27/4/15

Jorge Luis Borges: El inmortal








Salomón dice:  No hay nada nuevo sobre la tierra . De modo que, así como Platón tenía imaginación, todo conocimiento no era más que recuerdo; Entonces Salomón pronunció su sentencia de que toda novedad no es más que olvido.
FRANCIS  BACON EnsayosLVIII
En Londres, a principios de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada del Papa . La princesa los adquirió; al recibirlos intercambió con él unas palabras. Era, nos dice, un hombre desgastado y terrenal, de ojos y barba grises, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en varios idiomas; en pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una enigmática combinación de español de Salónica y portugués de Macao. En octubre, la princesa supo por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, regresando a Esmirna, y que había sido enterrado en la isla de Ios. En el último volumen de la Ilíada encontró este manuscrito.
El original está escrito en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.

I
Que yo recuerde, mis obras comenzaron en un jardín de Hekatómpylos de Tebas, cuando Diocleciano era emperador. Había luchado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, fui tribuno de una legión que estaba acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumían a muchos hombres que codiciaban magnánimamente el acero. Los mauritanos fueron derrotados; la tierra anteriormente ocupada por las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutones; Alejandría, derrotada, imploró en vano la misericordia de César; Hace un año las legiones informaron del triunfo, pero apenas logré distinguir la faz de Marte. Esa privación me dolió y fue quizás la razón por la que me lancé a descubrir, a través de desiertos temibles y difusos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis obras comenzaron, ya lo he dicho, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, porque algo peleaba en mi corazón. Me levanté poco antes del amanecer; mis esclavos dormían, la luna tenía el mismo color que la arena infinita. Un jinete derrotado y ensangrentado llegó desde el este. A unos pasos de mí, montaba el caballo. Con voz débil e insaciable, me preguntó en latín el nombre del río que bañaba las murallas de la ciudad. Respondí que era Egipto, que alimenta las lluvias.  Otro es el río que persigo , respondió con tristeza,  el río secreto que purifica a los hombres de la muerte . Sangre oscura fluyó de su pecho. Me dijo que su tierra natal era una montaña que está al otro lado del Ganges y que en esa montaña era famoso que si alguien caminaba hacia el oeste, donde termina el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Añadió que en el margen más alejado se levanta la Ciudad de los Inmortales, rica en bastiones, anfiteatros y templos. Antes del amanecer murió, pero decidí descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien se acordó de la llanura elísea, en el fin de la tierra, donde perdura la vida de los hombres; Alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos habitantes viven desde hace un siglo. En Roma hablé con filósofos que sentían que prolongar la vida de los hombres significaba prolongar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. No sé si alguna vez creí en la Ciudad de los Inmortales: creo que entonces me bastó con la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me dio doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que decían conocer los caminos y que eran los primeros en desertar.
Los acontecimientos posteriores han distorsionado el recuerdo de nuestros primeros días hasta el punto de hacerlo inextricable. Dejamos Arsinoe y nos adentramos en el desierto abrasador. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del oficio de la palabra; el de los garamantas, que tienen mujeres en común y se alimentan de leones; el de las águilas, que sólo adoran al Tártaro. Nos cansamos de otros desiertos, donde la arena es negra; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, porque el fervor del día es intolerable. Desde lejos vi la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece la euforbia, que anula los venenos; en la cima habitan los sátiros, una nación de hombres salvajes y rústicos, inclinados a la lujuria. Que aquellas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, nos parecía a todos inconcebible. Continuamos la marcha, porque hubiera sido una afrenta regresar.  Algunos temerarios dormían con el rostro expuesto a la luna; la fiebre los quemó; en el agua depravada de los aljibes otros bebieron locura y muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los disturbios. Para reprimirlos, no dudé en ejercer severidad. Procedí correctamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ansiosos por vengar la crucifixión de uno de ellos) estaban tramando mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. 
Una flecha cretense me laceró. Vagué varios días sin encontrar agua, o un solo día enorme multiplicado por el sol, por la sed y por el miedo a la sed. Dejé el camino a la voluntad de mi caballo. Al amanecer, la distancia se erizó de pirámides y torres. Insoportablemente soñé con un laberinto estrecho y claro: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaron, mis ojos lo vieron, pero las curvas eran tan intrincadas y desconcertantes que supe que iba a morir antes de alcanzarlo.
II
Cuando finalmente me desenredé de esa pesadilla, me encontré tendido y esposado en un nicho de piedra alargado, no más grande que una fosa común, excavado superficialmente en la ácida ladera de una montaña. Los costados estaban húmedos, más pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí un doloroso latido en el pecho, sentí que ardía de sed. Me incliné y grité débilmente. Al pie de la montaña, un arroyo impuro, obstruido por escombros y arena, se extendía silenciosamente; en la orilla opuesta brillaba (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: los cimientos eran una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, similares al mío, surcaban la montaña y el valle. Había pozos poco profundos en la arena; de esos diminutos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, con barbas negligentes, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían al linaje bestial de los trogloditas, que infestan las costas del Golfo Arábigo y las cuevas de Etiopía; No me sorprendió que no hablaran y que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me volvió imprudente. Calculé que estaba a unos diez metros de la arena; Me lancé, con los ojos cerrados y las manos atadas a la espalda, montaña abajo. Hundí mi cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como beben los animales. Antes de perderme de nuevo en el sueño y el delirio, repetí inexplicablemente algunas palabras griegas:  los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra de Esopo ...
No sé cuántos días y noches me pasaron por encima. Doloroso, incapaz de recuperar el amparo de las cuevas, desnudo en la arena desconocida, dejé que la luna y el sol jugaran con mi miserable destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir ni a morir. En vano les rogué que me mataran. Un día, con el filo de un pedernal me rompí las ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar –yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma– mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia por ver a los Inmortales, por tocar la Ciudad sobrehumana, casi me impedía dormir. Como si hubieran penetrado en mi propósito, los trogloditas tampoco durmieron: al principio intuí que me observaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como se pueden contagiar los perros. Para alejarme del pueblo bárbaro elegí la hora más pública, el ocaso de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran al oeste, sin verlo. Recé en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Crucé el arroyo que obstruían las dunas y me dirigí hacia la Ciudad. Confusamente, dos o tres hombres me siguieron. Eran (como los demás de ese linaje) de estatura disminuida; no inspiraban miedo, sino repulsión. Tuve que rodear algunas oquedades irregulares que parecían canteras; eclipsada por la grandeza de la ciudad, la había pensado cerca. Hacia la medianoche, di un paso, erizado de formas idólatras sobre la arena amarilla, la sombra negra de sus paredes. Una especie de santo horror me detuvo. Tan abominables para el hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el final. Cerré los ojos y esperé (sin dormir) a que amaneciera el día.
He dicho que la Ciudad fue fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta con forma de acantilado no era menos ardua que las paredes. En vano cansé mis pasos: los cimientos negros no descubrían la menor irregularidad, las invariables paredes no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día me hizo refugiarme en una cueva; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se sumergía en la oscuridad de abajo. Yo baje; A través de un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en ese sótano; ocho conducían a un laberinto que conducía falsamente a la misma cámara; el noveno (a través de otro laberinto) conducía a una segunda cámara circular, igual que la primera. Ignoro el número total de cámaras; mi desgracia y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; no había otro ruido en aquellas profundas redes de piedras que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; Hilos de agua oxidada se perdían silenciosamente entre las grietas. Horriblemente me acostumbré a ese mundo dudoso; Me pareció increíble que pudiera haber algo más que sótanos provistos de nueve puertas y largos sótanos que se bifurcan. No sé el tiempo que tuve que caminar bajo tierra; Sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los cúmulos.
Al final de un pasillo, una pared inesperada me cerró el paso, una luz remota cayó sobre mí. Levanté mis ojos nublados: en lo vertiginoso, en lo muy alto, vi un círculo de cielo tan azul que hubiera creído que era violeta. Unos escalones de metal subían por la pared. El cansancio me relajaba, pero subí, deteniéndome de vez en cuando para sollozar torpemente de felicidad. Vi capiteles y astrágalos, frontones y bóvedas triangulares, pompas confusas de granito y mármol. Así estaba destinado a ascender desde la región ciega de negros laberintos entrelazados hasta la Ciudad resplandeciente.
Salí a una especie de plaza; mejor dicho, desde el patio. Estaba rodeado por un único edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las distintas cúpulas y columnas. Más que cualquier otra característica de ese increíble monumento, me quedé suspendido por la antigüedad de su fábrica. Sentí que estaba ante los hombres, ante la tierra. Aquella notoria antigüedad (aunque algo terrible para la vista) me pareció adecuada para el trabajo de trabajadores inmortales. Con cautela al principio, con indiferencia después, con desesperación al final, deambulé por las escaleras y aceras del inextricable palacio. (Más tarde descubrí que la longitud y la altura de los escalones eran inconstantes, hecho que me hizo comprender el singular cansancio que me inculcaban).  Este palacio es la fábrica de los dioses , pensé al principio. Exploré los recintos deshabitados y corregí:  Los dioses que lo construyeron han muerto . Noté sus peculiaridades y dije:  Los dioses que lo construyeron estaban locos . Lo dije, bien lo sé, con una reprobación incomprensible que era casi remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se sumaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente sin sentido. Había atravesado un laberinto, pero la clara Ciudad de los Inmortales me asustaba y me daba asco. Un laberinto es una casa construida para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que exploré imperfectamente, la arquitectura era infinita. Abundaban el pasillo sin salida, la ventana alta e inalcanzable, la voluminosa puerta que daba a una celda o a un pozo, la increíble escalera invertida, con los escalones y la balaustrada bajados. Otros, atados aéreamente al costado de un muro monumental, murieron sin llegar a ninguna parte, después de dos o tres vueltas, en la oscuridad superior de las cúpulas. No sé si todos los ejemplos que enumeré son literales; Sé que durante muchos años han perseguido mis pesadillas; Ya no puedo saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de los modos que han perturbado mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y permanencia, aunque esté en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el futuro y de alguna manera compromete las estrellas. Mientras dure, nadie en el mundo podrá ser valiente ni feliz. No quiero describirlo; un caos de palabras heterogéneas, el cuerpo de un tigre o de un toro, en el que han pululado monstruosamente dientes, órganos y cabezas, conjugados y odiándose, pueden (quizás) ser imágenes aproximadas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los hipogeos polvorientos y húmedos. Sólo sé que no me abandonó el miedo de que, al salir del último laberinto, volvería a estar rodeado por la infame Ciudad de los Inmortales. No puedo recordar nada más. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; tal vez las circunstancias de mi fuga fueron tan ingratas que, algún día no menos olvidado, juré olvidarlas.
