19/11/14

Jorge Luis Borges: Himno





Esta mañana
hay en el aire la increíble fragancia
de las rosas del Paraíso.
En la margen del Eufrates
Adán descubre la frescura del agua.
Una lluvia de oro cae del cielo;
es el amor de Zeus.
Salta del mar un pez
y un hombre de Agrigento recordará
haber sido ese pez.
En la caverna cuyo nombre será Altamira
una mano sin cara traza la curva
de un lomo de bisonte.
La lenta mano de Virgilio acaricia
la seda que trajeron
del reino del Emperador Amarillo
las caravanas y las naves.
El primer ruiseñor canta en Hungría.
Jesús ve en la moneda el perfil de César.
Pitágoras revela a sus griegos
que la forma del tiempo es la del círculo.
En una isla del Océano
los lebreles de plata persiguen a los ciervos de oro.
En un yunque forjan la espada
que será fiel a Sigurd.
Whitman canta en Manhattan.
Homero nace en siete ciudades.
Una doncella acaba de apresar
al unicornio blanco.
Todo el pasado vuelve como una ola
y esas antiguas cosas recurren
porque una mujer te ha besado.



En La cifra (1981)

18/11/14

Carta con la signatura de Borges al director del FCE en México, Arnaldo Orfila, asegurando su colaboración






Transcripción

Buenos Aires Noviembre 6 / 958

Querido amigo: Me siento muy honrado y complacido con que haya pensado en mí para prologar el libro que me anuncia; siendo hecho con tan noble material comprendo su importancia. Ud. sabe la gran amistad que me unió a Henriquez y el respeto que me inspiró siempre su inteligencia y su saber. Cuente pues con mi colaboración que no será extensa por los motivos que usted conoce pero sí llena de emocionado afecto. Con saludo a los amigos mexicanos en particular a Reyes, lo abraza suyo siempre
(Firma de JLB) 
s/c Maipú 994 Le ruego dos líneas para saber que estas líneas le llegaron.



Léase "el prometido prólogo (a la Obra crítica de Pedro Henríquez Ureña) en Prólogo con un prólogo de prólogos."


Dice allí Borges: "Otro diálogo quiero rememorar, de una noche cualquiera, en una esquina de la calle Santa Fe o de la calle Córdoba. Yo había citado una página de De Quincey en la que se escribe que el temor de una muerte súbita fue una invención o innovación de la fe cristiana, temerosa de que el alma del hombre tuviera que comparecer bruscamente ante el Divino Tribunal, cargada de culpas. Pedro repitió con lentitud el terceto de la Epístola moral: ¿Sin la templanza viste tú perfecta alguna cosa? ¡Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta! Sospechó que esta invocación, de sentimiento puramente pagano, fuera traducción o adaptación de un pasaje latino. Después yo recordé al volver a mi casa, que morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises, en el undécimo libro de la Odisea, pero no se lo pude decir a Pedro, porque a los pocos días murió bruscamente en un tren, como si alguien —el Otro— hubiera estado aquella noche escuchándonos."


Agradecemos el documento y nota a Andrés Miguel Blumenbach 
y la transcripción de la carta a  Biti Robson



Jorge Luis Borges: 1929





Antes, la luz entraba más temprano
en la pieza que da al último patio;
ahora la vecina casa de altos
le quita el sol, pero en la vaga sombra
su modesto inquilino está despierto
desde el amanecer. Sin hacer ruido,
para no incomodar a los de al lado,
el hombre está mateando y esperando.
Otro día vacío, como todos.
Y siempre los ardores de la úlcera.
Ya no hay mujeres en mi vida, piensa.
Los amigos lo aburren. Adivina
que él también los aburre. Hablan de cosas
que no alcanza, de arqueros y de cuadros.
No ha mirado la hora. Sin apuro
se levanta y se afeita con inútil
prolijidad. Hay que llenar el tiempo.
El rostro que el espejo le devuelve
guarda el aplomo que antes era suyo.
Envejecemos más que nuestra cara,
piensa, pero ahí están las comisuras,
el bigote ya gris, la hundida boca.
Busca el sombrero y sale. En el vestíbulo
ve un diario abierto. Lee las grandes letras,
crisis ministeriales en países
que son apenas nombres. Luego advierte
la fecha de la víspera. Un alivio;
ya no tiene por qué seguir leyendo.
Afuera, la mañana le depara
su ilusión habitual de que algo empieza
y los pregones de los vendedores.
En vano el hombre inútil dobla esquinas
y pasajes y trata de perderse.
Ve con aprobación las casas nuevas,
algo, tal vez el viento sur, lo anima.
Cruza Rivera, que hoy le dicen Córdoba,
y no recuerda que hace muchos años
que sus pasos la eluden. Dos, tres cuadras.
Reconoce una larga balaustrada,
los redondeles de un balcón de fierro,
una tapia erizada de pedazos
de vidrio. Nada más. Todo ha cambiado.
Tropieza en una acera. Oye la burla
de unos muchachos. No los toma en cuenta.
Ahora está caminando más despacio.
De golpe se detiene. Algo ha ocurrido.
Ahí dónde ahora hay una heladería,
estaba el Almacén de la Figura.
(La historia cuenta casi medio siglo.)
Ahí un desconocido de aire avieso
le ganó un largo truco, quince y quince,
Y él malició que el juego no era limpio.
No quiso discutir, pero le dijo:
Ahí le entrego hasta el último centavo,
pero después salgamos a la calle.
El otro contestó que con el fierro
no le iría mejor que con el naipe.
No había ni una estrella. Benavides
le prestó su cuchillo. La pelea
fue dura. En la memoria es un instante,
un solo inmóvil resplandor, un vértigo.
Se tendió en una larga puñalada,
que bastó. Luego en otra, por si acaso.
Oyó el caer del cuerpo y del acero.
Fue entonces que sintió por vez primera
la herida en la muñeca y vio la sangre.
Fue entonces que brotó de su garganta
una mala palabra, que juntaba
la exultación, la ira y el asombro.
Tantos años y al fin ha rescatado
la dicha de ser hombre y ser valiente
o, por lo menos, la de haberlo sido
alguna vez, en un ayer del tiempo.


