3/10/15
Jorge Luis Borges: La pantera
Tras los fuertes barrotes la pantera
repetirá el monótono camino
que es (pero no lo sabe) su destino
de negra joya, aciaga y prisionera.
Son miles las que pasan y son miles
las que vuelven, pero es una y eterna
la pantera fatal que en su caverna
traza la recta que un eterno Aquiles
traza en el sueño que ha soñado el griego.
No sabe que hay praderas y montañas
de ciervos cuyas trémulas entrañas
deleitarían su apetito ciego.
En vano es vario el orbe. La jornada
que cumple cada cual ya fue fijada.
En El oro de los tigres (1972)
Luego en La rosa produnda (1975)
Foto Claudio Pérez Míguez
Borges en su casa de Buenos Aires, 1982
Museo del Escritor, Madrid
2/10/15
Jorge Luis Borges: La otra muerte
Un par de años hará (he perdido la carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú, anunciando el envío de una versión, acaso la primera española, del poema The Past, de Ralph Waldo Emerson, y agregando en una posdata que don Pedro Damián, de quien yo guardaría alguna memoria, había muerto noches pasadas, de una congestión pulmonar. El hombre, arrasado por la fiebre, había revivido en su delirio la sangrienta jornada de Masoller; la noticia me pareció previsible y hasta convencional, porque don Pedro, a los diecinueve o veinte años, había seguido las banderas de Aparicio Saravia. La revolución de 1904 lo tomó en una estancia de Río Negro o de Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era entrerriano, de Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante como ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última; repatriado en 1905, retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo sepa, no volvió a dejar su provincia. Los últimos treinta años los pasó en un puesto muy solo, a una o dos leguas del Ñancay; en aquel desamparo, yo conversé con él una tarde (yo traté de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de pocas luces. El sonido y la furia de Masoller agotaban su historia; no me sorprendió que los reviviera, en la hora de su muerte… Supe que no vería más a Damián y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que sólo recordé una fotografía que Gannon le tomó. El hecho nada tiene de singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios de 1942, una vez, y a la efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la he perdido y ya no la busco. Me daría miedo encontrarla.
El segundo episodio se produjo en Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del entrerriano me sugirieron un relato fantástico sobre la derrota de Masoller; Emir Rodríguez Monegal, a quien referí el argumento, me dio unas líneas para el coronel Dionisio Tabares, que había hecho esa campaña. El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, «porque el gaucho le teme a la ciudad», de hombres degollados hasta la nuca, de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vivido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos. En un respiro conseguí intercalar el nombre de Damián.
—¿Damián? ¿Pedro Damián? —dijo el coronel—. Ése sirvió conmigo. Un tapecito que le decían Daymán los muchachos. —Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz incomodidad.
Con otra voz dijo que la guerra servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y que, antes de entrar en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía pensarse cobarde y ser un valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Damián, que se anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca y después flaqueó en Masoller. En algún tiroteo con los zumacos se portó como un hombre, pero otra cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron y empezó el cañoneo y cada hombre sintió que cinco mil hombres se habían coaligado para matarlo. Pobre gurí, que se la había pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa patriada…
Absurdamente, la versión de Tabares me avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el viejo Damián, entrevisto una tarde, hace muchos años, yo había fabricado, sin proponérmelo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares lo destrozaba. Súbitamente comprendí la reserva y la obstinada soledad de Damián; no las había dictado la modestia, sino el bochorno. En vano me repetí que un hombre acosado por un acto de cobardía es más complejo y más interesante que un hombre meramente animoso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos memorable que Lord Jim y que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación de ser Martín Fierro —sobre todo, ante gauchos orientales—. En lo que Tabares dijo y no dijo percibí el agreste sabor de lo que se llamaba artiguismo: la conciencia (tal vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que nuestro país y, por ende, más bravo… Recuerdo que esa noche nos despedimos con exagerada efusión.
En el invierno, la falta de una o dos circunstancias para mi relato fantástico (que torpemente se obstinaba en no dar con su forma) hizo que yo volviera a la casa del coronel Tabares. Lo hallé con otro señor de edad: el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, que también había militado en la revolución de Saravia. Se habló, previsiblemente, de Masoller. Amaro refirió unas anécdotas y después agregó con lentitud, como quien está pensando en voz alta:
—Hicimos noche en Santa Irene, me acuerdo, y se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un veterinario francés que murió la víspera de la acción, y un mozo esquilador, de Entre Ríos, un tal Pedro Damián.
Lo interrumpí con acritud.
—Ya sé —le dije—. El argentino que flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos me miraban perplejos.
—Usted se equivoca, señor —dijo, al fin, Amaro—. Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. Serían las cuatro de la tarde. En la cumbre de la cuchilla se había hecho fuerte la infantería colorada; los nuestros la cargaron, a lanza; Damián iba en la punta, gritando, y una bala lo acertó en pleno pecho. Se paró en los estribos, concluyó el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de los caballos. Estaba muerto y la última carga de Masoller le pasó por encima. Tan valiente y no había cumplido veinte años.
Hablaba, a no dudarlo, de otro Damián, pero algo me hizo preguntar qué gritaba el gurí.
—Malas palabras —dijo el coronel—, que es lo que se grita en las cargas.
—Puede ser —dijo Amaro—, pero también gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos callados. Al fin, el coronel murmuró:
—No como si peleara en Masoller, sino en Cagancha o India Muerta, hará un siglo.
Agregó con sincera perplejidad:
—Yo comandé esas tropas, y juraría que es la primera vez que oigo hablar de un Damián.
No pudimos lograr que lo recordara.
En Buenos Aires, el estupor que me produjo su olvido se repitió. Ante los once deleitables volúmenes de las obras de Emerson, en el sótano de la librería inglesa de Mitchell, encontré, una tarde, a Patricio Gannon. Le pregunté por su traducción de The Past. Dijo que no pensaba traducirlo y que la literatura española era tan tediosa que hacía innecesario a Emerson. Le ecordé que me había prometido esa versión en la misma carta en que me escribió la muerte de Damián. Preguntó quién era Damián. Se lo dije, en vano. Con un principio de terror advertí que me oía con extrañeza, y busqué amparo en una discusión literaria sobre los detractores de Emerson, poeta más complejo, más diestro y sin duda más singular que el desdichado Poe.
