14/1/15

Jorge Luis Borges: La duración del Infierno








Especulación que ha ido fatigándose con los años, la del Infierno. Lo descuidan los mismos predicadores, desamparados tal vez de la pobre, pero servicial, alusión humana, que las hogueras eclesiásticas del Santo Oficio eran en este mundo: tormento temporal sin duda, pero no indigno dentro de las limitaciones terrenas, de ser una metáfora del inmortal, del perfecto dolor sin destrucción, que conocerán para siempre los herederos de la ira divina. Sea o no satisfactoria esta hipótesis, no es discutible una lasitud general en la propaganda de ese establecimiento. (Nadie se sobresalte aquí: la voz propaganda no es de genealogía comercial, sino católica; es una reunión de los cardenales). En el siglo II, el cartaginés Tertuliano, podía imaginarse el Infierno y prever su operación con este discurso: Os agradan las representaciones; esperad la mayor, el Juicio Final. Qué admiración en mí, qué carcajadas, qué celebraciones, qué júbilo, cuando vea tantos reyes soberbios y dioses engañosos doliéndose en la prisión más ínfima de la tiniebla; tantos magistrados que persiguieron el nombre del Señor, derritiéndose en hogueras más feroces que las que azuzaron jamás contra los cristianos; tantos graves filósofos ruborizándose en las rojas hogueras con sus auditores ilusos; tantos aclamados poetas temblando no ante el tribunal de Midas, sino de Cristo; tantos actores trágicos, más elocuentes ahora en la manifestación de un tormento tan genuino... (De spectaculis, 30; cita y versión de Gibbon). El mismo Dante, en su gran tarea de prever en modo anecdótico algunas decisiones de la divina Justicia relacionadas con el Norte de Italia, ignora un entusiasmo igual. Después, los infiernos literarios de Quevedo —mera oportunidad chistosa de anacronismos— y de Torres Villarroel —mera oportunidad de metáforas— sólo evidenciarán la creciente usura del dogma. La decadencia del Infierno está en ellos casi como en Baudelaire, ya tan incrédulo de los imperecederos tormentos que simula adorarlos. (Una etimología significativa deriva el inocuo verbo francés géner de la poderosa palabra de la Escritura gehnna.)
Paso a considerar el Infierno. El distraído artículo pertinente del Diccionario enciclopédico hispano-americano es de lectura útil, no por sus menesterosas noticias o por su despavorida teología de sacristán, sino por la perplejidad que se le entrevé. Empieza por observar que la noción de infierno no es privativa de la Iglesia católica, precaución cuyo sentido intrínseco es: No vayan a decir los masones que esas brutalidades las introdujo la Iglesia, pero se acuerda acto continuo de que el Infierno es dogma, y añade con algún apuro: Gloria inmarcesible es del cristianismo atraer hacia sí cuantas verdades se hallaban esparcidas entre las falsas religiones. Sea el Infierno un dato de la religión natural o solamente de la religión revelada, lo cierto es que ningún otro asunto de la teología es para mi de igual fascinación y poder. No me refiero a la mitología simplicísima de conventillo —estiércol, asadores, fuego y tenazas— que ha ido vegetando a su pie y que todos los escritores han repetido, con deshonra de su imaginación y de su decencia.[10] Hablo de la estricta noción —lugar de castigo eterno para los malos— que constituye el dogma sin otra obligación que la de ubicarlo in loco reali, en un lugar preciso, y a beatorum sede distincto, diverso del que habitan los elegidos. Imaginar lo contrario, sería siniestro. En el capítulo quincuagésimo de su Historia, Gibbon quiere restarle maravilla al Infierno y escribe que los dos vulgarísimos ingredientes de fuego y de oscuridad bastan para crear una sensación de dolor, que puede ser agravada infinitamente por la idea de una perduración sin fin. Ese reparo descontentadizo prueba tal vez que la preparación de infiernos es fácil, pero no mitiga el espanto admirable de su invención. El atributo de eternidad es el horroroso. El de continuidad —el hecho de que la divina persecución carece de intervalos, de que en el Infierno no hay sueño— lo es más aún, pero es de imaginación imposible. La eternidad de la pena es lo disputado.
Dos argumentos importantes y hermosos hay para invalidar esa eternidad. El más antiguo es el de la inmortalidad condicional o aniquilación. La inmortalidad, arguye ese comprensivo razonamiento, no es atributo de la naturaleza humana caída, es don de Dios en Cristo. No puede ser movilizada, por consiguiente, contra el mismo individuo a quien se le otorga. No es una maldición, es un don. Quien la merece la merece con cielo; quien se prueba indigno de recibirla, muere para morir, como escribe Bunyan, muere sin resto. El infierno, según esa piadosa teoría, es el nombre humano blasfematorio del olvido de Dios. Uno de sus propagadores fue Whately, el autor de ese opúsculo de famosa recordación: Dudas históricas sobre Napoleón Bonaparte.
Especulación más curiosa es la presentada por el teólogo evangélico Rothe, en 1869. Su argumento —ennoblecido también por la secreta misericordia de negar el castigo infinito de los condenados— observa que eternizar el castigo es eternizar el Mal. Dios, afirma, no puede querer esa eternidad para Su universo. Insiste en el escándalo de su poner que el hombre pecador y el diablo burlen para siempre las benévolas intenciones de Dios. (La teología sabe que la creación del mundo es obra de amor. El término predestinación, para ella, se refiere a la predestinación a la gloria; la reprobación es meramente el reverso, es una no elección traducible en pena infernal, pero que no constituye un acto especial de la bondad divina). Aboga, en fin, por una vida decreciente, menguante, para los réprobos. Los antevé, merodeando por las orillas de la Creación, por los huecos del infinito espacio, manteniéndose con sobras de vida. Concluye así: Como los demonios están alejados incondicionalmente de Dios y le son incondicionalmente enemigos, su actividad es contra el reino de Dios, y los organiza en reino diabólico, que debe naturalmente elegir un jefe. La cabeza de ese gobierno demoníaco —el Diablo— debe ser imaginada como cambiante. Los individuos que asumen el trono de ese reino sucumben a la fantasmidad de su ser, pero se renuevan entre la descendencia diabólica. (Dogmatik, 1,248.)
Arribo a la parte más inverosímil de mi tarea: las razones elaboradas por la humanidad a favor de la eternidad del infierno. Las resumiré en orden creciente de significación. La primera es de índole disciplinaria: postula que la temibilidad del castigo radica precisamente en su eternidad y que ponerla en duda es invalidar la eficacia del dogma y hacerle el juego al Diablo. Es argumento de orden policial, y no creo merezca refutación. El segundo se escribe así: La pena debe ser infinita porque la culpa lo es, por atentar contra la majestad del Señor, que es Ser infinito. Se ha observado que esta demostración prueba tanto que se puede colegir que no prueba nada: prueba que no hay culpa venial, que son imperdonables todas las culpas. Yo agregaría que es un caso perfecto de frivolidad escolástica y que su engaño es la pluralidad de sentidos de la voz infinito, que aplicada al Señor quiere decir incondicionado, y a pena quiere decir incesante, y a culpa nada que yo sepa entender. Además, argüir que es infinita una falta por ser atentatoria de Dios que es Ser infinito, es como argüir que es santa porque Dios lo es, o como pensar que las injurias inferidas a un tigre han de ser rayadas.
Ahora se levanta sobre mí el tercero de los argumentos, el único. Se escribe así, tal vez: Hay eternidad de cielo y de infierno porque la dignidad del libre albedrío así lo precisa; o tenemos la facultad de obrar para siempre o es una delusión este yo. La virtud de ese razonamiento no es lógica, es mucho más: es enteramente dramática. Nos impone un juego terrible, nos concede el atroz derecho de perdernos, de insistir en el mal, de rechazar las operaciones de la gracia, de ser alimento del fuego que no se acaba, de hacer fracasar a Dios en nuestro destino, del cuerpo sin claridad en lo eterno y del detestabile cum cacodaemonibus consortium. Tu destino es cosa de veras, nos dice, condenación eterna y salvación eterna están en tu minuto; esa responsabilidad es tu honor. Es sentimiento parecido al de Bunyan: Dios no jugó al convencerme, el demonio no jugó al tentarme, ni jugué yo al hundirme como en un abismo sin fondo, cuando las aflicciones del inferno se apoderaron de mí; tampoco debo jugar ahora al contarlas. (Grace Aboun ding to the Chief of Sinners; The Preface.)
Yo creo que en el impensable destino nuestro, en que rigen infamias como el dolor carnal, toda estrafalaria cosa es posible, hasta la perpetuidad de un Infierno, pero también que es una irreligiosidad creer en él.


