27/10/14

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: La memoria ("En diálogo", I, 36)






Osvaldo Ferrari: Hablamos hace poco, Borges, de su personaje Funes y de la memoria, y recordábamos ese apelativo "el memorioso", que yo le he dicho que a veces se le aplica a usted, que lo inventó, en Buenos Aires, en los últimos tiempos.

Jorge Luis Borges: Con toda injusticia, ya que mi memoria ahora es una memoria... de citas de páginas de versos leídos; pero en cuanto a mi historia personal, bueno —será que yo la he transformado en fábula o he tratado de urdir fábulas con ella—, pero si usted me pregunta algo sobre mi vida, yo me equivoco. Sobre todo en lo que se refiere a los viajes y al orden cronológico de esos viajes. En lo que se refiere a fechas, fuera del año cincuenta y cinco... bueno, eso está vinculado, desde luego, a la revolución, de la que esperamos tanto y que nos dio bastantes cosas también. Al hecho de perder la vista. Y luego, me hicieron director de la Biblioteca Nacional ese año, en el cincuenta y cinco; de modo que se trató de hechos muy graves, algunos sobre todo para mí. Pero fuera de eso, mi memoria es más bien una memoria de citas. Creo haber recordado alguna vez aquella ocupación melancólica de Emerson, que se refiere a un texto que se llama Quotations (Citas) y dice: "Y la vida misma se convierte en una cita". Es un poco triste, uno llega a ver la propia vida, los dolores, las desdichas propias; uno llega a verlas... y entre comillas, digamos. Y es terrible, ¿no? Bueno, pues mi vida es un poco así ya para mi falible memoria: una serie de citas. Pero quizá, ya que yo nunca he estudiado nada de memoria, esas citas son citas de textos que se han impuesto a mi memoria. Que me han emocionado hasta tal punto que son inolvidables ahora. Y también tengo recuerdos de versos tan malos que son inolvidables.

—(Ríe.) Habría algunas conjeturas posibles respecto de su memoria, de lo que podríamos llamar su memoria literaria en este caso.

—Bueno, yo creo que convendría no olvidar lo que dijo el filósofo francés Bergson, que afirmó que la memoria es selectiva, es decir, la memoria elige. Naturalmente si las personas son o tienen un temperamento patético, tienden a recordar las desdichas, ya que las desdichas les sirven para sus propósitos de elocuencia patética. Pero, como yo no soy patético, o trato de no ser patético, olvido los males y el recuerdo de las desdichas. Y aquí hay una cita inevitable del Martín Fierro que dice:

"Sepan que olvidar lo malo
también es tener memoria."

Ahora, yo creo que la memoria requiere el olvido. En cuanto a la justificación de ese parecer, precisamente en ese cuento mío "Funes el memorioso" —claro que es un caso hipotético el de Funes: un hombre abrumado por una memoria infinita— él recuerda cada instante, no recuerda a una persona sino cada una de las veces que la vio, recuerda si la vio de frente, de perfil, de medio perfil. Recuerda la hora del día en que la vio; es decir, recuerda tantas circunstancias que es incapaz de generalizar, es incapaz de pensar —ya que, bueno, el pensamiento requiere abstracciones, y esas abstracciones se hacen olvidando pequeñas diferencias y uniendo las cosas según las ideas que contienen—. Y mi pobre Funes es incapaz de todo ello, y muere abrumado por esa memoria infinita. Muere muy joven creo recordar.

—Claro, y por eso la conjetura pasa por allí justamente: usted dice que la memoria exige de alguna manera el olvido; entonces, ¿la memoria literaria de Borges puede sentirse a veces —en esto lo consulto— abrumada como la de Funes, y necesitar la conversación para mitigar su peso?

—Y... en todo caso, me gusta mucho conversar. Claro que me gusta recordar también. Ahora, he llegado a olvidar —creo haberle dicho otra vez— que yo he repetido el mismo concepto en distintas formas y no me he dado cuenta de eso: hay cuentos míos que, en todo caso, pueden ser juzgados como variaciones de otros.

—El olvido creativo y la memoria creativa.

—Sí, un olvido y una memoria creativa. No sé si le hablé de aquellos dos sonetos sobre el ajedrez, sobre el cuento "Las ruinas circulares", y sobre un poema cuyos infinitos eslabones son tigres. Bueno, y esos tres casos corresponden exactamente a la misma idea. Pero yo no me di cuenta de eso. Y luego hay otro tema, que yo repito con variaciones —con variaciones tan variadas que no me doy cuenta de que estoy repitiéndolo— y es el de algo precioso; el de un don precioso que resulta terrible, intolerable. Precisamente hace un momento hemos recordado la memoria infinita de Funes —una memoria infinita parece un don, sin embargo, mata a quien la posee, o a quien es poseído por ella—. Esa vendría a ser la misma idea de "El Aleph": aquel punto donde convergen todos los puntos del espacio, que puede abrumar a un hombre. Y otro cuento "El Zahir": un objeto inolvidable que, al ser inolvidable y al estar, entonces, el protagonista, recordándolo continuamente, no puede por ello pensar en otra cosa; se vuelve loco o está a punto de volverse loco cuando escribe el cuento. Es la misma idea, o bien "El libro de arena": un libro infinito, también resulta atroz para quien lo tiene. De modo que vendrían a ser variaciones sobre el mismo tema: un objeto precioso, un don precioso que resulta terrible. Y sin duda escribiré otros cuentos con el mismo argumento, o, mejor dicho, ya he escrito uno para mi próximo libro: La memoria de Shakespeare, que se trata de un erudito alemán que posee o que es poseído por la memoria personal de Shakespeare —por la memoria de Shakespeare pocos días antes de su muerte— y que al final está como inundado por esa memoria infinita, y tiene que transferírsela a otro antes de volverse loco. Es decir, es el mismo cuento y yo voy ensayando variaciones. Pero quizá la literatura universal sea una serie de variaciones sobre el mismo tema. Sobre todo acerca del tema de amantes separados, o de amantes que se encuentran y se desencuentran. Bueno, ése es un tema infinito.

—Esas variaciones pueden llevar a una mayor perfección del cuento, pero, lo que quiero preguntarle es si usted ha sentido, a la manera de Funes, miedo frente a su memoria alguna vez.

—No, porque mi memoria elige; ha elegido algunos hechos, y ha tratado de olvidar los hechos adversos.

—Y la memoria literaria, digamos, ¿no ha sido de ninguna manera abrumadora en su caso?, o ¿usted no lo sintió así?

—No, tengo que pasar alguna parte de mi tiempo solo; entonces, tendido en la cama empiezo a recitar estrofas. Sobre todo estrofas de Verlaine, estrofas de Swinburne, estrofas de Almafuerte también; muchos sonetos de Quevedo —que no sé si me gustan, pero que en todo caso son inolvidables para mí—, un soneto de Banchs que siempre repito: el soneto del espejo, y algún poema de Juan Ramón Jiménez. Y además, bueno, por qué no de poetas latinos, de poemas anónimos sajones...

—De modo que su memoria sería una compañía permanente para usted.

—Y... de algún modo es una antología.

—Claro.

—Aunque yo sé que las mejores antologías son las que hace el tiempo. Si usted considera una antología, digamos Las cien mejores poesías líricas de la lengua castellana de Menéndez y Pelayo. En principio está bien, porque son poesías elegidas por el tiempo —aunque el tiempo también se equivoca, ya que no creo que entre las mejores poesías de la lengua castellana esté "Érase un hombre a una nariz pegado" de Quevedo, por ejemplo, o "La vaquera de la Finojosa" del Marqués de Santillana; que son más bien dignas de olvido y de perdón—. Bueno, pero más o menos la antología está bien hasta que uno llega al presente, entonces, naturalmente Menéndez y Pelayo tiene que pensar en sus colegas, en los contemporáneos, y nos encontramos con poetas hoy felizmente olvidados (ríen ambos). Curiosamente Menéndez y Pelayo escribía mejores versos que sus amigos, los españoles contemporáneos, pero no se incluyó en la antología. Otro aspecto particular del caso de Menéndez y Pelayo: nadie lo recuerda como poeta. Bueno, Homero Guglielmini sabía de memoria la larga epístola a Horacio de Menéndez y Pelayo. Yo no la sé de memoria, pero recuerdo algunos versos felices, y alguno misteriosamente feliz; salvo que la excelencia literaria es siempre misteriosa, es siempre inexplicable. Yo recuerdo estos dos pasajes. Uno es muy breve, es una línea: "La náyade en el agua de la fuente". Eso es muy grato, no hay ninguna metáfora, hay una imagen desde luego, pero la idea de la imagen visual de la náyade en el agua de la fuente parece trivial, parece que lo importante son las palabras, ¿no?

