4/8/15

Jorge Luis Borges: Elogio de la sombra








La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.



En Elogio de la sombra (1969)
Foto: Borges autografiando ejemplares de Elogio de la Sombra
Revista Gente, 22 de enero de 1970


3/8/15

Jorge Luis Borges: El hilo de la fábula








El hilo que la mano de Ariadne dejó en la mano de Teseo (en la otra estaba la espada) para que éste se ahondara en el laberinto y descubriera el centro, el hombre con cabeza de toro o, como quiere Dante, el toro con cabeza de hombre, y le diera muerte y pudiera, ya ejecutada la proeza, destejer las redes de piedra y volver a ella, a su amor.
Las cosas ocurrieron así. Teseo no podía saber que del otro lado del laberinto estaba el otro laberinto, el de tiempo, y que en algún lugar prefijado estaba Medea.
El hilo se ha perdido; el laberinto se ha perdido también. Ahora ni siquiera sabemos si nos rodea un laberinto, un secreto cosmos, o un caos azaroso. Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo. Nunca daremos con el hilo; acaso lo encontramos y lo perdemos en un acto de fe, en una cadencia, en el sueño, en las palabras que se llaman filosofía o en la mera y sencilla felicidad.

Cnossos, 1984

En Los conjurados (1985)
Foto original color: Borges por Graziano Arici (detalle)
Buenos Aires 1983 Sitio oficial



2/8/15

Jorge Luis Borges: Las letras








De valor desigual, ya que notoriamente proceden de centenares y de miles de plumas heterogéneas, las letras de tango que la inspiración o la industria han elaborado integran, al cabo de medio siglo, un casi inextricable corpus poeticum que los historiadores de la literatura argentina leerán o, en todo caso, vindicarán. Lo popular, siempre que el pueblo ya no lo entienda, siempre que lo hayan anticuado los años, logra la nostálgica veneración de los eruditos y permite polémicas y glosarios; es verosímil que hacia 1990 surja la sospecha o la certidumbre de que la verdadera poesía de nuestro tiempo no está en La urna de Banchs o en Luz de provincia de Mastronardi, sino en las piezas imperfectas que se atesoran en El alma que canta. Esta suposición es melancólica. Una culpable negligencia me ha vedado la adquisición y el estudio de ese repertorio caótico, pero no desconozco su variedad y el creciente ámbito de sus temas. Al principio, el tango no tuvo letra o la tuvo obscena y casual. Algunos la tuvieron agreste (Yo soy la fiel compañera — del noble gaucho porteño) porque los compositores buscaban la popular, y la mala vida y los arrabales no eran materia poética, entonces. Otros, como la milonga congénere,* fueron alegres y vistosas bravatas (En el tango soy tan taura — que cuando hago un doble corte — corre la voz por el Norte —si es que me encuentro en el Sur). Después, el género historió, como ciertas novelas del naturalismo francés o como ciertos grabados de Hogarth, las vicisitudes locales del harht's progress (Luego fuiste la amiguita — de un viejo boticario —y el hijo de un comisario — todo el vento te sacó); después, la deplorada conversión de los barrios pendencieros o menesterosos a la decencia (Puente Alsina, — ¿dónde está ese malevaje? o ¿Dónde están aquellos hombres y esas chinas, — vinchas rojas y chambergos que Requena conoció? — ¿Dónde está mi Villa Crespo de otros tiempos? — Se vinieron los judíos, Triunvirato se acabó). Desde muy temprano, las zozobras del amor clandestino o sentimental habían atareado las plumas (¿No te acordás que conmigo — te pusistes un sombrero —y aquel cinturón de cuero — que a otra mina le afané?). Tangos de recriminación, tangos de odio, tangos de burla y de rencor se escribieron, reacios a la transcripción y al recuerdo. Todo el trajín de la ciudad fue entrando en el tango; la mala vida y el suburbio no fueron los únicos temas. En el prólogo de las sátiras, Juvenal memorablemente escribió que todo lo que mueve a los hombres —el deseo, el temor, la ira, el goce carnal, las intrigas, la felicidad— sería materia de su libro; con perdonable exageración podríamos aplicar su famoso quidquid agunt homines, a la suma de las letras de tango. También podríamos decir que éstas forman una inconexa y vasta comédie humaine de la vida de Buenos Aires. Es sabido que Wolf, a fines del siglo XVIII, escribió que la Riada, antes de ser una epopeya, fue una serie de cantos y de rapsodias; ello permite, acaso, la profecía de que las letras de tango formarán, con el tiempo, un largo poema civil, o sugerirán a algún ambicioso la escritura de ese poema. 

Es conocido el parecer de Andrew Fletcher: "Si me dejan escribir todas las baladas de una nación, no me importa quién escriba las leyes"; el dictamen sugiere que la poesía común o tradicional puede influir en los sentimientos y dictar la conducta. Aplicada la conjetura al tango argentino, veríamos en éste un espejo de nuestras realidades y a la vez un mentor o un modelo, de influjo ciertamente maléfico. La milonga y el tango de los orígenes podían ser tontos o, a lo menos, atolondrados, pero eran valerosos y alegres; el tango posterior es un resentido que deplora con lujo sentimental las desdichas propias y festeja con desvergüenza las desdichas ajenas. 

Recuerdo que hacia 1926 yo daba en atribuir a los italianos (y más concretamente a los genoveses del barrio de la Boca) la degeneración de los tangos. En aquel mito, o fantasía, de un tango "criollo" maleado por los "gringos", veo un claro síntoma, ahora, de ciertas herejías nacionalistas que han asolado el mundo después —a impulso de los gringos, naturalmente. No el bandoneón, que yo apodé cobarde algún día, no los aplicados compositores de un suburbio fluvial, han hecho que el tango sea lo que es, sino la República entera. Además, los criollos viejos que engendraron el tango se llamaban Bevilacqua, Greco o de Bassi... 

