17/8/15

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Las noches de Goliadkin


A la memoria del Buen Ladrón
I

Con una fatigada elegancia, Gervasio Montenegro —alto, distinguido, borroso, de perfil romántico y de bigote lacio y teñido— subió al coche celular y se dejó voiturer a la Penitenciaría. Se hallaba en una situación paradójica: los cuantiosos lectores de los diarios de la tarde se indignaban, en todas las catorce provincias, de que tan conocido actor fuera acusado de robo y asesinato; los cuantiosos lectores de los diarios de la tarde sabían que Gervasio Montenegro era un conocido actor, porque estaba acusado de robo y asesinato. Esta admirable confusión era obra exclusiva de Aquiles Molinari, el ágil periodista a quien había dado tanto prestigio el esclarecimiento del misterio de Abenjaldún. También se debía a Molinari que la policía permitiera a Gervasio Montenegro esa irregular visita a la cárcel: en la celda 273 estaba recluido Isidro Parodi, el detective sedentario, a quien Molinari (con una generosidad que a nadie engañaba) atribuía todos sus triunfos. Montenegro, fundamentalmente escéptico, dudaba de un detective que hoy era un presidiario numerado y ayer había sido peluquero en la calle Méjico; por otra parte, su espíritu, sensible como un Stradivarius, se crispaba ante esa visita de mal augurio. Sin embargo, se había dejado persuadir; comprendía que no debía enemistarse con Aquiles Molinari, que, según su vigorosa expresión, representaba el cuarto poder.
Parodi recibió al aclamado actor, sin levantar los ojos. Cebaba, lento y eficaz, un mate en un jarrito celeste. Montenegro ya se disponía a aceptarlo; Parodi, sin duda coartado por la timidez, no se lo ofreció; Montenegro, para darle valor, le palmeó el hombro y encendió un cigarrillo de un atado de Sublimes que había en un banquito.
—Viene antes de hora, don Montenegro; ya sé lo que lo trae. Es el asunto ese del brillante.
—Veo que estos sólidos muros no son obstáculo para mi fama —se apresuró a observar Montenegro.
—Qué van a ser. No hay como este recinto para saber lo que sucede en la República: desde las pillerías de todo un general de división hasta la obra cultural que realiza el último infeliz de la radio.
—Comparto su aversión a la radio. Como siempre me decía Margarita (Margarita Xirgu, usted sabe), los artistas, los que llevamos las tablas en la sangre, necesitamos el calor del público. El micrófono es frío, contra natura. Yo mismo, ante ese artefacto indeseable, he sentido que perdía la comunión con mi público.
—Yo que usted me dejaba de artefactos y comuniones. He leído los sueltitos de Molinari. El muchacho es habilidoso con la pluma, pero tanta literatura y tanto retrato acaban por marear. ¿Por qué no me cuenta las cosas a su modo, sin arte ninguno? A mí me gusta que me hablen claro.
—Estamos de acuerdo. Por lo demás, estoy capacitado para complacerlo. La claridad es privilegio de los latinos. Sin embargo, usted me permitirá arrojar un velo sobre cierto suceso que compromete a una dama de la mejor sociedad de La Quiaca (allí, como usted sabe, todavía queda gente bien). Laissez faire, laissez passer. La necesidad impostergable de no empañar el nombre de esa dama que para el mundo es un hada de salón (y para mí, un hada y un ángel) me obligó a interrumpir mi gira triunfal por las Repúblicas indoamericanas. Porteño al fin, yo había esperado no sin nostalgia la hora del regreso y no creí jamás que la enturbiarían circunstancias que bien pueden calificarse de policiales. En efecto, en cuanto llegué a Retiro, me arrestaron; ahora se me acusa de un robo y dos asesinatos. Para coronar el accueil, los polizontes me despojaron de una joya tradicional que yo había adquirido horas antes, en circunstancias muy pintorescas, al atravesar el Río Tercero. Bref, aborrezco los vanos circunloquios y contaré la historia ab initio, sin excluir, por cierto, la vigorosa ironía que invenciblemente sugiere el espectáculo moderno. También me permitiré algún toque de paisajista, alguna nota de color.
El 7 de enero, a las cuatro y catorce a.m., sobriamente caracterizado de tape boliviano, abordé el Panamericano, en Mococo, eludiendo hábilmente (cuestión de savoir faire, mi querido amigo) a mis torpes y numerosos perseguidores. La generosa distribución de algunos autorretratos autografiados logró mitigar, ya que no abolir, la desconfianza de los empleados del expreso. Me destinaron un camarote que me resigné a compartir con un desconocido, de notorio aspecto israelita, a quien despertó mi llegada. Supe después que ese intruso se llamaba Goliadkin y que traficaba en diamantes. ¡Quién diría que el malhumorado israelita, que el azar ferroviario me deparara, iba a envolverme en una indescifrable tragedia!
Al día siguiente, ante el peligroso capo lavoro de algún chef calchaquí, pude examinar con bonhomía la fauna humana que poblaba ese angosto universo que es un tren en marcha. Mi riguroso examen comenzó (cherchez la femme) por una interesante silueta que aun en Florida, a las ocho p.m., hubiera merecido el masculino homenaje de una ojeada. En esta materia no me equivoco: constaté poco después que se trataba de una mujer exótica, excepcional, la baronne Puffendorf-Duvernois: una mujer ya hecha, sin la fatal insipidez de las colegialas, curioso espécimen de nuestro tiempo, de cuerpo estricto, modelado por el lawn-tennis, una cara tal vez basée, pero sutilmente comentada por cremas y cosméticos, una mujer, para decirlo todo en una palabra, a quien la esbeltez daba altura y el mutismo elegancia. Tenía, sin embargo, el faible, imperdonable en una auténtica Duvernois, de flirtear con el comunismo. Al principio logró interesarme, pero después comprendí que su barniz atractivo ocultaba un espíritu banal y le pedí a ese pobre señor Goliadkin que me relevara; ella, rasgo típico de mujer, fingió no percibir el cambio. Sin embargo, sorprendí una conversación de la baronne con otro pasajero (un tal coronel Harrap, de Texas) en la que usó el calificativo de “imbécil” aludiendo sin duda a ce pauvre M. Goliadkin. Vuelvo a mencionar a Goliadkin: se trata de un ruso, de un judío, cuya impronta en la placa fotográfica de mi memoria es decididamente débil. Era más bien rubio, fornido, de ojos atónitos; se daba su lugar: se precipitaba siempre a abrirme las puertas. En cambio es imposible, aunque deseable, olvidar al barbudo y apopléjico coronel Harrap, típico ejemplar de la vigorosa vulgaridad de un país que ha logrado el gigantismo, pero que ignora los matices, las nuances, que no desconoce el último pillete de una trattoria de Nápoles y que son la marca de fábrica de la raza latina.
—No sé dónde queda Nápoles, pero, si alguien no le arregla este asunto, a usted se le va a armar un Vesubio que no le digo nada.
—Envidio su reclusión de benedictino, señor Parodi, pero mi vida ha sido errátil. He buscado la luz en las Baleares, el color en Brindisi, el pecado elegante en París. También, como Renan, he dicho mi plegaria en la Acrópolis. En todas partes he estrujado el jugoso racimo de la vida… Retomo el hilo de mi relato. En el pullman, mientras ese pobre Goliadkin (judío, al fin, predestinado a las persecuciones) sobrellevaba con resignación la incansable, y cansadora, esgrima verbal de la baronesa, yo, con Bibiloni, un joven poeta catamarqueño, me solazaba como un ateniense, platicando sobre la poesía y las provincias. Ahora confieso que al principio el aspecto oscuro, más bien renegrido, del joven laureado por las cocinas Volcán no me predispuso en su favor. Los lentes bicicleta, la corbata de moño y elástico, los guantes color crema, me hicieron creer que me hallaba ante uno de los innumerables pedagogos que nos ha deparado Sarmiento (genial profeta a quien es absurdo exigir las pedestres virtudes de la previsión). Sin embargo, la viva complacencia con que escuchó una corona de triolets, que yo había burilado a vuelapluma en el tren carreta que une el moderno ingenio azucarero de Jaramí con la ciclópea estatua a la Bandera que ha cincelado Fioravanti, me demostró que era uno de los valores sólidos de nuestra joven literatura. No era uno de esos rimadores intolerables que aprovechan el primer tête-à-tête para infligirnos los abortos de su pluma: era un estudioso, un discreto, que no malgastaba la oportunidad de callar ante los maestros. Lo deleité, después, con la primera de mis odas a José Martí; poco antes de la undécima, tuve que privarlo de ese placer: el tedio que la incesante baronesa impartía al joven Goliadkin había contagiado a mi catamarqueño, mediante un interesante fenómeno de simpatía psicológica que muchas veces he observado en otros pacientes. Con mi proverbial llaneza, que es el apanage del hombre de mundo, no vacilé ante un procedimiento radical: lo sacudí hasta que abrió los ojos. El diálogo, después de esa mésaventure, había decaído; para darle altura, hablé de tabacos finos. Estuve atinado: Bibiloni fue todo animación e interés. Después de explorar los bolsillos interiores de su cazadora, extrajo un habano de Hamburgo y, no atreviéndose a ofrecérmelo, dijo que lo había adquirido para fumarlo esa misma noche en el camarote. Comprendí el inocente subterfugio. Acepté el cigarro, con un rápido movimiento, y no tardé en encenderlo. Algún doloroso recuerdo atravesó la mente del joven; por lo menos, así lo entendí yo, seguro catador de fisonomías, y, arrellanado en la butaca y exhalando azules bocanadas de humo, le pedí que me hablara de sus triunfos. El interesante rostro moreno se iluminó. Escuché la vieja historia del hombre de pluma, que lucha contra la incomprensión del burgués y atraviesa las ondas de la vida llevando a cuestas su quimera. La familia de Bibiloni, después de varios lustros consagrados a la farmacopea serrana, logró trasponer los confines de Catamarca y progresar hasta Bancalari. Ahí nació el poeta. Su primera maestra fue la Naturaleza: por un lado, las legumbres de la quinta paterna; por otro, los gallineros limítrofes, que el niño visitara más de una vez, en noches sin luna, munido de una larga caña de pescar… gallinas. Después de sólidos estudios primarios en Km. 24, el poeta volvió a la gleba; conoció las proficuas y viriles fatigas de la agricultura, que valen más que todos los huecos aplausos, hasta que lo rescató el buen juicio de las cocinas Volcán, que premiaron su libro Catamarqueñas (Recuerdos de provincia). El importe del lauro le permitió conocer la provincia que con tanto cariño había cantado. Ahora, enriquecido de romances y de villancicos, regresaba al Bancalari natal.
Pasamos al salón comedor. Ese pobre Goliadkin tuvo que sentarse junto a la baronne; del otro lado de la misma mesa, nos sentamos el padre Brown y yo. El aspecto de este eclesiástico no era interesante: tenía el pelo castaño y la cara vacua y redonda. Yo, sin embargo, lo miraba con cierta envidia. Los que tenemos la desgracia de haber perdido la fe del carbonero y del niño no hallamos en la fría inteligencia el bálsamo reconfortante que brinda a su rebaño la Iglesia. Al fin de cuentas, ¿qué aporte debe nuestro siglo, niño blasé y canoso, al escepticismo profundo de Anatole France y de Julio Dantas? A todos nosotros, mi estimado Parodi, nos convendría una dosis de inocencia y de sencillez.
Recuerdo muy confusamente la conversación de esa tarde. La baronne, pretextando el rigor de la canícula, dilataba incesantemente su escote y se apretaba contra Goliadkin (todo para provocarme). El judío, poco avezado a esas lides, rehuía en vano el contacto y, consciente del desairado rol que jugaba, hablaba nerviosamente de temas que a nadie podían interesar, tales como la futura baja de los diamantes, la imposibilidad de sustituir un diamante falso por uno verdadero y otras minucias de boutique. El padre Brown, que parecía olvidar la diferencia que hay entre el salón comedor de un express de lujo y un auditorio de beatos indefensos, repetía no sé qué paradoja, sobre la necesidad de perder el alma para salvarla: necios bizantinismos de teólogos, que han oscurecido la claridad de los Evangelios.
Noblesse oblige: desoír los envites afrodisíacos de la baronne hubiera sido cubrirme de ridículo; esa misma noche me deslicé en puntas de pie hasta su camarote y, en cuclillas, apoyada la soñadora testa en la puerta, y el ojo en la cerradura, me puse a tararear confidencialmente Mon ami Pierrot. De esa apacible tregua, que el luchador lograra en plena batalla de la vida, me despertó el anticuado puritanismo del coronel Harrap. En efecto, este barbudo anciano, reliquia de la pirática guerra de Cuba, me tomó de los hombros, me elevó a una altura considerable y me depositó frente al baño para caballeros. Mi reacción fue inmediata: entré y le cerré la puerta en las narices. Allí permanecí dos horas escasas, prestando oídos de mercader a sus amenazas confusas, emitidas en un castellano incorrecto. Cuando abandoné mi retiro, el camino estaba expedito. ¡Vía libre!, exclamé para mi coleto, y fui en el acto a mi camarote. Decididamente, la diosa Aventura me acompañaba. En el camarote estaba la baronne, esperándome. Saltó a mi encuentro. En la retaguardia, Goliadkin se ponía el saco. La baronne, con rápida intuición femenina, comprendió que la intromisión de Goliadkin abolía ese clima de intimidad que exigen las parejas enamoradas. Se fue, sin dirigirle una sola palabra. Conozco mi temperamento: si me encontraba con el coronel, nos batiríamos en duelo. Esto es incómodo en un ferrocarril. Además, aunque sea duro confesarlo, ya ha pasado la época de los duelos. Opté por dormir.
