15/4/15

Jorge Luis Borges: El asesino desinteresado Bill Harrigan





La imagen de las tierras de Arizona, antes que ninguna otra imagen: la imagen de las tierras de Arizona y de Nuevo Méjico, tierras con un ilustre fundamento de oro y plata, tierras vertiginosas y aéreas, tierras de la meseta monumental y de los delicados colores, tierras con blanco resplandor de esqueleto pelado por los pájaros. En esas tierras otra imagen, la de Billy the Kid: el jinete clavado sobre el caballo, el joven de los duros pistoletazos que aturden el desierto, el emisor de balas invisibles que matan a distancia, como una magia.
El desierto veteado de metales, árido y reluciente. El casi niño que al morir a los veintiún años debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —"sin contar mejicanos".



El estado larval

Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York. Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crió entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo de ser blanco; también era esmirriado, chúcaro, soez. A los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior, y se restituían después a la otra basura. Los comandaba un negro encanecido, Gas Houser Jonas, también famoso como envenenador de caballos.
A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del agua, una mujer volcaba sobre la cabeza de un transeúnte un balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba. En seguida los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por la boca de un sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de aprendizaje de Billy Harrigan, el futuro Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos y letras de su destino) a los melodramas de cowboys.



Go West!

Si los populosos teatros del Bowery (cuyos concurrentes vociferaban "¡Alcen el trapo!» a la menor impuntualidad del telón) abundaban en esos melodramas de jinete y balazo, la facilísima razón es que América sufría entonces la atracción del Oeste. Detrás de los ponientes estaba el oro de Nevada y de California. Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar. El Oeste llamaba. Un continuo rumor acompasado pobló esos años: el de millares de hombres americanos ocupando el Oeste. En esa progresión, hacia 1872, estaba el siempre aculebrado Bill Harrigan, huyendo de una celda rectangular.


Demolición de un mejicano

La Historia (que, a semejanza de cierto director cinematográfico, procede por imágenes discontinuas) propone ahora la de una arriesgada taberna, que está en el todopoderoso desierto igual que en alta mar. El tiempo, una destemplada noche del año 1873; el preciso lugar, el Llano Estacado (New Mexico). La tierra es casi sobrenaturalmente lisa, pero el cielo de nubes a desnivel, con desgarrones de tormenta y de luna, está lleno de pozos que se agrietan y de montañas. En la tierra hay el cráneo de una vaca, ladridos y ojos de coyote en la sombra, finos caballos y la luz alargada de la taberna. Adentro, acodados en el único mostrador, hombres cansados y fornidos beben un alcohol pendenciero y hacen ostentación de grandes monedas de plata, con una serpiente y un águila. Un borracho canta impasiblemente. Hay quienes hablan un idioma con muchas eses, que ha de ser español, puesto que quienes lo hablan son despreciados. Bill Harrigan, rojiza rata de conventillo, es de los bebedores. Ha concluido un par de aguardientes y piensa pedir otro más, acaso porque no le queda un centavo. Lo anonadan los hombres de aquel desierto. Los ve tremendos, tempestuosos, felices, odiosamente sabios en el manejo de hacienda cimarrona y de altos caballos. De golpe hay un silencio total, sólo ignorado por la desatinada voz del borracho. Ha entrado un mejicano más que fornido, con cara de india vieja. Abunda en un desaforado sombrero y en dos pistolas laterales. En duro inglés desea las buenas noches a todos los gringos hijos de perra que están bebiendo. Nadie recoge el desafío. Bill pregunta quién es, y le susurran temerosamente que el Dago —el Diego— es Belisario Villagrán, de Chihuahua. Una detonación retumba en seguida. Parapetado por aquel cordón de hombres altos, Bill ha disparado sobre el intruso. La copa cae del puño de Villagrán; después, el hombre entero. El hombre no precisa otra bala. Sin dignarse mirar al muerto lujoso, Bill reanuda la plática. "¿De veras?", dice*. "Pues yo soy Bill Harrigan, de New York." El borracho sigue cantando, insignificante.
Ya se adivina la apoteosis. Bill concede apretones de manos y acepta adulaciones, hurras y whiskies. Alguien observa que no hay marcas en su revólver y le propone grabar una para significar la muerte de Villagrán. Billy the Kid se queda con la navaja de ese alguien, pero dice "que no vale la pena anotar mejicanos". Ello, acaso, no basta. Bill, esa noche, tiende su frazada junto al cadáver y duerme hasta la aurora —ostentosamente.