A mi denigración del tango de la etapa actual alguien querrá objetar que el pasaje de valentía o baladronada a tristeza no es necesariamente culpable y puede ser indicio de madurez. Mi imaginario contendor bien puede agregar que el inocente y valeroso Ascasubi es al quejoso Hernández lo que el primer tango es al último y que nadie —salvo, acaso, Jorge Luis Borges—se ha animado a inferir de esa disminución de felicidad que Martín Fierro es inferior a Paulino Lucero. La respuesta es fácil: La diferencia no sólo es de tono hedónico: es de tono moral. En el tango cotidiano de Buenos Aires, en el tango de las veladas familiares y de las confiterías decentes, hay una canallería trivial, un sabor de infamia que ni siquiera sospecharon los tangos del cuchillo y del lupanar. 

Musicalmente, el tango no debe de ser importante; su única importancia es la que le damos. La reflexión es justa, pero tal vez es aplicable a todas las cosas. A nuestra muerte personal, por ejemplo, o a la mujer que nos desdeña... El tango puede discutirse, y lo discutimos, pero encierra, como todo lo verdadero, un secreto. Los diccionarios musicales registran, por todos aprobada, su breve y suficiente definición; esa definición es elemental y no promete dificultades, pero el compositor francés o español que, confiado en ella, urde correctamente un "tango", descubre, no sin estupor, que ha urdido algo que nuestros oídos no reconocen, que nuestra memoria no hospeda y que nuestro cuerpo rechaza. Diríase que sin atardeceres y noches de Buenos Aires no puede hacerse un tango y que en el cielo nos espera a los argentinos la idea platónica del tango, su forma universal (esa forma que apenas deletrean La Tablada o El Choclo), y que esa especie venturosa tiene, aunque humilde, su lugar en el universo.


* Yo soy del barrio del Alto,
soy del barrio del Retiro.
Yo soy aquel que no miro
con quién tengo que pelear,
y a quien en milonguear,
ninguno se puso a tiro.



En Evaristo Carriego (1930)
Foto: Borges, París, 12 de enero de 1983
©Jacques Languevin / Associated Press



1/8/15

Jorge Luis Borges: Inventario









Hay que arrimar una escalera para subir. Un tramo le falta.
¿Qué podemos buscar en el altillo
sino lo que amontona el desorden?
Hay olor a humedad,
el atardecer entra por la pieza de plancha.
Las vigas del cielo raso están cerca y el piso está vencido.
Nadie se atreve a poner el pie.
Hay un catre de tijera desvencijado.
Hay unas herramientas inútiles.
Está el sillón de ruedas del muerto.
Hay un pie de lámpara.
Hay una hamaca paraguaya con borlas, deshilachada.
Hay aparejos y papeles.
Hay una lámina del estado mayor de Aparicio Saravia.
Hay una vieja plancha a carbón.
Hay un reloj de tiempo detenido, con el péndulo roto.
Hay un marco desdorado, sin tela.
Hay un tablero de cartón y unas piezas descabaladas.
Hay un brasero de dos patas.
Hay una petaca de cuero.
Hay un ejemplar enmohecido del Libro de los Mártires de Foxe, en intrincada letra gótica.
Hay una fotografía que ya puede ser de cualquiera.
Hay una piel gastada que fue de tigre.
Hay una llave que ha perdido su puerta.
¿Qué podemos buscar en el altillo
sino lo que amontona el desorden?
Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este monumento,
sin duda menos perdurable que el bronce y que se confunde con ellas.



En La rosa profunda (1975)
Foto: Borges con músico Severino Gazzelloni Palermo Sicilia 1984 
© Ferdinando Scianna-Magnum Photos (detail)


