23/9/15

Jorge Luis Borges: Poetas de Buenos Aires










Buenos Aires es una ciudad que podemos vivir, que acaso podemos ver y que, ciertamente, no podemos mostrar. Vienen extranjeros a esta ciudad, les mostramos el barrio de la Boca, el barrio de la Boca es menos un suburbio de Buenos Aires que un suburbio de Génova; les mostramos el parque de Palermo, que se parece a otros parques de otras grandes ciudades; les mostramos el Barrio Norte, que representa nuestra nostalgia del país; les mostramos el Barrio Sur, pero casi toda Sudamérica es Barrio Sur, con más patios, más aljibes, más zaguanes y, acaso, más ilustres iglesias. Buenos Aires es una ciudad para ser querida y para ser vivida, no para comunicarla a otros. 

Ese problema es el que tienen los poetas de Buenos Aires. Por eso, Carriego, a principios de este siglo, buscó una solución sentimental y pintoresca. Pero no sé si Buenos Aires es sentimental y sé que Buenos Aires, sobre todo el Barrio de Palermo, que fue el barrio de Carriego, y que fue el mío también, no era un barrio pintoresco. Ahora, Carriego alguna vez se acercó a la épica. Esos fueron sus mejores momentos. Por ejemplo: 

Sobre el rostro adusto tiene el guitarrero 
viejas cicatrices de cárdeno brillo  
en el pecho un hosco rencor pendenciero 
y en los negros ojos la luz del cuchillo. 

Pero esto tampoco es típico de Buenos Aires. Esto corresponde a un paisano criollo de cualquier ciudad. 

Ahora, tendríamos también muchas piezas de Lugones. El autor ha pensado seguramente en Buenos Aires. Pero entiendo que hay una discordia entre el vocabulario lujoso y las arduas metáforas de Lugones y la ciudad de Buenos Aires, que, como ya dije, es una ciudad un poco gris y un poco invisible. 

Tenemos también los poemas de Horacio Rega Molina, por ejemplo, “Carta a un domingo humilde”. Allí yo he encontrado el sabor de Buenos Aires. Aunque es, me parece, demasiado pintoresco para Buenos Aires. Algunos me han llamado poeta de Buenos Aires. Lo soy en el sentido de que he querido dar una expresión poética de la ciudad, pero no creo haberlo conseguido. 

En todo caso, el único texto mío en el que algunos han reconocido el sabor de Buenos Aires es un cuento, un cuento policial titulado “La muerte y la brújula”. Un cuento que ocurre en una especie de Buenos Aires de pesadilla o de alucinación, en el que hay una Rue de Toulon, que corresponde al Paseo Colón, una vieja quinta en un lugar llamado Triste-le-Roy, que corresponde al viejo hotel, hoy desaparecido, del pueblo, de mi pueblo en cierto modo, de Adrogué. Y allí Buenos Aires está sugerido. 

Y esto me lleva al poeta que, si no me engaño, ha dado la mejor versión de Buenos Aires. Y la ha dado justamente porque no ha procedido por descripción sino por alusión, ha rozado ligeramente a Buenos Aires, y por eso nos…* la expresión de nuestra querida ciudad. Y simplemente es, como todos ustedes lo saben, Fernández Moreno. 

*… aquí recordando unos versos suyos, unos versos en que toma...* y…* expresión del centro de Buenos Aires y lo da por insinuación y alusión. Los versos dicen así: 

Piedra, madera, asfalto 
si me enterrasen bajo el pavimento 
Piedra, madera, asfalto, 
en una calle del centro. 
Piedra, madera, asfalto, 
Casi no estaría muerto. 

Y ahora quiero dejarlos con estos versos de Fernández Moreno resonando en el espíritu de ustedes y en mi espíritu. 

Yo lo quise a Fernández Moreno, y por pudor no se lo dije nunca, pero creo que él sintió la amistad y la admiración que yo le profesé. 




* Los puntos suspensivos corresponden a partes faltantes 
de la transcripción de esta audición radial.

Conferencia radiofónica en Radio Municipal
En el programa La Ciudad Viva
Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires
Emisión del 15 de octubre de 1963
Retrato de Borges por Humberto Rivas, 1972


22/9/15

George Steiner: Tigres en el espejo* (1970)





