17/4/16

Jorge Luis Borges: De la diversa Andalucía








Cuántas cosas. Lucano que amoneda
el verso y aquel otro la sentencia.
La mezquita y el arco. La cadencia
del agua del Islam en la alameda.
Los toros de la tarde. La bravía
música que también es delicada.
La buena tradición de no hacer nada.
Los cabalistas de la judería.
Rafael de la noche y de las largas
mesas de la amistad. Góngora de oro.
De las Indias el ávido tesoro.
Las naves, los aceros, las adargas.
Cuántas voces y cuánta bizarría
y una sola palabra. Andalucía.



En Los conjurados (1985)
Foto: Borges en su casa en 1981
por Eduardo Di Baia/AP




16/4/16

Jorge Luis Borges: Un sueño







En un desierto lugar del Irán hay una no muy alta torre de piedra, sin puerta ni ventana. En la única habitación (cuyo piso es de tierra y que tiene la forma del círculo) hay una mesa de madera y un banco. En esa celda circular, un hombre que se parece a mí escribe en caracteres que no comprendo un largo poema sobre un hombre que en otra celda circular escribe un poema sobre un hombre que en otra celda circular... El proceso no tiene fin y nadie podrá leer lo que los prisioneros escriben.



En La cifra (1981)
Retrato de Borges por Charles Silver, 1982



15/4/16

Jorge Luis Borges: Baltasar Gracián









Laberintos, retruécanos, emblemas,
helada y laboriosa nadería,
fue para este jesuita la poesía,
reducida por él a estratagemas.

No hubo música en su alma; sólo un vano
herbario de metáforas y argucias
y la veneración de las astucias
y el desdén de lo humano y sobrehumano.

No lo movió la antigua voz de Homero
ni esa, de plata y luna, de Virgilio;
no vio al fatal Edipo en el exilio
ni a Cristo que se muere en un madero.

A las claras estrellas orientales
que palidecen en la vasta aurora,
apodó con palabra pecadora
gallinas de los campos celestiales.

Tan ignorante del amor divino
como del otro que en las bocas arde,
lo sorprendió la Pálida una tarde
leyendo las estrofas del Marino.

Su destino ulterior no está en la historia;
librado a las mudanzas de la impura
tumba el polvo que ayer fue su figura,
el alma de Gracián entró en la gloria.

¿Qué habrá sentido al contemplar de frente
los Arquetipos y los Esplendores?
Quizá lloró y se dijo: Vanamente
busqué alimento en sombras y en errores.

¿Qué sucedió cuando el inexorable
sol de Dios, La Verdad, mostró su fuego?
Quizá la luz de Dios lo dejó ciego
en mitad de la gloria interminable.

Sé de otra conclusión. Dado a sus temas
minúsculos, Gracián no vio la gloria
y sigue resolviendo en la memoria
laberintos, retruécanos y emblemas.



En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Baltasar Gracián retratado por pintor anónimo (s. XVII) Via



14/4/16

Jorge Luis Borges: Puedo ser un impostor [Entrevista, abril de 1978]










Después de haber recibido el doctorado honoris causa de la Universidad de la Sorbona, Jorge Luis Borges escapó de todos los honores públicos y se fue a visitar a sus antiguos compañeros del Colegio Calvinista de Ginebra. Un sueño que desde 1920 no realizaba. Como si fuera un secreto sólo confesado a un mínimo grupo de amigos, Borges nos relató sus experiencias y sensaciones en Suiza y en Egipto. Un país siempre deseó conocer y que de alguna manera siempre está presente en todos sus escritos. "Las Mil y Una Noches", el desierto, la Esfinge, las pirámides y toda la mitología a través de la sensibilidad del mejor escritor de lengua castellana.
Como un profeta, quizá como aquel Homero que nombra en "El Inmortal", ya olvidado de glorias, premios, aplausos y ceremonias, sabe, sin embargo del triunfo (para su mal) y también del respeto y la admiración que despierta cuando camina muy despaciosamente por la calle, apoyándose en su bastón.


—Yo creo que la gente está equivocada conmigo. En cualquier momento pueden darse cuenta de su error y pensar que soy un impostor.



El oficio de periodista obliga a desconfiar. Jorge Luis Borges no puede pensar así.


—¿Por qué no? Yo no merezco estos honores. Yo no tengo obra. Lo mío es fraccionario. No poseo una literatura en conjunto. Yo creo que el premio de la Universidad de la Sorbona puede ser el error de un país. O de todo un conjunto de países. Basta leer la historia universal para saber cuántas veces el mundo se ha equivocado. Yo soy doctor honoris causa de Oxford, de la Universidad de La Plata, de Columbia University, de Santiago de Chile, de Cincinnati y ahora de la Sorbona. Y cada vez que otorgan un premio de esta naturaleza tengo ganas de atajarlos y decirles que estamos todos equivocados. Mi único título verdadero es el de bachiller; todos todos los demás son dones que me han sido otorgados.



Un viaje hacia el pasado



—Mi vida desgraciadamente es pública. Digo desgraciadamente porque yo detesto la publicidad.

