26/7/14

Jorge Luis Borges: El inquisidor






Pude haber sido un mártir. Fui un verdugo.
Purifiqué las almas con el fuego.
Para salvar la mía, busqué el ruego,
el cilicio, las lágrimas y el yugo.
En los autos de fe vi lo que había
sentenciado mi lengua. Las piadosas
hogueras y las carnes dolorosas,
el hedor, el clamor y la agonía.
He muerto. He olvidado a los que gimen,
pero sé que este vil remordimiento
es un crimen que sumo al otro crimen
y que a los dos ha de arrastrar el viento
del tiempo, que es más largo que el pecado
y que la contrición. Los he gastado.


En La moneda de hierro, 1975
Foto: Borges 1983 en Palermo por Ferdinando Scianna/Magnum Photos


25/7/14

Jorge Luis Borges: Reliquias





El hemisferio austral. Bajo su álgebra
de estrellas ignoradas por Ulises,
un hombre busca y seguirá buscando
las reliquias de aquella epifanía
que le fue dada, hace ya tantos años,
del otro lado de una numerada
puerta de hotel, junto al perpetuo Támesis,
que fluye como fluye ese otro río,
el tenue tiempo elemental. La carne
olvida sus pesares y sus dichas.
El hombre espera y sueña. Vagamente
rescata unas triviales circunstancias.
Un nombre de mujer, una blancura,
un cuerpo ya sin cara, la penumbra
de una tarde sin fecha, la llovizna,
unas flores de cera sobre un mármol
y las paredes, color rosa pálido.



En Los conjurados (1985)
Imagen: Borges, 1983: charla en la Academia de Ciencias de París 
Foto AFP - Archivo La Nación


24/7/14

Jorge Luis Borges: Calle con almacén rosado






Ya se le van los ojos a la noche en cada bocacalle
y es como una sequía husmeando lluvia.

Ya todos los caminos están cerca,
y hasta el camino del milagro.

El viento trae el alba entorpecida.
El alba es nuestro miedo de hacer cosas distintas y se nos viene encima.

Toda la santa noche he caminado
y su inquietud me deja
en esta calle que es cualquiera.

Aquí otra vez la seguridad de la llanura
en el horizonte
y el terreno baldío que se deshace en yuyos y alambres
y el almacén tan claro como la luna nueva de ayer tarde.

Es familiar como un recuerdo la esquina
con esos largos zócalos y la promesa de un patio.

¡Qué lindo atestiguarte, calle de siempre, ya que te miraron tan pocas cosas mis días!
Ya la luz raya el aire.

Mis años recorrieron los caminos de la tierra y del agua
y sólo a vos te siento, calle dura y rosada.

Pienso si tus paredes concibieron la aurora,
almacén que en la punta de la noche eres claro.

Pienso y se me hace voz ante las casas
la confesión de mi pobreza:
no he mirado los ríos ni la mar ni la sierra,
pero intimó conmigo la luz de Buenos Aires
y yo forjo los versos de mi vida y mi muerte con esa luz de calle.

Calle grande y sufrida,
eres la única música de que sabe mi vida.


En Luna de enfrente (1925)
Foto: Borges llegando a Ciudad de Mexico 1981 
© Oscar Sabetta/Bettmann-Corbis

23/7/14

Jorge Luis Borges: Milonga para los orientales






Milonga que este porteño
dedica a los orientales,
agradeciendo memorias
de tardes y de ceibales.

El sabor de lo oriental
con estas palabras pinto;
es el sabor de lo que es
igual y un poco distinto.

Milonga de tantas cosas
que se van quedando lejos;
la quinta con mirador
y el zócalo de azulejos.

En tu banda sale el sol
apagando la farola
del Cerro y dando alegría
a la arena y a la ola.

Milonga de los troperos
que hartos de tierra y camino
pitaban tabaco negro
en el Paso del Molino.

Milonga del primer tango
que se quebró, nos da igual,
en las casas de Junín
o en las casas de Yerbal.

Como los tientos de un lazo
se entrevera nuestra historia,
esa historia de a caballo
que huele a sangre y a gloria.

Milonga de aquel gauchaje
que arremetió con denuedo
en la pampa, que es pareja,
o en la Cuchilla de Haedo.

