12/1/16

Augusto Monterroso: Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges






Cuando descubrí a Borges, en 1945, no lo entendía y más bien me chocó. Buscando a Kafka, encontré su prólogo a La metamorfosis y por primera vez me enfrenté a su mundo de laberintos metafísicos, de infinitos, de eternidades, de trivialidades trágicas, de relaciones domésticas equiparables al mejor imaginado infierno. Un nuevo universo, deslumbrante y ferozmente atractivo. Pasar de aquel prólogo a todo lo que viniera de Borges ha constituido para mí (y para tantos otros) algo tan necesario como respirar, al mismo tiempo que tan peligroso como acercarse más de lo prudente a un abismo. Seguirlo fue descubrir y descender a nuevos círculos: Chesterton, Melville, Bloy, Swedenborg, Joyce, Faulkner, Woolf; reanudar viejas relaciones: Cervantes, Quevedo, Hernández; y finalmente volver a su ilusorio Paraíso de lo cotidiano: el barrio, el cine, la novela policial.

Por otra parte, el lenguaje. Hoy lo recibimos con cierta naturalidad, pero entonces aquel español tan ceñido, tan conciso, tan elocuente, me produjo la misma impresión que experimentaría el que, acostumbrado a pensar que alguien está muerto y enterrado, lo ve de pronto en la calle, más vivo que nunca. Por algún arte misterioso, este idioma nuestro, tan muerto y enterrado para mi generación, adquiría de súbito una fuerza y una capacidad para las cuales lo considerábamos ya del todo negado. Ahora resultaba que era otra vez capaz de expresar cualquier cosa con claridad y precisión y belleza; que alguien nuestro podía cantar nuevamente e interesarnos nuevamente en una aporía de Zenón, y que también alguien nuestro podía elevar (no sé si también nuevamente) un relato policial a categoría artística. Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.

Acostumbrados como estamos a cierto tipo de literatura, a determinadas maneras de conducir un relato, de resolver un poema, no es extraño que los modos de Borges nos sorprendan y desde el primer momento lo aceptemos o no. Su principal recurso literario es precisamente eso: la sorpresa. A partir de la primera palabra de cualquiera de sus cuentos, todo puede suceder. Sin embargo la lectura de conjunto nos demuestra que lo único que podía suceder era lo que Borges, dueño de un rigor lógico implacable, se propuso desde el principio. Así en el relato policial en que el detective es atrapado sin piedad (víctima de su propia inteligencia, de su propia trama sutil), y muerto, por el desdeñoso criminal; así con la melancólica revisión de la supuesta obra del gnóstico Nils Runeberg, en la que se concluye, con tranquila certidumbre, que Dios, para ser verdaderamente hombre, no encarnó en un ser superior entre los hombres, como Cristo, o como Alejandro o Pitágoras, sino en la más abyecta y por lo tanto más humana envoltura de Judas.