*

Posdata

En esta página de mera noticia puedo comunicar también la de un sueño. Soñé que salía de otro —populoso de cataclismos y de tumultos— y que me despertaba en una pieza irreconocible. Clareaba: una detenida luz general definía el pie de la cama de fierro, la silla estricta, la puerta y la ventana cerradas, la mesa en blanco. Pensé con miedo ¿dónde estoy? y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no me pude reconocer. El miedo creció en mí. Pensé: Esta vigilia desconsolada ya es el Infierno, esta vigilia sin destino será mi eternidad. Entonces desperté de veras: temblando.


Nota [10] 

Sin embargo, el amateur de infiernos hará bien en no descuidar estas infracciones honrosas: el infierno sabiano, cuyos cuatro vestíbulos superpuestos admiten hilos de agua sucia en el piso, pero cuyo recinto principal es dilatado, polvoriento, sin nadie; el infierno de Swedenborg, cuya lobreguez no perciben los condenados que han rechazado el cielo; el infierno de Bernard Shaw (Man and Superman, páginas 86-137), que distrae vanamente su eternidad con los artificios del lujo, del arte, de la erótica y del renombre.


En Discusión (1932)
Tomado de las Obras completas de Borges publicadas por Ultramar S.A. en 1974 ISBN 84-7386-100-0
Photo: Borges' Interview at the Oberlin Inn by John Harvith, 1983
Oberlin College Archives


13/1/15

Jorge Luis Borges: James Joyce







En un día del hombre están los días
del tiempo, desde aquel inconcebible
día inicial del tiempo, en que un terrible
Dios prefijó los días y agonías
hasta aquel otro en que el ubicuo río
del tiempo terrenal torne a su fuente,
que es lo Eterno, y se apague en el presente,
el futuro, el ayer, lo que ahora es mío.
Entre el alba y la noche está la historia
universal. Desde la noche veo
a mis pies los caminos del hebreo,
Cartago aniquilada, Infierno y Gloria.
Dame, Señor, coraje y alegría
para escalar la cumbre de este día.
Cambridge, 1968



Elogio de la sombra (1969)
Foto: Borges por Gisèle Freund (s-f)
Grand Palais RMN Fr


12/1/15

Jorge Luis Borges: Midgarthormr







Sin fin el mar. Sin fin el pez, la verde
serpiente cosmogónica que encierra,
verde serpiente y verde mar, la tierra,
como ella circular. La boca muerde
la cola que le llega desde lejos,
desde el otro confín. El fuerte anillo
que nos abarca es tempestades, brillo,
sombra y rumor, reflejos de reflejos.
Es también la anfisbena. Eternamente
se miran sin horror los muchos ojos.
Cada cabeza husmea crasamente
los hierros de la guerra y los despojos.
Soñado fue en Islandia. Los abiertos
mares lo han divisado y lo han temido;
volverá con el barco maldecido
que se arma con las uñas de los muertos.
Alta será su inconcebible sombra
sobre la tierra pálida en el día
de altos lobos y espléndida agonía
del crepúsculo aquel que no se nombra.
Su imaginaria imagen nos mancilla.
Hacia el alba lo vi en la pesadilla.



En Atlas (1984)
y en Los conjurados (1985)
Photo: Edsel Little, Borges speaking at First Church, 1983

[Joaquín Martinez Pizarro, Jorge Luis Borges, Ana Cara]
The Five Colleges of Ohio Digital Exhibitions