En El oro de lo tigres (1972)
Foto: Antonio Carrizo, Borges y Jorge Cutini en Zoológico de Luján
Fuente sin data de autor ni fecha: CEDOC Perfil.com


17/11/14

Jorge Luis Borges: Las inscripciones de los carros






Importa que mi lector se imagine un carro. No cuesta imaginárselo grande, las ruedas traseras más altas que las delanteras como con reserva de fuerza, el carrero criollo fornido como la obra de madera y fierro en que está, los labios distraídos en un silbido o con avisos paradójicamente suaves a los tironeadores caballos: a los tronqueros seguidores y al cadenero en punta (proa insistente para los que precisan comparación). Cargado o sin cargar es lo mismo, salvo que volviendo vacío, resulta menos atado a empleo su paso y más entronizado el pescante, como si la connotación militar que fue de los carros en el imperio montonero de Atila, permaneciera en él. La calle pisada puede ser Montes de Oca o Chile o Patricios o Rivera o Valentín Gómez, pero es mejor Las Heras, por lo heterogéneo de su tráfico. El tardío carro es allí distanciado perpetuamente, pero esa misma postergación se le hace victoria, como si la ajena celeridad fuera despavorida urgencia de esclavo, y la propia demora, posesión entera de tiempo, casi de eternidad. (Esa posesión temporal es el infinito capital criollo, el único. A la demora la podemos exaltar a inmovilidad: posesión del espacio.) Persiste el carro, y una inscripción está en su costado. El clasicismo del suburbio así lo decreta y aunque esa desinteresada yapa expresiva, sobrepuesta a las visibles expresiones de resistencia, forma, destino, altura, realidad, confirme la acusación de habladores que los conferenciantes europeos nos reparten, yo no puedo esconderla, porque es el argumento de esta noticia. Hace tiempo que soy cazador de esas escrituras: epigrafía de corralón que supone caminatas y desocupaciones más poéticas que las efectivas piezas coleccionadas, que en estos italianados días ralean.

No pienso volcar ese colecticio capital de chirolas sobre la mesa, sino mostrar algunas. El proyecto es de retórica, como se ve. Es consabido que los que metodizaron esa disciplina, comprendían en ella todos los servicios de la palabra, hasta los irrisorios o humildes del acertijo, del calembour, del acróstico, del anagrama, del laberinto, del laberinto cúbico, de la empresa. Si esta última, que es figura simbólica y no palabra, ha sido admitida, entiendo que la inclusión de la sentencia carrera es irreprochable. Es una variante indiana del lema, género que nació en los escudos. Además, conviene asimilar a las otras letras la sentencia de carro, para que se desengañe el lector y no espere portentos de mi requisa. ¿Cómo pretenderlos aquí, cuando no los hay o nunca los hay en las premeditadas antologías de Menéndez y Pelayo o de Palgrave?

Una equivocación es muy llana: la de recibir por genuino lema de carro, el nombre de la casa a que pertenece. El modelo de la Quinta Bollini, rubro perfecto de la guarangada sin inspiración, puede ser de los que advertí; La madre del Norte, carro de Saavedra, lo es. Lindo nombre es este último y le podemos probar dos explicaciones. Una, la no creíble, es la de ignorar la metáfora y suponer al Norte parido por ese carro, fluyendo en casas y almacenes y pinturerías, de su paso inventor. Otra es la que previeron ustedes, la de atender. Pero nombres como éste, corresponden a otro género literario menos casero, el de las empresas comerciales: género que abunda en apretadas obras maestras como la sastrería El coloso de Rodas por Villa Urquiza y la fábrica de camas La dormitológica por Belgrano, pero que no es de mi jurisdicción.

La genuina letra de carro no es muy diversa. Es tradicionalmente asertiva —La flor de la plaza Vértiz, El vencedor— y suele estar como aburrida de guapa. Así El anzuelo, La balija, El garrote. Me está gustando el último, pero se me borra al acordarme de este otro lema, de Saavedra también y que declara viajes dilatados como navegaciones, práctica de los callejones pampeanos y polvaredas altas: El barco.

Una especie definida del género es la inscripción en los carritos repartidores. El regateo y la charla cotidiana de la mujer los ha distraído de la preocupación del coraje, y sus vistosas letras prefieren el alarde servicial o la galantería. El liberal, Viva quien me protege, El vasquito del Sur, El picaflor, El lecherito del porvenir, El buen mozo, Hasta mañana, El record de Talcahuano, Para todos sale el sol, pueden ser alegres ejemplos. Qué me habrán hecho tus ojos y Donde cenizas quedan fuego hubo, son de más individuada pasión. Quien envidia me tiene desesperado muere, ha de ser una intromisión española. No tengo apuro es criollo clavado. La displicencia o severidad de la frase breve suele corregirse también, no sólo por lo risueño del decir, sino por la profusión de las frases. Yo he visto carrito frutero que, además de su presumible nombre El preferido del barrio, afirmaba en dístico satisfecho

Yo lo digo y lo sostengo
Que a nadie envidia le tengo.

y comentaba la figura de una pareja de bailarines tangueros sin mucha luz, con la resuelta indicación Derecho viejo. Esa charlatanería de la brevedad, ese frenesí sentencioso, me recuerda la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o la del Polonio natural, Baltazar Gracián.

Vuelvo a las inscripciones clásicas. La media luna de Morón es lema de un carro altísimo con barandas ya marineras de fierro, que me fue dado contemplar una húmeda noche en el centro puntual de nuestro Mercado de Abasto, reinando a doce patas y cuatro ruedas sobre la fermentación lujosa de olores. La soledad es mote de una carreta que he visto por el sur de la provincia de Buenos Aires y que manda distancia. Es el propósito de El barco otra vez, pero menos oscuro. Qué le importa a la vieja que la hija me quiera es de omisión imposible, menos por su ausente agudeza que por su genuino tono de corralón. Es lo que puede observarse también de Tus besos fueron míos, afirmación derivada de un vals, pero que por estar escrita en un carro se adorna de insolencia. Qué mira, envidioso tiene algo de mujerengo y de presumido. Siento orgullo es muy superior, en dignidad de sol y de alto pescante, a las más efusivas acriminaciones de Boedo. Aquí viene Araña es un hermoso anuncio. Pa la rubia, cuándo lo es más, no sólo por su apócope criollo y por su anticipada preferencia por la morena, sino por el irónico empleo del adverbio cuándo, que vale aquí por nunca. (A ese renunciado cuándo lo conocí primero en una intransferible milonga, que deploro no poder estampar en voz baja o mitigar pudorosamente en latín. Destaco en su lugar esta parecida, criolla de Méjico, registrada en el libro de Rubén Campos El folklore y la música mexicana: Dicen que me han de quitar —las veredas por donde ando; —las veredas quitarán, —pero la querencia, cuándo. Cuándo, mi vida era también una salida habitual de los que canchaban, al atajarse el palo tiznado o el cuchillo del otro.) La rama está florida es una noticia de alta serenidad y de magia. Casi nada, Me lo hubieras dicho y Quién lo diría, son incorregibles de buenos. Implican drama, están en la circulación de la realidad. Corresponden a frecuencias de la emoción: son como del destino, siempre. Son ademanes perdurados por la escritura, son una afirmación incesante. Su alusividad es la del conversador orillero que no puede ser directo narrador o razonador y que se complace en discontinuidades, en generalidades, en fintas: sinuosas como el corte. Pero el honor, pero la tenebrosa flor de este censo, es la opaca inscripción No llora el perdido, que nos mantuvo escandalosamente intrigados a Xul Solar y a mí, hechos, sin embargo, a entender los misterios delicados de Robert Browning, los baladíes de Mallarmé y los meramente cargosos de Góngora. No llora el perdido; le paso ese clavel retinto al lector.