Cuando un libro se inicia, como La metamorfosis de Kafka, proponiendo: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse, en su cama convertido en un monstruoso insecto», al lector, a cualquier lector, no le queda otro remedio que decidirse, lo más rápidamente posible, por una de estas dos inteligentes actitudes: tirar el libro, o leerlo hasta el fin sin detenerse. Conocedor de que son innumerables los aburridos lectores que se deciden por la confortable primera solución, Borges no nos aturde adelantándonos el primer golpe. Es más elegante o más cauto. Como Swift en los Viajes de Gulliver principia contándonos con inocencia que éste es apenas el tercer hijo de un inofensivo pequeño hacendado, para introducirnos a las maravillas de Tlön Borges prefiere instalarse en una quinta de Ramos Mejía, acompañado de un amigo, tan real, que ante la vista de un inquietante espejo se le ocurre «recordar» algo como esto: «Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres». Sabemos que este amigo, Adolfo Bioy Casares, existe; que es un ser de carne y hueso, que escribe asimismo fantasías; pero si así no fuera, la sola atribución de esta frase justificaría su existencia. En las horrorosas alegorías realistas de Kafka se parte de un hecho absurdo o imposible para relatar enseguida todos los efectos y consecuencias de este hecho con lógica sosegada, con un realismo difícil de aceptar sin la buena fe o credulidad del lector; pero siempre tiene uno la convicción de que se trata de un puro símbolo, de algo necesariamente imaginado. Cuando se lee, en cambio, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Borges, lo más natural es pensar que se está ante un simple y hasta fatigoso ensayo científico tendiente a demostrar, sin mayor énfasis, la existencia de un planeta desconocido. Muchos lo seguirán creyendo durante toda su vida. Algunos tendrán sus sospechas y repetirán con ingenuidad lo que aquel obispo de que nos habla Rex Warner, el cual, refiriéndose a los hechos que se relatan en los Viajes de Gulliver, declaró valerosamente que por su parte estaba convencido de que todo aquello no era más que una sarta de mentiras. Un amigo mío llegó a desorientarse en tal forma con El jardín de los senderos que se bifurcan, que me confesó que lo que más le seducía de La Biblioteca de Babel, incluido allí, era el rasgo de ingenio que significaba el epígrafe, tomado de la Anatomía de la Melancolía, libro según él a todas luces apócrifo. Cuando le mostré el volumen de Burton y creí probarle que lo inventado era lo demás, optó desde ese momento por creerlo todo, o nada en absoluto, no recuerdo. A lograr este efecto de autenticidad contribuye en Borges la inclusión en el relato de personajes reales como Alfonso Reyes, de presumible realidad como George Berkeley, de lugares sabidos y familiares, de obras menos al alcance de la mano pero cuya existencia no es del todo improbable, como la Enciclopedia Británica, a la que se puede atribuir cualquier cosa; el estilo reposado y periodístico a la manera de De Foe; la constante firmeza en la adjetivación, ya que son incontables las personas a quienes nada convence más que un buen adjetivo en el lugar preciso.

Y por último, el gran problema: la tentación de imitarlo era casi irresistible; imitarlo, inútil. Cualquiera puede permitirse imitar impunemente a Conrad, a Greene, a Durrel; no a Joyce, no a Borges. Resulta demasiado fácil y evidente.

El encuentro con Borges no sucede nunca sin consecuencias. He aquí algunas de las cosas que pueden ocurrir, entre benéficas y maléficas:

1. Pasar a su lado sin darse cuenta (maléfica).
2. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo durante un buen trecho para ver qué hace (benéfica)
3. Pasar a su lado, regresarse y seguirlo para siempre (maléfica).
4. Descubrir que uno es tonto y que hasta ese momento no se le había ocurrido una idea que más o menos valiera la pena (benéfica)
5. Descubrir que uno es inteligente, puesto que le gusta Borges (benéfica).
6. Deslumbrarse con la fábula de Aquiles y la Tortuga y creer que por ahí va la cosa (maléfica).
7. Descubrir el infinito y la eternidad (benéfica).
8. Preocuparse por el infinito y la eternidad (benéfica).
9. Creer en el infinito y en la eternidad (maléfica).
10. Dejar de escribir (benéfica).


En Movimiento perpetuo
Barcelona, Seix Barral, 1972
Vía Ignoria
Foto: Augusto Monterroso (firma del autor y fecha ilegibles)
Fuente CVC.Cervantes.es


11/1/16

Jorge Luis Borges: Entrevista en Radio Nacional de España [Madrid, 1981]








