23/2/14
Jorge Luis Borges en su voz: Límites
De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido
a Quién prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.
Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo, nos hemos despedido?
Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.
Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.
Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifronte, Jano.
Hay, entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.
No volverá tu voz a lo que el persa
dijo en su lengua de aves y de rosas,
cuando al ocaso, ante la luz dispersa,
quieras decir inolvidables cosas.
¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.
Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son lo que me ha querido y olvidado;
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.
En El otro, el mismo,(1964)
Foto: Richard Avedon, 1975
20/2/14
Harold Bloom: Jorge Luis Borges
El cuento moderno, en tanto permanece en la órbita de Chéjov, es impresionista; esto es tan cierto respecto del James Joyce de Dublineses como de Hemingway o Flannery O'Connor. Percepción y sensación, centros de la estética de Walter Pater, lo son también del cuento impresionista, incluidas en este rubro las mejores piezas cortas de Thomas Mann y de Henry James. Algo muy diferente ingresó en el arte moderno del relato con las fantasmagorías de Franz Kafka, precursor principal de Jorge Luis Borges, de quien puede decirse que reemplazó a Chéjov como influencia mayor en la cuentística de la segunda mitad del siglo veinte. Hoy los cuentos tienden a ser chejovianos o borgianos; sólo en raras ocasiones son ambas cosas.
Al contrario que las miradas impresionistas de Chéjov a las verdades de la existencia, las obras de ficción de Borges siempre insisten en un consciente carácter de artificios. Convendrá que, cuando vaya al encuentro de Borges y sus muchos seguidores, los lectores sepan albergar expectativas muy distintas a las que tienen frente a Chéjov y su vasta escuela. Ya no se oirá la voz solitaria de un elemento sumergido en la población, sino una voz habitada por una plétora de voces literarias precedentes. La gran proclama con que Borges profesa su alejandrinismo es que no hay para un Dios gloria mayor que ser absuelto del mundo. Si en los cuentos de Chéjov hay un Dios, no puede ser absuelto del mundo, como tampoco podemos serlo nosotros. Pero para Borges el mundo es una ilusión especulativa, o un laberinto, o un espejo que refleja otros espejos.
Necesariamente, entender cómo debe leerse a Borges es más una lección en la forma de leer a sus precursores que un ejercicio de autocomprensión. No quiero decir que Borges sea menos entretenido o iluminador que Chéjov, sino que es muy diferente. Para Borges, Shakespeare es todo el mundo y a la vez nadie: es el laberinto vivo de la literatura misma. Para Chéjov, Shakespeare es obsesivamente el autor de Hamlet, y el príncipe Hamlet se convierte en el barco en el cual Chéjov navega (del modo más literal en "En el mar", el primer cuento que publicó bajo su propio nombre). El relativismo de Borges es un absoluto; el de Chéjov es condicional. Cautivado por Chéjov y sus discípulos, el lector puede gozar de una relación personal con cada cuento, pero Borges lo cautiva en el campo de las fuerzas impersonales, donde la memoria de Shakespeare es un vasto abismo en donde uno puede tambalearse y perder los restos de individualidad que le queden.
Cada lector confeccionará una lista selecta de las ficciones de Borges; la mía consta de "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", "Pierre Menard, autor del Quijote", "La muerte y la brújula", «El Sur", "El Inmortal" y "El Aleph". De esta media docena, aquí me concentraré sólo en la primera, y con cierto detalle, para ayudar a culminar esta sección sobre cómo leer cuentos y por qué necesitamos seguir leyendo los mejores ejemplos que encontremos.
"Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" empieza con una frase desarmante: "Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar." Esto es puro Borges: añádase a la enciclopedia y el espejo un laberinto y se tendrá su mundo. De todas las ficciones de Borges, ésta es la más sublimemente exorbitante. No obstante, el lector sucumbe a la seducción y busca encontrar creíble lo increíble, porque Borges tiene la habilidad de emplear personas y lugares reales (sus amigos mejores y más literarios, por un lado, y por otro una vieja mansión de campo, la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, un hotel familiar). Uno le concede la misma realidad natural al ficticio Herbert Ashe que al real Bioy Casares, mientras que Uqbar y Tlön, aunque fantasmagorías, resultan poco más maravillosas que la Biblioteca. Una enciclopedia que trata enteramente de un mundo inventado es algo muy distinto que la verificación de un mundo porque figura en una enciclopedia, obra a la cual solemos dar autoridad.
De hecho esto es desconcertante, pero de una manera sesgada. A medida que los objetos y conceptos tlönianos se propagan por las naciones, la realidad "cede". En ningún momento la seca ironía de Borges es más imponente:
Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo— para embelesar a los hombres.
Borges, firme oponente tanto del marxismo como del fascismo argentino, incrimina lo que llamamos "realidad", pero no esa fantasía que es Tlön, parte del laberinto vivo de la literatura imaginativa.
Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por los hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.
En otras palabras, Tlön es un laberinto benigno, en cuyo final no hay Minotauro que espere para devorarnos. La literatura canónica no es una simetría ni un sistema, sino una enciclopedia vastamente proliferante del deseo humano, un deseo por ser más imaginativo en lugar de hacer daño a otra individualidad. Aunque no se trata de que Tlön nos hechice o nos hipnotice, no se nos da información suficiente para descifrarlo. Precisamente, Tlön queda como una vasta cifra a ser resuelta sólo por todo el universo literario de la fantasía.
El cuento de Borges comienza cuando él y su amigo más íntimo (y en ocasiones colaborador), el novelista argentino Bioy Casares, después de cenar en una quinta que han alquilado, sienten que los "acecha" la presencia de un espejo al fondo de un corredor. Entonces Bioy recuerda que "uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres." No se nos revela nunca el nombre de ese asceta gnóstico, que indefectiblemente es el mismo Borges, pero Bioy cree haber leído la frase en un artículo sobre Uqbar incluido en lo que se presenta como reedición (con otro título) de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El artículo no aparece en los volúmenes que hay en la casa alquilada. Al día siguiente Bioy lleva su propio y relevante volumen, que contiene cuatro páginas sobre Uqbar. La geografía y la historia de Uqbar son igualmente vagas; la localización del país parece ser transcaucásica, mientras que su literatura es totalmente fantástica y se refiere a territorios imaginarios, entre ellos Tlön.
En este punto el cuento, que apenas empieza, se acabaría de no ser por Herbert Ashe, un reticente ingeniero inglés con quien, a lo largo de dieciocho años, Borges dice haber mantenido desganadas conversaciones en un hotel que ambos frecuentaban. Tras la muerte de Ashe, Borges encuentra un volumen que el ingeniero ha dejado en el bar del hotel: A First Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr. El libro no lleva fecha ni lugar de publicación y consta de 1001 páginas, en clara alusión a Las mil y una noches. Absorto en esas páginas míticas, Borges descubre buena parte de la naturaleza (por así llamarla) del cosmos que es Tlön, en donde la ley primordial de la existencia es el idealismo feroz del obispo Berkeley, con su convicción de que nada puede ser como una idea salvo otra idea. En ese cosmos no hay causas ni efectos; predominan la psicología y la metafísica de la fantasía absoluta.
Hasta aquí el "artículo" titulado "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" que, dice Borges, incluyó en su Antología de la literatura fantástica publicada en 1940. Una "posdata" de 1947 expande la fantasmagoría. Se explica Tlön como una benigna conspiración de hermetistas y cabalistas a lo largo de tres siglos, que en 1824 cobró un giro decisivo cuando "el ascético millonario" Ezra Buckley propuso convertir un país imaginario en un universo inventado. Borges sitúa la propuesta en Memphis, Tennessee, haciendo así de lo que hoy conocemos como Elvislandia un lugar tan misterioso como la Menfis del antiguo Egipto. Los cuarenta volúmenes de la First Encyclopaedia of Tlön se completan en 1914, año en que estalla la Primera Guerra Mundial. En 1942, en medio de la Segunda Guerra, empiezan a aparecer los primeros objetos de ese universo: una brújula cuyas letras corresponden a uno de los alfabetos de Tlön, un cono metálico de peso insoportable, un juego completo de la Encyclopaedia. Otros objetos, hechos de materiales no terrestres, inundan luego las naciones. La realidad cede y con el tiempo el mundo será Tlön. Escasamente alterado, Borges permanece en su hotel revisando lentamente una "indecisa traducción quevediana" del Urn Burial de Sir Thomas Browne, del que mi frase favorita sigue siendo: "La vida es pura llama, y vivimos de un Sol invisible que está en nosotros."
Borges, visionario escéptico, nos encanta aun cuando hayamos aceptado su advertencia: la realidad cede con demasiada facilidad. Puede que las fantasías de cada uno de nosotros no sean tan complejas ni abstractas como Tlön; pero Borges ha esbozado una tendencia universal y cumplido un anhelo fundamental en relación con las razones por los cuales leemos.