No hay ateísmo literario fundamental. Yo creía descreer de la literatura, y me he dejado aconsejar por la tentación de reunir estas partículas de ella. Me absuelven dos razones. Una es la democrática superstición que postula méritos reservados en cualquier obra anónima, como si supiéramos entre todos lo que no sabe nadie, como si fuera nerviosa la inteligencia y cumpliera mejor en las ocasiones en que no la vigilan. Otra es la facilidad de juzgar lo breve. Nos duele admitir que nuestra opinión de una línea pueda no ser final. Confiamos nuestra fe a los renglones, ya que no a los capítulos. Es inevitable en este lugar la mención de Erasmo: incrédulo y curioseador de proverbios.

Esta página empezará a ponerse erudita después de muchos días. Ninguna referencia bibliográfica puedo suministrar, salvo este párrafo casual de un predecesor mío en estos afectos. Pertenece a los borradores desanimados de verso clásico que se llaman versos libres ahora.

Lo recuerdo así:

Los carros de costado sentencioso
franqueaban tu mañana
y eran en las esquinas tiernos los almacenes
como esperando un ángel.

Me gustan más las inscripciones de carro, flores corraloneras.


Cover primera edición

En Evaristo Carriego (1930)
Foto: Borges en La Asociación Amigos de la Casa de Evaristo Carriego 
nombrado su Presidente Honorario el 20 Dic 1975
Con él, José María Mieravilla, Francisco Gil y Luis Alposta 20 de diciembre de 1975



16/11/14

Jorge Luis Borges: Europa (Autobiografía, II)





En 1914 nos trasladamos a Europa. Mi padre había empezado a perder la vista, y recuerdo haberle oído decir: “¿Cómo voy a seguir firmando documentos legales si no puedo leerlos?”. Forzado a un retiro temprano, planeó nuestro viaje exactamente en diez días. En esos tiempos el mundo no era desconfiado; no había pasaportes ni trámites burocráticos de ningún tipo. Primero pasamos unas semanas en París, ciudad que no me fascinó ni en ese entonces ni después, al contrario de lo que le sucede a la mayoría de los argentinos. Quizá sin saberlo, siempre fui un poco británico -de hecho, siempre pienso en Waterloo como en una victoria-.

El objetivo del viaje, con respecto a mi hermana y a mí, era que concurriéramos a la escuela en Ginebra. Viviríamos con mi abuela materna, que viajaría con nosotros (y finalmente murió allí, mientras mis padres recorrían Europa). Al mismo tiempo, mi padre se haría tratar por un famoso oculista de Ginebra. En esa época Europa era más barata que Buenos Aires, y la plata argentina significaba algo. Pero éramos tan ignorantes de la historia, que no teníamos la menor idea de que en agosto estallaría la primera Guerra Mundial. En ese momento mi padre y mi madre estaban en Alemania, pero lograron regresar a Ginebra y reunirse con nosotros. Un año más tarde, a pesar de la guerra, pudimos atravesar los Alpes hasta el norte de Italia. Conservo recuerdos vívidos de Verona y de Venecia. En el vasto y vacío anfiteatro de Verona, me atreví a recitar en voz alta algunos versos gauchescos de Ascasubi.


Aquel otoño de 1914 empecé a estudiar en el Colegio de Ginebra, fundado por Calvino. Se trataba de un colegio sin internado. En mi clase éramos unos cuarenta alumnos, más de la mitad extranjeros. La materia principal era el latín, y pronto descubrí que si uno era bueno en latín podía descuidar un poco los demás estudios. Sin embargo, las otras materias -álgebra, química, física, mineralogía, botánica, zoología- se estudiaban en francés; y ese año aprobé todos los exámenes excepto, precisamente, el de francés. Sin decirme nada, mis compañeros firmaron una petición al director. Señalaban que yo había tenido que estudiar todas las materias en francés, un idioma que también había tenido que aprender. Le pedían que lo tuviera en cuenta; y él amablemente aceptó. Al principio ni siquiera entendía cuando un profesor me llamaba por mi apellido, porque lo pronunciaban a la manera francesa, con una sola sílaba. Cada vez que tenía que contestar, mis compañeros me daban un codazo.
Vivíamos en un departamento situado en el sur, el centro antiguo de la ciudad. Conozco Ginebra todavía mejor que Buenos Aires; y eso se explica porque en Ginebra no hay dos esquinas iguales y uno aprende muy pronto las diferencias. Todos los días caminaba por la orilla de ese río verde y helado, el Ródano, que atraviesa el centro de la ciudad pasando por debajo de siete puentes de aspecto muy diferente. Los suizos son bastante orgullosos y distantes. Mis dos amigos íntimos, Simón Jichlinski y Maurice Abramowicz, eran de origen judío-polaco. Uno llegó a ser abogado y el otro médico. Les enseñé a jugar al truco y aprendieron tan rápido y bien que al final de la primera partida me dejaron sin un centavo. Me convertí en un buen latinista, aunque la mayoría de mis lecturas personales las hacía en inglés. En casa hablábamos español, pero el francés de mi hermana fue de pronto tan bueno que hasta soñaba en ese idioma. Recuerdo que una vez, al regresar a casa, mi madre encontró a Norah escondida detrás de una cortina de felpa roja, gritando asustada: “Une mouche, une mouche!”. Parece que había adoptado la idea francesa de que las moscas son peligrosas. “Salí de ahí”, le dijo mi madre sin demasiado fervor patriótico. “¡Naciste y te criaste entre moscas!”
A causa de la guerra, exceptuando el viaje a Italia y excursiones dentro de Suiza, no viajamos. Al poco tiempo, desafiando los submarinos alemanes y en compañía de apenas otros cuatro o cinco pasajeros, mi abuela inglesa vino a vivir con nosotros.