III
Quienes hayan leído atentamente el relato de mis trabajos recordarán que un hombre de la tribu me siguió como me seguiría un perro, incluso hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la cueva. Estaba tendido en la arena, donde torpemente dibujó y borró una hilera de signos, que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio pensé que era una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a escribir. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo que excluía o eliminaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre los dibujó, los miró y los corrigió. De repente, como si el juego le molestara, los borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande fue el alivio que me inundó (tan grande y terrible fue mi soledad) que dice pensar que aquel rudimentario troglodita, que me miraba desde el suelo de la cueva, me había estado esperando. El sol calentaba la llanura; Cuando emprendimos el regreso al pueblo, bajo las primeras estrellas, la arena estaba caliente bajo nuestros pies. El troglodita me precedió; Esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y tal vez a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (pensé) son capaces de lo primero; muchos pájaros, como el ruiseñor de los Césares, de los últimos. Por muy tosca que fuera la comprensión de un hombre, siempre sería superior a la de lo irracional.
La humildad y la miseria del troglodita me trajeron a la mente la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea , así que lo llamé Argos y traté de enseñarle. Fallé y volví a fallar. Las arbitrariedades, el rigor y la obstinación fueron en vano. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que intentaba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Tumbado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejó que el cielo girara sobre él, desde el crepúsculo del día hasta el crepúsculo de la noche. Consideré imposible que no se hubiera dado cuenta de mi propósito. Recordé que entre los etíopes corre el rumor de que los monos deliberadamente no hablan para no obligarlos a trabajar, y atribuí el silencio de Argos a la sospecha o al miedo. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos en universos diferentes; Pensé que nuestras percepciones eran las mismas, pero que Argos las combinaba de diferente manera y construía otros objetos con ellas; Pensé que tal vez no había para él objetos, sino un juego vertiginoso y continuo de impresiones muy breves. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; Consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de epítetos indeclinables. Así pasaron los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad pasó una mañana. Llovió, con fuerza y ​​lentamente.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero eso había sido un incendio. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas había devuelto un pez dorado) venía a rescatarme; sobre la arena roja y la piedra negra pude oírlo acercarse; Me despertaron el frescor del aire y el ajetreado murmullo de la lluvia. Corrí desnudo a recibirla. La noche iba decayendo; Bajo las nubes amarillas la tribu, no menos feliz que yo, se ofrecía a las intensas lluvias en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes poseen la divinidad. Argos, con los ojos fijos en la esfera, gimió; torrentes rodaron por su rostro; no sólo de agua, sino (después me enteré) de lágrimas. Argos , le grité, Argos .
Entonces, con suave admiración, como si hubiera descubierto algo perdido y olvidado hacía mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras:  Argos, perro de Ulises . Y luego, también sin mirarme:  Este perro tirado en el estiércol .
Aceptamos fácilmente la realidad, tal vez porque sentimos que nada es real. Le pregunté qué sabía sobre la Odisea . La práctica del griego le resultaba dolorosa; Tuve que repetir la pregunta.
Muy poco , dijo.  Menos de lo que habla de los más pobres. Han pasado mil cien años desde que lo inventé .
IV
Todo me fue explicado ese día. Los trogloditas eran los Inmortales; el arroyo de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había extendido hasta el Ganges, habrían transcurrido nueve siglos desde que los Inmortales la devastaron. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la ciudad abandonada que visité: una especie de parodia o al revés y también un templo de los dioses irracionales que gobiernan el mundo y de los que no sabemos nada, excepto que no te parezcas al hombre. Esa base fue el último símbolo al que los Inmortales condescendieron; marca una etapa en la que, juzgando que toda empresa es vana, decidieron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Construyeron la fábrica, se olvidaron de ella y se fueron a vivir a las cuevas. Absortos, apenas percibían el mundo físico.
Esas cosas a las que se refería Homero, como alguien hablando con un niño. Me habló también de su vejez y del último viaje que emprendió, impulsado, como Ulises, por el propósito de alcanzar a hombres que no saben lo que es el mar, ni comen carne sazonada con sal, ni sospechan lo que es un remo. Vivió durante un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando fue derribado, aconsejó la fundación del otro. Esto no debería sorprendernos; es famoso que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creó el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es una tontería; excepto el hombre, todas las criaturas lo son, porque ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, a pesar de las religiones, esa convicción es muy rara. Israelíes, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que rinden al primer siglo demuestra que sólo creen en él, ya que asignan a todos los demás, en número infinito, para recompensarlo o castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el todo... Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de los hombres inmortales había alcanzado la perfección de tolerancia y casi de desprecio Sabía que en un período de tiempo infinito todas las cosas le suceden a cada hombre. Por sus virtudes pasadas o futuras, cada hombre es acreedor de todo bien, pero también de toda traición, por su infamia pasada o futura. Así como en los juegos de azar los números pares y los impares tienden a equilibrarse, así también el ingenio y la estupidez se anulan y corrigen, y quizás el poema rústico del Cid sea el contrapeso que requiere un solo epíteto de las Églogas o una frase de Heráclito. . El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes hicieron el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pasados... Vistos así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales ni intelectuales. Homero compuso la Odisea ; Postulado un período infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, ni siquiera una vez, la Odisea . Nadie es alguien, un hombre inmortal son todos los hombres. Como Cornelio Agripa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy diablo y soy mundo, lo cual es una manera fastidiosa de decir que no lo soy.
El concepto del mundo como un sistema de compensaciones precisas influyó mucho en los Inmortales. Primero, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que fragmentaban los campos del otro lado; un hombre cayó al abismo, no podía hacerse daño ni morir, pero ardía de sed; Pasaron setenta años antes de que le echaran una cuerda. Tampoco estaba interesado en su propio destino. El cuerpo era un animal doméstico sumiso y, cada mes, le bastaba la limosna de unas horas de sueño, un poco de agua y un trozo de carne. Que nadie quiera reducirnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregamos. A veces, un estímulo extraordinario nos devolvería al mundo físico. Por ejemplo, esa mañana, el viejo elemental disfrutó de la lluvia. Esos lapsos fueron muy raros; todos los Inmortales eran capaces de una perfecta quietud; Recuerdo a alguien a quien nunca había visto de pie: un pájaro anidado en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay una cosa que no sea compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos llevó, a finales o principios del  siglo X , a dispersarnos por la faz del mundo. tierra. Cabe en estas palabras:  Hay un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas lo aniquilarán . El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorre el mundo acabará, un día, bebiendo de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) vuelve a los hombres preciosos y patéticos. Estos se mueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecuten puede ser el último; no hay rostro que no esté a punto de desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo accidental. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que lo precedieron en el pasado, sin comienzo visible, ni el fiel augurio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el punto de vértigo. No hay nada que no esté como perdido entre espejos incansables. Nada puede suceder una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo sepulcral, lo ceremonial, no se aplican a los Inmortales. Homero y yo nos despedimos a las puertas de Tánger; No creo que nos hayamos despedido.
v
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 luché en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que pronto encontró su suerte, o en las de aquel desafortunado Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. . En el siglo VII de la Hégira, en el suburbio de Bulaq, transcribí con una caligrafía lenta, en una lengua que he olvidado, en un alfabeto que no conozco, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la prisión de Samarcanda jugué mucho al ajedrez. En Bikanir he practicado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y luego en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada del Papa ; Sé que los frecuentaba con deleite. Hacia 1729 hablé del origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; Sus razones me parecieron irrefutables. El 4 de octubre de 1921, el  Patna , que me llevaba a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa de Eritrea [1] . Yo baje; Recordé otras mañanas muy viejas, también frente al Mar Rojo, cuando era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un chorro de agua clara; Lo probé por costumbre. Mientras subía a la orilla, un espino me laceró el dorso de la mano. El dolor inusual me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. Nuevamente soy mortal, me repetí, nuevamente me parezco a todos los hombres. Esa noche dormí hasta el amanecer.
... He revisado, después de un año, estas páginas. Sé que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, e incluso en ciertos párrafos de los demás, creo percibir algo falso. Esto es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí de los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria... Creo, sin embargo, que , que he descubierto una razón más íntima. Lo escribiré; No me importa si piensan que soy fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque mezcla los acontecimientos de dos hombres diferentes . En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que anteriormente dio a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es Egipto; ninguna de estas locuciones le conviene, pero Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada , de Hekatómpylos de Tebas, y en la Odisea , por boca de Proteo y Ulises, dice invariablemente Egipto junto al Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia algunas palabras en griego; esas palabras son homéricas y se encuentran al final del famoso catálogo de barcos. Después, en el vertiginoso palacio, habla de "un reproche que fue casi remordimiento"; esas palabras corresponden a Homero, quien había proyectado aquel horror. Esas anomalías me perturbaban; otros, de carácter estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo los incluye; allí está escrito que luché en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa del Papa . Dice,  entre otras cosas : "En Bikanir he practicado la astrología y también en Bohemia". Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de que se hayan destacado. El primero de todos parece propio de un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no presta atención a la guerra sino al destino de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; Lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dijo el romano Flaminio Rufo. Lo son, dicho por Homero; es raro que copiara, en el siglo XIII, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubriera, después de muchos siglos, en un reino boreal y una lengua bárbara, las formas de su Ilíada . En cuanto a la frase que recoge el nombre de Bikanir, se ve que ha sido elaborada por un hombre de letras, deseoso (como el autor del catálogo de barcos) de desplegar palabras espléndidas [2] .
Cuando se acerca el final, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido a quienes un día me representaron con quienes fueron símbolos de la suerte de quienes me acompañaron durante tantos siglos. Yo he sido Homero; pronto seré Nadie, como Ulises; pronto lo seré todo: estaré muerto.