En Cómo leer y por qué (2000)
Traducción de Marcelo Cohen
Retrato de Jorge Luis Borges
En portada de Borges, una biografía total
de Marcos-Ricardo Barnatan
Jorge Luis Borges: Alfred Döblin
Alfred Döblin: Die Fahrt ins Land ohne Tod Die Reise
El cuarto centenario de la primera fundación de nuestra ciudad -conmemoración sin duda elocuente, che nel pensier rinnova la paura-, tuvo la curiosa virtud de demostrar un hecho desconcertante: la melancolía que en nosotros despierta la sola idea de la conquista y colonización de estos reinos. Melancolía que sólo parcialmente podemos imputar al estilo arcaico de los discursos seculares -a las partículas enclíticas de rigor, a los «hijosdalgo» y «voacedes»- y a la necesidad de venerar a los Conquistadores: hombres animosos y brutos. Melancolía que exhalan por igual la preterida Alzire de Voltaire (Alzire, princesa del Perú, es hija de Montèze o Moctezuma, no de Atahualpa) y la Fuente de O'Neill y cuya única excepción es acaso este Viaje al país sin muerte, del médico berlinés Alfred Döblin.
Döblin es el escritor más versátil de nuestro tiempo. Cada libro suyo (como cada uno de los dieciocho capítulos del Ulises de Joyce) es un mundo aparte, con su retórica y su vocabulario especiales. En Los tres saltos de Wanglun (1915) el tema central es la China, con sus ceremonias, sus venganzas, su religión y sus sociedades secretas; en Wallenstein (1920), la ensangrentada y supersticiosa Alemania del siglo XVII; en Montañas, mares y gigantes (1924), las empresas de un hombre del año dos mil setecientos; en la epopeya Manas (1926), la victoria, muerte y resurrección de un rey de la India; en Berlin Alexanderplatz (1929), la vida miserable del desocupado Franz Biberkopf.
En Die Fahrt ins Land ohne Tod Alfred Döblin ajusta la narración a los cambiantes personajes de su novela: tribus de la perpleja selva amazónica, soldados, misioneros y esclavos. Es muy sabido que Flaubert se preciaba de no intervenir en sus obras, pero el espectador de Salambó es siempre Flaubert. (Por ejemplo: el célebre festín de los mercenarios es una labor arqueológica, que nada tiene que ver con lo que verosímilmente sintieron y juzgaron los mercenarios.) Döblin, en cambio, parece transformarse en sus criaturas. No escribe que los españoles intrusos eran barbados y blancos; escribe que sus caras y sus manos -lo demás no se distinguía- eran del color de las escamas de los peces, y que uno de ellos tenía pelos en los cachetes y en el mentón. En el primer capítulo intercala deliberadamente un hecho imposible, para no ser infiel al estilo mágico de las almas.
7 de enero de 1938
Textos cautivos (compilación 1986)
Madrid, 1998
Foto Sara Facio: JLB en la Biblioteca Nacional
19/2/14
Jorge Luis Borges en su voz: La noche que en el sur lo velaron
A Letizia Álvarez de Toledo
Por el deceso de alguien
—misterio cuyo vacante nombre poseo y cuya realidad
no abarcamos-
hay hasta el alba una casa abierta en el Sur,
una ignorada casa que no estoy destinado a rever,
pero que me espera esta noche
con desvelada luz en las altas horas del sueño,
demacrada de malas noches, distinta,
minuciosa de realidad.
A su vigilia gravitada en muerte camino
por las calles elementales como recuerdos,
por el tiempo abundante de la noche,
sin más oíble vida
que los vagos hombres de barrio junto al apagado almacén
y algún silbido solo en el mundo.
Lento el andar, en la procesión de la espera,
llego a la cuadra y a la casa y a la sincera puerta que busco
y me reciben hombres obligados a la gravedad
que participaron de los años de mis mayores,
y nivelamos destinos en una pieza habilitada que mira al patio
—patio que está bajo el poder y en la integridad de la noche-
y decimos, porque la realidad es mayor, cosas indiferentes
y somos desganados y argentinos en el espejo
y el mate compartido mide horas vanas.
Me conmueven las menudas sabidurías
que en todo fallecimiento se pierden
—hábito de unos libros, de una llave, de un cuerpo entre los otros—.
Yo sé que todo privilegio, aunque oscuro, es de linaje de milagro
y mucho lo es el de participar en esta vigilia,
reunida alrededor de lo que no se sabe: del Muerto,
reunida para acompañar y guardar su primera noche en la muerte.
(El velorio gasta las caras;
los ojos se nos están muriendo en lo alto como Jesús.)
¿Y el muerto, el increíble?
Su realidad está bajo las flores diferentes de él
y su mortal hospitalidad nos dará
un recuerdo más para el tiempo
y sentenciosas calles del Sur para merecerlas despacio
y brisa oscura sobre la frente que vuelve
y brisa oscura sobre la frente que vuelve
y la noche que de la mayor congoja nos libra:
la prolijidad de lo real.
En Cuaderno San Martín, 1929
Foto: Borges en la antigua Biblioteca Nacional, por Sara Facio
18/2/14
Borges por Richard Avedon
(...) En 1975 llegué a un punto en mi carrera en que no estaba interesado en hacer retratos a personas de poder y fama. Sin embargo, había tres hombres cuyo trabajo admiraba enormemente y cuyo retrato quería realizar: Jorge Luis Borges, Samuel Beckett, y Francis Bacon. Sus retratos involucraron tres tipos diferentes de performance: Borges otorgó una performance infotografiable, Beckett rechazó la performance y Bacon ofreció una performance perfecta.
Fotografío lo que más temo, y Borges era ciego.
En vuelo a Buenos Aires me informan que la madre de Borges, con quién yo sabía que él vivió toda su vida, acababa de morir esa mañana. Asumí que la sesión sería cancelada. Pero él me recibió, como estaba planeado, la tarde siguiente a las cuatro en punto. Llegué a su apartamento y me encontré a mi mismo en la oscuridad. Estaba sentado en una luz gris, en una silla pequeña, y me señaló con su mano que me sentara a su lado. Casi inmediatamente, me dijo que admiraba a Kipling, y me pidió que le leyera. “Ve a la biblioteca y busca en séptimo libro desde la derecha del segundo estante”. Lo hice. Me dijo cuál poema de Kipling quería ecuchar –“The Harp Song of the Dane Women”- y se lo leí. Se sumó en algunos pasajes. Si sabía yo anglosajón, me preguntó. ¿Qué prefería, leyenda o elegía? Elegía, aventuré. Me explicó, mientras preparaba su recitado, que su difunta madre yacía en la habitación de al lado. Sus manos se crisparon de dolor justo un instante antes de su muerte, explicó, y luego describió cómo él y su sirviente habían estirado cada uno de los dedos de su madre, uno por uno, hasta que sus manos descansaron sobre su pecho. Luego recitó la elegía anglosajona, su voz elevándose y cayendo en el cuarto oscuro.
La primera vez que lo vi en la luz, era mi luz. Me abrumaron los sentimientos y empecé a fotografiar. Pero las fotos resultaron más vacías de lo que yo esperaba. Pensé que de alguna manera la abrumación fue tanta que no había logrado poner nada de mí mismo en el retrato.
Cuatro años después leo una crónica de Paul Theroux sobre su visita a Borges. Era mi visita: la luz suave, la ida a la biblioteca, Kipling, el recital anglosajón. De alguna manera, parece que Borges no hubiera tenido visitas. La gente que venía de afuera sólo podía existir para él si formaba parte de su propio mundo interior, el mundo de poetas y sabios que eran su verdadera compañía. La gente de ese mundo sabía más, discutía mejor, tenía más para decirle. La performance no permitía ningún intercambio. Él se había tomado su propio retrato hacía tiempo atrás, y yo sólo pude fotografiar eso. (...)
Fragmento de Richard Avedon Portraits
17/2/14
Jorge Luis Borges entrevistado por Liliana Heker
¿Qué le sugiere la palabra muerte?
–¿La palabra muerte? Me sugiere... una gran esperanza. La esperanza de dejar de ser. Yo estoy seguro, como mi padre, de morir en cuerpo y alma. A veces, me siento un poco desdichado –a todos nos pasa–; sobre todo un hombre que está solo, que está ciego, que tiene desde luego algunos preciosos amigos, pero no muchos, un hombre tímido como yo; a veces me siento triste. Pero me consuelo pensando: sí, es cuestión de esperar. Voy a morir y voy a cesar, y qué más puedo querer que eso, qué cosa más grata puede haber que la muerte, que se parece tanto al sueño que es quizá lo más grato de la vida. Es decir, yo descreo en la inmortalidad pero eso no es una fuente de tristeza para mí sino de felicidad: pensar que voy a cesar. Mi padre también estaba seguro de la mortalidad del alma. Él me dijo: “Es posible que cuando yo esté enfermo, para hacerle un gusto a tu madre –que era católica– llamaré a un sacerdote y diré algunas mentiras piadosas. Pero no me creas. Vos sabés que yo no creo en esas cosas. Precisamente porque no creo en la fe católica puedo decir que creo en ella; porque no la tomo en serio”. Sí. Pero otra vez mi padre me dijo (mi padre era profesor de psicología): “Es tan raro el mundo que todo es posible; hasta la Santísima Trinidad”. Como si hubiera dicho que todo es posible; hasta el unicornio, ¿no? Bueno, aquí estoy defraudándola a usted, seguramente.
