12/9/16

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 3]






Por tratarse de un hombre que consideraba el universo como una biblioteca y que confesaba haber imaginado el Paraíso «bajo la forma de una biblioteca», el tamaño de su propia biblioteca era toda una decepción, tal vez porque él sabía, como dijo en cierto poema, que el lenguaje únicamente puede «simular la sabiduría». Los invitados a su casa esperaban hallar un sitio atiborrado de libros, estantes llenos, pilas de volúmenes bloqueando las puertas, sobresaliendo de cada recoveco, una jungla de tinta y papel. Por el contrario, descubrían un ámbito en el que los libros ocupaban unos pocos rincones discretos. Cuando el joven Mario Vargas Llosa visitó a Borges a mediados de los años cincuenta, recorrió el lugar humildemente amueblado y preguntó por qué el Maestro no vivía en un sitio más grande y más lujoso. A Borges le ofendió el comentario. «A lo mejor en Lima hacen las cosas así —le contestó al indiscreto peruano—. Pero aquí, en Buenos Aires, somos menos devotos de la ostentación.»

Las pocas estanterías, sin embargo, contenían lo esencial de sus lecturas, empezando por las enciclopedias y los diccionarios, gran orgullo de Borges. «Me gusta hacerme cuenta de que no soy ciego, que me acerco a los libros como un hombre que puede ver —solía decir—. Ando curioso de nuevas enciclopedias. Me imagino que puedo seguir en sus mapas el curso de los ríos y que descubro maravillas en las descripciones.» Le gustaba explicar que, de niño, acompañaba a su padre a la Biblioteca Nacional y que, una vez allí, demasiado tímido para pedir un libro, se contentaba con algún tomo de la Britannica que hallaba en los estantes de libre acceso y leía el primer artículo que se desplegaba ante sus ojos. A veces era afortunado, como cuando escogió el volumen De-Dr y se informó acerca de los Druidas, los Drusos y Dryden. Jamás abandonó este hábito de entregarse al ordenado azar de alguna enciclopedia, y pasaba horas enteras hojeando o pidiendo que le leyesen los tomos de la Bompiani, la Brockhaus, la Meyer, la Chambers, la Britannica (en su undécima edición, con ensayos de Macaulay y De Quincey, adquirida con el dinero del segundo Premio Municipal de Literatura de 1929), o también el Diccionario Enciclopédico de Montaner y Simón. Con frecuencia yo le buscaba un artículo: sobre Schopenhauer o el sintoísmo, sobre Juana la Loca o el fetch escocés. Luego él pedía que algún dato especialmente interesante fuera registrado, con su número de página correspondiente, al final de tan revelador volumen. Misteriosas anotaciones, fruto de manos distintas, salpicaban las páginas de guarda de sus libros.

En las dos estanterías bajas del salón comedor se hallaban las obras de Stevenson, Chesterton, Henry James y Kipling. De allí tomó una vez una edición pequeña y encuadernada en rojo de Stalky & Co., con la cabeza del dios elefante Ganesha y la esvástica hindú que Kipling había escogido como su emblema para luego renegar de ella durante la guerra, cuando el antiguo símbolo fue apropiado por los nazis. Era el ejemplar que Borges había comprado en Ginebra, siendo adolescente; el mismo ejemplar que habría de regalarme cuando dejé la Argentina en 1968. De esas mismas estanterías me hizo extraer los volúmenes de los cuentos de Chesterton y los ensayos de Stevenson, que leímos a lo largo de muchas noches y que él comentaba con extraordinaria perspicacia y agudeza, sin ocultar su pasión por estos grandes escritores y mostrándome además de qué manera habían trabajado para construir sus cuentos, desmontando algunos párrafos con la amorosa intensidad de un maestro relojero. Allí guardaba también Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, diversos libros de H. G. Wells, La piedra lunar de Wilkie Collins, varias novelas de Eça de Queiroz encuadernadas en cartón amarillo, libros de Lugones, Güiraldes y Groussac, el Ulises y el Finnegans Wake de Joyce, las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, novelas policiales de John Dickson Carr, Milward Kennedy y Richard Hull, Life on the Mississippi de Mark Twain, Buried Alive de Enoch Bennett, una pequeña edición rústica de Un hombre en el zoológico y De dama a zorro de David Garnett, con delicadas ilustraciones en blanco y negro, las obras más o menos completas de Oscar Wilde y las obras más o menos completas de Lewis Carroll, Der Untergang des Abendlandes de Spengler, los muchos tomos de la Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano de Gibbon, varios libros de matemática y filosofía, entre ellos algunos de Swedenborg y Schopenhauer, y el Wörterbuch der Philosophie de Fritz Mauthner, que Borges amaba tanto. Buena parte de estos libros lo acompañaban desde su juventud; otros, en inglés y en alemán, llevaban las etiquetas de las librerías de Buenos Aires en que habían sido comprados —Mitchell’s, Rodríguez, Pygmalion—, librerías que ya no existen. Era usual que les contase a sus invitados que la biblioteca de Kipling (que él había visitado) curiosamente albergaba en su mayoría libros científicos, libros sobre historia asiática o de viajes, principalmente a la India. Concluía que Kipling no había querido ni necesitado la obra de los demás poetas o novelistas, como si hubiese sentido que le bastaba con sus propias creaciones. Borges sentía lo contrario: decía que en primer lugar era lector y que eran los libros ajenos lo que más deseaba a su alrededor. Aún conservaba la edición de tapas rojas de Garnier en la que había leído el Quijote por primera vez (un segundo ejemplar, comprado poco antes de su treintena, luego de que el primigenio desapareciera), no así la traducción al inglés de las fábulas de los hermanos Grimm, el primerísimo libro que recordaba haber leído.