¡Extraño servilismo el de los hebreos! Mi entrada había frustrado quién sabe qué infundados propósitos de Goliadkin; sin embargo, desde ese momento, se mostró cordialísimo conmigo, me obligó a aceptar un habano Avanti y me colmó de atenciones.
Al otro día, todos estaban de mal humor. Yo, sensible al clima psicológico, quise animar a mis compañeros de mesa, refiriendo unas anécdotas de Roberto Payró y algún acerado epigrama de Marcos Sastre. La señora de Puffendorf-Duvernois, despechada por el percance de la noche anterior, estaba atufada; sin duda, algún eco de su mésaventure había llegado a oídos del padre Brown; este párroco la trató con una sequedad que no condice con la tonsura eclesiástica.
Después del almuerzo le di una lección al coronel Harrap. Para probarle que su faux pas no había afectado la invariable cordialidad de nuestras relaciones, le ofrecí uno de los Avanti de Goliadkin y me di el gusto de encendérselo. ¡Una bofetada con guante blanco!
Esa noche, la tercera de nuestro viaje, el joven Bibiloni me defraudó. Yo había pensado referirle algunas aventuras galantes, de esas que no suelo confiar al primer venido, pero no estaba en su camarote. Me incomodaba que un catamarqueño mulato pudiera introducirse en el compartimento de la baronne Puffendorf. A veces me parezco a Sherlock Holmes: sorteando astutamente al guarda, a quien soborné con un interesante ejemplar de la numismática paraguaya, traté, frío sabueso de Baskerville, de oír, más aún, de espiar lo que sucedía en ese recinto ferroviario. (El coronel se había retirado temprano). El silencio total y la oscuridad fueron el fruto de mi examen. Pero la ansiedad duró poco. Cuál no sería mi sorpresa al ver salir a la baronne del compartimento del padre Brown. Tuve un momento de brutal rebeldía, perdonable en un hombre por cuyas venas corre la abrasadora sangre de los Montenegro. Después comprendí. La baronne venía de confesarse. Estaba despeinada y su ropa era ascética (un batón carmesí, con bailarinas de plata y payasos de oro). Estaba sin maquillar y, mujer al fin, huyó a su camarote para que yo no la sorprendiera sin su coraza facial. Encendí uno de los pésimos cigarros del joven Bibiloni y, filosóficamente, me batí en retirada.
Gran sorpresa en mi compartimento: a pesar de lo avanzado de la hora, Goliadkin estaba levantado. Sonreí: dos días de convivencia ferroviaria habían bastado para que el opaco israelita imitara el noctambulismo del hombre de teatro y de club. Por supuesto, llevaba mal su nueva costumbre. Estaba descentrado, nervioso. Sin respetar mis cabezadas y mis bostezos, me infligió todas las circunstancias de su autobiografía insignificante y, tal vez, apócrifa. Pretendió haber sido caballerizo, y después amante, de la princesa Clavdia Fiodorovna, con un cinismo que me recordó las páginas más atrevidas de Gil Blas de Santillana, declaró que, burlando la confianza de la princesa y de su confesor, el padre Abramowicz, le había sustraído un gran diamante de roca antigua, un non-pareil que, por un simple defecto de talla, no era el más valioso del mundo. Veinte años lo separaban de esa noche de pasión, de robo y de fuga; en el ínterin, la ola roja había expulsado del Imperio de los Zares a la gran dama despojada y al caballerizo infidente. En la frontera misma empezó la triple odisea: la de la princesa, en busca del pan cotidiano; la de Goliadkin, en busca de la princesa, para restituirle el diamante; la de una banda de ladrones internacionales, en busca del diamante robado, en implacable persecución de Goliadkin. Éste, en las minas del África del Sur, en los laboratorios del Brasil y en los bazares de Bolivia había conocido los rigores de la aventura y de la miseria; pero jamás quiso vender el diamante, que era su remordimiento y su esperanza. Con el tiempo, la princesa Clavdia fue para Goliadkin el símbolo de esa Rusia amable y fastuosa, pisoteada por los palafreneros y los utopistas. A fuerza de no encontrar a la princesa, cada día la quería más; hace poco supo que estaba en la República Argentina, regenteando, sin abdicar su morgue de aristócrata, un sólido establecimiento en Avellaneda. Sólo a último momento, sacó el diamante del secreto rincón donde yacía escondido; ahora, que sabía el paradero de la princesa, hubiera preferido morir a perderlo.
Naturalmente, esa larga historia en boca de un hombre que, por confesión propia, era caballerizo y ladrón me incomodó. Con la franqueza que me caracteriza, me permití expresar una duda elegante sobre la existencia de la joya. Mi estocada a fondo lo traspasó. De una valija de imitación cocodrilo, Goliadkin sacó dos estuches iguales y abrió uno de ellos. Imposible dudar. Ahí, en su nido de terciopelo, refulgía un hermano legítimo del Koh-i-nur. Nada humano me es extraño. Me apiadó ese pobre Goliadkin, que antaño compartiera el lecho fugaz de una Fiodorovna y que hogaño, en un crujiente vagón, confiaba sus cuitas a un caballero argentino que no le negaría sus buenos oficios para llegar a la princesa. Para entonarlo, afirmé que la persecución de una banda de ladrones era menos grave que la persecución de la policía; improvisé, fraterno y magnánimo, que una batida policial en el Salón Doré había deparado la inclusión de mi nombre (uno de los más antiguos de la República) en no sé qué prontuario infamante.
¡Bizarra psicología la de mi amigo! Veinte años sin ver el rostro amado, y ahora, casi en vísperas de la dicha, su espíritu se debatía y dudaba.
A pesar de mi fama de bohemio, d’ailleurs justificada, soy hombre de hábitos regulares; era tarde y ya no logré conciliar el sueño. Revolví en la mente la historia del diamante inmediato y de la princesa lejana. Goliadkin (sin duda emocionado por la noble franqueza de mis palabras) tampoco pudo dormir. Por lo menos, durante toda la noche, estuvo moviéndose en la litera superior.
La mañana me reservaba dos satisfacciones. Primero, un lejano anticipo de la pampa, que habló a mi alma de argentino y de artista. Un rayo de sol cayó sobre el campo. Bajo el benéfico derroche solar, los postes, los alambrados, los cardos lloraron de alegría. El cielo se hizo inmenso y la luz se calcó fuertemente sobre el llano. Los novillos parecían haber vestido ropas nuevas… Mi segunda satisfacción fue de orden psicológico. Ante los cordiales tazones del desayuno, el padre Brown nos demostró palmariamente que la cruz no está reñida con la espada: con la autoridad y el prestigio que da la tonsura, reprendió al coronel Harrap, a quien calificó (muy certeramente, según mis luces) de asno y de animal. Le dijo también que sólo valía para meterse con infelices, pero que ante un hombre de temple sabía guardar distancia. Harrap ni chistó.
Sólo después alcancé el pleno significado de la reprimenda del párroco. Supe que Bibiloni había desaparecido esa noche; ese hombre de pluma era el infeliz a quien había agredido el soldadote.
—Deme calce, amigo Montenegro —dijo Parodi—. Ese tren tan raro de ustedes ¿no para en ninguna parte?
—¿Pero dónde vive, amigo Parodi? ¿Usted ignora que el Panamericano hace el viaje directo desde Bolivia hasta Buenos Aires? Prosigo. Esa tarde, el diálogo fue monótono. Nadie quería hablar de otra cosa que de la desaparición de Bibiloni. Por cierto, algún pasajero observó que la tan cacareada seguridad que los capitalistas sajones atribuyen al convoy ferroviario quedaba en tela de juicio después de este suceso. Yo, sin disentir, anoté que la actitud de Bibiloni bien podía ser el fruto de una distracción propia del temperamento poético, y que yo mismo, atenaceado por la quimera, solía estar en las nubes. Estas hipótesis, aceptables en el día ebrio de colores y de luz, se desvanecieron con la última pirueta solar. Al caer de la tarde, todo se tornó melancólico. A intervalos llegaba de la noche el quejido fatídico de un búho oscuro, que remeda la tos cascada de un enfermo. Era el momento en que cada viajero revolvía en su mente los lejanos recuerdos o sentía la vaga y tenebrosa aprensión de la vida sombría; al unísono, todas las ruedas del convoy parecían deletrear las palabras: Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do, Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do, Bi-bi-lo-ni-ha-si-do-a-se-si-na-do
Esa noche, después de cenar, Goliadkin (sin duda para mitigar el clima de angustia que había sentado sus reales en el salón comedor) cometió la ligereza de desafiarme al póker, mano a mano. Tal era su deseo de medirse conmigo, que rechazó, con una obstinación sorprendente, las proposiciones de la baronesa y del coronel de jugar un cuatro. Éstos debieron resignarse al rol de ávidos espectadores. Naturalmente, las esperanzas de Goliadkin recibieron un rudo golpe. El clubman del Salón Doré no defraudó a su público. Al principio, no me favorecieron las cartas, pero después, a pesar de mis admoniciones paternas, Goliadkin perdió todo su dinero: trescientos quince pesos y cuarenta centavos, que los polizontes me han sustraído arbitrariamente. No olvidaré ese duelo: el plebeyo contra el hombre de mundo, el codicioso contra el indiferente, el judío contra el ario. Valioso cuadro para mi galería interior. Goliadkin, en busca de un desquite supremo, abandona de pronto el salón comedor. No tarda en regresar, con la valija de imitación cocodrilo. Extrae uno de los estuches y lo pone sobre la mesa. Me propone jugar los trescientos pesos perdidos contra el diamante. No le niego esa última chance. Doy las cartas; tengo en la mano un póker de ases; mostramos el juego; el diamante de la princesa Fiodorovna pasa a mi poder. El israelita se retira, navré. ¡Interesante momento!
A tout seigneur, tout honneur. Los enguantados aplausos de la baronne Puffendorf, que había seguido con mal reprimido interés la victoria de su campeón, coronaron la escena. Como siempre dicen en el Salón Doré, yo no hago las cosas a medias. Mi decisión estaba tomada: llamé al mozo y le pedí ipso facto la carta de vinos. Un rápido examen me aconsejó la conveniencia de un Champagne El Gaitero, media botella. Brindé con la baronne.
El hombre de club se reconoce en todos los momentos. Después de tamaña aventura, otro que yo no hubiera conciliado el sueño en toda la noche. Yo, bruscamente, insensible a los encantos del tête-à-tête, ansié la soledad de mi camarote. Bostecé una excusa y me retiré. Era prodigioso mi cansancio. Recuerdo haber caminado entre sueños por los interminables corredores del tren; sin dárseme un ardite de los reglamentos que las compañías sajonas inventan para coartar la libertad del viajero argentino, entré por fin en un compartimento cualquiera y, fiel guardián de mi joya, me encerré con pasador.
Le declaro sin ruborizarme, estimado Parodi, que esa noche dormí vestido. Caí como un tronco en la litera.
Todo esfuerzo mental tiene su castigo. Esa noche una pesadilla angustiosa me sojuzgó. El ritornello de esa pesadilla era la burlona voz de Goliadkin, que repetía: “No diré dónde está el diamante”. Me desperté sobresaltado. Mi primer movimiento se dirigió al bolsillo interior; ahí estaba el estuche; adentro, el auténtico non pareil.
Aliviado, abrí la ventanilla.
Claridad. Frescura. Loco bullicio madruguero de pajarillos. Mañanita nebulosa de principios de enero. Mañanita soñolienta, arrebujada todavía en las sábanas de un vapor blanquecino.
De esa poesía matinal pasé en el acto a la prosa de la vida, que golpeó a mi puerta. Abrí. Era el subcomisario Grondona. Me preguntó qué hacía yo en ese camarote y, sin esperar contestación, me dijo que fuéramos al mío. Yo siempre he sido como las golondrinas para la orientación. Por increíble que parezca, mi camarote estaba al lado. Lo hallé todo revuelto. Grondona me sugirió que no fingiera asombro. Supe después lo que usted habrá leído en los diarios. Goliadkin había sido arrojado del tren. Un guarda oyó su grito y tocó la campana de alarma. En San Martín subió la policía. Todos me acusaron, hasta la baronne, sin duda por despecho. Rasgo que denota al observador que hay en mí: en medio del trajín policiaco observé que el coronel se había afeitado la barba.