Muertes porque sí

De esa feliz detonación (a los catorce años de edad) nació Billy the Kid el Héroe y murió el furtivo Bill Harrigan. El muchachuelo de la cloaca y del cascotazo ascendió a hombre de frontera. Se hizo jinete; aprendió a estribar derecho sobre el caballo a la manera de Wyoming o Texas, no con el cuerpo echado hacia atrás, a la manera de Oregón y de California. Nunca se pareció del todo a su leyenda, pero se fue acercando. Algo del compadrito de Nueva York perduró en el cowboy; puso en los mejicanos el odio que antes le inspiraban los negros, pero las últimas palabras que dijo fueron (malas) palabras en español. Aprendió el arte vagabundo de los troperos. Aprendió el otro, más difícil, de mandar hombres; ambos lo ayudaron a ser un buen ladrón de hacienda. A veces, las guitarras y los burdeles de Méjico lo arrastraban.
Con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches. Al fin, asqueado, pagaba la cuenta a balazos. Mientras el dedo del gatillo no le falló fue el hombre más temido (y quizá más nadie y más solo) de esa frontera. Garrett, su amigo, el sheriff que después lo mató, le dijo una vez: "Yo he ejercitado mucho la puntería matando búfalos". "Yo la he ejercitado más, matando hombres", replicó suavemente. Los pormenores son irrecuperables, pero sabemos que debió hasta veintiuna muertes —"sin contar mejicanos". Durante siete arriesgadísimos años practicó ese lujo: el coraje.
La noche del 25 de julio de 1880, Billy the Kid atravesó al galope de su overo la calle principal, o única, de Fort Sumner. El calor apretaba y no habían encendido las lámparas; el comisario Garrett, sentado en un sillón de hamaca en un corredor, sacó el revólver y le descerrajó un balazo en el vientre. El overo siguió; el jinete se desplomó en la calle de tierra. Garrett le encajó un segundo balazo. El pueblo (sabedor de que el herido era Billy the Kid) trancó bien las ventanas. La agonía fue larga y blasfematoria. Ya con el sol bien alto, se fueron acercando y lo desarmaron; el hombre estaba muerto. Le notaron ese aire de cachivache que tienen los difuntos.
Lo afeitaron, lo envainaron en ropa hecha y lo exhibieron al espanto y las burlas en la vidriera del mejor almacén.
Hombres a caballo o en tílbury acudieron de leguas a la redonda. El tercer día lo tuvieron que maquillar. El cuarto día lo enterraron con júbilo.



*Is that so?, he drawled
En Historia universal de la infamia (1935)
Foto daguerrotipo: Billy the Kid taken in 1879 or 1880 
in Fort Sumner, New Mexico
Fuente: Old West Show and Auction / Associated Press   



14/4/15

Jorge Luis Borges: Sentirse en muerte





Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y estática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya predicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.
Lo rememoro así. La tarde que prefiguró a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de la que después recorrí, ya me desfamiliarizó esa jornada. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata: procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras intimaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —más altos que las líneas estiradas de las paredes— parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.
Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace veinte años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil novecientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.
La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir francamente esa identidad, es una delusión: la indisolubilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desordenarlo.
Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales —los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho desgano— son más impersonales aún. Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara.




Borges, El Idioma de los argentinos
Buenos Aires, Gleizer, 1928
Intervenido por Xul Solar. Colección Museo Xul Solar



Borges, El Idioma de los argentinos
Buenos Aires, Gleizer, 1928
Intervenido por Xul Solar. Colección Museo Xul Solar



En  El idioma de los argentinos (1928)



13/4/15

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Afinidad con Sarmiento ("En diálogo", I, 115)







Osvaldo Ferrari: Una figura, de la cual usted se ha ocupado muchas veces, Borges, es la de Sarmiento.