¿A mí? Para nada. Al contrario.
–¿Puedo decir otra cosa? En el Antiguo Testamento se ve que los judíos no creían en la inmortalidad personal; creían en la inmortalidad de Israel pero no en la inmortalidad de cada individuo; ahora, hay un pasaje en el Libro de Job que parece afirmar lo contrario, pero esa debe ser una trampa que los traductores han hecho, o un error de los traductores. Si usted lee el Antiguo Testamento va a ver que en ninguna parte se afirma la inmortalidad personal; se afirma la inmortalidad de Israel pero no la inmortalidad de cada individuo, de modo que usted puede profesar la fe judía sinceramente y descreer de la inmortalidad del alma.
Yo no profeso la fe judía y descreo de la inmortalidad del alma, así que no medefrauda en lo más mínimo, Borges.
–Yo creo que todo el mundo descree. Yo creo que es una especie de ficción piadosa.
La palabra vida, Borges, ¿qué le sugiere?
–¿La palabra vida? Lo incluye todo. Creo que [Theodor] Fechner, un filósofo alemán, pensaba que todo tiene vida. Entonces esa vida, se ha dicho, estaría... bueno, podemos decir que estaría dormida en las piedras; luego en las plantas –podemos suponer que sueñan–; en los animales, también. Y en el hombre, que despierta más o menos. La vida está en todo. Creo que se han hecho experimentos últimamente sobre la sensibilidad de las plantas. En inglés hay una expresión: “A green hand”, una mano verde, que es una persona que tiene (es una metáfora, ¿no?), una persona que tiene buena mano para las plantas. Y dicen –esto lo sé, esto lo dice una correntina que tengo aquí a mi servicio–, ella dice que hay que querer a las plantas porque las plantas saben que uno las quiere; y los animales, desde luego, lo saben. Los animales tienen mucha sensibilidad. Yo tengo un gato aquí. Bueno, viene gente aquí que quiere a los animales. Cuando llegan, el gato viene corriendo. Mi hermana les tiene miedo a los gatos; cuando mi hermana viene, el gato se esconde en la cocina o en el balcón. Los animales tienen sensibilidad, indudablemente. La vida... yo creo que por desdichado que uno sea –y todos lo somos a veces– uno debe agradecer el hecho de vivir. Chesterton dijo: “A un hombre debe bastarle pensar que es un hombre, que está de pie, que está bajo las estrellas”. Si eso ya es una felicidad tan grande: el hecho de existir; ahora, ¿existir para siempre? Yo creo que sería bastante desdichado. Yo ya estoy cansado. Ya he vivido demasiado. Tengo setenta y nueve años y en cualquier momento cumplo ochenta y me doy cuenta de que ya he pasado mi límite. Voy a contarle una anécdota de mi madre. Mi madre llegó a los noventa y nueve años. Cuando cumplió noventa y cinco estaba horrorizada; me dijo a mí (era muy criolla): “Caramba, noventa y cinco: se me fue la mano”. Se sentía culpable.
Se suele decir que cuerpo y alma están disociados. De ahí suele concluirse la permanencia del alma después de la muerte física. ¿Qué piensa usted, Borges, de esta concepción?
–Yo no sé si están disociados. Si uno postula que están disociados, el alma puede ser inmortal, pero esa es una mera conjetura. Hay un libro de un psicólogo inglés, [Gustav] Spiller; en ese libro él dice: si una persona se rompe una pierna, si se rompe una costilla, si le dan un golpe en la cabeza, eso no produce ningún resultado benéfico. Por qué suponer que la muerte, que viene a ser un accidente total, va a mejorar esto. Por qué suponer que la muerte, en la que todo se accidenta en uno, va a conseguir que el alma conozca otro reino, ¿no? Me parece que ese es un buen argumento. Lo otro está basado en una hipótesis: la idea de que el alma existe fuera del cuerpo. Ahora, [John] Milton por ejemplo, que era un teólogo, creía que el hombre necesitaba ambas cosas: el alma y el cuerpo. Él pertenecía a la secta de los mortalistas. Claro, ellos eran cristianos; creían que cuando un hombre muere el alma duerme hasta el día del Juicio Final; luego resucita y recibe un castigo eterno o un premio eterno; pero que mientras tanto no existe. Cuando se habla del Juicio Final se insiste en la resurrección de la carne; no se dice que las almas van a ser juzgadas; se dice que los cuerpos saldrán de sus sepulturas, que las almas los habilitarán y que todos serán juzgados. Desde luego, yo no creo en el Juicio Final tampoco.
De cualquier modo, las distintas concepciones del más allá pueden considerarse, al menos, como creaciones del hombre, como hechos estéticos...
–Yo creo que sí. Yo diría que el concepto de Dios es la máxima creación de la literatura fantástica. Es mucho más extraña la idea de Dios que la idea del Golem.
¿Cuál de estas concepciones le parece la más bella?
–Yo creo que la idea del budismo, la idea de la trasmigración, es linda. Al mismo tiempo, el budismo no cree que el alma exista. El budismo supone que todo hombre, a lo largo de su vida, crea un organismo que se llama karma, un organismo psíquico, y que ese organismo es heredado por otro hombre; pero no cree en la trasmigración del alma. Cree que cuando uno muere, uno deja ese karma, que es heredado por otra persona. Ahora, eso presupone una serie infinita –infinita hacia atrás también– de nacimientos. Porque si cada destino humano es una consecuencia del destino anterior –por ejemplo, si usted nace justo es porque ha merecido nacer justo; si usted nace ciego es porque ha merecido nacer ciego; si usted nace inteligente es porque ha merecido nacer inteligente; si nace, por ejemplo, dentro de cada una de las castas de la India, es porque usted ha merecido esa casta; si usted es desdichado, usted ha merecido la desdicha, bueno, eso presupone siempre una causa anterior–, si cada vida presupone una vida anterior, esa vida anterior presupone otra, y esto sigue hasta el infinito. Es decir que cada uno de nosotros, según el budismo, ha vivido un número infinito de veces, y si no llega al Nirvana –ahí uno ya queda fuera de la rueda de la ley– uno vivirá un número infinito de veces también. Pero cuando yo digo infinito no quiero decir indefinido, quiero decir estrictamente infinito.
Estudié matemática, así que tengo por lo menos una idea de lo infinito.
–Y usted debe haber leído algo sobre la teoría de los conjuntos, de [George] Cantor.
Sí, claro.
–Bueno, ahí él habla de los números infinitos, y entre los números infinitos, el aleph. No se llega a él por progresión, es decir, si usted cuenta, uno, dos, tres, cuatro, y sigue infinitamente, no llega a esa cifra. Bueno, está bien.
Rainer Maria Rilke dijo: “Señor, concede a cada cual su propia muerte”. ¿Usted cree que hay una “muerte propia” que debe corresponderle a cada hombre?
–Creo que esa idea la tomó Rilke de Séneca. Séneca dice exactamente “morire sua morte”: morir su muerte. Eso significa que el estilo de la muerte es el estilo de la vida. Ahora, hay quien piensa que Rilke, al decir eso, pensaba en algo mucho menor. En alguna parte él dice que antes la gente nacía en su casa y moría en su casa, y que ahora la gente nace en un sanatorio y muere en un sanatorio. Yo, por ejemplo, he nacido en la casa de mi madre, en la calle Tucumán y Suipacha, y ella había nacido en esa casa. Hoy nadie nace en su casa, y nadie muere en su casa tampoco. Mi madre murió en su casa y mi padre también. Puede ser que Rilke se refiera a eso, simplemente, pero es más linda la idea de Séneca de que la muerte debe corresponder a la vida. Por ejemplo, yo leí un poema de Johannes Becher, poeta alemán que se hizo comunista después, sobre la muerte de Goethe. Él dice algo que yo no he visto confirmado en ninguna biografía de Goethe pero que es muy lindo. Él dice –supongo que lo inventó porque ningún otro biógrafo dice eso, y yo he leído varias biografías de Goethe–, dice que él se estaba muriendo y que escribía; escribía en el aire. Dice que él escribía, así, y que luego tachaba una línea y ponía otra... Ahora, eso sería exactamente la muerte de un escritor. El poema termina así: So starb ehr Scheibed, “y así murió escribiendo”. Mire, yo creo que es una invención de Becher, pero qué importa que sea una invención, ¿no?
