13/11/15

Daniel Balderston: Introducción a "El precursor velado: R. L. Stevenson en la obra de Borges"






Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson...(OC, 808). [1]
 A lo largo de los años Borges ha desconcertado a sus críticos al insistir en la importancia que tienen para él escritores como Stevenson, Wells, Chesterton y Kipling, y más aún al declarar que toda su obra deriva de estos y otros escritores.[2] George Steiner comenta: "Los escritores para él más significativos, que sirven casi de máscaras alternativas de su propia persona, son De Quincey, Stevenson, Chesterton y Kipling. Sin duda éstos son maestros, pero de carácter tangencial",[3] mientras que William Gass ridiculiza a Borges por "un gusto que sigue siendo adolescente, un gusto apaciguado en un rincón tranquilo, y una mente seriamente interesada en ciertas formas dudosas o inmaduras, formas que deben ser superadas, no meramente utilizadas",[4] como los cuentos fantásticos, las novelas de aventuras y los relatos policiales. Lo extraño de estos comentarios es que, en lugar de entender por qué Borges está "seriamente interesado" en tales escritores y sus invenciones, los críticos mencionados lamentan que no se ocupe de lo que a ellos les interesa. El juego crítico, desarrollado en numerosas entrevistas de años recientes, y al que Borges accedió con perverso deleite, es preguntarle qué piensa de Larra, Austen o Mann, con previsibles (y a menudo deleitables) réplicas de Borges.[5] Sin embargo, es razonable preguntarse si no sería más provechoso que la atención de la crítica se dirigiera a entender por qué Borges se interesa en los que él declara sus precursores, y de qué manera las lecturas que hizo de ellos influyeron en sus escritos. Al hacerlo cabría esperar que se llegara a un conocimiento más profundo de la inteligencia crítica y creativa de Borges, y la perspicacia con que se refiere a sus precursores podría ayudarnos a recuperar o revelar aspectos de las obras de aquellos autores que han escapado a la atención de los críticos.
En la misma entrevista en que Borges manifiesta su falta de interés por una larga serie de escritores del siglo XIX y modernos, un nombre reaparece insistentemente como el de su maestro: Robert Louis Stevenson. Primero lo menciona entre los modelos de Historia universal de la infamia (OC, 239), y luego lo considera como "cierto amigo muy querido que la literatura me ha dado" en el prólogo a Elogio de la sombra (OC, 975). El famoso catálogo de cosas predilectas en "Borges y yo" incluye una sola referencia literaria y es a la prosa de Stevenson. El nombre de Stevenson, pues, funciona para Borges como criterio de cualidad literaria y talismán personal.
Esta doble cualidad que Borges le atribuye a Stevenson —a la vez maestro literario y "amigo personal"— en ninguna parte está mejor representada que en su Introducción a la literatura inglesa, que incluye uno de los pocos pasajes extensos[6] que Borges ha dedicado al escritor escocés:

La breve y valerosa vida del escocés Robert Louis Stevenson (1850-94) fue una lucha contra la tuberculosis, que lo persiguió de Edimburgo a Londres, de Londres al sur de Francia, de Francia a California, y de California a una isla del Pacífico, donde, al fin, lo alcanzó. Pese a tal asechanza, o tal vez urgido por ella, ha dejado una obra importante que no contiene una sola página descuidada y sí muchas espléndidas. Uno de sus primeros libros, las Nuevas mil y una noches, anticipa la visión de un Londres fantástico, y fue redescubierto mucho después por su fervoroso biógrafo Chesterton. Esta serie incluye la historia de El Club de los suicidas. En 1886 publicó El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde; debe observarse que esta breve novela fue leída como si fuera un relato policial y que la revelación de que los dos protagonistas eran realmente uno tiene que haber sido asombrosa. La escena de la transformación le fue dada a Stevenson por un sueño. La teoría y la práctica del estilo lo preocuparon siempre; escribió que el verso consiste en satisfacer una expectativa en forma directa y la prosa en resolverla de un modo inesperado y grato. Sus ensayos y cuentos son admirables; de los primeros citaremos Pulvis et Umbra; de los segundos Markheim, que narra la historia de un crimen. De sus extraordinarias novelas solo recordaremos tres: La resaca, El señor de Ballantrae, cuyo tema es el odio de dos hermanos, y Weir of Hermiston, que ha quedado inconclusa. En su poesía alterna el inglés literario con el habla escocesa. Como a Kipling, la circunstancia de haber escrito para niños ha disminuido acaso su fama. La isla del tesoro ha hecho olvidar al ensayista, al novelista y al poeta. Stevenson es una de las figuras más queribles y más heroicas de la literatura inglesa (OC, 845).[7]