Postfecha de 1950 . Entre los comentarios que ha suscitado la publicación anterior, el más curioso, por no ser el más urbano, es el que se titula bíblicamente  Un abrigo de muchos colores  (Manchester, 1948) y es obra de la tenaz pluma del doctor Nahum Cordovero. Cubre alrededor de cien páginas. Habla de los centones griegos, los bajos centones latinos, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con fragmentos de Séneca, del  Virgilius evangelizans  de Alexander Ross , de los artificios de George Moore y Eliot y, finalmente, de "la narrativa atribuida al anticuario José Cartaphilus». Denuncia, en el primer capítulo, las breves interpolaciones de Plinio ( Historia naturalisV , 8); en el segundo, por Thomas de Quincey ( EscritosIII , 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw ( Volver a MatusalénV ). De estas intrusiones o robos se deduce que todo el documento es apócrifo.
En mi opinión, la conclusión es inadmisible.  Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus,  ya no hay imágenes de la memoria; sólo quedan palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las  horas y siglos.
A Cecilia Ingenieros




Notas [1] Hay una tachadura en el manuscrito: quizás se haya borrado el nombre del puerto. [2] Ernesto Sábato sugiere que el "Giambattista" que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; Ese italiano sostenía que Homero es un personaje simbólico, como Plutón o Aquiles. Primera edición: Annales de Buenos Aires , 1947 Luego incluida en El Aleph (1949) Post propuesto por Francisco Alvez Francese [FB] Foto: Borges, Perú 1978 (Archivo Histórico de El Comercio)

  

 












26/4/15

Jorge Luis Borges: Nazismo








Yo abomino, precisamente, de Hitler porque no comparte mi fe en el pueblo alemán; porque juzga que para desquitarse de 1918, no hay otra pedagogía que la barbarie, ni mejor estímulo que los campos de concentración. Bernard Shaw, en ese punto, coincide con el melancólico Führer y piensa que sólo un incesante régimen de marchas, contramarchas y saludos a la bandera puede convertir a los plácidos alemanes en guerreros pasables…
Si yo tuviera el trágico honor de ser alemán, no me resignaría a sacrificar a la mera eficacia militar la inteligencia y la probidad de mi patria; si el de ser inglés o francés, agradecería la coincidencia perfecta de la causa particular de mi patria con la causa total de la humanidad.
Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Überinenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía.
Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles.

Ensayo de imparcialidad, 1939


Mentalmente, el nazismo no es otra cosa que la exacerbación de un prejuicio del que adolecen todos los hombres: la certidumbre de la superioridad de su patria, de su idioma, de su religión, de su sangre. Dilatada por la retórica, agravada por el fervor o disimulada por la ironía, esa convicción candorosa es uno de los temas tradicionales de la literatura. No menos candoroso que ese tema sería cualquier propósito de abolirlo. No hay, sin embargo, que olvidar que una secta perversa ha contaminado esas antiguas e inocentes ternuras y que frecuentarlas, ahora, es consentir (o proponer) una complicidad. Carezco de toda vocación de heroísmo, de toda facultad política, pero desde 1939 he procurado no escribir una línea que permita esa confusión. Mi vida de hombre es una imperdonable serie de mezquindades; yo quiero que mi vida de escritor sea un poco más digna.