—Es sencillo y directo.

—Sí, y luego aquel otro que habla de, bueno, del rapto de Europa por Júpiter; que toma la forma de un toro y se la lleva nadando. Dice:

"Que el níveo toro a la de cien ciudades
Creta, conduzca la robada ninfa."

Ahora, "níveo" es una trivialidad, y sin duda "Creta, la de cien ciudades" es una traducción del nombre griego de Creta. Pero, queda bien el hipérbaton; la inversión.
La palabra "conduzca" no es feliz, pero no importa; está llevada por la corriente del verso, por el ímpetu del verso. Y sin embargo, la gente lo recuerda ahora a Menéndez y Pelayo, bueno, como historiador de la literatura, como crítico (era un crítico muy arbitrario, sobre todo él negaba todo lo extranjero y exaltaba lo español). Un poco a la manera de Ricardo Rojas en la Historia de la literatura argentina. Salvo que esa literatura argentina era un poco conjetural; en fin, se me ocurre que el trabajo de Menéndez y Pelayo era más serio. A pesar de eso, recuerdo una broma de Groussac sobre Menéndez y Pelayo. Éste había publicado una Historia de la filosofía española; y decía Groussac: "Título un poco abrumador, pero que corrige la severidad del sustantivo filosofía con la sonrisa del epíteto español" (ríe). Eso está en uno de los mejores libros de Groussac, y creo que no se ha traducido al castellano: Un enigme litteraire (Un enigma literario) sobre lo que se ha llamado el falso Quijote, o la continuación del Quijote, que alguien escribió, y que llevó a Cervantes a escribir —felizmente para él y para nosotros— la segunda parte del Quijote. Que yo sepa, ese libro no ha sido traducido, y es uno de sus mejores libros —él lo escribió en su idioma, en francés—. Groussac quien veía su destino como frustrado: él hubiera querido ser un gran escritor francés, y llegó a ser un escritor, digamos célebre, aquí. Pero, como él observó entonces —y eso ya no sería cierto ahora—: "Ser famoso en América del Sur no es dejar de ser un desconocido". Ahora, en cambio, ser de América del Sur es ser famoso, yo diría, ¿no? (ríen ambos), después de lo que se ha llamado el "boom" latinoamericano.

—En cierto sentido...

—Sí, pero Groussac en su tiempo todavía podía sentir...

—Inversamente.

—Sí, inversamente sentía que la América del Sur era un rincón un poco olvidado del planeta. Y ahora quizá es demasiado recordado; ya que nos atribuyen continuamente virtudes, que no sé si son ciertas, y que en mi caso son inmerecidas.

—(Ríe.) De manera, Borges, que la memoria sería una grata compañera, que además nos da la posibilidad de crear.

—Y nos da la posibilidad de haber conversado durante un cuarto de hora, yo creo (ríe), lo cual no es menos precioso en este día.

—(Ríe.) Más o menos eso, más o menos quince minutos.



En diálogo, I, 36
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Fuente foto original color s-d

26/10/14

Jorge Luis Borges: La doctrina de los ciclos





Esa doctrina (que su más reciente inventor llama del Eterno Retorno) es formulable así:
El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse. De nuevo nacerás de un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta misma página a tus manos iguales, de nuevo cursarás todas las horas hasta la de tu muerte increíble. Tal es el orden habitual de aquel argumento, desde el preludio insípido hasta el enorme desenlace amenazador. Es común atribuirlo a Nietzsche.
Antes de refutarlo —empresa de que ignoro si soy capaz— conviene concebir, siquiera de lejos, las sobrehumanas cifras que invoca. Empiezo por el átomo. El diámetro de un átomo de hidrógeno ha sido calculado, salvo error, en un cien millonésimo de centímetro. Esa vertiginosa pequeñez no quiere decir que sea indivisible: al contrario, Rutherford lo define según la imagen de un sistema solar, hecho por un núcleo central y por un electrón giratorio, cien mil veces menor que el átomo entero. Dejemos ese núcleo y ese electrón y concibamos un frugal universo, compuesto de diez átomos. (Se trata, claro está, de un modesto universo experimental: invisible, ya que no lo sospechan los microscopios; imponderable ya que ninguna balanza lo apreciaría.) Postulemos también —siempre de acuerdo con la conjetura de Nietzsche— que el número de cambios de ese universo es el de las maneras en que se pueden disponer los diez átomos, variando el orden en que estén colocados. ¿Cuántos estados diferentes puede conocer ese mundo, antes de un eterno retorno? La indagación es fácil: basta multiplicar 1 x 2 x 3 x 4 x 5 x 6 x 7 x 8 x 9 x 10, prolija operación que nos da la cifra de 3.628.800. Si un partícula casi infinitesimal de universo es capaz de semejante variedad, poca o ninguna fe debemos prestar a una monotonía del cosmos. He considerado 10 átomos; para obtener dos gramos de hidrógeno, precisaríamos bastante más de un billón de billones. Hacer el cómputo de los cambios posibles en ese par de gramos —vale decir, multiplicar un billón de billones por cada uno de los números enteros que lo anteceden— es ya una operación muy superior a la paciencia humana.
Ignoro si mi lector está convencido; yo no lo estoy. En el indoloro y casto despilfarro de números enormes obra sin duda ese placer peculiar de todos los excesos, pero la Regresión, sigue más o menos Eterna, aunque a plazo remoto. Nietzsche podría replicar: “Los electrones giratorios de Rutherford son una novedad para mí, así como la idea —tan escandalosa para un filólogo— de que pueda partirse un átomo. Sin embargo, yo jamás desmentí que las vicisitudes de la materia fueran cuantiosas; yo he declarado solamente que no eran infinitas.” Esa verosímil contestación de Friedrich Nietzsche me hace recurrir a Georg Cantor y a su heroica teoría de conjuntos.
Cantor destruye el fundamento de la tesis de Nietzsche. Afirma la perfecta infinitud del número de puntos del universo, y hasta de un metro de universo, o de una fracción de ese metro. La operación de contar no es otra cosa para él que la de equiparar series. Por ejemplo, si los primogénitos de todas las casas de Egipto fueron matados por el Ángel, salvo los que habitaban en casas que tenía en la puerta una señal roja, es evidente que tantos se salvaron como señales rojas había, sin que esto importe enumerar cuántos fueron. Aquí es indefinida la cantidad; otras agrupaciones hay en que es infinita. El conjunto de los números naturales es infinito, pero es posible demostrar que son tantos los impares como los pares

Al 1 corresponde el 2
Al 3 corresponde el 4
Al 5 corresponde el 6, etcétera

La prueba es tan irrefutable como baladí, pero no difiere de la siguiente de que hay tantos múltiplos de tres mil dieciocho como números hay —sin excluir de éstos al tres mil dieciocho y sus múltiplos

Al 1 corresponde el 3018
Al 2 corresponde el 6036
Al 3 corresponde el 9054
Al 4 corresponde el 12072, etcétera

Cabe afirmar lo mismo de sus potencias, por más que éstas se vayan ratificando a medida que progresemos

