6/9/15

Jorge Luis Borges: Las siete noches (Ciclo de conferencias 1977 - Audio)




Entre junio y agosto de 1977 Jorge Luis Borges pronunció siete conferencias en el Teatro Coliseo de Buenos Aires:

La Divina Comedia
La pesadilla
El libro de las mil y una noches
El budismo
¿Qué es la poesía?
La cábala 
La ceguera

Fue el ciclo de conferencias registrado más amplio de Borges.
Los siete encuentros fueron grabados en vivo en 1977.

Audio y descarga:





Fuente
Aporte de Isaías Garde
Los textos de las conferencias en cada enlace


5/9/15

Jorge Luis Borges: La Biblioteca de Babel









By this art you may contemplate the variation of the 23 letters...
The Anathomy of Melancholy,part. 2, sec. ii, mem. iv



         
            El Universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. 
         La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos.
         Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.
            Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita.
         Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
       A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
         El primero: La Biblioteca existe ab aeternoDe esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.[1]
         El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)
         Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
         Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior[2] dio con un libro tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
            También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos
         De esas premisas incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
            Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero. 
           También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
           A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.                    Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los "tesoros" que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
         También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. 
         Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece ínverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total[3]; ruego a los dioses ignorados que un hombre—¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!—lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.
         Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de "la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira". Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia.
         En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El calambre de yeso y otro Axaxaxas mlö. Esas proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos caracteres
                                                                    dhcmrlchtdj
que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos—y también su refutación. (Un número de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
              La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana —la única— está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
            Acabo de escribir infinitaNo he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar—lo cual es absurdo. Quienes lo imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódicaSi un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.[4]



[1] El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido limitada al la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor).

[2] Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: A veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.


[3] Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también una escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demuestran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.


[4] Letizia Álvarez Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri, a principios del siglo xvii, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecum sedoso no sería cómodo: cada hoja aparentemente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.



En El jardín de senderos que se bifurcan (1941)
Luego incluido en Ficciones (1944)

Borges lo menciona en el epílogo de El libro de arena (1975) 
pero lo excluye en ediciones posteriores y OOCC 
Foto Annemarie Heinrich