Inevitablemente, la actual fama mundial de Jorge Luis Borges acarreará para algunos una sensación de pérdida íntima. Como cuando una vista hace largo tiempo atesorada (la masa de sombra de la Silla de Arturo en Edimburgo, contemplada, de manera única, desde la parte de atrás del número 60 de The Pleasance, o la calle 51 en ángulo con un distante desfiladero broncíneo merced al truco de la elevación y la luz, desde la ventana de mi dentista), una pieza de coleccionista de y para la mirada interior, se convierte en un espectáculo panóptico para la horda de turistas. Durante mucho tiempo, el esplendor de Borges fue clandestino, destinado a los muy pocos, intercambiado en voz baja y en mutuos reconocimientos. ¿Cuántos sabían de su primera obra, un compendio de mitos griegos, escrita en inglés en Buenos Aires cuando el autor tenía siete años? ¿O del opus 2, fechado en 1907 y claramente premonitorio: una traducción al español de El príncipe feliz de Oscar Wilde? Afirmar hoy que «Pierre Menard, autor del Quijote» es una de las maravillas absolutas de la inventiva humana, que las diversas facetas del tímido genio de Borges están casi en su totalidad cristalizadas en esa fábula, es un lugar común. Pero ¿cuántos tienen la editio princeps de El jardín de senderos que se bifurcan (Buenos Aires 1941), donde apareció el relato? Hace solo diez años era marca de arcana erudición saber que H. Bustos Domecq era el seudónimo común de Borges y su estrecho colaborador, Adolfo Bioy Casares, y que el Borges que, junto con Delia Ingenieros, publicó una docta monografía sobre la literatura germánica y anglosajona antigua (México 1951) era en realidad el maestro. Tales informaciones se guardaban celosamente, se dispensaban con parsimonia, a menudo eran casi imposibles de obtener, como lo eran los poemas, relatos y artículos de Borges, igualmente dispersos, agotados, escritos bajo seudónimos. Recuerdo a un temprano entendido, en la amplia y tenebrosa trastienda de una librería de Lisboa, que me enseñó —fue a comienzos de los años cincuenta— la traducción de Borges del Orlando de Virginia Woolf, su prefacio a una edición bonaerense de la Metamorfosis de Kafka, su artículo clave sobre el lenguaje artificial inventado por el obispo John Wilkins, artículo publicado en La Nación en 1942 y (el más raro de los raros). El tamaño de mi esperanza, una recopilación de textos breves publicada en 1926 pero, por deseo de Borges, nunca reeditada. Estos pequeños objetos me fueron mostrados con un aire de maniática condescendencia. Y con razón. Yo había llegado tarde al lugar secreto.
El momento decisivo llegó en 1961. Se concedió a Beckett y a Borges el premio Formentor. Un año después aparecieron en inglés los Laberintos y las Ficciones de Borges. Le llovieron los honores. El gobierno italiano nombró Commendatore a Borges. A sugerencia de Malraux, De Gaulle le confirió a su ilustre colega escritor y maestro de mitos el título de comendador de la Ordre des Lettres et des Arts. La repentina celebridad se encontró dando conferencias en Madrid, París, Ginebra, Londres, Oxford, Edimburgo, Harvard, Texas. «A una edad madura», cavila Borges, «empecé a ver que había mucha gente interesada por mi obra en todo el mundo. Parecía raro: muchos de mis escritos habían sido traducidos al inglés, al sueco, al francés, al italiano, al alemán, al portugués, a algunas lenguas eslavas, al danés. Y esto era siempre una gran sorpresa para mí, pues recordaba que había publicado un libro —debió de ser en 1932, creo— ¡y al acabar el año me encontré con que se habían vendido nada menos que treinta y siete ejemplares!». Una parquedad que ha tenido compensaciones: «Esas personas son reales, quiero decir que cada una de ellas tiene un rostro, una familia, vive en una calle determinada. Vamos, que si uno vende, por ejemplo, dos mil ejemplares, es lo mismo que si no hubiera vendido nada en absoluto, porque dos mil es demasiado… quiero decir, para que la imaginación lo capte… Quizá diecisiete hubiera sido mejor, o incluso siete». Cada uno de estos números tiene un papel simbólico, y en las fábulas de Borges también lo tiene la serie cabalística que disminuye progresivamente.
Hoy, los treinta y siete libros secretos han dado lugar a una industria. Comentarios críticos sobre Borges, entrevistas con él, recuerdos relativos a él, números especiales de revistas trimestrales dedicados a él, ediciones de sus obras, todo pulula. La compilación exegética, biográfica y bibliográfica de quinientas veinte páginas publicada en París por L’Herne en 1964 está ya obsoleta. La atmósfera está cargada de tesis sobre «Borges y Beowulf», sobre «La influencia de Occidente en el ritmo narrativo del Borges tardío», sobre «El enigmático interés de Borges por West Side Story» («la he visto muchas veces»), sobre «El verdadero origen de las palabras Tlön y Uqbar en los relatos de Borges», sobre «Borges y el Zohar». Ha habido fines de semana Borges en Austin, seminarios en Widener, un congreso a gran escala en la Universidad de Oklahoma, en el que estuvo presente el propio Borges, contemplando la docta santificación de su otro yo, o, como él dice, «Borges y yo». Se va a fundar un diario de estudios borgesianos. Su primer número tratará de la función del espejo y del laberinto en el arte de Borges y de los tigres soñados que aguardan detrás del espejo, o, mejor dicho, en su silencioso laberinto de cristal. Con el circo académico han venido los mimos. El estilo de Borges está siendo ampliamente imitado. Hay giros mágicos que muchos escritores, e incluso estudiantes dotados de oído perspicaz, pueden simular: la desviación autodesaprobadora que hay en el tono de Borges, el oculto fantaseo de referencias literarias e históricas que salpican sus narraciones, la alternancia de afirmación directa y pelada con sinuosa evasión. Las imágenes clave y los marcadores heráldicos del mundo de Borges han adquirido amplia difusión. «Me he cansado de laberintos y de espejos y de tigres y de todas esas cosas. Sobre todo cuando las están usando otros… Eso es lo que tienen de bueno los imitadores. Lo curan a uno de sus males literarios. Porque uno piensa: hay mucha gente haciendo esas cosas ahora, no hace falta que yo las siga haciendo. Ahora que las hagan otros, y buen viaje». Pero lo importante no es el seudo-Borges.
El enigma es este: que una táctica de sentimiento tan especializada, tan intrincadamente enredada con una sensibilidad que es en extremo personal, tuviera un eco así de amplio y de natural. Como Lewis Carroll, Borges ha convertido unos sueños autistas —cuya naturaleza privada es exótica y personalísima en grado considerable— en imágenes, en llamamientos discretos pero exigentes, que los lectores de todo el mundo están descubriendo con la sensación de reconocerlos plenamente. Nuestras calles y jardines, un lagarto apuntando como una flecha en la cálida luz, nuestras bibliotecas y nuestras estanterías circulares están empezando a tener exactamente el aspecto con que Borges los imaginó, aunque las fuentes de su visión siguen siendo irreductiblemente singulares, herméticas, en algunos momentos casi lunáticas. El proceso por el que un modelo del mundo que es fantásticamente privado salta al otro lado del muro de espejos en el que ha sido creado, y llega a cambiar el paisaje general de la conciencia, es inconfundible, pero resulta extraordinariamente difícil hablar de él (cuántos de los numerosos trabajos críticos sobre Kafka son charlatanería ilustrada). Está claro que la entrada de Borges en el escenario, más amplio, de la imaginación fue precedida de un punto de vista local de extremado rigor y oficio lingüístico. Pero eso no nos llevará muy lejos. El hecho es que hasta las traducciones flojas transmiten gran parte de su hechizo. El mensaje —puesto en un código cabalístico, escrito, por así decirlo, en tinta invisible, lanzado, con la orgullosa informalidad de una profunda modestia, en la más frágil de las botellas— ha cruzado los siete mares (hay, por supuesto, muchos más en el atlas de Borges, y son múltiplos de siete), para llegar a todo tipo de costas. Hasta aquellos que no saben nada de sus maestros y primeros compañeros —Lugones, Macedonio Fernández, Evaristo Carriego—, aquellos para quienes el barrio bonaerense de Palermo y la tradición de las baladas de los gauchos son poco más que nombres han encontrado la manera de acceder a las Ficciones de Borges. En cierto sentido, el director de la Biblioteca Nacional de Argentina es ahora el más original de los escritores angloamericanos.
Esta extraterritorialidad es tal vez una clave. Borges es un universalista. En parte, esto es cuestión de educación; obedece a que pasó los años de 1914 a 1921 en Suiza, Italia, España. Y se debe al prodigioso talento de Borges como lingüista. Habla con fluidez inglés, francés, alemán, italiano, portugués, anglosajón y noruego antiguo, además de español, que es constantemente atravesado por elementos argentinos. Como otros escritores que han perdido la vista, Borges se mueve con seguridad felina por el mundo sonoro de muchas lenguas. Es memorable lo que dice en «Al inicio del estudio de la gramática anglosajona»:
Al cabo de cincuenta generaciones
(tales abismos nos depara a todos el tiempo)
Vuelvo en la margen ulterior de un gran río
Que no alcanzaron los dragones del vikingo
A las ásperas y laboriosas palabras
Que, con una boca hecha polvo,
Usé en los días de Northumbria y de Mercia,
Antes de ser Haslam o Borges
Alabada sea la infinita