Por mi cuenta, fuera del colegio empecé a estudiar alemán. Me empujó a esa aventura Sartor Resartus (El remendón remendado) de Carlyle, que me deslumbraba y me desconcertaba al mismo tiempo. El protagonista, Diógenes Devil’sdung (Diógenes Bosta del Diablo), es un profesor de idealismo alemán. Buscaba en la literatura alemana algo similar a Tácito, pero eso sólo lo encontraría más tarde, en el inglés y el escandinavo antiguos. La literatura alemana resultó ser romántica y empalagosa. Al principio intenté leer Crítica de la razón pura de Kant, pero me derrotó como a la mayoría, incluida la mayoría de los alemanes. Entonces pensé que la poesía, por su brevedad, sería más fácil. Conseguí un ejemplar de los primeros poemas de Heine,Lyrisches Intermezzo, y un diccionario alemán-inglés. Poco a poco, gracias al sencillo vocabulario de Heine, descubrí que podía leer sin el diccionario. Me había internado pronto en la belleza del idioma. También logré leer la novela El Golem de Meyrink. (En 1969, cuando estuve en Israel, hablé de la leyenda bohemia del Golem con Gershom Scholem, un destacado estudioso del misticismo judío, cuyo nombre yo había usado dos veces como única rima posible en un poema que escribí sobre el Golem.) Por influencias de Carlyle y De Quincey -alrededor de 1917- traté de interesarme en Jean-Paul Richter, pero pronto descubrí que su lectura me aburría. Richter, a pesar de sus dos defensores ingleses, me pareció un escritor muy farragoso y poco apasionado. Sin embargo me interesé mucho en el expresionismo alemán, que todavía considero muy superior a otras escuelas contemporáneas como el imaginismo, el cubismo, el futurismo, el surrealismo, etcétera. Años después, en Madrid, intentaría algunas de las primeras y tal vez únicas traducciones al español de algunos poetas expresionistas.

Mientras vivíamos en Suiza empecé a leer a Schopenhauer. Hoy, si tuviera que elegir a un filósofo, lo elegiría a él. Si el enigma del universo puede formularse en palabras creo que esas palabras están en su obra. Lo he leído muchas veces en alemán, y también traducido, en compañía de mi padre y su íntimo amigo Macedonio Fernández. Todavía pienso que el alemán es un idioma muy hermoso; quizá más hermoso que la literatura que ha producido. Paradójicamente, el francés tiene una buena literatura a pesar de su afición a las escuelas y los movimientos, pero el idioma en sí es, me parece, bastante feo. Las cosas resultan triviales cuando se las dice en francés. En realidad, considero que de los dos idiomas el español es el mejor, a pesar de que sus palabras sean demasiado largas y pesadas. Como escritor argentino tengo que sobrellevar el español, y soy demasiado consciente de sus deficiencias. Recuerdo que Goethe escribió que tenía que tratar con el peor idioma del mundo: el alemán. Supongo que la mayoría de los escritores piensan de la misma manera acerca del idioma con el que tienen que luchar. En cuanto al italiano, he leído y releído la Divina Comedia en más de una docena de ediciones diferentes. También he leído a Ariosto, a Tasso, a Croce y a Gentile, pero soy incapaz de hablar el italiano o de seguir una película o una obra de teatro en ese idioma.
Fue también en Ginebra donde descubrí a Walt Whitman, gracias a una traducción alemana de Johannes Schlaf (“Als ich in Alabama meinen Morgengang machte” - “As I have walk’d in Alabama my morning walk”). Tenía conciencia, por supuesto, de lo absurdo que era leer a un poeta norteamericano en alemán, de modo que encargué a Londres un ejemplar de Leaves of Grass. Todavía lo recuerdo, con aquella tapa verde. Durante un tiempo pensé que Whitman no sólo era un gran poeta sino el único poeta. En realidad, creía que lo que habían hecho todos los poetas del mundo hasta 1855 había sido conducirnos a Whitman, y que no imitarlo era una prueba de ignorancia. Había tenido la misma sensación leyendo la prosa de Carlyle, que ahora me resulta insoportable, y con la poesía de Swinburne. Son fases por las que pasé. Más tarde tendría otras experiencias similares en las que me sentí abrumado por algún autor en particular.


Permanecimos en Suiza hasta 1919. Después de tres o cuatro años en Ginebra, pasamos un año en Lugano. Ya tenía el título de bachiller, y estaba sobreentendido que debía dedicarme a escribir. Quería mostrarle mis manuscritos a mi padre, pero él me dijo que no creía en los consejos y que debía aprender solo, mediante la prueba y el error. Yo había estado escribiendo sonetos en inglés y en francés. Los sonetos en inglés eran malas imitaciones de Wordsworth, y los sonetos en francés copiaban, de manera acuosa, la poesía simbolista. Todavía recuerdo una línea de mis experimentos franceses: “Petite boite noire pour le violon cassé”. El texto completo se titulaba “Poeme pour etre recité avec un accent russe”. Sabiendo que escribía un francés de extranjero, pensé que era mejor un acento ruso que uno argentino. En mis experimentos con el inglés adoptaba algunas peculiaridades del siglo dieciocho, como “o’er” en vez de “over” y, para mayor facilidad métrica, “doth sing” en vez de “sings”. Pero no ignoraba que el español era mi destino ineludible.


Decidimos regresar a la Argentina, pero pasar primero un año en España. En aquellos tiempos los argentinos estaban descubriendo España poco a poco. Hasta ese momento, incluso escritores ilustres como Leopoldo Lugones y Ricardo Güiraldes habían dejado a España deliberadamente fuera de sus viajes. No se trataba de un capricho. En Buenos Aires, los españoles desempeñaban trabajos de ínfima categoría -sirvientas, mozos y peones- o bien eran pequeños comerciantes, y nosotros los argentinos nunca nos sentimos españoles. En realidad, dejamos de serlo en 1816, al declarar nuestra Independencia. Cuando leí de chico el libro de Prescott La conquista del Perú, descubrí con asombro que describía a los conquistadores de una manera romántica. A mí, descendiente de algunos de esos funcionarios, no me resultaban para nada interesantes. Pero a través de los ojos franceses los latinoamericanos veían pintorescos a los españoles, a quienes asociaban con los temas de García Lorca: gitanos, corridas de toros y arquitectura morisca. Sin embargo, aunque nuestro idioma era el español y proveníamos de sangre española y portuguesa, mi familia nunca consideró nuestro viaje como una vuelta a España tras una ausencia de tres siglos.


Fuimos a Mallorca porque era barata y hermosa y porque casi no había turistas con excepción de nosotros. Vivimos allí casi un año, en Palma y en Valldemosa, una aldea en lo alto de las montañas. Yo seguí estudiando latín, esta vez bajo la tutela de un sacerdote que una vez me dijo que considerando que lo innato satisfacía plenamente sus necesidades, jamás había leído una novela. Repasamos Virgilio, a quien sigo admirando.
A la gente del lugar le asombraba mi habilidad como nadador, que había adquirido en ríos de corriente rápida como el Uruguay y el Ródano, mientras los mallorquines estaban acostumbrados a un mar tranquilo, sin mareas. Mi padre escribía su novela, que evocaba los viejos tiempos de la guerra civil de la década de 1870 en su Entre Ríos natal. Creo haberle proporcionado algunas malas metáforas tomadas de los expresionistas alemanes, que él aceptó con resignación. Mi padre hizo imprimir 500 ejemplares de su novela, que trajimos con nosotros a Buenos Aires para regalar a los amigos. Cada vez que la palabra Paraná -su ciudad natal- aparecía en el manuscrito, el impresor la había cambiado por “Panamá”, pensando que corregía un error. Por no molestar, y creyendo también que así resultaba más divertido, mi padre no dijo nada. Ahora me arrepiento de mis intromisiones juveniles en su libro. Diecisiete años más tarde, antes de morir, me dijo que le gustaría mucho que yo reescribiera la novela de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos.