II

A la semana, Montenegro se presentó de nuevo en la Penitenciaría. En el apacible retiro del coche celular, había premeditado no menos de catorce cuentos baturros y de siete acrósticos de García Lorca, para edificar a su nuevo protegido, el habitué de la celda 273, Isidro Parodi; pero este peluquero obstinado extrajo una baraja mugrienta de su birrete reglamentario y le propuso, mejor dicho le impuso, un truco mano a mano.
—Todo juego es mi juego —replicó Montenegro—. En la estancia de mis mayores, en el almenado castillo que duplica sus torres en el Paraná transeúnte, he condescendido a la tonificante sociedad y al rústico pasatiempo del gaucho. Por cierto que mi a ley de juego todo está dicho era el pavor de los truqueros más canosos del Delta.
Muy pronto, Montenegro (que no salió de malas en los dos partidos que jugaron) reconoció que el truco, en razón de su misma sencillez, no podía cautivar la atención de un devoto del chemin de fer y del bridge con remate.
Parodi, sin hacerle caso, le dijo:
—Mire, para retribuir la lección de truco que usted le ha dado a este hombre anciano, que ya no sirve ni para jugar con un infeliz, le voy a contar un cuento. Es la historia de un hombre muy valiente aunque muy desdichado, un hombre a quien yo respeto muchísimo.
—Penetro su intención, querido Parodi —dijo Montenegro, sirviéndose con naturalidad un Sublime—. Ese respeto lo honra.
—No, no me refiero a usted. Hablo de un finado a quien no conozco, de un extranjero de Rusia, que supo ser cochero o caballerizo de una señora que tenía un brillante valioso; esa señora era una princesa en su tierra, pero no hay ley para el amor… El joven, mareado por tanta suerte, tuvo una debilidad (cualquiera la tiene) y se alzó con el brillante. Ya era tarde cuando se arrepintió. La revolución maximalista los había desparramado por el mundo. Primero en una localidad de África del Sur, después en otra del Brasil, una pandilla de ladrones quiso arrebatarle esa alhaja. No la consiguieron: el hombre se daba maña para esconderla, no la quería para él; la quería para devolvérsela a la señora. Después de muchos años de aflicciones supo que la señora estaba en Buenos Aires; el viaje con el brillante era peligroso, pero el hombre no se echó atrás. En el tren lo siguieron los ladrones: uno se había disfrazado de fraile, otro de militar, otro de provinciano, otro se había pintarrajeado la cara. Entre los pasajeros había un paisano nuestro, medio botarate, un actor. Este mozo, como se había pasado la vida entre disfrazados, no vio nada raro en esa gente… Sin embargo, era evidente la farsa. Era demasiado surtido el grupo. Un cura que saca el nombre de las revistas de Nick Carter, un catamarqueño de Bancalari, una señora que tiene la idea de ser baronesa porque hay una princesa en el asunto, un anciano que de la noche a la mañana pierde la barba y que se muestra capaz de elevarlo a usted, que debe pesar unos ochenta kilos, «a una altura considerable» y guardarlo en un excusado. Eran gente resuelta; tenían cuatro noches para trabajar. La primera, cayó usted en la celda de Goliadkin y les arruinó el pastel. La segunda, usted volvió a salvarlo sin querer: la señora se le había metido en la pieza con el cuento del amor, pero a su llegada tuvo que retirarse. La tercera, mientras usted estaba pegado como un engrudo en la puerta de la baronesa, el catamarqueño asaltó a Goliadkin. Le fue mal: Goliadkin lo tiró del tren. Por eso el ruso andaba nervioso y se revolvía en la cama. Pensaba en lo que había ocurrido y en lo que iba a ocurrir; pensaba tal vez en la cuarta noche, la más peligrosa, la última. Recordó una frase del cura sobre los que pierden el alma para salvarla. Resolvió dejarse matar y perder el brillante para salvarlo. Usted le había contado lo del prontuario: comprendió que, si lo mataban, usted sería el primer sospechoso. La cuarta noche exhibió dos estuches, para que los ladrones pensaran que había dos brillantes, uno de veras y uno falso. A la vista de todos lo perdió, a manos de un negado para el naipe; los ladrones creyeron que les quería hacer creer que había perdido la alhaja verdadera; a usted lo durmieron, con algún mejunje en la sidra. Se metieron después en el compartimento del ruso y le ordenaron que les entregara la alhaja. Usted le oyó en sueños repetir que no sabía dónde estaba; a lo mejor también les dijo que usted la tenía, para engañarlos. La combinación le salió bien a ese hombre valiente: al alba lo mataron los desalmados, pero el brillante estaba seguro, en poder de usted. Efectivamente, en cuanto llegaron a Buenos Aires, la policía le echó el guante y se encargó de entregar la alhaja a su dueño.
Tal vez pensó que no le valía mucho vivir: veinte años crueles habían caído sobre la princesa, que ahora dirigía una casa mala. También yo, en su lugar, hubiera sido un miedoso.
Montenegro encendió un segundo Sublime.
—Es la vieja historia —observó—. La rezagada inteligencia confirma la intuición genial del artista. Yo siempre desconfié de la señora Puffendorf-Duvernois, de Bibiloni, del padre Brown y, muy especialmente, del coronel Harrap. Pierda cuidado, mi querido Parodi: no tardaré en comunicar mi solución a las autoridades.
Quequén, 5 de febrero de 1942




Dibujo de Fernández Chelo 1977


Aporte de Francisco Alvez Francese (FB)
En Honorio Bustos Domecq: Seis problemas para don Isidro Parodi (1942)
Imágenes: Covers primeras ediciones e ilustración de Fernández Chelo 1977


16/8/15

Jorge Luis Borges: Milonga de Albornoz









Alguien ya contó los días,
Alguien ya sabe la hora,
Alguien para Quien no hay
ni premuras ni demora.

Albornoz pasa silbando
una milonga entrerriana;
bajo el ala del chambergo
sus ojos ven la mañana,

la mañana de este día
del ochocientos noventa;
en el bajo del Retiro
ya le han perdido la cuenta

de amores y de trucadas
hasta el alba y de entreveros
a fierro con los sargentos,
con propios y forasteros.

Se la tienen bien jurada
más de un taura y más de un pillo;
en una esquina del sur
lo está esperando un cuchillo.

No un cuchillo sino tres,
antes de clarear el día
se le vinieron encima
y el hombre se defendía.

Un acero entró en el pecho,
ni se le movió la cara;
Alejo Albornoz murió
como si no le importara.

Pienso que le gustaría
saber que hoy anda su historia
en una milonga. El tiempo
es olvido y es memoria.









En Para las seis cuerdas (1965)
Luego difundida con música de José Basso e ilustración de Carlos Cañás 
En la antología literaria, plástica y musical 14 con el Tango
Dirección, compaginación y edición de Ben Molar, Buenos Aires, 1966
Foto de Ben Molar junto a Jorge Luis Borges, sd
Lámina impresa exhibida en la presentación de 14 con el Tango


15/8/15

Jorge Luis Borges entrevistado por César Hildebrandt







Primera pregunta: ¿va a hacer usted conmigo lo que suele hacer con todos los periodistas?

—¿Y qué hago?

Tomarles el pelo sin ninguna misericordia.

—Jamás he hecho eso en mi vida. Sucede que yo siempre he contestado sinceramente. Y todo el mundo prefiere suponer que esas contestaciones mías son bromas o ironías. Yo soy una persona educada, no le tomo el pelo a nadie. Y espero que no me lo tomen, tampoco.