4/9/15

Jorge Luis Borges: El mapa secreto






En un famoso ensayo sobre El asesinato considerado como una de las bellas artes, De Quincey refiere la muerte violenta de un sumo sacerdote en Jerusalén, que fue apuñalado, no en la oscuridad o en la soledad, sino a la luz del mediodía, durante una ceremonia religiosa, entre la muchedumbre. De Quincey explica que la luz y las muchedumbres pueden obrar a modo de velos, y recuerda el epíteto secreto que Milton, en el Paraíso perdido, aplicó a la cumbre de una montaña y que Bentley, su irreverente editor, quiso reemplazar por sagrado. De Quincey defendió la versión original y explicó que la cumbre de una montaña, en pleno mediodía, puede ser invisible y secreta. Aquí cabe recordar, asimismo, a Goethe, que censuró en un breve poema a los insensatos que quieren penetrar en lo íntimo de la naturaleza, ignorantes de que en la naturaleza no hay nada íntimo y todo está a la vista y es fondo y forma, esencia y apariencia. Quiero rememorar también un verso de un hombre que fue, para quienes tuvimos la dicha de conocerlo, uno de los más admirables. Hablo de Macedonio Fernández y de aquel verso suyo que dice: la realidad trabaja en abierto misterio.
He recordado estos secretos a voces, estos abiertos misterios, estas cosas públicas y escondidas, porque me parecen singularmente aplicables a Buenos Aires. Buenos Aires, desde luego, es algo más que una determinada extensión surcada de calles que se cortan en línea recta y en la que hay muchas casas bajas y muchos patios. Para todo porteño, Buenos Aires, al cabo de los años, se ha convertido en una especie de mapa secreto de memorias, de encuentros, de adioses, acaso de agonías y humillaciones, y tenemos así dos ciudades: una, la ciudad pública que registran los cartógrafos, y otra, la íntima y secreta ciudad de nuestras biografías. A ese mapa personal podemos agregar hoy, venturosamente, otros puntos, donde se ejecutaron los hechos de la Revolución, y que definen (público y entrañable a la vez) un mapa de glorias.
Quiero confiarles ahora la historia de mis relaciones con Buenos Aires. Hacia mil novecientos veintitantos (no recuerdo la fecha exacta y no trato de recuperarla) yo volví a Buenos Aires al cabo de una larga ausencia que fue un destierro para mí. Resolví entonces cantar esa redescubierta ciudad o, más modestamente, cantar mi barrio de Palermo, que me fue dado no sólo en lo que veía y recuperaba, sino en los versos de Evaristo Carriego y en la interrogada memoria de los vecinos. Durante muchos años me consagré a esa tarea literaria de fácil apariencia y de realización muy difícil. Largamente busqué la definición poética de Buenos Aires; a esos afanes corresponden los libros que se titulan Fervor de Buenos AiresLuna de enfrenteCuaderno San Martín. Los releo ahora y en sus páginas no hallo recuerdos de los temas que tratan, sino de tal mañana o de tal atardecer en tal casa donde los escribí. Encuentro, en cambio, memorias precisas de Buenos Aires, el sabor preciso de Buenos Aires, en otras páginas de otros escritores. Básteme nombrar a Sicardi, en cuyo Libro extraño está el caótico y rudimentario principio de otro barrio porteño, el barrio de Almagro. En sus páginas están, asimismo, las iras del turbio Maldonado, que, como por obra de una magia perversa, bruscamente pasaba de la lamentable sequía a la inundación. Quiero, asimismo, recordar los versos esenciales y precisos de Fernández Moreno, que milagrosamente se identifican con las imágenes más íntimas de nuestra memoria… Un día llegó en que desistí del propósito de hallar una versión poética de Buenos Aires y escribí un cuento fantástico-policial que se intituló “La muerte y la brújula”. Los personajes de esa fábula tienen nombres irlandeses o escandinavos; la historia ocurre en una ciudad que es, como Buenos Aires, deformada en espejos de pesadilla. En la ciudad de mi relato hay una calle de salobres y tortuosas recovas que se llama la Rue de Toulon; esa calle es una magnificación o perversión del Paseo de Julio. Hay, asimismo, un territorio de interminables y desconsolados suburbios hechos de llanura y de ocasos; en ese territorio se reflejan Villa Luro, Mataderos o Chacarita. Hay en el sur de la imaginaria ciudad una antigua quinta que se llama Triste-le-Roy; esa quinta, llena de simetrías un poco horribles, se llama (se llamó) en la realidad el hotel Las Delicias. Nada dije yo a mis amigos sobre el propósito esencial de aquel cuento, pero algunos descubrieron en él, por primera vez, el sabor de Buenos Aires, la entonación que yo busqué en vano hasta entonces. Así me fue dado entender que hay algo —una reserva central, un pudor— en Buenos Aires que no quiere que la describamos abiertamente, sino por obra de alusiones y símbolos. Claro está que para entenderlos hay que estar en el secreto. Hablar de alusiones y de pudor es hablar de Enrique Banchs; éste, en el soneto final de la admirable serie La urna, escribió:
Como es su deber mágico, dan flores
Los árboles. El sol en los tejados
Y en las ventanas brilla. Ruiseñores
Quieren decir que están enamorados.
Algún supersticioso del color local podría objetar que esos versos no suceden en Buenos Aires, ya que aquí no hay tejados, sino azoteas, y ya que el ruiseñor es un pájaro que pertenece menos a la realidad que a la tradición literaria. Yo respondería que precisamente por estos eufemismos, por estos errores que tienen su raíz en la modestia, por estos no creíbles tejados y ruiseñores, este soneto es obra de un poeta de Buenos Aires, es decir, de un hombre pudoroso.
* En diario Crítica [primer número del] Suplemento Literario Letras Hispano-Americanas, a cargo de Héctor A. Murena, Buenos Aires [20 de] octubre de 1956. Palabras pronunciadas en la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires.