Urdimbre de los efectos y de las causas
Que antes de mostrarme el espejo
En que no veré a nadie o veré a otro
Me concede esta pura contemplación
De un lenguaje del alba.
«Antes de ser Borges». Hay en su penetración en diferentes culturas un secreto de metamorfosis literal. En «Deutsches Requiem», el narrador deviene —es— Otto Dietrich zur Linde, criminal de guerra nazi condenado. La confesión de Vincent Moon, «La forma de la espada», es un clásico en la abundante literatura de las tribulaciones irlandesas. En otros lugares, Borges adopta la máscara del doctor Yu Tsun, antiguo profesor de inglés en la Hochschule de Tsingtao, o de Averroes, el gran comentador islámico de Aristóteles. Cada una de estas creaciones de transformista trae consigo su propia aura persuasiva, pero todas son Borges. Se deleita en extender este sentido de lo que no tiene casa, de lo misteriosamente conglomerado, a su propio pasado: «Puede que tenga antepasados judíos, pero no lo sé. El apellido de mi madre es Acevedo. Puede que Acevedo sea un apellido judío portugués, pero también puede que no… La palabra acevedo, por supuesto, significa un tipo de árbol; no es una palabra especialmente judía, aunque muchos judíos se llaman Acevedo. No lo sé». Tal como Borges lo ve, es posible que otros maestros extraigan su fuerza de una similar postura de ajenidad: «No sé por qué, pero siempre percibo algo de italiano, algo de judío en Shakespeare, y tal vez los ingleses lo admiren por eso, por ser tan diferente de ellos». No es la duda ni el fantaseo concretos lo que cuentan. Es la idea básica del escritor como invitado, como un ser humano cuyo trabajo es seguir siendo vulnerable a múltiples presencias extrañas, que deben mantener abiertas a todos los vientos las puertas de su momentáneo alojamiento:
Nada o muy poco sé de mis mayores
portugueses, los Borges: vaga gente
que prosigue en mi carne, oscuramente,
sus hábitos, rigores y temores.
Tenues como si nunca hubieran sido
y ajenos a los trámites del arte,
indescifrablemente forman parte
del tiempo, de la tierra y del olvido.
Esta universalidad y este desdén por lo establecido se reflejan directamente en la fabulosa erudición de Borges. Sea cierto o no que esté «puesto ahí simplemente como una especie de broma privada», el tejido de alusiones bibliográficas, etiquetas filosóficas, citas literarias, referencias cabalísticas, acrósticos matemáticos y filológicos que pueblan los relatos y poemas de Borges es evidentemente crucial para su manera de experimentar la realidad. Un sagaz crítico francés, Roger Caillois, ha argumentado que en una época de creciente incapacidad para leer, cuando hasta los educados tienen solamente un rudimento de conocimientos clásicos o teológicos, la erudición en sí misma es un tipo de fantasía, un constructo surrealista. Cuando pasa, con callada omnisciencia, de unos fragmentos heréticos del siglo XI al álgebra barroca y a unas oeuvres victorianas en varios tomos sobre la fauna en el mar de Aral, Borges construye un antimundo, un espacio del todo coherente en el que su mente puede hacer conjuros a voluntad. El hecho de que la supuesta fuente material y mosaica de sus alusiones sea en buena medida pura invención —un recurso que Borges comparte con Nabokov y que ambos deben quizás a Bouvard y Pécuchet de Flaubert— refuerza paradójicamente la impresión de solidez que da. Pierre Menard está ante nosotros, instantáneamente sustancial e inverosímil, a través del inventado catálogo de sus «obras visibles»; a su vez, cada arcana pieza del catálogo apunta al significado de la parábola. ¿Y quién dudaría de la veracidad de las «Tres versiones de Judas» una vez que Borges nos ha asegurado que Nils Runeberg —obsérvese la runa en el nombre— publicó Den Hemlige Frälsaren en 1909 pero no conocía un libro de Euclides da Cunha (Rebelión en Tierra Negra, exclama el incauto lector) en el que se afirmaba que para el «hereje de Canudos, António Conselheiro, la virtud es “casi una impiedad”»? Es innegable aquí el humor de este montaje erudito. Y hay, como en Pound, un deliberado empeño de remembranza total, una recapitulación gráfica de la civilización clásica y occidental en una época en la que esta última se ha olvidado o vulgarizado en buena medida. Borges es, en el fondo, un conservador, un atesorador de nimiedades, un clasificador de antiguas verdades y conjeturas que abarrotan el desván de la historia. Todo este archisaber tiene sus lados cómicos y levemente histriónicos. Pero también tiene un significado mucho más profundo. Borges sostiene, o, mejor dicho, se vale imaginativamente, con toda precisión, de una imagen cabalística del mundo, una metáfora maestra de la existencia, con la que tal vez se familiarizó ya en 1914, en Ginebra, cuando leyó la novela de Gustav Meyrink El Golem y cuando estaba en estrecho contacto con el estudioso Maurice Abramowicz. La metáfora es algo parecido a esto: el Universo es un gran Libro; cada fenómeno natural y mental que tiene lugar en él posee un significado. El mundo es un inmenso alfabeto. La realidad física, los hechos de la historia, todas las cosas creadas por los hombres son, como si dijéramos, sílabas de un mensaje constante. Estamos rodeados de una red ilimitada de significación, cada uno de cuyos hilos tiene una palpitación de existencia y conduce, en última instancia, a lo que Borges, en un enigmático relato de gran fuerza, denomina el Aleph. El narrador ve este inexpresable eje del cosmos en un polvoriento rincón del sótano de la casa de Carlos Argentino, en la calle Garay, una tarde de octubre. Es el espacio de todos los espacios, la esfera cabalística cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ninguna; es la rueda de la visión de Ezequiel pero también el pequeño pájaro silencioso del misticismo sufí, que en cierto modo contiene todos los pájaros: «Y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo». Desde el punto de vista del escritor, «el universo que otros llaman la Biblioteca» tiene varios rasgos notables. Abarca todos los libros, no solo los que ya se han escrito sino también todas las páginas de todos los tomos que se escribirán y, lo que es más importante, que se pueda imaginar que se escriban. Reagrupadas, las letras de todas las escrituras y alfabetos conocidos, tal como aparecen en los volúmenes existentes, pueden producir todo el pensamiento humano concebible, todos los versos y todos los párrafos en prosa hasta los límites del universo. La Biblioteca contiene asimismo no solo todas las lenguas sino también aquellas lenguas que han perecido o todavía han de venir. Está claro que a Borges le fascina el concepto, tan relevante en las especulaciones lingüísticas de la Cábala y de Jakob Böhme, de que una secreta habla primordial, una Ursprache de antes de Babel, subyace a la multitud de las lenguas humanas. Si, como saben hacer los poetas ciegos, pasamos los dedos por el borde viviente de las palabras —palabras españolas, palabras rusas, palabras arameas, las sílabas de un cantante en Catay— sentiremos en ellas el latido sutil de una gran corriente que brota palpitante de un centro común, la palabra final, compuesta por todas las letras de todas las lenguas, una palabra que es el nombre de Dios.
Así, el universalismo de Borges es una estrategia imaginativa hondamente sentida, una maniobra para estar en contacto con los grandes vientos cuyo soplo viene del corazón de las cosas. Cuando cita títulos ficticios, referencias imaginarias, infolios y autores que nunca han existido, Borges no hace otra cosa que reagrupar elementos de la realidad en la forma de otros mundos posibles. Cuando pasa, por medio del juego de palabras y del eco, de una lengua a otra, está haciendo girar el calidoscopio, proyectando luz sobre otro trozo de la pared. Como Emerson, al que cita incansablemente, Borges está seguro de que la visión de un universo simbólico, totalmente entrelazado, es una alegría: «Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra». Para Borges, como para los transcendentalistas, no hay cosa viva o sonido que no contenga una cifra de todos.
Este sistema de sueños —Borges nos pregunta con frecuencia si a nosotros mismos, incluyendo nuestros sueños, no nos están soñando desde fuera— ha generado algunos de los relatos breves más ingeniosos y asombrosamente originales de la literatura occidental. «Pierre Menard», «La biblioteca de Babel», «Las ruinas circulares», «El Aleph», «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», «La búsqueda de Averroes» son lacónicas obras maestras. Su concisa perfección, como la de un buen poema, construye un mundo que es a la vez cerrado, con el lector inevitablemente dentro de él, y sin embargo abierto a la más amplia resonancia. Algunas de las parábolas, de apenas una página de extensión, como «Ragnarök», «Everything and nothing» y «Borges y yo» se sitúan al lado de las de Kafka como únicos logros en esta forma notoriamente frágil. Si no hubiera producido nada más que las Ficciones, Borges estaría entre los pocos soñadores nuevos que ha habido desde Poe y Baudelaire. Ha profundizado —y esta es la marca de un artista verdaderamente grande— el paisaje de nuestros recuerdos.