Algunos hechos más debo registrar. En abril tuve carta del coronel Dionisio Tabares; éste ya no estaba ofuscado y ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que hizo punta en la carga de Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al pie de la cuchilla. En julio pasé por Gualeguaychú; no di con el rancho de Damián, de quien ya nadie se acordaba. Quise interrogar al puestero Diego Abaroa, que lo vio morir; éste había fallecido antes del invierno. Quise traer a la memoria los rasgos de Damián; meses después, hojeando unos álbumes, comprobé que el rostro sombrío que yo había conseguido evocar era el del célebre tenor Tamberlick, en el papel de Otelo.
Paso ahora a las conjeturas. La más fácil, pero también la menos satisfactoria, postula dos Damianes: el cobarde que murió en Entre Ríos hacia 1946, el valiente, que murió en Masoller en 1904. Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes de la memoria del coronel Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la imagen y hasta el nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar, una conjetura más simple: la de haber yo soñado al primero). Más curiosa es la conjetura sobrenatural que ideó Ulrike von Kühlmann. Pedro Damián, decía Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo habían visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las imágenes del pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento, y la sombra del entrerriano volvió a su tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; «murió», y su tenue imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea, pero hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que a la vez es más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos del canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de identidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiani sostiene, contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y empecé a comprender la trágica historia de don Pedro Damián.
La adivino así. Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.
La adivino así. Damián se portó como un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del Ñancay se hizo duro, lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.
En la Suma Teológica se niega que Dios pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero nada se dice de la intrincada concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima que acaso no cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar el presente. Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras; es crear dos historias universales. En la primera (digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda, en Masoller, en 1904. Ésta es la que vivimos ahora, pero la supresión de aquélla no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el coronel Dionisio Tabares se cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso del puestero Abaroa; éste murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro Damián.
En cuanto a mí, entiendo no correr un peligro análogo. He adivinado y registrado un proceso no accesible a los hombres, una suerte de escándalo de la razón; pero algunas circunstancias mitigan ese privilegio temible. Por lo pronto, no estoy seguro de haber escrito siempre la verdad. Sospecho que en mi relato hay falsos recuerdos. Sospecho que Pedro Damián (si existió) no se llamó Pedro Damián, y que yo lo recuerdo bajo ese nombre para creer algún día que su historia me fue sugerida por los argumentos de Pier Damiani. Algo parecido acontece con el poema que mencioné en el primer párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951 creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vaticinaba el de Dios.
¡Pobre Damián! La muerte lo llevó a los veinte años en una triste guerra ignorada y en una batalla casera, pero consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en conseguirlo, y acaso no hay mayores felicidades.
En El Aleph (1949)
Foto: Borges con Emir Rodríguez Monegal
Buenos Aires, sin fecha Vía
1/10/15
Jorge Luis Borges: Manuscrito hallado en la habitación de un suicida [Hotel Las Delicias, Adrogué: 1940]
El otro J.L.B. (el otro y verdadero Borges, el que me justifica de un modo suficiente pero secreto) cumplió esta tarde (acaso por primera vez) con sus obligaciones de auxiliar segundo (doscientos diez pesos al mes; con los descuentos, ciento noventa y nueve) en cierta biblioteca ilegible del hinterland de Boedo, adquirió un revólver en una de las armerías de la calle E. Ríos, adquirió una novela ya leída (Ellery Queen: The Egyptian Cross Mystery) en Constitución, sacó un pasaje de ida a Adrogué - Mármol - Turdera, fue al hotel Las Delicias, consumió y dejó impagas dos o tres cañas fuertes y se descargó un balazo definitivo en una de las piezas altas. Dejó este poema evidentemente bosquejado en la biblioteca (así lo demuestra el membrete) que textualmente copio
[reproducimos].*
*Nota de Nicolás Helft: "La transcripción es literal e incluye esa variante al final, que el autor dejó sin definir, como frecuentemente lo hacía en sus borradores. Borges no llegó a suicidarse en ese hotel de Adrogué, pero el texto no parece ficción. Cuando lo escribió, a principios de 1940, se sentía muy desdichado. Tenía 40 años y era escritor, pero sólo era reconocido en un pequeño círculo y sus libros vendían poco. El dinero le alcanzaba para comprar algunos libros y, de vez en cuando, ir al cine o a cenar. Era soltero y vivía con su madre en un departamento en la esquina de Las Heras y Pueyrredón. Presionado para encontrar un trabajo, había conseguido un cargo menor en una biblioteca de barrio, la que menciona en esta nota. Desconectado del mundo, padecía un síntoma extraño: cumplía mecánicamente con sus obligaciones pero sentía que su vida era falsa, o irreal, y que lo verdadero eran los cuentos que escribía.
El manuscrito fue hallado en un cuaderno de hojas cuadriculadas y tapas negras que contiene, además, un relato fantástico, un poema y una frase suelta"
Texto e imagen en: Helft Nicolás
Borges, Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013
30/9/15
Jorge Luis Borges: Crítica del paisaje
El paisaje del campo es la retórica. Es decir, las reacciones del individuo ante la madeja visual y acústica que lo integra han sido ya delimitadas. Hasta hoy —1921— ninguna reacción nueva se ha sumado a la totalidad de reacciones ya conocidas: actitud lacrimosa, actitud panteísta, actitud estoica y antitética entre el —supuesto— lujo ciudadano y el escueto franciscanismo de la visión rural. (Apuntemos de paso cómo el mismo fray Luis de León, tan verdadero, tan arrebujado en la vida campestre, escamotea muchas veces el paisaje que lo ciñe y le concede únicamente un valor de contrapeso espiritual, de sordina o cilicio contra los incentivos de la vida ambiciosa. Y cómo el oro, el jaspe, los techos artesonados y demás prestigiosas zarandajas que anatematiza, le sirven para decorar sus poemas...)
Ir a admirar adrede el paisaje es paralelizarnos con los salvajes de la cultura, con esos indios blancos que desfilan en piaras militarizadas por los museos y se quedan con los ojos arrodillados ante cualquier lienzo garantido por una firma sólida, y no saben muy bien si están ebrios de admiración o si esa misma voluntad de entusiasmo les ha inhibido la facultad de admirarse.
Desconfiemos de su indecencia emocional.