En Textos recobrados 1956-1986
Maria Kodama y Emecé Editores
Buenos Aires, 2003




3/9/15

George Steiner: Borges y sus fábulas de la razón











Ya en 1927 Borges cita a [el filósofo italiano Benedetto] Croce: "La oración es indivisible y las categorías gramaticales que la desarman son abstracciones añadidas a la realidad". Hay que aprehender el significado "con una sola y mágica mirada". En 1936, en El Hogar, Borges publica una biografía condensada de Croce que es, por supuesto, puro Borges. Tras la destrucción de su familia en el terremoto de 1883, Croce "resolvió pensar en el Universo: procedimiento general de los desdichados". Se propone explorar "los metódicos laberintos de la filosofía" (ya sabemos lo que significa laberintos para Borges). A los treinta y tres años, la edad del primer hombre hecho de arcilla según los cabalistas, Croce anda por la ciudad intuyendo una solución inminente a todos los problemas metafísicos. Durante la Primera Guerra Mundial, Croce se mantiene imparcial, renunciando a "los placeres lucrativos del odio". Es, con Pirandello, "uno de los pocos escritores importantes de la Italia contemporánea". Borges invoca a Croce en relación con el episodio de Ugolino del Infierno en sus conferencias de 1948 sobre Dante. Más tarde llama la atención sobre las "palabras cristalinas" que utiliza Croce al hablar del símbolo y la alegoría en la Estética. Reflexionando sobre "El cuento policial" (1978), Borges califica de "formidables" la estética de Croce y su rechazo de los géneros literarios fijos.
La textura del genio de Jorge Luis Borges es una singularidad, aunque hay puntos de contacto con Poe y Lewis Carroll. Las figuraciones de Borges son tangenciales al mundo, oblicuas al tiempo y al espacio en sus dimensiones habituales. Las convenciones causales, los aparentes hechos de la realidad vibran de posibilidades alternativas, con la extrañeza y la sustancia espectral de los sueños y de las conjeturas metafísicas, por su parte sueños del intelecto despierto. Como Leibniz, Borges cultiva las artes de la estupefacción. El que la nada no exista -pero ¿acaso podría haber existido?, pregunta Parménides- es algo que llena a Borges de asombro y constituye una provocación para él. Sus ficciones ponen en escena tramas, intrigas, un fantaseo coherente sacado de algún tesoro de potencialidades más "originales", lo que equivale a decir más cerca de los días de la creación, que las rutinas escleróticas, las economías utilitarias de la racionalidad, el pragmatismo y su lenguaje cernícalo. Lo mismo que la gran traducción -un ejercicio que fascinaba al políglota Borges- su incidencia en la historia y las artes, en la textualidad en su conjunto, añade "lo que ya estaba allí", una paradoja, pero una paradoja a la que Borges dota de la inquietante autoridad de lo evidente por sí mismo.
La sensibilidad de Borges, como la de Coleridge, a quien apreciaba, era eminentemente filosófica. Experimentó el pensamiento abstracto, las interrogantes y las construcciones metafísicas y los transmutó en inmediatos sin interposición de convenciones, en terminaciones nerviosas, por llamarlas así, idénticas a las receptivas a la poesía y los sueños. Borges percibió no sólo la coreografía, el juego de máscara y sombra que habitan los imperativos escénicos de un Platón o un Nietzsche, sino también las severidades y la insistencia en lo prosaico de un Kant o un Schopenhauer (su verdadero maestro). De forma más especial, y esto es muy poco común, Borges captaba y explotaba el juego, los elementos de charada, de lo acrobático, que hay en la lógica pura. Como Alicia en el país de las maravillas, como los relatos de descubrimiento de crímenes en los que estaban inmersos sus propios escritos, las ficciones de Borges codifican -muchas veces bajo el disfraz de una erudición bizantina, esotérica, a menudo deliberadamente sospechosa- el ingenio, la dialéctica de la risa condensada en las proposiciones y reglas de una lógica pura, incluso matemática. Del "sistema cuádruple de Erígena" y de los arcanos del escolasticismo medieval, de los herejes gnósticos, aristotelianos islámicos, sabios talmúdicos, alquimistas y teósofos, de las taxonomías inventadas por los cosmólogos de la China imperial y los cartógrafos del Barroco, nacen las fábulas borgeanas de la razón. ¿Hay en la lógica una artimaña más singular?, que, como dice Bergson, "se vale de lo vacío para pensar en lo lleno". Y no existe un inventario más grande, un catálogo de lo concebible más ingente que la "biblioteca de Babel" de Borges. 