Sin embargo, a pesar de su universalidad formal y de las anchuras vertiginosas de su abanico de alusiones, el edificio del arte de Borges tiene graves grietas. Solo una vez, en el relato «Emma Zunz», ha creado Borges una mujer creíble. En la totalidad del resto de su obra, las mujeres son los desdibujados objetos de las fantasías o los recuerdos de los hombres. Aun entre los hombres, las líneas de la fuerza de la imaginación en una obra narrativa de Borges están rigurosamente simplificadas. La ecuación fundamental es la de un duelo. Los encuentros pacíficos son presentados a la manera de una colisión entre el «yo» del narrador y la sombra, más o menos importuna, del «otro». Cuando aparece una tercera persona, será casi invariablemente, indirectamente, una presencia a la que se ha aludido o que se recuerda o percibe, con vacilación, en el borde mismo de la retina. El espacio de acción en el que se mueve la figura borgiana es mítico y nunca social. Cuando se inmiscuye un escenario cuyas circunstancias son locales o históricas, lo hace a base de impactos que flotan libremente, exactamente igual que en un sueño. De ahí el frío y extraño vacío que exhalan muchos relatos de Borges, como una ventana abierta de repente en la noche. Son estas lagunas, estas intensas especializaciones de la conciencia, las que explican, a mi juicio, los recelos de Borges hacia la novela. El autor vuelve a menudo sobre la cuestión. Dice que un escritor a quien la vista debilitada obliga a componer mentalmente y, por decirlo de algún modo, de un tirón, tiene que ceñirse a relatos muy cortos. Y es verdad que las primeras Ficciones importantes siguen de forma inmediata al grave accidente que sufrió Borges en diciembre de 1938. Él piensa también que la novela, como antes que ella la epopeya en verso, es una forma transitoria: «La novela es una forma que tal vez pase, sin duda pasará, pero no creo que pase el relato… Es mucho más antiguo». Es el que cuenta cuentos por el camino real, el skald, el raconteur de las pampas, unos hombres cuya ceguera es frecuentemente una afirmación de lo luminosa y abarrotada que ha sido la vida que han experimentado, el que mejor encarna la concepción que tiene Borges del escritor. Muchas veces se evoca a Homero como talismán. Concedido. Pero es igualmente probable que la novela represente precisamente las principales dimensiones que faltan en Borges. La redondeada presencia de las mujeres, sus relaciones con los hombres, son esenciales en la literatura narrativa de envergadura. Lo mismo que una matriz de sociedad. La teoría de los números y la lógica matemática hechizan a Borges (véanse sus Avatares de la tortuga). En una novela hay mucho de simple ingeniería.
La concentrada rareza del repertorio de Borges contribuye a un cierto preciosismo, a una elaboración rococó que puede ser cautivadora pero también asfixiante. Más de una vez, las pálidas luces y las formas marfileñas de su invención se alejan del activo desaliño de la vida. Según ha declarado, Borges considera que la literatura inglesa, incluyendo a la americana, es «con mucho la más rica del mundo». Se encuentra admirablemente a sus anchas en ella. Pero su propia antología de obras inglesas resulta curiosa. Los escritores que más significan para él, que le sirven poco menos que de máscaras alternas para su propia persona, son De Quincey, Stevenson, Chesterton y Kipling. Indudablemente, son maestros, pero de un tipo tangencial. Borges tiene toda la razón al recordarnos la prosa de De Quincey, que tiene la sonoridad de un órgano, y el puro control y economía de la recitación en Stevenson y Kipling. Chesterton es una elección muy inusitada, aunque de nuevo se puede comprobar que El hombre que fue jueves ha contribuido al amor de Borges por la charada y por la alta bufonada intelectual. Pero ninguno de estos escritores figura entre las fuentes naturales de energía de la lengua o la historia del sentimiento. Y cuando Borges asevera —tal vez socarronamente— que Samuel Johnson «era un escritor mucho más inglés que Shakespeare», nuestra sensación de hallarnos ante una deliberada extravagancia se hace más profunda. Al mantenerse tan espléndidamente a distancia de la grandilocuencia, la intimidación, las estridentes pretensiones ideológicas que caracterizan a buena parte de las letras actuales, Borges se ha construido un centro que es, como en la esfera mística del Zohar, un lugar asimismo extravagante.
Él mismo parece estar al cabo de los inconvenientes que tiene esta posición excéntrica. Ha dicho, en más de una entrevista reciente, que ahora tiene su mira puesta en una simplicidad cada vez mayor, en componer relatos breves de una inmediatez plana y masculina. El mero valor, el descarnado encuentro de cuchillo con cuchillo, han fascinado siempre a Borges. Algunas de sus más antiguas y mejores obras tuvieron su origen en las leyendas de reyertas en el barrio bonaerense de Palermo y en las heroicas razzias de gauchos y soldados de la frontera. Se enorgullece elocuentemente de sus antepasados guerreros: de su abuelo, el coronel Borges, que luchó contra los indios y murió en una revolución; del coronel Suárez, su bisabuelo, que dirigió una carga de la caballería peruana en una de las últimas batallas contra los españoles; de un tío abuelo que mandó la vanguardia del ejército de San Martín:
Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí… Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.
«La intrusa», un relato muy breve recientemente traducido al inglés, es ilustrativo del ideal actual de Borges. Dos hermanos comparten a una joven. Uno de ellos la mata para que la fraternidad de ambos pueda volver a estar completa. Ahora comparten un nuevo lazo: «la obligación de olvidarla». El mismo Borges compara esta estampa con las primeras narraciones de Kipling. «La intrusa» es una obra ligera, pero impecable y extrañamente conmovedora. Es como si Borges, después de su singular viaje por lenguas, culturas y mitologías, hubiese regresado a casa y encontrado el Aleph en el patio de al lado.
The book of imaginary beings (Dutton) es un Borges marginal. Recopilado en colaboración con Margarita Guerrero, este Manual de zoología fantástica se publicó en 1957. Siguió una versión ampliada diez años después. La presente colección se ha ampliado nuevamente y ha sido traducida por Norman Thomas di Giovanni, la más activa de las «otras voces» actuales de Borges. El libro es un bestiario de criaturas fabuladas, en su mayoría animales y seres espectrales. Está organizado alfabéticamente, desde el A Bao A Qu de la brujería malaya hasta el «zaratán», similar a la ballena, del que se habla en el Libro de los animales de Al-Jahiz, del siglo IX. Por el camino nos encontramos dragones y krakens, banshees e hipogrifos. Buena parte del texto es cita de fabulistas anteriores: Herbert Giles, Arthur Walev, Gershom Scholem y Kafka. Con frecuencia, una entrada se compone de un extracto de un poema o de una obra narrativa antigua seguido de una breve glosa. Hay, por supuesto, toques inconfundibles. Una desenfadada entrada sobre los duendes de la tradición de las granjas escocesas pasa, a través de Stevenson, a «aquel episodio de Olalla en el cual un joven, de una antigua casa española, muerde la mano de su hermana».
Punto final. Se nos informa de que el Espíritu Santo ha escrito dos libros, uno es la Biblia, «el segundo, el universo, cuyas criaturas encerraban enseñanzas inmorales». En los «Animales de los espejos», Borges expone la visión crucial de su sistema heráldico. Un día, las formas que se han congelado en el espejo saldrán de él: «Antes de la invasión oiremos desde el fondo de los espejos el rumor de las armas».
Borges sabe que el Golem lleva en la frente la palabra ’emeth, que significa «verdad»; si se quita la primera letra tendremos meth, cuyo significado es «muerte». Apoya la mordaz sugerencia de Ibsen según la cual los trolls son, por encima de todo, nacionalistas. «Piensan, o tratan de pensar que el brebaje atroz que fabrican es delicioso y que sus cuevas son alcázares». Pero la mayor parte del material es familiar y mesurado. Como dice Borges con un símil característico, «Querríamos que los curiosos lo frecuentaran, como quien juega con las formas cambiantes que revela un calidoscopio».
En un maravilloso poema, «Elogio de la sombra», que habla ambiguamente, con divertida ironía, de la capacidad de un hombre casi ciego para conocer todos los libros pero olvidar cualquiera que elija, Borges enumera los caminos que lo han conducido a su centro secreto:
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
Sería estúpido ofrecer una simple paráfrasis de ese núcleo final del significado, del encuentro de perfecta identidad que tiene lugar en el corazón del espejo. Pero este significado está relacionado, vitalmente, con la libertad. En una maliciosa nota, Borges ha salido en defensa de la censura. El auténtico escritor se vale de alusiones y de metáforas. La censura lo obliga a afilar, a manejar de modo más experto, los instrumentos principales de su oficio. No hay, da a entender Borges, ninguna libertad verdadera en los ruidosos graffiti de emancipación erótica o política que pasan actualmente por narrativa y poesía. La función liberadora del arte radica en su singular capacidad para «soñar contra el mundo», para estructurar mundos que son de otra manera. El gran escritor es a la vez anarquista y arquitecto; sus sueños socavan y reconstruyen el paisaje chapuceado, provisional, de la realidad. Así conminó Borges en 1940 al «fantasma cierto» de De Quincey: «Teje para baluarte de tu isla/redes de pesadilla». Su propia obra ha tejido pesadillas, pero con mucha mayor frecuencia sueños ingeniosos y elegantes. Todos estos sueños son, inalienablemente, de Borges. Pero somos nosotros quienes despertamos de ellos, acrecentados.
20 de junio de 1970