¿Sigue insistiendo en esa delicia de frase: la democracia es un espejismo de la estadística?

—Es un abuso de la estadística. Eso es verdad, es evidente.

¿Por qué evidente?

—Porque si se tratara de un problema matemático nadie supondría que la mayoría de la gente puede resolverlo. En política, sin embargo, sí se supone que la mayoría tiene la razón. Eso se vio en mi país, cuando el que sabemos obtuvo nueve millones de votos…

El que sabemos… ¿Perón, verdad?

—Sí.

Su odiado Perón… Borges, usted lo llamó cobarde y rufián.

—Bueno, podría haber empleado palabras más duras…

¿Pero le parece justo eso? ¿Ahora que él está muerto y han pasado algunos años?

—Un rufián muerto sigue siendo un rufián. Y un cobarde muerto no es un valiente. La muerte no beneficia tanto. Aunque yo en una milonga digo: no hay cosa como la muerte para mejorar la gente.

Usted dijo alguna vez: «Yo siempre le pido a Dios —que no existe— el privilegio de dudar hasta que muera». ¿Sigue usted dudando, Borges?

—No. Yo ahora estoy seguro de que no hay otra vida y que no hay Dios. Es una certidumbre que me satisface, me tranquiliza. Saber que todo esto pasará, que yo me olvidaré, que seré olvidado… Yo soy un hombre ético pero no religioso.

Ha dicho también, Borges, que considera un bochorno vivir tanto y que quisiera morirse. ¿Esa proximidad a la muerte no lo conduce a Dios?

—No. Me conduce a la esperanza de que no haya Dios y que no haya otra vida. Desde luego, las Sagradas Escrituras, llamémoslas así, aconsejan vivir hasta los 70 años. Yo he cumplido 79. Recuerdo cuando mi madre cumplió 98 años —ella murió a los 99— y me dijo: «¡Caramba, se me fue la mano!».

Usted es para muchas gentes tan edípico, Borges…

—¿Por qué?

Su relación con su madre fue siempre tan intensa, tan obsesiva… ¿No cree que había algo de edípico en ello?

—Bueno, como dijo Chesterton lo único que sabemos de Edipo es que no padecía del complejo… Yo tengo un recuerdo tan puro y tan grato de mi madre. Ella ha muerto hace tres años. Yo no he querido cambiar nada de su pieza. Y cada vez que vuelvo a casa me asombro de que ella no esté esperándome. A la sirvienta, que es mujer del pueblo y que habla guaraní aparte del castellano, le pregunto: ¿Usted no la siente a madre? Y ella me dice: «Pero claro que la siento. La señora está aquí». No me lo dijo para alarmarme sino, al contrario, para tranquilizarme. Y entonces le hice otra pregunta: ¿Si usted la viera a mi madre en su cuarto, sentiría miedo? Y esta muchacha, la correntina, me dice: «¿Por qué miedo? Si no le tenía miedo cuando vivía, ¿por qué ahora habría de sentir miedo?».

Borges, usted ha cultivado una sorprendente modestia en torno a la estimación de su propia obra…

—Bueno, es que yo quiero ser olvidado…

Pero usted sabe que es un gran escritor.

—No creo. Yo no tengo obra. Mi obra es…

Una miscelánea…

—Una miscelánea, una ilusión óptica lograda por la tipografía.

Me está tomando el pelo, Borges. Usted no puede pensar eso de su obra.

—Claro que sí. Lo que me parece raro es que la gente sea tan indulgente conmigo. A mí no me gusta tanto lo que yo escribo. Claro que eso le pasa a todo escritor. Se han escrito libros sobre mí y yo no he leído ninguno. Alicia Jurado escribió un libro sobre mí, que me aseguran que es muy bueno, y yo le dije: «Alicia, tú sabes que leo todo lo que escribes pero en este caso no voy a leer tu libro porque se trata de un tema que no me interesa o que, quizá, me interesa demasiado».

Como se lo recordó un periodista hace algún tiempo, Carpentier dice de usted que sus opiniones políticas son incalificables…

—No conozco a Carpentier. En cuanto a mis opiniones políticas, no creo que tengan importancia. Cuando escribo trato de prescindir de mis opiniones. La literatura es una operación misteriosa. Recuerdo aquí algo que dijo uno de mis autores preferidos, Kipling: «A un escritor le está permitido componer fábulas, pero no puede saber cuál es la moraleja». Es decir, un escritor no puede saber cuál será el resultado de lo que escribe en la mente de otros. Y eso le sucedió al propio Kipling, que, a pesar de ser inglés, demuestra en sus obras una evidente simpatía por la India y cuya casa natal, en Bombay, es ahora un museo. Las opiniones son generalmente superficiales, cambian…

Y usted ha cambiado ¿verdad? Fue comunista, fue radical, hoy es conservador.

—Sí, pero ser conservador es una forma de ser escéptico. Cuando me afilié al partido conservador dije algo que molestó…

Que sólo los caballeros siguen las causas perdidas.

—Sí. Porque me preguntaron: «¿Usted va a afiliarse? Pero ésta es una causa perdida». Y yo dije: «A un caballero sólo le interesan las causas perdidas». Y después dije otra cosa que los molestó: que el partido conservador tenía la ventaja de no poder provocar ningún fanatismo.

¿Nunca se ha sentido irresponsable cuando habla de política?

—Yo tengo mi conciencia clara. Nadie puede tomarme por comunista, por fascista, por nacionalista…

Usted fue condecorado por Pinochet…

—Sí. Yo creo que Pinochet es un buen gobernante. Ese es el único Gobierno posible, así como el de Videla es el único Gobierno posible en Argentina. Estoy hablando de determinados países en determinadas épocas. ¿Pero por qué importan tanto mis opiniones políticas?

Porque usted es, aunque no lo quiera, un líder de opinión y lo que usted dice se toma con respeto…

—Pero no tiene por qué aceptarse. Yo mismo no estoy muy seguro de lo que digo.

Claro que no tiene por qué aceptarse. A mí me parece inaceptable lo que dice. Estamos de acuerdo.

—Si estamos de acuerdo, podemos cambiar de tema… Yo tengo mi conciencia cívica limpia. Por ejemplo, yo era director de la Biblioteca Nacional, que es un cargo no bien rentado pero muy visible. Cuando supe el resultado de ciertas elecciones, renuncié. Mi madre me dijo: «No podés servir a Perón decorosamente». Claro que no, le dije yo.

¿Esa fue la última vez, verdad? Porque la primera…

—La primera vez yo era simplemente bibliotecario…

¿Y es cierto que los peronistas lo nombraron inspector de precios?

—No, no. Me nombraron inspector para la venta de aves y huevos, para que yo renunciara. Yo comprendí e inmediatamente renuncié. ¿Qué sabía yo de venta de aves y huevos en los mercados? No poseía la erudición necesaria. Y la verdad es que les agradezco a los peronistas. Porque si esto no sucede yo hubiera seguido en esa pequeña biblioteca de barrio, ganando 240 pesos mensuales. Dos o tres meses antes de que ocurriera aquello yo fui a una reunión con unas señoras inglesas. Y había una de ellas que leía el porvenir en las hojas de té. Me dijo que iba a hablar mucho, que iba a viajar, que iba a ganar dinero hablando. Yo nunca había hablado antes en público. Pero así sucedió. Me echaron de ese cargo y tuve que resignarme a dar conferencias, cosa que me aterraba.

Usted ha dicho que de sus obras tal vez se puedan rescatar seis o siete páginas. ¿Cuáles?

—Es que si nombro una quizá me dé cuenta de que no es rescatable… A ver… Hay un poema que se titula «Otro poema de los dones»…

¿Es posterior a «Elogio de la sombra», verdad?

—No recuerdo bien la cronología de mis obras… Hay un poema sobre mi bisabuelo, el coronel Suárez, que comandó la carga de caballería peruana en la batalla de Junín. Tenía 26 años.

Y el prólogo a Lugones…

—¡Ah, sí! Yo creo que eso es lo mejor que he escrito. Vamos a condenar todo lo demás y vamos a salvar ese prólogo, ¿qué le parece? Ese texto es absolutamente magistral pero no puedo estar de acuerdo en que sea lo único salvable… 

Es extraño, sin embargo, oír de usted palabras generosas sobre algo de su obra.

—Hay también un poema que se titula «El otro tigre». Es lindo también, la verdad… Mis amigos me dicen que soy un intruso en la poesía. Yo creo que no. En todo caso, mi poesía es más inmediata y más íntima que mi prosa. La prosa siempre ha sido un objeto que yo he fabricado. Pero tengo la impresión que la poesía es algo que sale directamente de mí. Ahora, ¿qué haríamos sobre ese prólogo a Lugones? ¿A usted qué le parece? ¿Es poesía o es prosa? Creo que la diferencia es formal. De alguna manera es poesía también, ¿no?

Eso creo yo también… Sin embargo, usted tiene una imagen, digamos pública, de escritor cerebral, casi glacial a veces.

—No soy frío. Desgraciadamente, soy incapaz de pensamientos abstractos. He leído a los filósofos, pero me dejo llevar por la belleza de una frase. «Peregrina paloma imaginaria / que enardeces los últimos amores / alma de luz, de música y de flores / peregrina paloma imaginaria…». Que no quiere decir absolutamente nada, pero que es muy linda… El otro día encontré esta metáfora, que es tan hermosa: «Si no me hubieran dicho que era el amor yo habría creído que era una espada desnuda». ¿No es lindo y terrible? «Si no me hubieran dicho que era el amor yo habría creído que era una espada desnuda».

¿Dónde la halló?

—En una página de Kipling. ¿Increíble, verdad? No parece de Kipling. Cuando un verso es muy bueno ya no pertenece a nadie ¿no? Se diría que cuando un verso es característico del autor ya no es excelente.

¿Alguna vez ha sentido el impulso de plagiar?

—Continuamente… Aunque, en verdad, la palabra plagio es errónea. El idioma es una serie de plagios, de convenciones. En la escultura, por ejemplo, todas las estatuas ecuestres serían plagios de la primera estatua ecuestre. Todos los cuadros de la Virgen y el Niño se parecen. Y en literatura hay tan pocos temas. 

Borges, usted ha dicho varias veces de sí mismo que es un desdichado. ¿Pero sabe una cosa? Ni en su obra ni en su rostro hay desdicha.

—Sí es cierto… Creo que nuestro deber es no ser desdichados. Yo he escrito muchas letras de milongas y en una de ellas, que trata de un compadrito al que lo mataron, digo: «Entre otras cosas hay una, de la que no se arrepiente nadie en la Tierra; esa cosa es haber sido valiente. Siempre el coraje es mejor, nunca la esperanza es vana. Vaya pues esta milonga para Jacinto Chiclana». Jacinto Chiclana se llamaba el compadrito. Tengo otra sobre otro compadrito que se llamaba Alejandro Albornoz, que peleó contra muchos y entre muchos lo mataron a puñaladas. La milonga concluye así: «Un acero entró en el pecho: ni se le movió la cara; Alejo Albornoz murió como si no le importara»… Yo estaba buscando una frase para que él la dijera. Pero creo que así quedó mejor, ¿no?