Al 1 corresponde el 3018
Al 2 corresponde el 30182 el 9.108.324
Al 3, etcétera

Una genial aceptación de estos hechos ha inspirado la fórmula de que una colección infinita —verbigracia, la serie natural de números enteros— es una colección cuyos miembros pueden desdoblarse a su vez en series infinitas. (Mejor para eludir toda ambigüedad: conjunto infinito es aquel conjunto que puede equivaler a uno de sus conjuntos parciales.) La parte, en esas elevadas latitudes de la numeración, no es menos copiosa que el todo: la cantidad precisa de puntos que hay en el universo es la que hay en un metro, o en un decímetro, o en la más honda trayectoria estelar. La serie de los números naturales está bien ordenada: vale decir, los términos que la forman son consecutivos; el 28 precede al 29 y sigue al 27. La serie de los puntos del espacio (o de los instantes del tiempo) no es ordenable así; ningún número tiene un sucesor o un predecesor inmediato. Es como la serie de los quebrados según la magnitud. ¿Qué fracción enumeraremos después de 1/2? No 51/100 porque más cerca está 201/400; no 201/400 porque más cerca... Igual sucede con los puntos, según George Cantor. Podemos siempre intercalar otros más, en número infinito. Sin embargo, debemos procurar no concebir tamaños decrecientes. Cada punto “ya” es el final de una infinita subdivisión.
El roce del hermoso juego de Cantor con el hermoso juego de Zarathustra es mortal para Zarathustra. Si el universo consta de un número infinito de términos, es rigurosamente capaz de un número infinito de combinaciones —y la necesidad de un eterno retorno queda vencida. Queda su mera posibilidad, computable en cero.

II

Escribe Nietzsche, hacia el otoño de 1883: Esta lenta araña arrastrándose a la luz de la luna, y esta misma luz de la luna, y tú y yo cuchicheando en el portón, cuchicheando de eternas cosas, ¿no hemos coincidido ya en el pasado? ¿Y no recurriremos otra vez en el largo camino, en ese largo tembloroso camino, no recurriremos eternamente? Así hablaba yo, y siempre con voz menos alta, porque me daban miedo mis pensamientos y mis traspensamientos. Escribe Eudemo parafraseador de Aristóteles, unos tres siglos antes de la Cruz: Si hemos de creer a los pitagóricos, las mismas cosas volverán puntualmente y estaréis conmigo otra vez y yo repetiré esta doctrina y mi mano jugará con este bastón, y así de lo demás. En la cosmogonía de los estoicos, Zeus se alimenta del mundo: el universo es consumido cíclicamente por el fuego que lo engendró, y resurge de la aniquilación para repetir una idéntica historia. De nuevo se combinan las diversas partículas seminales, de nuevo informan piedras, árboles y hombres —y aún virtudes y días, ya que para los griegos era imposible un nombre sustantivo sin alguna corporeidad. De nuevo cada espada y cada héroe, de nuevo cada minuciosa noche de insomnio.
Como las otras conjeturas de la escuela del Pórtico, esa de la repetición general cundió por el tiempo, y su nombre técnico, apokatastasis, entró en los Evangelios (Hechos de los Apóstoles, III, 21), si bien con intención indeterminada. El libro doce de la Civitas Dei de San Agustín dedica varios capítulos a rebatir tan abominable doctrina. Esos capítulos (que tengo a la vista) son harto enmarañados para el resumen, pero la furia episcopal de su autor parece preferir dos motivos; uno, la aparente inutilidad de esa rueda; otro, la irrisión de que el Logos muera como un pruebista en la cruz, en funciones interminables. Las despedidas y el suicidio pierden su dignidad si los menudean; San Agustín debió pensar lo mismo de la Crucifixión. De ahí que rechazara con escándalo el parecer de los estoicos y pitagóricos. Éstos argüían que la ciencia de Dios no puede comprender cosas infinitas y que esa eterna rotación del proceso mundial sirve para que Dios lo vaya aprendiendo y se familiarice con él; San Agustín se burla de sus vanas revoluciones y afirma que Jesús es la vía recta que nos permite huir del laberinto circular de tales engaños.
En aquel capítulo de su Lógica que trata de la ley de la causalidad, John Stuart Mill declara que es concebible —pero no verdadera— una repetición periódica de la historia, y cita la “égloga mesiánica” de Virgilio:

Jam redit et virgo, redeunt Saturnia regna...

Nietzsche, helenista, ¿pudo acaso ignorar a esos precursores? Nietzsche, el autor de los fragmentos sobre los presocráticos, ¿pudo no conocer una doctrina que los discípulos de Pitágoras aprendieron? 18 Es muy difícil creerlo —e inútil. Es verdad que Nietzsche ha indicado, en memorable página, el preciso lugar en que la idea de un eterno retorno lo visitó: un sendero en los bosques de Silvaplana, cerca de un vasto bloque piramidal, un mediodía del agosto de 1881 — “a seis mil pies del hombre y del tiempo”. Es verdad que ese instante es uno de los honores de Nietzsche. Inmortal el instante, dejará escrito, en que yo engendré el eterno regreso. Por ese instante yo soporto el Regreso (Unschuld des Werdens, II, 1308). Opino, sin embargo, que no debemos postular una sorprendente ignorancia, ni tampoco una confusión humana harto humana, entre la inspiración y el recuerdo, ni tampoco un delito de vanidad. Mi clave es de carácter gramatical, casi diré sintáctico. Nietzsche sabía que el Eterno Retorno es de las fábulas o miedos o diversiones que recurren eternamente, pero también sabía que la más eficaz de las personas gramaticales es la primera. Para un profeta, cabe asegurar que la única. Derivar su revelación de un epítome, o de la Historia philosophiae graeco-romanae de los profesores suplentes Ritter y Preller, era imposible a Zarathustra, por razones de voz y de anacronismo —cuando no tipográficas. El estilo profético no permite el empleo de las comillas ni la erudita alegación de libros y autores...
Si mi carne humana asimila carne brutal de ovejas, ¿quién impedirá que la mente humana asimile estados mentales humanos? De mucho repensarlo y de padecerlo, el eterno regreso de las cosas es ya de Nietzsche y no de un muerto que es apenas un nombre griego. No insistiré: ya Miguel de Unamuno tiene su página sobre esa prohijación de los pensamientos.
Nietzsche quería hombres capaces de aguantar la inmortalidad. Lo digo con palabras que están en sus cuadernos personales, en el Nachlass, donde grabó también estas otras: Si te figuras una larga paz antes de renacer, te juro que piensas mal. Entre el último instante de la conciencia y el primer resplandor de una vida nueva hay “ningún tiempo” —el plazo dura lo que un rayo, aunque no basten a medirlo billones de años. Si falta un yo, la infinitud puede equivaler a la sucesión.
Antes de Nietzsche la inmortalidad personal era una mera equivocación de las esperanzas, un proyecto confuso. Nietzsche la propone como un deber y le confiere la lucidez atroz de un insomnio. El no dormir (leo en el antiguo tratado de Robert Burton) harto crucifica a los melancólicos, y nos consta que Nietzsche padeció esa crucifixión y tuvo que buscar salvamento en el amargo hidrato de cloral. Nietzsche quería ser Walt Whitman, quería minuciosamente enamorarse de su destino. Siguió un método heroico: desenterró la intolerable hipótesis griega de la eterna repetición y procuró deducir de esa pesadilla mental una ocasión de júbilo. Buscó la idea más horrible del universo y la propuso a la delectación de los hombres. El optimista flojo suele imaginar que es nietzscheano; Nietzsche lo enfrenta con los círculos del eterno regreso y lo escupe así de su boca.
Escribió Nietzsche: No anhelar distantes venturas y favores y bendiciones, sino vivir de modo que queramos volver a vivir, y así por toda la eternidad. Mauthner objeta que atribuir la menor influencia moral, vale decir práctica, a la tesis del eterno retorno, es negar la tesis —pues equivale a imaginar que algo puede acontecer de otro modo. Nietzsche respondería que la formulación del regreso eterno y su dilatada influencia moral (vale decir práctica) y las cavilaciones de Mauthner y su refutación de las cavilaciones de Mauthner, son otros tantos necesarios momentos de la historia mundial, obra de las agitaciones atómicas. Con derecho podría repetir lo que ya dejó escrito: Basta que la doctrina de la repetición circular sea probable o posible. La imagen de un mera posibilidad nos puede estremecer y rehacer. ¡Cuánto no ha obrado la posibilidad de las penas eternas! Y en otro lugar: En el instante en que se presenta esa idea, varían todos los colores— y hay otra historia.