11/1/15

Jorge Luis Borges: El soborno






La historia que refiero es la de dos hombres o más bien la de un episodio en el que intervinieron dos hombres. El hecho mismo, nada singular ni fantástico, importa menos que el carácter de sus protagonistas. Ambos pecaron por vanidad, pero de un modo harto distinto y con resultado distinto. La anécdota (en realidad no es mucho más) ocurrió hace muy poco, en uno de los estados de América. Entiendo que no pudo haber ocurrido en otro lugar.
A fines de 1961, en la Universidad de Texas, en Austin, tuve ocasión de conversar largamente con uno de los dos, el doctor Ezra Winthrop. Era profesor de inglés antiguo (no aprobaba el empleo de la palabra anglosajón, que sugiere un artefacto hecho de dos piezas). Recuerdo que sin contradecirme una sola vez corrigió mis muchos errores y temerarias presunciones. Me dijeron que en los exámenes prefería no formular una sola pregunta; invitaba al alumno a discurrir sobre tal o cual tema, dejando a su elección el punto preciso. De vieja raíz puritana, oriundo de Boston, le había costado hacerse a los hábitos y prejuicios del Sur. Extrañaba la nieve, pero he observado que a la gente del Norte le enseñan a precaverse del frío, como a nosotros del calor. Guardo la imagen ya borrosa, de un hombre más bien alto, de pelo gris, menos ágil que fuerte. Más claro es mi recuerdo de su colega Herbert Locke, que me dio un ejemplar de su libro Toward a History of the Kenning, donde se lee que los sajones no tardaron en prescindir de esas metáforas un tanto mecánicas (camino de la ballena por mar, halcón de la batalla por águila), en tanto que los poetas escandinavos las fueron combinando y entrelazando hasta lo inextricable. He mencionado a Herbert Locke porque es parte integral de mi relato.
Arribo ahora al islandés Eric Einarsson, acaso el verdadero protagonista. No lo vi nunca. Llegó a Texas en 1969, cuando yo estaba en Cambridge, pero las cartas de un amigo común, Ramón Martínez López, me han dejado la convicción de conocerlo íntimamente. Sé que es impetuoso, enérgico y frío; en una tierra de hombres altos es alto. Dado su pelo rojo era inevitable que los estudiantes lo apodaran Erico el Rojo. Opinaba que el uso del slang forzosamente erróneo, hace del extranjero un intruso y no condescendió nunca al O.K. Buen investigador de las lenguas nórdicas, del inglés, del latín y —aunque no lo confesara— del alemán, poco le costó abrirse paso en las universidades de América. Su primer trabajo fue una monografía sobre los cuatro artículos que dedicó De Quincey al influjo que ha dejado el danés en la región lacustre de Westmoreland. La siguió una segunda sobre el dialecto de los campesinos de Yorkshire. Ambos estudios fueron bien acogidos, pero Einarsson pensó que su carrera precisaba algún elemento de asombro. En 1970 publicó en Yale una copiosa edición crítica de la balada de Maldon. El scholarshipde las notas era innegable, pero ciertas hipótesis del prefacio suscitaron alguna discusión en los casi secretos círculos académicos. Einarsson afirmaba, por ejemplo, que el estilo de la balada es afín, siquiera de un modo lejano, al fragmento heroico de Finnsburh, no a la retórica pausada de Beowulf, y que su manejo de conmovedores rasgos circunstanciales prefigura curiosamente los métodos que no sin justicia admiramos en las sagas de Islandia. Enmendó asimismo varias lecciones del texto de Elphinston. Ya en 1969 había sido nombrado profesor en la Universidad de Texas. Según es fama, son habituales en las universidades americanas los congresos de germanistas. Al doctor Winthrop le había tocado en suerte en el turno anterior, en East Lansing. El jefe del departamento que preparaba su Año Sabático, le pidió que pensara en un candidato para la próxima sesión en Wisconsin. Por lo demás, éstos no pasaban de dos: Herbert Locke o Eric Einarsson.
Winthrop, como Carlyle, había renunciado a la fe puritana de sus mayores, pero no al sentimiento de la ética. No había declinado dar el consejo; su deber era claro. Herbert Locke, desde 1954, no le había escatimado su ayuda para cierta edición anotada de la Gesta de Beowulf que, en determinadas casas de estudio, había reemplazado el manejo de la de Klaeber; ahora estaba compilando una obra muy útil para la germanística: un diccionario inglés-anglosajón, que ahorrara a los lectores el examen, muchas veces inútil, de los diccionarios etimológicos. Einarsson era harto más joven; su petulancia le granjeaba la aversión general, sin excluir la de Winthrop. La edición crítica de Finnsburh había contribuido no poco a difundir su nombre. Era fácilmente polémico; en el Congreso haría mejor papel que el taciturno y tímido Locke. En esas cavilaciones estaba Winthrop cuando el hecho ocurrió.
En Yale apareció un extenso artículo sobre la enseñanza universitaria de la literatura y de la lengua de los anglosajones. Al pie de la última página se leían las transparentes iniciales E.E. y, como para alejar cualquier duda, el nombre de Texas. El artículo, redactado en un correcto inglés de extranjero, no se permitía la menor incivilidad, pero encerraba cierta violencia. Argüía que iniciar aquel estudio por la Gesta de Beowulf, obra de fecha arcaica pero de estilo pseudo virgiliano y retórico, era no menos arbitrario que iniciar el estudio del inglés por los intrincados versos de Milton. Aconsejaba una inversión del orden cronológico: empezar por la Sepultura del siglo once que deja traslucir el idioma actual, y luego retroceder hasta los orígenes. En lo que a Beowulf se refiere, bastaba con algún fragmento extraído del tedioso conjunto de tres mil líneas; por ejemplo los ritos funerarios de Scyld, que vuelve al mar y vino del mar. No se mencionaba una sola vez el nombre de Winthrop, pero éste se sintió persistentemente agredido. Tal circunstancia le importaba menos que el hecho de que impugnaran su método pedagógico.
Faltaban pocos días. Winthrop quería ser justo y no podía permitir que el escrito de Einarsson, ya releído y comentado por muchos, influyera en su decisión. Ésta le dio no poco trabajo. Cierta mañana, Winthrop conversó con su jefe; esa misma tarde Einarsson recibió el encargo oficial de viajar a Wisconsin.
La víspera del diecinueve de marzo, día de la partida, Einarsson se presentó en el despacho de Ezra Winthrop. Venía a despedirse y a agradecerle. Una de las ventanas daba a una calle arbolada y oblicua y los rodeaban anaqueles de libros; Einarsson no tardó en reconocer la primera edición de la Edda Islandorum, encuadernada en pergamino. Winthrop contestó que sabía que el otro desempeñaría bien su misión y que no tenía nada que agradecerle. El diálogo si no me engaño fue largo.
—Hablemos con franqueza —dijo Einarsson—. No hay perro en la Universidad que no sepa que si el doctor Lee Rosenthal, nuestro jefe, me honra con la misión de representarnos, obra por consejo de usted. Trataré de no defraudarlo. Soy un buen germanista; la lengua de mi infancia es la de las sagas y pronuncio el anglosajón mejor que mis colegas británicos. Mis estudiantes dicen cyning, no cunning. Saben también que les está absolutamente prohibido fumar en clase y que no pueden presentarse disfrazados de hippies. En cuanto a mi frustrado rival, sería de pésimo gusto que yo lo criticara; sobre la Kenning demuestra no sólo el examen de las fuentes originales, sino de los pertinentes trabajos de Meissner y de Marquardt. Dejemos esas fruslerías. Yo le debo a usted, doctor Winthrop, una explicación personal. Dejé mi patria a fines de 1967. Cuando alguien se resuelve a emigrar a un país lejano, se impone fatalmente la obligación de adelantar en ese país. Mis dos opúsculos iniciales, de índole estrictamente filológica, no respondían a otro fin que probar mi capacidad. Ello, evidentemente, no bastaba. Siempre me había interesado la balada de Maldon que puedo repetir de memoria, con uno que otro bache. Logré que las autoridades de Yale publicaran mi edición crítica. La balada registra, como usted sabe, una victoria escandinava, pero en cuanto al concepto de que influyó en las ulteriores sagas de Islandia, lo juzgo inadmisible y absurdo. Lo incluí para halagar a los lectores de habla inglesa.
»Arribo ahora a lo esencial: mi nota polémica del Yale Monthly. Como usted no ignora, justifica, o quiere justificar, mi sistema, pero deliberadamente exagera los inconvenientes del suyo, que, a trueque de imponer a los alumnos el tedio de tres mil intrincados versos consecutivos que narran una historia confusa, los dota de un copioso vocabulario que les permitirá gozar, si no han desertado, del corpus de las letras anglosajonas. Ir a Wisconsin era mi verdadero propósito. Usted y yo, mi querido amigo, sabemos que los congresos son tonterías, que ocasionan gastos inútiles, pero que pueden convenir a un curriculum.
Winthrop lo miró con sorpresa. Era inteligente, pero propendía a tomar en serio las cosas, incluso los congresos y el universo, que bien puede ser una broma cósmica. Einarsson prosiguió:
—Usted recordará tal vez nuestro primer diálogo. Yo había llegado de New York. Era un día domingo; el comedor de la Universidad estaba cerrado y fuimos a almorzar al Nighthawk. Fue entonces cuando aprendí muchas cosas. Como buen europeo, yo siempre había presupuesto que la Guerra Civil fue una cruzada contra los esclavistas; usted argumentó que el Sur estaba en su derecho al querer separarse de la Unión y mantener sus instituciones. Para dar mayor fuerza a lo que afirmaba, me dijo que usted era del Norte y que uno de sus mayores había militado en las filas de Henry Halleck. Ponderó asimismo el coraje de los confederados. A diferencia de los demás, yo sé casi inmediatamente quién es el otro. Esta mañana me bastó. Comprendí, mi querido Winthrop, que a usted lo rige la curiosa pasión americana de la imparcialidad. Quiere, ante todo, ser fairminded. Precisamente por ser hombre del Norte, trató de comprender y justificar la causa del Sur. En cuanto supe que mi viaje a Wisconsin dependía de unas palabras suyas a Rosenthal, resolví aprovechar mi pequeño descubrimiento. Comprendí que impugnar la metodología que usted siempre observa en la cátedra era el medio más eficaz de obtener su voto. Redacté en el acto mi tesis. Los hábitos del Monthly me obligaron al uso de iniciales, pero hice todo lo posible para que no quedara la menor duda sobre la identidad del autor. La confié incluso a muchos colegas.
Hubo un largo silencio. Winthrop fue el primero en romperlo.
—Ahora comprendo —dijo—. Yo soy viejo amigo de Herbert, cuya labor estimo; usted, directa o indirectamente, me atacó. Negarle mi voto hubiera sido una suerte de represalia. Confronté los méritos de los dos y el resultado fue el que usted sabe.
Agregó, como si pensara en voz alta:
—He cedido tal vez a la vanidad de no ser vengativo. Como usted ve, su estratagema no le falló.
—Estratagema es la palabra justa —replicó Einarsson—, pero no me arrepiento de lo que hice. Actuaré del modo mejor para nuestra casa de estudios. Por lo demás yo había resuelto ir a Wisconsin.
—Mi primer Viking —dijo Winthrop y lo miró en los ojos.
—Otra superstición romántica. No basta ser escandinavo para descender de los Vikings. Mis padres fueron buenos pastores de la iglesia evangélica; a principios del siglo diez, mis mayores fueron acaso buenos sacerdotes de Thor. En mi familia no hubo, que yo sepa, gente de mar.
—En la mía hubo muchos —contestó Winthrop—. Sin embargo, no somos tan distintos. Un pecado nos une: la vanidad. Usted me ha visitado para jactarse de su ingeniosa estratagema; yo lo apoyé para jactarme de ser un hombre recto.
—Otra cosa nos une —respondió Einarsson—. La nacionalidad. Soy ciudadano americano. Mi destino está aquí, no en la Última Thule. Usted dirá que un pasaporte no modifica la índole de un hombre.
Se estrecharon la mano y se despidieron.



En El Libro de Arena (1975)
Foto: Borges' Interview at the Oberlin Inn 1, by John Harvith (1983)
The Five Colleges of Ohio Digital Exhibitions
Oberlin College Archives




10/1/15

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Traducción de «Macbeth»







Hay en ti demasiada ternura humana, para que elijas el camino más corto. Querrías ser grande, no te falta ambición, pero sí la indispensable maldad. Preferirías amar rectamente lo que tanto deseas. No te resuelves a deshonrar, pero admitirías un tiempo innoble. Querrías alcanzar, ilustre Glamis, lo que ahora grita en tu alma: “Así debes obrar, así ejecutar” lo que tienes más miedo de hacer, que voluntad de no haber hecho. Ven aquí, para que vuelque mi ánimo en tu oído y borre en palabras lo que te detiene ante el círculo de oro, que el destino y la mediación de la magia, ya reservan.

Entra un mensajero
Lady Macbeth. ¿Qué noticias traes?
Mensajero. El rey llega esta noche.
Lady Macbeth. Es insano lo que dices.
¿No está con él tu amo? ¿Y no me avisa, para recibirlo?
Mensajero. Repito que es verdad lo declarado. Nuestro amo está en camino.
Un compañero que se adelantó me trajo, casi exhausto, la noticia.

Sigue 8 pp después

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares
Oscar Hermes Villordo, Genio y figura de Adolfo Bioy Casares, Buenos Aires, Eudeba, 1983


Aclaración

De reproducción facsimilar de Acto I, Escena IV, en Genio y figura de Adolfo Bioy Casares, de Oscar Hermes Villordo, sin fecha. La traducción de Macbeth por parte de ambos nunca fue publicada. La entrada correspondiente al día martes 24 de diciembre de 1970 del libro Borges, de Bioy Casares, dice: Con Borges empezamos la traducción de Macbeth. Llegó con las primeras cuatro líneas traducidas, escritas de mano de su madre:
"Escena I. Campo Abierto. Truenos y relámpagos. Entran las brujas.
1ª Bruja: ¿Cuándo otra vez
seremos una sola cosa las tres?
¿En el fragor de la violenta
revelación del rayo y la tormenta?"

En el libro En diálogo II, de Osvaldo Ferrari, Borges dice: «Bioy Casares y yo hicimos una traducción de Macbeth, y tradujimos eso como: "Cuando bajo el fulgor del trueno" (una confusión deliberada entre el trueno y el rayo) "Otra vez seremos una sola cosa las tres" ... Hicimos una traducción de tres o cuatro escenas, y luego no sé por qué -uno nunca sabe por qué ocurren esas cosas- cesamos, dejamos esa tarea de lado.»


