24/6/16

Francisco Álvez Francese: Apuntes sobre Borges






Borges en su red De los autores americanos del siglo XX, probablemente sea Borges el más citado, el más nombrado y, ojalá, el más leído. Su nombre se asocia con complejidad, con erudición, con laberintos, tigres y duelos a cuchillo; también con una ceguera mítica, con la timidez en la palabra, con cierto pensamiento pretendidamente conservador. Algunos, los más despistados, lo asociarán con unos pobrísimos poemas que se le atribuyen falsamente y que, en algún momento, llegaron a entregarse por una moneda en fotocopias en los ómnibus de Montevideo. Otros, con algunas frases o personajes que se le unen de modos extraños. Así, uno puede oír sentencias como: “odiaba el sexo, porque una vez dijo ‘los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres’”, que no tienen en cuenta que quien dijo eso no fue exactamente Borges, sino un personaje llamado Bioy que citaba (mejorando) la enciclopedia de un mundo inventado; otros citarán, por ejemplo, a Pierre Menard sin pensar que es, no la síntesis de la poética borgesiana, sino la parodia de cierta literatura y, más concretamente, como ha dicho Juan José Saer, una caricatura de Paul Valery.

Si, de cierto modo, en algunos textos preconizó la invención de Internet, también preconizó su caos acumulativo, su despersonalización, su dispersión inmensa en el vacío. Basta pensar en “La biblioteca de Babel” o “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, que William Gibson llamó “una fábula sobre la ficción pura” y que los creadores de Wikipedia citan como antecedente. Así, una serie de malentendidos lo rodean. Algunos inocentes, otros definitivamente malvados, que hacen que, para llegar a Borges —a un Borges más o menos incontaminado— haya que desarmar densas capas de interpretación (maliciosa o brillante), de prejuicios (fundados o espurios), de años y años de lectura y de exposición mediática de un hombre que, como en la escena más recordada de The Lady of Shanghai, huye en sus reflejos. Basta leer atentamente sus cuentos, por empezar por algún sitio, para asombrarse por la cantidad de referencias sexuales que hay en ellos (se puede pensar, por ejemplo, en “La noche de los dones”, “La intrusa” o en “El Aleph”, en cuyo centro hay también un incesto) y, para los que aún nieguen un Borges interesado por la política y sostengan la imagen del evadido y del torremarfilista, alcanzará la lectura del “Poema Conjetural”, de “El simulacro” o, cómo no, de “La fiesta del Monstruo”, cuento escrito junto a su amigo Adolfo Bioy Casares en clave paródica, al estilo de "El matadero" de Esteban Echeverría o “La refalosa” de Hilario Ascasubi.

Es claro, por otro lado, que con estos equívocos tiene que luchar toda obra que pretenda su permanencia en el tiempo, de todo autor que apunte, como lo hizo Borges, a superar la inmediatez que a veces es también banalidad.
(Per)versiones de un clásico

“Hombre de la esquina rosada”, uno de sus cuentos más famosos, perdura como un centro esquivo en el canon borgesiano, en tanto conjuga una variedad de problemáticas que serán centrales para cierta lectura amplia de su obra en conjunto. En la superficie tenemos un cuento realista que narra el duelo a cuchillo en la orilla bonaerense, a fines del siglo XIX, entre un hombre del Norte y otro del Sur de la provincia. Sólo que el duelo no existe, sólo que los personajes son idealizados y estereotípicos, sólo que toda la acción pasa como un sueño dirigido. Es a la vez su primer cuento y su fantasma más persistente y volver a él es volver a la génesis del Borges cuentista, del Borges obsesionado con lo que denominó “la secta del cuchillo y del coraje”. Pensar en “Hombre de la esquina rosada” es pensar en “Leyenda policial”, la primera versión del cuento, es pensar en las dos traducciones diversas que hizo Norman Thomas di Giovanni junto al autor, es pensar una manera de entender la traducción como mejoramiento del original, de ver la literatura como diálogo de textos, como reescrituras, como palimpsesto.
Para dar cierta claridad vale detenerse en un pequeño poema en prosa, o ensayo poético, que está en El oro de los tigres y que se llama “Los cuatro ciclos”. En ese texto Borges piensa las historias desde un punto de vista original, es decir, no solo en el sentido de inédito, sino porque refiere al origen, y establece cuatro líneas, cuatro Ur­historias: la del sacrificio de un dios (piénsese en Jesús), la de una busca (piénsese en el capitán Ahab), la del regreso (piénsese en Ulises) y la otra, que dejo para el final por motivos de suspenso pero que él ubica al principio por ser la más antigua, “la de una fuerte ciudad que cercan y defienden hombres valientes”. Si pensamos de un modo esquemático en “Hombre de la esquina rosada” podemos ver los elementos que lo subyacen, como a Invasión, la maravillosa película de Hugo Santiago (con guión de Borges y Bioy Casares).
Todo está en ese cuento: la ciudad fuerte (en este caso el baile de Julia), los hombres valientes (el Corralero, el Inglés). Y está también el cobarde, el que es menos que un hombre, el que se pierde porque no se resigna a su destino, el que supera el maleficio del nombre y deja por eso de existir.