El estudioso francés J. F. Mattei ha contado unas ciento setenta presencias filosóficas en la oeuvre de Borges, algunas de ellas sólo soñadas. Van desde Anaxágoras y Heráclito hasta Bertrand Russell y Heidegger. Platón y Schopenhauer -"si tuviera que atenerme a un solo filósofo, es a él a quien escogería"- son los citados con mayor frecuencia, seguidos por Aristóteles, Hume y Spinoza, ese otro adicto a los espejos. Nietzsche y Heráclito están entre los primeros de la lista. Se bendice a Plotino por su fe inquebrantable en la unidad final. Los maestros islámicos, Averroes y Avicena, figuran en puesto destacado, al igual que su augusto homólogo Maimónides. Los experimentos mentales de Berkeley, con su elegante abolición de lo empírico, atraen la atención de Borges, como también lo que dicen Davidson y William James sobre el libre albedrío o la Arcania celestia de Swedenborg (un interés que Borges comparte con Balzac). Los "lenguajes informáticos" de Raimundo Lulio, el polímata catalán del siglo XIII, y de George Boole, al igual que el ciego Ibn Sina, que compuso hacia 1055 ese recurso ultraborgeano, Al Mukham, un diccionario de diccionarios. Al parecer, fueron sus propios intereses por Homero los que llevaron a Borges a la teoría de la historia de Vico. Se hace una reverencia a Campanella y a Unamuno. Aunque no tuviésemos más que los escritos de Borges, podríamos reconstruir una historia, "borgeana" pero en modo alguno disminuida, de la procesión de ejercicios filosóficos en Occidente y el islam, en Asia y Erewhon.
"El ruiseñor de Keats", de diciembre de 1951, ilustra a la perfección el cruce de poética, lógica filosófica y erudición bibliográfica. El pájaro cantor de Keats es el de Ovidio y Shakespeare. La mortalidad del poeta contrasta patéticamente con el frágil pero imperecedero canto del ave. El quid de la interpretación está en la penúltima estrofa. Se anuncia que la voz del ruiseñor en el jardín de Hampsted es idéntica a la que oye Ruth en el relato bíblico. Borges presenta cinco críticos que con diversos grados de reproche detectan un fallo lógico. Oponer la vida de un individuo a la de la especie es un sofisma. Aunque nunca había leído la oda de Keats, Schopenhauer proporciona la clave. Afirma una identidad a través del tiempo. El gato que salta ante mí no difiere en lo fundamental del que vieron hace siglos. Así, el individuo encarna a la especie y el rapsoda de Keats es el mismo de la noche de Moab.
Keats, que carecía de instrucción formal, había intuido al "ruiseñor platónico". Había anticipado a Schopenhauer. Esta observación hace que Borges reitere la división arquetípica entre platonistas y aristotelianos, entre aquellos para quienes en el Universo hay orden y armonía y aquellos para quienes el Cosmos es una ficción, posiblemente un malentendido nacido de nuestra ignorancia. Coleridge había sugerido esta radical dualidad. Borges opina que los ingleses son intrínsecamente aristotélicos. Registran el ruiseñor particular y "concreto", no su universalidad genérica. De ahí sus interpretaciones equivocadas de Keats. Sin embargo, es a este mismo sesgo al que debemos a Locke, Berkeley o Hume y la insistencia política en la autonomía del individuo. Desde la época de las adivinanzas anglosajonas hasta la Atalanta de Swinburne, el ruiseñor ha cantado claramente en la literatura inglesa. Ahora le pertenece a Keats como el tigre a Blake (como los "tigres soñados" a Borges).
El famoso "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" (1940-1947) se centra en torno al tropo de los mundos-espejo, en los lenguajes imaginarios, en las álgebras múltiples, en el veredicto de Hume de que la deconstrucción berkeleyana de lo empírico es irrefutable pero poco convincente, en la teoría de Alexius Meinong de los objetos imposibles (que había fascinado a Musil). Apela a la noción islámica de la Noche de las Noches en la que se abren las puertas a mundos ocultos. Como los cabalistas, Leibniz y los futuristas rusos antes que él, Borges juega con el concepto de lenguajes imaginarios. Su célula generativa no es el verbo sino el adjetivo monosílabo. Estos lenguajes no permiten funciones de verdad en nuestro sentido, ni necesarias concordancias entre palabra y objeto. El lenguaje crea a voluntad momentánea. Así, hay destacados poemas de Tlön hechos "de una sola enorme palabra " (¿oímos el lejano retumbar de esa palabra en Finnegans Wake?). Al rechazar la axiomática espacio-temporal de Spinoza y Kant, los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni la semejanza. Luchan por alcanzar el asombro; tanto Aristóteles como Wittgenstein lo habrían aprobado. Toda metafísica es una rama de la literatura fantástica. "Saben que un sistema no es otra cosa que la subordinación de todos los aspectos del Universo a uno cualquiera de ellos." Una escuela filosófica de Tlön postula que todo el tiempo ha pasado ya, que nuestras vidas se componen de recuerdos fantasmales, crepusculares. Otra secta compara nuestro Universo a un criptograma en el que no todos los símbolos cuentan, en el que solamente lo que sucede cada trescientas noches es real. No obstante, otra academia sostiene que mientras dormimos aquí estamos despiertos en otra parte, que toda cognición es una especie de péndulo binario. Como en la teoría de la relatividad, la geometría de Tlön afirma que cuando nuestro cuerpo atraviesa el espacio modifica las formas que lo rodean. Haciéndose eco de la incertidumbre de Heisenberg, los aritméticos de Tlön creen que el acto de contar modifica las cantidades contadas.