«María Kodama y yo estamos escribiendo un estudio sobre el historiador islandés Snorri Sturluson, y también una versión de la Edda Menor, obra de ese mismo escritor [Finalmente, apareció publicada su traducción del primer libro de la Edda Menor, la llamada Gylfaginning (La alucinación de Gylfi, Alianza Editorial, 1984)]. Asimismo, estamos aprendiendo otra vieja lengua escandinava, el islandés, después de haber aprendido juntos anglosajón e inglés antiguo. En este sentido, resulta curioso que toda la mitología germánica se perdiera o fuese borrada por el cristianismo en Alemania, Inglaterra y los Países Bajos, salvándose tan sólo en el Polo, en Islandia, la última Thule, donde aún se conservan todos esos mitos. Por ejemplo, ése que fue famoso después: el Crepúsculo de los Dioses. Los islandeses salvaron la vieja mitología. Fuera de allí sólo quedan vestigios, como cuando en inglés se dice wednesday y thursday, dos palabras con las cuales queremos decir el día de Odín y el día de Thor. Pero se trata tan sólo de fósiles».
(Borges interpela a la entrevistadora). «Usted es española, ¿no? Eso quiere decir que usted es celta, y además de ello es fenicia, romana, vándala, goda, árabe sin duda, y sin duda judía también. De modo que ser de un país es ser de muchos países. (...) Razas puras, felizmente, no hay. Quizá quede alguna raza pura en el centro de África. De hecho, ni siquiera sabemos si los esquimales son puros, y desde luego, los vascos no pueden ser puros tampoco (...) Yo tengo sangre andaluza, sangre castellana, judeoportuguesa, inglesa, normanda, un poco de sangre escandinava y alguna sangre belga. Eso es lo que yo sé, pero probablemente haya mucho más. De modo que razas puras no hay».
(Con la siguiente pregunta, el diálogo vuelve a tocar la mitología). «Creo que el mito es algo esencial. Como soñó Paul Valéry, el mito más antiguo es la cosmogonía. La humanidad comienza pensando por medio de mitos, y luego el razonamiento llega tardíamente en lo que se refiere a Occidente. He leído una historia de la filosofía en la India, escrita por de Paul Deussen [Borges conoció los tres volúmenes que Deussen dedicó a la India en su historia de la filosofía (Allgemeine Geschichte der Philosophie mit besonderer Berucksichtung der Religionen, 1894-1919). Además de traducir y comentar los Upanishad, Deussen analizó la metafísica hindú en Das System des Vedanta (1883)], y tengo la impresión de que todo ha sido pensado en la India, salvo que de distinto modo que el nuestro. Al hilo de esa lectura, parece difícil que algún sistema filosófico no haya sido pensado en la India. Piense que Buda corresponde al siglo V antes de Jesucristo. Es contemporáneo de Pitágoras, Sócrates y Heráclito, y también de los pensadores chinos taoístas, Chuang Tzu y Lao Tzu. No sé qué sucedió, por qué tantos hombres se pusieron a pensar y, desde luego, a soñar».
«El caso de Sócrates es muy curioso. No sé si usted recuerda el diálogo de Platón en el cual Sócrates sabe que va a tomar la cicuta. En esa circunstancia, les habla a sus compañeros sobre la inmortalidad del alma, un tema que le interesa a él, ya que va a morir dentro de unas horas. Pues bien, lo singular en ese diálogo es que Sócrates emplea a la vez razonamientos y mitos, pues en aquella época podían usarse ambas formas. Ahora tendemos a ser pensadores y usamos razonamientos, a la manera de Aristóteles, o si no, usamos mitos, es decir, fábulas. Todavía Sócrates podía usar a un tiempo el mito y la razón. Eso es algo que ya se ha perdido».



Entrevista a Jorge Luis Borges,
Madrid, 1981, al publicarse su Antología poética
Entrevistador no identificado
Archivo Sonoro de Radio Nacional de España
Transcripción de audio: Paz Ramos

Foto: Borges en España, al recibir el Premio Cervantes, RTVE



10/1/16

Jorge Luis Borges: Insomnio (1920)






Resulta legendariamente chica y lejana aquella etapa donde los relojes vertieron la media noche                [absoluta.
Estos seis muros estrechos llenos de eternidad estrecha me ahogan.
Y en el cráneo sigue vibrando esta lamentable llama de alcohol que no quiere apagarse.
Que no puede apagarse.
Reducción al absurdo del problema de la inmortalidad del espíritu.
Me he desangrado en demasiados ponientes.
La ventana sintetiza el gesto solitario del farol.
Apergaminado y plausible film cinemático.
La ventana imanta todas las ojeadas inquietas.
Cómo me ahorcan las cuerdas del horizonte.
¿Llueve? ¿Qué morfina inyectarán a las calles esas agujas?
No.
Son girones [sic] vagos de siglos que gotean isócronos del cielo raso.
Es la letanía lenta de la sangre.
Son los dientes de la obscuridad que roen las paredes.
Bajo los párpados ondean y se apagan nuevamente las tempestades rotas.
Los días son todos de papel azul bien cortaditos por la misma tijera sobre el agujero
      [inexistente del Cosmos.
El recuerdo enciende una lámpara:
Otra vez arrastramos con nosotros esa calle que la ropa tendida embanderó tan jubilosamente.
Muy lejos se hundió el frondoso piano del tupí.
El sol ventilador vertiginoso tumba los caserones.
Al vernos navegar tan espirales se ríen a carcajadas las puertas.
Pedro-Luis me confía: -Yo soy un hombre bueno, Jorge.
Tú eres un hombre bueno, Jorge... Ya se nos pasará tomando una tacita de café.
Los ojos estallan cuando los golpean las aspas del sol.