El querer ser otro

Borges se desvive, en toda su obra, por expresar el deseo terrible de dilución del hombre en la masa, casi como una pulsión a mitad de camino entre lo divino y lo demoníaco. Esta fuerza conduce a los personajes como un mandamiento, y su rebeldía los expulsa del clan, de la manada social, o los mata. De un lado está Rosendo Juárez, del otro Juan Dahlmann.
En su poesía, también, ese querer ser otro toma un claro matiz teatral importado directamente de los monólogos dramáticos de Robert Browning. Así, Borges encarna la figura de sus artistas y filósofos admirados o temidos (Gracián, Whitman, Spinoza, Jonathan Edwards, Góngora) y así es cuando más sincera, más autorreferencial, más íntima se vuelve su poesía: en un gesto supremo de la timidez y de la discreción, Borges sólo es Borges cuando se llama Averroes o Virgilio.

Su obra poética, cuando es buena, es un despojamiento de la individualidad, un manifiesto contra la autoexpresión y el afán mimético, contra la poesía confesional, amanerada. Es la poesía del hombre después del hombre.
El centro secreto El deseo de aniquilación, entonces, es una de las constantes más fuertes en una obra tan proteica como la de Borges. Todo lo impregna ese subtexto, ese descreimiento en la “mitología del yo”: su odio al gesto romántico, a la novela realista, al psicoanálisis; su amor por las novelas policiales y las películas de cowboys; su descreimiento en regímenes personalistas como el nazismo, del que vio un doble en Perón; su desinterés por lo que él llamaba “estilo”. De este modo, Borges funda de las ruinas del sujeto moderno una literatura que tiende, como prácticamente ninguna otra, a la abstracción total. Un cuento idealista y perfecto que se asienta en un argumento sólido, un lenguaje muy trabajado y que, como las fábulas de Kafka, sirve como ilustración de una teoría, y a veces también como parodia. Sin embargo, esto no quita una elaboración delicada de personajes, que son a veces simples, pero no por eso menos plásticos, menos sólidos, menos imaginables.

Borges define en pocas líneas un destino, lo mínimo indispensable. A veces nos priva de un rostro para reforzar el pensamiento de que todos los hombres pueden ser un hombre. En el instante de la muerte, en “Una rosa amarilla”, Dante, Homero y Marino son uno sólo, porque los tres alcanzan a vislumbrar algo tras el velo. Así, el que se mira al espejo se pierde porque no ve nada, porque no hay nada para ver. Borges funda así una poética de la ausencia, y por eso es enaltecido por los pensadores estructuralistas y postmodernos, que no entienden (o no quieren entender) que él no es uno de ellos.

De hecho, cuando dice, por ejemplo que “Las ruinas circulares” y “El Golem” o “El desafío” y “Hombre de la esquina rosada” son un mismo texto, está desacreditándolos. Porque para él el centro no es una forma, no es una estructura, sino una fábula, el mito original. La conquista

Borges fue, ante todo, un revolucionario. Leyó de forma despreocupada, refractaria a todo esnobismo, leyó, sobre todo, por placer. Fue un hombre de principios que defendió su gusto ante “lo decente” o lo esperable y que no se rindió ante los lineamientos de la moda o la corrección. Si estaba en lo cierto o equivocado, eso es otra cosa, pero nos legó un ejemplo de pensador independiente y absoluto que no distinguía entre una cultura “alta” y una “baja”, que se emocionaba con una milonga y con Shakespeare sin olvidar qué corresponde a cada cosa, sin mezclarlas ni confundir, y sin las afectaciones sensibleras típicas de ciertos populismos.