Usted citó el caso de una muerte propia. ¿Conoce casos de muertes paradójicas, muertes cuyo estilo sea totalmente contrario al estilo de la vida?
–Yo he visto morir a cinco personas en mi vida. He visto morir a mis dos abuelas, he visto morir a mi padre, he visto morir a la hija natural de mi abuelo, y he visto matar a un hombre en la frontera del Brasil, de dos balazos. Sí, yo diría que hay muertes paradójicas. Pero recuerdo muertes propias también. Este caso muy extraño les ocurrió a dos hermanos; uno era Pedro Henríquez Ureña. Pedro Henríquez Ureña tenía una cátedra en la Universidad de La Plata y tenía que tomar el tren en Constitución. Y el tren salía y él corrió. Tomó el tren, se sentó, puso sus libros en la red. Estaba con él... ya no recuerdo el nombre del otro, un doctor. El otro siguió una conversación. Henríquez Ureña no le contestó: se había quedado muerto de un ataque al corazón. Se había quedado muerto mientras iba a dar una clase, él fue toda su vida profesor. Ahora, el hermano de él, Max Henríquez Ureña, autor de una Historia del Modernismo, tuvo una muerte muy parecida. Él tenía una cátedra en la Universidad de Las Piedras, en Puerto Rico. Había llegado tarde y se apresuró, y se quedó muerto de un ataque al corazón también. Los dos hermanos murieron cumpliendo su destino pedagógico. Son lindas muertes. Ahora, mi abuelo Borges, por razones políticas –no es el caso entrar en ellas– había resuelto morir. Entonces, después de la batalla de Isla Verde, cuando Mitre había capitulado ya, él dijo que no, que él creía que todavía podía intentarse una última carga, y lo siguieron como quince o veinte gauchos. Él se puso un poncho blanco, montó en un caballo moro... no, moro no, tordillo, avanzó hacia las trincheras enemigas, no al galope sino al trote y con los brazos cruzados, ofreciendo un blanco. Efectivamente, recibió dos balas de Remington y murió al día siguiente en un hospital de sangre. Fue una muerte propia. Él había sido soldado toda su vida. Inició su carrera militar como defensor de la plaza sitiada de Montevideo, a los quince años, y a los diecisiete años estuvo en la batalla de Caseros. Hizo toda la campaña del Paraguay, la campaña del Desierto, la campaña contra los montoneros de López Jordán, luego participó en esa revolución, ahí fueron derrotados y se hizo matar. De modo que ésa vendría a ser su muerte propia, la muerte de un soldado.
¿Cuál sería para usted su muerte propia?
–Bueno, lo que yo querría sería morir súbitamente. Porque yo he visto largas agonías: la agonía de mi madre, la agonía de mi padre, la agonía de mi abuela también, que estaban deseando la muerte. Puedo contarle una anécdota sobre mi abuela inglesa. Ella estaba muriéndose, y nos llamó a su pieza –era tres o cuatro días antes de su muerte– y nos dijo: “Lo que sucede aquí no tiene nada de particular; soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio; no hay ninguna razón para que estén alborotados todos ustedes”. I’m only an old woman; I’m dying very slowly; nothing interesting in all that. Nada interesante en esto. Después de todo, qué valiente; podía ver su muerte como si fuera de otra persona. En general, toda persona que se muere tiende a dramatizar su muerte. Por el contrario, ella dijo: “No, soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio; no hay nada interesante en esto”. Era una mujer muy valiente; era tan valiente como el marido de ella cuando se hizo matar en Isla Verde. Ahí está el retrato de ellos. Cuando estuve en Junín me mostraron una calle que lleva el nombre de él, y el árbol que él había plantado. Lo plantó en el año ‘71. En 1871.
Sartre dice que siempre se muere demasiado pronto o demasiado tarde. ¿Usted está de acuerdo con esta afirmación?
–Desde luego que yo creo que nunca se muere demasiado pronto; siempre se muere demasiado tarde. Sartre es una persona muy rara; Sartre dejó de escribir cuando se quedó ciego. Yo no entiendo eso. Al contrario, yo he pensado: ahora que estoy ciego, tengo que seguir trabajando, porque ¿qué justificación tiene mi vida si no trabajo? Yo sé que lo que escribo ahora –voy a cumplir ochenta años en agosto– tiene que ser forzosamente inferior a lo que escribía cuando era joven, pero sin embargo, ¿qué otra cosa puedo hacer sino escribir? Y eso no lo hago por vanidad sino porque tengo que poblar mi tiempo de algún modo. Porque no siempre recibo visitas gratas como la de usted.
Gracias. Tal vez lo que pasa con Sartre es que, a través de su filosofía, hizo una valorización de la mirada. Otra cosa que le pasa, creo, es que no puede dictar: necesita, físicamente, el acto de escribir.
–Bueno, es que yo me refería sólo a escribir; lo que no se puede es corregir más. Henry James dejó de escribir y dictó, y eso influyó sobre su estilo; se hizo mucho más palabrero, menos conciso. Pero hay muchos escritores que han dictado. El primer escritor que no escribió directamente, sino que tenía discos y grababa, fue Mark Twain. Mark Twain estaba muy interesado en lo que era un invento nuevo, el fonógrafo; él tenía discos y le gustaba dictar a los discos. Se levantaba de noche, la familia lo oía hablar solo, y él estaba dictándole al disco. Recuerdo una frase de él: “Yo no pregunto de qué raza es un hombre, qué religión profesa, qué lugar ocupa en la escala social. Me basta con que sea un ser humano: peor que eso no puede ser”. Uno espera lo contrario, ¿no?
Usted una vez citó una frase de Mark Twain que a mí me fascinó por su crueldad. Decía que una biblioteca, por incompleta que fuera, ya se consideraría...
–No, no, la frase es mejor. Él dijo: “Podría iniciarse una buena biblioteca omitiendo los libros de Jane Austen. Aunque esa biblioteca no incluyera ningún otro libro sería mejor que muchas otras por no incluir a Jane Austen”. Una biblioteca ideal, pero sin libros, ¿no? No tiene libros pero falta Jane Austen, ya hay esa ventaja, ¿no? Sí, lo que pasa con esas frases... Yo recuerdo una frase; si es muy ingeniosa, no me importa que sea justa o no. Ahí, por ejemplo, usted podría cambiar el nombre de Jane Austen por cualquier otro y la frase no perdería nada. Porque lo deslumbrante es el mecanismo. La idea de una biblioteca ideal, que no constara de ningún libro pero que tuviera la ventaja de omitir a Jane Austen. Yo creo que la gracia es ésa. Si usted, en lugar de poner a Jane Austen, pusiera, bueno, a cualquier persona, por no incluir obras de, no sé, de Angel Battistesa, por ejemplo, sería lo mismo. No, no digo esto contra Battistesa. Si no incluyera las obras de Borges, digamos, ya sería una buena biblioteca.
Plotino se negaba a que le hicieran retratos porque no quería que a su muerte le sobreviviera su imagen...
–No, no, la idea de Plotino era ésta. Plotino creía en los arquetipos platónicos. Es decir, él creía que había un hombre ideal, o quizá un Plotino ideal. Él era una copia, y por lo tanto, cualquier retrato sería una copia de una copia; una sombra de una sombra. No, él dijo: yo soy una sombra, lo único real es mi arquetipo, que puede ser el arquetipo del hombre, pero si yo soy una sombra y se hace un retrato mío, el retrato va a ser la sombra de una sombra. Sí, porque querían hacer un busto de él, entonces, el escultor fue a la clase de él, hizo unos croquis, unos dibujos, y después hizo el busto. Pero Plotino no quería. Si ya soy una sombra, decía, mi retrato será la sombra de una sombra.
Borges, ¿eso tiene alguna vinculación con su propia aversión a los espejos?
–En realidad, eso proviene de mi infancia, cuando yo no sabía que existiera Plotino; yo no tenía idea de filósofos de ninguna especie. No, yo sentía temor de los espejos, pero el temor mío era distinto. El temor que yo tenía, y que no confié a nadie por mi timidez, mi temor era que el espejo empezara a vivir de un modo distinto; por ejemplo, que mi imagen en el espejo hiciera cosas que yo no hacía. Ese es el temor que yo tenía. En mi pieza había un enorme mueble hamburgués, con tres espejos; de modo que yo veía triplicado. Además, la cama era de caoba. Si yo hubiera dicho a mis padres que apagaran la luz de la pieza vecina... Pero no me animé a decirlo nunca. Vivía siempre con ese temor. Yo, antes de dormir –la pieza no estaba a oscuras–, abría los ojos, me miraba en los espejos, me daba cuenta de que nada se movía, y entonces, al final, me quedaba dormido. Tuve muchas pesadillas con espejos, pero hubiera podido corregir todo eso pidiéndole a mi familia que apagara la luz del hall que estaba al lado.