Nótese el tono laudatorio: la vida de Stevenson fue heroica, merecedora del fervor de Chesterton (y del nuestro), mientras que su obra fue extraordinaria, asombrosa, admirable.
En este breve resumen de la vida de Stevenson, Borges distorsiona sutilmente la relación entre sus viajes y su enfermedad,[8] haciendo que los viajes parezcan el esfuerzo heroico y desesperado de un hombre que lucha incesantemente por arrebatarle tiempo a la muerte (una suerte de versión decimonónica escocesa de Jaromir Hladík). La muerte de Stevenson en Samoa se convierte, pues, en la culminación de su vida y la confirmación de su leyenda como héroe literario, una idea que también se encuentra en los versos que Borges dirige a Stevenson en su poema "Blind Pew":

A ti también, en otras playas de oro,
te aguarda incorruptible tu tesoro:
la vasta y vaga y necesaria muerte (OC, 826).

Así alcanza Stevenson, con su vida y su muerte, la categoría de mito.
Entre las obras de Stevenson, Borges destaca los relatos de índole policial, señalando que Treasure Island ha dado la imagen de un escritor para niños en vez de un novelista y ensayista serio,[9] imagen que Borges considera más apropiada. (Stevenson hubiera objetado esta dicotomía, como después veremos). Borges atribuye a Stevenson la invención de un "Londres fantástico"[10] que más tarde encontraremos en Chesterton. El adjetivo fantástico sugiere que el tercer miembro de la serie es el propio Borges, un autor siempre consciente de haber creado a sus precursores.
La creación de sus precursores (comentada en los ensayos sobre Kafka y Hawthorne), el infinito juego de los espejos enfrentados, lo confirma un pequeño detalle de su Introducción a la literatura inglesa. La frase que Borges atribuye al ensayo de Stevenson sobre el estilo, "que el verso consiste en satisfacer una expectativa en forma directa y la prosa en resolverla de un modo inesperado y grato", es una adecuada síntesis de varias ideas expresadas en el ensayo de Stevenson,[11] pero textualmente se asemeja más a una frase de uno de los primeros ensayos de Borges. "La simulación de la imagen", en el que se refiere a "el verso, juego de satisfacer una expectativa, la prosa, juego de chasquearla infinitamente".[12] Al citar a Stevenson, Borges se cita a sí mismo citando a Stevenson. El precursor es distanciado y velado por medio de la alusión. La infinita serie de citas dentro de citas en que todos los originales se pierden (el texto de Borges): un nuevo avatar de la paradoja de Zenón.