Desconfiemos de las reacciones organizadas, de las emociones previstas y de las actitudes de recluta en que se plasman los espíritus amaestrados. El Arte —comprendido, como ellos lo comprenden, con A mayúscula— es una falsedad, es una cosa que en lugar de enriquecer la vida la estruja y empobrece.
El paisaje —como todas las cosas en sí— no es absolutamente nada. La palabra paisaje es la condecoración verbal que otorgamos a la visualidad que nos rodea, cuando ésta nos ha untado con cualquier barniz conocido de la literatura. Desgraciadamente no hay gran acervo de barnices. El ruiseñor que se derrama entero en el quietismo de la selva nos sugiere, con una regularidad geometral, los instantes del Intermedio Lírico, y el tren que opera la bisección de la planicie mansa, espolea inevitablemente en nosotros los recuerdos de dos visiones literarias ya trasnochadas: la del naturalismo (nexo causal inaflojable, enfermedades hereditarias, puestas o salidas de sol en los momentos oportunos...) y la de los albores del futurismo (belleza del esfuerzo, Whitman mal traducido al italiano, instalación de luz eléctrica en la retórica...) Y no me refiero al agotamiento del tren y del ruiseñor como elementos literarios. Pluma en ristre, les impondremos la traducción que más nos convenga, y descubriremos en el ruiseñor ironía, desesperanza o cualquier otra cosa, y diremos que su cantar le saca punta al silencio, o que se enreda en las estrellas, o que sacude el liso corazón del plenilunio...
Eso hablando en urdidor de verbalismos. Pero hablando en espectador aprofesional del paisaje, las viejas sugestiones clásicas y románticas aún me doblegan, y lo veo persistente, enorme, tedioso y como atorado de ritmos sentimentales, de estatuaria esponjosa, de proyectos y de posturas de alma gastadas.
El paisaje de campo es la mentira.
Por eso he vuelto la espalda a sus alcores, a sus tablados y a los colorines gesticulantes de sus ponientes.
Hasta que alguna vez —obliterados ya los versos que Juan Ramón Jiménez dibujó en mi pizarra espiritual— pueda volver y descubrir, sin desviación ni finalidad artística alguna, la mejorana y el tomillo.
Lo bello es lo espontáneo, lo que carece de últimos planos declamatorios o egocéntricos. (La idea estilizada en frases bien peinaditas y eslabonadas sobre una firma en letras de molde, siempre será inferior a la idea repartida humanamente, sencillamente, sin mirar de reojo a la fama y ofrecida a los demás como quien ofrece un pitillo.)
Un verso puede ser muy bello, pero nunca un libro de versos.
Lo marginal es lo más bello.
Por ejemplo: Cualquier casita del arrabal, seria, pueril y sosegada. El café donde estoy (cuyos detalles sólo nebulosamente conozco). El paisaje urbano que los verbalismos no mancharon aún. La cantinela intermitente de un organillo que se derrama por los cangilones de los ruidos más duros.
Cosmópolis, Madrid, N° 34, octubre de 1921*
Notas
[*] Este texto esta frmado "Jorge Luis Biorges". Fue publicado en la sección "Prosistas nuevos", junto con "Buenos Aires".
Cosmópolis, fundada en 1918, estaba dirigida por Enrique Gópez Carrillo. En enero de 1922 cambió de formato y su director fue Alfonso Hernández Catá. En carta a [Jacobo] Sureda fechada 24 de noviembre de 1921: «Hace tiempo que sólo escribo prosas. En Cosmópolis de octubre han publicado dos intituladas "Buenos Aires" y "Crítica del paisaje". En la misma revista de Noviembre, habrá salido —según me dice Torre, que es secretario de redacción— otro sobre la Metáfora, donde hablo de ti, y que te enviaré en cuanto lo reciba».
En Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Sudamericana S.A.
Foto: Anverso de la tarjeta postal enviada por Borges
a Jacobo Sureda en octubre de 1921,
desde Buenos Aires a Leysin (Suiza)
Notas
[*] Este texto esta frmado "Jorge Luis Biorges". Fue publicado en la sección "Prosistas nuevos", junto con "Buenos Aires".
Cosmópolis, fundada en 1918, estaba dirigida por Enrique Gópez Carrillo. En enero de 1922 cambió de formato y su director fue Alfonso Hernández Catá. En carta a [Jacobo] Sureda fechada 24 de noviembre de 1921: «Hace tiempo que sólo escribo prosas. En Cosmópolis de octubre han publicado dos intituladas "Buenos Aires" y "Crítica del paisaje". En la misma revista de Noviembre, habrá salido —según me dice Torre, que es secretario de redacción— otro sobre la Metáfora, donde hablo de ti, y que te enviaré en cuanto lo reciba».
En Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Sudamericana S.A.
Foto: Anverso de la tarjeta postal enviada por Borges
a Jacobo Sureda en octubre de 1921,
desde Buenos Aires a Leysin (Suiza)
29/9/15
Jorge Luis Borges: Inferno, I, 32
Desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche, un leopardo, en los años finales del siglo XIX, veía unas tablas de madera, unos barrotes verticales de hierro, hombres y mujeres cambiantes, un paredón y tal vez una canaleta de piedra con hojas secas. No sabía, no podía saber, que anhelaba amor y crueldad y el caliente placer de despedazar y el viento con olor a venado, pero algo en él se ahogaba y se rebelaba y Dios le habló en un sueño: "Vives y morirás en esta prisión, para que un hombre que yo sé te mire un número determinado de veces y no te olvide y ponga tu figura y tu símbolo en un poema, que tiene su preciso lugar en la trama del universo. Padeces cautiverio, pero habrás dado una palabra al poema." Dios, en el sueño, iluminó la rudeza del animal y éste comprendió las razones y aceptó ese destino, pero sólo hubo en él, cuando despertó, una oscura resignación, una valerosa ignorancia, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de una fiera.
Años después, Dante se moría en Ravena, tan injustificado y tan solo como cualquier otro hombre. En un sueño, Dios le declaró el secreto propósito de su vida y de su labor; Dante, maravillado, supo al fin quién era y qué era y bendijo sus amarguras. La tradición refiere que, al despertar, sintió que había recibido y perdido una cosa infinita, algo que no podría recuperar, ni vislumbrar siquiera, porque la máquina del mundo es harto compleja para la simplicidad de los hombres.