Las pequeñas estanterías de su dormitorio contenían libros de poesía y una de las más completas colecciones de literatura anglosajona e islandesa en toda América Latina. Aquí Borges conservaba los libros que le servían para el estudio de lo que él mismo una vez describió como «las ásperas y laboriosas palabras / Que con una boca hecha polvo / Usé en los días de Nortumbria y de Mercia / Antes de ser Haslam o Borges». Algunos de estos libros yo los conocía porque se los había vendido en Pygmalion: el diccionario de Skeat, una versión anotada de La batalla de Maldon, el Altgermanische Religions Geschichte de Richard Meyer. La otra estantería albergaba los poemas de Enrique Banchs, de Heine, de San Juan de la Cruz, y diversos estudios sobre Dante, por Benedetto Croce, Francesco Torraca, Luigi Pietrobono o Guido Vitali.

En alguna parte (quizás en la habitación de su madre) estaba la literatura argentina que había acompañado a la familia en su viaje a Europa, poco antes de la Primera Guerra Mundial: el Facundo de Sarmiento, las Siluetas militares de Eduardo Gutiérrez, los dos tomos de la Historia argentina de Vicente Fidel López, Amalia de Mármol, Prometeo y Cía de Eduardo Wilde, Rosas y su tiempo de Ramos Mejía, varios libros de poesía de Leopoldo Lugones y el Martín Fierro de José Hernández, libro que Borges adolescente había seleccionado para llevar a bordo del barco y que doña Leonor desaprobó a causa de sus pinceladas de color local y de violencia ramplona.

Si algo faltaba en las bibliotecas del departamento eran sus propios libros. No sin orgullo explicaba a los visitantes que solicitaban ver una edición temprana de una de sus obras que él no poseía ni un volumen en el que estuviera impreso su nombre «eminentemente olvidable». Una vez, estando yo en su casa, el cartero trajo un gran paquete que contenía una edición de lujo de su relato «El Congreso», publicada en Italia por Franco Maria Ricci. Era un inmenso libro, encuadernado en seda negra, metido en un estuche del mismo material, con letras de oro impresas en un papel Fabriano azul hecho a mano, con cada ilustración volcada artesanalmente (el cuento había sido ilustrado con pinturas tántricas) y con cada ejemplar numerado. Borges me pidió que le describiese el objeto. Escuchó con suma atención y exclamó: «Pero eso no es un libro, es una caja de bombones». Y acto seguido se lo obsequió al tímido cartero.

En ocasiones es él mismo quien escoge un libro de un estante. Conoce, desde luego, dónde se halla cada ejemplar y allí se dirige, infaliblemente. Pero a veces se encuentra en un lugar donde los estantes no le son familiares, en una librería nueva por ejemplo, y entonces sucede algo inquietante: Borges recorre con sus manos los lomos de los libros, como abriéndose camino al tacto por la superficie accidentada de un mapa en relieve y, aunque desconoce el territorio, su piel parece descifrar la geografía. Haciendo correr sus dedos por libros que nunca antes abrió, algo semejante a la intuición de un artesano le dirá de qué se trata el volumen que está tocando. Hasta es capaz de descifrar nombres y títulos que con certeza no puede leer. (Una vez vi a un viejo sacerdote vasco trabajando de esta forma entre nubarrones de abejas, distinguiéndolas y asignándoles distintas colmenas; y también recuerdo a un guardabosques en las Rocosas canadienses que sabía exactamente en qué sector del bosque se encontraba con sólo pasar sus dedos por el liquen de los troncos.) Puedo dar fe de que entre el anciano bibliotecario y sus libros existe un vínculo que las leyes de la fisiología tacharían de imposible.


Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 32-42
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio. Ésta en pág. 43





11/9/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a «Recuerdos de Provincia», de Domingo Faustino Sarmiento







