10/5/14

Jorge Luis Borges: El encuentro







A Susana Bombal

  Quienes acuden cada mañana a los diarios lo hacen para olvidar o para el diálogo casual de aquella tarde, por lo que no es extraño que nadie se acuerde, o se acuerde como en un sueño, del entonces discutido y célebre caso de Maneco Uriarte y Duncan. El hecho ocurrió, además, hacia 1910, año del cometa y del Centenario, y son tantas las cosas que hemos poseído y perdido desde entonces. Los protagonistas ya han muerto; los que presenciaron el episodio juraron un silencio solemne. Yo también levanté la mano para jurar y sentí la importancia de ese rito, con toda la seriedad romántica de mis nueve o diez años. No sé si los demás se dieron cuenta de que había dado mi palabra; No sé si mantuvieron el suyo. Sea como fuere, ahí va la historia, con las inevitables variaciones que trae el tiempo y la buena o mala literatura.

  Mi primo Lafinur me llevó esa tarde a un asado a la Quinta de Los Laureles. No puedo precisar su topografía; pensemos en uno de esos pueblos del Norte, umbríos y apacibles, que descienden hacia el río y que nada tienen que ver con la larga ciudad y su llanura. El viaje en tren fue lo suficientemente largo para que lo encontrara tedioso, pero el tiempo de los niños, como saben, fluye lentamente. Había comenzado a oscurecer cuando pasamos por la puerta de la finca. Allí, sentí, estaban las antiguas cosas elementales: el olor de la carne dorada, los árboles, los perros, las ramas secas, el fuego que une a los hombres.

  Los invitados no eran más de una docena; todos, gente grande. El mayor, supe más tarde, aún no había cumplido los treinta. Pronto me di cuenta de que eran expertos en temas de los que todavía no soy digno: caballos de carreras, sastrería, vehículos, mujeres notoriamente caras. Nadie perturbó mi timidez, nadie se fijó en mí. El cordero, preparado con hábil lentitud por uno de los peones, nos retrasó en el largo comedor.

   Se discutieron las fechas de los vinos. Había una guitarra; mi prima, creo recordar, cantaba La tapera y El gauchode Elías Regules y unas décimas en lunfardo, en el lunfardo necesario de aquellos años, sobre un duelo a cuchillo en una casa de la calle Junín. Trajeron café y cigarrillos de hoja. Ni una palabra para volver. Sentí (la frase es de Lugones) el miedo de que fuera demasiado tarde. No quería mirar el reloj. Para disfrazar mi soledad de niño entre adultos, bebí de mala gana una o dos copas. Uriarte le gritó a Duncan por el póquer mano a mano. Alguien objetó que esta forma de jugar solía ser muy pobre y sugirió una mesa de cuatro. Duncan lo apoyó, pero Uriarte, con una obstinación que no entendí, ni traté de entender, insistió en lo primero. Aparte del truco, cuyo propósito esencial es poblar el tiempo con chistes y versos, y los modestos laberintos del solitario, nunca me ha gustado jugar a las cartas. Me escabullí sin que nadie se diera cuenta. Una casa desconocida y oscura (solo había luz en el comedor) significa más para un niño que un país desconocido para un viajero. Paso a paso exploré las habitaciones; Recuerdo una sala de billar, una galería de vidrio con rectángulos y rombos, un par de hamacas y una ventana desde la que se veía una glorieta. En la oscuridad me perdí; el dueño de la casa, cuyo nombre, con los años, pudo haber sido Acevedo o Acebal, finalmente me lo dijo. Por bondad o para complacer su vanidad de coleccionista, me llevó a una vitrina. Cuando encendió la lámpara, vi que contenía armas blancas. Eran cuchillos que se habían hecho famosos por su manejo. Me dijo que tenía un pequeño campo cerca de Pergamino y que había estado recogiendo estas cosas yendo y viniendo por la provincia. Abrió la vitrina y sin mirar las instrucciones de las cartas, me contó su historia, siempre más o menos igual, con diferencias de localidades y fechas. Le pregunté si las armas no incluían el puñal de Moreira, en ese momento el arquetipo del gaucho, como lo fueron después Martín Fierro y Don Segundo Sombra. Tuvo que confesar que no, pero que podía mostrarme uno igual, con el gavilán en forma de U. Fue interrumpido por unas voces furiosas. Inmediatamente cerró la vitrina; Lo seguí Inmediatamente cerró la vitrina; Lo seguí Inmediatamente cerró la vitrina; Lo seguí