Las obras filosóficas tlönianas contienen la tesis y la antítesis, pues nada está completo sin la contradicción (Hegel no está lejos). En su epílogo, Borges alude a la amenaza de la antimateria: el contacto con el "hábito de Tlön" podría desintegrar nuestro propio mundo. En los recuerdos de los hombres "un pasado ficticio ocupa el sitio de otro pasado, del que nada sabemos con certidumbre, ni siquiera que es falso". Al parecer, Borges conocía la paradójica suposición de Bertrand Russell de que nuestro Universo fue creado hace un instante con recuerdos ficticios. Invirtiendo la máxima de Mallarmé según la cual el Universo debe tener como resultado un Livre, la fábula ontológica de Borges sugiere que nuestro Universo es en esencia el producto de una undécima edición de la Encyclopædia Britannica en la que siguen desapareciendo las entradas clave sobre Orbis Tertius. Pero Borges era bibliotecario entonces. Sabía de libros perdidos.
Basándose en el saber de Ernest Renan, a quien leía con asiduidad, Borges publicó "En busca de Averroes" en junio de 1947. Presenta un círculo de sabios, exégetas y lexicógrafos islámicos medievales, el más destacado de los cuales es el ilustre Averroes. En su fría casa de Córdoba, el filósofo está componiendo un polémico tratado sobre la naturaleza de la divina providencia. Sus silogismos florecen como los deleites de su jardín. Lo que tiene perplejo a Averroes es una cuestión desconcertante que le ha surgido en su monumental comentario sobre Aristóteles. La sabiduría imperecedera, la poesía inmortal "de los antiguos y del Corán" que Averroes ha estado defendiendo contra todo intento de innovación, no saben nada del teatro, de ningún género dramático. ¿Cómo va a entender y a traducir entonces los dos misteriosos términos recurrentes en la Poética de Aristóteles? Como no sabe siriaco ni griego y trabaja con la traducción de una traducción (un giro característico en Borges), Averroes no ha encontrado aclaración en la glosa de Alejandro de Afrodisia, ni en las versiones del nestoriano Hunayn ibn Ishaq, ni en Abu Masha Mata. ¿Qué significado imaginable puede atribuir a tragedia y a comedia? Al clarear el día, en su biblioteca, experimenta una revelación: "Aristú denomina tragedia a los panegíricos y comedia a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario".
Los elementos de la narración son los de la erudición juguetona, de la bibliomanía santificada. La cuestión epistemológica, sin embargo, es capital. ¿Qué es lo que relaciona las palabras con el significado que se pretende? ¿Qué prueba tenemos de estar interpretando su prevista función de manera fiable, mucho menos con una equivalencia verificable, sobre todo en una lengua antigua o extranjera? Obsérvese la archisutileza de la propuesta de Borges: la versión que da Averroes de los dos significados aristotélicos es errónea, pero no del todo. En la tragedia griega hay elogios cantados; en las comedias de Aristófanes y Menandro, hay sin duda vilipendio y sátira. Los malentendidos pueden arrojar alguna luz.
O pensemos en una miniatura como "Delia Elena San Marco" (1960). Una despedida en la esquina de una calle. Un río de tráfico y transeúntes. ¿Cómo iba Borges a saber que era "el triste Aqueronte, el insuperable"? La separación infinita subyace en una despedida informal. ¿Pueden servir de ayuda las lecciones de adiós de Sócrates, transmitidas por Platón? Si son la verdad y el alma es verdaderamente inmortal, nuestros adioses no implican ninguna gravitas especial. "Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros". El diálogo se reanudará "en una ciudad que se perdía en una llanura". El más leve de los incidentes mundanos se despliega en la incierta metafísica de la trascendencia.
Borges infiere que todas las proposiciones filosóficas, por rigurosas que sean, y toda lógica formal son soñar despierto, que manifiestan los ensueños sistemáticos del intelecto vigil. En el grabado de Goya, el sueño de la razón engendra monstruos. En Borges, los sueños nocturnos y los sueños diurnos de la racionalidad engendran la tortuga de Zenón, la caverna de Platón, el demonio maligno de Descartes o los imperativos, iluminados por la luz de las estrellas, de Kant. Como Hamlet informa a Horacio, la materia de la filosofía es "soñada". De forma concomitante, no hay ningún texto literario, ya sea un poema lírico o una novela policíaca, de ciencia ficción o romántica, que no contenga, manifiestos o encubiertos, unas coordenadas metafísicas, unos axiomas lógicos o unos rastros de epistemología. El hombre narra mundos posiblemente alternativos, a modo de contrapunto a esta realidad limitada, provinciana. Lo filosófico y lo poético están indivisiblemente unidos, como lo están Borges y yo en esa parábola de espejos e inevitable duplicidad. Ambos surgen de la inagotable ubicuidad de los actos de habla.