* Existe edición anterior («Los tigres en el espejo») 
incluida en Extraterritorial, trad. de Edgardo Russo
Madrid, Siruela, 2002


Título original: George Steiner at «The New Yorker»
George Steiner, 2009
Traducción: María Condor
Prólogo y edición: Robert Boyers

Foto: George Steiner en su casa GB, 2005
© Peter Marlow/Magnum Photos

21/9/15

Jorge Luis Borges: Afterglow








Siempre es conmovedor el ocaso
por indigente o charro que sea,
pero más conmovedor todavía
es aquel brillo desesperado y final
que herrumbra la llanura
cuando el sol último se ha hundido.
Nos duele sostener esa luz tirante y distinta,
esa alucinación que impone al espacio
el unánime miedo de la sombra
y que cesa de golpe
cuando notamos su falsía,
como cesan los sueños
cuando sabemos que soñamos.



En Fervor de Buenos Aires (1923)
Retrato de Borges a los 25-30 años de edad
Museo Enrique Amorim, Salto, Uruguay
En A fronteira onde Borges encontra o Brasil
Carmen María Serralta, Santana do Livramento, 2008


20/9/15

Jorge Luis Borges: Madrid, julio de 1982







El espacio puede ser parcelado en varas, en yardas o en kilómetros; el tiempo de la vida no se ajusta a medidas análogas. Acabo de sufrir una quemadura de primer grado; el médico me dice que debo permanecer diez o doce días en esta impersonal habitación de un hotel de Madrid. Sé que esa suma es imposible; sé que cada día consta de instantes que son lo único real y que cada uno tendrá su peculiar sabor de melancolía, de alegría, de exaltación, de tedio o de pasión. En algún verso de sus Libros Proféticos, William Blake aseveró que cada minuto consta de sesenta y tantos palacios de oro con sesenta y tantas puertas de hierro; esta cita sin duda es tan aventurada y errónea como el original. Parejamente el Ulysses de Joyce cifra las largas singladuras de la Odisea en un solo día de Dublín, deliberadamente trivial.
Mi pie me queda un poco lejos y me manda noticias, que se parecen al dolor y no son el dolor. Siento ya la nostalgia de aquel momento en que sentiré nostalgia de este momento. En la memoria el dudoso tiempo de la estadía será una sola imagen. Sé que voy a extrañar ese recuerdo cuando esté en Buenos Aires. Quizá esta noche sea terrible.


Texto y foto en Atlas (1984)
Borges en Madrid, 1982



19/9/15

Jorge Luis Borges: La pesadilla







Sueño con un antiguo rey. De hierro
es la corona y muerta la mirada.
Ya no hay caras así. La firme espada
lo acatará, leal como su perro.
No sé si es de Nortumbria o de Noruega.
Sé que es del Norte. La cerrada y roja
barba le cubre el pecho. No me arroja
una mirada su mirada ciega.
¿De qué apagado espejo, de qué nave
de los mares que fueron su aventura,
habrá surgido el hombre gris y grave
que me impone su antaño y su amargura?
Sé que me sueña y que me juzga, erguido.
El día entra en la noche. No se ha ido.