Usted admira la valentía pero siempre ha dicho que no ha sido valiente.

—Que lo diga mi dentista… La verdad es que en cualquier destino uno puede ser valiente o puede ser cobarde. Un hombre, por ejemplo, que acepta que una mujer no lo quiere es valiente a su manera.

Usted dijo alguna vez algo que me pareció terrible: que tanto su padre como su abuelo virtualmente buscaron la muerte, por valientes; y que usted no se atrevería a hacer lo mismo…

—Sí, mi abuelo, el coronel Borges, se hizo matar en la batalla de Laverde, en 1864, durante una revolución que organizó Mitre y que fracasó. Por razones políticas, mi abuelo decidió hacerse matar. Se puso un poncho blanco, montó un caballo tordillo, avanzó al trote hasta las trincheras enemigas y le metieron dos balazos. Mi padre sufría de hemiplejía y él me dijo: «Yo me hubiera debido meter un balazo. No te voy a pedir a ti que lo hagas, pero me las voy a arreglar, no te aflijas». Efectivamente, rehusó todo alimento, toda medicación, sólo tomaba agua y se dejó morir. Fue un suicidio poco escénico. Yo escribí un soneto sobre eso: «Te hemos visto morir con el tranquilo ánimo de tu padre ante las balas…».

Borges, usted no lee desde 1955…

—Sí, pero tengo amigos que me leen. Seis o siete amigos buenos que me visitan siempre y que me leen…

Así conoció a García Márquez…

—Claro, un gran escritor, aunque creo que el principio de Cien años de soledad es mejor que el final. Pero es normal. Al final el autor se cansa.

García Márquez es casi el único escritor latinoamericano de hoy sobre el que usted emite una opinión…

—No. Hablando de argentinos, por ejemplo, le diría que Mallea es un excelente escritor…

¿Cortázar?

—No. Cortázar se ha perdido en juegos formales.

¿Por qué sigue comprando libros, tantos libros?

—¡Qué raro! Es un poco de superstición, ¿eh? Acabo de adquirir una enciclopedia alemana que quería tener desde hace muchos años. No puedo leerla pero sé que está ahí y es esa presencia lo que importa.

Quizá, Borges, si hubiera leído a Sartre, como no lo ha hecho…

—No, lo he leído…

… Se habría sentido tan próximo cuando él habla en Las palabras de ese fetichismo por los libros que sintió desde niño. Porque es eso, ¿no?

—Es el objeto del libro, sí… Si me hablan de un libro sagrado, lo entiendo. Pero si me hablan de una revista sagrada, o de un disco sagrado, ya no. Quizá dentro de 500 años se hable de discos sagrados y de periódicos sagrados.

Hablando de discos y periódicos sagrados, ¿por qué fue usted tan duro con Estados Unidos?

—Es que viví cuatro meses ahí. Y me encontré con un gran país hecho de individuos muy mediocres. En la Universidad de Michigan hay un curso, para estudiantes que tienen de 25 a 30 años, de conversación en inglés. Y yo le digo a la profesora: ¿Qué les enseña? Y me dice: «Bueno, yo les digo que un buen método para agilizar el diálogo es hablar del tiempo: se puede decir que ha nevado, que ha dejado de nevar, que nieva o que va a nevar». Bueno, los estudiantes tienen que aprender esa miseria y tomar notas… ¿No le parece triste? Otro día hablaba con unos estudiantes a los que sólo les faltaba la tesis para ser doctores en letras. Yo cometí el error de mencionar a George Bernard Shaw. «¿Who’s he?», me preguntaron. ¿Qué les parece? Es espantoso.

¿Sigue pensando que la literatura española no existe?

—Creo que fuera de tres o cuatro libros podría prescindir de la literatura española. La literatura española comenzó admirablemente. El romancero es admirable. Fray Luis de León es un gran poeta. San Juan de la Cruz también. Y luego… Garcilaso repite lo que había hecho en Italia. Y con Quevedo y Góngora todo se vuelve rígido, ya empieza lo barroco. De todo esto se salva El Quijote, sobre todo su segunda parte. Lo demás de Cervantes es horroroso.

Borges, de su desdén por las multitudes…

—No es que las desdeñe, es que no existen, son abstracciones…

Bueno, de ese desdén surge su convicción de que el fútbol o el tango son algo estúpido ¿verdad?

—A mí me gustan algunos tangos. Me gusta «El choclo», por ejemplo. Me gustan los tangos viejos. Lo que pasa es que con Gardel se inicia la decadencia. Ahí empieza el sentimiento. El tango no puede ser sentimental. Nace en los prostíbulos y las primeras letras son muy obscenas.

¿Por qué no ha escrito una novela, Borges?

—Yo no soy lector de novelas. ¿Por qué voy a ser escritor de novelas? La novela no me gusta, es un género que me desagrada.

¿Por qué?

—Porque está lleno de ripio. En un cuento de Kipling, o un cuento de Henry James, todo es esencial. En las novelas hay mucho de inservible. Tienen que ponerle paisajes, digresiones, intervienen las opiniones del autor.

¿Y la poesía?

—Sigue siendo lo más importante. Esa convicción la tengo con toda el alma y con todo el cuerpo. Es mi mayor necesidad…

Borges, lo está llamando su secretaria…

—Bueno, lo siento, tenemos que terminar, lo siento… Discrepamos de muchas cosas, ¿verdad? Pero eso está bien. Porque entenderse es una miseria.



En Revista Caretas, 19 de diciembre de 1978
Fuente
Foto: Borges con César Hildebrandt Vía



14/8/15

Jorge Luis Borges: La espera







Antes que suene el presuroso timbre
y abran la puerta y entres, oh esperada
por la ansiedad, el universo tiene
que haber ejecutado una infinita
serie de actos concretos. Nadie puede
computar ese vértigo, la cifra
de lo que multiplican los espejos,
de sombras que se alargan y regresan,
de pasos que divergen y convergen.
La arena no sabría numerarlos.
(En mi pecho, el reloj de sangre mide
el temeroso tiempo de la espera.)

Antes que llegues,
un monje tiene que soñar con un ancla,
un tigre tiene que morir en Sumatra,
nueve hombres tienen que morir en Borneo.



En Historia de la Noche (1977)
Fotogramas de entrevista con Bernard Pivot
TV Francia, programa Apostrophes, 19 de septiembre de 1980
En Helft, Nicolás: Postales de una biografía, pág. 171 


13/8/15

Jorge Luis Borges: El budismo





Señoras, Señores:

El tema de hoy será el budismo. No entraré en esa larga historia que empezó hace dos mil quinientos años en Benares, cuando un príncipe de Nepal —Siddharta o Gautama—, que había llegado a ser el Buddha, hizo girar la rueda de la ley, proclamó las cuatro nobles verdades y el óctuple sendero. Hablaré de lo esencial de esa religión, la más difundida del mundo. Los elementos del budismo se han conservado desde el siglo quinto antes de Cristo: es decir, desde la época de Heráclito, de Pitágoras, de Zenón, hasta nuestro tiempo, cuando el doctor Suzuki la expone en el Japón. Los elementos son los mismos. La religión ahora está incrustada de mitología, de astronomía, de extrañas creencias, de magia, pero ya que el tema es complejo, me limitaré a lo que tienen en común las diversas sectas. Éstas pueden corresponder al Hinayana o el pequeño vehículo. Consideremos ante todo la longevidad del budismo.
Esa longevidad puede explicarse por razones históricas, pero tales razones son fortuitas o, mejor dicho, son discutibles, falibles. Creo que hay dos causas fundamentales. La primera es la tolerancia del budismo. Esa extraña tolerancia no corresponde, como en el caso de otras religiones, a distintas épocas: el budismo siempre fue tolerante.
No ha recurrido nunca al hierro o al fuego, nunca ha pensado que el hierro o el fuego fueran persuasivos. Cuando Asoka, emperador de la India, se hizo budista, no trató de imponer a nadie su nueva religión. Un buen budista puede ser luterano, o metodista, o presbiteriano, o calvinista, o sintoísta, o taoísta, o católico, puede ser prosélito del Islam o de la religión judía, con toda libertad. En cambio, no le está permitido a un cristiano, a un judío, a un musulmán, ser budista.
La tolerancia del budismo no es una debilidad, sino que pertenece a su índole misma. El budismo fue, ante todo, lo que podemos llamar una yoga. ¿Qué es la palabra yoga? Es la misma palabra que usamos cuando decimos yugo y que tiene su origen en el latín iugum. Un yugo, una disciplina que el hombre se impone. Luego, si comprendemos lo que el Buddha predicó en aquel primer sermón del Parque de las Gacelas de Benares hace dos mil quinientos años, habremos comprendido el budismo. Salvo que no se trata de comprender, se trata de sentirlo de un modo hondo, de sentirlo en cuerpo y alma; salvo, también, que el budismo no admite la realidad del cuerpo ni del alma. Trataré de exponerlo.
Además, hay otra razón. El budismo exige mucho de nuestra fe. Es natural, ya que toda religión es un acto de fe. Así como la patria es un acto de fe. ¿Qué es, me he preguntado muchas veces, ser argentino? Ser argentino es sentir que somos argentinos. ¿Qué es ser budista? Ser budista es, no comprender, porque eso puede cumplirse en pocos minutos, sentir las cuatro nobles verdades y el óctuple camino. No entraremos en los vericuetos del óctuple camino, pues esa cifra obedece al hábito hindú de dividir y subdividir, pero sí en las cuatro nobles verdades.
Hay, además, la leyenda del Buddha. Podemos descreer de esa leyenda. Tengo un amigo japonés, budista zen, con el cual he mantenido largas y amistosas discusiones. Yo le decía que creía en la verdad histórica del Buddha. Creía, y creo, que hace dos mil quinientos años hubo un príncipe del Nepal llamado Siddharta o Gautama que llegó a ser el Buddha, es decir, el Despierto, el Lúcido —a diferencia de nosotros que estamos dormidos o que estamos soñando ese largo sueño que es la vida—. Recuerdo una frase de Joyce: «La historia es una pesadilla de la que quiero despertarme». Pues bien, Siddharta, a la edad de treinta años, llegó a despertarse y a ser el Buddha.
Con aquel amigo que era budista (yo no estoy seguro de ser cristiano y estoy seguro de no ser budista) yo discutía y le decía: «¿Por qué no creer en el príncipe Siddharta, que nació en Kapilovastu quinientos años antes de la era cristiana?». Él me respondía: «Porque no tiene ninguna importancia; lo importante es creer en la Doctrina». Agregó, creo que con más ingenio que verdad, que creer en la existencia histórica del Buddha o interesarse en ella sería algo así como confundir el estudio de las matemáticas con la biografía de Pitágoras o Newton. Uno de los temas de meditación que tienen los monjes en los monasterios de la China y el Japón, es dudar de la existencia del Buddha. Es una de las dudas que deben imponerse para llegar a la verdad.
Las otras religiones exigen mucho de nuestra credulidad. Si somos cristianos, debemos creer que una de las tres personas de la Divinidad condescendió a ser hombre y fue crucificado en Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Dios y que Muhammad es su apóstol. Podemos ser buenos budistas y negar que el Buddha existió. O, mejor dicho, podemos pensar, debemos pensar que no es importante nuestra creencia en lo histórico: lo importante es creer en la Doctrina. Sin embargo, la leyenda del Buddha es tan hermosa que no podemos dejar de referirla.
Los franceses se han dedicado con especial atención al estudio de la leyenda del Buddha. Su argumento es éste: la biografía del Buddha es lo que le ocurrió a un solo hombre en un breve período del tiempo. Puede haber sido de este modo o de tal otro. En cambio, la leyenda del Buddha ha iluminado y sigue iluminando a millones de hombres. La leyenda es la que ha inspirado tantas hermosas pinturas, esculturas y poemas. El budismo, además de ser una religión, es una mitología, una cosmología, un sistema metafísico, o, mejor dicho, una serie de sistemas metafísicos, que no se entienden y que discuten entre sí.
La leyenda del Buddha es iluminativa y su creencia no se impone. En el Japón se insiste en la no historicidad del Buddha. Pero sí en la Doctrina. La leyenda empieza en el cielo. En el cielo hay alguien que durante siglos y siglos, podemos decir literalmente, durante un número infinito de siglos, ha ido perfeccionándose hasta comprender que en la próxima encarnación será el Buddha.
Elige el continente en que ha de nacer. Según la cosmogonía budista el mundo está dividido en cuatro continentes triangulares y en el centro hay una montaña de oro: el monte Meru. Nacerá en el que corresponde a la India. Elige el siglo en que nacerá; elige la casta, elige la madre. Ahora, la parte terrenal de la leyenda. Hay una reina, Maya. Maya significa ilusión. La reina tiene un sueño que corre el albur de parecemos extravagante pero no lo es para los hindúes.
Casada con el rey Suddhodana, soñó que un elefante blanco de seis colmillos, que erraba en las montañas del oro, entró en su costado izquierdo sin causarle dolor. Se despierta; el rey convoca a sus astrólogos y éstos le explican que la reina dará a luz un hijo que podrá ser el emperador del mundo o que podrá ser el Buddha, el Despierto, el Lúcido, el ser destinado a salvar a todos los hombres. Previsiblemente, el rey elige el primer destino: quiere que su hijo sea el emperador del mundo.
Volvamos al detalle del elefante blanco de seis colmillos. Oldemberg hace notar que el elefante de la India es animal doméstico y cotidiano. El color blanco es siempre símbolo de inocencia. ¿Por qué seis colmillos? Tenemos que recordar (habrá que recurrir a la historia alguna vez) que el número seis, que para nosotros es arbitrario y de algún modo incómodo (ya que preferimos el tres o el siete), no lo es en la India, donde se cree que hay seis dimensiones en el espacio: arriba, abajo, atrás, adelante, derecha, izquierda. Un elefante blanco de seis colmillos no es extravagante para los hindúes.
El rey convoca a los magos y la reina da a luz sin dolor. Una higuera inclina sus ramas para ayudarla. El hijo nace de pie y al nacer da cuatro pasos: al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, y dice con voz de león: «Soy el incomparable; éste será mi último nacimiento». Los hindúes creen en un número infinito de nacimientos anteriores. El príncipe crece, es el mejor arquero, es el mejor jinete, el mejor nadador, el mejor atleta, el mejor calígrafo, confuta a todos los doctores (aquí podemos pensar en Cristo y los doctores). A los dieciséis años se casa.
El padre sabe —los astrólogos se lo han dicho— que su hijo corre el peligro de ser el Buddha, el hombre que salva a todos los demás si conoce cuatro hechos que son: la vejez, la enfermedad, la muerte y el ascetismo. Recluye a su hijo en un palacio, le suministra un harén, no diré la cifra de mujeres porque corresponde a una exageración hindú evidente. Pero, por qué no decirlo: eran ochenta y cuatro mil.
El príncipe vive una vida feliz; ignora que hay sufrimiento en el mundo, ya que le ocultan la vejez, la enfermedad y la muerte. El día predestinado sale en su carroza por una de las cuatro puertas del palacio rectangular. Digamos, por la puerta del Norte. Recorre un trecho y ve un ser distinto de todos los que ha visto. Está encorvado, arrugado, no tiene pelo. Apenas puede caminar, apoyándose en un bastón. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. El cochero le contesta que es un anciano y que todos seremos ese hombre si seguimos viviendo.
El príncipe vuelve al palacio, perturbado. Al cabo de seis días vuelve a salir por la puerta del Sur. Ve en una zanja a un hombre aún más extraño, con la blancura de la lepra y el rostro demacrado. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. Es un enfermo, le contesta el cochero; todos seremos ese hombre si seguimos viviendo.
El príncipe, ya muy inquieto, vuelve al palacio. Seis días más tarde sale nuevamente y ve a un hombre que parece dormido, pero cuyo color no es el de esta vida. A ese hombre lo llevan otros. Pregunta quién es. El cochero le dice que es un muerto y que todos seremos ese muerto si vivimos lo suficiente.
El príncipe está desolado. Tres horribles verdades le han sido reveladas: la verdad de la vejez, la verdad de la enfermedad, la verdad de la muerte. Sale una cuarta vez. Ve a un hombre casi desnudo, cuyo rostro está lleno de serenidad. Pregunta quién es. Le dicen que es un asceta, un hombre que ha renunciado a todo y que ha logrado la beatitud.
El príncipe resuelve abandonar todo; él, que ha llevado una vida tan rica. El budismo cree que el ascetismo puede convenir, pero después de haber probado la vida. No se cree que nadie deba empezar negándose nada. Hay que apurar la vida hasta las heces y luego desengañarse de ella; pero no sin conocimiento de ella.
El príncipe resuelve ser el Buddha. En ese momento le traen una noticia: su mujer, Jasodhara, ha dado a luz un hijo. Exclama: «Un vínculo ha sido forjado». Es el hijo que lo ata a la vida. Por eso le dan el nombre de Vínculo. Siddharta está en su harén, mira a esas mujeres que son jóvenes y bellas y las ve ancianas horribles, leprosas. Va al aposento de su mujer. Está durmiendo. Tiene al niño en los brazos. Está por besarla, pero comprende que si la besa no podrá desprenderse de ella, y se va.
Busca maestros. Aquí tenemos una parte de la biografía que puede no ser legendaria. ¿Por qué mostrarlo discípulo de maestros que después abandonará? Los maestros le enseñan el ascetismo, que él ejerce durante mucho tiempo. Al final está tirado en medio del campo, su cuerpo está inmóvil y los dioses que lo ven desde los treinta y tres cielos, piensan que ha muerto. Uno de ellos, el más sabio, dice: «No, no ha muerto; será el Buddha». El príncipe se despierta, corre a un arroyo que está cerca, toma un poco de alimento y se sienta bajo la higuera sagrada: el árbol de la ley, podríamos decir.
Sigue un entreacto mágico, que tiene su correspondencia con los Evangelios: es la lucha con el demonio. El demonio se llama Mará. Ya hemos visto esa palabra nightmare, demonio de la noche. El demonio siente que domina el mundo pero que ahora corre peligro y sale de su palacio. Se han roto las cuerdas de sus instrumentos de música, el agua se ha secado en las cisternas. Apresta sus ejércitos, monta en el elefante que tiene no sé cuántas millas de altura, multiplica sus brazos, multiplica sus armas y ataca al príncipe. El príncipe está sentado al atardecer bajo el árbol del conocimiento, ese árbol que ha nacido al mismo tiempo que él.
El demonio y sus huestes de tigres, leones, camellos, elefantes y guerreros monstruosos le arrojan flechas. Cuando llegan a él, son flores. Le arrojan montañas de fuego, que forman un dosel sobre su cabeza. El príncipe medita inmóvil, con los brazos cruzados. Quizá no sepa que lo están atacando. Piensa en la vida; está llegando al nirvana, a la salvación. Antes de la caída del sol, el demonio ha sido derrotado. Sigue una larga noche de meditación; al cabo de esa noche, Siddharta ya no es Siddharta. Es el Buddha: ha llegado al nirvana.
Resuelve predicar la ley. Se levanta, ya se ha salvado, quiere salvar a los demás. Predica su primer sermón en el Parque de las Gacelas de Benares. Luego otro sermón, el del fuego, en el que dice que todo está ardiendo: almas, cuerpos, cosas están en fuego. Más o menos por aquella fecha, Heráclito de Éfeso decía que todo es fuego.
Su ley no es la del ascetismo, ya que para el Buddha el ascetismo es un error. El hombre no debe abandonarse a la vida carnal porque la vida carnal es baja, innoble, bochornosa y dolorosa; tampoco al ascetismo, que también es innoble y doloroso. Predica una vía media —para seguir la terminología teológica—, ya ha alcanzado el nirvana y vive cuarenta y tantos años, que dedica a la prédica. Podría haber sido inmortal pero elige el momento de su muerte, cuando ya tiene muchos discípulos.
Muere en casa de un herrero. Sus discípulos lo rodean. Están desesperados. ¿Qué van a hacer sin él? Les dice que él no existe, que es un hombre como ellos, tan irreal y tan mortal como ellos, pero que les deja su Ley. Aquí tenemos una gran diferencia con Cristo. Creo que Jesús les dice a sus discípulos que si dos están reunidos, él será el tercero. En cambio, el Buddha les dice: les dejo mi Ley. Es decir, ha puesto en movimiento la rueda de la ley en el primer sermón. Luego vendrá la historia del budismo. Son muchos los hechos: el lamaísmo, el budismo mágico, el Mahayana o gran vehículo, que sigue al Hinayana o pequeño vehículo, el budismo zen del Japón.
Yo tengo para mí que si hay dos budismos que se parecen, que son casi idénticos, son el que predicó el Buddha y lo que se enseña ahora en la China y el Japón, el budismo zen. Lo demás son incrustaciones mitológicas, fábulas. Algunas de esas fábulas son interesantes. Se sabe que el Buddha podía ejercer milagros, pero al igual que a Jesucristo, le desagradaban los milagros, le desagradaba ejercerlos. Le parecía una ostentación vulgar. Hay una historia que contaré: la del bol de sándalo.
Un mercader, en una ciudad de la India, hace tallar un pedazo de sándalo en forma de bol. Lo pone en lo alto de una serie de cañas de bambú, una especie de altísimo palo enjabonado. Dice que dará el bol de sándalo a quien pueda alcanzarlo. Hay maestros heréticos que lo intentan en vano. Quieren sobornar al mercader para que diga que lo han alcanzado. El mercader se niega y llega un discípulo menor del Buddha. Su nombre no se menciona, fuera de ese episodio. El discípulo se eleva por el aire, vuela seis veces alrededor del bol, lo recoge y se lo entrega al mercader. Cuando el Buddha oye la historia lo hace expulsar de la orden, por haber realizado algo tan baladí.
Pero también el Buddha hizo milagros. Por ejemplo éste, un milagro de cortesía. El Buddha tiene que atravesar un desierto a la hora del mediodía. Los dioses, desde sus treinta y tres cielos, le arrojan una sombrilla cada uno. El Buddha, que no quiere desairar a ninguno de los dioses, se multiplica en treinta y tres Buddhas, de modo que cada uno de los dioses ve, desde arriba, un Buddha protegido por la sombrilla que le ha arrojado.
Entre los hechos del Buddha hay uno iluminativo: la parábola de la flecha. Un hombre ha sido herido en batalla y no quiere que le saquen la flecha. Antes quiere saber el nombre del arquero, a qué casta pertenecía, el material de la flecha, en qué lugar estaba el arquero, qué longitud tiene la flecha. Mientras están discutiendo estas cuestiones, se muere. «En cambio —dice el Buddha—, yo enseño a arrancar la flecha». ¿Qué es la flecha? Es el universo. La flecha es la idea del yo, de todo lo que llevamos clavado. El Buddha dice que no debemos perder tiempo en cuestiones inútiles. Por ejemplo: ¿es finito o infinito el universo? ¿El Buddha vivirá después del nirvana o no? Todo eso es inútil, lo importante es que nos arranquemos la flecha. Se trata de un exorcismo, de una ley de salvación.