Disculpe, Borges, voy a dar vuelta la cinta.
–Está bien. ¿Quién más interviene en este libro?
El profesor Croatto, profesor de religiones comparadas; el doctor Gazzano, psiquiatra, que dirigió el Centro de Asistencia al Suicida...
–¿Qué hacen allí? ¿Ayudan a la gente a matarse? Qué otra asistencia se le puede dar a un suicida, ¿no? Bueno, supongo que debe de ser todo lo contrario.
Me parece que sí.
–Qué cosa rara que los católicos condenen el suicidio cuando el propio Jesucristo fue un suicida. Una religión que tiene a la cabeza un suicida –y ese suicida, además, es Dios– y que condene el suicidio. Porque se entiende que el sacrificio de Jesús fue voluntario, es decir, fue un suicidio. Es muy raro, los católicos condenan el suicidio y yo no logro explicarme por qué. Pero, bueno, les digo: si Jesús se suicidó según ustedes...
¿Y en ninguna parte está explicada esa contradicción?
–No, no creo. Es decir: la versión que ellos tienen es ésta: según ellos, Jesús era Dios, la segunda persona de la Trinidad, y hombre. Y fue la parte humana la que se resistió. Por eso Cristo pudo decir (anoche estuve hablando de esto con un amigo mío): “Dios, ¿por qué me has abandonado?”; pero ésa era la parte humana de Él. Esa es la interpretación que se da, pero no es muy satisfactoria. Ahí, lo que uno piensa es que más bien Él pensaba que Dios iba a salvarlo; cuando se vio condenado, cuando vio que Dios no lo había salvado, se sintió traicionado por Dios. O creo que ése es el pensamiento correcto, porque la teoría me parece falsa. Si Él había venido para ser crucificado, si Él se había hecho hombre, si Él había condescendido a la carne, para ser crucificado, ¿por qué protestó cuando se cumplió ese destino para el cual Él había nacido, según los teólogos? Todo esto que yo le digo, si usted quiere publicarlo, publíquelo. Seguro que va a ser distinto que lo que dicen los otros, pero es mejor eso. Si todos decimos lo mismo no tiene sentido.
Usted ha dicho muchas veces que quería el olvido. ¿No cree que hay una contradicción entre este deseo y el ejercicio de la literatura? ¿No implica la literatura la voluntad de quedar, y con la imagen más fiel que pueda ser posible?
–Sí, pero yo querría que se olvidara mi biografía, y mi nombre, y que se recordara algún cuento o algún verso mío. Yo querría sobrevivir en mi obra, pero no, digamos, como sujeto de un artículo en una enciclopedia. Por ejemplo, yo he escrito milongas, y la ambición mía era que las milongas fueran conocidas y no se descubriera el nombre del autor. Pero no he llegado a eso. No, no, yo creo que, cuando uno escribe, uno tiene la esperanza de que la obra sobreviva. Pero si puede sobrevivir anónimamente, mejor; si puede ser parte del lenguaje o de la tradición, mejor.
Virgilio quiso quemar La Eneida, pero no llegó a hacerlo. Kafka encomendó la desaparición de su obra nada menos que a su amigo Max Brod. ¿No cree que en el fondo ningún artista, y ningún ser humano, quiere desaparecer, no dejar rastros?
–Yo creo que, en el caso de Virgilio, lo que él quería dejar claro era que él no consideraba que La Eneida fuera perfecta; no la había concluido; el libro quedó inconcluso. Lo que él quería decir era: yo no asumo la responsabilidad de esa obra. Y Kafka también. Pero al mismo tiempo ellos sabían que los amigos iban a desobedecerlos, porque, si no, la hubieran quemado ellos, es evidente. Bueno, hay otro caso que sí puede ser más serio. Es el de la gran escritora norteamericana Emily Dickinson. Emily Dickinson dijo: “No creo que la publicidad sea parte del destino de un escritor”. Y no quiso publicar nada. Cuando ella murió, en sus cajones encontraron centenares o miles de versos, y los publicaron. Pero ella no había querido publicarlos. Al mismo tiempo tampoco los destruyó. Pero no dijo nada. Ella murió, la gente encontró su obra; la gente sabía que ella escribía versos –creo que en vida de ella se publicaron dos de sus poemas y nada más, y ahora no sé si han publicado todos, muchos no tienen valor, pero los que yo recuerdo de ella son versos lindísimos–. Parting is all we know of Heaven, and all we need of Hell: La despedida es todo lo que sabemos del Cielo, y todo lo que precisamos del Infierno. Lindísimo. Además, una despedida es las dos cosas. Quizás, el momento de la despedida es el momento más intenso en la relación entre dos personas. Cuando uno se despide de alguien, uno está más con esa persona que si uno la ve vulgarmente. Al mismo tiempo, uno sabe que ésa es la última vez. Quiero decir que en la despedida se dan a la vez (supongo que es eso lo que ella quiso decir), se dan a la vez la máxima presencia y la máxima ausencia, ¿no? Parting is all... usted sabe inglés, ¿no? Bueno, Parting is all we know of Heaven, and all we need of Hell. Qué lindo pensar que uno precisa del infierno, qué idea rara, ¿no? Era amiga de [Ralph] Emerson, se carteaba con él. Yo estuve en la casa de ella, en Nueva Inglaterra, un pueblo como otros pueblos de Nueva Inglaterra, un poco perdidos. Ella vivió allí toda su vida. Creo que estuvo a punto de casarse y no lo hizo. Y las cartas de ella son muy lindas también. Los poemas no sé si pueden sobrevivir en la traducción, porque ella cuidaba mucho la forma.
La poesía inglesa en general, ¿no?, no sé si puede sobrevivir en la traducción.
–Además hay otra cosa. Las palabras inglesas son muy breves. Me dijo [Manuel] Mujica Lainez que él realmente precisaba dos sonetos para cada soneto de Shakespeare. Además, el inglés es un idioma muy físico. Luego, el inglés tiene la posibilidad de verbos con preposiciones que no existen en español. Yo estaba releyendo la balada del Oriente y el Occidente, de [Rudyard] Kipling, y encontré esta línea (es un militar inglés que persigue a un cuatrero, un ladrón de caballos en Gwana; él lo persigue, hay un episodio muy lindo, y cabalgan toda la noche, y Kipling dice): They have riden the lob moon out of the sky. En español usted no puede decir eso. Cabalgar hasta que la luna queda fuera del cielo. Suena muy pesado.
¿Cuál considera la más oprobiosa de las muertes que conoce? ¿Y cuál la más noble?
–La más oprobiosa es una larga agonía. Y la más noble es una muerte brusca, ¿no?
En su literatura, los personajes muchas veces se reivindican por una muerte violenta.
–Sí, yo me he ocupado mucho de la muerte. Y estoy pensando escribir un libro contando muertes y agonías distintas. Ultimas palabras distintas, también. Me contaron la muerte de un gramático francés. ¿Quién era? Bueno, no recuerdo el nombre en este momento. Él murió en su ley; él era gramático y dijo algo así como: Je meurs, on peut dire aussi: je me meurs. Murió en su ley, ¿no? murió siendo un gramático. Eso también es una muerte propia. “Yo muero puede decirse también: yo me muero”. Dicen que [François] Rabelais dijo: “Voy hacia el gran tal vez”. Le grand peutêtre.
¿Cómo fue modificándose su concepción de la vida y de la muerte a través de las distintas etapas de su vida?
–Cuando yo era joven tendía a la tristeza, a dramatizarme; quería ser Hamlet o Raskolnikoff, y ahora ya no.
Hay una muerte de la que no se habla nunca: la muerte hacia atrás. ¿Qué le produce mayor nostalgia: saber que no estará en el futuro o saber que ha estado muerto para el pasado?
–Bueno, usted está citando el poema De Rerum Natura, de Lucrecio.
Eso sí que no lo sabía.
–Bueno. Lucrecio dice: la gente piensa “voy a morir, el mundo sigue, los hombres siguen, qué horror”, pero no piensa: “qué horror, yo estaba muerto durante el sitio de Troya”. Él dice eso; si a nadie le duele no haber estado presente en el sitio de Troya qué importa que no esté presente en las próximas guerras. Eso está en el poema de Lucrecio. Porque Lucrecio no creía en la inmortalidad, y decía: quienes se quejan de morir en cuerpo y alma deben quejarse también de no haber vivido en el pasado. Salvo si se cree en la trasmigración. Entonces sí se puede haber estado en Troya. Usted y yo, en realidad, nos llamamos Aquiles y Héctor. Pero qué raro que usted haya tenido esa idea. Mire que yo he leído bastante y he encontrado esa idea únicamente en el poema De Rerum Natura, de Lucrecio. ¡Yo lo saludo, Lucrecio!
Gracias. No sé si quiere agregar otra cosa, Borges.