Durante esa época, en Mallorca, escribí un cuento acerca de un hombre lobo y lo mandé a una revista popular de Madrid, “La Esfera”, cuyos editores, muy sabiamente, lo rechazaron. El invierno de 1919-20 lo pasamos en Sevilla, donde vi publicado mi primer poema. Se llamaba “Himno del mar” y apareció en la revista “Grecia”, en el número del 31 de diciembre de 1919. En el poema hacía todo lo posible por ser Walt Whitman:

Oh mar! oh mito! oh sol! oh largo lecho!
Y sé por qué te amo. Sé que somos muy viejos.
Que ambos nos conocemos desde siglos...
Oh proteico, yo he salido de ti.
¡Ambos encadenados y nómadas;
Ambos con una sed intensa de estrellas;
Ambos con esperanza y desengaños...!

Hoy me cuesta pensar en el mar, o en mí mismo, con una sed intensa de estrellas.

Años más tarde, cuando encontré la frase de Arnold Bennett “grandilocuente de tercera”, entendí de inmediato a qué se refería. Pero al llegar a Madrid unos meses después, como ése era mi único poema publicado, la gente me consideraba un cantor del mar.

En Sevilla me uní al grupo literario nucleado alrededor de “Grecia”. Los integrantes de ese grupo se daban el nombre de ultraístas y se habían propuesto renovar la literatura, rama del arte de la que no entendían absolutamente nada. Uno de ellos me confesó una vez que todo lo que había leído era la Biblia, Cervantes, Darío y uno o dos libros del Maestro, Rafael Cansinos Assens. Enterarme de que no sabían francés, ni tenían la más remota idea de la existencia de algo llamado “literatura inglesa”, confundió mi mente de argentino. Hasta llegaron a presentarme a un importante personaje local conocido como “el Humanista”, cuyo latín (no tardé mucho en descubrirlo) era aún más pobre que el mío. En cuanto a “Grecia”, su director Isaac del Vando Villar se hacía escribir todo el corpus de su poesía por sus ayudantes. Recuerdo que un día uno de ellos me dijo: “Estoy muy ocupado: Isaac está escribiendo un poema”.


Nos trasladamos a Madrid, y allí el gran acontecimiento fue mi amistad con Rafael Cansinos Assens. Todavía me gusta considerarme su discípulo. Había venido de Sevilla, donde estudió para sacerdote hasta que al descubrir que su apellido figuraba en los archivos de la Inquisición decidió que era judío. Eso lo llevó a estudiar hebreo, e incluso se hizo circuncidar. Lo conocí a través de unos amigos andaluces.
Tímidamente, lo felicité por un poema que él había escrito sobre el mar. “Sí -dijo-, y cómo me gustaría volver a verlo antes de morir.”
Era un hombre alto que tenía un desprecio andaluz por todo lo castellano. Lo más notable era que vivía exclusivamente para la literatura, sin pensar en el dinero o la fama. Excelente poeta, escribió un libro de salmos eróticos titulado El candelabro de los siete brazos, publicado en 1915. También escribió novelas, cuentos y ensayos, y cuando lo conocí presidía un grupo literario.
Todos los sábados iba al Café Colonial, donde nos reuníamos a medianoche, y la conversación duraba hasta el alba. A veces éramos veinte o treinta. Los integrantes del grupo despreciaban el color local: el cante jondo, las corridas de toros. Admiraban el jazz norteamericano y les interesaba más ser europeos que españoles. Cansinos proponía un tema: La Metáfora, El Verso Libre, Las Formas Tradicionales de la Poesía, La Poesía Narrativa, El Adjetivo, El Verbo.
A su manera, con esa tranquilidad tan suya, era un dictador que no permitía alusiones hostiles a escritores contemporáneos y trataba de mantener la conversación en un plano elevado.
Cansinos era un lector voraz. Había traducido El comedor de opio de De Quincey, Las Meditaciones de Marco Aurelio del griego, novelas de Barbusse y Vidas imaginarias de Schwob. Más tarde emprendería la traducción de las obras completas de Goethe y Dostoievski. También hizo la primera versión española de Las Mil y Una Noches, que es muy libre comparada con la de Burton o la de Lane pero cuya lectura es, en mi opinión, más agradable. Un día fui a verlo y me llevó a su biblioteca. Más bien debería decir que toda su casa era una biblioteca. Uno tenía la sensación de atravesar un bosque. Era demasiado pobre para tener estantes y los libros estaban amontonados desde el suelo hasta el techo, y había que abrirse paso entre las pilas. Sentía que Cansinos era como todo el pasado de aquella Europa que yo estaba dejando atrás: algo así como el símbolo de toda la cultura, occidental y oriental. Pero tenía una perversión que le impedía llevarse bien con sus contemporáneos más destacados. Consistía en escribir libros que elogiaban con generosidad a escritores de segunda o de tercera. En aquellos tiempos Ortega y Gasset estaba en la cumbre de la fama, pero Cansinos lo consideraba mal filósofo y mal escritor. Lo que a mí me dio, por sobre todo, fue el placer de la conversación literaria, y también me estimuló a ampliar mis lecturas. En cuanto a la escritura, empecé a imitarlo. Él escribía frases largas y fluidas con un sabor nada español y muy hebreo.
Curiosamente, fue Cansinos quien inventó en 1919 el término “ultraísmo”. Consideraba que la literatura española siempre se había quedado atrás. Con el seudónimo “Juan Las” escribió algunos breves y lacónicos textos ultraístas. Todo aquello -lo advierto ahora- se hacía con espíritu de burla. Pero los jóvenes lo tomábamos muy en serio. Otro de sus discípulos fervientes era Guillermo de Torre, a quien conocí en Madrid aquella primavera y que nueve años más tarde se casó con mi hermana Norah.
En aquella época había en Madrid otro grupo, nucleado alrededor de Gómez de la Serna. Fui una vez a una reunión y no me gustó cómo se comportaban. Tenían un payaso con una pulsera a la que habían sujetado un cascabel. Hacían que estrechara la mano a la gente, y el cascabel cascabeleaba y Gómez de la Serna invariablemente decía: “¿Dónde está la culebra?” Se suponía que era gracioso. Una vez me miró con orgullo y comentó: “¿Verdad que nunca viste nada parecido en Buenos Aires?” Reconocí que no, gracias a Dios.
En España escribí dos libros. Uno se llamaba -ahora me pregunto por qué- Los naipes del tahúr. Eran ensayos políticos y literarios (yo era todavía anarquista, librepensador y pacifista) escritos bajo la influencia de Pío Baroja. Pretendían ser duros e implacables, pero la verdad es que eran bastante mansos. Usaba palabras como “idiotas”, “rameras”, “embusteros”. Como no encontré editor, destruí el manuscrito al regresar a Buenos Aires. El otro libro se titulaba Los salmos rojos o Los ritmos rojos. Era una colección de poemas en verso libre -unos veinte en total- que elogiaban la Revolución rusa, la hermandad del hombre y el pacifismo. Tres o cuatro llegaron a aparecer en revistas: “Épica bolchevique”, “Trinchera”, “Rusia”. Destruí ese libro en España, la víspera de nuestra partida. Ya estaba preparado para regresar al país.