31/7/15

Jorge Luis Borges: El enigma de Edward Fitzgerald






Un hombre, Umar ben Ibrahim, nace en Persia, en el siglo XI de la era cristiana (aquel siglo fue para él el quinto de la Héjira), y aprende el Alcorán y las tradiciones con Hassán ben Sabbáh, futuro fundador de la secta de los Hashishin o Asesinos, y con Nizam ul-Mulk, que será visir de Alp Arslán, conquistador del Cáucaso. Los tres amigos, entre burlas y veras, juran que si la fortuna, algún día, da en favorecer a uno de ellos, el agraciado no se olvidará de los otros. Al cabo de los años, Nizam logra la dignidad de visir: Umar no le pide otra cosa que un rincón a la sombra de su dicha, para rezar por la prosperidad del amigo y para meditar en las matemáticas. (Hassán pide y obtiene un cargo elevado, y, finalmente, hace apuñalar al visir.) Umar recibe del tesoro de Nishapur una pensión anual de diez mil dinares y puede consagrarse al estudio. Descree de la astrología judiciaria, pero cultiva la astronomía, colabora en la reforma del calendario que promueve el sultán y compone un famoso tratado de álgebra, que da soluciones numéricas para las ecuaciones de primero y segundo grado, y geométricas, mediante intersección de cónicas, para las de tercero. Los arcanos del número y de los astros no agotan su atención; lee, en la soledad de su biblioteca, los textos del Plotino, que en el vocabulario de Islam es el Platón de la herética y mística Enciclopedia de los Hermanos de la Pureza, donde se razona que el universo es una emanación de la Unidad, regresará a la Unidad… Lo dicen prosélito de Alfarabi, que entendió que las formas universales no existen fuera de las cosas, y de Avicena, que enseñó que el mundo es eterno. Alguna crónica nos refiere que cree, o que juega a creer, en las transmigraciones del alma, de cuerpo humano a cuerpo bestial, y que una vez habló con un asno como Pitágoras habló con un perro. Es ateo, pero sabe interpretar de un modo ortodoxo los más arduos pasajes del Alcorán, porque todo hombre culto es un teólogo, y para serlo no es indispensable la fe. En los intervalos de la astronomía, del álgebra y de la apologética, Umar ben Ibrahim al-Khayyami labra composiciones de cuatro versos, de los cuales el primero, el segundo y el último riman entre sí; el manuscrito más copioso le atribuye quinientas de esas cuartetas, número exiguo que será desfavorable a su gloria, pues en Persia (como en España de Lope y de Calderón) el poeta debe ser abundante. El año de 517 de la Héjira, Umar está leyendo un tratado que se titula El uno y los muchos; un malestar o una premonición lo interrumpe. Se levanta, marca la página que sus ojos no volverán a ver y se reconcilia con Dios, con aquel Dios que acaso existe y cuyo favor ha implorado en las páginas más difíciles de su álgebra. Muere ese mismo día, a la hora de la puesta del sol. Por aquellos años, en una isla occidental y boreal que los cartógrafos del Islam desconocen, un rey sajón que ha derrotado a un rey de Noruega es derrotado por un duque normando.
Siete siglos transcurrieron, con sus luces y agonías y mutaciones, y en Inglaterra, nace un hombre, Fitzgerald, menos intelectual que Umar, pero acaso más sensible y más triste. Fitzgerald sabe que su verdadero destino es la literatura y la ensaya con indolencia y tenacidad. Lee y relee el Quijote, que casi le parece el mejor de todos los libros (pero no quiere ser injusto con Shakespeare y con dear old Virgil), y su amor se extiende al diccionario en el que busca las palabras. Entiende que todo hombre en cuya alma se encierra alguna música puede versificar diez o doce veces en el curso natural de su vida, si le son propicios los astros, pero no se propone abusar de ese módico privilegio. Es amigo de personas ilustres (Tennyson, Carlyle, Dickens, Thackeray), a las que no se siente inferior, a despecho de su modestia y su cortesía. Ha publicado un diálogo decorosamente escrito, Euphranor, y mediocres versiones de Calderón y de los grandes trágicos griegos. Del estudio del español ha pasado al estudio del persa y ha iniciado una traducción de Mantiq al-Tayr, esa epopeya mística de los pájaros que buscan a su rey, el Simurg, y finalmente arriban a su palacio, que está detrás de siete mares, y descubren que ellos son el Simurg y que el Simurg es todos y cada uno. Hacia 1854 le prestan una colección manuscrita de las composiciones de Umar, hecha sin otra ley que el orden alfabético de las rimas; Fitzgerald vierte alguna al latín y entrevé la posibilidad de tejer con ellas un libro continuo y orgánico en cuyo principio estén las imágenes de la mañana, de la rosa y del ruiseñor, y al fin, las de la noche y la sepultura. A ese propósito improbable y aun inverosímil, Fitzgerald consagra su vida de hombre indolente, solitario y maniático. El 1859 publica una primera versión de Rubaiyat, a la que siguen otras, ricas en variaciones y escrúpulos. Un milagro acontece: de la fortuita conjunción de un astrónomo persa que condescendió a la poesía, de un inglés excéntrico que recorre, tal vez sin entenderlos del todo, libros orientales e hispánicos, surge un extraordinario poeta, que no se parece a los dos. Swinburne escribe que Fitzgerald «ha dado a Omar Khayyán un sitio perpetuo entre los mayores poetas de Inglaterra», y Chesterton, sensible a lo romántico y a lo clásico de ese libro sin par, observa que a la vez hay en el «una melodía que se escapa y una inscripción que dura». Algunos críticos entienden que el Omar de Fitzgerald es, de hecho, un poema inglés con alusiones persas; Fitzgerald interpeló, afinó e inventó, pero sus Rubaiyat parecen exigir de nosotros que las leamos como persas y antiguas.
El caso invita a conjeturas de índole metafísica. Umar profesó (lo sabemos) la doctrina platónica y pitagórica del tránsito del alma por muchos cuerpos; al cabo de los siglos, la suya acaso reencarnó en Inglaterra para cumplir en un lejano idioma germánico veteado de latín el destino literario que en Nishapur reprimieron las matemáticas. Isaac Luria el León enseñó que el alma de un muerto puede entrar en un alma desventurada para sostenerla o instruirla; quizá el alma de Umar se hospedó, hacia 1857, en la Fitzgerald. En las Rubaiyat se lee que la historia universal es un espectáculo que Dios concibe, representa y contempla; esta especulación (cuyo nombre técnico es panteísmo) nos dejaría pensar que el inglés pudo recrear al persa, porque ambos eran, esencialmente, Dios, o caras momentáneas de Dios. Más verosímil y no menos maravillosa que estas conjeturas de tipo sobrenatural es la suposición de un azar benéfico. Las nubes configuran, a veces, formas de montañas o leones; análogamente la tristeza de Edward Fitzgerald y un manuscrito de papel amarillo y de letras purpúreas, olvidado en un anaquel de la Bodlediana de Oxford, configuraron, para nuestro bien, el poema.
Toda colaboración es misteriosa. Ésta del inglés y del persa lo fue más que ninguna, porque eran muy distintos los dos y acaso en vida no hubieran trabado amistad y la muerte y las vicisitudes y el tiempo sirvieron para que uno supiera del otro y fueran un solo poeta.







En Otras inquisiciones (1952)
Fotos:
Miniature portrait by Eva Rivett-Carnac after a photograph of 1873
(National Portrait Gallery, London)

Grabado sobre la misma foto, con firma de EF
Foto de autor desconocido, 1873


30/7/15

Evaristo Carriego: Vulgar sinfonía (A Leonor Acevedo de Borges) y Prólogo de JLB (1950)






A Doña Leonor Acevedo de Borges

Como las extraordinarias
pero irreales doncellas
que vieron en las estrellas
las hostias imaginarias
de sus noches visionarias,
así tus blancas patenas
quedarán tan sólo llenas
de tu gesto de mujer,
porque hoy no podría hacer
de segador de azucenas.