Este último viaje me permitió, gracias a la buena voluntad del gobierno francés, realizar un itinerario hacia el pasado. Volver a mis fuentes, a mis raíces. En los días en que estuve en París me alojé en la misma habitación que Oscar Wilde, en un hotel en la orilla sur del Sena. Pero por desgracia nada queda del gran poeta inglés. Lo único que hoy recuerda su paso es una sencilla placa en la puerta de su cuarto.
Luego de la ceremonia de la entrega del diploma que me acreditaba como digno de recibir el doctorado honoris causa de la Universidad de la Sorbona, me fui a Ginebra. Fue como una escapada de criatura. Tenía muchas ganas de volverme a ver con mis antiguos compañeros de colegio. Se puede decir que Suiza es una de mis segundas patrias, porque yo me he educado allí.
Llegué a Ginebra en 1914, cuando tenía 15 años. En ese lugar nos sorprendió la guerra y mis padres decidieron quedarse a vivir Yo hice mi bachillerato en el Colegio Calvinista. Ahora, a mi regreso, fui a mi antigua casa, toqué sus muros y pude comprobar que donde viví tantos años al lado de los míos ya no queda nada. Pero pude encontrar a mis viejos amigos.
¡Qué raro! Los amigos que yo tengo en Suiza son judíos polacos. El Dr. Simón Slinsky y el Dr. Maurice Abramovich. Son ciudadanos hervéticos, desde luego, pero por los nombres se puede saber que no son suizos. Ellos tenían noticias mías por los diarios y porque se han traducido varios de mis libros al francés. ¿Por el premio de la Sorbona? No. Ellos no sabían nada. En Europa no se le dio importancia. Ni siquiera en Francia; sólo aquí tuvo trascendencia. De uno de mis compañeros se puede decir que no lo veía desde 1918 ó 1920. Todos han desarrollado sus vidas. Uno es médico de barrio, trabaja para una obra social y el otro es un concejal del Partido Comunista. El tercero que me hubiera gustado encontrar era un librero que ya murió. Lo que fue muy grato es que uno de ellos todavía conserva un mazo de barajas españolas que yo le regalé cuando era estudiante. Realmente pasé días muy gratos en Ginebra. Hay un cuento mío que se llama "El Otro", donde se puede decir que yo converso con el Borges niño. Si bien este viaje a Suiza no fue el encuentro con mi niñez sino con mi adolescencia es posible que se pueda hacer una suerte de paralelismo entre ese escrito y el viaje de ahora.


Oriente: el tiempo y la eternidad



"El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad, un juego o una fatigada esperanza." (del libro Historia de la Eternidad).



—Luego aproveché unos días y me fui para satisfacer un viejo deseo mío, que era conocer el Oriente. El Oriente que uno entrevé un poco en Andalucía, un poco en Grecia, y que no se siente en Israel, porque es un país nuevo. Yo fui a Egipto. Allí tuve dos sensaciones. La primera de estar en un país intemporal. Es lo que uno siente ante los monumentos egipcios. Están construidos en la eternidad, o por la eternidad, pero al mismo tiempo sentí que los egipcios actuales son gente bastante pueril. Actúan como criaturas pícaras. Son muy curiosos. Yo no puedo decir si he visto las Pirámides. Un ciego no ve nada. Pero el hecho de saber que uno está frente a ellas ya es algo, y es mucho, quizá todo. Por ejemplo, cuando me paré ante la Esfinge, yo no veía su forma, como no veo su cara ahora. Pero luego de haberla contemplado tantas veces en grabados y en fotografías, estar delante de ella y sentir su presencia, junto a la gravitación del desierto, fueron cosas que me emocionaron muchísimo. Ahí también pueden influir recuerdos literarios. Porque un desierto, ¿qué es? Es una gran extensión llena de arena. Pero ya conozco otros desiertos. El de Texas, el de Nuevo México, y conozco el pequeño desierto de la provincia de Mendoza. Pero no me han impresionado así. Tal vez sea porque sabía que estaba en el Sahara. Que al lado mío se hablaba en árabe. Y después porque estaba en El Cairo y allí se redactó el libro de "Las Mil y Una Noches". Eso tuvo que influenciarme mucho. También estuve en Alejandría y en Luxor, que es el nombre que tiene ahora Tebas, la ciudad de las cien puertas. Ahí visité sus dos palacios, el de Luxor y el de Carnac. Luego fui a los Valles de Los Reyes y de Las Reinas y navegué por el Nilo. Yo todavía no creo que haya estado en Egipto. Es como un sueño. Creo que tal vez estuve en otro lugar. En otro país.

Lo dice como para reafirmarse de lo contrario. Tal vez en su memoria todas las noches aparezcan los laberintos que soñó antes de conocer Egipto, y se acuerde de aquel verso que escribió: A un Poeta Menor de la Antología.

¿Dónde está la memoria de los días 
que fueron tuyos en la tierra, y tejieron 
dicha y dolor y fueron para ti el universo?
El río numerable de los años los ha perdido; 
eres una palabra en un índice.
Dieron a otros gloria interminable los dioses,
inscripciones y exergos y monumentos 
y puntuales historiadores; 
de ti sólo sabemos, oscuro amigo 
que oíste al ruiseñor, una tarde.