¿Qué hangar cobijará definitivamente las emociones?
Sin duda existe un plano ultra-espacial donde todas ellas son formas de una fuerza utilizable y sujeta.
Como el agua y la electricidad en este plano.
Ira. Anarquismo. Hambre sexual.
Artificio para hacernos vibrar mágicamente.
Ninguna piedra rompe la noche.
Ninguna mano aviva las cenizas del incendio de todos los estandartes.




En Grecia, Madrid, Año 3, N° 49, 15 de septiembre de 1920
Luego Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Sudamericana S.A.
Foto (detalle): Borges en Palermo (Sicilia) Italia en 1984

9/1/16

Jorge Luis Borges: Le regret d'Héraclite








Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca
aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.
 
 
    GASPAR CAMERARIUS,
    en Deliciae Poetarum Borussiae, VII, 16.




En El hacedor (1960)
Foto de Martín Ferrari Hardoy: Della Paolera y Borges
En la terraza del departamento de la calle Maipú
En Borges, Develaciones, de Félix della Paolera
Fundación E. Constantini, Buenos Aires, 1999




8/1/16

Jorge Luis Borges: Reverencia del árbol en la otra banda







Hay un ambiente de raigambre y tupido en la literatura uruguaya, bien como de entidá que se engendró a la vera de hondos árboles y de largas cuchillas y que por quintas y ceibales hizo su habitación. Ese sentir arracimado y selvático late en la entereza de su decurso y lo hace equiparable al de los ríos que arrastran camalotes y cuyas aguas retorcidas copian un entrevero de ramas. No es el que tuvieron los griegos, para quienes el bosque sólo fue una linda frescura, una vacación (boscaje frutecido mil veces, sin sol ni viento, dice el Edipo rey) sino un sentir dramático de conflicto de ramas que se atraviesan como voluntades. Su oposición más fácil está en la poesía porteña, cuyos ejemplares y símbolos fueron siempre el patio y la pampa, arquetipos de rectitud. 

Para testificar este aserto, basta comparar el paisaje del Santos Vega de Ascasubi al del Tabaré de Juan Zorrilla de San Martín, libros entrambos de segura bostezabilidá, pero significativos y fuertes. Un sentimiento pánico informa el limo de las gestas del último, gestas, dice el cantor: 

que narran el ombú de nuestras lomas, 
el verde canelón de las riberas, 
la palma centenaria, el camalote, 
el ñandubay, los talas y las ceibas 

Es evidente la delectación del poeta con la frondosidá y tupidez de los sustantivos que enfila y con el campo embosquecido que ellos suponen. Ascasubi, muy al contrario, se deleita ascéticamente con el despejo de la noble llanura donde el anegadizo corazón puede sumergirse a sus anchas y la compara con el mar. Semejanza es ésta que aunque muy traída y llevada, no es por eso menos verídica y se arrima al lenguaje criollo que llama playa al escampado frente a las casas y da el nombre de isla a los bosques que tachonan el llano. (No de la pampa, sino isleños, fueron los dos primeros gauchos conversadores que se metieron al tranquito en la literatura y los imaginó un oriental: Bartolomé Hidalgo) 

Hasta aquí, sólo he tratado del árbol como sujeto de descripción. En escritores ulteriores en Armando Vasseur y paladinamente en Herrera y Reissig adquiere un don de ejemplaridá y los conceptos se entrelazan con un sentido semejante al de los ramajes trabados. El estilo mismo arborece y es hasta excesiva su fronda. A despecho de nuestra admiración ¿no es por ventura íntimamente ajena a nosotros, hombres de pampa y de derechas calles, esa hojarasca vehementísima que por Los parques abandonados campea? Claro está que hablo de un matiz y que el criollismo a todos nos junta, pero el matiz no es menos real que el color y en este caso basta para dilucidar muchas cosas. Por ejemplo, la forasteridá de Lugones hombre de sierras y de bosques en nuestro corazón.