En El Hacedor (1960)
Retrato de Jorge Luis Borges
©Sara Facio, Borges, Buenos Aires
Buenos Aires, La Azotea, 2005
28/9/15
Jorge Luis Borges: Rusia (poema autógrafo ca. 1920) [bilingüe]
La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje
con gallardetes de hurras
mediodías estallan en los ojos
Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres
y el sol crucificado en los ponientes
se pluraliza en la vocinglería
de las torres del Kreml.; [sic]
El mar vendrá nadando a esos ejércitos
que envolverán sus torsos
en todas las praderas del continente
En el cuerno salvaje de un arco iris
clamaremos su gesta
bayonetas
que portan en la punta las mañanas
En Cahier de L'Herne, dedicado a Borges, París, 1964
Versión en prosa
La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje con gallardetes de hurras: mediodías estallan en los ojos. Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres y el sol crucificado en los ponientes se pluraliza en la vocinglería de las torres del Kreml.; [sic]. El mar vendrá nadando a esos ejércitos que envolverán sus torsos en todas las praderas del continente. En el cuerno salvaje de un arco iris clamaremos su gesta bayonetas que portan en la punta las mañanas.
Grecia*, Madrid, Año 3, N° 48, 1 de septiembre de 1920
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Grecia*, Madrid, Año 3, N° 48, 1 de septiembre de 1920 |
*La versión en prosa se publicó ilustrada con un grabado en madera de Norah Borges. El 20 de agosto de 1920 Borges escribe a su amigo Abramowicz desde Valldemosa, Mallorca: "Todavía espero la Grecia del 15. Creo que una prosa ultraísta mía ha llegado demasiado tarde para aparecer en este número (...)"
En Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Sudamericana S.A.
Foto superior incluida en El mundo de Borges,
fascículos bajo la dirección de Roberto Alifano, Alejandro Vaccaro y Ambito Fnanciero
Buenos Aires, Ambito financiero, sin fecha
Foto PD
Fuente segunda foto (manuscrito)
Nota
Rusia trataríase del primer poema de JLB traducido a otro idioma (húngaro): Oroszország
Foto PD
Fuente segunda foto (manuscrito)
Nota
Rusia trataríase del primer poema de JLB traducido a otro idioma (húngaro): Oroszország
Ma, 6, évf. 9, sz. 15 sept. 1921, p. 122
Az elöveritt futóárok sivatagban kikötö bárka
hajrás lobogókkal
Delek fröccsentenek a szemekbe
Csendzászlók alatt marsolnak a tömegek
És a nyugaton keresztrefeszitett nap
megsokszorozódik a Kreml tornyainak zsibajában
A tenger usztatja majd elö ezeket a regim enteket
melyek torzóikat belegöngyölik
a kontinens összez tereibe
Egy szivárvány vad kürtjébe harsogjuk tettüket
bajonettek
melyek hegyükön a reggeleket hozzák.
Ford. Gáspár Endre
Búsqueda de material FG y PD
27/9/15
Rafael Narbona: Borges y la filosofía
¿Se puede afirmar que la obra de Borges pertenece –al menos en parte- al terreno de la filosofía? La filosofía es una disciplina escurridiza, que se resiste a una definición objetiva y universal. No es una ciencia social, natural o exacta. No es una técnica y, menos aún, una religión. En las primeras décadas del siglo XXI, se podría decir que –en su sentido más amplio- es la pregunta por el ser y -en un sentido más específico- la pregunta por los fundamentos del conocimiento, la moral, la política y la belleza. Kant condensó el propósito de la filosofía en tres célebres preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar? Todos estos interrogantes pueden reunirse en una sola pregunta: ¿qué es el hombre? Kant no menciona la belleza, pero en 1790 publica la Crítica del Juicio, donde establece una feliz distinción entre lo bello –que cautiva con su armonía y equilibrio- y lo sublime –que conmueve y sacude, provocando terror y fascinación. ¿Cuál es la posición de Borges en relación a estas cuestiones? ¿Cómo responde a estas preguntas? ¿Se las plantea seriamente? Borges citaba a menudo la maliciosa frase de la Escuela de Viena, según la cual “la metafísica es una rama de la literatura fantástica”. Aficionado a las provocaciones, simulaba un falso entendimiento con el positivismo lógico, pero era demasiado incrédulo para suscribir que un enunciado lógicamente perfecto constituye una verdad objetiva. Borges ensayó una definición de la filosofía que encajaba con su actitud descreída: “Si soy rico en algo, lo soy más en perplejidad que en certidumbre. Un colega declara desde su sillón que la filosofía es entendimiento claro y preciso; yo la definiría como la organización de las perplejidades esenciales del hombre”.
Borges era un lector apasionado de Heráclito, Berkeley, Hume y Schopenhauer, pero nunca perdió mucho tiempo con los sistemas, especialmente cuando su arquitectura y lenguaje se basaban en complejos tecnicismos. No leyó las tres Críticas de Kant ni la Ciencia de la lógica de Hegel. Tampoco se internó en la inextricable selva de Heidegger, tan oscura como los misterios de Eleusis. No se debatió con la pregunta por el ser. No le interesó el “giro lingüístico” del primer Wittgenstein ni el misticismo del segundo. ¿Por qué callar ante lo inefable, si la palabra –con sus imperfecciones y limitaciones- es lo más preciado de la especie humana? En “Las ruinas circulares” (Ficciones, 1944), juega con la idea calderoniana de que la realidad es sueño, pero sin el énfasis trágico del Barroco. Somos el sueño de otro al que llamamos Dios. Es una hipótesis de indudable belleza, pero tan incierta como la paradoja de Aquiles y la tortuga o la flecha de Zenón de Elea. El espacio es infinitamente divisible en la “llanura supraceleste” de Platón, donde existe la esfera perfecta soñada por Pascal, pero en el mundo empírico el espacio es un tramo que Aquiles recorre con atléticos pasos de hoplita y la flecha del arquero vuela implacablemente hasta hundir su punta en el blanco.