  Uriarte gritó que su adversario le había tendido una trampa. Los compañeros los rodearon, de pie. Duncan, recuerdo, era más alto que los demás, robusto, algo ancho de hombros, inexpresivo, con un rubio casi blanco; Maneco Uriarte era ágil, moreno, tal vez delgado, con un bigote petulante y ralo. Era evidente que estaban todos borrachos; No sé si fueron dos o tres botellas tiradas al suelo o si el abuso del director de fotografía sugiere ese falso recuerdo. Los insultos de Uriarte no cesaron, agudos y ya obscenos.

  Duncan pareció no escucharlo; finalmente, como si estuviera cansado, se levantó y le dio un puñetazo. Uriarte, desde el suelo, gritó que no iba a tolerar ese insulto y lo retó a pelear.

  Duncan dijo que no, y añadió a modo de explicación: - Lo que pasa es que le tengo miedo.

  La risa fue general.

  Uriarte, ya de pie, respondió: - Voy a pelear contigo ahora mismo.

  Alguien, Dios no lo quiera, señaló que no faltaban armas.

  No sé quién abrió la vitrina. Maneco Uriarte buscó el arma más vistosa y larga, el gavilán en forma de U; Duncan, casi casualmente, un cuchillo con mango de madera, con la figura de un pequeño árbol en la hoja. Otro dijo que era muy Maneco elegir una espada.

  A nadie le sorprendió que su mano temblara en ese momento; todos, que lo mismo le había pasado a Duncan. 

  La tradición exige que los hombres en trance de lucha no ofendan la casa en la que se encuentran y salgan. Medio en broma, medio en serio, salimos a la noche húmeda. No estaba ebrio de vino, sino de aventura; Anhelaba que alguien me matara, para poder contarlo más tarde y recordarlo. Quizás en ese momento los demás no eran más adultos que yo. También sentí que un remolino, que nadie era capaz de sostener, nos arrastraba y nos perdía. No se dio más fe a la acusación de Maneco; todos lo interpretaron como el resultado de una vieja rivalidad, exacerbada por el vino.

  Caminamos entre árboles, dejando atrás la glorieta. Uriarte y Duncan iban en cabeza; Me sorprendió que se miraran, como si temieran una sorpresa. Bordeamos un césped. Duncan dijo con suave autoridad: "Este lugar es aparente".

  Los dos permanecieron en el centro, indecisos. Una voz les gritaba: - Soltad esa ferretería que os está estorbando y aguantad de verdad.

  Pero los hombres ya estaban peleando. Al principio lo hacían con torpeza, como si tuvieran miedo de hacerse daño; al principio miraron a los aceros, pero luego a los ojos del oponente. Uriarte había olvidado su ira; Duncan, su indiferencia o desdén. El peligro los había transfigurado; ahora eran dos hombres los que peleaban, no dos niños. Había previsto la lucha como un caos de acero, pero pude seguirla, o casi seguirla, como si fuera una partida de ajedrez. Los años, por supuesto, no habrán dejado de exaltar u oscurecer lo que vi. No sé cuánto duró; hay hechos que no están sujetos a la medida común del tiempo.

