, Año 1, N° 18, 9 de diciembre de 1933
Luego en Borges en Revista Multicolor (1995)
Y en Textos Recobrados 1931-1955 (2001)


Foto tomada en la fiesta de conmemoración de la edición del libro 45 días y 30 marineros. Buenos Aires, 1933. Norah Lange, Oliverio Girondo, Pablo Neruda, Cesar Tiempo, Evar Mendez, Amado Villar, Jorge Largo, P. Rojas Paz, Conrado Nalé Roxlo, E. Petorutti, J.Gonzalez Carbalho, L. Galtier y otros, ©Patrimonio Oliverio Girondo-Norah Lange



5/11/16

Jorge Luis Borges: El desierto








Antes de entrar en el desierto
los soldados bebieron largamente el agua de la cisterna.
Hierocles derramó en la tierra
el agua de su cántaro y dijo:
Si hemos de entrar en el desierto,
ya estoy en el desierto.
Si la sed va a abrasarme,
que ya me abrase.
Esta es una parábola.
Antes de hundirme en el infierno
los lictores del dios me permitieron que mirara una rosa.
Esa rosa es ahora mi tormento
en el oscuro reino.
A un hombre lo dejó una mujer.
Resolvieron mentir un último encuentro.
El hombre dijo:
Si debo entrar en la soledad
ya estoy solo.
Si la sed va a abrasarme,
que ya me abrase.
Esta es otra parábola.
Nadie en la tierra
tiene el valor de ser aquel hombre.



En La cifra (1981)
Foto: Manuel Mejía Vallejo y Borges en 1978
Biblioteca Pública Piloto, Medellín, Colombia



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