Y bien puedo adivinar
pese a una amable indulgencia
bajo tu leve elocuencia,
que, en la décima vulgar
que aquí me atrevo a dejar,
tu gentil alma de Francia
no ha de aplaudir la arrogancia
de diez bravos caballeros
que conversan prisioneros
en una lírica estancia.

Pero si no hay madrigal
de antigua delicadeza,
sobre mi pobre rudeza
tengo una rosa augural:
que ya es flor espiritual
pues son mis votos ahora,
que eternamente, señora,
vivas la olímpica gesta
del ensueño, de la fiesta,
de los lirios, de la aurora.

Y que tu hijo, el niño aquél
de tu orgullo, que ya empieza
a sentir en la cabeza
breves ansias de laurel,
vaya, siguiendo la fiel
ala de la ensoñación,
de una nueva anunciación
a continuar la vendimia
que dará la uva eximia
del vino de la Canción.





Prólogo de Jorge Luis Borges a la edición de las Poesías completas de E.C. (1950)

Todos, ahora, vemos a Evaristo Carriego en función del suburbio y propendemos a olvidar que Carriego es (como el guapo, la costurerita y el gringo) un personaje de Carriego, así como el suburbio en que lo pensamos es una proyección y casi una ilusión de su obra. Wilde sostenía que el Japón —las imágenes que esa palabra despierta— había sido inventado por Hokusai; en el caso de Evaristo Carriego, debemos postular una acción recíproca: el suburbio crea a Carriego y es recreado por él. Influyen en Carriego el suburbio real y el suburbio de Trejo y de las milongas; Carriego impone su visión del suburbio; esa visión modifica la realidad. (La modificarán después, mucho más, el tango y el sainete.) 

¿Cómo se produjeron los hechos, cómo pudo ese pobre muchacho Carriego llegar a ser el que ahora será para siempre? Quizás el mismo Carriego, interrogado, no podría decírnoslo. Sin otro argumento que mi incapacidad para imaginar de otra manera las cosas, propongo esta versión al lector: 

Un día entre los días del año 1904, en una casa que persiste en la calle Honduras, Evaristo Carriego leía con pesar y con avidez un libro de la gesta de Charles de Baatz, señor de Artagnan. Con avidez, porque Dumas le ofrecía lo que a otros ofrecen Shakespeare o Balzac o Walt Whitman, el sabor de la plenitud de la vida; con pesar porque era joven, orgulloso, tímido y pobre, y se creía desterrado de la vida. La vida estaba en Francia, pensó, en el claro contacto de los aceros, o cuando los ejércitos del Emperador anegaban la tierra, pero a mí me ha tocado el siglo XX, el tardío siglo XX, y un mediocre arrabal sudamericano… En esa cavilación estaba Carriego cuando algo sucedió. Un rasguido de laboriosa guitarra, la despareja hilera de casas bajas vistas por la ventana, Juan Muraña tocándose el chambergo para contestar a un saludo (Juan Muraña que anteanoche marcó a Suárez el Chileno), la luna en el cuadrado del patio, un hombre viejo con un gallo de riña, algo, cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar, algo cuyo sentido sabemos pero no cuya forma, algo cotidiano y trivial y no percibido hasta entonces, que reveló a Carriego que el universo (que se da entero en cada instante, en cualquier lugar, y no sólo en las obras de Dumas) también estaban ahí, en el mero presente, en Palermo, en 1904. Entrad, que también aquí están los dioses, dijo Heráclito de Éfeso a las personas que lo hallaron calentándose en la cocina. 

Yo he sospechado alguna vez que cualquier vida humana, por intrincada y populosa que sea, consta en realidad de un momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. Desde la imprecisable revelación que he tratado de intuir, Carriego es Carriego. Ya es el autor de aquellos versos que años después le será permitido inventar: 

Le cruzan el rostro, de estigmas violentos, 
hondas cicatrices, y tal vez le halaga 
llevar imborrables adornos sangrientos: 
caprichos de hembra que tuvo la daga. 

En el último, casi milagrosamente, hay un eco de la imaginación medieval del consorcio del guerrero con su arma, de esa imaginación que Detlev von Liliencron fijó en otros versos ilustres: 

In die Friesen trug er sein Schwert Hilfnot, 
das hat ihn heute betrogen… 

Buenos Aires, noviembre de 1950

 

En Evaristo Carriego: Poesías completas (1913) 
Foto arriba: Leonor Acevedo y Borges (sin atribución de autor ni fecha) Vía
Abajo: Cover, Buenos Aires, Editorial Renacimiento, Primera edición, 1913
Prólogo Jorge Luis Borges - Estudio preliminar José Edmundo Clemente
Prólogo de 1950 también en reedición de Jorge Luis Borges: Evaristo Carriego (1930)



29/7/15

Jorge Luis Borges: Las pesadillas y Franz Kafka







Aventuro esta paradoja: componer sueños es una disciplina literaria de reciente inauguración. Es verdad que de Luciano de Samosata a Quevedo (o si se quiere, de Isaías al Dante) muchos escritores han simulado la relación de un sueño, pero sus diversas ficciones no guardan el menor parecido con lo que nuestra mente suele expedir en las madrugadas confusas. A menos de pensar que la vida onírica de Quevedo fue tan superior a la nuestra como su vigilia genial, todo nos deja suponer que sus sueños eran ejercicios de sátira que no pedían otra cosa a su nombre que la oportunidad de congregar personas incoherentes o la de cortar el relato en cuanto la invención propendía a languidecer. No son visuales, y muy contadas veces son mágicos; son más bien oratorios, moralistas, chascarrilleros. Advertir que alguien los soñó, no puede ser sino un artificio retórico. En cuanto a los "soñadores" proféticos —Isaías, Ezequiel, San Juan el Teólogo, Dante, John Bunyan—, su estilo continuado y autoritario en nada se parece al de nuestros sueños. Eliot (Selected Essays, página 229) insinúa que la calidad de los sueños contemporáneos es inferior, porque les atribuimos un origen visceral o sexual, y que si los creyéramos divinos, observarían el decoro y el orden que ahora, indiscutiblemente, les falta; la conjetura es más inteligente que verosímil. 