Jorge Luis Borges: Sí, yo he escrito sobre Sarmiento, he prologado una edición de Recuerdos de Provincia, y me he referido muchas veces a él. Yo creo que Sarmiento y Almafuerte son los dos hombres de genio que ha dado este país. En cuanto a Sarmiento, puedo hablar —no sé si con imparcialidad, más bien con entusiasmo—, pero puedo hablar porque no hay ninguna vinculación política entre mi familia y él; al contrario, mi abuelo, el coronel Borges, bueno, se hizo matar después de la capitulación de Mitre, que fue derrotado por Arias en la batalla de La Verde —o en la batallita de La Verde sería—, pero, en fin, en las batallitas o en las pequeñas guerras se muere como en las batallas y en las grandes guerras. La batalla de La Verde fue en 1874, y había una superioridad numérica de parte de los revolucionarios, de parte de los "mitristas". Pero había una ventaja —una superioridad técnica de parte de los otros— porque, por primera vez en este país, se usaron los rifles Remington, que habían sido importados de los Estados Unidos, donde, sin duda, habrían servido en la Guerra de Secesión. En cambio, los revolucionarios eran muchos más; parece que habían recorrido la provincia de Buenos Aires juntando gente. Esa gente eran los peones de las estancias; los estancieros pensaban que no tenían por qué arriesgarse, ¿no? Pero mandaron a sus peones, como ocurrió en la revolución de Aparicio Saravia, en que los estancieros mandaron a sus peones. Por ejemplo, mi tío, Francisco Haedo, creo que mandó a muchos.

—Cuando usted habla de Whitman, Borges, cuando usted compara a Whitman con Adán, yo tiendo a recordar a Sarmiento en este país que, en muchos campos, también se ha comportado como Adán.

—Es cierto, yo no había pensado en eso, pero es verdad. Ahora, claro que Whitman se compara con Adán; hay un poema de él en que se compara con Adán temprano por la mañana, lo que da una linda imagen —no sé si para Whitman que escribió el libro, pero sí para el Walt Whitman que tiene algo de adánico, o adámico, como dice él.

—Whitman sería un Adán en lo literario, un Adán de la palabra. Y Sarmiento, sí, también de la palabra, pero además de los hechos, de los hechos concretos: de la vida política, de la vida democrática. Usted me decía que hasta los eucaliptus, y hasta ciertos pájaros fueron traídos al país por él.

—Los gorriones y los eucaliptus, que ya son parte del paisaje argentino, y fueron traídos de Australia, de donde son originarios. Tengo un recuerdo sobre los eucaliptus: hubo una epidemia de gripe española después de la Primera Guerra; entonces había grandes calderas en que quemaban hojas de eucaliptus —se suponía que era curativo—, eso fue en Ginebra, y yo olí el eucaliptus, que hacía tanto tiempo no olía, y pensé: "Caramba, estoy en el hotel Las Delicias en Adrogué, o en la quinta nuestra La Rosalinda". Me sentí otra vez en Adrogué, por obra del olor de esos eucaliptus, que se suponían curativos, en el año 1918, en Ginebra.

—Vuelvo a Sarmiento, para recordar el hecho de que él identificaba su propia vida con la vida del país. Es decir, como si se tratara de un crecimiento al unísono, como si crecieran juntos, en aquel momento.

—Es cierto, y la nostalgia de todo eso encuentra su expresión en el Facundo. Yo creo que lo que se ha escrito contra el Facundo de Sarmiento es falso. Porque para nosotros, Facundo es menos el hombre histórico Facundo Quiroga —a quien Rosas hizo asesinar en Barranca Yaco, según nadie ignora—, que el Facundo de la imaginación de Sarmiento; el Facundo soñado por Sarmiento. De modo que no importa que se encuentren datos contrarios a ese sueño, ya que ese sueño es el que perdura. Y si recordamos a Facundo —es que realmente tuvo mucha suerte Facundo Quiroga, porque le tocó ser asesinado de un modo dramático: en una galera, por la partida comandada por influencia del libro.