En los actuales uruguayos en Juana de Ibarbourou, en Pedro Leandro Ipuche, en Emilio Oribe, en María Elena Muñoz el árbol es un símbolo. La tierra honda de Ipuche no es sino un entrañarse con el árbol en una suerte de figuración panteísta que hace de las ramas un anhelar y que traduce su raigambre profunda en origen divino. En La colina del pájaro rojo de Oribe, la noche misma es un fuerte árbol que se agacha sobre la tierra y de cuya altivez han de desgajarse los astros como en San Juan Evangelista se lee. Para María Elena Muñoz, el árbol es un templo y una inquietud de almacigo alza y conmueve su dicción.

El árbol duro surtidor e inagotable vivacidá de la tierra es uno de los dioses lares que en la poesía de los uruguayos presiden. Sé también de otro dios, largamente rogado por María Eugenia Vaz Ferreira y hoy por Carlos Sabat Ercasty. Hablo del Mar.




En El tamaño de mi esperanza (1926)
Foto: JLB (a la izq., con barba), Esther Haedo, Enrique Amorim
y probablemente Guillermo de Torre y Norah Borges en la playa 

(Las Nubes, Salto Oriental, verano de 1934)
Fuente


7/1/16

Jorge Luis Borges: Cita [texto bilingüe]









My memory is chiefly of books. In fact, I hardly remember my own life. I can give you no dates. I know that I have traveled in some seventeen or eighteen countries, but I can’t tell you the order of my travels. I can’t tell you how long I was in one place or another. The whole thing is a jumble of division, of images. So that it seems that we are falling back on books. That happens when people speak to me. I always fall back on books, on quotations. I remember that Emerson, one of my heroes, warned us against that. He said: «Let us take care. Life itself may become a long quotation.» 

Barnstone, 1982 



Mi memoria se compone, más que nada, de libros. En realidad, recuerdo con dificultad mi propia vida. No puedo darle fechas. Sé que he visitado diecisiete o dieciocho países, pero no podría decirle en qué orden. No sabría decirle cuánto tiempo estuve en un lugar o en otro. Todo es un revoltijo de divisiones, de imágenes. Una vez más, tendremos que recurrir a los libros. Siempre pasa lo mismo cuando se habla conmigo. Continuamente me remito a los libros, a las citas. Recuerdo que Emerson, uno de mis ídolos, nos previene contra esto. Decía: «Tengamos cuidado. La vida misma puede convertirse en una larga cita». 

[Traducción de Antonio Fernández Ferrer] 










En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Ilustración: Infinito Borges
Por Alfredo Sabat, La Nación, 2006
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel

6/1/16

Afolfo Bioy Casares: "Borges" [4 al 9 de enero de 1955]
La ceguera








Martes, 4 de enero de 1955. A las cuatro y media, con los Borges en el consultorio de Malbrán. Mientras lo revisan, la madre me cuenta que, después de una operación, Borges dio un grito porque desde su cuarto vio el número 10 de un tranvía que pasaba por la calle Quintana: «¡Madre, veo el 10!». Cuando vio por primera vez las estrellas, dijo: «¡Cuántas estrellas! »; la noche siguiente, con tristeza: «No creo que la operación dé gran resultado; ya no veo las estrellas». No había estrellas esa noche.
Luego de doce años de ceguera, el médico preguntó al padre de Borges, ya operado: «¿Qué ve?». «Las manos de Leonorcita.» «Ahora mire para arriba, vea la cara.»
Malbrán anuncia que lo operarán el jueves. BORGES: «Mejor que me operen. Estoy viendo muy mal».


Jueves, 6 de enero de 1955. Silvina y yo buscamos a los Borges a las ocho menos cuarto de la mañana. En el sanatorio hay signos de que operarán a Borges hoy mismo. Entra una enfermera y pregunta: «¿Ya lo premedicaron?» A continuación, la misma enfermera, un médico brusco, una inyección.
Borges vuelve a decirme que va a escribir sobre mi libro*; lo compara con Don Segundo Sombra. Es el mismo mito; pero como hoy puede escribirse. Habla también del mito de la pelea a cuchillo y de la desilusión que tuvo cuando comprendió que sus antepasados habían peleado con sables y con lanzas. Me cuenta de un payador de Lomas de Zamora, al que oyó con un señor Castro y con un doctor Fonrouge; dijo el payador:

Y yo que apenas me arrastro
saludo a Felipe Castro
y también con mucho orgullo
saludo al doctor Fonrullo.