III

Alguna vez nos deja pensativos la sensación “de haber vivido ya ese momento”. Los partidarios del eterno retorno nos juran que así es e indagan una corroboración de su fe en esos perplejos estados. Olvidan que el recuerdo importaría una novedad que es la negación de la tesis y que el tiempo lo iría perfeccionando —hasta el ciclo distante en que el individuo ya prevé su destino y prefiere obrar de otro modo... Nietzsche, por lo demás, no habló nunca de una confirmación mnemónica del Regreso 19.
Tampoco habló —y eso merece destacarse también— de la finitud de los átomos. Nietzsche niega los átomos; la atomística no le parecía otra cosa que un modelo del mundo, hecho exclusivamente para los ojos y el entendimiento aritmético... Para fundar su tesis, habló de una fuerza limitada, desenvolviéndose en el tiempo infinito, pero incapaz de un número ilimitado de variaciones. Obró no sin perfidia: primero nos precave contra la idea de una fuerza infinita —“¡cuidemos de tales orgías del pensamiento”— y luego generosamente concede que el tiempo es infinito. Asimismo le agrada recurrir a la Eternidad Anterior. Por ejemplo: un equilibrio de la fuerza cósmica es imposible, pues de no serlo, ya se habría operado en la Eternidad Anterior. O si no: la historia universal ha sucedido un número infinito de veces —en la Eternidad Anterior. La invocación parece válida, pero conviene repetir que esa Eternidad Anterior (o aeternitas a parte ante, según le dijeron los teólogos) no es otra cosa que nuestra incapacidad natural de concebirle principio al tiempo. Adolecemos de la misma incapacidad en lo referente al espacio, de suerte que invocar una Eternidad anterior es tan decisivo como invocar un Infinitud A Mano Derecha. Lo diré con otras palabras: si el tiempo es infinito para la intuición, también lo es para el espacio. Nada tiene que ver esa Eternidad Anterior con el tiempo real discurrido; retrocedamos al primer segundo y notaremos que éste requiere un predecesor, y ese predecesor otro más, y así infinitamente. Para restañar ese regressus in infinitum, San Agustín resuelve que el primer segundo del tiempo coincide con el primer segundo de la Creación —non in tempore sed cum tempore incepit creatio.
Nietzsche recurre a la energía; la segunda ley de la termodinámica declara que hay procesos energéticos que son irreversibles. El calor y la luz no son más que formas de la energía. Basta proyectar una luz sobre una superficie negra para que se convierta en calor. El calor, en cambio, ya no volverá a la forma de la luz. Esa comprobación de aspecto inofensivo o insípido, anula el “laberinto circular” del Eterno Retorno.
La primera ley de la termodinámica declara que la energía del universo es constante; la segunda, que esa energía propende a la incomunicación, al desorden, aunque la cantidad total no decrece. Esa gradual desintegración de las fuerza que componen el universo, es la entropía. Una vez alcanzado el máximo de entropía. Una vez igualadas las diversas temperaturas, una vez excluida (o compensada) toda acción de un cuerpo sobre otro, el mundo será un fortuito concurso de átomos. En el centro profundo de las estrellas, ese difícil y mortal equilibrio ha sido logrado. A fuerza de intercambios el universo entero lo alcanzará, y estará tibio y muerto.
La luz se va perdiendo en calor; el universo, minuto por minuto, se hace invisible. Se hace más liviano también. Alguna vez, ya no será más que calor: calor equilibrado, inmóvil, igual. Entonces habrá muerto.

*

Una certidumbre final, esta vez de orden metafísico. Aceptada la tesis de Zarathustra, no acabo de entender cómo dos procesos idénticos dejan de aglomerarse en uno. ¿Basta la mera sucesión, no verificada por nadie? A falta de un arcángel especial que lleve la cuenta, ¿qué significa el hecho de que atravesamos el ciclo trece mil quinientos catorce, y no el primero de la serie o el número trescientos veintidós con el exponente en dos mil? Nada, para la práctica —lo cual no daña al pensador. Nada para la inteligencia —lo cual ya es grave.

1934, Salto Oriental


Notas

18 Esta perplejidad es inútil. Nietzsche, en 1874, se burla de la tesis pitagórica de que la historia se repite cíclicamente. (Vom Nutzen und Nachteil der Historie) (Nota de 1953)

19 De esta aparente confirmación, Néstor Ibarra escribe: “Il arrive aussi que quelque perception nouvelle nous frappe comme un souvenir, que nous croyons reconnaître des objets ou des accidents que nos sommes pourtant sûrs de rencontrer pour la première fois. J’imagine qu’il s’agit ici d’un curieux comportement de notre mémoire. Une perception quelconque s’effectue de abord, mais sous le seuil du conscient . Un instant après, les excitations agissent, mais cette fois nous les recevons dans le conscient. Notre mémoire est déclanchée et nous offre bien le sentiment du ‘deja vu’; mais elle localise mal ce rappel. Pour en justifier la faiblesse et le trouble, nous lui supposons un considérable recul dans le temps; peut-être le renvoyons-nous plus loin de nous encore, dans le rédoublement de quelque vie antérieure. Il s’agit en réalité d’un passé inmédiat; et l’abîme qui nous en sépare est celui de notre distracción."


*

Entre los libros consultados para la noticia anterior, debo mencionar los siguientes:

Die Unschuld des Weindes, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1931
Also sprach Zaarathustra, von Friedrich Nietzsche. Leipzig, 1892
Introduction to mathematical philosophy, by Bertrand Russell. London, 1919
The A B C of atoms, by Bertrand Russell. London, 1927
The nature of the physical world, by A. S. Eddington. London, 1928
Die Philosophie der Griechen, von Dr. Paul Deussen. Leipzig, 1919
Wörterbuch der Philosopie, von Fritz Mauthner. Leipzig, 1923
La ciudad de Dios, por San Agustín. Versión de Díaz de Beyral. Madrid, 1922


      
En Historia de la Eternidad (1936)
Foto en catálogo "Borges y el arte", Museo Nacional de Bellas Artes, B.A., 2002


25/10/14

Jorge Luis Borges: Historias de jinetes






Son muchas y podrían ser infinitas. La primera es modesta; luego la ahondarán las que siguen.

Un estanciero del Uruguay había adquirido un establecimiento de campo (estoy seguro de que ésa es la palabra que usó) en la provincia de Buenos Aires. Trajo del Paso de los Toros a un domador, hombre de toda su confianza pero muy chúcaro. Lo alojó en una fonda cerca del Once. A los tres días fue en su busca; lo encontró mateando en su pieza, en el último piso. Le preguntó qué le había parecido Buenos Aires, y resultó que el hombre no se había asomado a la calle una sola vez.

La segunda no es muy distinta. En 1903, Aparicio Saravia sublevó la campaña del Uruguay; en alguna etapa de la contienda se temió que sus hombres pudieran irrumpir en Montevideo. Mi padre, que se encontraba allí, fue a pedir consejo a un pariente, Luis Melián Lafinur, el historiador. Éste le dijo que no había peligro, "porque el gaucho le teme a la ciudad". En efecto, las tropas de Saravia se desviaron y mi padre comprobó con algún asombro que el estudio de la Historia puede ser útil y no sólo agradable.1

La tercera que referiré, también pertenece a la tradición oral de mi casa. A fines de 1870, fuerzas de López Jordán comandadas por un gaucho a quien le decían El Chumbiao cercaron la ciudad de Paraná. Una noche, aprovechando un descuido de la guarnición, los montoneros lograron atravesar las defensas y dieron, a caballo, toda la vuelta de la plaza central, golpeándose la boca y burlándose. Luego, entre pifias y silbidos, se fueron. La guerra no era para ellos la ejecución coherente de un plan sino un juego de hombría.