Cortesía: Biblioteca Jorge Luis Borges
Fuente foto (sin data)

9/1/15

Jorge Luis Borges: Inscripción [Historia de la noche]







Por los mares azules de los atlas y por los grandes mares del mundo. Por el Támesis, por el Ródano y por el Arno. Por las raíces de un lenguaje de hierro. Por una pira sobre un promontorio del Báltico, helmum behongen*. Por los noruegos que atraviesan el claro río, en alto los escudos. Por una nave de Noruega, que mis ojos no vieron. Por una vieja piedra del Althing. Por una curiosa isla de cisnes. Por un gato en Manhattan. Por Kim y por su lama escalando las rodillas de la montaña. Por el pecado de soberbia del samurai. Por el Paraíso en un muro. Por el acorde que no hemos oído, por los versos que no nos encontraron (su número es el número de la arena), por el inexplorado universo. Por la memoria de Leonor Acevedo. Por Venecia de cristal y crepúsculo…
Por la que usted será; por la que acaso no entenderé.
Por todas estas cosas dispares, que son tal vez, como presentía Spinoza, meras figuraciones y facetas de una sola cosa infinita, le dedico a usted este libro, María Kodama.
J.L.B.
Buenos Aires, 23 de agosto de 1977


* Helmun behongen (Beowulf, verso 3139) 
significa en anglosajón «exornada de yelmos»

En Historia de la noche (1977)

Foto: M. Kodama y Borges, Palermo (Sicilia) 1984 
Frente a La Vucciria, óleo de Renato Guttuso 
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos


8/1/15

Jorge Luis Borges: Nueva refutación del tiempo






Vor mir war keine Zeit, nach mir wird keine seyn. Mit
mir gebiert sie sich, mit mir geht sie auch ein. Daniel
von Czepko: Sexcenta monodisticha sapientum, III.
(1655)
NOTA PRELIMINAR
Publicada al promediar el siglo XVIII, esta refutación (o su nombre) perduraría en las bibliografías de Hume y acaso hubiera merecido una línea de Huxley o de Kemp Smith. Publicada en 1947 —después de Bergson—, es la anacrónica reductio ad absurdum de un sistema pretérito o, lo que es peor, el débil artificio de un argentino extraviado en la metafísica. Ambas conjeturas son verosímiles y quizá verdaderas; para corregirlas, no puedo prometer, a trueque de mi dialéctica rudimentaria, una conclusión inaudita. La tesis que propalaré es tan antigua como la flecha de Zenón o como el carro del rey griego, en el Milinda Pañha; la novedad, si la hay, consiste en aplicar a ese fin el clásico instrumento de Berkeley. Éste y su continuador David Hume abundan en párrafos que contradicen o que excluyen mi tesis; creo haber deducido, no obstante, la consecuencia inevitable de su doctrina.
El primer artículo (A) es de 1944 y apareció en el número 115 de la revista Sur; el segundo, de 1946, es una revisión del primero. Deliberadamente, no hice de los dos uno solo, por entender que la lectura de dos textos análogos puede facilitar la comprensión de una materia indócil.
Una palabra sobre el título. No se me oculta que éste es un ejemplo del monstruo que los lógicos han denominado contradictio in adjecto, porque decir que es nueva (o antigua) una refutación del tiempo es atribuirle un predicado de índole temporal, que instaura la noción que el sujeto quiere destruir. Lo dejo, sin embargo, para que su ligerísima burla pruebe que no exagero la importancia de estos juegos verbales. Por lo demás, tan saturado y animado de tiempo está nuestro lenguaje que es muy posible que no haya en estas hojas una sentencia que de algún modo no lo exija o lo invoque.
Dedico estos ejercicios a mi ascendiente Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824), que ha dejado a las letras argentinas algún endecasílabo memorable y que trató de reformar la enseñanza de la filosofía, purificándola de sombras teológicas y exponiendo en la cátedra los principios de Locke y de Condillac. Murió en el destierro; le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir.[51]
J.L.B.
Buenos Aires, 23 de diciembre de 1946


[A]