El Gran Premio de Honor, 1945







En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Primeras Publicaciones:
Ensayo de imparcialidad, en Sur, núm. 61, octubre, 1939
El Gran Premio de Honor, en Sur, núm. 129, julio, 1945
Foto Archivo Diario Clarín vía
Portada del libro Borges A/Z
Col. La Biblioteca de Babel






25/4/15

Borges profesor. Clase 6:
Orígenes de la poesía en Inglaterra
Las elegías anglosajonas
Poesía cristiana: «La Visión de la Cruz»







La historia de los orígenes de la poesía de Inglaterra es asaz misteriosa. Como sabemos, lo único que queda de lo que se compuso en Inglaterra desde el siglo V, digamos del año 449, hasta poco después de la conquista normanda en el año 1066 es, fuera de las leyes y de la prosa, lo que se ha conservado en cuatro códices o libros de manuscritos, casuales.98 Estos códices presuponen, desde luego, una literatura anterior bastante rica. Los textos más antiguos son quizás algunos exorcismos, remedios para curar dolores reumáticos, para procurar fertilidad a las tierras yermas. Hay uno contra un enjambre de abejas.99 En ese aspecto hay algún reflejo de la antigua mitología sajona, hoy perdida, y que sólo podemos adivinar por su afinidad con la mitología escandinava, que se ha conservado. Por ejemplo, en un exorcismo contra los dolores reumáticos aparecen inesperadamente, sin que se las nombre, las valquirias.100 Los versos dicen así: «Eran sonoras o... resonantes, sí, resonantes, cuando cabalgaban sobre la colina. Eran resueltas, cuando cabalgaban sobre la tierra. Poderosas mujeres...». Y después esto se pierde y al final del exorcismo hay una invocación cristiana, porque el hechicero, el curandero, el brujo, dice: «Yo te ayudaré», y luego dice: «Si Dios lo quiere». Esto es un verso cristiano, evidentemente posterior. Y luego en otro verso, en otra estrofa, se dice que ese dolor se curará si es obra de las hechiceras, si es obra de los dioses, «esa geweorc»— «Ese» eran los dioses escandinavos—101 si es obra de los elfos...
Ahora bien, hasta ahora hemos visto la tradición épica desde el Beowulf, el «Fragmento heroico de Finnsburh», hasta su última aparición en la «Balada de Maldon», balada que prefigura, por su abundancia en detalles circunstanciales, las ulteriores sagas o narraciones en prosa islandesas. Pero en el siglo IX ocurre una revolución. Ni siquiera sabemos si quienes la hicieron fueron conscientes de ella. Ni siquiera sabemos si las piezas que se han conservado fueron las primeras. Pero ocurre algo muy importante, quizá lo más importante que puede ocurrir en la poesía: el hallazgo de una entonación nueva. Los periodistas, muchas veces, para hablar de un poeta nuevo, dicen «una voz nueva». Pero aquí la frase tendría directamente ese sentido: hay una voz nueva, una entonación nueva, un nuevo empleo del lenguaje. Y esto tiene que haber sido bastante difícil, ya que el lenguaje anglosajón, el inglés antiguo, estaba por su misma aspereza predestinado a la épica, es decir a la celebración del coraje y de la lealtad. Por eso, en las piezas épicas que hemos visto, lo que les sale especialmente bien a los poetas es la descripción de batallas. Es como si oyéramos el ruido de las espadas, el golpe de las lanzas sobre los escudos, el tumulto de los gritos de la batalla. Y en el siglo IX aparecen lo que se ha dado en llamar las «elegías anglosajonas». Esta poesía no es la poesía de la batalla. Se trata de poemas personales. Más aún, de poemas solitarios, de poemas de hombres que dicen su soledad y su melancolía. Y esto es algo del todo nuevo en el siglo IX, en que la poesía era genérica, en que el poeta cantaba las victorias o las derrotas de su clan, de su rey. En cambio, aquí el poeta ya habla personalmente, se anticipa al movimiento romántico, el movimiento que estudiaremos al ver la poesía inglesa del siglo XVIII. Yo he conjeturado —ésta es una conjetura personal mía, no se encuentra en ningún libro, que yo sepa— que esta poesía melancólica y personal puede deberse a la procedencia celta, puede ser de origen celta. Me parece inverosímil, si pensamos bien, suponer, como se dice comúnmente, que los sajones, los anglos y los jutos, al invadir Inglaterra, pasaron a cuchillo a toda la población. Es más natural suponer que guardaron a los hombres como esclavos y a las mujeres como concubinas suyas. No tendría objeto alguno matar a toda la población. Además, esto se comprueba actualmente en Inglaterra: el tipo de germánico, propiamente, digamos de linaje de gente alta, rubia o rojiza, corresponde a los condados del norte y Escocia. En cambio, en el sur y hacia el oeste, donde se refugiaron los habitantes primitivos, abunda gente de estatura mediana y de pelo castaño. En Gales abunda gente de pelo negro. En el norte, en las tierras altas, las Highlands de Escocia, también. Además, sin duda, hay mucha gente rubia en Inglaterra que no es de origen sajón sino escandinavo. Esto se observa en Northumberland, Yorkshire y en las tierras bajas de Escocia. Y esta mezcla de sajones, escandinavos, con celtas, puede haber producido —aquí estamos en lo conjetural, naturalmente— las llamadas «elegías anglosajonas». En la clase anterior dije que se llamaban elegías por su tono melancólico, ya que no son elegías en el sentido de que en ellas se llora la muerte de un individuo. En la clase anterior vimos el principio de una de las elegías más famosas, «The Seafarer», «El navegante», que empieza por una declaración personal. El poeta dice que cantará una canción verdadera sobre sí mismo y que referirá sus viajes. Luego viene una enumeración de los rigores de la vida del navegante. Se habla de las tempestades, de la guardia de noche en el barco. Se habla del frío, del barco que golpea contra los acantilados. Aquí está el tema del mar, que es uno de los temas eternos, de las constantes, de la poesía de Inglaterra. Y hay imágenes extrañas. Pero no extrañas en la manera en que lo son las kennings, que tienen algo de fabricado. Llamar por ejemplo «remo de la boca» a la lengua no es una metáfora natural en el sentido de que haya una afinidad profunda entre dos cosas. Se ve ahí al hombre de letras sajón, escandinavo, que está buscando una metáfora nueva. En cambio, aquí tenemos versos como «norþan sniwde», «nevó desde el norte»; y luego «hægl feol on eorþan», el granizo cayó sobre la tierra; «corna caldast», la más fría de las simientes, de las semillas. Y parece raro comparar el hielo, la nieve, el granizo —en suma: el frío, la muerte—, con la semilla, que significa la vida. Y al leer esto sentimos que el poeta no ha buscado, a la manera de los literatos, un contraste. Que ha visto el granizo y, al verlo caer, ha pensado en la caída de la semilla.
Durante la primera parte del poema el poeta, que es un navegante, habla de los rigores del mar. Habla del frío, del invierno, de las tempestades, de los azares de la vida del marinero. Y esos azares serían tremendos entonces en los tremendos mares del Norte, en embarcaciones frágiles y pequeñas. Y luego él dice que poco pueden saber de estos rigores los que gozan del placer de la vida en las ciudades, en las modestas ciudades de entonces. Habla del verano; el verano era la época elegida para navegar, en otras épocas el hielo de los témpanos obstruía los mares. Y entonces él dice: «Cantó el guardián del verano... —creo que es el cuclillo— ...anunciando amargos pesares»: «singeð sumeres weard, sorge beodeð / bitter in breosthord», «al tesoro del pecho», es decir, al corazón. Pero esta kenning aquí, «tesoro del pecho», era evidentemente ya una frase conocida cuando la usaba el poeta. Decir «tesoro del pecho» era como decir «corazón».
Habla de las tempestades, y cuando creemos que este poema se refiere simplemente a los rigores, hay una sorpresa, porque el poeta no sólo habla de los rigores sino —este tema lo encontraremos luego en Swinburne,102 en Kipling103 y otros— que habla también de la fascinación que el mar ejerce sobre él. Y éste es un tema específicamente inglés. Y es natural que sea así, ya que Inglaterra —tan importante en la historia del mundo es— si la vemos en un globo terráqueo, una pequeña isla desgarrada en los confines occidentales y septentrionales de Europa.