–No, no, yo creo que he sido demasiado charlatán. Recuerdo que un sobrino mío (yo daba muchas conferencias, tenía que hacerlo) un día me dijo: “Estás hecho un gallego insoportable”. Me convertí en un gallego insoportable hablando y hablando. Yo tengo que disculparme por el exceso de conferencias.
En Liliana Heker - Diálogos sobre la vida y la muerte
Imagen: Jorge Aguirre, 1960
15/2/14
Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El budismo Zen
Según se sabe, la fe del Buddha tuvo su raíz en el Nepal y emigró después a la Indochina y a la China por obra de diversos misioneros, de los cuales el más famoso fue Bodhidharma, el Primer Patriarca, a principios del siglo VI de nuestra era. Se cuenta que Shen-Kuan, discípulo y sucesor del patriarca, no comprendió al principio su doctrina, cuya revelación le era negada por éste. Para probar la sinceridad de su fe, Shen-Kuan se cortó el brazo izquierdo; Bodhidharma, interrumpiendo su silencio de muchos años, le preguntó qué deseaba. Shen-Kuan le respondió: «No hay tranquilidad en mi mente; hazme la merced de pacificarla». Bodhidharma le dijo: «Muéstrame tu mente y te daré paz», a lo que contestó el discípulo: «Cuando busco mi mente no doy con ella». «Bien», dijo Bodhidharma, «ya estás en paz». Shen-Kuan, entonces, recibió una brusca iluminación: comprendió la Verdad.
Esta anécdota, acaso la menos oscura de las que citaremos, sería el primer ejemplo de intuición instantánea que en el Japón se llama satori; equivale a lo que sentimos al percibir de golpe la respuesta a una adivinanza, la gracia de un chiste o la solución de un problema.
Una de las sectas chinas fue la de Ch'an (meditación), que pasó en el siglo VI al Japón, donde tomó el nombre de Zen.
Nuestros hábitos mentales obedecen a los conceptos de sujeto y de objeto, de causa y efecto, de lo probable y de lo improbable y a otros esquemas de orden lógico que nos parecen evidentes; la meditación, que puede exigir muchos años, nos libra de ellos y nos prepara para ese súbito relámpago: el satori.
Desconfiar del lenguaje, de los sentidos, de la realidad del pasado propio o ajeno y aun de la existencia del Buddha, son algunas de las disciplinas que debe imponerse el adepto. En ciertos monasterios, las imágenes del Maestro se usan para alimentar el fuego; las escrituras sagradas se destinan a fines innobles. Todo esto puede recordarnos la sentencia bíblica: «La letra mata, pero el espíritu vivifica» (Cor, 3-8).
Para provocar el satori, el método más común es el empleo del koan, que consiste en una pregunta cuya respuesta no corresponde a las leyes lógicas.
El ejemplo clásico se atribuye a varios maestros. A uno de ellos le preguntaron: «¿Qué es el Buddha?»; respondió: «Tres libras de lino». Los comentadores advierten que la contestación no es simbólica. A otro le preguntaron: «¿Por qué vino del oeste el Primer Patriarca?»; la respuesta fue: «El ciprés en el huerto».
El número de discípulos de Po-Chang fue tan considerable que tuvo que fundar otro monasterio. Para hallar quien lo dirigiera, los reunió a todos, les mostró un cántaro y les dijo: «Sin usar la palabra cántaro, díganme qué es». El prior contestó: «No es un pedazo de madera». El cocinero, que iba a la cocina, le dio un puntapié al cántaro y prosiguió. Po-Chang lo puso al frente del monasterio.
Acaso de mayor interés es la historia de Toyo, que al cumplir los doce años quiso recibir instrucción del maestro Mokurai. Este empieza por rechazarlo dada su corta edad; el niño insiste y Mokurai dice: «Puedes oír el sonido de dos manos que aplauden. Muéstrame ahora cómo aplaude una sola». Toyo se retira a su cuarto y al meditar oye la vecina música de las geishas. «¡Ya entendí!»; proclamó. Al día siguiente, cuando el maestro lo interroga, Toyo entona la música de las geishas. «No», le dice el maestro, «ése no es el sonido de una mano». Toyo busca un lugar más tranquílo y oye agua que gotea. «¡Ya entendí!», piensa. Al día siguiente, imita ante Mokurai el sonido del agua; Mokurai le dice: «Eso se parece al sonido del agua, pero no al aplauso de una mano. Prueba otra vez».
Makurai oye y rechaza el silbido del viento, el grito de la lechuza, el canto de los grillos y muchas otras cosas. Durante un año, Toyo medita sobre el sonido de una sola mano que aplaude. Al fin vuelve al maestro y le dice: «Me he cansado de escuchar y de repetir y he llegado al sonido sin sonido». El maestro le responde: «Has acertado».
Para inducir el satori algunos maestros sustituyen el koan por medios más violentos. Ante una pregunta del discípulo sobre el viaje de Bodhidharma, Ma-Tsu lo derriba de un puntapié. El neófito se rie y exclama: «Innumerables son las verdades enseñadas por los Buddhas; ahora no hay una sola que no comprenda de un modo simultáneo». Otros maestros recurrían al grito, la bofetada o a diversas formas de violencia física. Hay ejemplos más moderados. Te-Shan, antes de su revelación, había elegido como maestro a Ch'ung-Hsin. Se alojó en el monasterio; al anochecer, estaba sentado meditando cuando Ch'ung-Hsin le preguntó: «¿Por qué no entras?» Te-Shan respondió: «Está oscuro». El maestro volvió con una vela encendida y cuando el discípulo iba a tomarla la apagó; Te-Shan intuyó inmediatamente la Verdad.
Comparadas la mística cristiana o islámica con la del budismo, se advertirán las siguientes afinidades: a) el desdén por los esquemas racionales, que son meros medios; nadie supone que los muchos volúmenes de la Summa Theologica equivalgan en sí a la experiencia de la Verdad; b) la percepción intuitiva, ajena a la que pueden suministrar los sentidos; c) el conocimiento absoluto, que nos da una certidumbre cabal, irrefutable por el ejercicio de la lógica; quien lo posee puede prescindir de premisas y de conclusiones. Una vez dueño de la verdad, el místico percibe que la oposición de los contrarios se integra de algún modo en una realidad superior; por lo tanto, también está más allá de los valores de la moral corriente. Cuando san Agustin escribe: «Ama y haz lo que quieras», quiso acaso decir que el hombre que ha llegado al amor divino es incapaz de obrar mal. d) La aniquilación del Yo. Nuestra vida pasada es absorbida por el Todo; la paz y el alivio son la recompensa inmediata, e) La visión del múltiple universo transformado en una unidad(1); f) una sensación de felicidad intensa.
En cuanto a los rasgos diferenciales, el budismo prescinde de toda relación personal con un dios, ya que es una doctrina esencialmente atea en la que no existen ni el creyente ni la deidad. Al revés de lo que sucede en el judaísmo y en sus derivaciones, el cristianismo y el islam, no existen tampoco los conceptos patéticos de culpa, de arrepentimiento y de perdón. No se alcanza el satori mediante la adoración, el temor, la fe, el amor de Dios o la penitencia; se trata de una disciplina que busca la paz y elimina las emociones. El maestro Te-Shan nunca rezó, nunca pidió que sus culpas le fueran perdonadas, nunca veneró la imagen del Buddha, nunca leyó las escrituras ni quemó incienso. Tales acciones eran, a su juicio, vanas formalidades; sólo le interesaba la busca incesante y tensa.
Tai-Hui compara el satori con un incendio a punto de consumirnos o con una espada desnuda que nos puede matar. El universo entero es un koan viviente y amenazador que debemos resolver y cuya solución implica la de todos los otros. Inversamente, cada una de las partes contiene el todo (lo mismo que sucede con los números transfinitos estudiados por Cantor, cada una de cuyas series tiene el mismo número que el total) y al comprenderla se comprende el universo.
La aprehensión intelectual de la doctrina del Buddha no es importante: lo esencial es una iluminación íntima, que parece corresponder al éxtasis. Recordemos la parábola hindú del viajero que recorre en el verano un desierto y que, al encontrarse con otro, le dice que está muerto de cansancio y de sed y que busca una fuente. El otro le indica el camino. Esa indicación no sacia la sed ni alivia el cansancio; es necesario que el viajero llegue personalmente al manantial. El desierto es el nacimiento y la muerte; el primer viajero es todo ser viviente; el segundo es el Buddha; el manantial es el Nirvana. Como todos los místicos, el budista descree del lenguaje y de los argumentos. Recordemos la parábola de la flecha, expuesta por el mismo Gautama; el Zen ha heredado esa tradición haciendo prevalecer el satori sobre los ritos, la erudición y el filosofar. El satori es pues el principio y el fin del Zen; ha sido comparado con una flor que se abre de súbito.