Notas

[1] OC significa Obras completas de Borges, Buenos Aires, Emecé, 1974.
[2] Véase entrevista de Irby, incluida como apéndice en "The Structure of the Stories of Jorge Luis Borges" (La estructura de los cuentos de Jorge Luis Borges), tesis doctoral, University of Michigan, 1962, pág. 314, también publicada en Irby, Murat y Peralta: Encuentro con Borges, Buenos Aires, Galerna, 1968.
[3] G. Steiner, "Tigers in the Mirror", The New Yorker 46:18 (20 de Junio de 1970), pág. 116. También incluido en Jaime Alazraki: JorgeLuis Borges: El escritor la crítica, Madrid, Taurus, 1976, pág. 245.
[4] Gass, Fictions and the Figures of Life, New York, Knopf, 1970, pág 124.
[5] Un ejemplo de tal intercambio: durante una conferencia sobre la poesía de Borges en el Dickinson College de Pennsylvania, en abril de 1983, un eminente crítico español le preguntó a Borges cómo podía afirmar que Eça de Queiroz era el mejor escritor peninsular del siglo XIX cuando en ese siglo hubo en España cuatro grandes escritores. Borges, traviesamente, preguntó cómo se llamaban. "Larra, Bécquer, Galdós y Clarín", respondió el crítico español. Borges comentó: "Mi sentido pésame, entonces".
[6] Otro extenso pasaje es el reciente prólogo de Borges para la traducción de las Fábulas de Stevenson que realizó con Roberto Alifano. El prólogo cita el famoso poema de Stevenson, "Requiem", y se refiere al autor como un hombre ático (véase OC, pág. 975), y dice de las fábulas: "En la vasta obra de Stevenson este libro es un libro lateral, una breve y secreta obra maestra. Aquí también están su imaginación, su coraje y su gracia". (Fábulas, Buenos Aires, Legasa, 1983, pág. 11.) Al usar el adjetivo lateral Borges emplea uno de los términos más importantes de su vocabulario crítico, ya que para él lo supuestamente marginal a menudo constituye una especie de centro secreto. Véase Sylvia Molloy, Las letras de Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1979, pág. 60. En el prólogo citado Borges escribe: "En todas (las fábulas) se combinan cosas heterogéneas" y "Casi en cada renglón hay una sorpresa", frases que por poco no convierten a Stevenson en un poeta ultraísta.
[7] OCC significa Obras completas en colaboración de Borges, Buenos Aires, Emecé, 1979.
[8] Por ejemplo, el viaje de Stevenson a California tras de Fanny Osbourne fue una empresa temeraria, con gran riesgo para su salud, y su muerte en Samoa fue provocada por una hemorragia cerebral, no una hemorragia pulmonar. Véase J. C. Fumas, Voyage to Windward, New York, William Sloane, 1951, págs. 172-75.
[9] Extrañamente, Ronald Christ sostiene que el Stevenson que interesó a Borges fue "seguramente el Stevenson de Treasure Island Kidnapped (Raptado)" y no el ensayista o el crítico. Véase The Narrow Act: Borges’ Art of Allusion, New York, New York University Press, 1969, pág. 58.
[10] En una entrevista realizada en 1918, Borges me dijo que Stevenson creó "a fairy London" (un Londres feérico), frase tomada de un ensayo de Andrew Lang, "Mr. Stevenson’s Works" (Las obras del señor Stevenson), incluido en Essays in Little (Ensayos en miniatura), New York, Scribner’s, 1891, pág. 28.
[11] Stevenson escribe: "Para hombres dotados de igual facilidad es mucho más fácil escribir versos bastante agradables que una prosa razonablemente interesante: porque en prosa la forma misma debe ser inventada, y las dificultades surgen antes que puedan ser resueltas", Stevenson, Works, edición Thistle, New York, Charles Scrihner's Sons, 1897-98, XXII, 250. (Todas las subsiguientes referencias a Stevenson pertenecen a esta edición.) En la página siguiente agrega: "En prosa la oración gira en torno a un eje, bellamente equilibrado... El oído registra y es singularmente gratificado por este retorno y equilibrio; mientras que en el verso todo es desviado hacia la medida (XXII, 251). Y más adelante dice: "La prosa debe ser rítmica...pero no métrica. Puede ser cualquier cosa, pero no debe ser verso" (XXII, 256).
[12] El idioma de los argentinos. Buenos Aires, M. Gleizer, 1928pág. 91.




Daniel Balderstone












Daniel BalderstonEl precursor velado: R.L.Stevenson en la obra de Borges, Introducción
Trans. Eduardo Paz Leston
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1985
Fotos al pie: DB y cover edición citada 




12/11/15

Jorge Luis Borges: Buenos Aires, 1899








El aljibe. En el fondo la tortuga.
Sobre el patio la vaga astronomía
del niño. La heredada platería
que se espeja en el ébano. La fuga
del tiempo, que al principio nunca pasa.
Un sable que ha servido en el desierto.
Un grave rostro militar y muerto.
El húmedo zaguán. La vieja casa.
En el patio que fue de los esclavos
la sombra de la parra se aboveda.
Silba un trasnochador por la vereda.
En la alcancía duermen los centavos.
Nada. Sólo esa pobre medianía
que buscan el olvido y la elegía.


En Historia de la noche (1977)
Fotos: ©Sara Facio, Borges, Buenos Aires
Buenos Aires, La Azotea, 2005