Quiero decir que si a una persona ignorante en historia le fuera mostrado el globo terráqueo, esta persona no pensaría nunca que esa breve isla desgarrada por el mar, esa breve isla en la cual entra el mar, llegaría a ser el centro de un imperio. Y sin embargo, así ocurrió. Hay una frase inglesa análoga también, «run away to sea», que corresponde al destino de aquellos que huyen de su familia, que deben aventurarse en los azarosos mares del Norte. Y después vienen unos versos que son del todo un asombro para el lector. Habla de aquellos que sienten la vocación del mar. Habla de un hombre que es navegante por naturaleza. Y esos versos dicen: «No tiene ánimo para el arpa, ni para la distribución de anillos —recordemos que los reyes distribuían anillos en sus salas—, ni para el goce de la mujer, ni para la grandeza del mundo. Sólo busca las altas corrientes saladas». Y luego, ambos sentimientos adversos conviven en la elegía del navegante: los peligros, las tempestades y la atracción del mar.
Ahora, hay quienes han interpretado todo este poema como alegórico. Se dice que el mar significa la vida; las tempestades, los rigores de la vida y la atracción del mar, las atracciones de la vida. Pero no debemos olvidar que la gente en la Edad Media poseía la capacidad de leer un poema en dos planos distintos. Es decir, quienes leían ese poema pensaban en el mar, en el navegante, y pensaban asimismo en que el mar puede ser una alegoría o un símbolo de la vida. Y hay un texto muy posterior, un texto que se escribe muchos siglos después, pero que es un texto medieval también, la epístola de Dante al Can Grande de la Scala,104 en la cual le dice que su poema, que es el poema máximo de todas las literaturas, la Divina Comedia, fue escrita por él para ser leída de cuatro modos distintos. Podría ser leída como una descripción de la vida del pecador, del penitente, del bienaventurado, del justo y más: como una descripción del infierno, del purgatorio y del cielo. Y más adelante leeremos un poema de Langland105 que ha causado no poca perplejidad a los lectores actuales, porque lo leen como si fuera sucesivo. Y según parece, se trata de una serie de visiones. Esas visiones vienen a ser facetas de una misma cosa. Y en nuestro tiempo tenemos a poetas como George106 o Pound, que quieren que sus poemas no sean leídos —salvo que esto es muy difícil de honrar en nuestra era— sucesivamente, sino que piden paciencia al lector y que los lean como diversas facetas de un mismo objeto poético. Parece que en la Edad Media esta capacidad que hemos perdido o que casi hemos perdido ahora, era más fácil. Ante un texto, los lectores o los oyentes sentían que podían interpretarlo de diversos modos. Ya adelantándonos a lo que vendrá mucho después, podemos decir que los cuentos policiales de Chesterton están hechos para ser leídos como cuentos fantásticos, como parábolas también. Y el hecho es que esto ocurre en la elegía del navegante. Y al final de la elegía, el poema es ya estrictamente, explícitamente simbólico. Y sin duda que esto no ofrecía dificultad alguna en el siglo IX. No hay que suponer que nosotros somos necesariamente más complejos que los hombres de la Edad Media, hombres versados en teología y en las sutilezas teológicas. Sin duda hemos ganado mucho, pero es posible que hayamos perdido algo.
Esta es una de las elegías. Tenemos otra de las elegías, que es la elegía del «Wanderer», «Elegía del hombre errante».107 Aquí el tema es el tema que tuvo ciertamente su importancia social en la Edad Media, la del hombre que ha perdido en una batalla a su protector, su señor, y está buscando otro. El hombre se ha quedado fuera de la sociedad. Esto es muy importante en una sociedad de estratos como la de la Edad Media. El hombre que perdía a su protector quedaba solo y es natural que se lamentara de su suerte. El poema empieza hablando del hombre solitario, del hombre que busca la protección del señor y que tiene «como compañero al pesar y al anhelo», al destierro «frío como el invierno». «El destino ha sido cumplido», dice luego. Aquí también podemos pensar en el contexto general de la vida, pero también en el caso particular del hombre que no encuentra apoyo alguno. Dice que sus amigos han muerto en las batallas, que su señor ha muerto, que él está solo. Esta es otra elegía famosa.
Y luego tenemos una que se titula «La ruina»,108 y que ha sido situada en la ciudad de Bath, porque en Bath quedan todavía los restos, que yo he visto, de grandes baños termales romanos.109Y las construcciones mismas tienen que haber parecido prodigiosas a los pobres sajones, que al principio sólo podían edificar habitaciones de madera. Ya dije que las ciudades y las carreteras romanas eran como instrumentos demasiado complejos para aquellos invasores que llegaban de Dinamarca, de los Países Bajos, de la desembocadura del Rhin, y para los cuales una ciudad, una calle, una calle donde había casas que estaban unas al lado de las otras, tenía algo de misterioso y de incomprensible. Ese poema comienza diciendo: «Maravillosa, prodigiosa, es la piedra labrada de este muro, destrozada por el destino», «wyrde gebræcon». Después habla de cómo toda la ciudad ha sido destrozada, y habla después del agua que surge de las fuentes termales, y el poeta imagina qué fiestas habrá habido en estas calles y se pregunta: «¿Dónde está el caballo? ¿Dónde está el jinete? ¿Dónde los distribuidores de oro?» —los reyes—. Y se los imagina con armaduras brillantes, se los imagina ebrios de vino, resplandecientes de oro, soberbios, y se pregunta qué ha ocurrido con esas generaciones. Y luego ve los muros destrozados, el viento que atraviesa las habitaciones. De los adornos poco queda. Ve muros en los que hay serpientes grabadas, y todo esto lo llena de melancolía.110 Ya que he usado la palabra «melancolía», querría recordar que es muy curioso el destino de esa palabra. «Melancolía» quiere decir «humor negro», y actualmente la palabra «melancolía» es más bien una palabra triste para nosotros. Y antes significó «humor» del cuerpo, cuya predominancia correspondía a un temperamento melancólico precisamente.
Ahora, nosotros no sabremos nunca si aquellos poetas de Inglaterra, de posible sangre céltica, se dieron cuenta de lo extraordinario, de lo revolucionario que era lo que estaban haciendo. Es muy posible que no. No creo que en aquella época hubiera escuelas literarias. Creo que escribieron esos versos porque los sentían, que no sabían lo extraordinario de lo que estaban haciendo: cómo estaban obligando a un idioma de hierro, a un idioma épico, a decir algo para lo cual ese idioma no había sido forjado, a expresar tristezas y soledades personales. Y sin embargo lo hicieron.
Tenemos también un poema quizás algo anterior que se llama «Lamento de Deor».111 De Deor sólo sabemos que fue poeta de una corte de Alemania, la de Prusia, que perdió el favor de su rey y que fue suplantado por otro cantor. El rey le quitó las tierras que le había dado. Deor se encontró solo y luego fue imaginado como personaje dramático por otro poeta de Inglaterra cuyo nombre se ha perdido. Y Deor en el poema se consuela pensando en desdichas pasadas. Piensa en Welund, que se llamaba Völund en la poesía escandinava y Wieland en Alemania, y que era un guerrero. Y este guerrero fue tomado prisionero —una especie de Dédalo septentrional es lo que es—, y él fabrica alas con las plumas de sus cisnes y huye volando de su encierro, como Dédalo, y antes se venga ultrajando a la hija del rey. El poema empieza diciendo «En cuanto a Welund, conoció entre serpientes el destierro». Es posible que esas serpientes no sean reales, es posible que se trate de una metáfora de las espadas forjadas por él... «Welund him be wurman wræces cunnade», y luego «hombre resuelto, conoció el destierro», «el destierro frío como el invierno», también dice. Ahora, esto, que para nosotros no es una frase rara, tiene que haberlo sido cuando se hizo. Porque lo natural sería interpretar «el frío destierro del invierno», pero no «el destierro frío como el invierno», lo cual ya corresponde a una mentalidad más compleja.