El Zen ha influido y sigue influyendo en la vida cotidiana de las sociedades que lo profesan. Las diversas artes -la arquitectura, la poesía, el dibujo, la pintura, la caligrafía- muestran su influjo: la deliberada omisión y la sugestión son elementos esenciales; recordemos los lacónicos dibujos y las brevísimas estrofas de los tanka y los hai-ku. De estos últimos, veamos unos ejemplos:
Más fugaz que el brillo de una hoja llevada por el viento, esa cosa, la vida.
La casada sin hijos ¡con qué ternura toca las muñequitas de la tienda.
Ciruelo de la orilla: ¿el agua se lleva de veras tus flores reflejadas?
La casada sin hijos ¡con qué ternura toca las muñequitas de la tienda.
Ciruelo de la orilla: ¿el agua se lleva de veras tus flores reflejadas?
Desde las gradas del templo, alzo a la luna del otoño mi verdadera cara.
También el arduo adiestramiento en el uso de la espada y del arco no es sólo un fin sino un ejercicio espiritual: el maestro dispara la flecha en la oscuridad y da en el blanco, pero esto es menos importante que la disciplina mental que ha precedido la proeza.
El ikebana, cuyo sentido literal es la inmersión de plantas vivas en el agua, coincide con la introducción del budismo; su origen fue tribal y monástico y se generalizó después. No hay casa japonesa en que no se dispongan flores o ramas en el tokonoma, nicho mural que sustituye el santuario y que se muestra siempre a los huéspedes. El aprendizaje del ikebana presupone una gran concentración, no solo en la elección de las flores sino en el diseño que forman, basado en el esquema, siempre asimétrico, de las tres líneas que son símbolos del cielo, la tierra y el hombre. La estética se da por añadidura; lo fundamental es el sentimiento religioso del creador y del que contempla la obra. Es frecuente el hábito de inclinarse ante la compsición, antes y después de admirarla.
Los jardines del Japón son famosos; muchos están concebidos como cuadros, no suelen ser muy grandes y en ellos se busca imitar la naturaleza, evitando la simetría y los colores vivos. El agua, si falta, es simulada por arena y abundan las rocas y los arbustos de formas armoniosas. El más famoso de los jardines de este tipo es el de Ryoan-Ji, en Kyoto; mide treinta metros de largo por diez de ancho y consta de quince rocas grandes y chicas, dispuestas en cinco grupos ordenados diversamente y asimétricamente distribuidos. Data de principios del siglo XVI y se lo considera la quintaesencia del arte Zen.
Característica del Zen es la ceremonia del té, que se cumple en pabellones destinados a ese fin o en casas de familia. La índole religiosa de este rito se advierte en la lenta dignidad del oficiante, la parquedad de los diálogos, la actitud reverente de los comensales y la belleza y pulcritud de los utensilios. Para el Zen, los actos más comunes pueden ejecutarse con un sentido religioso y deben enaltecer nuestra vida.
(1) Recordemos los versos de Blake: To see a World in a grain of sand / and a Heaven in a wild flower, / hold Infinity in the palm of your hand / and Eternity in an hour. (En un grano de arena ver un Mundo / y en cada flor silvestre el Paraíso, / vivir la Eternidad en una hora, / sostener en la palma el Infinito.)
En Qué es el budismo, 1976
En colaboración con Alicia Jurado
Imagen s/d
En colaboración con Alicia Jurado
Imagen s/d
13/2/14
Marco Denevi: La otra República Argentina: Borges
Ahora comprendo por qué Jorge Luis Borges suscitó, en vida, entre los argentinos, un fastidio que se hizo admiración sólo cuando el mundo le expresó la suya. Borges provenía de una República Argentina emancipada de la adolescencia colectiva.
Primero con falso engreimiento, después con falso candor, contradijo uno por uno todos los atributos del país adolescente y les presentó el desafío de una madurez de carácter, de una adultez mental y espiritual tan segura de sí misma que hasta podía ejercitar, sin miedo, la duda metódica y, sin ninguna zozobra, la modestia.
A menudo los adolescentes creen que piensan de su propia cabeza y lo que hacen es ajustarse un pensamiento ajeno que los seduce y los tranquiliza. Alguien sella un conjunto de palabras y en seguida los jóvenes se apropian de esa acuñación verbal sin tomarse el trabajo de someterla a previo examen. Borges hizo siempre lo contrario y propagó así una especie de desasosiego que perturbaba a los jóvenes, incapaces de imitarlo.
Nunca dejó de practicar, a veces en forma gratuita, la refutación de los dogmas, el cuestionamiento de las verdades reveladas, el destrozo de los mitos canónicos, aventuras audaces que si fuesen una frívola iconoclastia atraerían a los adolescentes, pero en él eran una obra de reconstrucción que operaba con la inteligencia y con los conocimientos, y entonces los jóvenes reculaban en la frontera entre la negación y la afirmación y corrían a abrazarse a sus viejos mitos.
Los adolescentes se jactan de su amor por la libertad, pero sólo la piden para el grupo dentro del cual se mimetizan. El junco pensante de Pascal, si es joven, se agavilla en haces de pensamiento unánime. Borges era un junco solitario y orgulloso y se rehusaba al enfardamiento: el adolescente colectivo, pues, lo miraba como a una planta exótica y acaso dañina, como a un intruso en la ecología cultural del país.
Borges hizo más: cometió el pecado de no ser fanfarrón, que para la fanfarronería del adolescente colectivo es sinónimo de debilidad, de cobardía y de sabotaje a la defensa común contra los extraños, la vergonzosa confesión de que los argentinos no son fuertes, no son los mejores, no le dan punto y raya al mundo entero.
Hasta que el mundo entero reconoció, en Borges, a un escritor genial. Entonces el adolescente colectivo dio media vuelta, se apropió de Borges y lo exhibió como una de las riquezas naturales del país a la par de las cataratas del Iguazú, de la cordillera de los Andes o de la avenida 9 de Julio de Buenos Aires, la más ancha del mundo.
No lo leería, pero se lucía con él como con un mérito propio. Lo hacía hablar en todas partes y sobre cualquier tema. Lo paseaba y lo manoseaba al modo de un trofeo que probase las virtudes argentinas.
Cierto, una obra procede tanto de un hombre cuanto de una sociedad. La obra de Borges lleva impresa esa doble marca. Sin embargo, el valor que finalmente se le reconocerá y que la distingue de las demás depende del hombre que la crea. No se puede separar la obra de Borges de Borges hombre.
Quiero decir que la sociedad argentina no ganará mucho si se conforma con la exaltación de la obra de Borges y no averigua por qué esa obra ha podido brotar, así, en medio de los males, de las penurias y de las pamplinas de esa misma sociedad.
Entonces es posible que aprecie la importancia del rigor que la cultura debe imponerse a sí misma. Un rigor obstinado, decía Leonardo. Pero este rigor es siempre una empresa individual. ¡Otra que democratización de la cultura al gusto de la adolescencia colectiva!
En La República de Trapalanda
Imagen: © adoc-photos/Corbis
10/2/14
Mario Vargas Llosa: Borges en París
Francia ha celebrado el centenario de Borges (1899-1999) por todo lo alto: números monográficos de revistas y suplementos literarios, lluvia de artículos, reediciones de sus libros, y, suprema gloria para un escribidor, su ingreso a la Pléiade, la Biblioteca de los inmortales, con dos compactos volúmenes y un Álbum especial con imágenes de toda su biografía. En la Academia de Bellas Artes, transformada en laberinto, una vasta exposición preparada por María Kodama y la Fundación Borges documenta cada paso que dio desde su nacimiento hasta su muerte, los libros que leyó y los que escribió, los viajes que hizo y las infinitas condecoraciones y diplomas que le infligieron. El día de la inauguración rutilaban, en el atestado local, luminarias intelectuales y políticas, y —créanlo o no— unas lindas muchachas vestían polos blancos y negros estampados con el nombre de Borges.
Ningún país ha desarrollado mejor que Francia el arte de detectar el genio artístico foráneo y, entronizándolo e irradiándolo, apropiárselo. Viendo la exuberancia y felicidad con que los franceses celebran los cien años del autor de Ficciones, he tenido en estos días la extraña sensación de que Borges hubiera sido paisano, no de Sarmiento y Bioy Casares, sino de Saint-John Perse y Válery.
Ahora bien, aunque no lo fuera, es de justicia reconocer que sin el entusiasmo de Francia por su obra, acaso ésta no hubiera alcanzado —no tan pronto— el reconocimiento que, a partir de los años sesenta, hizo de él uno de los autores más traducidos, admirados e imitados en todas las lenguas cultas del planeta.