Reducir su obra a una fría búsqueda de la perfección técnica, o a una intelectualización excesiva del mundo no sólo es injusto: es también falso. Borges no escribe difícil, escribe sobre asuntos complejos. Y lo hace de la manera más precisa y clara que ha visto nuestra lengua. Si uno recorre con cuidado las, a menudo, cuatro o cinco páginas que ocupan sus minúsculas obras de arte, no puede sino maravillarse. Leyendo durante toda su vida del inglés, Borges logró cosas que no se sabían posibles en castellano. No sólo barrió con los tics que aquejaban a una literatura esclerosada, sino que fundó una nueva forma de escribir, una nueva forma de posicionarse frente a la tradición y conquistó para nosotros la historia del universo.


Escrito con motivo de los treinta años de la muerte de Borges
Una versión de este texto fue publicada con el título "Ecos de un nombre" en la diaria el 17 de junio de 2016
Se enlazan en ésta las referencias a publicaciones anteriores del blog
Francisco Alvez Francese FB 
Imagen: Fotograma de Invasión. Dir. Hugo Santiago (1969) sobre libro de JLB



23/6/16

Jorge Luis Borges: Entrevista [Buenos Aires, junio de 1974]







Diálogo con el escritor, junto al lecho de Doña Leonor Acevedo. Borges y su madre: cuando huye el día
"No sé si estoy preparado para un desenlace amargo -confiesa el talentoso narrador-. Trato de estar a su lado todo lo posible y de mantener la calma". A los 98 años, su madre, pilar fundamental de su existencia, susurra que ya no quiere seguir viviendo.

A veces atiende el teléfono personalmente. Aunque él mismo se encarga de evitar el asedio periodístico, lo logra sólo a medias: su gusto por la plática es incontrolable. Y termina cediendo, recibiendo invisibles interlocutores de los que nunca desconfía.
Jorge Luis Borges es una confesión. No sabe de prevenciones con la prensa. Tal vez porque no le interesa el destino de sus declaraciones: jamás lee los reportajes que le hacen. Siete Días fue testigo, la semana pasada, de su último, palpitante drama familiar:
La vida de Leonor Acevedo de Borges, madre del escritor y su mayor sostén afectivo, se extingue. A los noventa y ocho años, ya no quiere abandonar el lecho. Su hijo la acompaña y la alienta. No puede dictarle —como antes — sus cuentos, sus poemas. El ciego memorable no sabe si está preparado para un desenlace inevitable y en su progresiva oscuridad hurga buscando a qué aferrarse. Sospecha que la falta de su madre podría resultar tan insoportable como el destierro.
Pese a la dolorosa circunstancia que atraviesa, Borges dialogó con Siete Días: se refirió a oníricos amores, al tango, a la literatura y, fundamentalmente, a Doña Leonor.

"Estuve enamorado muchas veces —comenzó recordando—. La primera fue de una prima mía, ya fallecida. Estuve muchos años enamorado de ella. Y un día, ya con el cabello blanco, se me ocurrió confesárselo. Me dijo que ya lo sabía, naturalmente: en aquel tiempo ella tenía más de veinte años y yo apenas contaba once o doce. Era lógico que lo supiera..."

Sus respuestas afloran mansamente, como una suerte de autoconfesión. Su departamento de la porteña calle Maipú vive la tensión de la hora. La charla se desovilló en el hall; en una pieza contigua está la anciana, rodeada de cuidados y llena de ansiedad. Borges, por su parte, deja fluir el reportaje, sin importarle el registro obstinado del grabador, interrumpido a veces por su vieja preocupación: el tiempo inexorable que, de un momento a otro, ha de llevarse a Doña Leonor. "Mi madre, tan criolla, está muy mal, es muy duro lo que sucede. Imagínese lo que significa para mí todo esto. Su decaimiento empezó hace tiempo a raíz de un accidente que tuvo. Ella se atragantó con un garbanzo. Entonces la operaron y le provocaron una lesión en la garganta. Mi madre me comenta: "Así como se dice antes de Cristo y después de Cristo, antes de la Hégira y después de la Hégira, yo puedo definir mi vida así: antes del garbanzo y después del garbanzo."