Sea lo que fuere —y descontando determinadas visiones de Swedenborg y Blake, que deben ser auténticas—, el primer sueño literario con ambiente de sueño es quizá el famoso de Wordsworth, en su poema discursivo The Prelude, ejecutado en el verano de 1805. Resumo aquí el resumen que da De Quincey. El soñador, el presoñador, está leyendo el Don Quijote en la playa, y bajo la opresión del sol cenital, se queda dormido, fija la vista en las arenas. Esos pormenores no son inútiles: preparan y justifican el sueño. Éste, por deformación natural, hace de la playa un Sahara, y del ecuestre y benévolo Don Quijote un árabe de lanza, que viene desde lejos en dromedario. Se acerca el árabe y Wordsworth nota en sus facciones la agitación del miedo. En la mano tiene dos libros: uno, los Elementos de Geometría, de Euclides; otro, que es un libro y no lo es, porque también semeja un caracol, y es ambas y ninguna de las dos cosas. El árabe le advierte que se lo ponga al oído; Wordsworth obedece, y oye una voz en un lenguaje extraño pero indudable que profetiza la aniquilación inmediata del mundo por obra de un diluvio. Gravemente, el árabe corrobora que así es y que su divina misión es la de enterrar esos libros: el primero, "que mantiene amistad con las estrellas, no molestado por el espacio y el tiempo", y el otro, "que es un dios, muchos dioses". Se trata, en suma, de rescatar de la ruina general de la humanidad la poesía y las matemáticas. El horror cunde por el rostro del árabe; Wordsworth mira a su espalda y divisa una gran luz en el horizonte. El árabe pronuncia que son las aguas que ya están ahogando el planeta. Dicho esto, huye, y el poeta se despierta aterrorizado, a la serena vista del mar. 

Es imposible no admirar muchos rasgos del ensueño anterior —la lanza que une las imágenes del manchego y del árabe, la ambivalencia de caracol y de libro, la compañía de ese objeto mágico y de un libro escolar, la profecía que está a cargo de aquél y no del jinete, el agua dilatada en diluvio, la inundación que se manifiesta al principio en el pavor de un rostro y, al fin, como una luz en el horizonte—; pero esa misma continuidad de la fábula parece rebasar infinitamente los atolondrados recursos de un soñador. Los sueños (dice Spiller) son el plano más bajo del pensamiento. De ahí lo inverosímil de esa arquitectura exquisita; de ahí también la dificultad de crear sueños, vale decir, episodios encantadores, pero que puedan sin violencia atribuirse a un estado caótico. Alice in Wonderland, de Lewis Carroll —1865—, adolece también de esa falta. En cambio, el Réve parisién, de Baudelaire —aquel de un infinito país atónico, de metal, de mármol y de agua, negro y pulido—, parece menos imposible, en razón de su misma simplicidad.

Tampoco los sueños de Kafka son continuados; cada uno de ellos apareja una sola intuición. Tienen clima y traiciones de pesadilla. Antes de resumir alguno, quiero señalar el desdén que suelen profesar los psicólogos por ese tigre y ángel negro de nuestro sueño: la pesadilla. Para casi todos, no es otra cosa que "un accidente aislado, el episodio de una indigestión o el síntoma de una afección distante de los centros nerviosos", (Paul Groussac, El viaje intelectual, página 257). Suelen abundar de tal modo en su posible origen visceral o respiratorio, que no reparan en su peculiar ambiente de horror, diverso no ya de los otros sueños, sino —cualitativamente— de los instantes atroces de la "realidad". De cuanto he leído sobre ese tema, sólo han quedado en mi recuerdo las observaciones de Coleridge, en las notas para su conferencia de marzo de 1818. Éste declara que las imágenes de la pesadilla no son la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro abdomen. El malestar genera la esfinge, no la esfinge el horror. No rebato la distinción de Coleridge y aun estoy listo a sospechar una acción recíproca de esas fuerzas —las imágenes invocadas por la opresión, la opresión definida por las imágenes—, pero ella no basta a dilucidar el peculiar horror de la pesadilla. ¿No la podremos atribuir a la misma bastardía del sueño, al temor de la mente semidespierta que sabe que trafica con fantasmas y no con realidades? Lo atroz de las figuras de la pesadilla, ¿no está en su falsedad? Su horror incomparable, ¿no es el horror de sabernos bajo el poder de un proceso alucinatorio? Ese clima es precisamente el de los relatos de Kafka.