La cuarta de las historias, la última, está en las páginas de un libro admirable: L'Empire des Steppes (1939), del orientalista Grousset. Dos párrafos del capítulo dos pueden ayudar a ententerla; he aquí el primero:

"La guerra de Gengis-khan contra los Kin, empezada en 1211, debía con breves treguas prolongarse hasta su muerte (1227), para ser rematada por su sucesor (1234). Los mogoles, con su móvil caballería, podían arrasar los campos y las poblaciones abiertas, pero durante mucho tiempo ignoraron el arte de tomar las plazas fortificadas por los ingenieros chinos. Además, guerreaban en China como en la estepa, por incursiones sucesivas, al cabo de las cuales se retiraban con su botín, dejando que en la retaguardia los chinos volvieran a ocupar las ciudades, levantaran las ruinas, repararan las brechas y rehicieran las fortificaciones, de tal modo que en el curso de aquella guerra los generales mogoles se vieron obligados a reconquistar dos o tres veces las mismas plazas."

He aquí el segundo:

"Los mogoles tomaron a Pekín, pasaron a degüello a la población, saquearon las casas y después les prendieron fuego. La destrucción duró un mes. Evidentemente, los nómadas no sabían qué hacer con una gran ciudad y no atinaban con la manera de utilizarla para la consolidación y extensión de su poderío. Hay ahí un caso interesante para los especialistas de la geografía humana: el embarazo de las gentes de las estepas cuando, sin transición, el azar les entrega viejos países de civilización urbana. Queman y matan, no por sadismo, sino porque se encuentran desconcertados y no saben obrar de otra suerte."

He aquí, ahora, la historia que todas las autoridades confirman: Durante la última campaña de Gengis-khan, uno de sus generales observó que sus nuevos súbditos chinos no le servirían para nada, puesto que eran ineptos para la guerra, y que, por consiguiente, lo más juicioso era exterminarlos a todos, arrasar las ciudades y hacer del casi interminable Imperio Central un dilatado campo de pastoreo para las caballadas. Así, por lo menos, aprovecharían la tierra, ya que lo demás era inútil. El khan iba a seguir este aviso, cuando otro consejero le hizo notar que más provechoso era fijar impuestos a las tierras y a las mercaderías. La civilización se salvó, los mogoles envejecieron en las ciudades que habían anhelado destruir y sin duda acabaron por estimar, en jardines simétricos, las despreciables y pacíficas artes de la prosodia y de la cerámica.

Remotas en el tiempo y en el espacio, las historias que he congregado son una sola; el protagonista es eterno, y el receloso peón que pasa tres días ante una puerta que da a un último patio es, aunque venido a menos, el mismo que, con dos arcos, un lazo hecho de crin y un alfanje, estuvo a punto de arrasar y borrar, bajo los cascos del caballo estepario, el reino más antiguo del mundo. Hay un agrado en percibir, bajo los disfraces del tiempo, las eternas especies del jinete y de la ciudad 2; ese agrado, en el caso de estas historias, puede dejarnos un sabor melancólico, ya que los argentinos (por obra del gaucho de Hernández o por gravitación de nuestro pasado) nos identificamos con el jinete, que es el que pierde al fin. Los centauros vencidos por los lapitas, la muerte del pastor de ovejas Abel a manos de Caín, que era labrador, la derrota de la caballería de Napoleón por la infantería británica en Waterloo, son emblemas y sombras de ese destino.

Jinete que se aleja y se pierde, con una sugestión de derrota, es asimismo en nuestras letras el gaucho. Así, en el Martín Fierro:

Cruz y Fierro de una estancia
una tropilla se arriaron,
por delante se la echaron
como criollos entendidos
y pronto, sin ser sentidos,
por la frontera cruzaron.

Y cuando la habían pasao,
una madrugada clara,
le dijo Cruz que mirara
las últimas poblaciones
y a Fierro dos lagrimones
le rodaron por la cara.

Y siguiendo el fiel del rumbo
se entraron en el desierto...

Y en El payador, de Lugones:

"Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su caballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo; con la última tarde que iba pardeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta."

Y en Don Segundo Sombra:

"La silueta reducida de mi padrino apareció en la lomada. Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento en la pampa somnolienta. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de hacer perdurar aquel rezago."

El espacio, en los textos supracitados, tiene la misión de significar el tiempo y la historia.

La figura del hombre sobre el caballo es secretamente patética. Bajo Atila, Azote de Dios, bajo Gengis-khan y bajo Timur, el jinete destruye y funda con violento fragor dilatados reinos, pero sus destrucciones y fundaciones son ilusorias. Su obra es efímera como él. Del labrador procede la palabra cultura, de las ciudades la palabra civilización, pero el jinete es una tempestad que se pierde. En el libro Die Germanen der Vólkerwanderung (Stuttgart, 1939), Capelle observa, a este propósito, que los griegos, los romanos y los germanos eran pueblos agrícolas.




Notas

1 Burton escribe que los beduinos, en las ciudades árabes, se tapan las narices con el pañuelo o con algodones; Ammiano, que los hunos tenían tanto miedo de las casas como de los sepulcros. Análogamente, los sajones que irrumpieron en Inglaterra en el siglo v, no se atrevieron a morar en las ciudades romanas que conquistaron. Las dejaron caerse a pedazos y compusieron luego elegías para lamentar esas ruinas.

2 Es fama que Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y Lussich abundaron en versiones jocosas del diálogo del jinete con la ciudad.


En Evaristo Carriego (1930), VIII
Imagen: Cover primera edición
Foto arriba: Borges en la casa de Evaristo Carriego
Fuente: Asociación Amigos de la Casa de Evaristo Carriego 




24/10/14

Jorge Luis Borges: Dante y los visionarios anglosajones





En el Canto X del Paraíso, Dante refiere que ascendió a la esfera del sol y que vio sobre el disco de ese planeta —el sol es un planeta en la economía dantesca — una ardiente corona de doce espíritus, más luminosos que la luz contra la cual se destacaban. Tomás de Aquino, el primero, le declara el nombre de los demás; el séptimo es Beda. Los comentadores explican que se trata de Beda el Venerable, diácono del monasterio de Jarrow y autor de la Historia eclesiastica gentis Anglorum.