I
En el decurso de una vida consagrada a las letras y (alguna vez) a la perplejidad metafísica, he divisado o presentido un refutación del tiempo, de la que yo mismo descreo, pero que suele visitarme en las noches y en el fatigado crepúsculo, con ilusoria fuerza de axioma. Esa refutación está de algún modo en todos mis libros: la prefiguran los poemas Inscripción en cualquier sepulcro y El truco, de mi Fervor de Buenos Aires (1923); la declaran cierta página de Evaristo Carriego (1930) y el relato Sentirse en muerte, que más adelante transcribo. Ninguno de los textos que he enumerado me satisface, ni siquiera el penúltimo de la serie, menos demostrativo y razonado que adivinatorio y patético. A todos ellos procuraré fundamentarlos con este escrito.
Dos argumentos me abocaron a esa refutación: el idealismo de Berkeley, el principio de los indiscernibles, de Leibniz.
Berkeley (Principles of Human Knowledge, 3) observó: «Todos admitirán que ni nuestros pensamientos ni nuestras pasiones ni las ideas formadas por nuestra imaginación existen sin la mente. No menos claro es para mí que las diversas sensaciones, o ideas impresas en los sentidos, de cualquier modo que se combinen (id est, cualquiera sea el objeto que formen), no pueden existir más que en una mente que las perciba… Afirmo que esta mesa existe; es decir, la veo y la toco. Si al estar fuera de mi escritorio, afirmo lo mismo, sólo quiero decir que si estuviera aquí la percibiría, o que la percibe algún otro espíritu. Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si las perciben o no, es para mí insensato. Su esse es percipi; no es posible que existan fuera de las mentes que las perciben». En el párrafo 23 agregó, previniendo objeciones: «Pero, se dirá, nada es más fácil que imaginar árboles en un prado o libros en una biblioteca, y nadie cerca de ellos que los percibe. En efecto, nada es más fácil. Pero, os pregunto, ¿qué habéis hecho sino formar en la mente algunas ideas que llamáis libros o árboles y omitir al mismo tiempo la idea de alguien que los percibe? Vosotros, mientras tanto, ¿no los pensábais? No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego que los objetos puedan existir fuera de la mente.» En otro párrafo, el número 6, ya había declarado: «Hay verdades tan claras que para verlas nos basta abrir los ojos. Una de ellas es la importante verdad: Todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra —todos los cuerpos que componen la poderosa fábrica del universo— no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno».
Tal es, en las palabras de su inventor, la doctrina idealista. Comprenderla es fácil; lo difícil es pensar dentro de su límite. El mismo Schopenhauer, al exponerla, comete negligencias culpables. En las primeras líneas del primer libro de su Welt als Wille and Vorstellung —año de 1819— formula esta declaración que lo hace acreedor a la imperecedera perplejidad de todos los hombres: «El mundo es mi representación. El hombre que confiesa esta verdad sabe claramente que no conoce un sol ni una tierra, sino tan sólo unos ojos que ven un sol y una mano que siente el contacto de una tierra.» Es decir, para el idealista Schopenhauer los ojos y la mano del hombre son menos ilusorios o aparenciales que la tierra y el sol. En 1844, publica un tomo complementario. En su primer capítulo redescubre y agrava el antiguo error: define el universo como un fenómeno cerebral y distingue «el mundo en la cabeza» del «mundo fuera de la cabeza». Berkeley, sin embargo, le había hecho decir a Philonous en 1713: «El cerebro de que hablas, siendo una cosa sensible, sólo puede existir en la mente. Yo querría saber si te parece razonable la conjetura de que una idea o cosa en la mente ocasiona todas las otras. Si contestas que sí, ¿cómo explicarás el origen de esa idea primaria o cerebro?». Al dualismo o cerebrísmo de Schopenhauer, también es justo contraponer el monismo de Spiller. Éste (The Mind of Man, capítulo VIII, 1902) arguye que la retina y la superficie cutánea invocadas para explicar lo visual y lo táctil son, a su vez, dos sistemas táctiles y visuales y que el aposento que vemos (el «objetivo») no es mayor que el imaginado (el «cerebral») y no lo contiene, ya que se trata de dos sistemas visuales independientes. Berkeley (Principles of Human Knowledge, 10 y 116) negó asimismo las cualidades primarias —la solidez y la extensión de las cosas— y el espacio absoluto.
Berkeley afirmó la existencia continua de los objetos, ya que cuando algún individuo no los percibe, Dios los percibe; Hume, con más lógica, la niega (Treatise of Human Nature, I, 4, 2); Berkeley afirmó la identidad personal, «pues yo no meramente soy mis ideas, sino otra cosa: un principio activo y pensante» (Dialogues, 3); Hume, el escéptico, la refuta y hace de cada hombre «una colección o atadura de percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez» (obra citada, I, 4, 6). Ambos afirman el tiempo: para Berkeley, es «la sucesión de ideas que fluye uniformemente y de la que todos los seres participan» (Principles of Human Knowledge, 98); para Hume, «una sucesión de momentos indivisibles» (obra citada, I, 2, 2).
He acumulado transcripciones de los apologistas del idealismo, he prodigado sus pasajes canónicos, he sido iterativo y explícito, he censurado a Schopenhauer (no sin ingratitud), para que mi lector vaya penetrando en ese inestable mundo mental. Un mundo de impresiones evanescentes; un mundo sin materia ni espíritu, ni objetivo ni subjetivo; un mundo sin la arquitectura ideal del espacio; un mundo hecho de tiempo, del absoluto tiempo uniforme de los Principia; un laberinto infatigable, un caos, un sueño. A esa casi perfecta disgregación llegó David Hume.
Admitido el argumento idealista, entiendo que es posible —tal vez, inevitable— ir más lejos. Para Hume no es lícito hablar de la forma de la luna o de su color; la forma y el color son la luna; tampoco puede hablarse de las percepciones de la mente, ya que la mente no es otra cosa que una serie de percepciones. El pienso, luego soy cartesiano queda invalidado; decir pienso es postular el yo, es una petición de principio; Lichtenberg, en el siglo XVIII, propuso que en lugar de pienso, dijéramos impersonalmente piensa, como quien dice truena o relampaguea. Lo repito: no hay detrás de las caras un yo secreto, que gobierna los actos y que recibe las impresiones; somos únicamente la serie de esos actos imaginarios y de esas impresiones errantes. ¿La serie? Negados el espíritu y la materia, que son continuidades, negado también el espacio, no se qué derecho tenemos a esa continuidad que es el tiempo. Imaginemos un presente cualquiera. En una de las noches del Misisipí, Huckleberry Finn se despierta; la balsa, perdida en la tiniebla parcial, prosigue río abajo; hace tal vez un poco de frío. Huckleberry Finn reconoce el manso ruido infatigable del agua; abre con negligencia los ojos; ve un vago número de estrellas, ve una raya indistinta que son los árboles; luego, se hunde en el sueño inmemorable como en un agua oscura.[52] La metafísica idealista declara que añadir a esas percepciones una sustancia material (el objeto) y una sustancia espiritual (el sujeto) es aventurado e inútil; yo afirmo que no menos ilógico es pensar que son términos de una serie cuyo principio es tan inconcebible como su fin. Agregar al río y a la ribera percibidos por Huck la noción de otro río sustantivo de otra ribera, agregar otra percepción a esa red inmediata de percepciones, es, para el idealismo, injustificable; para mí, no es menos injustificable agregar una precisión cronológica: el hecho, por ejemplo, de que lo anterior ocurrió la noche del 7 de junio de 1849, entre las cuatro y diez y las cuatro y once. Dicho sea con otras palabras: niego, con argumentos del idealismo, la vasta serie temporal que el idealismo admite. Hume ha negado la existencia de un espacio absoluto, en el que tiene su lugar cada cosa; yo, la de un solo tiempo, en el que se eslabonan todos los hechos. Negar la coexistencia no es menos arduo que negar la sucesión.
Niego, en un número elevado de casos, lo sucesivo; niego, en un número elevado de casos, lo contemporáneo también. El amante que piensa Mientras yo estaba tan feliz, pensando en la fidelidad de mi amor, ella me engañaba, se engaña: si cada estado que vivimos es absoluto, esa felicidad no fue contemporánea de esa traición; el descubrimiento de esa traición es un estado más, inapto para modificar a los «anteriores», aunque no a su recuerdo. La desventura de hoy no es más real que la dicha pretérita. Busco un ejemplo más concreto. A principios de agosto de 1824, el capitán Isidoro Suárez, a la cabeza de un escuadrón de Húsares del Perú, decidió la victoria de Junín; a principios de agosto de 1824, De Quincey publicó una diatriba contra Wilhelm Meisters Lehrjahre; tales hechos no fueron contemporáneos (ahora lo son), ya que los dos hombres murieron, aquél en la ciudad de Montevideo, éste en Edimburgo, sin saber nada el uno del otro… Cada instante es autónomo. Ni la venganza ni el perdón ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado. No menos vanos me parecen la esperanza y el miedo, que siempre se refieren a hechos futuros; es decir, a hechos que no nos ocurrirán a nosotros, que somos el minucioso presente. Me dicen que el presente, el specious present de los psicólogos, dura entre unos segundos y una minúscula fracción de segundo; eso dura la historia del universo. Mejor dicho, no hay esa historia, como no hay la vida de un hombre, ni siquiera una de sus noches; cada momento que vivimos existe, no su imaginario conjunto. El universo, la suma de todos los hechos, es una colección no menos ideal que la de todos los caballos con que Shakespeare soñó —¿uno, muchos, ninguno?— entre 1592 y 1594. Agrego: si el tiempo es un proceso mental ¿cómo pueden compartirlo millares de hombres, o aun dos hombres distintos? El argumento de los párrafos anteriores, interrumpido y como entorpecido de ejemplos, puede parecer intrincado. Busco un método más directo. Consideremos una vida en cuyo decurso las repeticiones abundan: la mía, verbigracia. No paso ante la Recoleta sin recordar que están sepultados ahí mi padre, mis abuelos y trasabuelos, como yo lo estaré; luego recuerdo ya haber recordado lo mismo, ya innumerables veces; no puedo caminar por los arrabales en la soledad de la noche, sin pensar que ésta nos agracia porque suprime los ociosos detalles, como el recuerdo; no puedo lamentar la perdición de un amor o de una amistad sin meditar que sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido; cada vez que atravieso una de las esquinas del sur, pienso en usted, Helena; cada vez que el aire me trae un olor de eucaliptos, pienso en Adrogué, en mi niñez; cada vez que recuerdo el fragmento 91 de Heráclito: No bajarás dos veces al mismo río, admiro su destreza dialéctica, pues la facilidad con que aceptamos el primer sentido («El río es otro») nos importe clandestinamente el segundo («Soy otro») y nos concede la ilusión de haberlo inventado; cada ver que oigo a un germanófilo vituperar el yiddish, reflexiono que el yiddish es, ante todo, un dialecto alemán, apenas maculado por el idioma del Espíritu Santo. Esas tautologías (y otras que callo) son mi vida entera. Naturalmente, se repiten sin precisión; hay diferencias de énfasis, de temperatura, de luz, de estado fisiológico general. Sospecho, sin embargo, que el número de variaciones circunstanciales no es infinito: podemos postular, en la mente de un individuo (o de dos individuos que se ignoran, pero en quienes se opera el mismo proceso), dos momentos iguales. Postulada esa igualdad, cabe preguntar: Esos idénticos momentos ¿no son el mismo? ¿No basta un solo término repetido para desbaratar y confundir la serie del tiempo? ¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?
Ignoro, aún, la ética del sistema que he bosquejado. No sé si existe. El quinto párrafo del cuarto capítulo del tratado Sanhedrín de la Mishnah declara que, para la justicia de Dios, el que mata a un solo hombre, destruye el mundo; si no hay pluralidad, el que aniquilara a todos los hombres no sería más culpable que el primitivo y solitario Caín, lo cual es ortodoxo, ni más universal en la destrucción, lo que puede ser mágico. Yo entiendo que así es. Las ruidosas catástrofes generales —incendios, guerras, epidemias— son un solo dolor, ilusoriamente multiplicado en muchos espejos. Así lo juzga Bernard Shaw (Guide to Socialism, 86): «Lo que tú puedes padecer es lo máximo que pueda padecerse en la tierra. Si mueres de inanición sufrirás toda la inanición que ha habido o que habrá. Si diez mil personas mueren contigo, su participación en tu suerte no hará que tengas diez mil veces más hambre ni multiplicará por diez mil el tiempo en que agonices. No te dejes abrumar por la horrenda suma de los padecimientos humanos; la tal suma no existe. Ni la pobreza ni el dolor son acumulables». Cf. también The Problem of Pain, VII, de C. S. Lewis.
Lucrecio (De rerum natura, I, 830) atribuye a Anaxágoras la doctrina de que el oro consta de partículas de oro; el fuego, de chispas; el hueso, de huesitos imperceptibles. Josiah Royce, tal vez influido por San Agustín, juzga que el tiempo está hecho de tiempo y que «todo presente en el que algo ocurre es también una sucesión» (The World and the Individual, II, 139). Esa proposición es compatible con la de este trabajo.
II
Todo lenguaje es de índole sucesiva; no es hábil para razonar lo eterno, lo intemporal. Quienes hayan seguido con desagrado la argumentación anterior, preferirían tal vez esta página de 1928. La he mencionado ya; se trata del relato que se titula Sentirse en muerte:
«Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y extática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya antedicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.
«Lo rememoro así. La tarde que precedió a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya dio un sabor extraño a ese día. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar, después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata; procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisíble esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —más altos que las líneas estiradas de las paredes— parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle, la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.
«Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo; indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí; no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.
«La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desintegrarlo.
«Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales —los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho desgano— son más impersonales aún. Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede pues en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara».