  Sin el poncho que hace de guarda, detuvo los golpes con el antebrazo. Las mangas, pronto rasgadas, se oscurecían con la sangre. Pensé que nos habíamos equivocado al suponer que ignoraban ese tipo de esgrima. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que se manejaban de manera diferente. Las armas no coincidían. Duncan, para salvar esa desventaja, quería estar muy cerca del otro; Uriarte retrocedió para lanzarse con estocadas largas y bajas. La misma voz que había señalado la vitrina gritó: - Se están matando entre ellos. No dejes que continúen.

  Nadie se atrevió a intervenir. Uriarte había perdido terreno; Duncan luego lo atacó.

  Los cuerpos casi se tocaban. El acero de Uriarte buscó el rostro de Duncan.

  De repente nos pareció más corto, porque le había penetrado el pecho. Duncan yacía en la hierba. Fue entonces cuando dijo en voz muy baja: - Qué raro. Todo esto es como un sueño.

  No cerró los ojos, no se movió y yo había visto a un hombre matar a otro.

  Maneco Uriarte se inclinó sobre el muerto y le pidió que lo perdonara. Sollozó sin disimular. El hecho que acababa de cometer lo abrumó. Ahora sé que se arrepintió menos de un crimen que de la ejecución de un acto sin sentido.

  No quería mirar más. Lo que había anhelado había sucedido y me dejó destrozado. Lafinur me dijo después que tuvieron que forcejear para sacar el arma. Se formó un consejo. Decidieron mentir lo menos posible y elevar el duelo de cuchillos a un duelo de espadas. Cuatro se ofrecieron como padrinos, entre ellos Acebal. Todo se arregla en Buenos Aires; Alguien es siempre amigo de alguien.

  Sobre la mesa de caoba había un revoltijo de barajas y billetes ingleses que nadie quería mirar ni tocar.

  En los años siguientes pensé más de una vez en confiarle la historia a un amigo, pero siempre sentí que ser el poseedor de un secreto me halagaba más que contarlo. Alrededor de 1929, una conversación casual me movió repentinamente a romper el largo silencio. El comisario jubilado don José Olave me había contado historias de cuchilleros del bajo del Retiro; observó que esta gente era capaz de cualquier delito, con tal de madrugar en contrario, y que ante el Podestá y Gutiérrez casi no hubo duelos criollos. Le dije que había presenciado uno y le conté lo que sucedió hace tantos años.

  Me escuchó con atención profesional y luego me dijo: "¿Estás seguro de que Uriarte y el otro nunca se habían vestido?" En el mejor de los casos, algún tiempo en el campo les había servido bien.

  "No", respondí. Todos los de esa noche se conocían y todos estaban atónitos.

  Olave prosiguió sin prisa, como si hubiera pensado en voz alta: - Uno de los puñales tenía el halcón en forma de U. Había dos puñales como los que se hicieron famosos: el de Moreira y el de Juan Almada, de Tapalquén.

  Algo despertó en mi memoria; Olave continuó: - Mencionaste también un cuchillo con mango de madera, de la marca Arbolito.

   Hay miles de armas así, pero había una...

  Se detuvo un momento y prosiguió: - El señor Acevedo tenía su establecimiento campestre cerca de Pergamino.

  A finales de siglo, otro disputador de la ceca: Juan Almanza, anduvo precisamente por esos pagos. Desde la primera muerte que hizo, a los catorce años, siempre usó uno de esos cuchillos cortos, porque le traía suerte. Juan Almanza y Juan Almada se enojaron porque la gente los confundió. Durante mucho tiempo se buscaron y nunca se encontraron. Juan Almanza fue asesinado por una bala perdida durante unas elecciones. El otro creo que murió por causas naturales en el hospital de Las Flores.

  Esa tarde no se dijo nada más. Nos quedamos pensando.