Autobiografía (1899-1970) , Cap. II
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Foto cabecera ca. 1914-18: Borges con su hermana Norah
en Suiza, en su época de bachiller
Foto al pie: Borges y Norman Thomas di Giovanni en Nueva York, 8 de abril, 1968

15/11/14

Jorge Luis Borges: Los dos reyes y los dos laberintos






Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: «¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso». 

Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere.


14/11/14

Jorge Luis Borges: Las dos catedrales







En esa biblioteca de Almagro Sur
compartimos la rutina y el tedio
y la morosa clasificación de los libros
según el orden decimal de Bruselas
y me confiaste tu curiosa esperanza
de escribir un poema que observara
verso por verso, estrofa por estrofa,
las divisiones y las proporciones
de la remota catedral de Chartres
(que tus ojos de carne no vieron nunca)
y que fuera el coro, y las naves,
y el ábside, el altar y las torres.
Ahora, Schiavo, estás muerto.
Desde el cielo platónico habrás mirado
con sonriente piedad
la clara catedral de erguida piedra
y tu secreta catedral tipográfica
y sabrás que las dos,
la que erigieron las generaciones de Francia
y la que urdió tu sombra,
son copias temporales y mortales
de un arquetipo inconcebible.



En La cifra (1981)
Foto Jorge Aravena Llanca Vía El mundo.es







13/11/14

Jorge Luis Borges: Leyenda





Abel y Caín se encontraron después de la muerte de Abel. Caminaban por el desierto y se reconocieron desde lejos, porque los dos eran muy altos. Los hermanos se sentaron en la tierra, hicieron un fuego y comieron. Guardaban silencio, a la manera de la gente cansada cuando declina el día. En el cielo asomaba alguna estrella, que aún no había recibido su nombre. A la luz de las llamas, Caín advirtió en la frente de Abel la marca de la piedra y dejó caer el pan que estaba por llevarse a la boca y pidió que le fuera perdonado su crimen.
Abel contestó:
—¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo; aquí estamos juntos como antes.
—Ahora sé que en verdad me has perdonado —dijo Caín—, porque olvidar es perdonar. Yo trataré también de olvidar.
Abel dijo despacio:
—Así es. Mientras dura el remordimiento dura la culpa.



En Elogio de la Sombra (1969) 
Foto Borges, 1980 (sin mencion de autor) 
Cover Jean Clet Martin, Borges et la répétition


12/11/14

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Nuevo diálogo sobre "Los conjurados" ("En Diálogo", II,90)





Osvaldo Ferrari: Respecto de su último libro de poemas, Los conjurados, yo sostuve, Borges, que los poemas que lo componen lo acercan a una forma de cosmogonía, a una fundación...

Jorge Luis Borges: Yo no había pensado en eso; ahora, me dijeron en La Pampa que habían notado en ese libro una tristeza que no se nota en los libros anteriores.

Ah, yo tampoco pensé en eso.

—Yo tampoco había pensado, y me dijeron que el único libro mío en el cual hay felicidad o alegría es la serie de milongas que se llama Para las seis cuerdas; que ahí sí hay alegría. Y yo les dije: "Bueno, puede haber porque es un libro anónimo, un libro que ha sido escrito por mis mayores, o por todos". Y en cambio, los otros libros, siendo personales, pueden ser melancólicos. Ahora, eso de la cosmogonía yo no lo sabía, pero posiblemente sea cierto, ya que si un escritor escribe lo que se propone escribir, no ha escrito nada; conviene que escriba algo más de lo que se ha propuesto escribir. Es decir, conviene que la obra exceda los propósitos del escritor.

Y que cada obra sea una nueva fundación.

—Ah, sí.

Si es fundación, es cosmogónica.

—Yo creo que si se escribe algo en función de un libro, se hace un ripio; uno debe escribir cada composición pensando en esa composición. Ahora, el hecho de que eso sea parte de un libro ulteriormente es insignificante.

Accidental.

—Sí, irrelevant (fuera de propósito), como decían en inglés.

Lo que sí es indudable es que su libro es de inspiración onírica.

—Bueno, así lo espero.

Casi todos los poemas...

—Generalmente, si yo comparo mis sueños con mi vigilia, me arrepiento de muchas cosas; me arrepiento, por ejemplo, de las pesadillas, que pueden ser terribles.

En el libro se da particularmente uno de sus hábitos: la enumeración.

—Sí, se Supone que la inventó Walt Whitman, pero yo creo que los Salmos ya la habían inventado; y además, es una forma natural, una actividad mental enumerar, ¿no?

...

—Si el tiempo es sucesivo, bueno, la enumeración es sucesiva, y se produce en el tiempo.

Y se da en la poesía.

—Y se da en la poesía. Ahora, yo hablé con Bioy Casares sobre eso; él cree que la enumeración se siente a partir del número cuatro. Es decir, si usted enumera tres cosas, el lector no siente eso como una enumeración, pero si son cuatro o cinco, se siente como una enumeración, y quizá se sienta como algo mecánico. Sin embargo, en el caso de Walt Whitman, tenemos raras enumeraciones, en el caso de los Salmos de David también; y no se las siente como mecánicas, se las siente como necesarias.

Por supuesto.

—O en todo caso, uno las agradece, y no las censura. No, yo no creo que la enumeración sea una figura vedada; es que ninguna figura es vedada: si las cosas salen bien, están bien (ríe).

Silvina Ocampo, en un poema, habla de una larga dicha enumerativa...

—Ah, qué lindo. Bueno, y el libro de ella se titula Enumeración de la Patria, ¿no?

Justamente.

—Exactamente. Es que la idea de contar no es una idea antipoética; la prueba está en que, bueno, usted tiene en inglés tale (cuento) y tell (contar), pero tell se aplica a un relato y también a las sucesivas cuentas del rosario, o a las sucesivas campanadas; ya que las palabras tale y tell tienen que tener el mismo origen, ¿no? Toll (tañer) que se aplica a las campanas, y tell, que se aplica a los cuentos, a contar, tiene que ser lo mismo.