11/11/15

Jorge Luis Borges: Historia de Rosendo Juárez






Serían las once de la noche; yo había entrado en el almacén, que ahora es un bar, en Bolívar y Venezuela. Desde un rincón el hombre me chistó. Algo de autoritario habría en él, porque le hice caso enseguida. Estaba sentado ante una de las mesitas; sentí de un modo inexplicable que hacía mucho tiempo que no se había movido de ahí, ante su copita vacía. No era ni bajo ni alto; parecía un artesano decente, quizá un antiguo hombre de campo. El bigote ralo era gris. Aprensivo a la manera de los porteños, no se había quitado la chalina. Me invitó a que tomara algo con él. Me senté y charlamos.
Todo esto sucedió hacia mil novecientos treinta y tantos.
El hombre me dijo: —Usted no me conoce más que de mentas, pero usted me es conocido, señor. Soy Rosendo Juárez. El finado Paredes le habrá hablado de mí. El viejo tenía sus cosas; le gustaba mentir, no para engañar, sino para divertir a la gente. Ahora que no tenemos nada que hacer, le voy a contar lo que de veras ocurrió aquella noche. La noche que lo mataron al Corralero. Usted, señor, ha puesto el sucedido en una novela, que yo no estoy capacitado para apreciar, pero quiero que sepa la verdad sobre esos infundios.
Hizo una pausa como para ir juntando los recuerdos y prosiguió: —A uno le suceden las cosas y uno las va entendiendo con los años. Lo que me pasó aquella noche venía de lejos. Yo me crié en el barrio del Maldonado, más allá de Floresta. Era un zanjón de mala muerte, que por suerte ya lo entubaron. Yo siempre he sido de opinión que nadie es quién para detener la marcha del progreso. En fin, cada uno nace donde puede. Nunca se me ocurrió averiguar el nombre del padre que me hizo.
Clementina Juárez, mi madre, era una mujer muy decente que se ganaba el pan con la plancha. Para mí, era entrerriana u oriental; sea lo que sea, sabía hablar de sus allegados en Concepción del Uruguay. Me crié como los yuyos. Aprendí a vistear con los otros, con un palo tiznado. Todavía no nos había ganado el fútbol, que era cosa de los ingleses.
En el almacén, una noche me empezó a buscar un mozo Garmendia. Yo me hice el sordo, pero el otro, que estaba tomado, insistió. Salimos; ya desde la vereda, medio abrió la puerta del almacén y dijo a la gente: —Pierdan cuidado, que ya vuelvo enseguida.
Yo me había agenciado un cuchillo; tomamos para el lado del Arroyo, despacio, vigilándonos. Me llevaba unos años; había visteado muchas veces conmigo y yo sentí que iba a achurarme. Yo iba por la derecha del callejón y él iba por la izquierda.
Tropezó contra unos cascotes. Fue tropezar Garmendia y fue venírmele yo encima, casi sin haberlo pensado. Le abrí la cara de un puntazo, nos trabamos, hubo un momento en el que pudo pasar cualquier cosa y al final le di una puñalada, que fue la última. Sólo después sentí que él también me había herido, unas raspaduras. Esa noche aprendí que no es difícil matar a un hombre o que lo maten a uno. El arroyo estaba muy bajo; para ir ganando tiempo, al finado medio lo disimulé atrás de un horno de ladrillos. De puro atolondrado le refalé el anillo que él sabía llevar con un zarzo. Me lo puse, me acomodé el chambergo y volví al almacén. Entré sin apuro y les dije: —Parece que el que ha vuelto soy yo.
Pedí una caña y es verdad que la precisaba. Fue entonces que alguien me avisó de la mancha de sangre.
Aquella noche me la pasé dando vueltas y vueltas en el catre; no me dormí hasta el alba.
A la oración pasaron a buscarme dos vigilantes. Mi madre, pobre la finada, ponía el grito en el cielo. Arriaron conmigo, como si yo fuera un criminal. Dos días y dos noches tuve que aguantarme en el calabozo. Nadie fue a verme, fuera de Luis Irala, un amigo de veras, que le negaron el permiso. Una mañana el comisario me mandó a buscar.
Estaba acomodado en la silla; ni me miró y me dijo: —¿Así es que vos te lo despachaste a Garmendia? —Si usted lo dice —contesté.
—A mí se me dice señor. Nada de agachadas ni de evasivas. Aquí están las declaraciones de los testigos y el anillo que fue hallado en tu casa. Firmá la confesión de una vez.
Mojó la pluma en el tintero y me la alcanzó.
—Déjeme pensar, señor comisario —atiné a responder.
—Te doy veinticuatro horas para que lo pensés bien, en el calabozo. No te voy a apurar.
Si no querés entrar en razón, ite haciendo a la idea de un descansito en la calle Las Heras.
Como es de imaginarse, yo no entendí.
—Si te avenís, te quedan unos días nomás. Después te saco y ya don Nicolás Paredes me ha asegurado que te va a arreglar el asunto.
Los días fueron diez. A las cansadas se acordaron de mí. Firmé lo que querían y uno de los dos vigilantes me acompañó a la calle Cabrera.
Atados al palenque había caballos y en el zaguán y adentro más gente que en el quilombo. Parecía un comité. Don Nicolás, que estaba mateando, al fin me atendió. Sin mayor apuro me dijo que me iba a mandar a Morón, donde estaban preparando las elecciones. Me recomendó al señor Laferrer, que me probaría. La carta se la escribió un mocito de negro, que componía versos, a lo que oí, sobre conventillos y mugre, asuntos que no son del interés de un público ilustrado. Le agradecí el favor y salí. A la vuelta ya no se me pegó el vigilante.