La N. R. F. ha publicado en 1933 una versión de su novela El proceso, libro que me atrevo a juzgar menos extraordinario que los cuentos recopilados bajo el nombre general Ein Landarzt (Un médico de campaña), no traducido aún. Todos son breves: alguno no rebasa las cinco páginas. Dos propósitos tengo al insistir sobre esa brevedad: uno, el de animar la curiosidad del lector, asegurándole unos gastos frugales de atención y de tiempo; otro, el de evidenciar que cada relato puede limitarse a una idea, apenas "aprovechada" por el narrador. Es notorio que el proyecto de un libro suele aventajar a su ejecución; Kafka, en cada uno de los cuentos del Landarzt, ha escrito ese proyecto, sin mayor adición de pormenores circunstanciales o psicológicos. Resumo uno de aquellos resúmenes, en la seguridad de que algo se pierde, pero no todo. El nombre es Eine kaiserliche Botschaft (Un mensaje imperial). Está escrito en segunda persona. El héroe, el nada heroico y resueltamente pasivo héroe de la fábula, se identifica de ese modo con el lector, como en los versos vocativos de Whitman. El argumento es éste. El emperador —cualquier emperador— está agonizando. Para que todos puedan asistir a su muerte, las paredes interiores del palacio han sido derribadas. El emperador aguarda el final en su lecho de muerte y lo cerca una muchedumbre casi infinita. Antes de fallecer, el emperador hace un signo y un servidor tiene que inclinarse sobre él para recoger sus últimas órdenes. El emperador murmura un mensaje urgente para el más ignorado de sus súbditos, que habita el extremo opuesto de la ciudad. Inmediatamente el servidor se pone en camino. Es infatigable y altísimo y tiene sobre el pecho una estrella, símbolo de su misión imperial. Todos se apartan frente al hombre y la estrella. Pero la turba es tan numerosa que el mensajero nunca llegará al jardín del palacio. Aunque llegara, jamás acabaría de atravesar el infinito ejército respetuoso que está de guarnición. Aunque lo atravesara, jamás podría atravesar la ciudad en que vives, llena también de una muchedumbre infinita. El mensajero nunca llegará y es inútil que lo esperes en la ventana. Ahora mismo avanza con rapidez entre los hombres que se apartan ante la estrella, pero tú vivirás y morirás sin haber recibido el mensaje.

Algún perverso lector interrogará: ¿Se trata de un símbolo? Yo, apasionadamente, juzgo que no. Nada en el mundo es incapaz de una interpretación simbólica; ni siquiera los sueños (cf. el almanaque de los mismos y la tesis de Freud), ni aun aquellas rocas imitativas que procuran distraer al espectador con el perfil de Napoleón o de Lincoln. Es harto fácil denigrar los cuentos de Kafka a juegos alegóricos. De acuerdo; pero la facilidad de esa reducción no debe hacernos olvidar que la gloria de Kafka se disminuye hasta lo invisible si la adoptamos. Franz Kafka, simbolista o alegorista, es un buen miembro de una serie tan antigua como las letras; Franz Kafka, padre de sueños desinteresados, de pesadillas sin otra razón que la de su encanto, logra una mejor soledad. No sabemos —y quizá no sabremos nunca— los propósitos esenciales que alimentó. Aprovechemos ese favor de nuestra ignorancia, ese don de su muerte, y leámoslo con desinterés, con puro goce trágico. Ganaremos nosotros y ganará su gloria también.



En Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Primera publicación en La Prensa, 2 de junio de 1935
Foto: Borges en su departamento en Buenos Aires
21 de noviembre de 1980

28/7/15

Jorge Luis Borges: Trece monedas




Un poeta oriental

Durante cien otoños he mirado
tu tenue disco.
Durante cien otoños he mirado
tu arco sobre las islas.
Durante cien otoños mis labios
no han sido menos silenciosos.

El desierto

El espacio sin tiempo.
La luna es del color de la arena.
Ahora, precisamente ahora,
mueren los hombres del Metauro y de Tannenberg.

Llueve

¿En qué ayer, en qué patios de Cartago,
cae también esta lluvia?

Asterión

El año me tributa mi pasto de hombres
y en la cisterna hay agua.
En mí se anudan los caminos de piedra.
¿De qué puedo quejarme?
En los atardeceres
me pesa un poco la cabeza de toro.

Un poeta menor

La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.

Génesis, IV, 8

Fue en el primer desierto.
Dos brazos arrojaron una gran piedra.
No hubo un grito. Hubo sangre.
Hubo por vez primera la muerte.
Ya no recuerdo si fui Abel o Caín.

Nortumbria, 900 A. D.

Que antes del alba lo despojen los lobos;
la espada es el camino más corto.

Miguel de Cervantes

Crueles estrellas y propicias estrellas
presidieron la noche de mi génesis;
debo a las últimas la cárcel
en que soñé el Quijote.

El oeste

El callejón final con su poniente.
Inauguración de la pampa.
Inauguración de la muerte.

Estancia El Retiro

El tiempo juega un ajedrez sin piezas
en el patio. El crujido de una rama
rasga la noche. Fuera la llanura
leguas de polvo y sueño desparrama.
Sombras los dos, copiamos lo que dictan
otras sombras: Heráclito y Gautama.

El prisionero

Una lima.
La primera de las pesadas puertas de hierro.
Algún día seré libre.

Macbeth

Nuestros actos prosiguen su camino,
Que no conoce término.
Maté a mi rey para que Shakespeare
urdiera su tragedia.

Eternidades

La serpiente que ciñe el mar y es el mar,
el repetido remo de Jasón, la joven espada de Sigurd.
Sólo perduran en el tiempo las cosas
que no fueron del tiempo.




En El oro de los tigres (1972)
Luego se publicará en La rosa profunda (1975) como Quince monedas
con el agregado de "E.A.P." y "El espía"
Foto sin atribución de autor EFE Archivo Vía



27/7/15

Jorge Luis Borges: Leopoldo Lugones









Como el de Quevedo, como el de Joyce, como el de Claudel, el genio de Leopoldo Lugones es fundamentalmente verbal. No hay una página de su numerosa labor que no pueda leerse en voz alta, y que no haya sido escrita en voz alta. Períodos que en otros escritores resultarían ostentosos y artificiales, corresponden, en él, a la plenitud y a las amplias evoluciones de su entonación natural. 