—Es obvio que aún mantiene el sentido del humor...
—Sí, todavía lo mantiene. Ella está lúcida, razón por la cual está desesperada. Lo peor es su lucidez. Sufre mucho pero tiene una paciencia tal que me asombra. Cuando cumplió noventa y siete años, me dijo: "Llegué a los 97 y se me fue la mano..." Es muy criolla para hablar. Yo soy criollo pero tengo una cuarta parte de sangre inglesa. Ella no. Soy bastante pro británico (eso es lo que dicen y es cierto), pero ambas cosas no se excluyen: soy muy argentino también. A mí me parece que sí. Alguien dijo una vez que yo no era argentino y luego tuvo que escribir una letra de tango. Creo que le puso "Mariposa nocturnal" (no figura en la base de datos de SADAIC, tal vez sea "Mariposa nocturna" sin la "ele"). Eso quiere decir que no tiene la menor idea de lo que es un tango o una milonga. Mis personajes, en cambio, son reales; algunos los he conocido, de otros he oído hablar... Pero tienen base. No sé... una de mis virtudes es la duda.

—¿Su madre no habrá jugado un papel decisivo en su formación, a la vez tan universalista y tanguero, no habrá influido en sus dudas?
—Todo lo contrario. Mi madre siempre me ha disuadido de eso.

—¿Por qué razón?
—Por razonamiento. Nada más. Por ejemplo: cuando yo le dije que iba a dedicarme a escribir la vida de Evaristo Carriego, me dijo que escribiera sobre Lugones o Almafuerte, que no hiciera tal cosa. Pero claro. Carriego era nuestro vecino de barrio. Iba todos los domingos a casa. Se lo argumenté y me dijo que todo el mundo tiene vecinos y eso no da para escribir un libro. Mi padre también me lo dijo. No podía entender mi propósito. Me recomendó escribir sobre Sarmiento y señaló que él jamás escribiría sobre Carriego. "Hacé lo que quieras", dijo. Pero yo lo escribí.

—De alguna manera, su libro sirvió para convertir en poeta mayor a Evaristo Carriego
—Tal vez yo haya influido. A veces es un misterio lo que pasa con los poetas menores: Evaristo Carriego ha permanecido tal como sigue vigente García Lorca.

El teléfono suena. Se redoblan los cuidados por la madre recluida en su lecho, contigua e invisible. Un abrir y cerrar de puertas lo sugiere. Borges, ciego y ameno, tan asombrosamente inteligente como infantil, confiado y extrañamente humilde, se distrae, su atención cambia de rumbo. La ancianidad de su madre y un desenlace inevitable están en el ambiente. El portentoso escritor es tocado en su punto más débil por ley de la vida. "Ella está muy impaciente —susurra—. Yo trato de mantener la calma. Hago lo posible por ello. Trato de estar a su lado todo lo posible y no sé si estoy preparado para aceptar un desenlace amargo, no sé. Ella está muy impaciente. Desde luego que sigo atendiendo mi cátedra en la Universidad Católica, aunque no soy católico, no soy cristiano tampoco, a pesar de que mi abuelo era muy religioso. Yo no deseo otra vida. Con ésta me bastó. A diferencia de Unamuno, que quería seguir siendo Unamuno, yo no quiero seguir siendo Borges, ya me alcanzó y me sobró con esto. He sufrido mucho, claro está. Yo creo que las únicas personas felices son las que no conocemos. En cuanto uno conoce a alguien con cierta intimidad, se da cuenta de que esa persona no es feliz."

Las causas perdidas

—Hace poco, su firma figuró entre las de otros escritores que pedían la liberación de Juan Carlos Onetti. Hay quien sostiene que esa firma influyó mucho...
—Bueno... no sé. En el caso mío creo que nadie puede tomarme por comunista. Eso tal vez haya servido de algo. Todos saben que no soy comunista ni nacionalista tampoco. Yo soy conservador, y ser conservador no quiere decir nada, es una forma de escepticismo político. Recuerdo cuando fui a afiliarme. Yo era radical por tradición y también mitrista. Eso no significaba nada. El caso es que fui a afiliarme al Partido Conservador y hablé con el jefe del Partido. Le dije: "Vengo a afiliarme, y me respondió "Usted está loco. De todas maneras vamos a perder". Y entonces armé una frase y le respondí: "A un caballero sólo le interesan las causas perdidas..."

—¿Onetti era una causa perdida?
—No, pero creo que es tan escéptico como yo. Su posición política la ignoro.