En “Nueva refutación del tiempo” (Otras inquisiciones, 1952), Borges esboza una ingeniosa impugnación del tránsito temporal, explotando los argumentos de Berkeley, pero finaliza el texto admitiendo que sólo se trata de una ilusión: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. Escéptico en materia religiosa, declaró con humor: “Todo es posible, hasta Dios”. En Los teólogos (El Aleph, 1949), Aureliano acusa a Juan de Panonia de herejía, enviándolo a la hoguera. Cuando Aureliano perece por causas naturales, descubre que Dios le confunde con Juan de Panonia. En la eternidad, “el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima” se confunden en la misma identidad difusa, pues Dios apenas presta atención a las sutilezas teológicas. Kant presuponía la inmortalidad como un interminable proceso de perfeccionamiento, sin el cual no sería posible lograr la excelencia moral como especie. La inmortalidad es un postulado de la razón práctica, no una evidencia empírica. El filósofo de Königsberg, con una biografía tan insípida como la de Borges, considera que no debemos codiciar la inmortalidad, sino hacernos merecedores de ella.
El escritor argentino no aprecia nada deseable en existir indefinidamente. Nunca ocultó el fastidio que le producía ser Borges, confesando que el anhelo de inmortalidad de Unamuno le parecía literalmente incomprensible. En “El inmortal” (El Aleph), quizás uno de sus cuentos más perfectos, escribe: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”. En una hipotética eternidad, semejante a la que viven los trogloditas de la Ciudad de los Inmortales, “no hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres”. El tribuno romano que protagoniza el relato advierte el horripilante significado de la inmortalidad: “Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”. Borges concluye que la muerte es necesaria para mantener el sentido de la vida: “La muerte (o su alusión) hace precisos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y azaroso”.
En el terreno de la moral, Borges descarta formular cualquier clase de imperativo. No es un relativista, pero se muestra escéptico sobre la posibilidad de deslindar nítidamente el terreno del bien y el mal. No cree en la literatura comprometida. La buena literatura no nace de una idea, sino de la fatalidad. Ese fenómeno explica la autonomía del arte, con una existencia independiente de su autor. ¿Es el Martín Fierro una apología de la violencia y de la camaradería masculina, con su inevitable tufo de misoginia? No es un secreto que Borges sentía fascinación por los gauchos y soñaba con una muerte viril, semejante al de Juan Dahlmann, el protagonista de “El Sur” (Ficciones, 1944), que se deja matar por “compadrito de cara achinada” en una disputa trivial. Dahlmann acepta el cuchillo de un gaucho y sale a la llanura. No sabe manejar el arma, pero no está asustado. Le espera la muerte que “hubiera elegido o soñado” meses atrás, cuando se recuperaba de un grave accidente en un hospital. Se ha acusado a Borges de conservador, pero en realidad era un individualista feroz, que detestaba cualquier forma de autoritarismo: “Estoy en contra de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras, y de los estados”. Se definía como “anarquista”, pero su anarquismo no guardaba ninguna relación con la tradición libertaria, sino con la filosofía de Spencer, según el cual lo óptimo en política es un “severo mínimo de gobierno”. Los valores morales de Borges eran la amistad, el coraje y la tolerancia. Se declaraba enemigo del fascismo y el comunismo, dos ideologías totalitarias, colectivistas, que postulan la aniquilación del individuo. Desde su punto de vista, la realidad es “un sueño compartido”, el yo “una alucinación colectiva” y la belleza “la inminencia de una revelación que no se produce”. Borges no es un filósofo –al menos, en el sentido académico-, sino un clásico literario, quizás el mayor de la segunda mitad del siglo XX en lengua castellana. En septiembre de 1972, le entrevistó la Revista Gente: “Es usted un genio”, afirmó el periodista. “No crea, son calumnias”, contestó el escritor. Ser un genio tiene sus inconvenientes. Borges repudió sus primeros libros, pero la posteridad fue inmisericorde, rescatando hasta la más pequeña de sus notas, algo que le habría hecho sufrir mucho más que no recibir el Nobel. “No otorgarme el Premio Nobel se ha convertido en una tradición escandinava”, comentó burlón un gran amante de las sagas escandinavas. Afirmaba que entendía a la Academia Sueca: “Todo lo que he escrito, todo, no pasa de ser borradores… ¡borradores!… papeles sueltos”. Esos presuntos borradores son una vasta, profunda y ubicua literatura, casi tan perfecta como la flor de Coleridge, que viajó desde el Paraíso hasta la Historia para escarnecer nuestra pobre racionalidad.
En suplemento El Cultural
26/9/15
Jorge Luis Borges: Examen de la obra de Herbert Quain
Herbert Quain ha muerto en Roscommon; he comprobado sin asombro que el Suplemento Literario del Times apenas le depara media columna de piedad necrológica, en la que no hay epíteto laudatorio que no esté corregido (o seriamente amonestado) por un adverbio. El Spectator, en su número pertinente, es sin duda menos lacónico y tal vez más cordial, pero equipara el primer libro de Quain —The God of the Labyrinth— a uno de Mrs. Agatha Christie y otros a los de Gertrude Stein: evocaciones que nadie juzgará inevitables y que no hubieran alegrado al difunto. Éste, por lo demás, no se creyó nunca genial; ni siquiera en las noches peripatéticas de conversación literaria, en las que el hombre que ya ha fatigado las prensas, juega invariablemente a ser Monsieur Teste o el doctor Samuel Johnson… Percibía con toda lucidez la condición experimental de sus libros: admirables tal vez por lo novedoso y por cierta lacónica probidad, pero no por las virtudes de la pasión. «Soy como las odas de Cowley», me escribió desde Longford el 6 de marzo de 1939. «No pertenezco al arte, sino a la mera historia del arte». No había, para él, disciplina inferior a la historia.
He repetido una modestia de Herbert Quain; naturalmente, esa modestia no agota su pensamiento. Flaubert y Henry James nos han acostumbrado a suponer que las obras de arte son infrecuentes y de ejecución laboriosa; el siglo XVI (recordemos el Viaje del Parnaso, recordemos el destino de Shakespeare) no compartía esa desconsolada opinión. Herbert Quain, tampoco. Le parecía que la buena literatura es harto común y que apenas hay diálogo callejero que no la logre. También le parecía que el hecho estético no puede prescindir de algún elemento de asombro y que asombrarse de memoria es difícil. Deploraba con sonriente sinceridad «la servil y obstinada conservación» de libros pretéritos… Ignoro si su vaga teoría es justificable; sé que sus libros anhelan demasiado el asombro.