La raza y el origen del ser



—Y ahora pienso en otros sitios. Quisiera conocer Persia o el norte de la India. Porque siempre me he sentido atraído por el Oriente. Esta palabra que tiene un sentido tan preciso y que es tan difícil de definir. Yo creo que todos de alguna manera nos sentimos atraídos por el Oriente, y además creo que todo este cúmulo de significados que nosotros le atribuimos, para los orientales no existe. Ningún japonés siente afinidad con un persa, o un persa con un chino, o un hindú con un hebreo y éste con un marroquí. Creo que sólo para nosotros existe el concepto del Oriente, y posiblemente cada uno de ellos sólo pertenezca a su país. Pasa un poco como en América latina. Nadie se siente latinoamericano. Somos argentinos o colombianos. Los europeos son los que nos agrupan, y a lo mejor ni siquiera somos argentinos, sino porteños o entrerrianos. En mí se conjugan varias razas. Mi apellido Borges es portugués. El apellido de mi madre, Acevedo, es judío portugués. Yo tengo una abuela inglesa. Tengo ascendientes vascos, y, como todos los españoles, mi origen es árabe. Bueno, yo no sé hasta dónde se puede hablar de razas en este país. Yo creo que ser argentino es un acto de fe. Ser argentino es sentirse argentino, aunque sea muy difícil definirlo. Es lo que decía San Agustín sobre el tiempo. "¿Qué es el tiempo?: Si no me lo preguntan lo sé. Si me lo preguntan lo ignoro". Quiere decir que el ser argentino, como el tiempo, es esencial, pero no se puede definir con otras palabras.



La lluvia



Sobre la penumbra de la sala y apagando la voz de Borges, la lluvia comienza a golpear los vidrios de las ventanas. Se detiene. Escucha. Interroga para estar seguro.



—Sí, llueve.

—¡Qué suerte! Es mucho mejor así.

Y de golpe saltan a la prodigiosa memoria del escritor los versos que hace unos años su creación nombró.

Bruscamente, la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa,
que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
Patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.



El otro yo de Borges



—A veces pienso que hay que cambiar la imagen que la gente tiene de uno para no repetirse. Por ejemplo, yo soy melancólico, y todos creen que soy risueño. Las frases ingeniosas que me adjudican no siempre han salido de mi boca. No soy un ser hiriente y sarcástico. Cuando digo algo no es para herir, sino que lo digo con la mejor buena voluntad y buena fe. Creo que se tergiversan muchas de mis intenciones. Un periodista, el otro día me llamó y me preguntó si podía decir qué equipo ganaría el mundial. Yo contesté que no importaba la nacionalidad, porque al fin y al cabo los que juegan son los individuos. Ese periodista debió creer que se lo decía irónicamente, y no fue así. Los que van a jugar son gente, y lo único importante es eso y no su nacionalidad.



El avión es una diligencia



—Es posible que antes de que termine este año pueda volver a Oriente. Pero lo que más me molesta de los viajes son los aviones. Es todavía un medio de transporte muy primitivo. Tengo la sensación de estar en una diligencia. Qué vehículo es ése que no ofrece al pasajero una cama. En los vuelos que duran muchas horas las personas tienen que ir sentadas. Además, no se percibe el paisaje. Sólo nubes. La única ventaja que tiene es que llega muy rápido a su destino. Yo prefiero el barco. Allí puedo sentir el agua, tal vez algún continente. En el avión todo es muy monótono e incomodo. Por otra parte, todos los aeropuertos se parecen.



La lluvia persiste, la estola de armiño que la Universidad de la Sorbona le entregó en mérito a su obra quedó en un rincón, casi olvidada dentro de una bolsa de polietileno casera. Ya no importa. Borges está más allá de todos los premios. Al salir, como al pasar recordamos el poema 1964. 

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Sólo me queda el goce de estar triste, 
esa vana costumbre que me inclina 
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina. 



Texto Cristina Matino
Fotografía: Carlos Pesce
En: revista Siete Días Ilustrados
5 de abril de 1978
Digitalizado por Mágicas Ruinas, 2003



13/4/16

Borges, un tejedor de sueños [Entrevista de Amelia Barili]