  Nueve o diez hombres, que ya han muerto, vieron lo que vieron mis ojos: la larga embestida contra el cuerpo y el cuerpo bajo el cielo, pero el final de otra historia más antigua fue lo que vieron. Maneco Uriarte no mató a Duncan; Las armas, no los hombres, lucharon. Habían dormido, uno al lado del otro, en una vitrina, hasta que unas manos los despertaron. Tal vez estaban agitados cuando despertaron; por eso tembló el puño de Uriarte, por eso tembló el puño de Duncan. Ambos sabían cómo pelear, no sus instrumentos, los hombres, y pelearon bien esa noche. Se habían buscado durante mucho tiempo, por los largos caminos de la provincia, y al fin se encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo. En su hierro dormía y acechaba un rencor humano.

  Las cosas duran más que las personas. Quién sabe si aquí termina la historia, quién sabe si no se volverán a encontrar.


En El Informe Brodie , 1970
Imagen: Borges por Antonio Nodar

9/5/14

7/5/14

Jorge Luis Borges: La casa de Asterión







Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.

    APOLODORO, Biblioteca, III, 1

  Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)* están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida).

  Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

  El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

  Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

  No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo.

  Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

  Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?


  El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

  —¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.


*El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.

  A Marta Mosquera Eastman



En El Aleph (1949)



En el epílogo leemos:  A una tela de Watts, pintada en 1896, debo La casa de Asterión y el carácter del pobre protagonista
Imagen: El Minotauro, óleo en panel de George Frederick Watts (¿1877-1886?) Presentado por el Watts en 1897
Tate Gallery (London, United Kingdom) [+]

Nota PD: Las fuentes difieren en la fecha del cuadro respecto al dato de Borges

6/5/14

Jorge Luis Borges: Argumentum ornithologicum






Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Este número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.


En El Hacedor
Madrid, 1972
Foto: Pedro Meyer

5/5/14

Jorge Luis Borges: Un lobo





Furtivo y gris en la penumbra última,
va dejando sus rastros en la margen
de este río sin nombre que ha saciado
la sed de su garganta y cuyas aguas
no repiten estrellas. Esta noche,
el lobo es una sombra que está sola
y que busca a la hembra y siente frío.
Es el último lobo de Inglaterra.
Odín y Thor lo saben. En su alta
casa de piedra un rey ha decidido
acabar con los lobos. Ya forjado
ha sido el fuerte hierro de tu muerte.
Lobo sajón, has engendrado en vano.
No basta ser cruel. Eres el último.
Mil años pasarán y un hombre viejo
te soñará en América. De nada
puede servirte ese futuro sueño.
Hoy te cercan los hombres que siguieron
por la selva los rastros que dejaste,
furtivo y gris en la penumbra última.


Atlas (1984)
Luego en Los conjurados (1985)
Foto: Borges en Madrid, España, 1980. EFE/Archivo

4/5/14

Jorge Luis Borges: Arte poética




Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.


En El hacedor, 1960
Foto: Borges por Eduardo Comesaña


3/5/14

Jorge Luis Borges: El encuentro en un sueño





Superados los círculos del Infierno y las arduas terrazas del Purgatorio, Dante, en el Paraíso terrenal, ve por fin a Beatriz; Ozanam conjetura que la escena (ciertamente una de las más asombrosas que la literatura ha alcanzado) es el núcleo primitivo de la Comedia. Mi propósito es referirla, resumir lo que dicen los escoliastas y presentar alguna observación, quizá nueva, de índole psicológica.