Y luego, después de enumerar algunas desdichas de Welund, viene un estribillo: «þæs ofereode, þisses swa mæg», «Aquello pasó, también esto puede pasar», y ese estribillo es una invención importante, porque ya hemos visto que la poesía aliterada no permitía formar estrofas. En cambio, el estribillo sí lo permite. Y luego el poeta recuerda otra desventura: la desventura de la princesa cuyos hermanos fueron matados por Welund. Recuerda su tristeza112 al ver que ella estaba embarazada. Y luego dice: «Aquello pasó, también esto pasará». Y luego el poeta recuerda tiranos, personajes verdaderos o históricos o legendarios de la tradición germánica. Y entre ellos aparece Eormanrico, rey de los godos. Y decimos que todo esto es recordado en Inglaterra. Y habla de Eormanrico y de su corazón de lobo, Eormanrico «que rigió la vasta nación del pueblo de los godos» —«ahte wide folc», vasta nación; «Gotena rices», del reino de los godos—. Y agrega: «þæt wæs grim cyning», «ése era un rey cruel», y luego dice «todo aquello pasó, también esto pasará».
Hemos hablado de las elegías anglosajonas y ahora vamos a pasar a los poemas propiamente cristianos. Vamos a hablar de uno de los poemas más curiosos de las llamadas «elegías anglosajonas». Y este poema, que registra una visión posiblemente real, posiblemente de invención literaria, suele titularse ahora «The Dream of the Rood», que otros traducen, usando palabras latinas, «The Vision of the Cross», «La visión de la cruz». Y el poema empieza diciendo: «Sí, ahora referiré el más precioso de los sueños» —o de las visiones, en la Edad Media no se distinguía muy bien entre sueños y visiones—. Dice Eliot113que ahora nosotros no creemos mucho en los sueños, les damos un origen fisiológico o un origen psicoanalítico. Pero en cambio en la Edad Media, cuando la gente creía en el posible origen divino de los sueños, esto los hacía soñar sueños mejores.
El poeta empieza diciendo, «Hwæt! Ic swefha cyst secgan wylle», «Sí, quiero contar el más precioso de los sueños, que salió a mi encuentro a medianoche, cuando los hombres capaces de articular, capaces de palabra, descansan en el reposo». Es decir, cuando el mundo está silencioso. Y el poeta dice que a él le pareció ver un árbol, el más resplandeciente de los árboles. Dice que ese árbol salió de la tierra y crecía hasta el cielo. Y luego describe de un modo casi cinematográfico ese árbol. Dice que lo veía cambiante, a veces rayado de sangre, a veces cubierto de joyas y de ropajes. Y dice que ese alto árbol que iba de la tierra al firmamento, que ese alto árbol era adorado por los hombres sobre la tierra, por los bienaventurados y los ángeles en el cielo. Y dice: «leohte bewunden, beama beorhtost», «crecía en el aire, el más resplandeciente de los árboles», y que él, al ver ese árbol adorado por los hombres y por los ángeles, se sintió avergonzado, se sintió manchado por sus pecados. Y luego, inesperadamente, el árbol empieza a hablar, como hablará siglos después, en la inscripción famosa del Infierno, la Puerta del Infierno. Esas palabras de color oscuro que Dante ve sobre la puerta: «Per me si va ne la cittá dolente, / per me si va ne l’eterno dolore, / per me si va tra la perduta gente», y luego «queste parole di colore oscuro»,114 y luego recién sabemos que esas palabras están escritas sobre la Puerta del Infierno. Ese fue un maravilloso rasgo de Dante. No empezó diciendo: «Vi una puerta, y sobre la puerta estas palabras». Empieza por las palabras que están escritas sobre la Puerta del Infierno, que suelen escribirse impresas en mayúsculas. Pero aquí ocurre algo aún más raro. Este árbol, que ya adivinamos como la Cruz, habla. Y habla como un ser viviente, como un hombre que quiere acordarse de algo que ha ocurrido hace mucho tiempo, y que está a punto de olvidar, y que va juntando sus recuerdos. Y el árbol dice entonces: «Esto ocurrió hace muchos años, todavía me acuerdo, que fui talado en un lindero del bosque, se apoderaron de mí fuertes enemigos». Y luego cuenta cómo esos enemigos lo llevaron y cómo lo plantaron en una colina, y cómo hicieron que él fuera una horca para los hombres culpables, para los forajidos.
Y luego aparece Cristo. Y entonces el árbol pide disculpas, pide que lo perdonen por no haber caído sobre los enemigos de Cristo.
Y en este poema, lleno de hondo y verdadero sentimiento místico, vuelve el antiguo sentimiento germánico. Y entonces, al hablar de Cristo, lo llama «ese joven héroe que era Dios Todopoderoso», «þa geong hæleð, þæt wæs god ælmihtig», y entonces lo clavan a Cristo sobre la cruz con oscuros clavos, «mid deorcan næglum», «with dark nails» sería en inglés actual. Y la cruz tiembla cuando siente el abrazo de Cristo. Es como si la cruz fuera la mujer de Cristo, su esposa, la cruz comparte el dolor de Dios crucificado. Y luego la elevan con Cristo, que está muriéndose. Y entonces por primera vez en el poema, porque hasta entonces había usado la palabra beam,115 «el árbol», esa palabra que encontramos en beam, «viga». Es decir, el árbol ha sido árbol hasta el momento en que lo abraza el joven, en que tiemblan los dos como en un abrazo nupcial. Y entonces el árbol dice: «Rod wæs ic aræred», «Cruz fui levantada». El árbol no era una cruz hasta ese momento. Y luego la cruz describe cómo se oscurece la tierra, cómo tiembla el mar, cómo se rasga el velo del templo. La cruz está identificada con Cristo. Luego describe la tristeza del Universo cuando Cristo muere, y luego llegan los apóstoles a enterrar a Cristo. Y la cruz dice: «Los apóstoles tristes en el atardecer». Y no sabemos si el poeta era del todo consciente de lo bien que se unen esas palabras «tristeza» y «atardecer». Posiblemente ese sentimiento era nuevo entonces. El hecho es que entierran a Cristo, y desde allí el poema se diluye —como ocurre con casi todas las elegías anglosajonas, como ocurrirá después con muchos pasajes de la novela picaresca española—, se diluye en consideraciones morales. La Cruz dice que el día del Juicio Final se salvarán aquellos que crean en ella, aquellos que sepan arrepentirse. Es decir, el poeta olvida su espléndida invención personal de hacer que la historia de la pasión de Cristo sea contada por la cruz, y el hecho de que la cruz piensa en el dolor de Cristo también.
Hay varias elegías anglosajonas. Yo creo que las más importantes son «El navegante», en la cual conviven el horror del mar y la fascinación del mar, y esta extraordinaria «Visión de la cruz», en que la cruz habla como si fuera un ser viviente. Hay otras poesías cristianas en las que se toman episodios de la Biblia. Por ejemplo «Judith, que mata a Holofernes». Tenemos un poema sobre el Exodo, y en este poema hay un rasgo que no es esencialmente poético, pero que es curioso porque nos muestra lo lejos que estaban los sajones de la Biblia. El poeta tiene que describir a los israelitas que atraviesan el Mar Rojo perseguidos por los egipcios. Y tiene que describir el mar que se abre para dejarlos pasar y que luego ahogará a los egipcios. Y el poeta no sabe muy bien cómo describir a los israelitas. Y entonces, como están atravesando el mar y tiene que usar una palabra para describirlos como navegantes, usa la palabra más inesperada para nosotros actualmente. Al hablar de los israelitas que atraviesan el Mar Rojo, los llama «vikings». Pero naturalmente para él, la idea de «navegante» y de «viking» eran ideas afines.
Estamos ya bastante cerca del fin de los sajones. Ya Inglaterra ha sido invadida por los escandinavos y será invadida por los normandos. En la próxima clase veremos el trágico fin del reinado de los sajones en Inglaterra. Los sajones seguirán en Inglaterra, y seguirán en Inglaterra como vasallos, así como los britanos fueron vasallos de los sajones. Porque los noruegos fueron para los sajones lo que los sajones habían sido para los britanos, es decir, piratas y después señores. La historia de esa conquista ha sido salvada para nosotros en la Historia de los Reyes de Noruega,116 de Snorri Sturluson, y en las crónicas sajonas. Y antes de hablar de lo que ocurrió con la lengua inglesa, yo querría detenerme en la próxima clase sobre lo que ocurrió en el año 1066, el año de la batalla de Hastings. Y luego veremos cómo el idioma cambiará después, lo que ocurrirá con la lengua y la literatura inglesa.