Pese al epíteto, esa primera historia de Inglaterra, que se redacto en el siglo VIII, trasciende lo eclesiástico. Es la obra conmovida y personal de un investigador escrupuloso y de un hombre de letras. Beda dominaba el latín y conocía el griego y a su pluma suele acudir espontáneamente, un verso de Virgilio. Todo le interesaba: la historia universal, la exégesis de la Escritura, la música, las figuras de la retórica[88], la ortografía, los sistemas de numeración, las ciencias naturales, la teología, la poesía latina y la poesía vernácula. Hay, sin embargo, un punto sobre el cual deliberadamente guarda silencio. En su crónica de las tenaces misiones que acabaron por imponer la fe de Jesús a los reinos germánicos de Inglaterra, Beda pudo haber hecho para el paganismo sajón lo que Snorri Sturluson, unos quinientos años después, haría para el escandinavo. Sin traicionar el piadoso propósito de la obra, pudo haber declarado, o bosquejado, la mitología de sus mayores. Previsiblemente no lo hizo. La razón es obvia: la religión, o mitología, de los germanos estaba aún muy cerca. Beda quería olvidarla; quería que su Inglaterra la olvidara. Nunca sabremos si a los dioses que adoró Hengist los aguarda un crepúsculo y si en aquel día tremendo en que el sol y la luna serán devorados por lobos, partirá de la región del hielo una nave hecha de uñas de muertos. Nunca sabremos sí esas perdidas divinidades formaban un panteón o si eran, como Gibbon sospechó, vagas supersticiones de bárbaros. Fuera de la sentencia ritual cujus pater Voden, que figura en todas sus genealogías de linajes reales, y del caso de aquel rey precavido que tenia un altar para Jesús y otro, menor, para los demonios, poco hizo Beda para satisfacer la futura curiosidad de los germanistas. En cambio se apartó del recto camino cronológico para registrar visiones ultraterrenas que prefiguran la obra de Dante.
Recordemos una. Fursa, nos dice Beda, fue un asceta irlandés que había convertido a muchos sajones. En el curso de una enfermedad fue arrebatado por los ángeles en espíritu y subió al cielo. Durante la ascensión vio cuatro fuegos que enrojecían el aire negro, no muy distantes uno de otro. Los ángeles Je explicaron que esos fuegos consumirán el mundo y que sus nombres son Discordia, Iniquidad, Mentira y Codicia. Los fuegos se agrandaron hasta juntarse y llegaron a él; Fursa temió, pero los ángeles le dijeron; No te quemará el fuego que no encendiste. En efecto, los ángeles dividieron las llamas y Fursa llegó al paraíso, donde vio cosas admirables. Al volver a la tierra, fue amenazado una segunda vez por el fuego, desde el cual un demonio le arrojó el alma candente de un réprobo, que le quemó el hombro derecho y el mentón. Un ángel le dijo:  Ahora te quema el fuego que has encendido. En la tierra aceptaste la ropa de un pecador; ahora su castigo te alcanzará. Fursa conservó los estigmas de la visión hasta el día de su muerte.
Otra de las visiones es la de un hombre de Nortumbria, llamado Drycthelm. Éste, al cabo de una enfermedad que duró varios días, murió al anochecer y repentinamente resucitó cuando rayaba el alba. Su mujer estaba velándolo; Drycthelm le dijo que en verdad había renacido de entre los muertos y que se proponía vivir de un modo muy distinto. Después de orar, dividió su hacienda en tres partes, y dio la primera a su mujer, la segunda a sus hijos y la última y tercera a los pobres. A todos dijo adiós y se retiró a un monasterio, donde su vida rigurosa era testimonio de las cosas deseables o espantables que le fueron reveladas aquella noche en que estuvo muerto y que contaba así: «Quien me guio era de cara resplandeciente y su vestidura fulgía. Fuimos caminando en silencio, creo que hacia el Noreste. Dimos en un valle profundo y ancho y de interminable extensión; a la izquierda había fuego, a la derecha remolinos de granizo y de nieve. Las tempestades arrojaban de un lado a otro una muchedumbre de almas en pena, de suerte que los miserables que huían del fuego que no se apaga daban en el frío glacial y así infinitamente. Pensé que esas regiones crueles bien pudieran ser el infierno, pero la forma que me precedía me dijo: No estás aún en el Infierno. Avanzamos y la oscuridad fue agravándose y yo no percibía otra cosa que el resplandor de quien me guiaba. Incontables esferas de fuego negro subían de una sima profunda y en ella recaían. Mi guía me abandonó y quedé solo entre las incesantes esferas que estaban llenas de almas. Un hedor subió de la sima. Me detuve poseído por el temor y al cabo de un espacio de tiempo que me pareció interminable, oí a mi espalda desolados lamentos y ásperas carcajadas, como si una turba se burlara de enemigos cautivos. Un feliz y feroz tropel de demonios arrastraba al centro de la oscuridad cinco almas hermanas. Una estaba tonsurada, como un clérigo, otra era una mujer. Fueron perdiéndose en la hondura; las lamentaciones humanas se confundieron con las carcajadas demoníacas y en mi oído persistió el informe rumor. Negros espíritus me rodearon surgidos de las profundidades del fuego y me aterraron con sus ojos y con sus llamas, aunque sin atreverse a tocarme. Cercado de enemigos y de tiniebla, no atiné a defenderme. Por el camino vi venir una estrella, que se agrandaba y se acercaba. Los demonios huyeron y vi que la estrella era el ángel. Éste dobló por la derecha y nos dirigimos al Sur. Salimos de la sombra a la claridad y de la claridad a la luz y vi después una muralla, infinita a lo alto y hacia los lados. No tenía puertas ni ventanas y no entendí por qué nos acercábamos a la base. Bruscamente, sin saber cómo, ya estuvimos arriba y pude divisar una dilatada y florida pradera cuya fragancia disipó el hedor de las infernales prisiones. Personas ataviadas de blanco poblaban la pradera; mi guía me condujo por esas asambleas felices y yo di en pensar que tal vez ése era el reino de los cielos, del que había oído tantas ponderaciones, pero mi guía me dijo: No estás aún en el cielo. Más allá de tales moradas había una luz espléndida y adentro voces de personas cantando y una fragancia tan admirable que borró a la anterior. Cuando yo creí que entraríamos en aquel lugar de delicias, mi guía me detuvo y me hizo desandar el largo camino. Me declaró después que el valle del frío y del fuego era el purgatorio; la sima, la boca del infierno; la pradera, el sitio de los justos que aguardan el Juicio Universal, y el lugar de la música y de la luz, el reino de los cielos. «Y a ti —agregó— que ahora regresarás a tu cuerpo y habitarás de nuevo entre los hombres, te digo que si vives con rectitud, tendrás tu lugar en la pradera y después en el cielo, porque si te dejé solo un espacio, fue para preguntar cuál sería tu futuro destino. Duro me pareció volver a este cuerpo, pero no me atreví a decir palabra, y me desperté en la tierra.»
En la historia que acabo de transcribir se habrán percibido pasajes que recuerdan — habría que decir que prefiguran — otros de la obra dantesca. Al monje no lo quema el fuego no encendido por él; Beatriz, parejamente, es invulnerable al fuego del infierno («né fiamma d’esto incendio non m’assale»)[89].
A la derecha de aquel valle que parece no tener fin, tempestades de granizo y de hielo castigan a los réprobos; en el círculo tercero los epicúreos sufren la misma pena. Al hombre de Nortumbria lo desespera el abandono momentáneo del ángel; a Dante el de Virgilio («Virgilio a cui per mía salute die’mi»)[90]. Drycthelm no sabe cómo ha podido subir a lo alto del muro; Dante cómo ha podido atravesar el triste Aqueronte.
De mayor interés que estas correspondencias, que ciertamente no he agotado, son los rasgos circunstanciales que Beda entreteje en su relación y que prestan singular verosimilitud a las visiones ultraterrenas. Básteme recordar la perduración de las quemaduras, el hecho de que el ángel adivine el silencioso pensamiento del hombre, la fusión de las risas con los lamentos y la perplejidad del visionario ante el alto muro. Quizá una tradición oral trajo esos rasgos a la pluma del historiador; lo cierto es que ya encierran esa unión de lo personal y de lo maravilloso que es típica de Dante y que nada tiene que ver con los hábitos de la literatura alegórica.
¿Leyó Dante alguna vez la Historia Ecclesiastica? Es harto probable que no. La inclusión del nombre de Beda (convenientemente bisílabo para el verso) en un censo de teólogos, prueba, en buena lógica, poco. En la Edad Media la gente confiaba en la gente; no era preciso leer los volúmenes del docto anglosajón para admitir su autoridl sol es un planeta en la economía dantescaad, como no era preciso haber leído los poemas homéricos, recluidos en una lengua casi secreta, para saber que Homero («Mira colui con quella spada in mano»)[91], bien podía capitanear a Ovidio, a Lucano y a Horacio. Otra observación cabe hacer. Para nosotros, Beda es un historiador de Inglaterra; para sus lectores medievales era un comentador de las Escrituras, un retórico y un cronólogo. Una historia de la entonces vaga Inglaterra no tenía por qué atraer especialmente a Dante.
Que Dante conociera o no las visiones registradas por Beda es menos importante que el hecho de que éste las incluyó en su obra histórica, juzgándolas dignas de memoria. Un gran libro como la Divina Comedia no es el aislado o azaroso capricho de un individuo; muchos hombres y muchas generaciones tendieron hacia él. Investigar sus precursores no es incurrir en una miserable tarea de carácter jurídico o policial; es indagar los movimientos, los tanteos, las aventuras, las vislumbres y las premoniciones del espíritu humano.