Deploro haber prestado a una dama, irreversiblemente, el primero que publicó. He declarado que se trata de una novela policial: The God of the Labyrinth; puedo agradecer que el editor la propuso a la venta en los últimos días de noviembre de 1933. En los primeros de diciembre, las agradables y arduas involuciones del Siamese Twin Mystery atarearon a Londres y a Nueva York; yo prefiero atribuir a esa coincidencia ruinosa el fracaso de la novela de nuestro amigo. También (quiero ser del todo sincero) a su ejecución deficiente y a la vana y frígida pompa de ciertas descripciones del mar. Al cabo de siete años, me es imposible recuperar los pormenores de la acción; he aquí su plan; tal como ahora lo empobrece (tal como ahora lo purifica) mi olvido. Hay un indescifrable asesinato en las páginas iniciales, una lenta discusión en las intermedias, una solución en las últimas. Ya aclarado el enigma, hay un párrafo largo y retrospectivo que contiene esta frase: Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores de ajedrez había sido casual. Esa frase deja entender que la solución es errónea. El lector, inquieto, revisa los capítulos pertinentes y descubre otra solución, que es la verdadera. El lector de ese libro singular es más perspicaz que el detective.
Aún más heterodoxa es la «novela regresiva, ramificada» April March, cuya tercera (y única) parte es de 1936. Nadie, al juzgar esa novela, se niega a descubrir que es un juego; es lícito recordar que el autor no la consideró nunca otra cosa. «Yo reivindico para esa obra», le oí decir, «los rasgos esenciales de todo juego: la simetría, las leyes arbitrarias, el tedio». Hasta el nombre es un débil calembour: no significa Marcha de abril sino literalmente Abril marzo. Alguien ha percibido en sus páginas un eco de las doctrinas de Dunne; el prólogo de Quain prefiere evocar aquel inverso mundo de Bradley, en que la muerte precede al nacimiento y la cicatriz a la herida y la herida al golpe (Appearance and Reality, 1897, página 215)[1]. Los mundos que propone April March no son regresivos; lo es la manera de historiarlos. Regresiva y ramificada, como ya dije. Trece capítulos integran la obra. El primero refiere el ambiguo diálogo de unos desconocidos en un andén. El segundo refiere los sucesos de la víspera del primero. El tercero, también retrógrado, refiere los sucesos de otra posible víspera del primero; el cuarto, los de otra. Cada una de esas tres vísperas (que rigurosamente se excluyen) se ramifica en otras tres vísperas, de índole muy diversa. La obra total consta pues de nueve novelas; cada novela, de tres largos capítulos. (El primero es común a todas ellas, naturalmente). De esas novelas, una es de carácter simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial; otra, psicológica; otra, comunista; otra, anticomunista, etcétera. Quizá un esquema ayude a comprender la estructura.
De esa estructura cabe repetir lo que declaró Schopenhauer de las doce categorías kantianas: todo lo sacrifica a un furor simétrico. Previsiblemente, alguno de los nueve relatos es indigno de Quain; el mejor no es el que originariamente ideó, el x4; es el de naturaleza fantástica, el x9. Otros están afeados por bromas lánguidas y por seudoprecisiones inútiles. Quienes los leen en orden cronológico (verbigracia: x3, y1, z) pierden el sabor peculiar del extraño libro. Dos relatos —el x7, el x8— carecen de valor individual; la yuxtaposición les presta eficacia… No sé si debo recordar que ya publicado April March, Quain se arrepintió del orden ternario y predijo que los hombres que lo imitaran optarían por el binario
y los demiurgos y los dioses por el infinito: infinitas historias, infinitamente ramificadas.
Muy diversa, pero retrospectiva también, es la comedia heroica en dos actos The Secret Mirror. En las obras ya reseñadas, la complejidad formal había entorpecido la imaginación del autor; aquí, su evolución es más libre. El primer acto (el más extenso) ocurre en la casa de campo del general Thrale, C. I. E., cerca de Melton Mowbray. El invisible centro de la trama es Miss Ulrica Thrale, la hija mayor del general. A través de algún diálogo la entrevemos, amazona y altiva; sospechamos que no suele visitar la literatura; los periódicos anuncian su compromiso con el duque de Rutland; los periódicos desmienten el compromiso. La venera un autor dramático, Wilfred Quarles; ella le ha deparado alguna vez un distraído beso. Los personajes son de vasta fortuna y de antigua sangre; los afectos, nobles aunque vehementes; el diálogo parece vacilar entre la mera vanilocuencia de Bulwer-Lytton y los epigramas de Wilde o de Mr. Philip Guedalla. Hay un ruiseñor y una noche; hay un duelo secreto en una terraza. (Casi del todo imperceptibles, hay alguna curiosa contradicción, hay pormenores sórdidos). Los personajes del primer acto reaparecen en el segundo —con otros nombres. El «autor dramático» Wilfred Quarles es un comisionista de Liverpool; su verdadero nombre John William Quigley. Miss Thrale existe; Quigley nunca la ha visto, pero morbosamente colecciona retratos suyos del Tatler o del Sketch. Quigley es autor del primer acto. La inverosímil o improbable «casa de campo» es la pensión judeo-irlandesa en que vive, transfigurada y magnificada por él… La trama de los actos es paralela, pero en el segundo todo es ligeramente horrible, todo se posterga o se frustra. Cuando The Secret Mirror se estrenó, la crítica pronunció los nombres de Freud y de Julian Green. La mención del primero me parece del todo injustificada.
La fama divulgó que The Secret Mirror era una comedia freudiana; esa interpretación propicia (y falaz) determinó su éxito. Desgraciadamente, ya Quain había cumplido los cuarenta años; estaba aclimatado en el fracaso y no se resignaba con dulzura a un cambio de régimen. Resolvió desquitarse. A fines de 1939 publicó Statements: acaso el más original de sus libros, sin duda el menos alabado y el más secreto. Quain solía argumentar que los lectores eran una especie ya extinta. «No hay europeo (razonaba) que no sea un escritor, en potencia o en acto». Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la invención. Ya que no todos son capaces de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros. Para esos «imperfectos escritores», cuyo nombre es legión, Quain redactó los ocho relatos del libro Statements. Cada uno de ellos prefigura o promete un buen argumento, voluntariamente frustrado por el autor. Alguno —no el mejor— insinúa dos argumentos. El lector, distraído por la vanidad, cree haberlos inventado. Del tercero, The Rose of Yesterday, yo cometí la ingenuidad de extraer «Las ruinas circulares», que es una de las narraciones del libro El jardín de senderos que se bifurcan.