¿Quién dirá de quienes fueron
esas lanzas enemigas
que irá desgastando el tiempo,
si de Ramírez o Artigas?

Para pelear como hermanos
era buena cualquier cancha;
que lo digan los que vieron
su último sol en Cagancha.

Hombro a hombro o pecho a pecho,
cuántas veces combatimos.
¡Cuántas veces nos corrieron,
cuántas veces los corrimos!

Milonga del olvidado
que muere y que no se queja;
milonga de la garganta
tajeada de oreja a oreja.

Milonga del domador
de potros de casco duro
y de la plata que alegra
el apero del oscuro.

Milonga de la milonga
a la sombra del ombú,
milonga del otro Hernández
que se batió en Paysandú.

Milonga para que el tiempo
vaya borrando fronteras;
por algo tienen los mismos
colores las dos banderas.


En Para las seis cuerdas (1965)
Fotograma del film Borges, un destino sudamericano 
Tadeo Bortnowski y José Luis di Zeo


22/7/14

Jorge Luis Borges: La flor de Coleridge





  Hacia 1938, Paul Valéry escribió: «La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor.» No era la primera vez que el Espíritu formulaba esa observación; en 1844, en el pueblo de Concord, otro de sus amanuenses había anotado: «Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de un solo caballero omnisciente» (Emerson: Essays, 2, VIII). Veinte años antes, Shelley dictaminó que todos los poemas del pasado, del presente y del porvenir, son episodios o fragmentos de un solo poema infinito, erigido por todos los poetas del orbe (A Defence of Poetry, 1821).

  Esas consideraciones (implícitas, desde luego, en el panteísmo) permitirían un inacabable debate; yo, ahora, las invoco para ejecutar un modesto propósito: la historia de la evolución de una idea, a través de los textos heterogéneos de tres autores. El primer texto es una nota de Coleridge; ignoro si éste la escribió a fines del siglo XVIII, o a principios del XIX. Dice, literalmente: «Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?».

  No sé que opinará mi lector de esa imaginación; yo la juzgo perfecta. Usarla como base de otras invenciones felices, parece previamente imposible; tiene la integridad y la unidad de un terminus ad quem, de una meta. Claro está que lo es; en el orden de la literatura, como en los otros, no hay acto que no sea coronación de una infinita serie de causas y manantial de una infinita serie de efectos. Detrás de la invención de Coleridge está la general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como prenda una flor.

  El segundo texto que alegaré es una novela que Wells bosquejó en 1887 y reescribió siete años después, en el verano de 1894. La primera versión se tituló The Chronic Argonauts (en este título abolido, chronic tiene el valor etimológico de temporal); la definitiva, The Time Machine. Wells, en esa novela, continúa y reforma una antiquísima tradición literaria: la previsión de hechos futuros. Isaías ve la desolación de Babilonia y la restauración de Israel; Eneas, el destino militar de su posteridad, los romanos; la profetisa de la Edda Saemundi, la vuelta de los dioses que, después de la cíclica batalla en que nuestra tierra perecerá, descubrirán, tiradas en el pasto de una nueva pradera, las piezas de ajedrez con que antes jugaron… El protagonista de Wells, a diferencia de tales espectadores proféticos, viaja físicamente al porvenir. Vuelve rendido, polvoriento y maltrecho; vuelve de una remota humanidad que se ha bifurcado en especies que se odian (los ociosos eloi, que habitan en palacios dilapidados y en ruinosos jardines; los subterráneos y nictálopes morlocks, que se alimentan de los primeros); vuelve con las sienes encanecidas y trae del porvenir una flor marchita. Tal es la segunda versión de la imagen de Coleridge. Más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.