La operación duró unos cuarenta minutos. Malbrán me dijo: «Este hombre va a andar bien». La madre de Borges se echó a temblar.


Sábado, 8 de enero de 1955. Borges ve: vio ayer la mano de Malbrán; a través de la ventana, percibe la luz.


Domingo, 9 de enero de 1955. Por la mañana, vamos con Silvina a visitar a Borges; está dictando un poema sobre Cervantes.** Lo visito otra vez por la tarde.



(*)    Su reseña de El sueño de los héroes se publicó en S, nº 235 (1955).
(**) «Parábola de Cervantes y el Quijote» (1955).

En Bioy Casares, Adolfo: Borges 
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006

Foto: Borges sin atribución de autor ni fecha 
Vía Archivo La Nación






5/1/16

Jorge Luis Borges: Dos semblanzas de Coleridge








Simultáneamente, se han publicado en Londres dos biografías de Samuel Taylor Coleridge. La una, de Edmund Chambers, abarca la vida entera del poeta; la otra, de Lawrence Hanson, los años de andanza y de aprendizaje. Ambos son libros responsables, agudos. 

Hay hombres venerados que sospechamos sin embargo inferiores a la obra que cumplieron. (Verbigracia, Cervantes y su Quijote; verbigracia, Hernández y Martín Fierro) Otros, en cambio, dejan obras que no pasan de sombras y proyecciones —notoriamente deformadas e infieles— de su mente riquísima. Es el caso de Coleridge. Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago sólo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios. De su obra capital, la Biographia Literaria, Arthur Symons ha dicho que es el más importante tratado crítico que hay en idioma inglés, y uno de los más fastidiosos que hay en idioma alguno.

Coleridge (como su interlocutor y amigo De Quincey) era adicto al opio. Por ese motivo y por otros Lamb lo llamó "un arcángel deteriorado". Andrew Lang, más razonablemente, lo llama "el Sócrates de su generación, el conversador". Su obra es el eco descifrable de su vasta conversación. De esa conversación procedió —no es exagerado afirmarlo— todo el movimiento romántico de Inglaterra. 

He mencionado en esta nota las luminosas intuiciones de Coleridge. En general, versan sobre temas estéticos. He aquí una, sin embargo, de carácter onírico. Coleridge (en las notas para una conferencia que dio a principios de 1818) declaró que las imágenes atroces de la pesadilla no eran jamás la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro pecho. El malestar engendra la esfinge, no la esfinge el horror.



En Textos Cautivos (1986)
Retrato de Borges, Archivo Fotográfico Oronoz
Frente de portada de Nueve ensayos dantescos'
Espasa Calpe, Madrid, 1982