—¿Es cierto que usted, hasta hace poco, le dictaba sus cuentos a su madre?
—Sí, es cierto. Le he dictado alguno. Pero cuando lo hacía, el relato ya estaba más o menos compuesto. Ahora ya no puedo hacerlo.

—¿Se los dicta a una secretaría?
—No... no.

Abre un largo silencio, se inquieta en el sofá de época, parece molestarle la pregunta. Durante un rato permanece mustio, con su leve temblor, como envuelto en la zozobra. Se impone romper ese silencio en el instante preciso. Y pronto llega.

—Supongo, maestro, que usará un grabador...
—No, no me gusta el sonido de mi propia voz, no la entiendo. Yo tengo varias personas de buena voluntad que oyen mis relatos, que los escriben tal como los cuento. Todas ellas son mujeres, curiosamente, todas mujeres... En la Biblioteca Nacional yo tenía una secretaria excelente. Yo le dictaba. Luego dejó la Biblioteca, hecho un poco misterioso que no tiene nada de misterioso... Más tarde me convencí de que conviene dictar. El estilo se hace mucho más fluido, porque cuando uno escribe empieza a leer y releer. No se puede tener una persona trabajando durante mucho tiempo sobre cuatro líneas. ¿No le parece? Bueno, entonces dictar ayuda a lograr fluidez aunque siempre haya que corregir un poco. Yo, generalmente, hago tres borradores. Al cuarto, me resigno a lo que he escrito, con todas sus imperfecciones.

—Sin embargo, usted está considerado como uno de los narradores más perfectos del idioma. Eso dicen algunos críticos y la mayoría de los escritores latinoamericanos.
—Es un juicio demasiado generoso. No, no: eso no es cierto. A los setenta y cinco años uno ya conoce sus límites. Hay cosas que puede contar y otras que no. Muchas veces se me han ocurrido argumentos y se los he dado a otros escritores porque son ideas que no puedo ensayar siquiera.

—¿Sigue creyendo que el género mayor de la literatura es la poesía?
—No, actualmente me he convencido de que no hay una diferencia esencial. Yo jamás he escrito una novela porque no he sido lector de novelas. No es un desdén por el género, pero me produce cierta apatía. Antes era muy devoto de Dostoievski. Ya no lo soy porque hubo un momento en que me sentía leyendo a la fuerza. Luego me dije: "¡Qué raro... es un novelista genial!" Sin embargo, he leído dos o tres novelas suyas y no tengo interés en leer otras. En fin, eso me sucede. Creo que el mundo real es bastante fantástico como para intentar escribir literatura fantástica. Yo nunca sé si un relato mío es fantástico o real porque ignoro si tenemos derecho a saberlo. Emecé va a publicar mis obras completas este año; será un libro de mil cien páginas. Yo he dejado caer todo lo que no me gusta. Es una especie de regalo que me hace la editorial. Ahí está la labor de medio siglo...

—¿Está incluido todo lo que a usted le conforma realmente?
—No, hay muchas cosas que no me gustan, pero tienen que estar ahí porque dan una pauta de evolución.

—Algunos dicen que usted desconoce los temas sobre los que escribe, especialmente cuando habla de malevos.
—No es verdad eso. Están equivocados, porque conocí a muchos de ellos, muchas veces hablé con ellos. Por ejemplo: Hombre de la Esquina Rosada lo escribí con retazos de conversaciones con malevos y caudillos, gente con mucha muerte encima. Yo la única vez que vi matar a un hombre fue en la Banda Oriental, al Norte, en la frontera con Brasil. Estaba en una mesa con Enrique Amorim y oí dos balazos. A pocos metros de nosotros caía el hombre. Nos tomó por sorpresa esa muerte.

—Siempre menciona a la Banda Oriental. ¿Por qué razón?
—No sé a quién se le habrá ocurrido ponerle Uruguay. El propio himno dice: "Orientales, la patria o la tumba", la historia menciona a los "heroicos 33 Orientales". Sería más lindo, por la música de la palabra y por estar al oriente que se llamara Banda Oriental. Uruguay es una palabra difícil de usar. En fin, yo tengo muchos recuerdos de infancia allí y quiero mucho a esa tierra, la siento como propia.