Tan infiel y tan rudimental es el arte del análisis literario, la disciplina que llamaron retórica los antiguos y que ahora (creo) solemos denominar estilística, que en el día de hoy, al cabo de un autoritario ejercicio de veinte siglos, casi nunca es apto para razonar la eficacia de los textos que le proponen. Claro está que las dificultades varían. Hay escritores —Chesterton, Mallarmé, Quevedo, Virgilio— no inaccesibles al análisis; ningún procedimiento, ninguna felicidad hay en ellos que no pueda explicar, siquiera parcialmente, el retórico. Otros —Joyce, Whitman, Shakespeare— incluyen zonas refractarias a todo examen. Otros, aún más misteriosos, no son analíticamente justificables. No hay una de sus frases, examinada, que no sea corregible; cualquier hombre de letras puede señalar sus errores; las observaciones son lógicas, el texto original acaso no lo es; sin embargo ese incriminado texto es eficacísimo, aunque no sepamos por qué. A esa categoría de escritores que no puede explicar la mera razón, pertenece nuestro Sarmiento. Lo anterior, por supuesto, no significa que el arte idiosincrásico de Sarmiento es menos literario que el de otros, menos puramente verbal; significa, según he insinuado al principio, que es demasiado complejo —o acaso demasiado sencillo— para el análisis. La virtud de la literatura de Sarmiento queda demostrada por su eficacia. El curioso lector puede comparar algún episodio de estos Recuerdos o de cualquier otro libro autobiográfico de su pluma, con la correspondiente versión del mismo episodio en las trabajadas páginas de Lugones; línea por línea, la versión de Lugones es superior; en conjunto, es harto más conmovedora y patética la de Sarmiento. Cualquiera puede corregir lo escrito por él; nadie puede igualarlo. 
Recuerdos de Provincia, por lo demás, es un libro riquísimo; en ese caos venturoso es dable encontrar hasta páginas antológicas. Una de ellas, no la más célebre pero sí la más memorable, es la historia de don Fermín Mallea y de su dependiente, página que sería fácil dilatar en un largo relato psicológico, sin añadidura alguna esencial. Tampoco falta la excelente ironía: por ejemplo, cuando se defiende que a Rosas lo llamen Héroe del Desierto "porque ha sabido despoblar a su patria" (página 169). 
El decurso del tiempo cambia los libros; Recuerdos de Provincia, releído y revisado en los términos de 1943, no es ciertamente el libro que yo recorrí hace veinte años. El insípido mundo, en esa fecha, parecía irreversiblemente alejado de toda violencia; Ricardo Güiraldes evocaba con nostalgia (y exageraba épicamente) las durezas de la vida de los troperos; nos alegraba imaginar que en la alta y bélica ciudad de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perseguía con vana tenacidad, con afán literario, los últimos rastros de los cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan irreparablemente pacífico nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplorábamos "el tiempo de lobos, tiempo de espadas" (Edda Mayor, I, 37) que habían merecido otras generaciones más venturosas. Recuerdos de Provincia, entonces, era el documento de un pasado irrecuperable y, por lo mismo, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos. Recuerdo que en sus páginas y en las páginas congéneres del Facundo me parecían inútiles y acaso demasiado evidentes las diatribas contra el primero de los caudillos, Artigas; contra uno de los penúltimos, Rosas. La peligrosa realidad que describe Sarmiento era, entonces, lejana e inconcebible; ahora es contemporánea. (Corroboran mi aserto los telegramas europeos y asiáticos.) La sola diferencia es que la barbarie, antes impremeditada, instintiva, ahora es aplicada y consciente, y dispone de medios más coercitivos que la lanza montonera de Quiroga o los filos mellados de la mazorca. 
He hablado de crueldad; el examen de este libro demuestra que la crueldad no fue el mayor mal de esa época sombría. El mayor mal fue la estupidez, la dirigida y fomentada barbarie, la pedagogía del odio, el régimen embrutecedor de divisas, vivas y mueras. Como ha dicho Lugones: "Es eso lo que no puede perdonarse a Rosas: la esterilidad de veinte años en un país que a los cien ha progresado como vemos" (Historia de Sarmiento, capítulo cuarto). 
La primera edición de Recuerdos de Provincia apareció en Santiago de Chile, en 1850. Sarmiento contaba treinta y nueve años a la sazón. Historiaba su vida, historiaba las vidas de los hombres que habían gravitado en su destino y en el de su país, historiaba sucesos casi inmediatos, de repercusión dolorosa. La forma de los hechos contemporáneos suele ser indistinta; es menester que pase mucho tiempo antes que percibamos su configuración general, su básica y secreta unidad. Sarmiento ejecuta la proeza de ver históricamente la actualidad, de simplificar e intuir el presente como si ya fuera el pasado. Abundan ahora las biografías; centenares de ejemplos de ese género fatigan las imprentas; ¿cuántas rebasan e interpretan los hechos circunstanciales que narran, como lo hace Sarmiento? Sarmiento ve su destino personal en función del destino de América; alguna vez explícitamente lo afirma: "En mi vida tan destituida, tan contrariada i sin embargo tan perseverante en la aspiración de un no sé qué elevado i noble, me parece ver retratarse esta pobre América del Sud, ajitándose en su nada, haciendo esfuerzos supremos por desplegar sus alas i lacerándose a cada tentativa, contra los hierros de la jaula". Su visión ecuménica no empaña su visión de los individuos. Fatalmente, propendemos a ver en el pasado una rígida publicación de meras estatuas. Sarmiento nos descubre los hombres que ahora son bronce o mármol: "aquella juventud arjentina que habían visto representada en la guerra por Necochea, Lavalle, Suárez, Pringles i tantos calaveras brillantes, los primeros en las batallas, los primeros para con las damas, i si el caso se presentaba nunca los postreros en los duelos, la orjía i en las disipaciones juveniles"; el Deán Funes "que, al aspirar el perfume de una flor, se sintió morir y lo dijo así a los tiernos objetos de su cariño, sin sorpresa, i como de un acontecimiento que aguardaba"... Ahora no es difícil la visión de nuestras guerras civiles y de las tiranías que las coronaron (escribo tiranías, porque sospecho que los diversos lugartenientes no eran menos poderosos que el Restaurador, ya que uno de ellos lo derribó); para sus desdichados contemporáneos la época no era menos inexplicable que para nosotros el año 1943. 
Sarmiento, múltiple enemigo de España, no se deslumhra, sin embargo, con la gloria militar de la Revolución; la juzga prematura, sabe que el dilatado y casi despoblado país no era entonces capaz de un ejercicio razonable de su libertad y nos deja esta observación: "Las colonias españolas teman su manera de ser i lo pasaban bien, bajo la blanda tutela del rei; pero vosotros habéis inventado reyes con largas espuelas nazarenas, apenas desmontados de los potros que domaban en las estancias". La alusión es límpida; en el mismo capítulo afirma: "Rosas es el discípulo del Dr. Francia i de Artigas en sus atrocidades, i el heredero de la inquisición española en su persecución a los hombres de saber i a los extranjeros". 
Paradójicamente, Sarmiento ha sido motejado de bárbaro. Quienes no quieren compartir su aversión por el gaucho, afirman que él también era un gaucho, equiparando de algún modo el ímpetu bravio del uno en las disciplinas rurales con el ímpetu bravio del otro en la conquista de la cultura. La acusación, como se ve, no pasa de una mera analogía, sin otra justificación que la circunstancia de que el estado del país era rudimentario y a todos salpicaba de violencia, quién más, quién menos. Groussac, en una improvisación necrológica, hecha casi exclusivamente de hipérboles, exagera la rudeza de Sarmiento, lo llama "el formidable montonero de la batalla intelectual" y lo compara previsiblemente con un torrente andino. (Gramaticalidades aparte, Groussac es menos universal que Sarmiento: éste difiere de casi todos los argentinos; aquél se presta a confusión con todos los universitarios de Francia.) Lo cierto es que Sarmiento puso en el culto del Progreso un fervor primitivo; Rosas (míenos impulsivo, menos genial), deliberadamente exageró su afinidad con los rústicos, afectación que sigue embaucando al presente y que transforma a ese enigmático hacendado-burócrata en un montonero arriesgado a lo Pancho Ramírez o a lo Quiroga. 
Ningún espectador argentino tiene la clarividencia de Sarmiento. Sobre lo que fue la conquista de esta zona de América: fragmentaria y lentísima ocupación de casi desiertas llanuras. Sabe que la revolución, a trueque de emancipar todo el continente y de lograr victorias argentinas en el Perú y en Chile, abandonó, siquiera transitoriamente, el país a las fuerzas de la ambición personal y de la rutina. Sabe que nuestro patrimonio no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho y del español; que podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental, sin exclusión alguna. 
Negador del pobre pasado y del ensangrentado presente, Sarmiento es el paradójico apóstol del porvenir. Cree, como Emerson, que en el centro del hombre está su destino; cree, como Emerson, que la evidencia de que se cumplirá ese destino es la esperanza ilógica. Sustancia de las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas, definió San Pablo la fe... En un incompatible mundo heteróclito de provincianos, de orientales y de porteños, Sarmiento es el primer argentino, el hombre sin limitaciones locales. Sobre las pobres tierras despedazadas quiere fundar la patria. Le escribe, en 1867, a Juan Carlos Gómez: "Montevideo es una miseria, Buenos Aires una aldea, la República Argentina una estancia. Los Estados del Plata reunidos, son un casco de potencia de primer orden, un pedazo del mundo, un frente de la raza enfrenada en América, la tela para grandes cosas" Luis Melián Lafinur: Semblanzas del pasado, I, 243). 
Nadie puede leer este libro sin profesar por el valeroso hombre muerto que lo escribió, un sentimiento que rebasa la veneración y la admiración: la plena e indulgente amistad. Who touches this book, touches a man, pudo haber escrito Sarmiento en el término de la obra. Hay quienes juzgan que este libro debe su autoridad a Sarmiento y buena parte de su fama a la del autor; olvidan que Sarmiento, para la generación actual de argentinos, es el hombre creado por este libro. 