Para Lugones, el ejercicio literario fue siempre la honesta y aplicada ejecución de una tarea precisa, el riguroso cumplimiento de un deber que excluía los adjetivos triviales, las imágenes previsibles y la construcción azarosa. Las ventajas de esa conducta son evidentes; su peligro es que el sistemático rechazo de lugares comunes conduzca a meras irregularidades que pueden ser oscuras o ineficaces. Lugones tuvo la vanidad de trabajar detenidamente su obra, línea por línea; un resultado de esta dedicación es el elevado número de páginas de índole antológica. 

Desdeñoso de lo español, el autor de La guerra gaucha, paradójicamente adoleció de dos supersticiones muy españolas: la creencia de que el escritor debe usar todas las palabras del diccionario, la creencia de que en cada palabra el significado es lo esencial y nada importan su connotación y su ambiente. Sin embargo en algunos poemas de tono criollo, empleó con delicadeza un vocabulario sencillo; esto prueba su sensibilidad y nos permite suponer que sus ocasionales fealdades eran audacias y respondían a la ambición de medirse con todas las palabras. Fatalmente muchas de aquellas novedades se han anticuado pero la obra, en conjunto, es una de las mayores aventuras del idioma español. El siglo XVII quiso innovar, regresando al latín; Lugones quiso incorporar a su idioma los ritmos, las metáforas, las libertades que el romanticismo y el simbolismo habían dado al francés. 

La literatura de América aún se nutre de la obra de este gran escritor; escribir bien es, para muchos, escribir a la manera de Lugones. Desde el ultraísmo hasta nuestro tiempo, su inevitable influjo perdura creciendo y transformándose. Tan general es ese influjo que para ser discípulo de Lugones, no es necesario haberlo leído. En La pipa de Kifde, Valle Inclán se advierte el Lunario sentimental; sin menoscabo de su originalidad, dos grandes poetas, Ramón López Velarde y Martínez Estrada, provienen de Lugones. 

Alcanzar en un medio indiferente una obra tan fértil y tan plena es una empresa heroica; su vida entera fue una laboriosa jornada, que desdeñó las recompensas, los aplausos y los honores y hasta la gloria que ahora lo sustenta y lo justifica. Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él y en esa soledad lo encontró la muerte.




En Leopoldo Lugones
En col. con Betina Edelberg (1955)
Foto Jorge Luis Borges y Betina Edelberg 
Biblioteca Nacional de Buenos Aires, 1957




26/7/15

Jorge Luis Borges: Visiones proféticas





Las cuatro bestias

En el año primero de Baltasar, rey de Babilonia, tuvo Daniel un sueño, y vio visiones de su espíritu mientras estaba en su lecho. En seguida escribió el sueño.
Vi irrumpir en el mar Grande los cuatro vientos del cielo y salir del mar cuatro bestias diferentes. La primera era como león con alas de águila. Le fueron arrancadas las alas y se puso sobre los pies a manera de hombre y le fue dado corazón de hombre. La segunda bestia, como un oso, tenía entre los dientes tres costillas; le dijeron: levántate y come mucha carne. La tercera, semejante a un leopardo, con cuatro alas de pájaro sobre el dorso, y cuatro cabezas; le fue dado dominio. La cuarta bestia era sobremanera fuerte, terrible, espantosa, con grandes dientes de hierro: devoraba y trituraba, y las sobras las machacaba con los pies. Era muy diferente de las anteriores y tenía diez cuernos, de entre los cuales salió otro pequeño, y le fueron arrancados tres de los primeros, y, el nuevo tenía ojos humanos y boca que hablaba con gran arrogancia.

El anciano y el juicio

Entonces fueron puestos tronos y se sentó un anciano de muchos días con vestimenta y cabellos como la nieve. Su trono llameaba y las ruedas eran de fuego ardiente. Un río de fuego salía de delante de él, y lo servían millares de millares y asistían millones de millones; el tribunal tomó asiento, y fueron abiertos los libros. Yo seguía mirando a la cuarta bestia, por la gran arrogancia con que seguía hablando su cuerno. La mataron y arrojaron su cadáver al fuego; a las otras tres se les quitó dominio pero se les prolongó la vida por cierto tiempo.

El hijo del hombre

Seguí mirando en mi visión nocturna y vi venir sobre las nubes a uno como hijo hombre, y se llegó hasta el anciano y fue presentado. Le fue dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, lenguas y naciones le sirvieron, y su dominio es dominio eterno, que no acabará, y su imperio es imperio que nunca desaparecerá.
Me turbé sobremanera; las visiones me desasosegaron. Fui hasta uno de los asistentes y le rogué que me dijera la verdad acerca de todo esto. Las cuatro bestias son cuatro reyes que se alzarán en la tierra. Después recibirán el reino de los santos del Altísimo y lo retendrán por los siglos de los siglos. Sentí curiosidad por saber más de la cuarta bestia. El cuerno hablador y arrogante hacía guerra a los santos y los vencía, hasta que el anciano hacía justicia y llegó el tiempo en que los santos se apoderaron del cielo.

El cuarto reino

Díjome así: La cuarta bestia es un cuarto reino sobre la tierra que se distinguirá de los otros y triturará la tierra. Los diez cuernos son diez reyes que en aquel reino se alzarán, y el último y nuevo diferirá de los primeros y derribará a tres. Hablará arrogantes palabras contra el Altísimo y quebrantará a sus santos y pretenderá mudar los tiempos y la Ley. Aquéllos serán entregados a su poder por un tiempo, tiempos y medio tiempo. Pero el tribunal le arrebatará el dominio y lo destruirá.