Texto e imágenes en La Nación, 19 de octubre de 2012
Suplemento ADN Cultura, pág. 18
Traducción de María Cóndor
Ilustraciones de Sebastián Dufoir
Incluido en George Steiner: 
La poesía del pensamiento. Del helenismo a Celán
Mexico, FCE, 2012, pág. 191



2/9/15

Jorge Luis Borges: La aureola con almuerzo y otras erratas*




Todos los vigilantes empiezan por el casco.
Todos los arzobispos acaban por la mitra.
No hay cabeza en diciembre que no cuelgue de un rancho.
A mí, Jota Ele Borges, me han puesto una aureolita.

La aureola es un sombrero que me queda grandísimo
y que se gasta mucho. Mejor es abdicarlo.
L'olvidaré en la percha y saldré calladito
a ser Jota Luis Borges, guitarrero de ocasos.

Este almuerzo grandote nos mancha de misterio:
¡Cuánto corazón claro, perdonador y amigo!
Son escribas tan diablos estos de Martín Fierro
que les infiero plagios y me sacuden vino.

Les agradezco en nombre de los ponientes machos
color baraja criolla que he versiado en Urquiza.
Les agradezco en nombre de la luz de mi patria
y de mis almacenes color pollera e china.

¿Quién pensó que los criollos iban derecho al muere
en la ciudá bendita de Rosas y El Peludo?
Digámosle al destino, mucho verso ferviente.
Respiren, compañeros. Se me acabó el discurso.








* Borges improvisó estos versos en un almuerzo (véase Monegal, 1987, pág. 176) que la revista Martín Fierro organizó para agasajarlo, junto a Sergio Pinero (hijo), por la publicación de Luna de enfrente y El puñal de Orión respectivamente. 

En Martín Fierro, segunda época, Buenos Aires, Año 2, N° 26, 29 de diciembre de 1925

Luego en Textos recobrados 1919-1929
1997-2007 Maria Kodama
Buenos Aires, Sudamericana 2011

Imagen: Facsímil primera edición en Martín Fierro

Aporte de Francisco Alvez Francese (FB)

1/9/15

Jorge Luis Borges: La lluvia







Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.
Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.
Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto
patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.


En El Hacedor (1960)
Foto Annemarie Heinrich, 1966

31/8/15

Jorge Luis Borges: Olaus Magnus (1490-1558)








El libro es de Olaus Magnus el teólogo
que no abjuró de Roma cuando el Norte
profesó las doctrinas de John Wyclif,
de Hus y de Lutero. Desterrado
del Septentrión, buscaba por las tardes
de Italia algún alivio de sus males
y compuso la historia de su gente
pasando de las fechas a la fábula.
Una vez, una sola, la he tenido
en las manos. El tiempo no ha borrado
el dorso de cansado pergamino,
la escritura cursiva, los curiosos
grabados en acero, las columnas
de su docto latín. Hubo aquel roce.
Oh no leído y presentido libro,
tu hermosa condición de cosa eterna
entró una tarde en las perpetuas aguas
de Heráclito, que siguen arrastrándome.






En La moneda de hierro (1976)
Foto sin atribución de autor ni fecha (ca. 1983)
Vía Ignoria
Imagen inferior:Olaus Magnus:
Historia de gentibus septentrionalibus, earumque diversis statibus





30/8/15

Jorge Luis Borges-Manuel Mujica Láinez: Dos talentos en su tinta








La vida, la muerte, la fama, ellos y los demás en un diálogo cruzado, Jorge Luis Borges y Manuel Mujica Láinez


Entrevistador: Para muchos, Borges y Mujica Láinez son seres casi intocables, monstruos sagrados. ¿Cómo se sienten frente a esa realidad?