Tengo la coquetería de creer que yo fui testigo del coup de foudre o amor a primera vista de los franceses por Borges, el año 60 o el 61. Vino a París a participar en un homenaje a Shakespeare organizado por la Unesco, y la intervención de este anciano precoz y semiinválido, a quien Roger Caillois presentó con efervescencia retórica, sorprendió a todo el mundo. Antes que él había hablado el ingenioso Lawrence Durrell, comparando al Bardo con Hollywood, y después Giuseppe Ungaretti, quien leyó, con talento histriónico, sus traducciones al italiano de algunos sonetos de Shakespeare. Pero la exposición de Borges, en un francés acicalado, fantaseando por qué ciertos creadores se tornan símbolos de una cultura —Dante, la italiana, Cervantes, la española, Goethe, la alemana— y cómo Shakespeare se eclipsó para que sus personajes fueran más nítidos y libres, sedujo por su originalidad y sutileza. Días después, su conferencia en el Instituto de América Latina, además de estar de bote a bote, atrajo un abanico de escritores de moda, Roland Barthes entre ellos. Es una de las charlas más deslumbrantes que me ha tocado escuchar. El tema era la literatura fantástica y consistía en ilustrar con breves resúmenes de cuentos y novelas —de diversas lenguas y épocas— los recursos más frecuentes de que este género se vale para "fingir la irrealidad". Inmóvil detrás de su pupitre, con una voz intimidada, como pidiendo excusas, pero, en verdad, con soberbia desenvoltura, el conferenciante parecía llevar en la memoria la literatura universal y desenvolvía su argumentación con tanta elegancia como astucia. "¿Seguro que este escritor viene del país de los gauchos?", exclamó un maravillado espectador, mientras aplaudía rabiosamente (Borges había puesto punto final a su charla con una pregunta efectista: "Y, ahora, decidan ustedes si pertenecen a la literatura realista o a la fantástica").
Sí, venía del país de los gauchos, pero no tenía nada de exótico ni de primitivo y su obra no alardeaba de color local. Ya había escrito varias obras maestras, pero todavía era conocido sólo por pequeñas capillas de devotos, incluso en su país, y sus cuentos y ensayos circulaban en ediciones poco menos que familiares. Francia lo sacó de la catacumba en que languidecía a partir de aquella visita. La revista l'Herne le dedicó un número memorable y Michael Foucault inició el libro de filosofía más influyente de la década —Les mots et les choses— con un comentario borgiano. El entusiasmo fue ecuménico: de Le Figaro a Le Nouvel Observateur, de Les Temps Modernes, de Sartre, a Les Lettres Françaises, de Aragon. Y, como todavía en esos años, en asuntos de cultura, cuando Francia legislaba el resto del mundo obedecía, los latinoamericanos, los españoles, los estadounidenses, los italianos, los alemanes, etcétera, empezaron, a la zaga de los franceses, a leer a Borges. Así empezó la historia que culmina, ahora, en la trompetería y los fastos del centenario.
Aquel Borges que, en aquella visita a París, se resignó a conceder una entrevista (una de mil) al oscuro periodista de la Radiotelevisión francesa que era este escriba, no era aún ese Borges público, esa Persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convertiría, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era, todavía, un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre, que no acababa de entender la creciente curiosidad y admiración que despertaba, sinceramente abrumado por el chaparrón de premios, elogios, estudios, homenajes que le caían encima, incómodo con la proliferación de discípulos e imitadores que encontraba por donde iba. Es difícil saber si llegó a acostumbrarse a ese papel. Tal vez, sí, a juzgar por el desfile vertiginoso de fotos de la Exposición de Beaux Arts en las que se lo ve recibiendo medallas y doctorados, y subiendo a todos los estrados a dar charlas y recitales.
Pero las apariencias son engañosas. Ese Borges de las fotos no era él, sino, como el Shakespeare de su ensayo, una ilusión, un simulador, alguien que iba por el mundo representando a Borges y diciendo las cosas que se esperaba que Borges dijera sobre los laberintos, los tigres, los compadritos, los cuchillos, la rosa del futuro de Wells, el marinero ciego de Stevenson y las Mil y una noches. La primera vez que hablé con él, en aquella entrevista de 1960 o 1961 (recuerdo su respuesta a una de mis preguntas: "¿Qué es para usted la política, Borges?": "Una de las formas del tedio"), estoy seguro de que, por lo menos en algún momento, de verdad hablé, conecté con él. Nunca más volví a tener esa sensación, en los años siguientes. Lo vi muchas veces, en Londres, Buenos Aires, Nueva York, Lima, y volví a entrevistarlo, y hasta lo tuve en mi casa varias horas la última vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones sentí que hablábamos. Ya sólo tenía oyentes, no interlocutores, y acaso un solo mismo oyente —que cambiaba de cara, nombre y lugar— ante el cual iba deshilvanando un curioso, interminable monólogo, detrás del cual se había recluido o enterrado para huir de los demás y hasta de la realidad, como uno de sus personajes. Era el hombre más agasajado del mundo y daba una tremenda impresión de soledad.
¿Lo hicieron más feliz, o menos infeliz, los franceses volviéndole famoso? No hay manera de saberlo, desde luego. Pero todo indica que, contrariamente a lo que podían sugerir los desplantes de su Persona pública, carecía de vanidades terrenales, tenía dudas genuinas sobre la perennidad de su propia obra, y era demasiado lúcido para sentirse colmado con reconocimientos oficiales. Probablemente sólo gozó leyendo, pensando y escribiendo; lo demás, fue secundario, y se prestó a ello, gracias a la buena crianza recibida, guardando muy bien las formas, aunque sin mucha convicción. Por eso, aquella famosa frase que escribió (fue, entre otras cosas, el mejor escritor de frases de su tiempo) —"Muchas cosas he leído y pocas he vivido"— lo retrata de cuerpo entero.
Es seguro que, pese a haber pasado los últimos veinte años de su vida en olor de multitudes, nunca llegó a tener conciencia cabal de la enorme influencia de su obra en la literatura de su tiempo, y menos de la revolución que su manera de escribir significó en la lengua castellana. El estilo de Borges es inteligente y límpido, de una concisión matemática, de audaces adjetivos e insólitas ideas, en el que, como no sobra ni falta nada, rozamos a cada paso ese inquietante misterio que es la perfección. En contra de algunas afirmaciones suyas pesimistas sobre una supuesta incapacidad del español para la precisión y el matiz, el estilo que fraguó demuestra que la lengua española puede ser tan exacta y delicada como la francesa, tan flexible e innovadora como el inglés. El estilo borgeano es uno de los milagros estéticos del siglo que termina, un estilo que desinfló la lengua española de la elefantiasis retórica, del énfasis y la reiteración que la asfixiaban, que la depuró hasta casi la anorexia y obligó a ser luminosamente inteligente. (Para encontrar otro prosista tan inteligente como él hay que retroceder hasta Quevedo, escritor que Borges amó y del que hizo una preciosa antología comentada).
Ahora bien, en la prosa de Borges, por exceso de razón y de ideas, de contención intelectual, hay también, como en la de Quevedo, algo inhumano. Es una prosa que le sirvió maravillosamente para escribir sus fulgurantes relatos fantásticos, la orfebrería de sus ensayos que trasmutaban en literatura toda la existencia, y sus razonados poemas. Pero con esa prosa hubiera sido tan imposible escribir novelas como con la de T.S. Eliot, otro extraordinario estilista al que el exceso de inteligencia también recortó la aprehensión de la vida. Porque la novela es el territorio de la experiencia humana totalizada, de la vida integral, de la imperfección. En ella se mezclan el intelecto y las pasiones, el conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y poliédrica que las ideas, por sí solas, no bastan para expresar. Por eso, los grandes novelistas no son nunca prosistas perfectos. Esa es la razón, sin duda, de la antipatía pertinaz que mereció a Borges el género novelesco, al que definió, en otra de sus célebres frases, como "Desvarío laborioso y empobrecedor".
El juego y el humor rondaron siempre sus textos y sus declaraciones y causaron incontables malentendidos. Quien carece de sentido del humor no entiende a Borges. Había sido en su juventud un esteta provocador, y aunque, luego, se retractó de la "equivocación ultraísta" de sus años mozos, nunca dejó de llevar consigo, escondido, al insolente vanguardista que se divertía soltando impertinencias. Me extraña que entre los infinitos libros que han salido sobre él no haya aparecido aún el que reúna una buena colección de las que dijo. Como llamar a Lorca "un andaluz profesional", hablar del "polvoroso Machado", trastocar el título de una novela de Mallea ("Todo lector perecerá") y homenajear a Sábato diciendo que "su obra puede ser puesta en manos de cualquiera sin ningún peligro". Durante la guerra de las Malvinas dijo otra, más arriesgada y no menos divertida: "Esta es la disputa de dos calvos por un peine". Son chispazos de humor que se agradecen, que revelan que en el interior de ese ser "podrido de literatura" había picardía, malicia, vida.
En Artículos y ensayos
Imagen: Borges, Vargas Llosa y Jurado
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