En Libro de sueños (1976)
Y en La moneda de hierro (1976)
Retrato de Jorge Luis Borges
En Jorge Luis Borges en Buenos Aires
©Sara Facio, Editorial La Azotea
Buenos Aires, 2004


18/9/15

Jorge Luis Borges: Poema del cuarto elemento









El Dios a quien un hombre de la estirpe de Atreo
apresó en una playa que el bochorno lacera,
se convirtió en león, en dragón, en pantera,
en un árbol y en agua. Porque el agua es Proteo.

Es la nube, la irrecordable nube, es la gloria
del ocaso que ahonda, rojo, los arrabales;
es el Maelström que tejen los vórtices glaciales,
y la lágrima inútil que doy a tu memoria.

Fue, en las cosmogonías, el origen secreto
de la tierra que nutre, del fuego que devora,
de los dioses que rigen el poniente y la aurora.
(Así lo afirman Séneca y Tales de Mileto.)

El mar y la moviente montaña que destruye
a la nave de hierro sólo son tus anáforas,
y el tiempo irreversible que nos hiere y que huye,
agua, no es otra cosa que una de tus metáforas.

Fuiste, bajo ruinosos vientos, el laberinto
sin muros ni ventana, cuyos caminos grises
largamente desviaron al anhelado Ulises,
de la Muerte segura y el Azar indistinto.

Brillas como las crueles hojas de los alfanjes,
hospedas, como el sueño, monstruos y pesadillas.
Los lenguajes del hombre te agregan maravillas
y tu fuga se llama el Éufrates o el Ganges.

(Afirman que es sagrada el agua del postrero,
pero como los mares urden oscuros canjes
y el planeta es poroso, también es verdadero
afirmar que todo hombre se ha bañado en el Ganges.)

De Quincey, en el tumulto de los sueños,
ha visto empedrarse tu océano de rostros, de naciones;
has aplacado el ansia de las generaciones,
has lavado la carne de mi padre y de Cristo.

Agua, te lo suplico. Por este soñoliento
nudo de numerosas palabras que te digo,
acuérdate de Borges, tu nadador, tu amigo.
No faltes a mis labios en el postrer momento.



En El otro, el mismo (1964)
Foto: Captura videoentrevista A fondo TVe
Con Joaquín Soler Serrano 1976



17/9/15

Jorge Luis Borges: El Golem










Nada casual podemos admitir en un libro dictado por una inteligencia divina, ni siquiera el número de las palabras o el orden de los signos; así lo entendieron los cabalistas y se dedicaron a contar, combinar y permutar las letras de la Sagrada Escritura, urgidos por el ansia de penetrar los arcanos de Dios. Dante, en el siglo XIII, declaró que todo pasaje de la Biblia tiene cuatro sentidos, el literal, el alegórico, el moral y el analógico; Escoto Erígena, más consecuente con la noción de divinidad, ya había dicho que los sentidos de la Escritura son infinitos, como los colores de la cola del pavo real.

Los cabalistas hubieran aprobado este dictamen; uno de los secretos que buscaron en el texto divino fue la creación de seres orgánicos. De los demonios se dijo que podían formar criaturas grandes y macizas, como el camello, pero no finas y delicadas, y el rabino Eliezer les negó la facultad de producir algo de tamaño inferior a un grano de cebada. Golem se llamó al hombre creado por combinaciones de letras; la palabra significa, literalmente, una materia amorfa o sin vida.
En el Talmud (Sanhedrin, 65, b) se lee:

Si los justos quisieran crear un mundo, podrían hacerlo. Combinando las letras de los inefables nombres de Dios, Raya consiguió crear un hombre y lo mandó a Ray Zera. Éste le dirigió la palabra; como el hombre no respondía, el rabino le dijo:

-Eres una creación de la magia; vuelve a tu polvo.

"Dos maestros solían cada viernes estudiar las leyes de la Creación y crear un ternero de tres años, que luego aprovechaban para la cena".

[Parejamente, Schopenhauer escribe: "En la página 325 del primer tomo de su Zauberoioliothek (Biblioteca mágica), Horst compendia así la doctrina de la visionaria inglesa Jane Lead: Quien posee fuerza mágica, puede, a su arbitrio, dominar y renovar el reino mineral, el reino vegetal y el reino animal; bastaría, por consiguiente, que algunos magos se pusieran de acuerdo para que toda la Creación retornara al estado paradisíaco". (Sobre la Voluntad en la Naturaleza, VII).]

La fama occidental del Golem es obra del escritor austriaco Gustav Meyrink, que en el quinto capítulo de su novela onírica Der Golem (1915) escribe así:

"El origen de la historia remonta al siglo XVII. Según perdidas fórmulas de la cábala, el rabino Judah Loew ben Bezabel construyó un hombre artificial -el llamado Golem- para que éste tañera las campanas en la sinagoga e hiciera los trabajos pesados. No era, sin embargo, un hombre como los otros y apenas lo animaba una vida sorda y vegetativa. Esta duraba hasta la noche y debía su virtud al influjo de una inscripción mágica, que le ponían detrás de los dientes y que atraía las libres fuerzas siderales del universo. Una tarde, antes de la oración de la noche, el rabino se olvidó de sacar el sello de la boca del Golem y éste cayó en un frenesí, corrió por las callejas oscuras y destrozó a quienes se le pusieron delante. El rabino, al fin, lo atajó y rompió el sello que lo animaba. La criatura se desplomó. Sólo quedó la raquítica figura de barro, que aún hoy se muestra en la sinagoga de Praga".

Eleazar de Worms ha conservado la fórmula necesaria para construir un Golem. Los pormenores de la empresa abarcan veintitrés columnas en folio y exigen el conocimiento de "los alfabetos de las doscientas veintiuna puertas" que deben repetirse sobre cada órgano del Golem. En la frente se tatuará la palabra "Emet", que significa "Verdad". Para destruir la criatura, se borrará la letra inicial, porque así queda la palabra "met", que significa "muerto".




En Manual de Zoología Fantástica (1957)
Y en El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero 
Retrato de Jorge Luis Borges en su casa
24 08 1975, Foto Gerardo Horovitz
Revista Siete Días Ilustrados (29 de agosto de 1975)
Digitalización de  Mágicas Ruinas, 2003
Sobre el muro, retrato al óleo de Leonor Acevedo 
de Haydeé Lagomarsino Miranda
Coleción privada, 1972