—En ese sentido, Sarmiento dice que Facundo fue lo que fue, no por accidente de su carácter, sino por antecedentes inevitables y ajenos a su voluntad.

—Y eso puede decirse de todos los hombres, claro, sobre todo si son fatalistas.

—Usted lo ha dicho respecto de Oscar Wilde.

—Sí, como yo no creo en el libre albedrío, pienso que podría decirse eso de todos los hombres del mundo, y de toda la historia universal.

—Sin embargo, Sarmiento agregaba que Facundo era un espejo en el que se reflejaban algunos movimientos sociales de la época.

—Bueno, él lo ve a Facundo como a un precursor de Rosas.

—Claro.

—Que lo hizo asesinar, pero eso no importa. Yo había empezado a decirle que, por lo que yo sepa, mis mayores no fueron partidarios de Sarmiento, sino sus enemigos, ¿no?, y una prueba de ello es que mi abuelo muere en esa revolución mitrista, muere en La Verde. Yo estuve en el campo de batalla de La Verde, y hay un error que yo quisiera aprovechar esta ocasión para corregir; hay una placa con una inscripción en el lugar, en la inscripción se lee que ahí las fuerzas revolucionarias comandadas por el coronel Borges, que cayó en la acción, fueron derrotadas por el coronel o el general Arias. Pero no, no es así, además es absurdo, porque si Mitre comandaba la acción, no iba a delegar el mando de las fuerzas en uno de sus coroneles. Ahí estaba también el coronel Machado, Benito Machado; estaba mi abuelo, el coronel Francisco Borges, había dos coroneles más. Pero, para no decir que Mitre fue derrotado, porque eso sería mal visto por el diario La Nación, por ejemplo, se dice que las fuerzas estaban comandadas por mi abuelo, lo cual es evidentemente falso, y que él cayó en la acción. No, él se hizo matar después, después de la acción; y él no pudo comandar las fuerzas, ya que un general que comanda una revolución, no va a delegar el mando de esas fuerzas en un coronel, por razones jerárquicas, además. De modo que ahí, en esa placa, lo hacen a mi abuelo comandar la batalla, y lo hacen también ser derrotado. Bueno, él fue derrotado como todos los que formaban parte de esas fuerzas revolucionarias, pero no fue él quien fue derrotado, fue Mitre, pero como no conviene decir que Mitre fue derrotado, ahí hacen que mi abuelo comande la acción y sea el derrotado. Es todo falso.

—Creo que esta vez, Borges, queda del todo aclarada esta situación histórica.

—Sí.

—Se sostiene, Borges, que la pluma, en el tiempo, que sería equivalente a la de Sarmiento, es la suya.

—Bueno, eso es absurdo (ríen ambos). Lo que se puede decir es que la pluma, en este caso, es más que la espada; ya que es más importante lo que escribió Sarmiento que el hecho, bueno, de las acciones militares de él, ¿no?

—Pero lo curioso es que, en su época, un gran escritor podía llegar a ser presidente de la República, ¿no es cierto?

—Sí, y creo que el genio de Sarmiento no fue retaceado por nadie; salvo por Groussac: ahora parece que Sarmiento —según un epígrafe del artículo de Groussac sobre él— le entregaba sus cuartillas a Groussac para que las limara, desde el punto de vista literario. Pero, cuando muere Sarmiento, Groussac publica un artículo en el cual empieza diciendo: "Sarmiento es la mitad de un genio"; lo cual —como me dijo Alberto Gerchunoff una vez— no quiere decir absolutamente nada. Porque, ¿qué es eso de ser la mitad de un genio?; ¿acaso el genio puede ser subdividido?; ¿acaso significa algo decir: "la mitad de" refiriéndose a algo mental?, ya que "la mitad de" parece referirse a algo cuantitativo y no cualitativo. Entonces "la mitad de un genio" no quiere decir nada, como me dijo Gerchunoff una vez. Gerchunoff, que fue quizá el único amigo de Lugones.