Todo había sido para bien; la Providencia sabe lo que hace. La muerte de Garmendia, que al principio me había resultado un disgusto, ahora me abría un camino. Claro que la autoridad me tenía en un puño. Si yo no le servía al partido, me mandaban adentro, pero yo estaba envalentonado y me tenía fe.
El señor Laferrer me previno que con él yo iba a tener que andar derechito y que podía llegar a guardaespalda. Mi actuación fue la que se esperaba de mí. En Morón y luego en el barrio, merecí la confianza de mis jefes. La policía y el partido me fueron criando fama de guapo; fui un elemento electoral de valía en atrios de la capital y de la provincia. Las elecciones eran bravas entonces; no fatigaré su atención, señor, con uno que otro hecho de sangre. Nunca los pude ver a los radicales, que siguen viviendo prendidos a las barbas de Alem. No había un alma que no me respetara. Me agencié una mujer, la Lujanera, y un alazán dorado de linda pinta. Durante años me hice el Moreira, que a lo mejor se habrá hecho en su tiempo algún otro gaucho de circo. Me di a los naipes y al ajenjo.
Los viejos hablamos y hablamos, pero ya me estoy acercando a lo que le quiero contar.
No sé si ya se lo menté a Luis Irala. Un amigo como no hay muchos. Era un hombre ya entrado en años, que nunca le había hecho asco al trabajo, y me había tomado cariño. En la vida había puesto los pies en el comité. Vivía de su oficio de carpintero. No se metía con nadie ni hubiera permitido que nadie se metiera con él. Una mañana vino a verme y me dijo: —Ya te habrán venido con la historia de que me dejó la Casilda. El que me la quitó es Rufino Aguilera.
Con ese sujeto yo había tenido trato en Morón. Le contesté: —Sí, lo conozco. Es el menos inmundicia de los Aguilera.
—Inmundicia o no, ahora tendrá que habérselas conmigo.
Me quedé pensando y le dije: —Nadie le quita nada a nadie. Si la Casilda te ha dejado, es porque lo quiere a Rufino y vos no le importás.
—Y la gente ¿qué va a decir? ¿Que soy un cobarde? —Mi consejo es que no te metás en historias por lo que la gente pueda decir y por una mujer que ya no te quiere.
—Ella me tiene sin cuidado. Un hombre que piensa cinco minutos seguidos en una mujer no es un hombre sino un marica. La Casilda no tiene corazón. La última noche que pasamos juntos me dijo que yo ya andaba para viejo.
—Te decía la verdad.
—La verdad es lo que duele. El que me está importando ahora es Rufino.
—Andá con cuidado. Yo lo he visto actuar a Rufino en el atrio de Merlo. Es una luz.
—¿Creés que le tengo miedo? —Ya sé que no le tenés miedo, pero pensalo bien. Una de dos: o lo matás y vas a la sombra, o él te mata y vas a la Chacarita.
—Así será. ¿Vos, qué harías en mi lugar? —No sé, pero mi vida no es precisamente un ejemplo. Soy un muchacho que, para escurrirle el bulto a la cárcel, se ha hecho un matón de comité.
—Yo no voy a hacerme el matón en ningún comité, voy a cobrar una deuda.
—Entonces ¿vas a jugar tu tranquilidad por un desconocido y por una mujer que ya no querés? No quiso escucharme y se fue. Al otro día nos llegó la noticia de que lo había provocado a Rufino en un comercio de Morón y que Rufino lo había muerto.
Él fue a morir y lo mataron en buena ley, de hombre a hombre. Yo le había dado mi consejo de amigo, pero me sentía culpable.
Días después del velorio, fui al reñidero. Nunca me habían calentado las riñas, pero aquel domingo me dieron francamente asco. Qué les estará pasando a esos animales, pensé, que se destrozan porque sí.
La noche de mi cuento, la noche del final de mi cuento, me había apalabrado con los muchachos para un baile en lo de la Parda. Tantos años y ahora me vengo a acordar del vestido floreado que llevaba mi compañera. La fiesta fue en el patio. No faltó algún borracho que alborotara, pero yo me encargué de que las cosas anduvieran como Dios manda. No habían dado las doce cuando los forasteros aparecieron. Uno, que le decían el Corralero y que lo mataron a traición esa misma noche, nos pagó a todos unas copas.
Quiso la casualidad que los dos éramos de una misma estampa. Algo andaba tramando; se me acercó y entró a ponderarme. Dijo que era del Norte, donde le habían llegado mis mentas. Yo lo dejaba hablar a su modo, pero ya estaba maliciándolo. No le daba descanso a la ginebra, acaso para darse coraje, y al fin me convidó a pelear. Sucedió entonces lo que nadie quiere entender. En ese botarate provocador me vi como en un espejo y me dio vergüenza. No sentí miedo; acaso de haberlo sentido, salgo a pelear. Me quedé como si tal cosa. El otro, con la cara ya muy arrimada a la mía, gritó para que todos lo oyeran: —Lo que pasa es que no sos más que un cobarde.
—Así será —le dije—. No tengo miedo de pasar por cobarde. Podés agregar, si te halaga, que me has llamado hijo de mala madre y que me he dejado escupir. Ahora ¿estás más tranquilo? La Lujanera me sacó el cuchillo que yo sabía cargar en la sisa y me lo puso, como fula, en la mano. Para rematarla, me dijo: —Rosendo, creo que lo estás precisando.
Lo solté y salí sin apuro. La gente me abrió cancha, asombrada. Qué podía importarme lo que pensaran.
Para zafarme de esa vida, me corrí a la República Oriental, donde me puse de carrero.
Desde mi vuelta me he afincado aquí. San Telmo ha sido siempre un barrio de orden.