El carnero y el macho cabrío

En el año tercero del reino de Baltasar, tuve una visión y me pareció estar en Susa, capital de la provincia de Elam, cerca del río Ulai. Un carnero estaba delante del río y tenía dos cuernos muy altos, uno más que el otro. Arremetía hacia el poniente, el norte y el mediodía sin que ninguna bestia pudiese resistírsele ni librarse de él. Pere vino un macho cabrío sin tocar la tierra con los pies y un cuerno entre los ojos, y destruyó al carnero y se engrandeció, pero se le rompió el gran cuerno y en su lugar le salieron cuatro, uno hacia cada viento del cielo. De uno de los cuatro salió un cuerno pequeño que creció hacia el mediodía y el oriente y hacia la tierra gloriosa, y alcanzó el ejército de los cielos y echó a tierra las estrellas y las holló. Se irguió contra el príncipe del ejército y le quitó el sacrificio perpetuo y destruyó su santuario. Impíamente convocó ejércitos contra el sacrificio perpetuo, echó por tierra la verdad e hizo cuanto quiso. En esto un santo preguntó a otro: ¿Hasta cuándo va a durar esta visión de la supresión del sacrificio perpetuo, de la asoladora prevaricación y de la profanación del santuario? Le fue respondido: Hasta dos mil trescientas tardes y mañanas; después será purificado el gran santuario.
Entonces apareció ante mí uno como hombre en medio del Ulai que decía: Gabriel, explícale a éste la visión. Me dijo Gabriel: Atiende, hijo del hombre, que la visión es del fin de los tiempos. Caí sobre mi rostro, pero me levantó y agregó: Voy a enseñarte lo que sucederá al fin del tiempo de la ira.

La explicación

El carnero de dos cuerpos son los reyes de Media y Persia; el macho cabrío es el rey de Grecia, y el gran cuerno de entre sus ojos es el rey primero; los otros cuatro, cuatro reyes que se alzarán en la nación, pero de menos fuerza. Al final de cuyo dominio, cuando se completen las prevaricaciones, levantaráse un rey imprudente e intrigante; crecerá su poder, no por su propia fuerza, producirá grandes ruinas y tendrá éxitos: destruirá a los poderosos y al pueblo de los santos. Se llenará de arrogancia y hará perecer a muchos que vivían apaciblemente y se enfrentará al príncipe de los príncipes; pero será destruido sin que intervenga mano alguna. La visión de las tardes y mañanas es verdadera: guárdala en tu corazón, porque es para mucho tiempo.
Quedé quebrantado y asombrado por la visión, pero nadie la supo.

Las setenta semanas

El año primero de Darío, hijo de Asuero, de la nación de los medos, que vino a ser rey de los caldeos, yo estudiaba en los libros el número de los setenta años que había de cumplirse sobre las ruinas de Jerusalem, conforme lo dicho por Yahvé al profeta Jeremías. Volví mi rostro al Señor, buscándolo en oración y plegaria, ayuno, saco y cenizas, y oré a Yahvé e hice esta confesión:

Oración y confesión de Daniel

Señor que guardas la alianza con quienes te aman y cumplen tus mandamientos: hemos pecado, obrado iniquidad, perversidad y rebeldía, nos hemos apartado de tus mandamientos y juicios, hemos desoído a tus siervos los profetas. Tuya es la justicia y nuestra la vergüenza, hombres de Judá y moradores de Jerusalem, todos los de Israel, cercanos o dispersos. Nuestra vergüenza es con nuestros reyes, príncipes y padres, porque desobedecimos y nos rebelamos. Vino sobre nosotros la maldición y el juramento escrito en la Ley de Moisés; justo es Yahvé. Señor que nos sacaste de la tierra de Egipto, aparta tu ira de tu ciudad de Jesusalem, haz brillar tu faz sobre tu santuario devastado, mira nuestras ruinas. Por tu misericordia, Señor.

Gabriel trae la respuesta

Gabriel se me apareció como a la hora del sacrificio de la tarde. Me dijo: Setenta semanas están prefijadas sobre tu pueblo y tu ciudad santa para redimir de la prevaricación, cancelar el pecado, expiar la iniquidad, traer la justicia eterna, sellar la visión y la profecía, ungir el Santo de los santos. Desde el oráculo sobre el retorno y edificación de Jerusalem hasta un ungido príncipe habrá siete semanas, y en sesenta y dos semanas se reedificarán plaza y foso en la angustia de los tiempos. Después será muerto un ungido, sin que tenga culpa; destruirá la ciudad y el santuario el pueblo de un príncipe que ha de venir, cuyo fin será en una inundación; hasta el fin de la guerra están decretadas desolaciones. Afianzará la alianza para muchos durante una semana, y a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la oblación, y habrá en el santuario una abominación desoladora, hasta que la ruina decretada venga sobre el devastador.
Daniel, 7-9


Los comentaristas bíblicos sostienen que las cuatro fieras se corresponden con las diversas partes de la estatua vista por Nabucodonosor; que la cuarta es Siria, y, el cuerno blasfemador, Antíoco IV, gran perseguidor de los judíos. Los diez reyes son Alejandro Magno, Seleuco I Nicátor, Antíoco Soter, Antíoco II Calínico, Seleuco III, Cerauno, Antíoco III el Grande, Seleuco IV Filopátor, Heliodoro y Demetrio I Soter. Los desaparecidos, Seleuco IV (asesinado por Helidoro), Heliodoro y Demetrio I. El anciano es Dios, dispuesto a juzgar a los imperios orientales. El personaje semejante a un hijo de hombre es el Mesías: Jesucristo recuerda el pasaje en Mateo, 26, 64, ante el sumo sacerdote. Después se alude a la lucha de Alejandro con los persas, a la formación de su imperio y a la desmembración del mismo, tras la muerte del hijo de Filipo de Macedonia. La profecía de Daniel —las setenta semanas— se basa en la de Jeremías —setenta años— y se interpreta como «setenta semanas de años».



En Libro de sueños (1976)
Foto: Graziano Arici, 1983 (detalle) 
Official site


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