—Pero hay otro aspecto que me parece importante que mencionemos, Borges, en Sarmiento. Y es la manera en que él resuelve esa permanente dicotomía, ese encuentro y desencuentro entre...

—Civilización y barbarie...

—No, entre...

—Sí, pero ahora es más complicado, porque antes la barbarie correspondía a la campaña; la civilización —como etimológicamente puede decirse— a la ciudad. En cambio, ahora parece que no; parece que ahora tenemos una barbarie que corresponde a la ciudad también, que ha creado lo industrial, desde luego.

—Yo me refería a la dicotomía europeísmo-americanismo, porque Sarmiento la resuelve con espíritu universal. Y eso marca, en nuestra cultura, una línea universalista, digamos.

—Y yo lo resolvería así también.

—Claro, por eso digo, fue dignamente continuado.

—Porque en su tiempo, se suponía que la barbarie era lo rústico. Pero ahora, lo industrial ha creado un tipo de barbarie ciudadana también, ya que las fábricas parecen corresponder más a la ciudad que al campo.

—Pero eso aquí y en todo el mundo.

—Aquí y en todo el mundo, sí.

—¿La barbarie tecnocrática?

—Sí, desde luego, ahora, desgraciadamente, seguimos padeciéndola. Por lo menos en la calle Maipú, ¿no? (ríe), que no es ciertamente rústica. Aunque mi madre la recordaba sin empedrar. Bueno, claro que todas las ciudades han empezado siendo campo. Recuerdo aquella broma de alguien que preguntó: ¿por qué no edifican las ciudades en el campo? y, precisamente es donde se edifican, ya que una ciudad no empieza siendo una ciudad sino un baldío, o siendo el campo directamente.

—Bueno, pero también se sigue cultivando entre nosotros esa universalidad, que estaba en Sarmiento, y usted sabe que sigue estando en el espíritu argentino.

—Yo creo que sí, y espero que esté en el mío también, aunque yo sea una parte ínfima de ese espíritu.

—Yo me permito confirmárselo.

—Bueno, muchísimas gracias.



En diálogo, I, 115
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Imagen: Busto de DFS por Vittoria, 1934
Escuela Modelo De Catedral al Norte (Bs.As.) por él fundada en 1860
Foto Patricia Damiano Vía




12/4/15

Jorge Luis Borges: Dos poemas dedicados a Francisco López Merino*









Ha soñado el espejo en que Francisco López Merino 
y su imagen se vieron por última vez
(Fragmento de Alguien sueña
en J. L. Borges, Los conjurados)



A Francisco López Merino

Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte,
si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
es inútil que palabras rechazadas te soliciten,
predestinadas a imposibilidad y a derrota.

Sólo me queda entonces
decir el deshonor de las rosas que no supieron demorarte,
el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.

¿Qué sabrá oponer nuestra voz
a lo confirmado por la disolución, la lágrima, el mármol?
Pero hay ternuras que por ninguna muerte son menos:
las íntimas, indescifrables noticias que nos cuenta la música,
la patria que condesciende a higuera y aljibe,
la gravitación del amor, que nos justifica.

Pienso en ellas y pienso también, amigo escondido,
que tal vez a imagen de la predilección, obramos la muerte,
que la supiste de campanas, niña y graciosa,
hermana de tu aplicada letra de colegial,
y que hubieras querido distraerte en ella como en un sueño.

Si esto es verdad y si cuando el tiempo nos deja,
nos queda un sedimento de eternidad, un gusto del mundo,
entonces es ligera tu muerte,
como los versos en que siempre estás esperándonos,
entonces no profanarán tu tiniebla
estas amistades que invocan.