—Borges, ¿cuál fue su barrio? ¿De dónde surgen todas esas memorias de cuchilleros que están en su obra?
—Bueno, fue Palermo. Ahora ha cambiado mucho. Cuando Evaristo Carriego escribió El alma del suburbio, eso era Honduras y Coronel Díaz. Pero el barrio más bravo era la parte de la calle Las Heras, se llamaba Tierra del Fuego. Luego hubo otro barrio lleno de rufianes calabreses y criollos. Era el barrio del arroyo Maldonado. Estábamos a cuatro o cinco cuadras de allí. De ese barrio, un poco más hacia Villa Crespo, eran Vacarezza y también Pacheco, el Oriental. En la zona de Maldonado se desarrollan varios cuentos míos y alguno que otro poema, así como milongas. Nicolás Paredes, por ejemplo, era un caudillo. Tenía algunas muertes encima. El nunca me hablaba de eso. Lo supe por el comisario de la zona. Pero por él supe mucha historia que luego desarrollé como pude. No sé si mal o bien, pero alguna vez dije... —la vista de Borges se torna más confusa que lo habitual, el esfuerzo de memorizar le da un leve hálito de misterio. El titubeo pasa y el escritor pronuncia la célebre cuarteta—: "Una mitología de puñales / lentamente se anuda en el olvido / una canción de gesta se ha perdido / en sórdidas noticias policiales".



Demasiados años

La interrupción llega abruptamente y los versos se vuelan. Es doña Leonor que lo reclama. Borges tiembla levemente y al ponerse de pie toma el brazo del periodista.

—Por favor, acompáñeme —pide como rogando.

Camina entre los pasillos que se supone llevan al cuarto de su madre. Su mano aprieta el brazo del desconocido. Por fin se abre la puerta, que descubre una habitación blanca: allí, en una antigua cama de dos plazas, la casi centenaria anciana está sentada como un pájaro herido, balbuceando algo ininteligible.

—Sí, madre —dice Borges—: estoy atendiendo a un periodista.

Un nuevo balbuceo es toda la respuesta.

—Te voy a presentar al señor.... no recuerdo el nombre.
—No importa.
Estrecho la mano de huesitos menudos y fríos que no quiere apartarse de esta otra mano anónima.
—Usted está muy bien, señora —argumento—, y pronto va a estar mejor. No se impaciente que todo pasará...
—No —alcanzo a oír—, no quiero seguir así. He vivido demasiados años.
—La verdad no importa —insisto—, ya verá cómo pasa.
—No puedo levantarme, no quiero levantarme —dice—, no, no tengo ganas.
Es imposible dejar esa mano de noventa y ocho años, aterida y llena de afecto. Borges me pide que sea breve y por fin ella la retira. Intento palabras de aliento que suenan inútiles, que no tienen respuesta, y me voy. Ya en el umbral de la puerta la sufrida anciana vuelve a decir algo.
—Quiere darle un beso —indica Borges.

De regreso a su lado, ya conmovido, acepto esa despedida con gusto amargo, final. Por la mejilla seca de doña Leonor rueda una lágrima; así quedó, sentada en el excesivo espacio del lecho, con un vaso de licuado en sus manos.

—Ya vuelvo, madre —dice su hijo y toma otra vez a su guía, mi brazo.

En el living se impone la despedida. El sol del mediodía porteño ya no entra por la ventana y la tarde avanza.

—Ha de ser doloroso estar ciego y ser un escritor...
—Sí, es doloroso. Pero yo lo dije bastante bien en un poema: "Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta designación de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio, a la vez, los libros y la noche".

Una nueva interrupción (es la hora del almuerzo) corta los versos. Varios portazos y la humeante luz de la cocina dicen a las claras que debo partir.

—Bueno, maestro, si gusta, un día, podríamos tomar una caña... —sugiero al abrir la puerta.
—Sí..., una caña podría ser. No sé. O tal vez un guindado.

—¿Un guindado?
—Sí, sí, mejor un guindado.

En las sombras del sexto piso de la calle Maipú quedó un ser desvalido, fabuloso y humilde. Sus contradicciones, el misterio de su sabiduría, su peligrosa sinceridad, forman un capítulo del mañana. Hoy, abrazado a los libros y al latido cada vez más leve de su madre, este célebre ciego vive un drama real, imposible de trazar en ficciones.