16/9/15

Jorge Luis Borges: La Lotería de Babilonia







Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. Miren: a mi mano derecha le falta el índice. Miren: por este desgarrón de la capa se ve en mi estómago un tatuaje bermejo: es el segundo símbolo, Beth. Esta letra, en las noches de luna llena, me confiere poder sobre los hombres cuya marca es Ghimel, pero me subordina a los de Aleph, que en las noches sin luna deben obediencia a los Ghimel. En el crepúsculo del alba, en un sótano, he yugulado ante una piedra negra toros sagrados. Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre. En una cámara de bronce, ante el pañuelo silencioso del estrangulador, la esperanza me ha sido fiel; en el río de los deleites, el pánico. Heráclides Póntico refiere con admiración que Pitágoras recordaba haber sido Pirro y antes Euforbo y antes algún otro mortal; para recordar vicisitudes análogas yo no preciso recurrir a la muerte ni aun a la impostura.
Debo esa variedad casi atroz a una institución que otras repúblicas ignoran o que obra en ellas de modo imperfecto y secreto: la lotería. No he indagado su historia; sé que los magos no logran ponerse de acuerdo; sé de sus poderosos propósitos lo que puede saber de la luna el hombre no versado en astrología. Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la realidad: hasta el día de hoy, he pensado tan poco en ella como en la conducta de los dioses indescifrables o de mi corazón. Ahora, lejos de Babilonia y de sus queridas costumbres, pienso con algún asombro en la lotería y en las conjeturas blasfemas que en el crepúsculo murmuran los hombres velados.
Mi padre refería que antiguamente —¿cuestión de siglos, de años?— la lotería en Babilonia era un juego de carácter plebeyo. Refería (ignoro si con verdad) que los barberos despachaban por monedas de cobre rectángulos de hueso o de pergamino adornados de símbolos. En pleno día se verificaba un sorteo: los agraciados recibían, sin otra corroboración del azar, monedas acuñadas de plata. El procedimiento era elemental, como ven ustedes.
Naturalmente, esas «loterías» fracasaron. Su virtud moral era nula. No se dirigían a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. Ante la indiferencia pública, los mercaderes que fundaron esas loterías venales comenzaron a perder el dinero. Alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables. Mediante esa reforma, los compradores de rectángulos numerados corrían el doble albur de ganar una suma y de pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro (por cada treinta números favorables había un número aciago) despertó, como es natural, el interés del público. Los babilonios se entregaron al juego. El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado. Con el tiempo, ese desdén justificado se duplicó. Era despreciado el que no jugaba, pero también eran despreciados los perdedores que abonaban la multa. La Compañía (así empezó a llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía. De esa bravata de unos pocos nace el todopoder de la Compañía: su valor eclesiástico, metafísico.
Poco después, los informes de los sorteos omitieron las enumeraciones de multas y se limitaron a publicar los días de prisión que designaba cada número adverso. Ese laconismo, casi inadvertido en su tiempo, fue de importancia capital. Fue la primera aparición en la lotería de elementos no pecuniarios. El éxito fue grande. Instada por los jugadores, la Compañía se vio precisada a aumentar los números adversos.
Nadie ignora que el pueblo de Babilonia es muy devoto de la lógica, y aun de la simetría. Era incoherente que los números faustos se computaran en redondas monedas y los infaustos en días y noches de cárcel. Algunos moralistas razonaron que la posesión de monedas no siempre determina la felicidad y que otras formas de la dicha son quizá más directas.
Otra inquietud cundía en los barrios bajos. Los miembros del colegio sacerdotal multiplicaban las puestas y gozaban de todas las vicisitudes del terror y de la esperanza; los pobres (con envidia razonable o inevitable) se sabían excluidos de ese vaivén, notoriamente delicioso. El justo anhelo de que todos, pobres y ricos, participasen por igual en la lotería, inspiró una indignada agitación, cuya memoria no han desdibujado los años. Algunos obstinados no comprendieron (o simularon no comprender) que se trataba de un orden nuevo, de una etapa histórica necesaria… Un esclavo robó un billete carmesí, que en el sorteo lo hizo acreedor a que le quemaran la lengua. El código fijaba esa misma pena para el que robaba un billete. Algunos babilonios argumentaban que merecía el hierro candente, en su calidad de ladrón; otros, magnánimos, que el verdugo debía aplicárselo porque así lo había determinado el azar… Hubo disturbios, hubo efusiones lamentables de sangre; pero la gente babilónica impuso finalmente su voluntad, contra la oposición de los ricos. El pueblo consiguió con plenitud sus fines generosos. En primer término, logró que la Compañía aceptara la suma del poder público. (Esa unificación era necesaria, dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones). En segundo término, logró que la lotería fuera secreta, gratuita y general. Quedó abolida la venta mercenaria de suertes. Ya iniciado en los misterios de Bel, todo hombre libre automáticamente participaba en los sorteos sagrados, que se efectuaban en los laberintos del dios cada sesenta noches y que determinaban su destino hasta el otro ejercicio. Las consecuencias eran incalculables. Una jugada feliz podía motivar su elevación al concilio de magos o la prisión de un enemigo (notorio o íntimo) o el encontrar, en la pacífica tiniebla del cuarto, la mujer que empieza a inquietarnos o que no esperábamos rever; una jugada adversa: la mutilación, la variada infamia, la muerte. A veces un solo hecho —el tabernario asesinato de C, la apoteosis misteriosa de B— era la solución genial de treinta o cuarenta sorteos. Combinar las jugadas era difícil; pero hay que recordar que los individuos de la Compañía eran (y son) todopoderosos y astutos. En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar, hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa, había unas grietas en un polvoriento acueducto que, según opinión general, daban a la Compañía; las personas malignas o benévolas depositaban delaciones en esos sitios. Un archivo alfabético recogía esas noticias de variable veracidad.
Increíblemente, no faltaron murmuraciones. La Compañía, con su discreción habitual, no replicó directamente. Prefirió borrajear en los escombros de una fábrica de caretas un argumento breve, que ahora figura en las escrituras sagradas. Esa pieza doctrinal observaba que la lotería es una interpolación del azar en el orden del mundo y que aceptar errores no es contradecir el azar: es corroborarlo. Observaba asimismo que esos leones y ese recipiente sagrado, aunque no desautorizados por la Compañía (que no renunciaba al derecho de consultarlos), funcionaban sin garantía oficial.
Esa declaración apaciguó las inquietudes públicas. También produjo otros efectos, acaso no previstos por el autor. Modificó hondamente el espíritu y las operaciones de la Compañía. Poco tiempo me queda; nos avisan que la nave está por zarpar; pero trataré de explicarlo.
Por inverosímil que sea, nadie había ensayado hasta entonces una teoría general de los juegos. El babilonio no es especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. Sin embargo, la declaración oficiosa que he mencionado inspiró muchas discusiones de carácter jurídico-matemático. De alguna de ellas nació la conjetura siguiente: Si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caos en el cosmos ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte —la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo— no estén sujetas al azar? Esos escrúpulos tan justos provocaron al fin una considerable reforma, cuyas complejidades (agravadas por un ejercicio de siglos) no entienden sino algunos especialistas, pero que intentaré resumir, siquiera de modo simbólico.
Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a un otro sorteo, que propone (digamos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla… Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. Esa infinitud condice de admirable manera con los sinuosos números del Azar y con el Arquetipo Celestial de la Lotería, que adoran los platónicos… Algún eco deforme de nuestros ritos parece haber retumbado en el Tíber: Elio Lampridio, en la Vida de Antonino Heliogábalo, refiere que este emperador escribía en conchas las suertes que destinaba a los convidados, de manera que uno recibía diez libras de oro y otro diez moscas, diez lirones, diez osos. Es lícito recordar que Heliogábalo se educó en el Asia Menor, entre los sacerdotes del dios epónimo.
También hay sorteos impersonales, de propósito indefinido: uno decreta que se arroje a las aguas del Éufrates un zafiro de Taprobana; otro, que desde el techo de una torre se suelte un pájaro; otro, que cada siglo se retire (o se añada) un grano de arena de los innumerables que hay en la playa. Las consecuencias son, a veces, terribles.
Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo, en esta apresurada declaración, he falseado algún esplendor, alguna atrocidad. Quizá, también, alguna misteriosa monotonía… Nuestros historiadores, que son los más perspicaces del orbe, han inventado un método para corregir el azar; es fama que las operaciones de ese método son (en general) fidedignas; aunque, naturalmente, no se divulgan sin alguna dosis de engaño. Por lo demás, nada tan contaminado de ficción como la historia de la Compañía… Un documento paleográfico, exhumado en un templo, puede ser obra del sorteo de ayer o de un sorteo secular. No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar. También se ejerce la mentira indirecta.
La Compañía, con modestia divina, elude toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores. Además ¿quién podrá jactarse de ser un mero impostor? El ebrio que improvisa un mandato absurdo, el soñador que se despierta de golpe y ahoga con las manos a la mujer que duerme a su lado ¿no ejecutan, acaso, una secreta decisión de la Compañía? Ese funcionamiento silencioso, comparable al de Dios, provoca toda suerte de conjeturas. Alguna abominablemente insinúa que hace ya siglos que no existe la Compañía y que el sacro desorden de nuestras vidas es puramente hereditario, tradicional; otra la juzga eterna y enseña que perdurará hasta la última noche, cuando el último dios anonade el mundo. Otra declara que la Compañía es omnipotente, pero que sólo influye en cosas minúsculas: en el grito de un pájaro, en los matices de la herrumbre y del polvo, en los entresueños del alba. Otra, por boca de heresiarcas enmascarados, que no ha existido nunca y no existirá. Otra, no menos vil, razona que es indiferente afirmar o negar la realidad de la tenebrosa corporación, porque Babilonia no es otra cosa que un infinito juego de azares.