Mayo, 20, 1928

Ahora es invulnerable como los dioses.
Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.
Camina lentamente bajo los tilos; mira las balaustradas y las puertas, no para recordarlas.
Ya sabe cuántas noches y cuántas mañanas le faltan.
Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos, cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir sea tan irrevocable como el pasado.
Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra cosa que el término final de una serie.
Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará tal o cual zaguán lateral.
Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.
Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.
Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.
Ahora es invulnerable como los muertos.
En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la memoria de otros.)
Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. El espejo lo aguarda.
Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el del cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá apoyado el arma contra la sien.
Así, lo creo, sucedieron las cosas.



* Francisco López Merino, poeta platense, amigo de Jorge Luis Borges 
Se suicidó, a los 23 años, el 22 de mayo de 1928 [Nota de Florencia Giani]

A Francisco López Merino se publicó en La Vida Literaria, Buenos Aires, Año I, n° 3, 1928
Luego en Cuaderno San Martín (1929), con variantes 


Mayo, 20, 1928:  Sur 316-317 (Enero-Abril 1969), pp. 1-2

Luego en Elogio de la sombra (1969)

Foto: Jorge Luis Borges y Francisco López Merino 

en el zoológico de Buenos Aires, 13 de agosto de 1926 
en cartulina firmada por ambos - Vía




11/4/15

Jorge Luis Borges: A cierta isla







¿Cómo invocarte, delicada Inglaterra?
Es evidente que no debo ensayar
la pompa y el estrépito de la oda,
ajena a tu pudor.
No hablaré de tus mares, que son el Mar,
ni del imperio que te impuso, isla íntima,
el desafío de los otros.
Mencionaré en voz baja unos símbolos:
Alicia, que fue un sueño del Rey Rojo,
que fue un sueño de Carroll, hoy un sueño,
el sabor del té y de los dulces,
un laberinto en el jardín,
un reloj de sol,
un hombre que extraña (y que a nadie dice que extraña)
el Oriente y las soledades glaciales
que Coleridge no vio
y que cifró en palabras precisas,
el ruido de la lluvia, que no cambia,
la nieve en la mejilla,
la sombra de la estatua de Samuel Johnson,
el eco de un laúd que perdura
aunque ya nadie pueda oírlo,
el cristal de un espejo que ha reflejado
la mirada ciega de Milton,
la constante vigilia de una brújula,
el Libro de los Mártires,
la crónica de oscuras generaciones
en las últimas páginas de una Biblia,
el polvo bajo el mármol,
el sigilo del alba.
Aquí estamos los dos, isla secreta.
Nadie nos oye.
Entre los dos crepúsculos
compartiremos en silencio cosas queridas.



En La cifra (1981)
Foto: Captura cortometraje Borges 75
Dirección G. Zorroaquín y Docampo Feijoó