1941
[*] Ay de la erudición de Herbert Quain, ay de la página 215 de un libro de 1897. Un interlocutor del Político, de Platón, ya había descrito una regresión parecida: la de los Hijos de la Tierra o Autóctonos que, sometidos al influjo de una rotación inversa del cosmos, pasaron de la vejez a la madurez, de la madurez a la niñez, de la niñez a la desaparición y la nada. También Teopompo, en su Filípica, habla de ciertas frutas boreales que originan en quien las come, el mismo proceso retrógrado. Más interesante es imaginar una inversión del Tiempo: un estado en el que recordáramos el porvenir e ignoráramos, o apenas presintiéramos, el pasado. Cf. el canto X del Infierno, versos 97-102, donde se comparan la visión profética y la presbicia.
En Ficciones (1941)
Foto: Borges en conferencia
Ediciones especiales en fasciculos de
"Ambito Financiero", Buenos Aires (sin autores ni fecha)
25/9/15
Jorge Luis Borges: Cuando la ficción vive en la ficción
Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura, y así (a lo menos, en potencia) infinitamente... Catorce o quince años después, hacia 1921, descubrí en una de las obras de Russell una invención análoga de Josiah Royce. Éste supone un mapa de Inglaterra, dibujado en una porción del suelo de Inglaterra: ese mapa —a fuer de puntual— debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito... Antes, en el Museo del Prado, vi el conocido cuadro velazqueño de Las meninas: en el fondo aparece el propio Velázquez, ejecutando los retratos unidos de Felipe IV y de su mujer, que están fuera del lienzo pero a quienes repite un espejo. Ilustra el pecho del pintor la cruz de Santiago; es fama que el rey la pintó, para hacerlo caballero de esa orden... Recuerdo que las autoridades del Prado habían instalado enfrente un espejo, para continuar esas magias.
Al procedimiento pictórico de insertar un cuadro en un cuadro, corresponde en las letras el de interpolar una ficción en otra ficción. Cervantes incluyó en El Quijote una novela breve; Lucio Apuleyo intercaló famosamente en El asno de oro la fábula de Amor y de Psiquis: tales paréntesis, en razón misma de su naturaleza inequívoca son tan banales como la circunstancia de que una persona, en la realidad, lea en voz alta o cante. Los dos planos —el verdadero y el ideal— no se mezclan. En cambio, el Libro de las mil y una noches duplica y reduplica hasta el vértigo la ramificación de un cuento central en cuentos adventicios, pero no trata de graduar esas realidades, y el efecto (que debió ser profundo) es superficial, como una alfombra persa. Es conocida la historia liminar de la serie: el desolado juramento del rey que cada noche se desposa con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad que lo distrae con maravillosas historias, hasta que encima de los dos han rodado mil y una noches y ella le muestra su hijo. La necesidad de completar mil y una secciones obligó a los copistas de la obra a interpolaciones de todas clases. Ninguna tan perturbadora como la de la noche DCII, mágica entre las noches. En esa noche extraña, él oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia que abarca a todas las demás, y también —de monstruoso modo— a sí misma. ¿Intuye claramente el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso peligro? Que la reina persista, y el inmóvil rey oirá para siempre la trunca historia de las mil y una noches, ahora infinita y circular... En Las mil y una noches, Shahrazad refiere muchas historias; una de esas historias casi es la historia de Las mil y una noches.
Shakespeare, en el tercer acto de Hamlet, erige un escenario en el escenario; el hecho de que la pieza representada —el envenenamiento de un rey— espeja de algún modo la principal, basta para sugerir la posibilidad de infinitas involuciones. (En un artículo de 1840, De Quincey observa que el macizo estilo abultado de esa pieza menor hace que el drama general que la incluye parezca, por contraste, más verdadero. Yo agregaría que su propósito esencial es opuesto: hacer que la realidad nos parezca irreal.)
Hamlet data de 1602. A fines de 1635 el joven escritor Pierre Corneille compone la comedia de magia L'illusion comique. Pridamant, padre de Clindor, ha recorrido en busca de su hijo las naciones de Europa. Con más curiosidad que fe, visita la gruta del «mágico prodigioso» Alcandre. Éste, de manera fantasmagórica, le muestra la azarosa vida del hijo. Lo vemos apuñalar a un rival, huir de la justicia, morir asesinado en un jardín y luego conversar con unos amigos. Alcandre nos aclara el misterio. Clindor, después de haber matado al rival, se ha hecho comediante y la escena del ensangrentado jardín no pertenece a la realidad (a la «realidad» de la ficción de Corneille), sino a una tragedia. Estábamos, sin saberlo, en el teatro. Un elogio un tanto imprevisto de esa institución da fin a la obra:
Méme notre grand Roi, ce foudre de la guerre,
Dont le nom sefait craindre aux deux bouts de la terre,
Le front ceint de lauriers, daigne bien quelquefois
Préter l'oeil et l'oreille au Théátre-Francais...
Es triste comprobar que Corneille pone en boca del mago esos no muy mágicos versos.
La novela Der Golem de Gustav Meyrink (1915), es la historia de un sueño: en ese sueño hay sueños; en esos sueños (creo) otros sueños.
He enumerado muchos laberintos verbales; ninguno tan complejo como la novísima obra de Flann O'Brien: At Swim-Two-Birds. Un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre los parroquianos de su taberna (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas donde figuran el tabernero y el estudiante, y otros compositores de novelas sobre otros novelistas. Forman el libro los muy diversos manuscritos de esas personas reales o imaginarias, copiosamente anotados por el estudiante. At Swim-Two-Birds no sólo es un laberinto: es una discusión de las muchas maneras de concebir la novela irlandesa y un repertorio de ejercicios en verso y prosa, que ilustran o parodian todos los estilos de Irlanda. La influencia magistral de Joyce (arquitecto de laberintos, también; Proteo literario, también) es innegable, pero no abrumadora, en este libro múltiple.
Arthur Schopenhauer escribió que los sueños y la vigilia eran hojas de un mismo libro y que leerlas en orden era vivir, y hojearlas, soñar. Cuadros dentro de cuadros, libros que se desdoblan en otros libros, nos ayudan a intuir esa identidad.