La mañana del trece de abril del año 1300, en el día penúltimo de su viaje, Dante, cumplidos sus trabajos, entra en el Paraíso terrenal, que corona la cumbre del Purgatorio, Ha visto el fuego temporal y el eterno, ha atravesado un muro de fuego, su albedrío es libre y es recto. Virgilio lo ha mitrado y coronado sobre sí mismo («per ch'io te sovra le corono e mitrio»). Por los senderos del antiguo jardín llega a un río más puro que ningún otro, aunque los árboles no dejan que lo ilumine ni la luna ni el sol. Corre por el aire una música y en la otra margen se adelanta una procesión misteriosa. Veinticuatro ancianos vestidos de ropas blancas y cuatro animales con seis alas alrededor, tachonadas de ojos abiertos, preceden un carro triunfal, tirado por un grifo; a la derecha bailan tres mujeres, de las que una es tan roja que apenas la veríamos en el fuego; a la izquierda, cuatro, de púrpura, de las que una tiene tres ojos. El carro se detiene y una mujer velada aparece; su traje es del color de una llama viva. No por la vista, sino por el estupor de su espíritu y por el temor de su sangre, Dante comprende que es Beatriz. En el umbral de la Gloria siente el amor que tantas veces lo había traspasado en Florencia. Busca el amparo de Virgilio, como un niño azorado, pero Virgilio ya no está junto a él.

Ma Virgilio n 'avea lasciati scemi
di sé, Virgilio dolcissimo patre,
Virgilio a cui per mia salute die' mi.

Beatriz lo llama por su nombre, imperiosa. Le dice que no debe llorar la desaparición de Virgilio sino sus propias culpas. Con ironía le pregunta cómo ha condescendido a pisar un sitio donde el hombre es feliz. El aire se ha poblado de ángeles; Beatriz les enumera, implacable, los extravíos de Dante. Dice que en vano ella lo buscaba en los sueños pues él tan abajo cayó que no hubo otra manera de salvación que mostrarle los réprobos. Dante baja los ojos, abochornado, y balbucea y llora. Los seres fabulosos escuchan; Beatriz lo obliga a confesarse públicamente... Tal es, en mala prosa española, la lastimada escena del primer encuentro con Beatriz en el Paraíso. Curiosamente observa Theophil Spoerri (Einführung in die Göttliche Komödie, Zurich, 1946): «Sin duda el mismo Dante había previsto de otro modo ese encuentro. Nada indica en las páginas anteriores que ahí lo esperaba la mayor humillación de su vida.»

Figura por figura descifran los comentadores la escena. Los veinticuatro ancianos preliminares del Apocalipsis (4, 4) son los veinticuatro libros del Viejo Testamento, según el Prologus Galeatus de San Jerónimo. Los animales con seis alas son los evangelistas (Tommaseo) o los Evangelios (Lombardi). Las seis alas son las seis leyes (Pietro di Dante) o la difusión de la doctrina en las seis direcciones del espacio (Francesco da Buti). El carro es la Iglesia universal; las dos ruedas son los dos Testamentos (Buti) o la vida activa y la contemplativa (Benvenuto da Imola) o Santo Domingo y San Francisco (Paraíso, XII, 106-111) o la justicia y la Piedad (Luigi Pietrobono). El grifo —león y águila— es Cristo, por la unión hipostática del Verbo con la naturaleza humana; Didron mantiene que es el Papa «que como pontífice o águila, se eleva hasta el trono de Dios a recibir sus órdenes y como león o rey anda por la tierra con fortaleza y vigor». Las mujeres que danzan a la derecha son las virtudes teologales; las que danzan a la izquierda, las cardinales. La mujer dotada de tres ojos es la Prudencia, que ve lo pasado, lo presente y lo porvenir. Surge Beatriz y desaparece Virgilio, porque Virgilio es la razón y Beatriz la fe. También según Vitali porque a la cultura clásica sucedió la cultura cristiana.

Las interpretaciones que he enumerado son, sin duda, atendibles. Lógicamente (no poéticamente) justifican con bastante rigor los rasgos inciertos. Carlo Steiner, después de apoyar algunas, escribe: «Una mujer con tres ojos es un monstruo, pero el Poeta, aquí, no se somete al freno del arte, porque le importa mucho más expresar las moralidades que le son caras. Prueba inequívoca de que en el alma de ese artista grandísimo el arte no ocupaba el primer lugar sino el amor del Bien.» Con menos efusión, Vitali corrobora ese juicio: «El afán de alegorizar lleva a Dante a invenciones de dudosa belleza.»