10/4/15

Jorge Luis Borges: Laprida 1214






Por esa escalera he subido un número hoy secreto de veces; arriba me esperaba Xul-Solar. En ese hombre sonriente, de pómulos marcados y alto se conjugaban sangre prusiana, sangre eslava y sangre escandinava (su padre, Shulz, era del Báltico) y también sangre lombarda y sangre latina; su madre era del norte de Italia. Más importante es otra conjunción: la de muchos idiomas y religiones y, al parecer, de todas las estrellas, ya que era astrólogo. La gente, máxime en Buenos Aires, vive aceptando lo que se llama la realidad; Xul vivía reformando y recreando todas las cosas. Había urdido dos idiomas; uno, el creol, era el castellano aligerado de torpezas y enriquecido de inesperados neologismos. La palabra juguete le sugería un jugo malsano; prefería decir, por ejemplo, se toybesan, se toyquieran; asimismo decía: sansiéntese o, a una estupefacta señora argentina: le recomiendo el Tao, agregando: ¿cómo? ¿no coñezca el Tao Te Ching? El otro idioma era la panlengua, basada en la astrología. Había inventado también el panjuego, una suerte de complejo ajedrez duodecimal que se desenvolvía en un tablero de ciento cuarenta y cuatro casillas. Cada vez que me lo explicaba, sentía que era demasiado elemental y lo enriquecía de nuevas ramificaciones, de suerte que nunca lo aprendí. Solíamos leer juntos a William Blake, en especial los Libros Proféticos, cuya mitología él me explicaba y con la que no estaba siempre de acuerdo. Admiraba a Turner y a Paul Klee y tenía, en mil novecientos veintitantos, la osadía de no admirar a Picasso. Sospecho que sentía menos la poesía que el lenguaje, y que para él lo esencial era la pintura y la música. Fabricó un piano semicircular. Ni el dinero ni el éxito le importaban; vivía, como Blake o como Swedenborg, en el mundo de los espíritus. Profesaba el politeísmo; un solo Dios le parecía muy poco. En el Vaticano admiraba una sólida institución romana con sucursales en casi todas las ciudades del atlas. No he conocido una biblioteca más versátil y más deleitable que la suya. Me dio a conocer la Historia de la Filosofía de Deussen, que no empieza, como las otras, por Grecia sino por la India y la China y que consagra un capítulo a Gilgamesh. Murió en una de las islas del Tigre.
Le dijo a su mujer que mientras ella le tuviera la mano, él no se moriría. 
Al cabo de una noche, ella tuvo que dejarlo un instante, y, cuando volvió, Xul se había muerto.
Todo hombre memorable corre el albur de ser amonedado en anécdotas; yo ayudo ahora a que ese inevitable destino se cumpla.








En Atlas (1984)

Foto arriba: Kodama y Borges en el Museo Xul Solar (detalle)

Finca de Laprida 1214, Buenos Aires, 1984, ©Amanda Ortega

Al pie: Entrada al Museo Xul Solar, hoy, y frente del Museo (Laprida 1212 y 1214)

Fotos: Florencia Giani, abril 2015



9/4/15

Jorge Luis Borges: Yesterdays







De estirpe de pastores protestantes
y de soldados sudamericanos
que opusieron al godo y a las lanzas
del desierto su polvo incalculable,
soy y no soy. Mi verdadera estirpe
es la voz, que aún escucho, de mi padre,
conmemorando música de Swinburne,
y los grandes volúmenes que he hojeado,
hojeado y no leído, y que me bastan.
Soy lo que me contaron los filósofos.
El azar o el destino, esos dos nombres
de una secreta cosa que ignoramos,
me prodigaron patrias: Buenos Aires,
Nara, donde pasé una sola noche,
Ginebra, las dos Córdobas, Islandia...
Soy el cóncavo sueño solitario
en que me pierdo o trato de perderme,
la servidumbre de los dos crepúsculos,
las antiguas mañanas, la primera
vez que vi el mar o una ignorante luna,
sin su Virgilio y sin su Galileo.
Soy cada instante de mi largo tiempo,
cada noche de insomnio escrupuloso,
cada separación y cada víspera.
Soy la errónea memoria de un grabado
que hay en la habitación y que mis ojos,
hoy apagados, vieron claramente:
el Jinete, la Muerte y el Demonio.
Soy aquel otro que miró el desierto
y que en su eternidad sigue mirándolo.
Soy un espejo, un eco. El epitafio.



En La cifra (1981)
Foto original color: 
Borges entrevistado en su casa, 1984 Carlos Goldin


8/4/15

Jorge Luis Borges: Postal con busto de Sarmiento, escrita a Leonor Acevedo desde Resistencia







Dearest Mother: De Resistencia, que no es una gran ciudad (y quizá, agregaría Paul Groussac, el epíteto huelga), te dará una idea suficientemente monótona y desarreglada la imagen del reverso. El hotel es una versión territorial del hotel provinciano de Santiago. La gente es muy simpática; anoche comí con una hija de Gerchunoff y con su marido. Ayer hablé (entiendo que bien) sobre los poetas gauchescos: "Vaya un cielito rabioso", etc.; hoy sobre Almafuerte; mañana sobre Banchs y Lugones. Afectos y un abrazo. 
¿Qué tal Folio on Mary White, o lo que sea? 
Georgie 

Los días son calurosos; las noches (a juzgar por la única que he pasado) son más bien frías.