Borges: —Yo creo que es una invención del periodismo, y sin duda un disparate. Eso de monstruo sagrado tiene algo de animal de circo... ¡Eso mismo!, como si uno fuera un animal en exhibición.
Mujica Láinez: —Personalmente no me siento ni sagrado ni monstruo, ¡por suerte! Estoy de acuerdo con Borges: en todo esto tuvo mucho que ver el periodismo. A Lugones, por ejemplo, ni se le conocía la cara...
B.: —¡Ah, pero es que Lugones era muy feo! (risas.)


—Sin embargo, la fama tiene que producir algún efecto en ustedes, ¿o no?
B.: —La fama es algo incómodo, es como un error. Pero por suerte es un error pasajero.
M. L.: —Borges y yo estamos en niveles distintos, no se puede hacer una comparación. Sobre mí se ha escrito muy poco aunque confieso que el tema me aburre.
B.: —En todo caso yo preferiría ser un hombre invisible. Cuando viajé a Suiza, hace un tiempo, sólo me reconocieron unos amigos íntimos. Y le puedo asegurar que fue una sensación muy grata.


—Si tampoco se sienten best-sellers. ¿piensan que sus libros van a quedar, o eso no les preocupa?
B.: —Me gustaría que quedaran algunos cuentos —que alguien reescribiera mejor que yo—. Y algún verso que se citara olvidando mi nombre. Sinceramente, yo espero ser olvidado: además, a la larga todos seremos olvidados... ¡Ese es el destino final!
M. L.: —Si me fuese dado volver al mundo después de muerto, creo que me llevaría una sorpresa: mi libro menos interesante es, seguramente, el que va a quedar... No sé, pienso en Cané o Mansilla, y no creo que —si pudieran volver— les gustara ser reconocidos por Juvenilia o La Gran Aldea. Pero es comprensible: Cervantes creía que lo mejor de su pluma era Persiles y Segismunda, y hoy nos parece ilegible.
B.: —Posiblemente en el futuro la literatura vuelva a ser anónima, y ya no se piense en nombres de autores. Algo que me parece bien... es melancólico eso de convertirse en el nombre de una calle.
M. L.: —¿Pero vos estás condenado a busto en la Biblioteca Nacional, eso seguro! (risas.) En cambio yo, una foto en la Academia, todos juntos.
B.: —No, no..., ¡si con mi cara no puede hacerse nada! (Risas.)

—¿Ustedes creen que el país tiene una literatura propia, una identidad que la diferencia de las literaturas europeas, por ejemplo?
B.: —La literatura argentina tiene una entonación distinta. Recuerdo siempre un poema de Enrique Banchs que menciona tejados y ruiseñores. Alguien podría decir que tejados y ruiseñores son elementos literarios que no se dan en el país: acá no hay ruiseñores, y decimos azotea y no tejado. Pero sin embargo, esos versos son argentinos. ¿Por qué?: porque son versos discretos que no alzan la voz.
M. L.: —Estoy de acuerdo, ése es un rasgo que nos diferencia de todas las demás literaturas. Los españoles son enfáticos, por ejemplo, pero los argentinos tienden a hablar en sus versos, o en todo caso piensan en voz alta y sin complejos

—En relación con los escritores jóvenes, ¿creen que la literatura argentina pasa un buen momento?
B.: —No puedo decir mucho sobre el tema", en 1955 perdí mi vista y desde entonces me dediqué a releer. Schopenhauer decía que no hay que leer ningún libro de menos de cien años de antigüedad porque no se sabe si es bueno o malo... (Risas.)
M. L.: —No es para tanto. Yo tengo muy buena impresión de la literatura argentina en este momento, hay varios buenos autores... Es que siempre incomoda dar nombres...
B.: —Muy cierto. Lo primero que se nota en una lista son las omisiones, y además uno no convence a nadie con catálogos o adjetivos superlativos.

—¿No quieren dar ni un solo nombre?
B.: —Tengo entendido que Zama, de Antonio Di Benedetto, es una excelente novela..., pero no puedo decir mucho más. Salvo que admitamos que Adolfo Bioy Casares es un escritor joven. (Risas.)
M. L.: —Leo pocos autores jóvenes, pero si tengo que dar nombres creo que Héctor Lastra es un buen narrador.
B.: —Las diferencias de edad son muy importantes cuando uno es joven, pero después se igualan los tantos. Se empardan, como en el truco.