DOMINGO F. SARMIENTO: Recuerdos de Provincia. Prólogo y notas de J. L. B. Buenos Aires, Emecé Editores, Colección El Navío, 1944. 


POSDATA DE 1974 

Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor.






En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Portada e interior de la edición original
Prologada y anotada por Jorge Luis Borges
Buenos Aires, 
Emecé Editores, 1944

10/9/16

Jorge Luis Borges: Qué será del caminante fatigado





Wo wird einst des wandermüden…
¿En cuál de mis ciudades moriré?
¿En Ginebra, donde recibí la revelación,
no de Calvino ciertamente, sino de Virgilio
y de Tácito?
¿En Montevideo, donde Luis Melián
Lafinur, ciego y cargado de años, murió
entre los archivos de esa imparcial
historia del Uruguay que no escribió
nunca?
¿En Nara, donde en una hostería japonesa
dormí en el suelo y soñé con la terrible
imagen del Buda, que yo había tocado y no
visto, pero que vi en el sueño?
¿En Buenos Aires, donde soy casi un
forastero, dados mis muchos años, o una
costumbre de la gente que me pide un
autógrafo?
¿En Austin, Texas, donde mi madre y yo
en el otoño de 1961, descubrimos América?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
¿En qué idioma habré de morir? ¿En el
castellano que usaron mis mayores para
comandar una carga o para conversar un
truco?
¿En el inglés de aquella Biblia que mi
abuela leía frente al desierto?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
¿Qué hora será?
¿La del crepúsculo de la paloma, cuando
aún no hay colores, la del crepúsculo del
cuervo, cuando la noche simplifica y
abstrae las cosas visibles, o la hora trivial,
las dos de la tarde?
Otros lo sabrán y lo olvidarán.
Estas preguntas no son digresiones del
miedo, sino de la impaciente esperanza.
Son parte de la trama fatal de efectos y de
causas, que ningún hombre puede
predecir, y acaso ningún dios.
* En diario Clarín, Buenos Aires, 20 de marzo de 1980, y con motivo de la muerte de Borges, 
el 15 de junio de 1986.
Y en:
Borges en Revista Multicolor, Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1995, págs. 1718; 2ª Ed., 1999.

Luego en Textos recobrados 1956-1986
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires, 2003

Foto: Borges (sin atribución) 
Agencia SIGLA Vía IberLibro



9/9/16

Jorge Luis Borges: Juan, I, 14







Refieren las historias orientales
la de aquel rey del tiempo, que sujeto
a tedio y esplendor, sale en secreto
y solo, a recorrer los arrabales.

Y a perderse en la turba de las gentes
de rudas manos y de oscuros nombres;
hoy, como aquel Emir de los Creyentes,
Harún, Dios quiere andar entre los hombres

y nace de una madre, como nacen
los linajes que en polvo se deshacen,
y le será entregado el orbe entero,

aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio,
pero después la sangre del martirio,
el escarnio, los clavos y el madero.



En El otro, el mismo (1964)
Foto sin atribución vía La Gaceta de Tucumán

8/9/16

Jorge Luis Borges: Purgatorio, I, 13





Como todas las las palabras abstractas, la palabra metáfora es una metáfora, ya que vale en griego por traslación. Consta, por lo general, de dos términos. Momentáneamente, uno se convierte en el otro. Así, los sajones apodaron al mar camino de la ballena o camino del cisne. En el primer ejemplo, la grandeza de la ballena conviene a la grandeza del mar; en el segundo, la pequeñez del cisne contrasta con lo vasto del mar. Nunca sabremos si quienes forjaron esas metáforas advirtieron esas connotaciones. En el verso 60 del canto I del Infierno se lee: «mi ripigneva là dove’l sol tace»[92].
Donde el sol calla; el verbo auditivo expresa una imagen visual. Recordemos el famoso hexámetro de la Eneida: «a Tenedo, tacitae per amica silentia lunae».
Más allá de la fusión de dos términos, mi propósito actual es el examen de tres curiosas líneas. La primera es el verso 13 del canto I del Purgatorio: «Dolce color d’oriental zaffiro»[93].
Buti declara que el zafiro es una piedra preciosa de color entre celeste y azul, muy deleitable a la vista y que el zafiro oriental es una variedad que se encuentra en Media. 
Dante, en el verso precitado, sugiere el color del Oriente por un zafiro en cuyo nombre está el Oriente. Insinúa así un juego recíproco que bien puede ser infinito[94].
En las Hebrew Melodies (1815), de Byron, he descubierto un artificio análogo: «She walks in beauty, like the night.»
Camina en esplendor, como la noche; para aceptar este verso, el lector debe imaginar a una mujer alta y morena que camina como la Noche, que es a su vez una mujer alta y morena, y así hasta el infinito[95].
El tercer ejemplo es de Robert Browning. Lo incluye la dedicatoria del vasto poema dramático The Ring and the Book (1868): «O lyric Love, half angel and half bird...»
El poeta dice de Elizabeth Barrett, que ha muerto, que es mitad ángel y mitad pájaro, pero el ángel ya es mitad pájaro, y se propone así una subdivisión, que puede ser interminable.
No sé si puedo incluir en esta antología casual el discutido verso de Milton (Paradise Lost, IV, 323): «...the fairest of her daughters, Eve.»
La más hermosa de sus hijas, Eva; para la razón, el verso es absurdo; para la imaginación, tal vez no lo sea.