4/1/16

Jorge Luis Borges: El espejo de los enigmas






El pensamiento de que la Sagrada Escritura tiene (además de su valor literal) un valor simbólico no es irracional y es antiguo: está en Filón de Alejandría, en los cabalistas, en Swedenborg. Como los hechos referidos por la Escritura son verdaderos (Dios es la Verdad, la Verdad no puede mentir, etcétera), debemos admitir que los hombres, al ejecutarlos, representaron ciegamente un drama secreto, determinado y premeditado por Dios. De ahí a pensar que la historia del universo —y en ella nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas— tiene un valor inconjeturable, simbólico, no hay un trecho infinito. Muchos deben heberlo recorrido; nadie, tan asombrosamente como León Bloy. (En los fragmentos psicológicos de Novalis y en aquel tomo de la autobiografía de Machen que se llama The London Adventure, hay una hipótesis afín: la de que el mundo externo —las formas, las temperaturas, la luna— es un lenguaje que hemos olvidado los hombres, o que deletreamos apenas… También la declara De Quincey[1]: «Hasta los sonidos irracionales del globo deben ser otras tantas álgebras y lenguajes que de algún modo tienen sus llaves correspondientes, su severa gramática y su sintaxis, y así las mínimas cosas del universo pueden ser espejos secretos de los mayores».
Un versículo de San Pablo (I, Corintios, XIII, 12) inspiró a León Bloy. Videmus nunc per speculum in aenigmate: tunc autem facie ad faciem. Nunc cognosco exparte: tunc autem cognoscam sicut et cognitus sum. Torres Amat miserablemente traduce: «Al presente no vemos a Dios sino como en un espejo, y bajo imágenes oscuras: pero entonces le veremos cara a cara. Yo no le conozco ahora sino imperfectamente: mas entonces le conoceré con una visión clara, a la manera que soy yo conocido.» Cuarenta y cuatro voces hacen el oficio de veintidós; imposible ser más palabrero y más lánguido. Cipriano de Valera es más fiel: «Ahora vemos por espejo, en oscuridad; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; mas entonces conoceré como soy conocido.» Torres Amat opina que el versículo se refiere a nuestra visión de la divinidad; Cipriano de Valera (y León Bloy) a nuestra visión general.
Que yo sepa, Bloy no imprimió a su conjetura una forma definitiva. A lo largo de su obra fragmentaria (en la que abundan, como nadie lo ignora, la quejumbre y la afrenta) hay versiones o facetas distintas. He aquí unas cuantas, que he rescatado de las páginas clamorosas de Le mendiant ingrat, de Le Vieux de la Montagne y de L’invendable. No creo haberlas agotado: espero que algún especialista en León Bloy (yo no lo soy) las complete y las rectifique.
La primera es de junio de 1894. La traduzco así: «La sentencia de San Pablo: Videmus nunc per speculoum in aenigmate sería una claraboya para sumergirse en el Abismo verdadero, que es el alma del hombre. La aterradora inmensidad de los abismos del firmamento es una ilusión, un reflejo exterior de nuestros abismos, percibidos “en un espejo”. Debemos invertir nuestros ojos y ejercer una astronomía sublime en el infinito de nuestros corazones, por los que Dios quiso morir. Si vemos la Vía Láctea, es porque existe verdaderamente en nuestra alma.» La segunda es de noviembre del mismo año: «Recuerdo una de mis ideas más antiguas. El Zar es el jefe y el padre espiritual de ciento cincuenta millones de hombres. Atroz responsabilidad que sólo es aparente. Quizá no es responsable, ante Dios, sino de unos pocos seres humanos. Si los pobres de su imperio están oprimidos durante su reinado, si de ese reinado resultan catástrofes inmensas, ¿quién sabe si el sirviente encargado de lustrarle las botas no es el verdadero y solo culpable? En las disposiciones misteriosas de la Profundidad, ¿quién es de veras Zar, quién es rey, quién puede jactarse de ser un mero sirviente?» La tercera es de una carta escrita en diciembre: «Todo es símbolo, hasta el dolor más desgarrador. Somos durmientes que gritan en el sueño. No sabemos si tal cosa que nos aflige no es el principio secreto de nuestra alegría ulterior. Vemos ahora, afirma San Pablo, per speculum in aenigmate, literalmente: en enigma por medio de un espejo y no veremos de otro modo hasta el advenimiento de Aquel que está todo en llamas y que debe enseñarnos todas las cosas».
La cuarta es de mayo de 1904. «Per speculum in aenigmate, dice San Pablo. Vemos todas las cosas al revés. Cuando creemos dar, recibimos, etc. Entonces (me dice una querida alma angustiada) nosotros estamos en el cielo y Dios sufre en la tierra.» La quinta es de mayo de 1908. "Aterradora idea de Juana, acerca del texto Per speculum. Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo.
La sexta es de 1912. En cada una de las páginas de L’Ame de Napoleón, libro cuyo propósito es descifrar el símbolo Napoleón, considerado como precursor de otro héroe —hombre y simbólico también— que está oculto en el porvenir. Básteme citar dos pasajes: Uno: «Cada hombre está en la tierra para simbolizar algo que ignora y para realizar una partícula, o una montaña, de los materiales invisibles que servirán para edificar la Ciudad de Dios.» Otro: «No hay en la tierra un ser humano capaz de declarar quién es, con certidumbre. Nadie sabe qué ha venido a hacer a este mundo, a qué corresponden sus actos, sus sentimientos, sus ideas, ni cuál es su nombre verdadero, su imperecedero Nombre en el registro de la Luz… La historia es un inmenso texto litúrgico donde las iotas y los puntos no valen menos que los versículos o capítulos íntegros, pero la importancia de unos y de otros es indeterminable y está profundamente escondida.» Los anteriores párrafos tal vez parecerán al lector meras gratitudes de Bloy. Que yo sepa, no se cuidó nunca de razonarlos. Yo me atrevo a juzgarlos verosímiles, y acaso inevitables dentro de la doctrina cristiana, Bloy (lo repito) no hizo otra cosa que aplicar a la Creación entera el método que los cabalistas judíos aplicaron a la Escritura. Estos pensaron que una obra dictada por el Espíritu Santo era un texto absoluto: vale decir un texto donde la colaboración del azar es calculable en cero. Esa premisa portentosa de un libro impenetrable a la contingencia, de un libro que es un mecanismo de propósitos infinitos, les movió a permutar las palabras escriturales, a sumar el valor numérico de las letras, a tener en cuenta su forma, a observar las minúsculas y mayúsculas, a buscar acrósticos y anagramas y a otros rigores exegéticos de los que no es difícil burlarse. Su apología es que nada puede ser contingente en la obra de una inteligencia infinita.[2] León Bloy postula ese carácter jeroglífico —ese carácter de escritura divina, de criptografía de los ángeles— en todos los instantes y en todos los seres del mundo. El supersticioso cree penetrar esa escritura orgánica: trece comensales articulan el símbolo de la muerte; un ópalo amarillo, el de la desgracia…
Es dudoso que el mundo tenga sentido; es más dudoso aun que tenga doble y triple sentido, observará el incrédulo. Yo entiendo que así es; pero entiendo que el mundo jeroglífico postulado por Bloy es el que más conviene a la dignidad del Dios intelectual de los teólogos.
Ningún nombre sabe quién es, afirmó León Bloy. Nadie como él para ilustrar esa ignorancia íntima. Se creía un católico riguroso y fue un continuador de los cabalistas, un hermano secreto de Swedenborg y de Blake: heresiarcas.