[B]

De las muchas doctrinas que la historia de la filosofía registra, tal vez el idealismo es la más antigua y la más divulgada. La observación es de Carlyle (Novalis, 1829); a los filósofos que alega cabe añadir, sin esperanza de integrar el infinito censo, los platónicos, para quienes lo único real son los prototipos (Norris, Judas, Abrabanel, Gemisto, Plotino), los teólogos, para quienes es contingente todo lo que no es la divinidad (Malebranche, Johannes Eckhart), los monistas, que hacen del universo un ocioso adjetivo de lo Absoluto (Bradley, Hegel, Parménides)… El idealismo es tan antiguo como la inquietud metafísica: su apologista más agudo, George Berkeley, floreció en el siglo XVIII; contrariamente a lo que Schopernhauer declara (Welt als Wille und Vorstellung, II, 1), su mérito no pudo consistir en la intuición de esa doctrina sino en los argumentos que ideó para razonarla. Berkeley usó de esos argumentos contra la noción de materia; Hume los aplicó a la conciencia; mi propósito es aplicarlos al tiempo. Antes recapitularé brevemente las diversas etapas de esa dialéctica.
Berkeley negó la materia. Ello no significa, entiéndase bien, que negó los colores, los olores, los sabores, los sonidos y los contactos; lo que negó fue que, además de esas percepciones, que componen el mundo externo, hubiera dolores que nadie siente, colores que nadie ve, formas que nadie toca. Razonó que agregar una materia a las percepciones es agregar al mundo un inconcebible mundo superfluo. Creyó en el mundo aparencial que urden los sentidos, pero entendió que el mundo material (digamos, el de Toland) es una duplicación ilusoria. Observó (Principles of Human Knowledge, 3): «Todos admitirán que ni nuestros pensamientos ni nuestras pasiones ni las ideas formadas por nuestra imaginación existen sin la mente. No menos claro es para mí que las diversas sensaciones o ideas impresas en los sentidos, de cualquier modo que se combinen (id est, cualquiera sea el objeto que formen), no pueden existir sino en alguna mente que las perciba… Afirmo que esta mesa existe; es decir, la veo y la toco. Si, al haber dejado esta habitación, afirmo lo mismo, sólo quiero manifestar que si yo estuviera, aquí la percibiría, o que la percibe algún otro espíritu… Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si las perciben o no, es para mí insensato. Su esse es percipi; no es posible que existan fuera de las mentes que las perciben». En el párrafo 23 agregó, previniendo objeciones: «Pero, se dirá, nada es más fácil que imaginar árboles en un parque o libros en una biblioteca, y nadie cerca de ellos que los percibe. En efecto, nada es más fácil. Pero, os pregunto, ¿qué habéis hecho sino formar en la mente algunas ideas que llamáis libros o árboles y omitir al mismo tiempo la idea de alguien que las percibe? Vosotros, mientras tanto, ¿no las pensábais? No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego que las ideas pueden existir fuera de la mente». En el párrafo 6 ya había declarado: «Hay verdades tan claras que para verlas nos basta abrir los ojos. Tal es la importante verdad: Todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra —todos los cuerpos que componen la enorme fábrica del universo— no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno». (El dios de Berkeley es un ubicuo espectador cuyo fin es dar coherencia al mundo.) La doctrina que acabo de exponer ha sido interpretada perversalmente. Herbert Spencer cree refutarla (Principles of Psychology, VIII, 6), razonando que si nada hay fuera de la conciencia, ésta debe ser infinita en el tiempo y en el espacio. Lo primero es cierto si comprendemos que todo tiempo es tiempo percibido por alguien, erróneo si inferimos que ese tiempo debe, necesariamente, abarcar un número infinito de siglos; lo segundo es ilícito, ya que Berkeley (Principles of Human Knowledge, 116; Siris, 266) repetidamente negó el espacio absoluto. Aun más indescifrable es el error en que Schopennhauer incurre (Welt als Wille und Vorstellung, II, 1), al enseñar que para los idealistas el mundo es un fenómeno cerebral: Berkeley, sin embargo, había escrito (Dialogues Between Hylas and Philonus, II) : «El cerebro, como cosa sensible, sólo puede existir en la mente. Yo querría saber si juzgas razonable la conjetura de que una idea o cosa en la mente ocasione todas las otras. Si contestas que sí, ¿cómo explicarás el origen de esa idea primaria o cerebro?». El cerebro, efectivamente, no es menos una parte del mundo externo que la constelación del Centauro.
Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; David Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu: aquél no había querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de materia, este no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción metafísica de un yo. Tan lógica es esa ampliación de los argumentos de Berkeley que éste ya la había previsto, como Alexander Campbell Fraser hace notar, y hasta procuró recusarla mediante el ergo sum cartesiano. «Si tus principios son valederos, tú mismo no eres más que un sistema de ideas fluctuantes, no sostenidas por ninguna sustancia, ya que tan absurdo es hablar de sustancia espiritual como de sustancia material», razona Hylas, anticipándose a David Hume, en el tercero y último de los Dialogues. Corrobora Hume, (Treatise of Human Nature, I, 4, 6): «Somos una colección o conjunto de percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez… La mente es una especie de teatro, donde las percepciones aparecen, desaparecen, vuelven y se combinan de infinitas maneras. La metáfora no debe engañarnos. Las percepciones constituyen la mente y no podemos vislumbrar en qué sitio ocurren las escenas ni de qué materiales está hecho el teatro».
Admitido el argumento idealista, entiendo que es posible —tal vez, inevitable— ir más lejos. Para Berkeley, el tiempo es «la sucesión de ideas que fluye uniformemente y de la que todos los seres participan» (Principles of Human Knowledge, 98); para Hume, «una sucesión de momentos indivisibles» (Treatise of Human Nature, I, 2, 3). Sin embargo, negadas la materia y el espíritu, que son continuidades, negado también el espacio, no sé con qué derecho retendremos esa continuidad que es el tiempo. Fuera de cada percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existirá fuera de cada instante presente. Elijamos un momento de máxima simplicidad: verbigracia, el del sueño de Chuang Tzu (Herbert Allen Giles: Chuang Tzu, 1889). Éste, hará unos veinticuatro siglos, soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. No consideremos el despertar, consideremos el momento del sueño; o uno de los momentos. «Soñé que era una mariposa que andaba por el aire y que nada sabía de Chuang Tzu», dice el antiguo texto. Nunca sabremos si Chuang Tzu vio un jardín sobre el que le parecía volar o un móvil triángulo amarillo, que sin duda era él, pero nos consta que la imagen fue subjetiva, aunque la suministró la memoria. La doctrina del paralelismo psicofísico juzgará que a esa imagen debió de corresponder algún cambio en el sistema nervioso del soñador; según Berkeley, no existía en aquel momento el cuerpo de Chuang Tzu, ni el negro dormitorio en que soñaba, salvo como una percepción en la mente divina. Hume simplifica aun más lo ocurrida. Según él, no existía en aquel momento el espíritu de Chuang Tzu; sólo existían los colores del sueño y la certidumbre de ser una mariposa. Existía como término momentáneo de la «colección o conjunto de percepciones» que fue, unos cuatro siglos antes de Cristo, la mente de Chuang Tzu; existían como término n de una infinita serie temporal, entre n - 1 y n + 1. No hay otra realidad, para el idealismo, que la de los procesos mentales; agregar a la mariposa que se percibe una mariposa objetiva le parece una vana duplicación; agregar a los procesos un yo le parece no menos exorbitante. Juzga que hubo un soñar, un percibir, pero no un soñador ni siquiera un sueño; juzga que hablar de objetos y de sujetos es incurrir en una impura mitología. Ahora bien, si cada estado psíquico es suficiente, si vincularlo a una circunstancia o a un yo es una ilícita y ociosa adición, ¿con qué derecho le impondremos después, un lugar en el tiempo? Chuang Tzu soñó que era una mariposa y durante aquel sueño no era Chuang Tzu, era una mariposa. ¿Cómo, abolidos el espacio y el yo, vincularemos esos instantes a los del despertar y a la época feudal de la historia china? Ello no quiere decir que nunca sabremos, siquiera de manera aproximativa, la fecha de aquel sueño; quiere decir que la fijación cronológica de un suceso, de cualquier suceso del orbe, es ajena a él, y exterior. En la China, el sueño de Chuang Tzu es proverbial; imaginemos que de sus casi infinitos lectores, uno sueña que es una mariposa y luego que es Chuang Tzu. Imaginemos que, por un azar no imposible, este sueño repite puntualmente el que soñó el maestro. Postulada esa igualdad, cabe preguntar: Esos instantes que coinciden ¿no son el mismo? ¿No basta un solo término repetido para desbaratar y confundir la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia? Negar el tiempo es dos negaciones: negar la sucesión de los términos de una serie, negar el sincronismo de los términos de dos series. En efecto, si cada término es absoluto, sus relaciones se reducen a la conciencia de que esas relaciones existen. Un estado precede a otro si se sabe anterior; un estado de G es contemporáneo de un estado de H si se sabe contemporáneo. Contrariamente a lo declarado por Schopenhauer[53] en su tabla de verdades fundamentales (Welt als Wille and Vorstellung, II, 4), cada fracción de tiempo no llena simultáneamente el espacio entero, el tiempo no es ubicuo. (Claro está que, a esta altura del argumento, ya no existe el espacio.) Meinong, en su teoría de la aprehensión, admite la de objetos imaginarios: la cuarta dimensión, digamos, o la estatua sensible de Condillac o el animal hipotético de Lotze o la raíz cuadrada de -1. Si las razones que he indicado son válidas, a ese orbe nebuloso pertenecen también la materia, el yo, el mundo externo, la historia universal, nuestras vidas.
Por lo demás, la frase negación del tiempo es ambigua. Puede significar la eternidad de Platón o de Boecio y también los dilemas de Sexto Empírico. Éste (Adversus mathematicos, XI, 197) niega el pasado, que ya fue, y el futuro, que no es aún, y arguye que el presente es divisible o indivisible. No es indivisible, pues en tal caso no tendría principio que lo vinculara al pasado ni fin que lo vinculara al futuro, ni siquiera medio, porque no tiene medio lo que carece de principio y de fin; tampoco es divisible, pues en tal caso constaría de una parte que fue y de otra que no es. Ergo, no existe, pero como tampoco existen el pasado y el porvenir, el tiempo no existe. F. H. Bradley redescubre y mejora esa perplejidad. Observa (Appearance and Reality, IV) que si el ahora es divisible en otros ahoras, no es menos complicado que el tiempo, y si es indivisible, el tiempo es una mera relación entre cosas intemporales. Tales razonamientos, como se ve, niegan las partes para luego negar el todo; yo rechazo el todo para exaltar cada una de las partes. Por la dialéctica de Berkeley y de Hume he arribado al dictamen de Schopenhauer: «La forma de la aparición de la voluntad es sólo el presente, no el pasado ni el porvenir; éstos no existen más que para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de razón. Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro: el presente es la forma de toda vida, es una posesión que ningún mal puede arrebatarle… El tiempo es como un círculo que girara infinitamente: el arco que desciende es el pasado, el que asciende es el porvenir; arriba, hay un punto indivisible que toca la tangente y es el ahora. Inmóvil como la tangente, ese inextenso punto marca el contacto del objeto, cuya forma es el tiempo, con el sujeto, que carece de forma, porque no pertenece a lo conocible y es previa condición del conocimiento» (Welt als Wille und Vorstellung, I, 54). Un tratado budista del siglo V, el Visuddhimagga (Camino de la Pureza), ilustra la misma doctrina con la misma figura: «En rigor, la vida de un ser dura lo que una idea. Como una rueda de carruaje, al rodar, toca la tierra en un solo punto, dura la vida lo que dura una sola idea» (Radhakrishman: Indian Philosophy, I, 373). Otros textos budístas dicen que el mundo se aniquila y resurge seis mil quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una ilusión, vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solos. «El hombre de un momento pretérito —nos advierte el Camino de la pureza— ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá» (obra citada, I, 407), dictamen que podemos comparar con éste de Plutarco (De E apud Delphos, 18): «El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana.»
And yet, and yet… Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.
Freund, es ist auch genug. Im Fall du mehr willst lesen,
So geh und werde selbst die Schrift und selbst das Wesen.
(Angelus Silesius: Cherubinischer Wandersmann, VI, 263. 1675)