Ahora, yo diría que la enumeración...

—No, yo creo que la enumeración es lícita.

Y en su caso...

—.. .Si sale bien. En cuanto a la enumeración caótica, quizá sea imposible, ya que si hay un universo, todas las cosas están unidas; y la enumeración caótica puede servir para que sintamos no el caos, sino el cosmos o secreto cosmos del mundo, ¿no?

Ah, está muy claro.

—Sí, cuando Walt Whitman dice: "Y de los hilos que atan a las estrellas / y de los senos, y de la simiente...", se siente que esas cosas tan disímiles, sin embargo, se parecen; porque si no sería, bueno, irracional o injustificable la enumeración.

Hay un orden en eso.

—Sí, tiene un orden, y un orden, bueno, secreto; y por consiguiente misterioso. Ahora, yo no sé si a lo mejor he abusado de la enumeración en ese libro.

No, yo creo que tiene que ver con el deseo suyo de cumplir con todos aquellos símbolos que le han parecido fundamentales o más permanentes.

—Bueno, yo he escrito sobre eso en estos días precisamente, y los he enumerado y me he preguntado por qué he elegido ésos. Y luego he llegado a la conclusión de que he sido elegido por ellos; porque nada me costaría, por ejemplo, prescindir de los laberintos y hablar de catedrales o de mezquitas; prescindir de los tigres y hablar de panteras o de jaguares; prescindir de los espejos, y hablar, bueno, de ecos, que vienen a ser como espejos auditivos. Sin embargo, siento que si yo obrara así, el lector se daría cuenta inmediatamente de que me he disfrazado (ríen ambos) ligeramente, y me descubriría; es decir: si yo dijera "el leopardo", el lector pensaría en el tigre; si yo dijera "catedrales", el lector pensaría en laberintos, porque el lector ya conoce mis hábitos. Y quizá los espera, y quizá... bueno, se haya resignado a ellos, y se haya resignado hasta tal punto que si yo no repito esos símbolos, lo defraudo de algún modo.

O se defrauda usted a sí mismo (ríe).

—O me defraudo yo, y defraudo a los lectores también, que esperan eso de mí, y no otra cosa. Es decir, quizá cualquier tic, cualquier hábito llegue a convertirse en una tradición.

Si se afirma, claro.

—Sí, todas las cosas tienden a ser tradiciones; de manera que lo que al principio fue arbitrario y excepcional, concluye siendo tradicional, esperado, aceptado y aprobado.

Ciertamente, pero, en su caso, también podría tratarse de algo como un pagarle su deuda de conocimiento al mundo...

—Es cierto...

Al devolverle cada uno de los elementos de su conocimiento.

—Bueno, ésa es una interpretación muy generosa suya, la agradezco y la adopto en este momento; la plagiaré, se lo prometo (ríe).

(Ríe.) Es una conjetura, pero también podría ser para combatir la eventual pesadilla del exceso de recuerdos del mundo.

—Sí, bueno, ya Jean Cocteau dijo que todo estilo es una serie de tics, y es verdad.

De hábitos, claro.

—Claro, ahí la palabra "tics" está usada un poco despectivamente, o como una broma, mejor dicho, ¿no?

Sí, pero en este caso, los poemas de Los conjurados revelan a la vez amor y afección por el mundo, por esos símbolos del mundo.

—Y, yo espero sentir así: en esa página que yo dicté hace 'poco, yo me asombro del número singularmente escaso de mis símbolos, ya que suponemos que llamamos "mundo" a una serie indefinida de cosas; y quiere decir que soy muy poco sensible, ya que sólo unas pocas me han impresionado a tal punto de ser hábitos míos, ¿eh? Por ejemplo, yo hablo tanto de tigres, ¿por qué no hablo de peces?, que son mucho más raros. Sin embargo, no sé por qué me han impresionado más los tigres que los peces, aunque ahora, tranquilamente me doy cuenta de que los peces son mucho más raros.

En cualquier caso, Borges, lo que sí veo es que usted tiene la necesidad de guardar fidelidad a sus símbolos de siempre.

—...Sí, es que si no lo hago siento que estoy haciendo trampa.

Claro.

—Y además, bueno, una suerte de declive, una forma de cansancio; o quizá el saber que si me han elegido esos símbolos, por algo será, que yo no tengo derecho a innovar: he sido elegido por los tigres, por los espejos, por las armas blancas, por los laberintos, por las máscaras; y no tengo derecho a otras cosas. Aunque cada una de esas cosas presupone el universo, que consta de infinitas cosas, o de indefinidas cosas. Eso no lo sabemos.

Sin embargo, en los poemas de Los conjurados encontramos muchos más símbolos que los que usted menciona.

—¿Ah, sí?; habrá uno o dos más.

Por ejemplo, en el poema "Alguien sueña"...

—Eso no lo recuerdo.

Ese poema en que usted se pregunta: "¿ Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora?"

—Ah, sí, sí.

Y se responde con todos los elementos fundacionales, digamos, que forman siempre su poesía, y algunos otros.

—¿Hay algún otro?, bueno, muchas gracias, quizá tenga razón usted.

Para probarlo, me gustaría leer un fragmento del poema.

—Bueno, yo lo he olvidado; sé que es enumerativo, como casi todo lo que yo escribo, sí, a ver.

"¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora, que es, como todos los ahoras, el ápice? Ha soñado la espada, cuyo mejor lugar es el verso"...

—Bueno, ahí estoy condenando la espada, desde luego. Lo digo de un modo reticente, pero suficiente, ¿no?: "cuyo mejor lugar es el verso", es decir, no la mano del hombre.

Pero perdura en el verso.

—Sí.

"Ha soñado y labrado la sentencia, que puede simular la sabiduría"...

—Y, la frase está bien, ¿eh?, aunque es una sentencia también: "que puede simular la sabiduría", claro, podemos simular la sabiduría.

A través de una sentencia.

—Claro.

"Ha soñado la fe, ha soñado las atroces Cruzadas"...

—Bueno, "las atroces Cruzadas" sí, porque las Cruzadas han sido alabadas siempre, y sin embargo fueron empresas terribles.

"Ha soñado a los griegos que descubrieron el diálogo y la duda. Ha soñado la aniquilación de Cartago por el fuego y la sal. Ha soñado la palabra, ese torpe y rígido símbolo. Ha soñado"...

—El que insistió en que la palabra era torpe fue Stevenson, sí, claro, la palabra es torpe.