En El informe de Brodie (1970)
Foto: Borges con Nino Ramella
en la casa de Susana López Merino en Mar del Plata
por Pupeto Mastropasqua Vía


10/11/15

Jorge Luis Borges: El ingenuo







Cada aurora (nos dicen) maquina maravillas
capaces de torcer la más terca fortuna;
hay pisadas humanas que han medido la luna
y el insomnio devasta los años y las millas.
En el azul acechan públicas pesadillas
que entenebran el día. No hay en el orbe una
cosa que no sea otra, o contraria, o ninguna.
A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas.
Me asombra que una llave pueda abrir una puerta,
me asombra que mi mano sea una cosa cierta,
me asombra que del griego la eleática saeta
instantánea no alcance la inalcanzable meta,
me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa,
y que la rosa tenga el olor de la rosa.


En La moneda de hierro (1976)
Fotos: ©Sara Facio, Borges, Buenos Aires
Buenos Aires, La Azotea, 2005



9/11/15

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Entre los políticos y la virtud







Una mediana vida yo posea
Un estilo común y moderado
Que no lo note nadie que lo vea.
Ese es un estado ideal con el que yo me identifico plenamente.
Me dices que ves mal el mundo,
te digo que ves el mundo,
decía Quevedo en el siglo XVII. Quizá cada época tenga implícito lo suyo. Yo creo que el presente siempre ha sido duro. Puede haber una edad de oro en un pasado indefinido o en un futuro remoto, pero el presente indudablemente es difícil. Ahora, en cuanto a la decadencia de El Occidente, me parece que es algo que nadie puede negar. Creo que nuestro mundo occidental está en decadencia. Yo volví del Japón convencido de que El Oriente quizá podría salvarnos; ahora me doy cuenta de que eso no es posible, que es inmoral pensar así. El Oriente no podrá salvarnos. La salvación debe ser individual; cada uno debe hacer lo posible para superar los obstáculos que la realidad nos presenta, y renunciar al lujo, a la ostentación y al afán de promoción. Si cada uno obra éticamente el mundo mejorará. Claro, yo no sé hasta qué punto es posible obrar con ética ya que todos somos de algún modo cómplices y estamos involucrados en este sistema de intereses brutales.
Junín son dos civiles que en una esquina maldicen a un tirano,
o un hombre oscuro que se muere en una cárcel.
Eso fue tomado como contemporáneo —y es contemporáneo, ya que seguimos enfrentados al mismo problema—. Y digo también:
La batalla es eterna y puede prescindir de la pompa
de invisibles ejércitos con clarines…
Como ve, yo nunca he permanecido ajeno a los problemas de convivencia de los argentinos. Yo siempre he tomado partido, y bueno, eso me ha acarreado ciertas antipatías. En Francia, por ejemplo, ese poema se publicó con un titular que decía: «Borges ha escrito un poema comprometido».