Notas


[51] No hay exposición del budismo que no mencione el Milinda Pañha, obra apologética del siglo II, que refiere un debate cuyos interlocutores son el rey de la Bactriana, Menandro, y el monje Nagasena. Éste razona que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ella… Al cabo de una controversia de muchos días, Menandro (Milinda) se convierte a la fe del Bruddha. El Milindra Pañha ha sido vertido al inglés por Rhys Davids (Oxford, 1890, 1894). 

[52] Para facilidad del lector he elegido un instante entre dos sueños, un instante literario, no histórico. Si alguien sospecha una falacia, puede intercalar otro ejemplo; de su vida, si quiere. 

[53] Antes, por Newton, que afirmó: «Cada partícula de espacio es eterna, cada indivisible momento de duración está en todas partes» (Principia, III, 42).



En Otras inquisiciones (1952)
Foto: Borges 1943 por Gisèle Freund - RMN Fr


7/1/15

Jorge Luis Borges: Venecia







Los peñascos, los ríos que tienen su cuna en las cumbres, la fusión de las aguas de esos ríos con las del Mar Adriático, los azares o las fatalidades de la historia y de la geología, la resaca, la arena, la formación gradual de las islas, la cercanía de Grecia, los peces, las migraciones de las gentes, las guerras de la Armórica y del Báltico, las cabañas de junco, las ramas entretejidas con barro, la inextricable red de canales, los primitivos lobos, las incursiones de los piratas dálmatas, la delicada terracota, las azoteas, el mármol, las caballadas y las lanzas de Atila, los pescadores defendidos por su pobreza, los lombardos, el hecho de ser uno de los puntos en que se encuentran el Occidente y el Oriente, los días y las noches de generaciones hoy olvidadas fueron los artífices. Recordemos también los anuales anillos de oro que el Dux dejaba caer desde la proa del Bucentauro y que, en la penumbra o tiniebla del agua, son los indefinidos eslabones de una cadena ideal en el tiempo. Sería aquí una injusticia olvidar al solícito buscador de los papeles de Aspern, a Dandolo, a Carpaccio, al Petrarca, a Shylock, a Byron, a Beppo, a Ruskin y a Marcel Proust. Altos en la memoria están los capitanes de bronce que invisiblemente se miran desde hace siglos, en los dos términos de una larga llanura.
Gibbon observa que la independencia de la antigua república de Venecia ha sido declarada por la espada y puede ser justificada por la pluma. Pascal escribe que los ríos son caminos que andan; los canales de Venecia son los caminos por los que andan las enlutadas góndolas que tienen algo de enlutados violines y que también recuerdan la música porque son melodiosas.
Alguna vez escribí en un prólogo Venecia de cristal y crepúsculo. Crepúsculo y Venecia para mí son dos palabras casi sinónimas, pero nuestro crepúsculo ha perdido la luz y teme la noche y el de Venecia es un crepúsculo delicado y eterno, sin antes ni después.



En Atlas (1984)
Foto: Borges y María Kodama 
En el Café Florian, por Fulvio Roitter
Colección María Kodama) [+]
Acompaña al texto en la edición de Emecé (2008)


6/1/15

Iván Almeida: Diez anotaciones al margen de un soneto de Borges – “Buenos Aires 1899”





Buenos Aires, 1899
1. El aljibe. En el fondo la tortuga.
2. Sobre el patio la vaga astronomía
3. Del niño. La heredada platería
4. Que se espeja en el ébano. La fuga
5. Del tiempo, que al principio nunca pasa.
6. Un sable que ha servido en el desierto.
7. Un grave rostro militar y muerto.
8. El húmedo zaguán. La vieja casa.
9. En el patio que fue de los esclavos
10. La sombra de la parra se aboveda.
11. Silba un trasnochador por la vereda.
12. En la alcancía duermen los centavos.
13. Nada. Sólo esa pobre medianía
14. Que buscan el olvido y la elegía.

1. Aljibe / elegía

Ruinas sonoras. Ruinas circulares. Complicidad de “aljibe” (1) y de “elegía” (14).

La primera palabra y la última del soneto parecen corresponderse como las cóncavas paredes de nácar que encierran una perla. El soneto se envuelve en sus propias palabras.

Ruinas de lo que sólo existe como perdido: Buenos Aires, el año en que nació el poeta. Elegía del recuerdo imposible.1

Un Buenos Aires que es sólo una casa (analíticamente concéntrica) y una vereda que desborda lo espacial en lo sonoro.


2. El soneto: la “pobre medianía”

Performatividad textual.
Nada. Sólo esa pobre medianía
Que buscan el olvido y la elegía.
(13 –14)
“Nada”: esas dos sílabas desprovistas de toda sintaxis sirven de gozne entre las dos partes del soneto: los tres cuartetos que enumeran y el dístico que concluye y envía. 2

Sin embargo, el ritmo prosódico invita a eludir el ritmo natural, que exigiría pausa: “Nada. Sólo” debe, en efecto, ser leído “Nadasólo” porque pertenecen al mismo hemistiquio. Y, como si fuera poco, la sinalefa entre “sólo” y “esa” anula definitivamente la cesura. El acento melódico en las sílabas 3, 6 y 10 atoniza la sílabas de “nada” y diluye las de “esa”: “nadasoloes – (/) apobre medianía”. Paradoja de una sinonimia vacilante: el ritmo determina algo como una aceleración semántica que hace que la “nada” se incrusta y se corrige en un “sólo” inestable, que ya “es” la “pobre medianía”.3

En su posición cardinal, la “nada” que resume lo nombrado define el olvido y al mismo tiempo lo suspende. Una nada –paradoja, que enumera lo que olvida.