Notas 

[88] Beda buscó en la Escritura sus ejemplos de figuras retóricas. Así, para la sinécdoque, donde se toma la parte por el todo, citó el versículo 14 del primer capítulo del Evangelio según Juan: Y aquel Verbo fue hecho carne… En rigor, el Verbo no sólo se hizo carne, sino huesos, cartílagos, agua y sangre. 
[89] «ni la llama de este incendio herir me puede» (Inf., II, 93). 
[90] «Virgilio a quien para salvarme me entregué» (Purg., XXX, 51). 
[91] «Mira a aquel con esa espada en mano» (Inf., IV, 86).


En Nueve ensayos dantescos (1982)
Borges en la Confitería Richmond. Fuente foto sin data: Cedoc


23/10/14

Jorge Luis Borges: Deutsches Requiem




Aunque él me quitare la vida, en él confiaré.
Job 13:15
     Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde. Uno de mis antepasados, Christoph zur Linde, murió en la carga de caballería que decidió la victoria de Zorndorf. Mi bisabuelo materno, Ulrich Forkel, fue asesinado en la foresta de Marchenoir por francotiradores franceses, en los últimos días de 1870; el capitán Dietrich zur Linde, mi padre, se distinguió en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio[6]. En cuanto a mí, seré fusilado por torturador y asesino. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte; es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, ya que de algún modo soy ellos.
Durante el juicio (que afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entorpecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han cambiado; en esta noche que precede a mi ejecución, puedo hablar sin temor. No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.
Nací en Marienburg, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor y aun con felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el de Brahms y el de Schopenhauer. También frecuenté la poesía; a esos nombres quiero juntar otro vasto nombre germánico, William Shakespeare. Antes, la teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre Schopenhauer, con razones directas; Shakespeare y Brahms, con la infinita variedad de su mundo. Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable.
Hacia 1927 entraron en mi vida Nietzsche y Spengler. Observa un escritor del siglo XVII que nadie quiere deber nada a sus contemporáneos; yo, para libertarme de una influencia que presentí opresora, escribí un artículo titulado Abrechnung mit Spengler, en el que hacía notar que el monumento más inequívoco de los rasgos que el autor llama fáusticos no es el misceláneo drama de Goethe[7] sino un poema redactado hace veinte siglos, el De rerum natura. Rendí justicia, empero, a la sinceridad del filósofo de la historia, a su espíritu radicalmente alemán (kerndeutsch), militar. En 1929 entré en el Partido.
Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron más duros para mí que para muchos otros, ya que a pesar de no carecer de valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos.
Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la guerra inexorable que probaría nuestra fe. Me bastaba saber que yo sería un soldado de sus batallas. Alguna vez temí que nos defraudaran la cobardía de Inglaterra y de Rusia. El azar, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir: el primero de marzo de 1939, al oscurecer, hubo disturbios en Tilsit que los diarios no registraron; en la calle detrás de la sinagoga, dos balas me atravesaron la pierna, que fue necesario amputar[8]. Días después, entraban en Bohemia nuestros ejércitos; cuando las sirenas lo proclamaron, yo estaba en el sedentario hospital, tratando de perderme y de olvidarme en los libros de Schopenhauer. Símbolo de mi vano destino, dormía en el reborde de la ventana un gato enorme y fofo.
En el primer volumen de Parerga und Paralipomena releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su muerte, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé) me hizo buscar ese atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la guerra, yo lo sabía; algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades; más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. El siete de febrero de 1941 fui nombrado subdirector del campo de concentración de Tarnowitz.
El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia. El cobarde se prueba entre las espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen de las cárceles y del dolor ajeno. El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa mutación es común, entre el clamor de los capitanes y el vocerío; no así en un torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No en vano escribo esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último pecado de Zarathustra. Casi lo cometí (lo confieso) cuando nos remitieron de Breslau al insigne poeta David Jerusalem.
Era éste un hombre de cincuenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la felicidad. Creo recordar que Albert Soergel, en la obra Dichtung der Zeit, lo equipara con Whitman. La comparación no es feliz; Whitman celebra el universo de un modo previo, general, casi indiferente; Jerusalem se alegra de cada cosa, con minucioso amor. No comete jamás enumeraciones, catálogos. Aún puedo repetir muchos hexámetros de aquel hondo poema que se titula Tse Yang, pintor de tigres, que está como rayado de tigres, que está como cargado y atravesado de tigres transversales y silenciosos. Tampoco olvidaré el soliloquio Rosencrantz habla con el Ángel, en el que un prestamista londinense del siglo XVI vanamente trata, al morir, de vindicar sus culpas, sin sospechar que la secreta justificación de su vida es haber inspirado a uno de sus clientes (que lo ha visto una sola vez y a quien no recuerda) el carácter de Shylock. Hombre de memorables ojos, de piel cetrina, de barba casi negra, David Jerusalem era el prototipo del judío sefardí, si bien pertenecía a los depravados y aborrecidos Ashkenazim. Fui severo con él; no permití que me ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de Hungría? Determiné aplicar ese principio al régimen disciplinario de nuestra casa y[9]… A fines de 1942, Jerusalem perdió la razón; el primero de marzo de 1943, logró darse muerte[10].
Ignoro si Jerusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable.
Mientras tanto, giraban sobre nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en aquellos años, era distinto; hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos). No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota.
En octubre o noviembre de 1942, mi hermano Friedrich pereció en la segunda batalla de El Alamein, en los arenales egipcios; un bombardeo aéreo, meses después, destrozó nuestra casa natal; otro, a fines de 1943, mi laboratorio. Acosado por vastos continentes, moría el Tercer Reich; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra él. Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor no esperado, el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo. Pensé: Me satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo. Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.
Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Arminio, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Hitler creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. Esa espada nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a muerte y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar el nuevo orden; ahora sabemos que Alemania era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.
Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas. Si la victoria y la injusticia y la felicidad no son para Alemania, que sean para otras naciones. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.
Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.


Notas

[6] Es significativa la omisión del antepasado más ilustre del narrador, el teólogo y hebraísta Johannes Forkel (1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología y cuya versión literal de algunos de los Libros Apócrifos mereció la censura de Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus. (Nota del editor). 

[7] Otras naciones viven con inocencia, en sí y para sí como los minerales o los meteoros; Alemania es el espejo universal que a todas recibe, la conciencia del mundo (das Weltbewusstsein). Goethe es el prototipo de esa comprensión ecuménica. No lo censuro, pero no veo en él al hombre fáustico de la tesis de Spengler.

[8] Se murmura que las consecuencias de esa herida fueron muy graves. (Nota del editor). 

[9] Ha sido inevitable, aquí, omitir unas líneas. (Nota del editor).

[10] Ni en los archivos ni en la obra de Soergel figura el nombre de Jerusalem. Tampoco lo registran las historias de la literatura alemana. No creo, sin embargo, que se trate de un personaje falso. Por orden de Otto Dietrich zur Linde fueron torturados en Tarnowitz muchos intelectuales judíos, entre ellos la pianista Emma Rosenzweig. «David Jerusalem» es tal vez un símbolo de varios individuos. Nos dicen que murió el primero de marzo de 1943; el primero de marzo de 1939, el narrador fue herido en Tilsit. (Nota del editor).

Las notas corresponden a la edición de las OOCC I (1923-1949)
©1995, 1996 María Kodama
© 2011 y 2016 Ediorial Sudamericana Buenos Aires


En El Aleph (1949)
Foto Eduardo Comesaña


22/10/14

Jorge Luis Borges recibe las llaves de la Ciudad de Medellín






Señoras y señores

Yo diría que el Universo es continuamente optimista, grandioso, pero ese misterio es sensible en ciertas cosas, sobre todo en unas llaves.