2 de junio de 1939
En Textos cautivos (1986)
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar
2 de junio de 1939
Imagen: Diego de Velázquez: Las meninas (1656/1657)
Madrid, Museo del Prado Via
2 de junio de 1939
Imagen: Diego de Velázquez: Las meninas (1656/1657)
Madrid, Museo del Prado Via
24/9/15
Jorge Luis Borges: Buenos Aires [1]
Ni de mañana ni al atardecer ni en la noche vemos realmente la ciudad. La mañana es una prepotencia de azul, un asombro de abiertas claraboyas agujereando el cielo decisivo y completo, un cristalear y un despilfarro escandaloso de sol amontonándose en las plazas y hasta metiéndose en los espejos y en los aljibes. La tarde es el momento dramático de la jornada: es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas, y nos desmadeja, nos carcome y nos manosea. Después,y ya convalecientes de la tarde, la noche es el milagro trunco: la culminación de los embanderados faroles y el tiempo en que la objetividad palpable se hace menos insolente y menos maciza. La madrugada, en cambio, siempre es una cosa infame y rastrera, pues encubre la gran conjuración tramada para poner en pie todo aquello que fracasó diez horas antes, y va alineando calles, decapitando luces y repintando colores por los idénticos lugares de la tarde anterior, hasta que nosotros —ya con la ciudad al cuello y el día abismal unciendo nuestros hombros— tenemos que rendirnos a la desatinada plenitud de su triunfo y resignarnos a que nos remachen un día más en la frente.
No: las etapas que acabo de enunciar son demasiado literarias para que en ellas pueda el paisaje gozar de vida propia. Yo estoy seguro que el amanecer en Benarés tiene el mismo sentido que el amanecer en Madrid... (¡Oh lenta luna rezagada encima del Viaducto y actuación mentirosamente optimista de los pajaritos que chillan tras las verjas de los jardines húmedos!)
Para apresar íntegramente el alma —imaginaria— del paisaje, hay que elegir una de aquellas horas huérfanas que viven como asustadas por los demás y en las cuales nadie se fija. Por ejemplo: las dos y pico, p. m. El cielo asume entonces cualquier color. Ningún director de orquesta nos impone su pauta. La cenestesia fluye por los ojos pueriles y la ciudad se adentra en nosotros. Así nos hemos empapado de Buenos Aires.
***
Aunque a veces nos humille algún rascacielos, la visión total de Buenos Aires no es whitmaniana. Las líneas horizontales vencen las verticales. Las perspectivas —de casitas de un piso alienadas y confrontándose a lo largo de las leguas de asfalto y piedras— son demasiado fáciles para no parecer inverosímiles. En cada encrucijada se adivinan cuatro correctos horizontes. Horizontes que intentan distraídamente escalar mis ojos de miope. Horizontes con esa lejanía exasperante que tienen las mangas de los gabanes, a veces... Y además: automóviles y vehementes anuncios de cigarrillos, y, como un eficaz terrón de azúcar que endulzase él solo la ciudad desdibujada y lacia, el último tango —siempre hay un último tango— enhebra todos los oídos y en su flojo compás disloca las actitudes.
He mentado las casas. Y es que las casas constituyen lo más conmovedor que existe en Buenos Aires. Tan lamentablemente iguales, tan incomunicadas en su apretujón estrechísimo, tan únicas de puerta, tan petulantes de balaustradas y de umbralitos de mármol, se afirman, a la vez, tímidas y orgullosas. Siempre campea un patio en el medio, un pobre patio que nunca tiene surtidor y casi nunca tiene parra o aljibe; pero que está lleno de ancestralidad y de primitiva eficacia, ya que se encuentra cimentado en las dos cosas más primordiales que existen: en la tierra y el cielo.
Estas casas de que hablo son la traducción, en cal y ladrillo, del ánimo de sus moradores, y expresan: Fatalismo. No el fatalismo individualista y anárquico que se gasta en España, sino el fatalismo vergonzante del criollo que intenta hoy ser occidentalista y no puede. ¡Pobres criollos! En los subterráneos del alma nos brinca la españolidad, y empero quieren convertirnos en yanquis, en yanquis falsificados, y engatusarnos con el aguachirle de la democracia y el voto...
Pero me olvido de las plazas. Y en Buenos Aires las plazas —nobles piletas abarrotadas de frescor, congresos de árboles patricios, escenarios para las citas románticas— son el remanso único donde por un instante las calles renuncian a su geometralidad persistente, y rompen filas y se dispersan corriendo como después de una pueblada.
Si las casas de Buenos Aires son una afirmación pusilánime, las plazas son una ejecutoria de momentánea nobleza concedida a todos los paseantes que cobijan.
Casas de Buenos Aires con azoteas de baldosa o de cinc, huérfanas de torres excepcionales o de briosos aleros, comparables a pájaros mansos con las alas cortadas. Pero ¿qué importa? En una de ellas murió Evaristo Carriego, el hombre que dijo:
El ciego
evoca memorias de cosas
de cuando sus ojos tenían mañanas...
Y en otra de ellas ha de nacer nuestro Mesías.
Buenos Aires, 1921
* Cosmópolis, Madrid, n° 34, octubre de 1921[2]
Y además en Inquisiciones, 1925
Notas
[1] Publicamos esta primera versión de "Buenos Aires" debido a sus variantes.
Dice Borges: «Buenos Aires fue abreviatura de mi libro de versos y la compuse en el novecientos veintiuno.»
[2] Este texto esta frmado "Jorge Luis Biorges". Fue publicado en la sección "Prosistas nuevos", junto con "Crítica del paisaje".
Cosmópolis, fundada en 1918, estaba dirigida por Enrique Gópez Carrillo. En enero de 1922 cambió de formato y su director fue Alfonso Hernández Catá. En carta a [Jacobo] Sureda fechada 24 de noviembre de 1921: «Hace tiempo que sólo escribo prosas. En Cosmópolis de octubre han publicado dos intituladas "Buenos Aires" y "Crítica del paisaje". En la misma revista de Noviembre, habrá salido —según me dice Torre, que es secretario de redacción— otro sobre la Metáfora, donde hablo de ti, y que te enviaré en cuanto lo reciba».
En Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Sudamericana S.A.
Foto: Borges a los 21 años sin atribución de autor
Foto Archivo La Nación
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