De “la vieja casa” no queda, pues, nada. O más bien sí: “sólo” el soneto, que al terminarse se nombra y completa su propia historia. 4 Cada verso en apariencia, contribuye a la descripción progresiva de una geografía. En cada verso, sin embargo, se cifra el destino del soneto, que traza la medianía que va del “olvido” (el silencio del aljibe), a la “elegía” y que pidió, de paso, un verso y una melodía al silbido de un trasnochador.

El soneto descubre que ya no puede ser silencio y que todavía no ha llegado a ser una queja. Es “sólo” eso que puede ser tenido por nada, puesto que aún no ha llegado a ser y ya está a punto de despedirse. El no poder ser olvido y el no poder ser elegía definen la pobreza de soneto: será a la vez “olvido y elegía” cuando haya dicho su última palabra, cuando ya no sea ni uno ni otro.


3. Aljibe / alcancía

Otra circularidad: del aljibe a la alcancía (versos 1 y 12).

Dos palabras árabes. Ambas llevan la duplicación del artículo interno por el determinante externo. Adquieren así un valor paradigmático de redundante determinación.

En la cavidad del aljibe está la continuidad del agua, que infinitamente recorre la tortuga.

En la cavidad de la alcancía está la discontinuidad de los centavos, la acumulación de lo simbólico, la linealidad del lenguaje que tantas veces Borges ha opuesto a la simultaneidad de la experiencia.

Lo que queda en las manos es la alcancía, donde duermen los símbolos, donde sólo cabe soñar por “el otro tigre, el que no está en el verso”.

Así, el recorrido de los tres cuartetos es el que va de lo olvidado a lo cantado, la “pobre medianía que buscan el olvido y la elegía”. Los versos son monedas de sueño 5. Su alcancía está más allá de la vereda, no pertenece a la geografía de la casa, que es el objeto de olvido y de elegía.


4. Espiral

El resto es una espiral divergente, que sigue el plano de la mansión patricia –entre aljibe y zaguán–, la arquitectura del universo –entre pozo y cielo–, la fuga de la vida –entre niño y muerto–.

El aljibe está en el centro del primer patio. Detrás del primer patio, el segundo, llamado “de los esclavos”. Por delante: el zaguán. El recorrido va del centro a la periferia, primero hacia adelante: aljibe → patio → salón → zaguán → casa. Luego, hacia atrás: → patio de los esclavos.

El exterior es la franja determinada por la “vereda”: ya no es la visión sino el oído lo que la determina, como la zona fronteriza en que la visión cederá a la música. Y luego, al poema. El límite exterior de la casa es el soneto: nada.


5. Concavidades

Verticalmente, el aljibe es la síntesis del universo: “el aljibe es una torre inversa entre dos cielos” (Luna de Enfrente, OC 1: 67). Por eso el patio, con su aljibe, puede ofrecerle al niño su “vaga astronomía”. Entre los dos cielos, el espejado y el real, la “parra”, que es bóveda y es sombra.

La “vaga astronomía” del patio rima, desde lejos, y bajo muchos aspectos, con “la pobre medianía”, esa otra duplicación que es el poema.


6. Destino del reflejo

La original inversión de los reflejos (“la heredada platería / que se espeja en el ébano” 3,4) de–construye el oxímoron del “sol negro”. La “heredada” platería, junto con “un sable que ha servido en el desierto” (suave aliteración la de este verso, como si la arena hubiera respetado algo del filo), y con “un grave rostro militar y muerto” señalan la presencia ya ajada del “anteayer”, de la elegía en la elegía, del olvido en el olvido. La hipálage “muerto”, atribuida como una calificación determinante del rostro (y no del antepasado), prepara los desplazamientos que poco a poco irán de las cosas a su representación.


7. Desgarrón del tiempo

Dos asonancias internas –“ébano” (4) y “tiempo” (5)– crean una cómplice anticipación de las rimas fuertes del segundo cuarteto: “desierto” (6) y “muerto” (7). La fuerza del ébano se agiliza en su condición de brillante espejo, se desplaza esforzadamente con el tiempo, se dispersa en las arenas del desierto y se detiene en un reflejo muerto: vida, pasión y muerte de la representación. Todo este movimiento, plasmado en la síncopa respiratoria, en la casi suspensión que provoca el encabalgamiento de estrofas entre “fuga” y “tiempo”. Casi se percibe, al recitar, que “al principio nunca pasa”. La fuga del tiempo se desgarra de la estrofa, que no alcanza a detenerla.


8. Arribaje : del niño a la vieja casa

“El húmedo zaguán. La vieja casa”.

Epítetos banales. Enumeración sin verbo. El octavo verso cierra un ciclo de descripciones substantivadas, sin ningún verbo principal. La única acción, hasta ahora, ha estado constituida por los desplazamientos de la visión. Todo eso finalmente lleva un nombre: “la vieja casa”.

Esa vejez, que va más allá de las espadas en desuso y de los rostros muertos, ofrece el arribaje, el puerto final, a la “astronomía del niño”.


9. El cielo del pobre
En el patio que fue de los esclavos
La sombra de la parra se aboveda
. (9 –10)
Primera oración con verbo principal. Visión “detrás del espejo”. Retorno de la mirada, que vuelve, vieja, de la “vieja casa”. La sombra de la parra forma, al final del recorrido, un cielo doméstico, una bóveda alcanzable,opaca, un cielo pobre, hecho de sombra, como el color de los esclavos: otrora del otrora, ruinas circulares. Los verbos que comienzan a asomarse conspiran contra la vaga astronomía de la noche. La noche está muriendo y necesita retardarse en las sombras: la acecha el silbido de un trasnochador (tal vez la pálida melodía del poema que está por nacer).


10. Envío
En la alcancía duermen los centavos. (12) 
Es necesario detener la noche, volver al consuelo del sueño y de los sueños: apropiarse del silbido del pasante y encerrar el último dístico en la alcancía. Volver al aljibe del pobre, la “pobre medianía” que encuentran el olvido y la elegía.



Referencias

Borges, Jorge Luis. Historia de la noche. Buenos Aires: Emecé, 1977.
Borges, Jorge Luis. Obras Completas. 4 vol. Barcelona: Emecé, 1989–1996.
Borges, Jorge Luis. “An Autobiographical Essay”. Critical Essays on Jorge Luis Borges. Ed. Jaime Alazraki. Boston: G. K. Hall & Co., 1987.
Prilutzky Farny, Julia. Antología del amor. Buenos Aires: Plus Ultra, 1981.


Notas

1 Borges no puede tener recuerdos de la casa que lo vio nacer, ya que su familia se mudó a Palermo cuando él tenía dos años. Según su “Autobiographical Essay”, los primeros recuerdos de Borges remontan a su segunda casa, donde ya no había al jibe: “I have my first memories of another house, with two patios, a garden with a tall windmill pump, and, on the other side of the garden, an empty lot” (21).

2 Desde el punto de vista de las rimas, se trata de un soneto a la inglesa, compuesto de tres cuartetos y un dístico. Esta forma, que refuerza el énfasis de los dos últimos versos, es particularmente preferida por Borges.

3 Es sintomático que la edición de las Obras Completas (OC 3: 186) cometa un error de transcripción y substituye “esa” por “es”…

4 La operatividad del poema dentro de su propia trama recuerda el magnífico final del poema 36 de Julia Prilutzky Farny: "Pero no deja nada de su paso: / una breve sorpresa, un llanto escaso. / Si ha quedado un poema, ya es bastante" (181).

5 En “Otro poema de los dones”, Borges da gracias “Por las místicas monedas de Ángel Silesio” ( El otro, el mismo, OC 2: 314). Y en un diálogo con A. Carrizo, comenta: “Claro, monedas, porque son dísticos. Toda su obra está en dísticos” (Borges el memorioso 108). En repetidos casos, los poemas breves de Borges llevan por título “monedas”.

6 Variación 1: “parra firmamental de uva negra, / los días del verano dormían a tu sombra” (“Curso de los recuerdos”, Cuaderno San Martín. OC 1: 84)
Variación 2: “Desde mi nacimiento, que fue el noventa y nueve / De la cóncava parra y el aljibe profundo, / El tiempo minucioso, que en la memoria es breve, / Me fue hurtando las formas visibles de este mundo” (“El ciego” II, La Rosa profunda, OC 3: 102)




Variaciones Borges, 8 (1999)
University of Pittsburgh, Borges Center
Foto: Iván Almeida en las Jornadas Internacionales Borges Lector
Biblioteca Nacional de Buenos Aires, agosto 2011



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