Poco antes de su partida de la Argentina, tuvimos una larga charla (con Borges) acerca de su trabajo reciente, sus creencias y sus dudas. Comenzamos conversando acerca de uno de sus últimos libros Los conjurados, donde se refiere a Ginebra como a “una de mis patrias”. Le pregunté por qué decía eso.
—Yo soy, de algún modo, suizo. Pasé mi adolescencia en Ginebra. Nosotros fuimos a Europa en el año 1914. Éramos tan “ignorantes” que no sabíamos que aquél era el año de la Primera Guerra Mundial. Quedamos atrapados en Ginebra; el resto de Europa estaba en guerra. De mi adolescencia ginebrina, todavía me queda un amigo, el doctor Simón Jichlinski. Los suizos son gente muy reservada. Tres amigos que yo tenía eran Simón Jichlinski, Slatkin y Maurice Abramowicz que era poeta y ha muerto.
Usted lo recuerda en Los conjurados.
—Sí. Fue una noche muy linda. La viuda de Abramowicz, María Kodama y yo, estábamos en una taberna griega, escuchando música griega que es tan valerosa; y yo recordé el poema: “Mientras dure esta música, / mereceremos el amor de Helena de Troya. / Mientras dure esta música, / sabremos que Ulises volverá a Itaca”. Y sentí que Maurice no estaba muerto, que nadie realmente muere, porque todos aún proyectan su sombra.
En Los conjuradoscomo en toda su obra, hay una permanente busca de sentido […]; ¿cuál es para usted el sentido de la vida?
—Posiblemente si nos lo explicaran, no lo entenderíamos. Podemos vivir sin comprender qué es el mundo, ni quiénes somos. Lo importante es el instinto ético y el instinto intelectual también, ¿no? El instinto intelectual es el de buscar y saber que uno no va a encontrar nunca. Creo que Lessing dijo que si Dios dijera que en su mano derecha tiene la verdad y en su mano izquierda la investigación de la verdad, Lessing le pediría a Dios que abriera la mano izquierda, es decir que le diera la investigación de la verdad y no la verdad. Desde luego, porque la investigación permite infinitas hipótesis y la verdad es una sola, y no conviene a la inteligencia, pues la inteligencia necesita la curiosidad. En cuanto a un Dios personal, alguna vez traté de creer en él, pero creo que ahora no. Recuerdo, a ese propósito, una frase admirable de Bernard Shaw: God is in the making, Dios está haciéndose.
Aunque usted se presenta como un no creyente, hay en su obra algunas referencias a experiencias místicas. En La escritura del Dios usted dice: “Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra. Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo”. Parecería que cuando acepta sus circunstancias y las bendice, vuelve a su centro y se produce la iluminación. También en El Aleph, sólo cuando acepta sus circunstancias logra ver el punto en que coincide todo el cosmos.
—Es cierto, es la misma idea. Como no pienso en lo que he escrito, no había reparado en ello. Sin embargo es mejor que sea instintiva y no intelectual, ¿no le parece? Lo importante es lo instintivo en un cuento. Lo que el escritor quiere poner es lo de menos, lo importante es lo que pone a través de sí mismo, o a pesar de sí mismo.
Otra idea que aparece en muchos de sus cuentos es la de la unión de todo lo creado, como cuando en La escritura del Dios, el sacerdote se da cuenta de que él es una de las hebras de la trama total, y que Pedro de Alvarado, que le dio tormento, es otra; o en Los teólogos, en que Aureliano y Juan de Panonia, aunque rivales, eran una sola persona, y en El fin, Martín Fierro y el Negro tienen un mismo destino.
—Es cierto. Pero yo no pienso en lo que he escrito. Pienso en lo que voy a escribir, que es generalmente lo que ya he escrito… levemente disfrazado. Estoy escribiendo un cuento en estos días sobre Segismundo, un personaje de La vida es sueño. Vamos a ver cómo me sale. Voy a releer La vida es sueño antes de escribir el cuento. Se me ocurrió hace algunas noches. Yo me desperté. Serían las cuatro de la mañana y no podía dormir. Y pensé, vamos a utilizar el insomnio, ¿no? Y de golpe recordé esa tragedia de Calderón que habré leído hace cincuenta años. Y me dije: “Aquí hay un cuento posible”. Se parecerá, aunque no demasiado a La vida es sueño. Para que se entienda que es así, va a titularse “Monólogo de Segismundo”. Un monólogo bastante distinto, desde luego. Creo que va a ser un buen cuento. Se lo he contado a María Kodama, ella lo ha aprobado. Hace bastante que no escribo cuentos, pero la fuente es ésa.
¿Cuál fue la fuente de La escritura del Dios?
—Ese cuento es autobiográfico. Yo uní dos experiencias. Viendo al jaguar en el jardín zoológico, se me ocurrió que las manchas del jaguar parecían una escritura, cosa que no sucede con las del leopardo o con las rayas del tigre. Luego, me habían hecho una operación y yo tenía que estar de espaldas, sólo podía mover la cabeza a derecha o izquierda. Entonces uní esas dos ideas, la ocurrencia de que las manchas del jaguar parecieran una escritura y el hecho de que yo estuviera virtualmente preso. Hubiera sido más natural que el protagonista no fuera un sacerdote de no sé qué religión bárbara, sino un hindú o un hebreo, pero el jaguar tenía que ser ubicado en América. Eso me obligó a la pirámide, a los aztecas, porque el jaguar no podía ser usado en otra parte. Aunque Víctor Hugo describe el Circo romano y entre los animales están jaguars enlacés, jaguares enlazados, lo cual es imposible en Roma. Quizá tomaba leopardos por jaguares, o a Víctor Hugo no le importaba ese tipo de equivocaciones, como a Shakespeare tampoco.
¿Considera como los cabalistas que el mundo entero puede estar presente en una palabra? ¿Cómo concibe usted el origen del universo?