Notas

[92] «me hacía volver donde el sol calla». 

[93] «Dulce color de oriental zafiro». 
[94] Leemos en la estrofa inicial de las Soledades de Góngora:
Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa,
media luna las armas de su frente
y el Sol todos los rayos de su pelo
luciente honor del cielo,
en campo de zafiros pasce estrellas;
[95] Baudelaire ha escrito en Recueillement: «Entends, ma chère, entends, la douce Nuit qui marche». 
(El silencioso andar de la noche no debería oírse).


En Nueve ensayos dantescos 
Introducción de Marcos Ricardo Barnatán
Barcelona, Seix Barral, 1982

Photo: Borges in his Manhattan apartment in 1971

Credit Tyrone Dukes / The New York Times

7/9/16

Antonio Tabucchi: Borges, el clarividente ciego








Si tomamos las dos grandes categorías en las que podría dividirse por convención aproximada la literatura en general –la de los aristotélicos y la de los platónicos–, Borges pertenece sin duda a la segunda. Es decir, a esa categoría de escritores y poetas que entre un objeto y la idea de un objeto prefieren cantar a esta última. En suma, no a lo real, sino a su conceptualización o su quintaesencia: como, para que nos entendamos, el Stil Novo no cantó a la mujer, sino a su transfiguración; los Trovadores no cantaron al amor sino a su ideal; Ariosto no cantó a las armas y los caballeros sino a sus fantasmas; Shakespeare no cantó al teatro del mundo sino al Teatro como divinidad ciega de nuestra vida; Yeats no cantó a su pueblo sino a la imagen mítica que tenía de éste. 


En el caso de la modernidad, si hay alguien que supo expresarla como en una declinación gramatical, casi como en un manual con instrucciones de uso, transmitiéndonos el método de esa expoliación de la realidad física en favor de la idea platónica de ésta, fue probablemente Stephane Mallarmé, quien, sabiendo que la carne es triste y habiendo leído todos los libros, anhelaba el Libro Absoluto (quién sabe si no totalmente en blanco), nuestro destino final y nuestra síntesis, que como la esfera divina de Pascal, tiene la circunferencia por todas partes y el centro en ningún lugar.

En el siglo XX, muchos son los grandes escritores que (cada uno a su modo, por supuesto) forman con Borges la tropa de los platónicos: por ejemplo Pessoa, Kafka, cierto Eliot, cierto Montale. Aquellos que, tomando la idea de lo real y, contándola, poetizándola, la elevaron a metáfora de la condición humana. No sé si Borges es un “auténtico” escritor o más bien un filósofo que usó la literatura: pero ésta es obviamente una cuestión irrelevante y hasta un sofisma. Lo cierto es que sus cuentos, algunos de los cuales hoy pueden incluso resultar excesivamente académicos y eruditos, sobrecargados como están con un surtido de simbologías barrocas, teorías esotéricas verdaderas o presuntas, espejos deformantes y viejos libros apócrifos encuadernados en cuero marroquí, mantienen (más aún, van adquiriendo) la ambigua y alarmante fuerza de alegorías. Quien sabe si acaso, obedeciendo inconscientemente al misterioso destino de su desgraciada enfermedad, Borges no nos resulta hoy similar a la figura del vidente ciego que imaginaron nuestros antiguos: un creador de oráculos, en parte aterradores, emitidos en forma de cuentos breves. 

Pensemos por ejemplo en el aleph. ¿Habrá alguna vez un punto del universo desde el cual el universo (que además somos nosotros) pueda ser abarcado en su totalidad? Es una extraña idea humana que matemáticos excéntricos, filósofos metafísicos, razonadores capciosos y teólogos heréticos cultivaron con cuidadosa manía y silogismos patéticos. El hecho de haber situado ese lugar privilegiado y absurdo en el sótano de una casa vieja descascarada en las afueras de Buenos Aires, a punto de ser demolida por las excavadoras debido al implacable crecimiento urbano, me parece una empresa genial. El extraordinario y angustioso mar infinito donde el personaje del cuento, recostado sobre el piso desnudo del comedor y con el ojo pegado al periscopio milagroso de aquel submarino ebrio a través del cual accedió a todo el saber, a todo lo que existe y ha existido en la literatura occidental, es comparable sólo al cerco detrás del cual, atravesando la eternidad, las estaciones muertas y la suya presente y viva, Leopardi logró naufragar en el mar del infinito, donde su pensamiento se anega.


Y en este punto la metáfora de ese sublime aleph de subsuelo revela su significado más profundo y melancólico; las aspiraciones son las más ilusorias, ambiciosas, patéticas, las más vanas que tenemos todos; recuperar con la memoria lo que ya no es nuestro: infancias pasadas, amores perdidos, sentimientos disipados; y comprender finalmente todo lo que no nos es dado comprender. El Aleph es un vistazo furtivo permitido por un poeta mediocre dueño de una casona en demolición de la periferia para que podamos ilusoriamente comprender el universo durante no más de diez minutos: el tiempo de un cuento breve o de una parada de subte. El Aleph es finalmente una epifanía joyceana accesible, explicada con un cuento a los pobres de espíritu como nosotros, que se deleitan frecuentando el Luna Park de la literatura, ilusionándose con poder reencontrar lo que perdieron al comprar el boleto del recorrido del tren de los fantasmas.