Dice el Buddha: «Así como el vasto océano tiene un solo sabor, el sabor de la sal, el sabor de la ley es el sabor de la salvación». La ley que él enseña es vasta como el mar pero tiene un solo sabor: el sabor de la salvación. Desde luego, los continuadores se han perdido (o han encontrado tal vez mucho) en disquisiciones metafísicas. El fin del budismo no es ése. Un budista puede profesar cualquier religión, siempre que siga esa ley. Lo que importa es la salvación y las cuatro nobles verdades: el sufrimiento, el origen del sufrimiento, la curación del sufrimiento y el medio para llegar a la curación. Al final está el nirvana. El orden de las verdades no importa. Se ha dicho que corresponden a una antigua tradición médica en que se trata del mal, del diagnóstico, del tratamiento y de la cura. La cura, en este caso, es el nirvana.
Ahora llegamos a lo difícil. A lo que nuestras mentes occidentales tienden a rechazar. La transmigración, que para nosotros es un concepto ante todo poético. Lo que transmigra no es el alma, porque el budismo niega la existencia del alma, sino el karma, que es una suerte de organismo mental, que transmigra infinitas veces. En el Occidente esa idea está vinculada a varios pensadores, sobre todo a Pitágoras. Pitágoras reconoció el escudo con el que se había batido en la guerra de Troya, cuando él tenía otro nombre. En el décimo libro de La República de Platón está el sueño de Er. Ese soldado ve las almas que antes de beber en el río del Olvido, eligen su destino. Agamenón elige ser un águila, Orfeo un cisne y Ulises —que alguna vez se llamó Nadie— elige ser el más modesto y el más desconocido de los hombres.
Hay un pasaje de Empédocles de Agrigento que recuerda sus vidas anteriores: «Yo fui doncella, yo fui una rama, yo fui un ciervo y fui un mudo pez que surge del mar». César atribuye esa doctrina a los druidas. El poeta celta Taliesi dice que no hay una forma en el universo que no haya sido la suya: «He sido un jefe en la batalla, he sido una espada en la mano, he sido un puente que atraviesa sesenta ríos, estuve hechizado en la espuma del agua, he sido una estrella, he sido una luz, he sido un árbol, he sido una palabra en un libro, he sido un libro en el principio». Hay un poema de Darío, tal vez el más hermoso de los suyos, que empieza así: «Yo fui un soldado que durmió en el lecho / de Cleopatra la reina…».
La transmigración ha sido un gran tema de la literatura. La encontramos, también, entre los místicos. Plotino dice que pasar de una vida a otra es como dormir en distintos lechos y en distintas habitaciones. Creo que todos hemos tenido alguna vez la sensación de haber vivido un momento parecido en vidas anteriores. En un hermoso poema de Dante Gabriel Rosetti, «Sudden light», se lee «I have been here befare», «Yo estuve aquí». Se dirige a una mujer que ha poseído o que va a poseer y le dice: «Tú ya has sido mía y has sido mía un número infinito de veces y seguirás siendo mía infinitamente». Esto nos lleva a la doctrina de los ciclos, que está tan cerca del budismo, y que San Agustín refutó en La Ciudad de Dios.
Porque a los estoicos y a los pitagóricos les había llegado la noticia de la doctrina hindú: que el universo consta de un número infinito de ciclos que se miden por calpas. La calpa trasciende la imaginación de los hombres. Imaginemos una pared de hierro. Tiene dieciséis millas de alto y cada seiscientos años un ángel la roza. La roza con una tela finísima de Benares. Cuando la tela haya gastado la muralla que tiene dieciséis millas de alto, habrá pasado el primer día de una de las calpas y los dioses también duran lo que duran las calpas y después mueren.
La historia del universo está dividida en ciclos y en esos ciclos hay largos eclipses en los que no hay nada o en los que sólo quedan las palabras del Veda. Esas palabras son arquetipos que sirven para crear las cosas. La divinidad Brahma muere también y renace. Hay un momento bastante patético en el que Brahma se encuentra en su palacio. Ha renacido después de una de esas calpas, después de uno de esos eclipses. Recorre las habitaciones, que están vacías. Piensa en otros dioses. Los otros dioses surgen a su mandato; y creen que el Brahma los ha creado porque estaban ahí antes.
Detengámonos en esta visión de la historia del universo. En el budismo no hay un Dios; o puede haber un Dios pero no es lo esencial. Lo esencial es que creamos que nuestro destino ha sido prefijado por nuestro karma o karman. Si me ha tocado nacer en Buenos Aires en 1899, si me ha tocado ser ciego, si me ha tocado estar pronunciando esta noche esta conferencia ante ustedes, todo esto es obra de mi vida anterior. No hay un solo hecho de mi vida que no haya sido prefijado por mi vida anterior. Eso es lo que se llama el karma. El karma, ya lo he dicho, viene a ser una estructura mental, una finísima estructura mental.
Estamos tejiendo y entretejiendo en cada momento de nuestra vida. Es que tejen, no sólo nuestras voliciones, nuestros actos, nuestros semisueños, nuestro dormir, nuestra semivigilia: perpetuamente estamos tejiendo esa cosa. Cuando morimos, nace otro ser que hereda nuestro karma.
Deussen, discípulo de Schopenhauer, que quiso tanto al budismo, cuenta que se encontró en la India con un mendigo ciego y se compadeció de él. El mendigo le dijo: «Si yo he nacido ciego, ello se debe a las culpas cometidas en mi vida anterior; es justo que yo sea ciego». La gente acepta el dolor. Gandhi se opone a la fundación de hospitales diciendo que los hospitales y las obras de beneficencia simplemente atrasan el pago de una deuda, que no hay que ayudar a los demás: si los demás sufren deben sufrir puesto que es una culpa que tienen que pagar y si yo los ayudo estoy demorando que paguen esa deuda.
El karma es una ley cruel, pero tiene una curiosa consecuencia matemática: si mi vida actual está determinada por mi vida anterior, esa vida anterior estuvo determinada por otra; y ésa, por otra, y así sin fin. Es decir: la letra z estuvo determinada por la y, la y por la x, la x por la y, la v por la w, salvo que ese alfabeto tiene fin pero no tiene principio. Los budistas y los hindúes, en general, creen en un infinito actual; creen que para llegar a este momento ha pasado ya un tiempo infinito, y al decir infinito no quiero decir indefinido, innumerable, quiero decir estrictamente infinito.
De los seis destinos que están permitidos a los hombres (alguien puede ser un demonio, puede ser una planta, puede ser un animal), el más difícil es el de ser hombre, y debemos aprovecharlo para salvarnos.
El Buddha imagina en el fondo del mar una tortuga y una ajorca que flota. Cada seiscientos años, la tortuga saca la cabeza y sería muy raro que la cabeza calzara en la ajorca. Pues bien, dice el Buddha, «tan raro como el hecho de que suceda eso con la tortuga y la ajorca es el hecho de que seamos hombres. Debemos aprovechar el ser hombres para llegar al nirvana».
¿Cuál es la causa del sufrimiento, la causa de la vida, ya que negamos el concepto de un Dios, ya que no hay un dios personal que cree el universo? Ese concepto es lo que Buddha llama la zen. La palabra zen puede parecernos extraña, pero vamos a compararla con otras palabras que conocemos.
Pensemos por ejemplo en la Voluntad de Schopenhauer. Schopenhauer concibe Die Welt als Wille und Vorstellung, El mundo como voluntad y representación. Hay una voluntad que se encarna en cada uno de nosotros y produce esa representación que es el mundo. Eso lo encontramos en otros filósofos con un nombre distinto. Bergson habla del élan vital, del ímpetu vital; Bernard Shaw, de the life force, la fuerza vital, que es lo mismo. Pero hay una diferencia: para Bergson y para Shaw el élan vital son fuerzas que deben imponerse, debemos seguir soñando el mundo, creando el mundo. Para Schopenhauer, para el sombrío Schopenhauer, y para el Buddha, el mundo es un sueño, debemos dejar de soñarlo y podemos llegar a ello mediante largos ejercicios. Tenemos al principio el sufrimiento, que viene a ser la zen. Y la zen produce la vida y la vida es, forzosamente, desdicha; ya que ¿qué es vivir? Vivir es nacer, envejecer, enfermarse, morir, además de otros males, entre ellos uno muy patético, que para el Buddha es uno de los más patéticos: no estar con quienes queremos.
Tenemos que renunciar a la pasión. El suicidio no sirve porque es acto apasionado. El hombre que se suicida está siempre en el mundo de los sueños. Debemos llegar a comprender que el mundo es una aparición, un sueño, que la vida es sueño. Pero eso debemos sentirlo profundamente, llegar a ello a través de los ejercicios de meditación. En los monasterios budistas uno de los ejercicios es éste: el neófito tiene que vivir cada momento de su vida viviéndolo plenamente. Debe pensar: «ahora es el mediodía, ahora estoy atravesando el patio, ahora me encontraré con el superior», y al mismo tiempo debe pensar que el mediodía, el patio y el superior son irreales, son tan irreales como él y como sus pensamientos. Porque el budismo niega el yo.
Una de las desilusiones capitales es la del yo. El budismo concuerda así con Hume, con Schopenhauer y con nuestro Macedonio Fernández. No hay un sujeto, lo que hay es una serie de estados mentales. Si digo «yo pienso», estoy incurriendo en un error, porque supongo un sujeto constante y luego una obra de ese sujeto, que es el pensamiento. No es así. Habría que decir, apunta Hume, no «yo pienso», sino «se piensa», como se dice «llueve». Al decir llueve, no pensamos que la lluvia ejerce una acción; no, está sucediendo algo. De igual modo, como se dice hace calor, hace frío, llueve, debemos decir: se piensa, se sufre, y evitar el sujeto.
En los monasterios budistas los neófitos son sometidos a una disciplina muy dura. Pueden abandonar el monasterio en el momento que quieran. Ni siquiera —me dice María Kodama— se anotan los nombres. El neófito entra en el monasterio y lo someten a trabajos muy duros. Duerme y al cabo de un cuarto de hora lo despiertan; tiene que lavar, tiene que barrer; si se duerme lo castigan físicamente. Así, tiene que pensar todo el tiempo, no en sus culpas, sino en la irrealidad de todo. Tiene que hacer un continuo ejercicio de irrealidad.
Llegamos ahora al budismo zen y a Bodhidharma. Bodhidharma fue el primer misionero, en el siglo sexto. Bodhidharma se traslada de la India a la China y se encuentra con un emperador que había fomentado el budismo y le enumera monasterios y santuarios y le informa del número de neófitos budistas. Bodhidharma le dice: «Todo eso pertenece al mundo de la ilusión; los monasterios y los monjes son tan irreales como tú y como yo». Después se va a meditar y se sienta contra una pared.
La doctrina llega al Japón y se ramifica en diversas sectas. La más famosa es la zen. En la zen se ha descubierto un procedimiento para llegar a la iluminación. Sólo sirve después de años de meditación. Se llega bruscamente; no se trata de una serie de silogismos. Uno debe intuir de pronto la verdad. El procedimiento se llama satori y consiste en un hecho brusco, que está más allá de la lógica.
Nosotros pensamos siempre en términos de sujeto, objeto, causa, efecto, lógico, ilógico, algo y su contrario; tenemos que rebasar esas categorías. Según los doctores de la zen, llegar a la verdad por una intuición brusca, mediante una respuesta ilógica. El neófito pregunta al maestro qué es el Buddha. El maestro le responde: «El ciprés es el huerto». Una contestación del todo ilógica que puede despertar la verdad. El neófito pregunta por qué Bodhidharma vino del Oeste. El maestro puede responder: «Tres libras de lino». Estas palabras no encierran un sentido alegórico; son una respuesta disparatada para despertar, de pronto, la intuición. Puede ser un golpe, también. El discípulo puede preguntar algo y el maestro puede contestar con un golpe. Hay una historia —desde luego tiene que ser legendaria— sobre Bodhidharma.
A Bodhidharma lo acompañaba un discípulo que le hacía preguntas y Bodhidharma nunca contestaba. El discípulo trataba de meditar y al cabo de un tiempo se cortó el brazo izquierdo y se presentó ante el maestro como una prueba de que quería ser su discípulo. Como una prueba de su intención se mutiló deliberadamente. El maestro, sin fijarse en el hecho, que al fin de todo era un hecho físico, un hecho ilusorio, le dijo: «¿Qué quieres?». El discípulo le respondió: «He estado buscando mi mente durante mucho tiempo y no la he encontrado». El maestro resumió: «No la has encontrado porque no existe». En ese momento el discípulo comprendió la verdad, comprendió que no existe el yo, comprendió que todo es irreal. Aquí tenemos, más o menos, lo esencial del budismo zen.
Es muy difícil exponer una religión, sobre todo una religión que uno no profesa. Creo que lo importante no es que vivamos el budismo como un juego de leyendas, sino como una disciplina; una disciplina que está a nuestro alcance y que no exige de nosotros el ascetismo. Tampoco nos permite abandonarnos a las licencias de la vida carnal. Lo que nos pide es la meditación, una meditación que no tiene que ser sobre nuestras culpas, sobre nuestra vida pasada.
Uno de los temas de meditación del budismo zen es pensar que nuestra vida pasada fue ilusoria. Si yo fuera un monje budista pensaría en este momento que he empezado a vivir ahora, que toda la vida anterior de Borges fue un sueño, que toda la historia universal fue un sueño. Mediante ejercicios de orden intelectual nos iremos liberando de la zen. Una vez que comprendamos que el yo no existe, no pensaremos que el yo puede ser feliz o que nuestro deber es hacerlo feliz. Llegaremos a un estado de calma. Eso no quiere decir que el nirvana equivalga a la sensación del pensamiento y una prueba de ello estaría en la leyenda del Buddha. El Buddha, bajo la higuera sagrada, llega al nirvana, y, sin embargo, sigue viviendo y predicando la ley durante muchos años.
¿Qué significa llegar al nirvana? Simplemente, que nuestros actos ya no arrojan sombras. Mientras estamos en este mundo estamos sujetos al karma. Cada uno de nuestros actos entreteje esa estructura mental que se llama karma. Cuando hemos llegado al nirvana nuestros actos ya no proyectan sombra, estamos libres. San Agustín dijo que cuando estamos salvados no tenemos por qué pensar en el mal o en el bien. Seguiremos obrando el bien, sin pensar en ello.
¿Qué es el nirvana? Buena parte de la atención que ha suscitado el budismo en el Occidente se debe a esta hermosa palabra. Parece imposible que la palabra nirvana no encierre algo precioso. ¿Qué es el nirvana, literalmente? Es extinción, apagamiento. Se ha conjeturado que cuando alguien alcanza el nirvana, se apaga. Pero cuando muere, hay gran nirvana, y entonces, la extinción. Contrariamente, un orientalista austríaco hace notar que el Buddha usaba la física de su época, y la idea de la extinción no era entonces la misma que ahora: porque se pensaba que una llama, al apagarse, no desaparecía. Se pensaba que la llama seguía viviendo, que perduraba en otro estado, y decir nirvana no significaba forzosamente la extinción. Puede significar que seguimos de otro modo. De un modo inconcebible para nosotros. En general, las metáforas de los místicos son metáforas nunciales, pero las de los budistas son distintas. Cuando se habla del nirvana no se habla del vino del nirvana o de la rosa del nirvana o del abrazo del nirvana. Se lo compara, más bien, con una isla. Con una isla firme en medio de las tormentas. Se lo compara con una alta torre; puede comparárselo con un jardín, también. Es algo que existe por su cuenta, más allá de nosotros.
Lo que he dicho hoy es fragmentario. Hubiera sido absurdo que yo expusiera una doctrina a la cual he dedicado tantos años —y de la que he entendido poco, realmente— con ánimo de mostrar una pieza de museo. Para mí el budismo no es una pieza de museo: es un camino de salvación. No para mí, pero para millones de hombres. Es la religión más difundida del mundo y creo haberla tratado con todo respeto, al exponerla esta noche.