Desde que yo era chico me fue mal con las llaves. Pensar que un trozo de metal podía franquear la entrada de un gran edificio… Yo diría que estas llaves, el hecho mismo de una llave, es algo que nos hace sentir lo misterioso del mundo. Podría decirse de otras cosas, de la escritura, por ejemplo. También de la palabra. Yo acabo de tener ese sentimiento al oír las hermosas palabras del señor Alcalde y lo que está detrás de las palabras y…, ahora, ¡qué otra cosa puedo decir!

Estoy muy conmovido. Me entregan estas llaves que no abren ninguna puerta, o mejor dicho, que abren todas las puertas ya que no abren ninguna, y que para mí será el símbolo de la nostalgia que yo siento, porque de algún modo yo estoy en Buenos Aires y estoy añorando esta tarde en que estoy con ustedes, en que me siento en tierra de Colombia; en donde me siento rodeado por la cóncava hospitalidad y generosidad de todos ustedes. Muchas gracias, digo esto a cada uno de ustedes, no a todos, a cada uno de ustedes, singularmente.


Medellín, Colombia, noviembre de 1978
Fuente y notas

21/10/14

Jorge Luis Borges: Ariosto y los árabes






Nadie puede escribir un libro. Para
que un libro sea verdaderamente,
se requieren la aurora y el poniente,
siglos, armas y el mar que une y separa.

Así lo pensó Ariosto, que al agrado
lento se dio, en el ocio de caminos
de claros mármoles y negros pinos,
de volver a soñar lo ya soñado.

El aire de su Italia estaba henchido
de sueños, que con formas de la guerra
que en duros siglos fatigó la tierra
urdieron la memoria y el olvido.

Una legión que se perdió en los valles
de Aquitania cayó en una emboscada;
así nació aquel sueño de una espada
y del cuerno que clama en Roncesvalles.

Sus ídolos y ejércitos el duro
sajón sobre los huertos de Inglaterra
dilapidó en apretada y torpe guerra
y de esas cosas quedó un sueño: Arturo.

De las islas boreales donde un ciego
sol dibuja el mar, llegó aquel sueño
de una virgen dormida que a su dueño
aguarda, tras un círculo de fuego.

Quién sabe si de Persia o del Parnaso
vino aquel sueño del corcel alado
que por el aire el hechicero armado
urge y que se hunde en el desierto ocaso.

Como desde el corcel del hechicero,
Ariosto vio los reinos de la tierra
surcada por las fiestas de la guerra
y del joven amor aventurero.

Como a través de tenue bruma de oro
vio en el mundo un jardín que sus confines
dilata en otros íntimos jardines
para el amor de Angélica y Medoro.

Como los ilusorios esplendores
que al Indostán deja entrever el opio,
pasan por el Furioso los amores
en un desorden de calidoscopio.

Ni el amor ignoró ni la ironía
y soñó así, de pudoroso modo,
el singular castillo en el que todo
es (como en esta vida) una falsía.

Como a todo poeta la fortuna
o el destino le dio una suerte rara;
iba por los caminos de Ferrara
y al mismo tiempo andaba por la luna.

Escoria de los sueños, indistinto
limo que el Nilo de los sueños deja,
con ellos fue tejida la madeja
de ese resplandeciente laberinto,

de ese enorme diamante en el que un hombre
puede perderse venturosamente
por ámbitos de música indolente,
más allá de su carne y de su nombre.

Europa entera se perdió. Por obra
de aquel ingenuo y malicioso arte,
Milton pudo llorar de Brandimarte
el fin y de Dalinda la zozobra.

Europa se perdió, pero otros dones
dio el vasto sueño a la famosa gente
que habita los desiertos del Oriente
y la noche cargada de leones.

De un rey que entrega, al despuntar el día,
su reina de una noche a la implacable
cimitarra, nos cuenta el deleitable
libro que al tiempo hechiza todavía.

Alas que son la brusca noche, crueles
garras de las que pende un elefante,
magnéticas montañas cuyo amante
abrazo despedaza los bajeles,

la tierra sostenida por un toro
y el toro por un pez; abracadabras,
talismanes y místicas palabras
que en el granito abren cavernas de oro;

esto soñó la sarracena gente
que sigue las banderas de Agramante;
esto, que vagos rostros con turbante
soñaron, se adueñó del Occidente.

Y el Orlando es ahora una risueña
región que alarga inhabitadas millas
de indolentes y ociosas maravillas
que son un sueño que ya nadie sueña.

Por islámicas artes reducido
a simple erudición, a mera historia,
está solo, soñándose. (La gloria
es una de las formas del olvido).

Por el cristal ya pálido la incierta
luz de una tarde más toca el volumen
y otra vez arden y otra se consumen
los oros que envanecen la cubierta.

En la desierta sala el silencioso
libro viaja en el tiempo. Las auroras
quedan atrás y las nocturnas horas
y mi vida, este sueño presuroso.



El Hacedor (1960)
Foto: Eduardo Comesaña


20/10/14

Jorge Luis Borges: Tamerlán* (1336-1405)

´



Mi reino es de este mundo. Carceleros
y cárceles y espadas ejecutan
la orden que no repito. Mi palabra
más ínfima es de hierro. Hasta el secreto
corazón de las gentes que no oyeron
nunca mi nombre en su confín lejano
es un instrumento dócil a mi arbitrio.
Yo, que fui un rabadán de la llanura,
he izado mis banderas en Persépolis
y he abrevado la sed de mis caballos
en las aguas del Ganges y del Oxus.
Cuando nací, cayó del firmamento
una espada con signos talismánicos;
yo soy, yo seré siempre aquella espada.
He derrotado al griego y al egipcio,
he devastado las infatigables
leguas de Rusia con mis duros tártaros,
he elevado pirámides de cráneos,
he uncido a mi carroza cuatro reyes
que no quisieron acatar mi cetro,
he arrojado a las llamas en Alepo
el Alcorán, El Libro de los Libros,
anterior a los días y a las noches.
Yo, el rojo Tamerlán, tuve en mi abrazo
a la blanca Zenócrate de Egipto,
casta como la nieve de las cumbres.
Recuerdo las pesadas caravanas
y las nubes de polvo del desierto,
pero también una ciudad de humo
y mecheros de gas en las tabernas.
Sé todo y puedo todo. Un ominoso
libro no escrito aún me ha revelado
que moriré como los otros mueren
y que, desde la pálida agonía,
ordenaré que mis arqueros lancen
flechas de hierro contra el cielo adverso
y embanderen de negro el firmamento
para que no haya un hombre sólo que no sepa
que los dioses han muerto. Soy los dioses.
Que otros acudan a la astrología
judiciaria, al compás y al astrolabio,
para saber qué son. Yo soy los astros.
En las albas inciertas me pregunto
por qué no salgo nunca de esta cámara,
por qué no condesciendo al homenaje
del clamoroso Oriente. Sueño a veces
con esclavos, con intrusos, que mancillan
a Tamerlán con temeraria mano
y le dicen que duerma y que no deje
de tomar cada noche las pastillas
mágicas de la paz y del silencio.
Busco la cimitarra y no la encuentro.
Busco mi cara en el espejo; es otra.
Por eso lo rompí y me castigaron.
¿Por qué no asisto a las ejecuciones,
por qué no veo el hacha y la cabeza?
Esas cosas me inquietan, pero nada
puede ocurrir si Tamerlán se opone
y Él, acaso, las quiere y no lo sabe.
Y yo soy Tamerlán. Rijo el Poniente
y el Oriente de oro, y sin embargo…

(*) Tamerlán. Mi pobre Tamerlán había leído, a fines del siglo diecinueve,
la tragedia de Christopher Marlowe y algún manual de historia.

En  El Oro de los Tigres (1972)
Foto: Eduardo Comesaña


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