Notas


[1] Writings, 1896, volumen primero, página 129. 
[2] ¿Qué es una inteligencia infinita?, indagará tal vez el lector. No hay teólogo que no la defina; yo prefiero un ejemplo. Los pasos que da un hombre, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, dibujan en el tiempo una inconcebible figura. La Inteligencia Divina intuye esa figura inmediatamente, como la de los hombres un triángulo. Esa figura (acaso) tiene su determinada función en la economía del universo.


En Otras inquisiciones (1952)
Foto de Borges por Ernesto Monteavaro (s/f)
en cubierta del tomo II de OOCC
© María Kodama y Emecé Editores S.A., 1989 



3/1/16

Jorge Luis Borges: Victoria Ocampo









Hacia 1924 (la precisa fecha no importa; basta que la sintamos lejana) le presentaron a Victoria Ocampo, que era famosa, un muchacho desconocido, que se creía poeta y que detestaba sus propios versos. El muchacho, como es de suponer, estaba un poco intimidado por la imperativa señora y cincuenta años no pudieron borrar del todo aquel miedo inicial. (Alfonso Reyes predijo que los historiadores consagrarían un capítulo a nuestra era victoriana.) No recuerdo bien aquel primer diálogo; creo que hablamos del idioma. Comprobé sin asombro que Victoria no sentía la sobria música del castellano, hecha de vocales abiertas y de ocasionales voces esdrújulas. Con el tiempo, otras cosas nos acercaron: la voluntad de renovar la cultura argentina, la buena tradición unitaria y el amor de las letras de Inglaterra. Al escribir estas palabras no pienso únicamente en Shakespeare o en Swinburne; pienso en la niña que atraviesa el espejo, en la ingeniosa tontería de los limericks y en la amistad de Sherlock Holmes y de su modesto y no siempre auténtico Boswell, el doctor Watson. Otras nos apartaron. Yo juzgaba a los escritores por su retórica o por su facultad de invención; Victoria, por su índole o por su contexto biográfico. Detrás del libro, que es la máscara, indagaba el rostro secreto. Lectora hedónica, sólo leía y releía lo que le interesaba. Sospecho que la aplicada lectura consecutiva era tan ajena a sus hábitos como lo es ahora a los míos…

Victoria ha muerto y sé que esa relación, que nunca fue íntima, ha sido y es fundamental para mí. Casi puedo escribir que hoy tiene principio nuestra callada y verdadera amistad.



En Textos Recobrados 1956-1986
Primera publicación en dario La Prensa, 8 de abril de 1979
Portada de Diálogo con Borges, de Victoria Ocampo
Sur, Buenos Aires, 1969,
Con dedicatoria autógrafa de Borges


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