O, si se prefiere, El Aleph es un fenómeno de feria breve y económico que resume en veinte páginas sublimes la búsqueda proustiana. Muchos son los cuentos de Borges para leer como oráculos aterradores de nuestra condición actual. Y aunque su autor a menudo los adornó con conceptos extraídos de la tradición judeo-cristiana o de la civilización cretense (el poder creador del Verbo, del que todo desciende: la Cábala, el Laberinto, el Minotauro...), creo que se puede afirmar que no serían hoy tan eficaces y tan inquietantes si Borges, astutamente, no hubiera acompañado con sus ojos ciegos y su mirada implacable los descubrimientos y las intuiciones de la ciencia moderna: desde la relatividad hasta el observador inercial de Einstein, desde el teorema de Godel hasta las teorías de los fractales, hasta las de la astrofísica sobre el universo finito que avanza sin embargo de manera infinita pacientemente en la nada. En un mundo donde el objeto va perdiendo cada vez más significado a favor de la palabra que lo señala, en un mundo donde la palabra (el concepto, lo virtual) está volviéndose más real que aquello a lo que la palabra se refiere; en un mundo que se está despojando de materialidad, porque ésta pertenece sólo a las clases más ínfimas, y que concentra su poder en el hecho de “des-corporeizarse” para convertirse sólo en una gigantesca y monstruosa red de palabras e informaciones que servirán exclusivamente a quien sepa usarlas, ¿qué más aterradoramente “realista” que el cuento definido como “fantástico” titulado La biblioteca de Babel? En comparación, los muchachitos con aspiraciones caníbales a los que nuestras editoriales han dado tanto relieve nos parecen pobres habitantes de un período Cromañón olvidable. ¿Y puede haber hoy algo más realista que sus laberintos que apenas hace unos años parecían imaginarios, frente al laberinto on line de situaciones e hilos que envuelven a nuestro globo? ¿Y puede haber algo más atrozmente actual que el Pierre Menard que cuatrocientos años más tarde “compone” un nuevo Quijote reescribiéndolo exactamente igual al original, y al mismo tiempo produce un Quijote distinto? Quizá represente la clonación que amenazadoramente nos acecha y que parece obedecer a la aspiración de nuestra miserable eternidad destinada a lo reproducible. Es la espantosa idea de que el universo es serial, que pertenece a la época de la idea benjaminiana de la reproducibilidad técnica de la obra de arte, y que el buen Dios en definitiva tenía la imaginación limitada. Los replicantes de Blade Runner, que siendo idénticos a los humanos sin serlo tienen las mismas melancolías, somos obviamente nosotros; y la oveja Dolly, que siendo su madre es a la vez ella misma, obedece al mismo concepto. 

Pero tampoco falta la alegoría aterradora para aquellos que no hace muchos años, en tiempos de desenfrenado júbilo e insospechado optimismo, nos predicaban a todos que el arte es juego, la vida es juego, el mundo es juego. Para todos ellos, quizá, la vida siga siendo juego, entre otras cosas porque los lugares que querían ocupar fueron ocupados, pero el arte es otra cosa. Todo ahora se está convirtiendo en un juego, pero indescifrable, amenazador e inquietante, como el sistema de ese cuento que se titula La lotería de Babilonia, que no servía para otra cosa que justificar la existencia de quienes la jugaban. Y hay muy poco de qué alegrarse, me parece.

Es difuso el reflejo de Borges en la literatura contemporánea. Los reflejos, no obstante, siempre han existido porque, como sabemos, la literatura se autofecunda. Otra cosa son los epígonos, con frecuencia de calidad en absoluto despreciable, incluso porque algunos aspectos de Borges son fácilmente imitables y reproducibles: la idea combinatoria, la transformación de lo real en geometría, la seducción de las matemáticas y de la ciencia. De todos modos, si en Borges esos conceptos procedían siempre de fuertes ideas filosóficas y teológicas, en sus continuadores se reducen con frecuencia a puro juego combinatorio, al cultivo del ajedrez o las cartas de póker. En suma, a algo instrumental y quizá venal que recuerda el cálculo de las probabilidades y el sistema para jugar a la lotería. Todos hoy conocen el uso de la computadora: Borges se interesa en conocer el alma. Y si ésta eventualmente no existe, Borges comenzó a suponerla, insinuando que quizá sea la nuestra. Por eso lo sentimos tan actual.


Texto e imagen en Revista Ñ
Diario Clarín, 6 de septiembre de 2011
Autoría de Antonio Tabucchi
Versión castellana de Cristina Sardoy

6/9/16

Jorge Luis Borges: Caja de música








Música del Japón. Avaramente
de la clepsidra se desprenden gotas
de lenta miel o de invisible oro
que en el tiempo repiten una trama

eterna y frágil, misteriosa y clara.
Temo que cada una sea la última.
Son un ayer que vuelve. ¿De qué templo,
de qué leve jardín en la montaña,

de qué vigilias ante un mar que ignoro,
de qué pudor de la melancolía,
de qué perdida y rescatada tarde,

llegan a mí, su porvenir remoto?
No lo sabré. No importa. En esa música
yo soy. Yo quiero ser. Yo me desangro.