En diálogo, II, 90
Buenos Aires, 1985/1998
Foto: Borges y Beppo, en su casa, por Paola Agosti


11/11/14

Jorge Luis Borges: Eugene G. O'Neill, Premio Nobel de Literatura






Uno de los reglamentos del premio Nobel (fundado, como los diccionarios enciclopédicos no lo ignoran, por Alfred Bernhard Nobel, padre y divulgador de la dinamita y de otras coaliciones poderosas de la nitroglicerina y la sílice) decreta que de los cinco premios anuales, el cuarto debe ser adjudicado, sin consideración de la nacionalidad del autor, a la obra literaria de mayor mérito, dans le sens d'idéalisme. La condición final es inofensiva: no hay en el universo un libro que no pueda ser considerado «idealista», si nos empeñamos en que lo sea. La primera, en cambio, es algo insidiosa. El honrado propósito esencial de que se repartan los premios imparcialmente, sin distinción de la nacionalidad del autor, se resuelve de hecho en un internacionalismo insensato, en una rotación geográfica. Lo verosímil, lo infinitamente probable es que la obra más ilustre del año se haya producido en París, en Londres, en Nueva York, en Viena o en Leipzig. La comisión no lo entiende así; la comisión, con extraña «imparcialidad», prefiere fatigar las librerías de Addis Abeba, de Tasmania, del Líbano, de San Cristóbal de la Habana y de Berna. (También, con imparcialidad un tanto patriótica, las de Estocolmo.) Los derechos de las pequeñas naciones tienden a prevalecer sobre la justicia. Yo no sé, por ejemplo, si dentro de cien años la República Argentina habrá producido un autor de importancia mundial, pero sé que antes de cien años un autor argentino habrá obtenido el premio Nobel, por mera rotación de todos los países del atlas. De ahí cabe derivar una conclusión que tiene algo de paradójico: le es tan difícil a un francés o a un americano obtener el premio como a un dinamarqués o a un belga. Le es más difícil, puesto que debe competir con todos los escritores de su país, que son numerosísimos, y no con un puñado de colegas más o menos mediocres. Si consideramos que Eugenio O'Neill es coterráneo de Cari Sandburg, de Robert Frost, de William Faulkner, de Sherwood Anderson y de Edgar Lee Masters, comprenderemos la dificultad y la gloria de su premio reciente.

Mucho se ha escrito sobre la tormentosa vida de O'Neill: vida literalmente tormentosa sobre las aguas arriesgadas de los dos hemisferios; vida tan idéntica, en suma, a la de un personaje de O'Neill. Bástame recordar que Eugenio Gladstone O'Neill nació en 1888 en un hotel de Broadway, que su padre fue un actor trágico que majestuosamente pereció millares de veces ante las candilejas de gas; que Eugenio Gladstone estudió en la Universidad de Princeton; que hacia 1909 fue en busca de oro a las tierras bajas de Honduras; que en 1910 era marinero y que desertó en la Dársena Sur y conoció los almacenes de Buenos Aires y el sabor de la caña. («Siempre me gustó la Argentina. Todo, menos ese brebaje: la caña», dice uno de sus héroes. Después, agonizando, recuerda los cinematógrafos de Barracas y una buena pelea con el pianista, y el olor de los cueros en las curtiembres.)

En la obra tumultuosa de O'Neill creo que es lícito distinguir dos períodos. Sospecho que en el primero, realista —La luna del Mar Caribe, Anna Christie, Donde está marcada la cruz—, le interesaban, ante todo, los personajes, su destino y sus almas. En el segundo, gradual o descaradamente simbólico —Raro interludio, El Gran Dios Brown, El Emperador Jones—, le interesan los experimentos, la técnica. Pensando en esos últimos dramas, ha escrito el comediógrafo irlandés Saint John Ervine: «Si algo ha sabido O'Neill de las reglas de la construcción dramática, formuladas por todas las autoridades en la materia desde Aristóteles hasta el profesor G. P. Baker, ha ocultado cuidadosamente su información y ha compuesto sus piezas como si las desconociera absolutamente. Una de sus piezas tiene seis actos cuando tres bastarían. Otra tiene un comienzo y un fin, pero le falta el medio. Una tercera, El Emperador Jones, viene a ser un monólogo en ocho escenas. Aristóteles se estremecería en la tumba si le contaran las diabluras que hace el señor O'Neill con la técnica, pero quizá las perdonara por lo afortunadas que son. Cada nuevo drama de O'Neill es un experimento nuevo, y lo asombroso es que ese experimento se justifica. La estructura de cada pieza nada tiene que ver con la estructura de la pieza siguiente ni con la de la pieza anterior, pero no deja nunca de ajustarse al propósito especial del señor O'Neill. Sus piezas, para decirlo en una palabra, son otras tantas aventuras.» El juicio me parece verdadero, aunque ni siquiera menciona la intensidad que pone O'Neill en esas infracciones del orden. En su invención, más que en su ejecución. Verbigracia: el valor fundamental de Raro interludio está en la idea de presentar dos dramas paralelos —uno de palabras, otro de pensamientos y de emociones—, y no en la fábula que O'Neill desenvuelve para ejecutar su propósito. Verbigracia: las caretas que usurpan el lugar de los hombres, los niños y las mujeres en El Gran Dios Brown, y la fusión final, o confusión, de las dos personas en una, es más interesante, para nosotros —y para O'Neill— que la historia de la firma Anthony, Brown y Compañía, Arquitectos. En resumen: a los últimos dramas de O'Neill, a los más ambiciosos y emprendedores, les falta «realidad». Esa comprobación no los acusa de ser infieles a lo cotidiano del mundo; es evidente que lo son y que tal es el propósito de su autor. Los acusa de otra infidelidad: de no corresponder a una imaginación minuciosa de los caracteres y de los hechos. Uno siente que O'Neill no conoce bien ese mundo de símbolos y de larvas. Uno siente que los personajes no son complejos, que apenas son caóticos. Uno siente que O'Neill es el espectador más desconcertado, y acaso más ingenuo y más trémulo, de esas fantasmagorías enormes. Uno siente que O'Neill ha inventado cada vez un procedimiento y que después ha improvisado su obra con una especie de ferviente descuido. Uno siente que a O'Neill lo mueven más los efectos escénicos que la realidad, siquiera fantasmal o nominal, de sus personajes. Ante un drama de O'Neill, como ante las novelas de William Faulkner, uno a veces no sabe lo que sucede, pero uno sabe que lo que sucede es terrible. De ahí su conexión con la música, arte que opera con nosotros de ese modo inmediato. La música (dijo Hanslick) es un idioma que entendemos y hablamos, pero que somos incapaces de traducir. De traducir en conceptos, naturalmente. Es el caso de los dramas de O'Neill. Su espléndida eficacia es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Es también el caso del Universo, que nos destruye, nos exalta y nos mata, y no sabemos nunca qué es.





Texto publicado el 27.11.1936 en El Hogar 1935-1958
Incluido luego en Textos cautivos (compilación 1986)
Foto: Borges, Rome, Italy, 1981 © Horst Tappe
Imagen al pie: The Nobel Prize for Literature, awarded to Eugene O'Neill in 1936

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