—¿Les preocupa la edad a la que llegaron?
B.: —Bueno, yo creo que ya abusé de mi longevidad, pero no me arrepiento de haber llegado a los 81 años. Claro, me gustaría vivir unos años más y terminar un cuento que he empezado... O conocer China y la India, considerando que me pasé la vida releyendo a Rudyard Kipling.
M. L.: —Cuando cumplí los 60 decía que era sexagenario (risas), pero ahora que llegué a los 70... no sé, tengo curiosidad por ver qué será de este mundo. Me entristece saber que no llegaré al año dos mil.
B.: —El dos mil es una superstición del sistema métrico decimal. Los 80 años aparecen algo terrible, caen encima de uno como una lápida. Y además toda la gente te los recuerda... pero fíjense que los 81 ya no parecen gran cosa.
M. L.: —Claro, ahí tenes el caso de D'Annunzio: el tiempo lo favoreció Hace unos años era palabra prohibida. Y hoy está de moda. Hasta Visconti se basó en él para su último filme, El Inocente.
B.: —Es que los escritores son como el cometa Halley, van y vuelven (risas). A veces tengo la impresión de que el mundo vive un período de declinación. Es más, creo que este siglo es sin duda inferior al siglo anterior. Pero reflexionando un poco quizá se deba a que tengo esta edad: el que declina es uno. y no el mundo.


—Se dice que los poetas tratan con el misterio, y sin duda la muerte, es uno de los enigmas al que todos se enfrentan. ¿Le temen o la aceptan?
B.: —La idea de la muerte total, en cuerpo y espíritu, es casi un consuelo para mí. Incluso, cuando me sentí desdichado en mi vida, pensaba: ¡Pero bueno, si al final todos estos estados de conciencia se van a ir conmigo, si uno es nada más que un punto!
M. L.: —Yo sospecho que la muerte va a ser una gran desilusión, imagino algo muy parecido a esto. Luego de atravesar un túnel —y una serie de pruebas personales— se desemboca en una situación muy parecida a ésta. Esa es mi idea de la muerte. ¡Seguramente Borges va a estar allí, esperándome, y podremos seguir esta conversación! Va a sobrar tiempo.
B.: —¡Con mucho gusto! (Se ríen.)

—Y esa pequeña muerte que es descartar un poema o un cuento, ¿cómo la deciden, cuál es el criterio de belleza que aplican?
B.: —Cuando un verso es hermoso, se siente físicamente. Si no lo conmueve, si uno no siente que ocurrió algo, ese verso es malo. Y si un verso causa asombro, tampoco es bueno: debe parecer algo natural y milagroso al mismo tiempo. Claro que a veces se desea que un buen cuento tenga su justificación intelectual, pero eso es una superstición.
M. L.: —Mis sensaciones en general son visuales. Cuando leo un buen cuento, o un poema, la belleza es siempre un resplandor, una luz que tiñe todo eso: se crea una atmósfera especial. Y entonces ya sé que esa creación es de calidad. Esto podrá parecer demasiado subjetivo, pero es que la belleza no tiene mucho que ver con lo racional.

—Algo que muchos lectores se preguntan es cómo nace un cuento o una novela. ¿Cuál es el proceso?
B.: —En mi caso, voy caminando por la calle, por ejemplo, y siento que va a ocurrir algo. Entonces espero, y me llega una modestísima revelación: puede ser un verso suelto, o el principio y final de un cuento. Después dejo que esa fábula crezca en mí, trato de no mezclar mis opiniones, de no intervenir racionalmente. Cuando escribo soy fiel a ese sueño.
M. L.: —Yo veo una especie de atmósfera en la que se perfilan dos o tres personajes. Muchas veces los rostros o actitudes de la gente son el punto de partida para mis novelas. Y después me dedico a llenar cuadernos con lo que va surgiendo.
B.: —¡Claro!, es lo que nos diferencia: vos tenés multitudes y sos de más largo aliento. En cambio yo, en el fondo soy el único personaje de mis cuentos.
M. L.: —Bueno, ¿pero no decís siempre que once páginas te cuestan tanto como una novela de Dickens?



En revista Somos, septiembre de 1980
Entrevistador: Eduardo Pogoriles
Fotografía: Eduardo Giménez
Edición digital Mágicas Ruinas, 2003



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