—Yo soy fácilmente idealista. Casi toda la gente cuando piensa en la realidad piensa en el espacio, y las cosmogonías empiezan por el espacio. Yo pienso en el tiempo. Pienso que las cosas suceden en el tiempo. Creo que podríamos prescindir del espacio fácilmente, pero no del tiempo. Tengo un poema mío que se llama Cosmogonía. En ese poema yo digo que es absurdo pensar que el universo empieza por el espacio astronómico, que presupone por de pronto, la vista; y la vista viene mucho después. Más natural es pensar que al principio hubo una emoción. Bueno, es lo mismo que decir que en el principio fue el Verbo. Es una variación del mismo tema.
Podríamos relacionar las distintas concepciones acerca del origen del mundo en Grecia, los pitagóricos, los hebreos…
—Curiosamente todos empiezan por el espacio astronómico. Está también la idea del Espíritu, que sería anterior al espacio, desde luego. Pero en general suele pensarse en el espacio. Los hebreos piensan en la creación del mundo a partir de una palabra de Dios. Pero esa palabra tiene que ser anterior al mundo… La solución la dio san Agustín. Mi latín es pobre pero, recuerdo la frase: Non in tempore, sed cum tempore Deus creavit… ordinem mundi. Es decir: “No en el tiempo sino con el tiempo Dios creó al mundo”. Es decir, crear al mundo es crear el tiempo. Si no la gente preguntaría: ¿qué hizo Dios antes de crear el mundo? Pero con esta aclaración se dice que no hubo un antes. Cosa que es inconcebible, desde luego, porque si yo pienso en un instante, pienso en el tiempo anterior a ese instante. Se nos dice que no hubo un tiempo anterior y quedamos contentos con lo inconcebible. ¿Un tiempo infinito? ¿Un tiempo con un principio? Las dos ideas son imposibles. Pensar que el tiempo empezó es imposible. Y pensar que no empezó, es decir, que vamos, como dice Shakespeare: the dark backward on the abysm of time, ¡¿qué raro, no?!, “el oscuro detrás en el abismo del tiempo”, tampoco es posible.
Me gustaría que volviéramos a la idea de la palabra en el origen del mundo. Los hebreos buscan a través de métodos criptográficos y hermenéuticos, la palabra exacta.
—Sí, eso es la Cábala.
Hace poco se dio a conocer […] que las letras que forman la palabra Torah aparecen en todo el Génesis, una por una y en estricto orden, a intervalos regulares de cuarenta y nueve letras, perfectamente integradas en el texto.
—¡Qué raro que la computadora se aplique a la Cábala! Es una cábala, claro. Yo no sabía que estaban haciendo esos estudios. Es lindísimo eso.
— […] ¿Es importante probar que la Escritura es palabra revelada para comenzar a creer en la existencia de Dios, o eso es algo que se siente más allá de las pruebas?
—Yo no puedo creer en la existencia de Dios a pesar de todas las estadísticas del mundo.
¿Por qué?
—No sé. Es una incapacidad mía.
Pero usted dice que en una época creyó.
—No. No en un Dios personal. Buscar la verdad, sí; pero pensar que hay un señor que se llama Dios, o a quien llamamos Dios, no. Es mejor que no exista, si no sería responsable de todo. Este mundo suele ser atroz, además de ser espléndido. Yo ahora me siento más feliz que cuando era joven. Estoy looking forward (esperando el porvenir), aunque no sé qué porvenir me queda, porque a la edad de ochenta y seis años, habrá sin duda mucho más pasado que porvenir.
Cuando dice looking forward, ¿se refiere a seguir creando literariamente?
—Sí. ¡¿Qué otra cosa me queda?! Bueno, no. Me queda la amistad. Me queda de algún modo, el amor… y me queda sobre todo la duda, que es tan preciosa, ¿no? Es el don más precioso.
Si no pensáramos en Dios como un Dios personal, sino como conceptos de Verdad, de Bien, ¿usted lo aceptaría?
—Sí, la Ética. Hay un libro de Stevenson que se llama Lay Morals, es decir Moralidad laica. La idea de una ley moral sin una creencia teológica. Yo creo que todos sabemos cuándo obramos bien o mal. Creo que la Ética es algo indiscutible ¿no? Yo, por ejemplo, habré obrado mal muchas veces, pero cuando obro mal, sé que obro mal. No se trata de las consecuencias. A la larga las consecuencias equilibran, ¿no? Se trata del hecho de obrar bien u obrar mal. Stevenson decía que del mismo modo que un rufián sabe que hay cosas que no se deben hacer, así un tigre, o una hormiga, sienten que hay cosas que no deben hacer. La ley moral penetra todas las cosas. Otra vez la idea de God is in the making.
¿Y en cuanto a la Verdad?
—Yo no sé, sería muy raro que nosotros pudiéramos comprenderla. En un cuento mío, o una especie de cuento, hablo de eso. Yo estaba releyendo la Divina Comedia, y usted recordará que en el Primer Canto, Dante se encuentra con dos o tres animales, y uno de ellos es un leopardo. Luego el editor hace notar que llevaron a Florencia un leopardo en tal fecha, y que Dante habría visto ese leopardo, como todo ciudadano de Florencia, y por eso puso un leopardo en el Primer Canto del Infierno. Entonces, yo imagino que a ese leopardo un sueño le revela que él ha sido creado para que Dante lo vea y lo use en su poema. El leopardo en el sueño entiende eso, pero cuando despierta, naturalmente ¿cómo va a entender que él existe para que un hombre escriba un poema? Y luego yo digo que si a Dante le hubiera sido revelado por qué él ha escrito la Comedia, él podría entenderlo en un sueño, pero al despertar, no. Sería tan complicada la razón, como la otra para el leopardo.
En “El espejo de los enigmas” usted dice, citando a De Quincey, que cada cosa es un secreto espejo de otra. Esa inquietud en busca de sentido está en toda su obra.
—Yo creo que sí. Es una ambición humana bastante común, ¿no? El que todas las cosas tengan explicación, o el pensar que uno pueda comprenderlas.
Tome usted por ejemplo las distintas concepciones acerca del origen del mundo de las que hablábamos hace un rato. Como yo no puedo imaginarme ni un tiempo infinito, ni un principio del tiempo, todo razonamiento es estéril, ya que de cualquier modo es inconcebible. Yo no he llegado a nada. Soy un mero hombre de letras, nada más. No estoy seguro de haber pensado nada en mi vida. Soy un weaver of dreams, un tejedor de sueños.