En Roberto Alifano: Conversaciones con Borges [17]
Buenos Aires, Editorial Atlántida, 1984
Foto original color: Borges y Roberto Alifano (s-d) Vía



8/11/15

Jorge Luis Borges: Nota sobre la paz








Buen heredero de los nominalistas ingleses, H. G. Wells repite que hablar de los anhelos del Irak o de la perspicacia de Holanda es incurrir en temerarias mitologías. Francia, le agrada recordar, consta de niños, de mujeres y de hombres, no de una sola tempestuosa mujer con un gorro frigio. A esa amonestación cabe responder, con el nominalista Hume, que también cada hombre es plural, pues consta de una serie de percepciones o, con Plutarco, Nadie es ahora el que antes fue ni será el que ahora es o, con Heráclito, Nadie baja dos veces al mismo río. Flablar es metaforizar, es falsear; hablar es resignarse a ser Góngora. Sabemos (o creemos saber) que la historia es una perpleja red incesante de efectos y de causas; esa red, en su nativa complejidad, es inconcebible; no podemos pensarla sin acudir a nombres de naciones. Además, tales nombres son ideas que operan en la historia, que rigen y transforman la historia.

Elucidado lo anterior, quiero declarar que para mí un solo hecho justifica este momento trágico; ese hecho jubiloso que nadie ignora y que justiprecian muy pocos es la victoria de Inglaterra. Decir que ha vencido Inglaterra es decir que la cultura occidental ha vencido, es decir que Roma ha vencido; también es decir que ha vencido la secreta porción de divinidad que hay en el alma de todo hombre, aun del verdugo destrozado por la victoria. No fabrico una paradoja; la psicología del germanófilo es la del defensor del gángster, del Mal; todos sabemos que durante la guerra los legítimos triunfos alemanes le interesaron menos que la noción de un arma secreta o que el satisfactorio incendio de Londres.

El esfuerzo militar de las tres naciones que han desbaratado el complot germánico es parejamente admirable, no así las culturas que representan. Los Estados Unidos no han cumplido su alta promesa del siglo XIX; Rusia combina con naturalidad los estigmas de lo rudimentario, de lo escolar, de lo pedantesco y de lo tiránico. De Inglaterra, de la compleja y casi infinita Inglaterra, de esa isla desgarrada y lateral que rige continentes y mares, no arriesgaré una definición; básteme recordar que es quizá el único país que no está embelesado consigo mismo, que no se cree Utopía o el Paraíso. Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irreemplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es también capaz de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo.


Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 129, julio de 1945


En Borges en Sur 1931-1980
Buenos Aires, Emecé, 1999
Manuscrito original y ológrafo
Titulado, firmado y datado “Jorge Luis Borges, 1945”
Con tachaduras e interpolaciones
Versión enviada a publicar en Sur N° 129
Catálogo de manuscritos de Borges del librero Víctor Aizenman



7/11/15

Jorge Luis Borges: Dedicatoria de un silencio







Ahora que mi patria es el recuerdo
y que mi esperanza se reparte en las cosas chicas
—en el teléfono que llama,
en la conversación,
en la carta de letra desconocida—
voy a buscar aniversarios del amor muerto
a las calles de Villa Urquiza.

Son calles largas que se apaisanan de a poco,
son las orillas de la nube y del pájaro,
son la muerte buena de Buenos Aires;
la llanura las entra como un dios ciego
y la raíz de sus ponientes está en la pampa.

Sus rotas vereditas coloradas
son una yapa de la familiaridad de los patios,
sus almacenes solos
son claritos como otra luna sobre los campos
y algún sauce de facha desmoronada
es inmediato —buenamente— a cualquier fracaso.
Yo ando sus callejones,
yo abro la verja de una quinta guardada
en que la amistad y un piano me esperan;
Villa Urquiza, hemos dialogado firme en las tardes
y ésta es la última vez que hacemos un verso.

Sé que para merecerte, debo ignorarte;
para que estés en mi corazón, no debes estar en mi canto
¡mi intimidad y mi silencio sean tuyos
y sea conmigo el beneficio de tus ocasos!