En Historia de la noche (1977)

Foto: Borges (1975) by Willis Barnstone 
at Borges at Eighty: Conversations AA.VV., 1982 
 Edition, foreword and photographs: Willis Barnstone 
Contributing authors: Willis Barnstone, Alastair Reid, 
Dick Cavett, Alberto Coffa, Kenneth Brechner & Jaime Alazraki



5/9/16

Jorge Luis Borges: Las guerras







Oscuro ya el acero, la derrota 
tiene la dignidad de la victoria; 
la arena que ha medido su remota 
sombra las dora de una misma gloria. 
Las purifica de clamor y euforia 
crasa y convierte en una cosa rota 
el arco jactancioso. Gota a gota 
el tiempo va cubriendo nuestra historia. 
Ilión es porque fue. El antiguo fuego 
que con impía mano encendió el griego 
es ahora su honor y su muralla. 
El hexámetro dura más que el fuerte 
fragor de los metales de la muerte 
y la elegía más que la batalla.



En diario Clarín, Buenos Aires, 8 de octubre de 1981
Luego en Textos Recobrados 1956-1986 (1997)
Retrato de Borges en Buenos Aires, 1974, ©Eduardo Grossman

4/9/16

Osvaldo Soriano: Borges, el símbolo de un encono permanente






Este es un réquiem a Jorge Luis Borges, escrito el mismo día de su muerte a pedido de Il Manifesto. El diario quería que yo intentara explicar lo inexplicable: por qué el más grande escritor de este siglo había preferido vivir en Buenos Aires, pero morir y ser sepultado en Suiza.

En la Argentina, Borges tiene demasiados estudiosos de su obra y nadie espera que un novelista que ni siquiera lo conoció le rinda homenaje sin ir a hurgar en las tripas de sus cuentos y poemas inolvidables. Recién al cumplirse el primer aniversario del fallecimiento, Jorge Lanata me pidió que publicara el artículo en el suplemento Culturas, de Página/12.

De cuantos he leído, mi cuento preferido es El muerto. Siempre pensé que la peor desgracia que puede ocurrirle a un escritor es intentar escribir a la manera de Borges, Cortázar o Bioy Casares. Si uno siente la necesidad de tomar prestada una voz hasta afinar la propia, lo mejor es acudir a una de tono menor. Por eso de las estridencias y los vecinos.

Cuando supo que iba a morir, Borges debe haber sentido un irrefrenable deseo de reencontrar su lejanísima juventud en Ginebra. De un día para otro levantó su casa de la calle Maipú, en Buenos Aires, despidió a Fanny, la mucama que lo había cuidado durante treinta años, y se casó con María Kodama, que era su asistente, su lazarillo, su amiga desde hacía más de una década.

Como lo había hecho Julio Cortázar en Buenos Aires dos años antes, Borges fue a mirarse al espejo que reflejaba los días más ingenuos y radiantes de su juventud. Cortázar, en cambio, necesitaba asomarse al sucio Riachuelo que Borges había mistificado en poemas y cuentos donde los imaginarios compadritos del arrabal asumían un destino de tragedia griega.

Curiosa simetría la de los dos más grandes escritores de este país: Cortázar, espantado por el peronismo y la mediocridad, decidió vivir en Europa desde la publicación de sus primeros libros, en 1951. Fue en París que asumió su condición de latinoamericano por encima de la mezquina fatalidad de ser argentino.

Borges, en cambio, no pudo vivir nunca en otra parte. Tal vez porque estaba ciego desde muy joven y se había inventado una Buenos Aires exaltante y épica que nunca existió. Un universo donde sublimaba las frustraciones y el honor perdido de una clase que había construido un país sin futuro, una factoría próspera y desalmada.

Borges se creía un europeo privilegiado por no haber nacido en Europa. Aprendió a leer en inglés y en francés pero hizo más que nadie en este siglo para que el castellano pudiera expresar aquello que hasta entonces solo se había dicho en latín, en griego, en el árabe de los conquistadores o en el atronador inglés de Shakespeare.

De Las mil y una noches y La Divina Comedia extrajo los avatares del alma que están por encima de las diferencias sociales y los enfrentamientos de clase. De Spinoza y Schopenhauer dedujo que la inmortalidad no estaba vinculada con los dioses y que el destino de los hombres solo podía explicarse en la tragedia. De allí llegó al tango y a los poetas menores de Buenos Aires, los reinventó y les dio el aliento heroico de los fundadores que han cambiado la espada por el cuchillo, la estrategia por la intriga, el mar por el campo abierto. El Rey Lear es Azevedo Bandeira, degradado y oscuramente redimido en El muerto. Goethe está en el perplejo alemán de El sur que va a morir sin esperanza y sin temor en una pulpería de la pampa.

En cada uno de sus textos magistrales, con los que todos tenemos una deuda, un rencor, un irremediable parentesco bastardo, Borges plantea la cuestión esencial —dicotómica para él—, de la deformación argentina: la civilización europea enfrentada a la barbarie americana. Como el escritor Sarmiento y el guerrero Roca, que fundaron la Argentina moderna y dependiente sobre el aniquilamiento de indios, gauchos y negros, Borges vio siempre en las masas mestizas y analfabetas una expresión de salvajismo y bajeza. Pertenecía a una cultura que estaba convencida de que Europa era la dueña del conocimiento y de la razón. Con las ideas de Francia, las naves de Inglaterra y las armas de Alemania se llevó adelante el genocidio «civilizador», la pacificación de esas tierras irredentas. De aquí, de los criollos, solo podía emanar un discurso salvaje, retrógrado, sin sustento filosófico, enigmático frente a la consagrada palabra de Rousseau y Montesquieu.

Borges es el atónito liberal del siglo XIX que se propone poetizar antes que comprender. La ciencia no está entre sus herramientas: ni Hegel, ni Marx, ni Freud, ni Einstein son dignos de ser leídos con el mismo fervor que Virgilio, Plinio, Dante, Cervantes, Schiller o Carlyle. El único mundo posible para Borges era el de la literatura bendecida por cien años de supervivencia. De modo que se dedicó a recrearla, a reescribir enigmas y epopeyas, fantasías y evangelios que iban a contracorriente de las escuelas y las grandes mutaciones de las ideas y las letras. Fue un renovador del estilo, el más colosal que haya dado la lengua española, y esa forma, fluida y asombrosa, nos devolvía a las incógnitas y los asombros de las primeras civilizaciones. Unió, desde su biblioteca incomparable, las culturas que parecían muertas con los estallidos de Melville, Joyce y Faulkner. Su genio consistió en transcribir a una lengua nueva los asombros y los sobresaltos de los papiros y los manuscritos fundacionales. No amaba la música ni el ajedrez, no lo apasionaban las mujeres, ni los hombres, ni la justicia. El día que lo condecoró en Chile la dictadura de Pinochet, el escritor reclamó para estas tierras feroces «doscientos años de dictadura» como medio de curar sus males. Más tarde, cuando Alfonsín derrotó al peronismo, es decir a la barbarie americana, escribió un poema de regocijo y esperanza.