En diario La Prensa, Buenos Aires, 3 de agosto de 1986

Luego en Textos recobrados (1956-1986)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© Emecé editores
Buenos Aires, 2003

Foto: Borges y Amelia Barili [+]



12/4/16

Jorge Luis Borges: Nota sobre los argentinos








La asidua reverencia que nuestras escuelas dedican a la historia argentina ha servido para borrarla o, mejor dicho, para simplificarla y endurecerla curiosamente. Las invasiones inglesas, la Revolución de 1810, la guerra de la independencia, las otras guerras, la larga sombra de la primera dictadura, las anteriores y ulteriores contiendas civiles y la Conquista del Desierto, han dejado de ser hechos humanos; son las bolillas de un programa o los capítulos de un libro de texto. Los días han decaído en aniversarios o en sesquicentenarios, los hombres que vivieron en próceres, los próceres en calles y en mármoles. Nuestra historia es un frígido museo. No la sentimos o la sentimos de manera elegíaca. Una de las razones es el hecho de que ahora somos otros. Aquel tiempo arriesgado y azaroso ya no es el nuestro; algo, silenciosamente se ha roto.

Hablar del argentino es hablar de un tipo genérico; soy, a la manera inglesa, nominalista y descreo de los tipos genéricos. Aventuraré, sin embargo, alguna observación aproximativa, con la convicción resignada de que centenares y aun miles de objeciones podrán alegarse en su contra.


A partir de los actos que dieron el gobierno a los radicales (es decir, a la mayoría) es notoria la declinación gradual del país. Naturalmente, es imposible precisar una fecha; los relojes no marcan un instante en que el azul se vuelve gris. El nadir lo marcó la dictadura. (Cada cien años, Buenos Aires engendra un dictador que de algún modo siempre es el mismo. Al cabo de un plazo variable, las provincias —conste que soy porteño— tienen que venir a salvarnos. En 1852 fue Entre Ríos; en 1955 Córdoba.) La blandura rayana en complicidad que ahora nos define hizo que la obra de la revolución quedara inconclusa.


Dos rasgos afligentes exhibe el argentino de nuestro tiempo. El primero es la penuria imaginativa. Las ciudades de nuestro territorio son modestos fragmentos de Buenos Aires, desparramados en mitad de la pampa; el arquetipo viene a ser, asimismo, una costosa réplica de París o, esporádicamente, de Nueva York. La facultad imitativa es el complemento o si se prefiere, el reverso de la escasa imaginación.


Más grave que la falta de imaginación es la falta de sentido moral. Un americano, imbuido de tradición protestante, se preguntará en primer término si la acción que le proponen es justa; un argentino, si es lucrativa. Se da, también, una suerte de picardía desinteresada; ante un reglamento, nuestro hombre se pone a conjeturar de qué manera podría burlarlo. Nos cuesta concebir la realidad de las relaciones impersonales. El Estado es impersonal; por consiguiente no debemos tratarlo con exceso de escrúpulos; por consiguiente el contrabando y la coima son operaciones que merecen el respeto y, sin duda, la envidia.


Anoto sin alegría estas reflexiones. También sin ira; dada mi condición de contemporáneo, es inevitable que me parezca de algún modo a quienes denuncio.

Buenos Aires, 23 de octubre de 1968


En Herald Ernest Lewald: Argentina, análisis y autoanálisis
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1969, págs 78/79
Luego incluido en  Textos recobrados 1956-1986 (1997)
Foto: Borges con su gato Beppo, en su departamento
©Carlos Pesce, Siete Días5 de abril de 1978


11/4/16

Jorge Luis Borges: A John Keats (1795-1821)






Desde el principio hasta la joven muerte
la terrible belleza te acechaba
como a los otros la propicia suerte
o la adversa. En las albas te esperaba

de Londres, en las páginas casuales
de un diccionario de mitología,
en las comunes dádivas del día,
en un rostro, una voz, y en los mortales

labios de Fanny Brawne. Oh sucesivo
y arrebatado Keats, que el tiempo ciega,
el alto ruiseñor y la urna griega

serán tu eternidad, oh fugitivo.
Fuiste el fuego. En la pánica memoria
no eres hoy la ceniza. Eres la gloria.