Viernes 28 de octubre de 1966



Notas


98 Lo que es casual, se entiende, es la supervivencia de esos códices y no de otros.
99 El Anexo Anglosajón incluye traducciones de estos tres conjuros.
100 Borges se refiere a este conjuro tanto en la página que dedica a las valquirias (OCC 708) como en la que dedica a los elfos (OCC 624) en su Libro de los seres imaginarios.
101 Ese corresponde en inglés antiguo al escandinavo /Æsir.
102 Algernon Charles Swinburne, poeta inglés (1837-1909).
103 Rudyard Kipling, poeta y escritor inglés (1865-1936).
104 La carta al Can Grande de la Scala de Verona es la última que se conserva de Dante. Fue escrita hacia el año 1303 y es importante porque constituye el único comentario sobre la Divina Comedia redactado por su propio autor. Hasta 1920, la epístola fue considerada apócrifa, pero entonces un grupo de estudiosos y críticos tanto italianos como extranjeros, tras un minucioso análisis, demostró su autenticidad sin dejar lugar a dudas.
105 William Langland, poeta inglés (C.1332-C.1400). Se le atribuye la autoría del poema Piers Plowman.
106 Stefan George, poeta alemán (1868-1933).
107 Se incluye una traducción al castellano de esta elegía en el Anexo Anglosajón.
108 Borges provee una traducción de este poema en su libroLiteraturas germánicas medievales, OCC págs. 877-878.
109 Bath, llamada por los romanos Aquae Sulis, se encuentra en Gran Bretaña, junto al río Avon. Las ruinas de los baños termales han sido montadas como un moderno centro turístico-arqueológico que puede visitarse.
110 Las preguntas retóricas del poeta, el viento que atraviesa las habitaciones y las formas de serpientes grabadas en las paredes no pertenecen en realidad al poema de «La ruina», sino a un pasaje de tono y tema muy similar que se encuentra en la «Elegía del hombre errante». Véase la traducción de esta última en el Anexo Anglosajón y compárese con la traducción de Borges del poema de «La ruina» (ver nota 108). Ambos poemas incluyen descripciones de ruinas y muros erosionados por el tiempo.
111 Este poema ha sido traducido por Borges al castellano. Figura en la Breve antología anglosajona bajo el simple título de «Deor».
112 La tristeza de la princesa.
113 Thomas Stearns Eliot, poeta, dramaturgo y crítico anglo-norteamericano nacido en St. Louis, Missouri, Estados Unidos (1888-1965). Estudió en la Universidad de Harvard, luego en la Sorbonne y finalmente en Oxford. En 1914 se estableció en Londres y en 1927 se convirtió en súbdito británico. Recibió el premio Nobel de literatura en el año 1948.
114 «Por mí se va a la ciudad doliente, / por mí se va a las penas eternas, / por mí se va entre la gente perdida», «estas palabras de color oscuro» o «estas sombrías palabras». Dante Alighieri, Divina Comedia, Canto III del Infierno, versos 1-3 y 10.
115 Beam, palabra que en inglés antiguo significa «árbol». Está emparentada con el alemán Baum, de igual significado, y ha dado en inglés moderno beam, que significa «viga o travesaño».
116 La Crónica de los reyes de Noruega fue escrita por Snorri Sturluson a comienzos del siglo XIII. Consta de dieciséis sagas que corresponden a los soberanos que ocuparon el trono de Noruega entre los años 850 y 1177. Como Borges explica, en el primer códice de esta obra falta la primera página. La segunda página «empieza con las palabras Kringla Heimsins, que significa “la redonda bola del mundo”. Por eso el códice fue llamado Kringla Heimsins o Kringla o Heimskringla. Dos palabras casuales quedaron como título de la obra, dos palabras que, sin embargo, sugieren la vastedad de su ámbito». Jorge Luis Borges, Literaturas germánicas medievales, OCC pág. 960. 



En Borges profesor
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires
Edición, investigación y notas: Arias, Martín & Hadis, Martín
© María Kodama, 2000
Emecé Editores - Buenos Aires 2000
Foto original color - Amanda Ortega



24/4/15

Jorge Luis Borges: El etnógrafo








El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado. Cuenta con un solo protagonista, salvo que en toda historia los protagonistas son miles, visibles e invisibles, vivos y muertos. Se llamaba, creo, Fred Murdock. Era alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, de perfil de hacha, de muy pocas palabras. Nada singular había en él, ni siquiera esa fingida singularidad que es propia de los jóvenes. Naturalmente respetuoso, no descreía de los libros ni de quienes escriben los libros. Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo a entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, las aventuras de la guerra o el álgebra, el puritanismo o la orgía. En la universidad le aconsejaron el estudio de las lenguas indígenas. Hay ritos esotéricos que perduran en ciertas tribus del oeste; su profesor, un hombre entrado en años, le propuso que hiciera su habitación en una reserva, que observara los ritos y que descubriera el secreto que los brujos revelan al iniciado. A su vuelta, redactaría una tesis que las autoridades del instituto darían a la imprenta. Murdock aceptó con alacridad. Uno de sus mayores había muerto en las guerras de la frontera; esa antigua discordia de sus estirpes era un vínculo ahora. Previo, sin duda, las dificultades que lo aguardaban; tenía que lograr que los hombres rojos lo aceptaran como uno de los suyos. Emprendió la larga aventura. Más de dos años habitó en la pradera, entre muros de adobe o a la intemperie. Se levantaba antes del alba, se acostaba al anochecer, llegó a soñar en un idioma que no era el de sus padres. Acostumbró su paladar a sabores ásperos, se cubrió con ropas extrañas, olvidó los amigos y la ciudad, llegó a pensar de una manera que su lógica rechazaba. Durante los primeros meses de aprendizaje tomaba notas sigilosas, que rompería después, acaso para no despertar la suspicacia de los otros, acaso porque ya no las precisaba. Al término de un plazo prefijado por ciertos ejercicios, de índole moral y de índole física, el sacerdote le ordenó que fuera recordando sus sueños y que se los confiara al clarear el día. Comprobó que en las noches de luna llena soñaba con bisontes. Confió estos sueños repetidos a su maestro; éste acabó por revelarle su doctrina secreta. Una mañana, sin haberse despedido de nadie, Murdock se fue.
En la ciudad, sintió la nostalgia de aquellas tardes iniciales de la pradera en que había sentido, hace tiempo, la nostalgia de la ciudad. Se encaminó al despacho del profesor y le dijo que sabía el secreto y que había resuelto no revelarlo.
—¿Lo ata su juramento? —preguntó el otro.
—No es ésa mi razón —dijo Murdock—. En esas lejanías aprendí algo que no puedo decir.
—¿Acaso el idioma inglés es insuficiente? —observaría el otro.
—Nada de eso, señor. Ahora que poseo el secreto, podría enunciarlo de cien modos distintos y aun contradictorios. No sé muy bien cómo decirle que el secreto es precioso y que ahora la ciencia, nuestra ciencia, me parece una mera frivolidad.
Agregó al cabo de una pausa:
—El secreto, por lo demás, no vale lo que valen los caminos que me condujeron a él. Esos caminos hay que andarlos.
El profesor le dijo con frialdad:
—Comunicaré su decisión al Consejo. ¿Usted piensa vivir entre los indios?
Murdock le contestó:
—No. Tal vez no vuelva a la pradera. Lo que me enseñaron sus hombres vale para cualquier lugar y para cualquier circunstancia.
Tal fue en esencia el diálogo.
Fred se casó, se divorció y es ahora uno de los bibliotecarios de Yale.



En Elogio de la Sombra (1969) 
Foto: Borges en Texas
Cortesía Benson Latin American Collection


23/4/15

Daniel C. Dennett: Jorge Luis Borges. Las ruinas circulares* - Reflexiones










And if he left off dreaming about you…
Through the Looking-Glass, VI.
Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.
El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
Al principio, los sueños eran caóticos, poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a, muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos, su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El Hombre un día emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente soñó con un corazón que latía.
Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla). Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Intimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehízo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer —y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros, el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
Reflexiones
El epígrafe de Borges proviene de un pasaje de «Detrás del espejo» de Lewis Carroll y merece citarse en forma completa.
En este punto Alicia se detuvo, un poco alarmada, al oír cerca de ellos algo que sonaba como el jadeo de una gran locomotora en el bosque, aunque temió que lo más probable era que se tratase de una fiera.
—¿Hay leones o tigres por aquí? —preguntó con timidez.
—No es más que el Rey Rojo que ronca —dijo Tweedledee.
—¡Ven a verlo! —exclamaron los hermanos, y tomando a Alicia de la mano, la llevaron a donde estaba durmiendo el Rey.
—¿No es precioso? —preguntó Tweedledum.
Sinceramente, Alicia no podía decir que fuese precioso. Tenía puesto un alto gorro de dormir con una borla y estaba acurrucado, formando una especie de bulto informe, y roncaba fuerte, «como para que se le salte la cabeza», según comentó Tweedledum.
—Me temo que tome frío en ese pasto húmedo —dijo Alicia, que era una niñita muy considerada.
—Está soñando —dijo Tweedledee—. ¿Y con quién crees que sueña?
—Nadie puede adivinar eso —dijo Alicia.
—¡Contigo, claro! —exclamó Tweedledee, batiendo palmas complacido—. Y si dejase de soñar contigo, ¿dónde supones que estarías?
—Donde estoy ahora, por supuesto.
—¡Tú, no! —dijo Tweedledee con desdén—. No estarías en ninguna parte. ¡No eres más que una especie de cosa en su sueño!
—Si ese Rey despertase —acotó Tweedledum—, te apagarías… ¡Bang!… ¡Como una vela!
—¡No es verdad! —exclamó Alicia, indignada—. Además, si sólo soy una especie de cosa en su sueño, ¿qué eres tú, quiero yo saber?
—Lo mismo —dijo Tweedledum.
—Lo mismo, lo mismo —exclamó Tweedledee.
Lo había dicho tan á gritos, que Alicia no pudo contenerse y le dijo:
—¡Calla! Lo despenarás, me temo, si haces tanto ruido.
—Y es inútil que  hables de despertarlo —señaló Tweedledum—, cuando no eres más que una de las cosas que sueña. Sabes muy bien que no eres real.
—¡Sí, que soy real! —dijo Alicia y se puso a llorar.
—No te haces ni un poquito más real llorando observó Tweedledee. —No hay por qué llorar.
—Si no fuese real —dijo Alicia, sonriendo un poco entre lágrimas, por parecerle todo tan ridículo—, no podría llorar.
¡Espero que no imagines que ésas son lágrimas reales! —la interrumpió Tweedledum muy despectivamente.