En esos días, Julio Cortázar había retornado a Buenos Aires para verse a sí mismo entre las ruinas que dejaba la dictadura. Iba a morir muy pronto y volvía a reconocer el suelo de su infancia, los zaguanes de sus cuentos y las arboledas de las calles por donde había paseado sus primeros amores. El gobierno lo ignoró (su modelo de intelectual es Ernesto Sabato) y Borges se molestó porque creía que el único contemporáneo al que admiraba no había querido saludarlo.

En verdad, Cortázar —tímido y huidizo— no se atrevió a molestarlo y temía que las diferencias políticas, ahondadas por la distancias, fueran insalvables. Él le debía tanto a Borges como cualquiera de nosotros, o más aún, porque el autor de El Aleph le había publicado el primer cuento en la revista Sur.

Muchas veces, en París, evocamos a Borges. Cuando aparecía uno de sus últimos libros o alguna declaración terrible de apoyo a la dictadura. Cortázar sostenía —como todos los que lo admiramos— que había que juzgar al escritor genial por un lado, al hombre insensato por otro. Había que disociarlos para comprenderlos, ir contra todas las reglas de razonamiento para crear otra que nos permitiera amarlo y sentirlo como nuestro a pesar de él mismo.

Porque ese creador de sofismas, que pensaba como el último de los antiguos, nos ha dejado la escritura más moderna y perfecta que se conoce en castellano. La que ha sido más imitada y la que ha dejado más víctimas, porque hoy nadie puede escribir, sin caer en el ridículo, «una vehemencia de sol último lo define», o rematar un cuento con algo que se parezca a «Suárez, casi con desdén, hace fuego», o «En esa magia estaba cuando lo borró la descarga» o «el sueño de uno es parte de la memoria de todos» o «No tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre».

Esta contundencia viene de las lecturas de Sarmiento, pero no tiene continuadores porque la Argentina que ellos imaginaron se fue enfermando a medida que crecía, como los huesos sin calcio. El sueño del conocimiento se convirtió en la pesadilla de la falsificación y varias generaciones de intelectuales escamotearon la realidad o se quedaron prisioneros de ella. La literatura de Borges es la última elegía liberal, el canto del cisne de una inteligencia restallante pero ajena. No por nada los jóvenes de las últimas generaciones quisieran haber escrito El juguete rabioso o Los siete locos, de Roberto Arlt, aunque admiren la simétrica perfección de Funes el memorioso y Las ruinas circulares.

Es que la perfección está tan alejada de lo argentino como el futuro o el pensamiento de los gatos. Borges no es grandilocuente, los argentinos sí. Arlt lo era, también Sarmiento y Cortázar, que se interna, como Borges, en lo fantástico. Pero Cortázar suena a amigo, a compañero, y Borges a maestro, a sabio cínico.

Así como Cortázar había asumido su destino latinoamericano pero no podía separarse de París, Borges vivía en Buenos Aires porque creía que así estaba más cerca de Europa. Antes de morir, ambos fueron a cumplir con el juego de los espejos y las nostalgias: uno en los corralones de Barracas y el empedrado de San Telmo; otro en los parques nevados de Ginebra donde había escrito en latín sus primeros versos y en inglés su primer manual de mitología griega.

Borges fue a morir lejos de Buenos Aires y pidió ser sepultado en Ginebra, como antes Cortázar había preferido que lo enterraran en París.

Fue, quizás, un postrero gesto de desdén para la tierra donde imaginó indómitos compadritos que descubrían la clave del universo, gauchos que temían el castigo de la eternidad, califas que leían el destino en la cara de una moneda china, bibliotecas circulares que descifraban el secreto de la creación.

Pocos son los hombres que han hecho algo por este país y han podido o querido descansar en él. Mariano Moreno, el revolucionario, murió en alta mar; San Martín, el libertador, en Francia; Rosas, el dictador, en Inglaterra; Sarmiento, el civilizador, en Paraguay; Alberdi, el de la Constitución, en París; Gardel, que nos dio otra voz, en Colombia; el Che de la utopía, en la selva de Bolivia.


Es como si el país y su gente no fueran una misma cosa, sino un permanente encono que empuja a la separación, al exilio o al desprecio.


En Rebeldes, soñadores y fugitivos
Vía Ignoria
Foto sin atribución vía


3/9/16

Jorge Luis Borges: Cuento







Dijo Chesterton que la novela casi ha nacido con nosotros y bien puede morir con nosotros. Yo creo que más importante que la novela es el cuento y el cuento es tan antiguo como el hombre, y así como en la niñez del hombre están los cuentos, así como a un niño le gusta oír cuentos, así los cuentos que se llamaron mitologías o cosmogonías están al principio de la Humanidad y son más importantes, me parece, que la novela, forma típica de nuestro tiempo y acaso sólo típica de nuestro tiempo y no de todos ellos.
  Koremblit, 1961


  La novela es un género que puede pasar, es indudable que pasará; el cuento no creo que pase (…). Y además los cuentos, aunque dejen de escribirse, seguirán contándose. Y no creo que las novelas puedan seguir contándose.
  Fernández Moreno, 1967


  El cuento es un breve sueño, una corta alucinación.
  Borges & Sábato, 1976







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Retrato de Borges junto a niñas de una escuela
Foto periodística década del 60
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel
©borgestodoelanio.blogspot.com
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