  La tercera versión que comentaré, la más trabajada, es invención de un escritor harto más complejo que Wells, si bien menos dotado de esas agradables virtudes que es usual llamar clásicas. Me refiero al autor de La humillación de los Northmore, el triste y laberíntico Henry James. Este, al morir, dejó inconclusa una novela de carácter fantástico, The Sense of the Past, que es una variación o elaboración de The Time Machine. El protagonista de Wells viaja al porvenir en un inconcebible vehículo que progresa o retrocede en el tiempo como los otros vehículos en el espacio; el de James regresa al pasado, al siglo XVIII, a fuerza de compenetrarse con esa época. (Los dos procedimientos son imposibles, pero es menos arbitrario el de James.) En The Sense of the Past, el nexo entre lo real y lo imaginativo (entre la actualidad y el pasado) no es una flor, como en las anteriores ficciones; es un retrato que data del siglo XVIII y que misteriosamente representa al protagonista. Este, fascinado por esa tela, consigue trasladarse a la fecha en que la ejecutaron. Entre las personas que encuentra, figura, necesariamente, el pintor; éste lo pinta con temor y con aversión, pues intuye algo desacostumbrado y anómalo en esas facciones futuras… James, crea, así, un incomparable regressus in infinitum, ya que su héroe, Ralph Pendrel, se traslada al siglo XVIII. La causa es posterior al efecto, el motivo del viaje es una de las consecuencias del viaje.

  Wells, verosímilmente, desconocía el texto de Coleridge; Henry James conocía y admiraba el texto de Wells. Claro está que si es válida la doctrina de que todos los autores son un autor, tales hechos son insignificantes. En rigor, no es indispensable ir tan lejos; el panteísta que declara que la pluralidad de los autores es ilusoria, encuentra inesperado apoyo en el clasicista, según el cual esa pluralidad importa muy poco. Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos. George Moore y James Joyce han incorporado en sus obras, páginas y sentencias ajenas; Oscar Wilde solía regalar argumentos para que otros los ejecutaran; ambas conductas, aunque superficialmente contrarias, pueden evidenciar un mismo sentido del arte. Un sentido ecuménico, impersonal… Otro testigo de la unidad profunda del Verbo, otro negador de los límites del sujeto, fue el insigne Ben Jonson, que empeñado en la tarea de formular su testamento literario y los dictámenes propicios o adversos que sus contemporáneos le merecían, se redujo a ensamblar fragmentos de Séneca, de Quintiliano, de Justo Lipsio, de Vives, de Erasmo, de Maquiavelo, de Bacon y de los dos Escalígeros.

  Una observación última. Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. Durante muchos años, yo creí que la casi infinita literatura estaba en un hombre. Ese hombre fue Carlyle, fue Johannes Becher, fue Whitman, fue Rafael Cansinos-Asséns, fue De Quincey.


En Otras inquisiciones, 1952
Foto de Amanda Ortega (Fundación Internacional Borges)

21/7/14

Jorge Luis Borges: La prueba







Del otro lado de la puerta un hombre
deja caer su corrupción. En vano
elevará esta noche su plegaria
a su curioso Dios que es tres, dos, uno
y se dirá que es inmortal. Ahora
oye la profecía de su muerte
y sabe que es un animal sentado.
Eres, hermano, ese hombre, agradezcamos
los vermes y el olvido.


La cifra (1981)
Foto original en color © Susan Meiselas/Magnum Photos (Buenos Aires, 1981)

20/7/14

Jorge Luis Borges: Paradiso, XXXI, 108





Diodoro Sículo refiere la historia de un dios despedazado y disperso. ¿Quién, al andar por el crepúsculo o al trazar una fecha de su pasado, no sintió alguna vez que se había perdido una cosa infinita?

Los hombres han perdido una cara, una cara irrecuperable, y todos querrían ser aquel peregrino (soñado en el empíreo, bajo la Rosa) que en Roma ve el sudario de la Verónica y murmura con fe: «Jesucristo, Dios mío, Dios verdadero ¿así era, pues, tu cara?»

Una cara de piedra hay en un camino y una inscripción que dice: El verdadero Retrato de la Santa Cara del Dios de Jaén; si realmente supiéramos cómo fue, sería nuestra la clave de las parábolas y sabríamos si el hijo del carpintero fue también el Hijo de Dios.

Pablo la vio como una luz que lo derribó; Juan, como el sol cuando resplandece en su fuerza; Teresa de Jesús, muchas veces, bañada en luz tranquila, y no pudo jamás precisar el color de los ojos.

Perdimos esos rasgos, como puede perderse un número mágico, hecho de cifras habituales; como se pierde para siempre una imagen en el calidoscopio. Podemos verlos e ignorarlos. El perfil de un judío en el subterráneo es tal vez el de Cristo; las manos que nos dan unas monedas en una ventanilla tal vez repiten las que unos soldados, un día, clavaron en la cruz.

Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos.

Quién sabe si esta noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos mañana.



En El hacedor (1960)
Foto: Borges en Paris 1977 © Guy Le Querrec-Magnum Photos

19/7/14

Jorge Luis Borges: Oda compuesta en 1960





El claro azar o las secretas leyes
que rigen este sueño, mi destino,
quieren, oh necesaria y dulce patria
que no sin gloria y sin oprobio abarcas
ciento cincuenta laboriosos años,
que yo, la gota, hable contigo, el río,
que yo, el instante, hable contigo, el tiempo,
y que el íntimo diálogo recurra,
como es de uso, a los ritos y a la sombra
que aman los dioses y al pudor del verso.

Patria, yo te he sentido en los ruinosos
ocasos de los vastos arrabales
y en esa flor de cardo que el pampero
trae al zaguán y en la paciente lluvia
y en las lentas costumbres de los astros
y en la mano que templa una guitarra
y en la gravitación de la llanura
que desde lejos nuestra sangre siente
como el britano el mar y en los piadosos
símbolos y jarrones de una bóveda
y en el rendido amor de los jazmines
y en la plata de un marco y en el suave
roce de la caoba silenciosa
y en sabores de carnes y de frutas
y en la bandera casi azul y blanca
de un cuartel y en historias desganadas
de cuchillo y de esquina y en las tardes
iguales que se apagan y nos dejan
y en la vaga memoria complacida
de patios con esclavos que llevaban
el nombre de sus amos y en las pobres
hojas de aquellos libros para ciegos
que el fuego dispersó y en la caída
de las épicas lluvias de setiembre
que nadie olvidará, pero estas cosas
son apenas tus modos y tus símbolos.

Eres más que tu largo territorio
y que los días de tu largo tiempo,
eres más que la suma inconcebible
de tus generaciones. No sabemos
cómo eres para Dios en el viviente
seno de los eternos arquetipos,
pero por ese rostro vislumbrado
vivimos y morimos y anhelamos,
oh inseparable y misteriosa patria.


El hacedor (1960)
Foto: Borges en Paris 1977 © Guy Le Querrec-Magnum Photos

18/7/14

Jorge Luis Borges: Los ecos





Ultrajada la carne por la espada
de Hamlet muere un rey en Dinamarca
en su alcázar de piedra, que domina
el mar de sus piratas. La memoria
y el olvido entretejen una fábula
de otro rey muerto y de su sombra. Saxo
Gramático recoge esa ceniza
en su Gesta Danorum. Unos siglos
y el rey vuelve a morir en Dinamarca
y al mismo tiempo, por curiosa magia,
en un tinglado de los arrabales
de Londres. Lo ha soñado William Shakespeare.
Eterna como el acto de la carne
o como los cristales de la aurora
o como las figuras de la luna
es la muerte del rey. La soñó Shakespeare
y seguirán soñándola los hombres
y es uno de los hábitos del tiempo
y un rito que ejecutan en la hora
predestinada unas eternas formas.


En La moneda de hierro, 1976
Imagen: Annemarie Heinrich

17/7/14

Jorge Luis Borges: The Unending Rose





a Susana Bombal

A los quinientos años de la Hégira
Persia miró desde sus alminares
la invasión de las lanzas del desierto
y Attar de Nishapur miró una rosa
y le dijo con tácita palabra
como el que piensa, no como el que reza:
-Tu vaga esfera está en mi mano. El tiempo
nos encorva a los dos y nos ignora
en esta tarde de un jardín perdido.
Tu leve peso es húmedo en el aire.
La incesante pleamar de tu fragancia
sube a mi vieja cara que declina
pero te sé más lejos que aquel niño
que te entrevió en las láminas de un sueño
o aquí en este jardín, una mañana.
La blancura del sol puede ser tuya
o el oro de la luna o la bermeja
firmeza de la espada en la victoria.
Soy ciego y nada sé, pero preveo
que son más los caminos. Cada cosa
es infinitas cosas. Eres música,
firmamentos, palacios, ríos, ángeles,
rosa profunda, ilimitada, íntima,
que el Señor mostrará a mis ojos muertos


En La rosa profunda, 1975
Imagen: Sara Facio

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