En El oro de los tigres (1972)
Foto: In 2007 Andrew Motion, who was poet laureate
at the time and also a biographer of John Keats (1795–1821),
unveiled a bronze statue of Keats in a quadrangle outside
Guy's Hospital, in Southwark, London
Source


10/4/16

Jorge Luis Borges: Entrevista [Clarín, 10 de junio de 1971]










Jorge Luis Borges sí sabe leer y escribir. Con esta irónica respuesta al absurdo requerimiento de una planilla burocrática que cumplimenta su secretario, comienza la entrevista en la Biblioteca Nacional.

Sabemos que a usted no le gusta hablar de sí mismo, pero ¿se preguntó alguna vez qué piensan los argentinos cuando oyen el nombre, ya tan familiar, de Borges?
Yo diría que son excesivamente generosos cuando piensan en mí.

Los jóvenes en especial, piensan en usted. Algunos lo admiran, otros lo atacan, ¿qué es la juventud, Borges?
Es una etapa de incertidumbre, de ingenuidad y, en general, de desdicha.

Le preguntamos algo más con respecto a los jóvenes argentinos. Hace una pausa –esos silencios tan propios de su conversación-, y dice:
Los veo exactamente igual a los de otros países, aunque quizás son más tímidos acá. He encontrado el diálogo más fácil con los estudiantes de Estados Unidos que de la Argentina.

Su secretario lo interrumpe, nuevamente, para que firme ese formulario en el que la Universidad le pregunta si sabe leer y escribir. Y aunque ya nos había anticipado que no quería hablar de política preguntamos, a modo de introducción:

¿Cree que los jóvenes están demasiado politizados?

Creo que sí, que es casi su única pasión. Cuando yo era joven la política nos interesaba muy poco.

¿Tuvo alguna vez, en su juventud, ideas revolucionarias?
Sí, era como mi padre: anarquista e individualista. Ahora soy conservador, pero no hay mucha diferencia entre ambas cosas…

¿Qué piensa usted del conservadorismo?
Creo que ofrece la ventaja, que no comparten ciertamente los otros partidos, de no fomentar, ni siquiera tolerar, el fanatismo. Todo conservador es una persona tolerante, y un poco escéptica. El comunismo y el nacionalismo fomentan el fanatismo, la intolerancia. Creo, no obstante, que el fanatismo no es un mal congénito del hombre porque hay épocas en que no se ha dado. No hay panaceas para remediarlos, eso depende de cada uno.

Le comentamos que mucha gente entiende que él vive al margen de la realidad, una imagen que es necesario destruir. Con humor particular, acota:
¿En qué otra parte voy a estar? Si viviese en la irrealidad sería muy interesante, pero, hasta 
ahora, no ha sucedido.

Tal vez piensan eso porque usted no quiere dar cierto tipo de opiniones. (Nos interrumpe).
Quiero aclarar eso: quiero decir que mi posición política siempre ha sido clara. He sido adversario del comunismo, del nacionalismo, del antisemitismo y, desde luego, de cierta dictadura de la que prefiero no acordarme. Pero no he permitido que esas opiniones intervengan en mi labor literaria. Eso no quiere decir que las haya ocultado. Las he declarado públicamente, pero cuando escribo un cuento o un poema, estoy pensando en ese cuento o en ese poema. No creo que estoy, como dicen, “encerrado en una torre de marfil”. La creación requiere una amplia libertad, más allá de las opiniones del lector que son, por lo demás, lo más superficial que hay en él.

Sabemos que esta pregunta pueda tal vez, sorprenderlo:
¿Qué es para usted un obrero, cómo lo ve, qué sabe de él?
Con un matiz levemente irónico en su voz, responde:
Sí, he conocido muchos… Creo que la realidad no está compuesta exclusivamente por obreros, sino por todas las clases sociales; por ejemplo, la clase media a la que nunca se la toma en cuenta. Le falta, tal vez, prestigio romántico. La idea de la aristocracia y la idea de lo que se llama pueblo tienen cierto prestigio. La idea de la clase media es escasamente encantadora.     

Pero es una fuerza…
Es la mayor fuerza de nuestro país, que se diferencia de otras naciones de América Latina; es la más importante al fin y al cabo. El pueblo y la aristocracia se parecen, son casi iguales: los mismos prejuicios, el mismo nacionalismo.

Dice no entender por qué la gente cuando se refiere al pueblo, tácitamente evoca a una sola parte de él: la más pobre, la más ignorante.
Aún en el país se piensa que el pueblo es el gaucho. Ya no hay gauchos, pero este detalle no se toma en cuenta.

¿Qué piensa del auge del folklore?
Es una calamidad. Con respecto a su autenticidad, recuerden que tengo algunos antepasados de los que me enorgullezco, y desgraciadamente soy pariente de Rosas… (Puede ponerlo).  