En Nicolás Helft, Borges. Postales de una biografía
Buenos Aires, Emecé, 2013 
Vía La Nación



7/4/15

Jorge Luis Borges: Epílogo







Ya cumplida la cifra de los pasos
que te fue dado andar sobre la tierra,
digo que has muerto. Yo también he muerto.
Yo, que recuerdo la precisa noche
del ignorado adiós, hoy me pregunto:
¿Qué habrá sido de aquellos dos muchachos
que hacia mil novecientos veintitantos
buscaban con ingenua fe platónica
por las largas aceras de la noche
del Sur o en la guitarra de Paredes
o en fábulas de esquina y de cuchillo
o en el alba, que no ha tocado nadie,
la secreta ciudad de Buenos Aires?
Hermano en los metales de Quevedo
y en el amor del numeroso hexámetro,
descubridor (todos entonces lo éramos)
de ese antiguo instrumento, la metáfora,
Francisco Luis, del estudioso libro,
ojalá compartieras esta vana
tarde conmigo, inexplicablemente,
y me ayudaras a limar el verso.
´



En La cifra (1981)
Foto Andrea Knight: Borges: escultura (resina) de Alfredo Sabat, 2011


6/4/15

Jorge Luis Borges: Prólogo [La moneda de hierro]







Bien cumplidos los setenta años que aconseja el Espíritu, un escritor, por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas. La primera, sus límites. Sabe con razonable esperanza lo que puede intentar y —lo cual sin duda es más importante— lo que le está vedado. Esta comprobación, tal vez melancólica, se aplica a las generaciones y al hombre. Creo que nuestro tiempo es incapaz de la oda pindárica o de la penosa novela histórica o de los alegatos en verso; creo, acaso con análoga ingenuidad, que no hemos acabado de explorar las posibilidades indefinidas del proteico soneto o de las estrofas libres de Whitman. Creo, asimismo, que la estética abstracta es una vanidosa ilusión o un agradable tema para las largas noches del cenáculo o una fuente de estímulos y de trabas. Si fuera una, el arte sería uno. Ciertamente no lo es; gozamos con una pareja fruición de Hugo y de Virgilio, de Robert Browning y de Swinburne, de los escandinavos y de los persas. La música de hierro del sajón no nos place menos que las delicadezas morosas del simbolismo. Cada sujeto, por ocasional o tenue que sea, nos impone una estética peculiar. Cada palabra, aunque esté cargada de siglos, inicia una página en blanco y compromete el porvenir.
En cuanto a mí... Sé que este libro misceláneo que el azar fue dejándome a lo largo de 1976, en el yermo universitario de East Lansing y en mi recobrado país, no valdrá mucho más ni mucho menos que los anteriores volúmenes. Este módico vaticinio, que nada nos cuesta admitir, me depara una suerte de impunidad. Puedo consentirme algunos caprichos, ya que no me juzgarán por el texto sino por la imagen indefinida pero suficientemente precisa que se tiene de mí. Puedo transcribir las vagas palabras que oí en un sueño y denominarlas Ein Traum. Puedo reescribir y acaso malear un soneto sobre Spinoza. Puedo tratar de aligerar, mudando el acento prosódico, el endecasílabo castellano. Puedo, en fin, entregarme al culto de los mayores y a ese otro culto que ilumina mi ocaso: la germanística de Inglaterra y de Islandia.
No en vano fui engendrado en 1899. Mis hábitos regresan a aquel siglo y al anterior y he procurado no olvidar mis remotas y ya desdibujadas humanidades. El prólogo tolera la confidencia: he sido un vacilante conversador y un buen auditor. No olvidaré los diálogos de mi padre, de Macedonio Fernández, de Alfonso Reyes y de Rafael Cansinos-Assens. Me sé del todo indigno de opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese curioso abuso de la estadística.

J. L. B.
Buenos Aires, 27 de julio de 1976




La moneda de hierro (1976)
Foto original color: Diego Goldberg/Sygma/Corbis 1976


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