Dos hechos me parecen indiscutibles, Dante quería que la procesión fuera bella («Non che Roma di carro cosi bello, rallegrasse Affricano»); la procesión es de una complicada fealdad. Un grifo atado a una carroza, animales con alas tachonadas de ojos abiertos, una mujer verde, otra carmesí, otra en cuya cara hay tres ojos, un hombre que camina dormido, parecen menos propios de la Gloria que de los vanos círculos infernales. No aminora su horror el hecho de que alguna de esas figuras proceda de los libros proféticos («ma leggi Ezechiel che li dipigne») y otras de la Revelación de San Juan. Mi censura no es un anacronismo; las otras escenas paradisíacas excluyen lo monstruoso.

Todos los comentadores han destacado la severidad de Beatriz; algunos, la fealdad de ciertos emblemas; ambas anomalías, para mí, derivan de un origen común. Se trata, claro está, de una conjetura; en pocas palabras lo indicaré.

Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible. Que Dante profesó por Beatriz una adoración idolátrica es una verdad que no cabe contradecir; que ella una vez se burló de él y otra lo desairó son hechos que registra la Vita nuova. Hay quien mantiene que esos hechos son imágenes de otros; ello, de ser así, reforzaría aún más nuestra certidumbre de un amor desdichado y supersticioso. Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar ese encuentro. Le ocurrió entonces lo que suele ocurrir en los sueños, manchándolo de tristes estorbos. Tal fue el caso de Dante. Negado para siempre por Beatriz, soñó con Beatriz, pero la soñó severísima, pero la soñó inaccesible, pero la soñó en un carro tirado por un león que era un pájaro y que era todo pájaro o todo león cuando los ojos de Beatriz lo esperaban (Purgatorio, XXXI, 121). Tales hechos pueden prefigurar una pesadilla: ésta se fija y se dilata en el otro canto. Beatriz desaparece; un águila, una zorra y un dragón atacan el carro; las ruedas y el timón se cubren de plumas; el carro, entonces, echa siete cabezas («Trasformato cosi'l dificio santo / mise fuor teste...»); un gigante y una ramera usurpan el lugar de Beatriz.

Infinitamente existió Beatriz para Dante. Dante, muy poco, tal vez nada, para Beatriz; todos nosotros propendemos por piedad, por veneración, a olvidar esa lastimosa discordia inolvidable para Dante. Leo y releo los azares de su ilusorio encuentro y pienso en dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del segundo círculo y que son emblemas oscuros, aunque él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró. Pienso en Francesca y en Paolo, unidos para siempre en su Infierno. «Questi, che mai da me non fia diviso...» Con espantoso amor, con ansiedad, con admiración, con envidia.


En Nueve ensayos dantescos (1982)
Foto: Héctor Villalobos/Corbis


2/5/14

Almuerzo Jorge Luis Borges







Calle Junín, Barrio de La recoleta
Visto en Baires

Jorge Luis Borges: Adam Cast Forth






¿Hubo un Jardín o fue el Jardín un sueño?
Lento en la vaga luz, me he preguntado,
casi como un consuelo, si el pasado
de que este Adán, hoy mísero, era dueño,

no fue sino una mágica impostura
de aquel Dios que soñé. Ya es impreciso
en la memoria el claro Paraíso,
pero yo sé que existe y que perdura,

aunque no para mí. La terca tierra
es mi castigo y la incestuosa guerra
de Caínes y Abeles y su cría.

Y, sin embargo, es mucho haber amado,
haber sido feliz, haber tocado
el viviente Jardín, siquiera un día.


En El otro, el mismo, 1964
Imagen: Captura cortometraje Borges 75 de G. Zorroaquín y B. Docampo Feijoó


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