En Siete noches (1980)
Foto: Borges USA 1968 por Charles Phillips
The LIFE Picture Collection - Getty Images



12/8/15

Jorge Luis Borges: El modernismo








La historia de Leopoldo Lugones es inseparable de la historia del modernismo, aunque su obra, en conjunto, excede los límites de esta escuela. A fines del siglo XIX y a principios del XX, el modernismo renovó las literaturas de lengua española. Esta renovación era necesaria; después del siglo de oro y del barroco, la literatura hispánica decae y los siglos XVIII y XIX son igualmente pobres. 

España nunca fue clásica; la impetuosa irregularidad de su drama y la evocación, acaso arbitraria, de su color local, inspiran la reacción romántica; Alemania descubre a Calderón, lo traduce Shelley y su obra sirve de argumento contra el rigor de las tres unidades clásicas. 

Es curioso observar que el romanticismo, esencialmente afín a la índole de España, no produce en este país un solo poeta de la significación de Keats o de Hugo. 

La circunstancia de que algunos críticos españoles ignoraran esta indigencia contribuía a hacerla más irreparable; así Menéndez y Pelayo, en la antología que se titula Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana, admite inexplicablemente una desmesurada proporción de poetas de su época. 

Con esta decadencia contrastan la complejidad y el vigor de las otras literaturas de Europa; en la poesía de Francia, cuyo influjo en el modernismo será decisivo, el Parnaso sucede al romanticismo y el simbolismo al Parnaso. De estas escuelas, excluyentes en Francia, las dos últimas son recibidas con igual devoción por las jóvenes generaciones americanas y se difunden con facilidad. En lo que se refiere al romanticismo, se observa una reacción contra su elocuencia y su pompa, pero aún se admira a Víctor Hugo. 

Por aquellos años, en Buenos Aires o en Méjico no se concibe una persona culta que no sepa francés y es prestigioso ir a París para perfeccionar los estudios. Todavía cercana la guerra de la Independencia, el odio a lo español no se había extinguido; las injuriosas expresiones godo y gallego eran habituales. La admiración por lo francés llega al exceso; Eduardo Wilde se burla de ella en su artículo Vida moderna

La imitación del clasicismo español persistía en ciertos poetas, pero su obra constituyó, para los jóvenes, un testimonio más de la esterilidad de esa tradición. Recordemos la obra de Oyuela. 

Agotado el placer que podían suministrar el vocabulario y los metros clásicos, se sentía la urgencia de renovarlos. Oscuramente se anhelaba y se vislumbraba otra cosa; adelantándose a ello, algunos poetas anteriores parecían señalar nuevas direcciones. 

Así el revolucionario cubano José Martí decía en el prólogo de sus Versos libres (1882): "Estos son mis versos. Son como son. A nadie los pedí prestados... Recortar versos también sé, pero no quiero. Así como cada hombre trae su fisonomía, cada inspiración trae su lenguaje. Amo las sonoridades difíciles..." En 1891, agregaba: "Amo la sencillez y creo en la necesidad de poner el sentimiento en formas llanas y sinceras." El mérito de Martí, como poeta, se limita a haber preferido la sencillez; en sus mejores versos hay algo de copla popular. Se considera que Ismaelillo, escrito en 1882 para su hijo, marca el principio de esta nueva tendencia en las letras americanas, que culminará en Azul, de Rubén Darío.



En Leopoldo Lugones
En col. con Betina Edelberg (1955)
Foto: Jorge Luis Borges y Betina Edelberg con José Edmundo Clemente 
Casa del Escritor, Buenos Aires, 1955

11/8/15

Jorge Luis Borges: Cambridge







Nueva Inglaterra y la mañana.
Doblo por Craigie.
Pienso (yo lo he pensado)
que el nombre Craigie es escocés
y que la palabra crag es de origen celta.
Pienso (ya lo he pensado)
que en este invierno están los antiguos inviernos
de quienes dejaron escrito
que el camino está prefijado
y que ya somos del Amor o del Fuego.
La nieve y la mañana y los muros rojos
pueden ser formas de la dicha,
pero yo vengo de otros ciudades
donde los colores son pálidos
y en las que una mujer, al caer la tarde,
regará las plantas del patio.
Alzo los ojos y los pierdo en el ubicuo azul.
Más allá están los árboles de Longfellow
y el dormido río incesante.
Nadie en las calles, pero no es un domingo.
No es un lunes,
el día que nos depara la ilusión de empezar.
No es un martes,
el día que preside el planeta rojo.
No es un miércoles,
el día de aquel dios de los laberintos
que en el Norte fue Odín.
No es jueves,
el día que ya se resigna al domingo.
No es un viernes,
el día regido por la divinidad que en las selvas
entreteje los cuerpos de los amantes.
No es un sábado.
No está en el tiempo sucesivo
sino en los reinos espectrales de la memoria.
Como en los sueños
detrás de las altas puertas no hay nada,
ni siquiera el vacío.
Como en los sueños,
detrás del rostro que nos mira no hay nadie.
Anverso sin reverso,
moneda de una sola cara, las cosas.
Esas miserias son los bienes
que el precipitado tiempo nos deja.
Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.



En Elogio de la sombra (1969)
Foto original color: Graziano Arici (1983) [detalle]



Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...