René Descartes se preguntó una vez si podía determinar con certeza si estaba soñando o no. «Cuando considero estas cuestiones con cierto cuidado, advierto claramente que no hay indicios claros que hagan posible distinguir la vigilia del sueño y me asombro mucho, y mi asombro es tal que casi logro convencerme de que estoy durmiendo».
No se le ocurrió preguntarse a Descartes si acaso no era un personaje en el sueño de otro o si se le ocurrió, desechó de inmediato la idea. ¿Por qué? ¿No podríamos soñar un sueño con un personaje en él que no fuese nosotros, pero cuyas experiencias fuesen parte de nuestro sueño? No es fácil saber cómo responder a preguntas de esta clase. ¿Cuál sería la diferencia entre soñar un sueño en el cual uno es enteramente distinto de la persona en estado de vigilia —mucho mayor, o mucho más joven, o bien del otro sexo— y soñar un sueño en el que el personaje principal (una muchacha llamada Renée, digamos), el personaje desde cuyo punto de vista se «narrase» el sueño, fuese simplemente no uno, sino tan sólo un personaje soñado y ficticio, no más real que el dragón soñado que la persigue? Si ese personaje de sueño formulase la pregunta de Descartes y se preguntase si está soñando, o bien despierto, al parecer la respuesta sería que no estaba soñando, ni tampoco realmente despierto. Fue simplemente soñado. Cuando el soñador, el soñador real, despierte, ella será aniquilada. ¿Pero a quién debemos dirigir esta respuesta, ya que ella no existe en realidad, sino que es un personaje de sueño?
¿Es este juego filosófico con las ideas sobre el sueño y la realidad algo inútil? ¿No existe una posición cuerda y «científica» desde la cual podamos distinguir objetivamente entre las cosas que están en realidad allí y las meras ficciones? Tal vez la haya, pero entonces, ¿en qué lado de la cerca nos ubicaremos? ¿No en nuestro cuerpo físico, sino en nuestro yo?
Consideremos el tipo de novela escrita desde el punto de vista de un personaje-narrador. Moby Dick comienza con las palabras «Pueden llamarme Ismael» y luego la historia de Ismael es contada por Ismael. ¿Llamar a quién, «Ismael»? Ismael no existe. Es sólo un personaje de la novela de Melville. Melville es, o era, una persona perfectamente real que creó un personaje ficticio que se llama a sí mismo Ismael, pero al que no hay que incluir entre las cosas reales, las cosas que realmente son. Pero imaginemos ahora, si es posible, una máquina de escribir novelas, una simple máquina, sin un ápice de conciencia de sí misma ni de personalidad. Llamémosla la JOHNNIAC. (La selección que sigue ayudará al lector a imaginarla, si todavía no le es posible convencerse de que pueda hacerlo). Supongamos que la novela que brota tecleada de la JOHNNIAC en su pantalla de alta velocidad comenzase así: «Pueden llamarme “Gilbert”» y pasase a relatar la historia de Gilbert desde el punto de vista de Gilbert. ¿Llamar a quién, “Gilbert”? Gilbert es sólo un personaje ficticio, un nadie sin existencia real, si bien podemos aceptar la ficción y hablar, enterarnos, preocuparnos de “sus” aventuras, problemas, esperanzas, temores. En el caso de Ismael, podemos haber supuesto que su casi existencia extraña, ficticia, depende de la existencia real del yo de Melville. No hay sueño sin soñador que lo sueñe es, al parecer, el descubrimiento de Descartes. Pero en este caso parecemos tener, en efecto, un sueño —una ficción, de todos modos— sin soñador ni autor reales, sin yo real que pudiésemos identificar o no con Gilbert. Así, en un caso tan extraordinario como el de la máquina de escribir novelas podría crearse un yo meramente ficticio sin un yo verdadero detrás del acto creador. (Hasta podemos suponer que los diseñadores de la JOHNNIAC no tenían en definitiva la menor idea de las novelas que escribiría).
Ahora imaginemos que nuestra máquina de escribir novelas no es sólo una computadora sedentaria, en forma de caja, sino un robot. Y supongamos —¿por qué no?— que el texto de la novela no se escribe directamente a máquina sino que brota «hablado» de una boca mecánica. Llamemos a este robot SPEECHIAC, dado su lenguaje oral. Y supongamos, finalmente, que la historia que oímos de la SPEECHIAC sobre las aventuras de Gilbert es más o menos una historia verídica de las «aventuras» de SPEECHIAC. Cuando está encerrado en un armario, dice: «Estoy encerrado en el armario. ¡Socorro!». ¿Socorrer a quién? Socorrer a Gilbert. Pero Gilbert no existe, es sólo un personaje ficticio en la peculiar narración de SPEECHIAC. ¿Por qué, entonces, habríamos de llamar a este relato ficción, cuando existe delante de nosotros un candidato muy obvio a ser Gilbert? ¿Es la persona cuyo cuerpo es SPEECHIAC? En «¿Dónde estoy?». Dennett llamó a este cuerpo Hamlet. ¿Es éste el caso de que Gilbert tenga un cuerpo llamado SPEECHIAC, o bien de que SPEECHIAC se llame a sí mismo Gilbert?
Quizás el nombre nos crea una trampa. Nombrar al robot «Gilbert» puede ser exactamente como llamar a un barco de vela «Carolina», o a una campana «Big Ben», o a un programa «ELIZA». Puede ser que deseemos insistir en que aquí no hay una persona llamada Gilbert. Sin embargo, ¿qué, aparte de un biochauvinismo, es la base de nuestra resistencia a la conclusión de que Gilbert es una persona, creada, en efecto, por la actividad y autopresentación de SPEECHIAC en el mundo?
«¿La sugerencia es, entonces, que soy el sueño de mi cuerpo? ¿Soy sólo un personaje ficticio en una especie de novela compuesta por mi cuerpo en acción?». Sería una forma de verlo, pero ¿por qué llamarse a uno mismo ficticio? Nuestro cerebro, como la máquina de escribir novelas desprovista de conciencia, mueve sus engranajes realizando sus tareas físicas, clasificando las entradas y las salidas sin tener idea de lo que está haciendo. Como las hormigas que componen el hormiguero llamado «Aunt Hillary» en «Preludio y… fuga de hormigas», él no sabe que está creando a nadie en el proceso, pero aquí está uno, surgiendo de este frenesí de actividad en forma casi mágica.
Este proceso de crear un yo en un nivel con todas las actividades relativamente desprovistas de mente o de comprensión en otro nivel, aparece ilustrado en términos convincentes en el cuento de John Searle que sigue, si bien este autor se resiste decididamente a la visión de lo que muestra.




(*) Jorge Luis Borges: Obras Completas
Buenos Aires, Editorial Emecé, 1974, pág. 451


En Douglas R. Hofstadter y Daniel C. Dennett: El ojo de la mente.
Fantasías y reflexiones sobre el yo y el alma

Título original: The Mind’s I
Douglas R. Hofstadter & Daniel C. Dennett, 1981
Traducción: Lucrecia M. de Sáenz
Foto: Daniel C. Dennett por Bruce Davidson. USA, 1995 / Magnum Photos



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