En Ficciones (1941)
Foto: Borges sin atribución de autor ni fecha 
incluida en El mundo de Borges
Buenos Aires, "Ambito Financiero" Ediciones especiales en fascículos 
bajo la dirección de Roberto Alifano



15/9/15

Jorge Luis Borges: El enamorado








Lunas, marfiles, instrumentos, rosas,
lámparas y la línea de Durero,
las nueve cifras y el cambiante cero,
debo fingir que existen esas cosas.
Debo fingir que en el pasado fueron
Persépolis y Roma y que una arena
sutil midió la suerte de la almena
que los siglos de hierro deshicieron.
Debo fingir las armas y la pira
de la epopeya y los pesados mares
que roen de la tierra los pilares.
Debo fingir que hay otros. Es mentira.
Sólo tú eres. Tú, mi desventura
y mi ventura, inagotable y pura.



En Historia de la Noche (1976)
Foto: Jorge Luis Borges en Madrid
20 de abril de 1980, Agencia EFE



14/9/15

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Domingo 14 de septiembre de 1959)



Lunes, 14 de septiembre
Come en casa Borges

Borges: «Se ve mucho el esquema en los cuentos de Henry James. En los de Kipling también hay un esquema, pero luego el autor imagina las cosas, da realidad. ¿Qué libros leería Henry James? ¿Muy malas novelas inglesas? Sus cuentos, aun los excelentes, sugieren ilustraciones de revistas como El Hogar y Atlántida, de los treinta: un caballero de smoking o frac conversando con una dama. Tienen dos dimensiones; los cuentos de Kipling o de Conrad tienen tres: con ellos entra en nuestra conciencia una realidad rica, precisa. En los diálogos, los personajes de James advierten sobreentendidos, reticencias y toda suerte de matices, que el lector no descubre y que no cree que valga la pena descubrir; a veces hay rasgos burdos. Nada parece muy imaginado y el lector, en el fondo de todos esos cuentos, imagina únicamente a James: lo que es una pobreza. Wells observó que los personajes de James, si tuvieran que llegar al momento de la pasión, harían a few appropiate gestures y nada más. Para llevar adelante su argumento, James no tiene inconveniente en recurrir a hechos melodramáticos: en The American una dama comete un asesinato del todo improbable; tampoco tiene inconveniente en recurrir a circunstancias ficticias: en "The Real Thing", un ilustrador de novelas fracasa cuando toma como modelo de gentleman y de lady a Fulanos, y triunfa cuando toma a Zutanos. Casi el único relato vivido de James es The Turn of the Screw: por algo es el que más gustó. No creo que toda la gente se equivoque». 

Bioy: «Kipling y Conrad parecen muy realistas con relación a James; James parece muy realista con relación a Kafka. Pero la deficiencia de realismo de James con relación a los primeros es un defecto; la de Kafka con relación a él, una virtud, porque sus cuentos son parábolas y todo realismo hubiera sido innecesario; los cuentos realistas de James, comparados con los de Kafka, parecen obras de calidad inferior, con propósitos inferiores. James probablemente viera cierta vulgaridad en Kipling: desgraciadamente, la hay. Kipling inventaba mejores detalles circunstanciales que James; como los dragones de la alfombra, que después de fumada la segunda pipa de opio se ponían a pelear ("The Gate of the Hundred Sorrows") o las invenciones de "The Finest Story in the World"». Borges dice que éste no es de los mejores cuentos de Kipling; yo lo tengo por maravilloso. 

Bioy: «Hay un humorismo en James; casi siempre es el mismo; se trata de personas que en el afán de estar en una situación no advierten lo que puede haber en ella de canallesco (The Reverberator). James había inquirido cada una de las ambigüedades de sus relatos; sin duda tenía una opinión sobre ellas; Kafka no, no sabía más de lo que estaba escrito en el texto; pero cada uno cumplía correctamente con las exigencias de su género; está bien que James conociera las ambigüedades y previera respuestas, porque escribía cuentos sobre personas que actuaban en la sociedad humana; está bien que Kafka se limite a plantearlas, porque escribía parábolas sobre la relación del hombre con el universo». 

Borges: «Kafka seguramente pensaba por parábolas. Seguramente no tenía más explicación de sus cuentos que la que había puesto en el texto; está bien: su tema es la relación del hombre con un dios y con un cosmos incomprensibles. Dios, al final del libro de Job, el Dios que manda al Leviatán, es el dios de Kafka, el dios totalmente incomprensible... Mi padre decía que había gente, como los gauchos, que sólo podía pensar por imágenes, y que las famosas parábolas de los Evangelios prueban que Cristo era una de esas personas. Como los gauchos, como los argentinos, no quería comprometerse. Ahí tenés el ejemplo de la pecadora y la primera piedra. Dar la otra mejilla es condenar metafóricamente la venganza. Hablaba por imágenes, porque sólo podía pensar por imágenes».






Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Mariño
Adolfo Bioy Casares © Emecé Argentina
Buenos Aires, Destino, 2006



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