En revista Cartel, Buenos Aires, Nº 1, noviembre de 1926
Luego en Textos recobrados 1956-1986
Buenos Aires, Emecé, 2003
Foto: Borges y Nino Ramella en Mar del Plata
Sin atribución de autor ni fecha - Fuente





6/11/15

Jorge Luis Borges: La cámara de las estatuas






En los primeros días había en el reino de los andaluces una ciudad en la que residieron sus reyes y que tenía por nombre Lebtit o Ceuta, o Jaén. Había un fuerte castillo en esa ciudad, cuya puerta de dos batientes no era para entrar ni aun para salir, sino para que la tuvieran cerrada. Cada vez que un rey fallecía y otro rey heredaba su trono altísimo, éste añadía con sus manos una cerradura nueva a la puerta, hasta que fueron veinticuatro las cerraduras, una por cada rey. Entonces acaeció que un hombre malvado, que no era de la casa real, se adueñó del poder, y en lugar de añadir una cerradura quiso que las veinticuatro anteriores fueran abiertas para mirar el contenido de aquel castillo. El visir y los emires le suplicaron que no hiciera tal cosa y le escondieron el llavero de hierro y le dijeron que añadir una cerradura era más fácil que forzar veinticuatro, pero él repetía con astucia maravillosa: "Yo quiero examinar el contenido de este castillo". Entonces le ofrecieron cuantas riquezas podían acumular, en rebaños, en ídolos cristianos, en plata y oro, pero él no quiso desistir y abrió la puerta con su mano derecha (que arderá para siempre). Adentro estaban figurados los árabes en metal y en madera, sobre sus rápidos camellos y potros, con turbantes que ondeaban sobre la espalda y alfanjes suspendidos de talabartes y la derecha lanza en la diestra. Todas esas figuras eran de bulto y proyectaban sombras en el piso, y un ciego las podía reconocer mediante el solo tacto, y las patas delanteras de los caballos no tocaban el suelo y no se caían, como si se hubieran encabritado. Gran espanto causaron en el rey esas primorosas figuras, y aun más el orden y silencio excelente que se observaba en ellas, porque todas miraban a un mismo lado, que era el poniente, y no se oía ni una voz ni un clarín. Eso había en la primera cámara del castillo. En la segunda estaba la mesa de Solimán, hijo de David —¡sea para los dos la salvación!—, tallada en una sola piedra esmeralda, cuyo color, como se sabe, es el verde, y cuyas propiedades escondidas son indescriptibles y auténticas, porque serena las tempestades, mantiene la castidad de su portador, ahuyenta la disentería y los malos espíritus, decide favorablemente un litigio y es de gran socorro en los partos.

En la tercera hallaron dos libros: uno era negro y enseñaba las virtudes de los metales de los talismanes y de los días, así como la preparación de venenos y de contravenenos; otro era blanco y no se pudo descifrar su enseñanza, aunque la escritura era clara. En la cuarta encontraron un mapamundi, donde estaban los reinos, las ciudades, los mares, los castillos y los peligros, cada cual con su nombre verdadero y con su precisa figura.

En la quinta encontraron un espejo de forma circular, obra de Solimán, hijo de David —¡sea para los dos la salvación!—, cuyo precio era mucho, pues estaba hecho de diversos metales y el que se miraba en su luna veía las caras de sus padres y de sus hijos, desde el primer Adán hasta los que oirán la Trompeta. La sexta estaba llena de elixir, del que bastaba un solo adarme para cambiar tres mil onzas de plata en tres mil onzas de oro. La séptima les pareció vacía y era tan larga que el más hábil de los arqueros hubiera disparado una flecha desde la puerta sin conseguir clavarla en el fondo. En la pared final vieron grabada una inscripción terrible. El rey la examinó y la comprendió, y decía de esta suerte: "Si alguna mano abre la puerta de este castillo, los guerreros de carne que se parecen a los guerreros de metal de la entrada se adueñarán del reino".

Estas cosas acontecieron el año 89 de la Hégira. Antes que tocara a su fin, Tárik se apoderó de esa fortaleza y derrotó a ese rey y vendió a sus mujeres y a sus hijos y desoló sus tierras. Así se fueron dilatando los árabes por el reino de Andalucía, con sus higueras y praderas regadas en las que no se sufre de sed. En cuanto a los tesoros, es fama que Tárik, hijo de Zaid, los remitió al califa su señor, que los guardó en una pirámide.

(Del Libro de las 1001 Noches, noche 272)


En "Etcétera"
Historia universal de la infamia (1935)
Imagen: Borges y Kodama en Palermo, Sicilia (1984) 
por Ferdinando Scianna/Magnum


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