¿Qué es, a su juicio, lo más auténtico, lo más noble del argentino?
La amistad, la pasión de la amistad.

Recordamos, de pronto, que queríamos hacerle otra pregunta un poco particular:

¿Sabe Borges algo de las villas miseria?
No sé por qué existen; yo sé que nada de eso había cuando era joven. Habrán empezado con la dictadura, supongo. Creo que se deben, en parte, al crecimiento industrial. La gente prefiere vivir no en conventillos –que en comparación son hoteles de lujo-, pero sí en villas miserias con tal de vivir en Rosario, Córdoba, Buenos Aires. El campo se está quedando solo; se están perdiendo todas las artes del campo aquí y en el Uruguay. Esa tradición de la cual se habla tanto ha quedado relegada a la televisión o al cinematógrafo.

Recordamos si bien nos adelantó antes de la entrevista que no hablaría de temas como la guerra de Vietnam, ya que la guerra implica en sí algo más vasto y general. A nuestra pregunta, responde:
No creo que la guerra sea necesariamente un mal. La historia argentina es una historia épica, es una historia de guerras.

(Va enumerando todas nuestras luchas con países limítrofes, con invasores extranjeros y, por supuesto, entre nosotros mismos. Luego, prosigue).
Todas esas guerras han sido victoriosas y han sido, en suma, benéficas para el país.

¿Por qué, entonces, las guerras nos parecen tan terribles?
Porque estamos viviéndolas. El presente es siempre atroz. No creo en la edad de oro ni en la “belle époque”. Para quienes tuvieron que vivirla, la “belle époque” no fue una época particularmente feliz. Las personas que vivían en el año 90 no se sentían especialmente felices. Nadie se siente feliz en el presente. La felicidad corresponde más bien al pasado, a la nostalgia, a la esperanza. En otras épocas la gente no tenía conciencia histórica del tiempo en que estaba viviendo. En cambio ahora, estamos pensando constantemente en el momento histórico que vivimos y eso no nos hace ni muy sabios, ni muy felices.

¿Cómo define usted a la situación de nuestro país actualmente?
Creo que es una época de escasa esperanza, de desidia, nadie espera mucho de nada. En 1910, cuando Rubén Darío escribió la “Oda a la Argentina”, creo que sentíamos que éramos una esperanza para el mundo. No creo que nadie sienta eso hoy. Sentimos que todo está un poco desvaído, un poco gris; y si quieren suprimir un poco, podemos suprimir los adverbios…

No sabemos si Borges querrá responder a esto, pero igualmente lo intentamos.

Borges, ¿qué es el Tercer Mundo?
Creo que es una de las diversas calamidades que conocemos ahora. No entiendo qué quiere decir todo eso. Creo que algunos sacerdotes se han dedicado a hacer demagogia.

¿Tendrá algo que ver con una vieja esperanza argentina de que alguien venga a salvarnos?
Tenemos que salvarnos nosotros mismos cumpliendo con nuestro deber. Creo que yo, escribiendo cuentos, dictando clases, dirigiendo la Biblioteca Nacional, lo hago. No puedo ser soldado como mis antepasados. Ni siquiera he muerto en el 74, como mi abuelo…

Ríe apenas, y dice aceptar plenamente su destino literario.
Si me hubiera dedicado a ser buzo, no habría sido uno muy eminente; tropero, tampoco; sargento, tampoco; político, menos que nada.

¿Qué opina de los políticos?
Creo que, en general, con las salvedades necesarias, los hombres que se dedican a esa profesión son los menos interesantes. Y es que una persona que se dedica a hacerse popular, a hacerse retratar, a que voten por él, no puede ser una persona muy compleja.

Volviendo a lo literario, algunos piensan que usted le da demasiada importancia a la literatura anglosajona.
Sí, es probable. Pero al mismo tiempo querría recordarles que también le he dado mucha importancia a la literatura vernácula.

Esa resonancia que tiene lo que usted escribe o dice, ¿le molesta a Borges?
Es muy rara, pero Borges no tiene la culpa. Le halaga y le asombra. Yo no he hecho política literaria, no he fomentado que se hable de mis libros, ni de mí. Pero es algo que ha sucedido y me siento agradecido y hasta atónito.

¿Cree que los argentinos prefieren leer a sus escritores? 
Creo que hay una superstición en eso de leer libros contemporáneos. Schopenhauer decía que “no hay que leer ningún libro que no haya cumplido cien años porque no podemos saber si es bueno o malo”. Claro que al mismo tiempo se quejaba de que no hubiesen leído sus libros, que no habían cumplido cien años…

Eso es, en cierto modo, la posteridad. ¿Cuál cree que puede ser el juicio de la posteridad en su caso?
No me interesa absolutamente nada. Yo espero ser olvidado, definitivamente.


En Clarín literario, 10 de junio de 1971
Foto: Jorge Luis Borges, 1971 
Conferencia en Inglaterra
©Salvador García de la Torre
Revista Gente, Editorial Atlántida
Digitalizado por Mágicas Ruinas

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