Reportaje: Enrique Estrázulas 
Fotografías: Carlos Campos
Borges con el entrevistador y con Leonor Acevedo
En revista Siete Días Ilustrados
23 de junio de 1974
Digitalización Mágicas Ruinas (2013)

22/6/16

Jorge Luis Borges: La muralla y los libros






He, whose long wall the wand'ring Tartar bounds...
Dunciad, II, 76


Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él. Que las dos vastas operaciones -las quinientas a seiscientas leguas de piedra opuestas a los bárbaros, la rigurosa abolición de la historia, es decir del pasado- procedieran de una persona y fueran de algún modo sus atributos, inexplicablemente me satisfizo y, a la vez, me inquietó. Indagar las razones de esa emoción es el fin de esta nota. 

Históricamente, no hay misterio en las dos medidas. Contemporáneo de las guerras de Aníbal, Shih Huang Ti, rey de Tsin, redujo a su poder los Seis Reinos y borró el sistema feudal: erigió la muralla, porque las murallas eran defensas; quemó los libros, porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores. Quemar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes; lo único singular en Shih Huang Ti fue la escala en que obró. Así lo dejan entender algunos sinólogos, pero yo siento que los hechos que he referido son algo más que una exageración o una hipérbole de disposiciones triviales. Cercar un huerto o un jardín es común; no cercar un imperio. Tampoco es baladí pretender que la más tradicional de las razas renuncie a la memoria de su pasado, mítico o verdadero. Tres mil años de cronología tenían los chinos (y en esos años, el Emperador Amarillo y Chuang Tzu y Confucio y Lao Tzu), cuando Shih Huang Ti ordenó que la historia comenzara con él.

Shih Huang Ti había desterrado a su madre por libertina; en su dura justicia, los ortodoxos no vieron otra cosa que una impiedad; Shih Huang Ti, tal vez, quiso borrar los libros canónigos porque éstos lo acusaban; Shih Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuerdo; la infamia de su madre. (No de otra suerte un rey, en Judea, hizo matar a todos los niños para matar a uno.) Esta conjetura es atendible, pero nada nos dice de la muralla, de la segunda cara del mito. Shih Huang Ti, según los historiadores, prohibió que se mencionara la muerte y buscó el elixir de la inmortalidad y se recluyó en un palacio figurativo, que constaba de tantas habitaciones como hay días en el año; estos datos sugieren que la muralla en el espacio y el incendio en el tiempo fueron barreras mágicas destinadas a detener la muerte. Todas las cosas quieren persistir en su ser, ha escrito Baruch Spinoza; quizá el Emperador y sus magos creyeron que la inmortalidad es intrínseca y que la corrupción no puede entrar en un orbe cerrado. Quizá el Emperador quiso recrear el principio del tiempo y se llamó Primero, para ser realmente primero, y se llamó Huang Ti, para ser de algún modo Huang Ti, el legendario emperador que inventó la escritura y la brújula. Este, según el Libro de los ritos, dio su nombre verdadero a las cosas; parejamente Shih Huang Ti se jactó, en inscripciones que perduran, de que todas las cosas, bajo su imperio, tuvieran el nombre que les conviene. Soñó fundar una dinastía inmortal; ordenó que sus herederos se llamaran Segundo Emperador, Tercer Emperador, Cuarto Emperador, y así hasta lo infinito... He hablado de un propósito mágico; también cabría suponer que erigir la muralla y quemar los libros no fueron actos simultáneos. Esto (según el orden que eligiéramos) nos daría la imagen de un rey que empezó por destruir y luego se resignó a conservar, o la de un rey desengañado que destruyó lo que antes defendía. Ambas conjeturas son dramáticas, pero carecen, que yo sepa, de base histórica. Herbert Allen Giles cuenta que quienes ocultaron libros fueron marcados con un hierro candente y condenados a construir, hasta el día de su muerte, la desaforada muralla. Esta noticia favorece o tolera otra interpretación. Acaso la muralla fue una metáfora, acaso Shih Huang Ti condenó a quienes adoraban el pasado a una obra tan vasta como el pasado, tan torpe y tan inútil. Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: "Los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ése destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ése borrará mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá". Acaso Shih Huang Ti amuralló el imperio porque sabía que éste era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados, o sea libros que enseñan lo que enseña el universo entero o la conciencia de cada hombre. Acaso el incendio de las bibliotecas y la edificación de la muralla son operaciones que de un modo secreto se anulan.

La muralla tenaz que en este momento, y en todos, proyecta sobre tierras que no veré su sistema de sombras es la sombra de un César que ordenó que la más reverente de las naciones quemara su pasado; es verosímil que la idea nos toque de por sí, fuera de las conjeturas que permite. (Su virtud puede estar en la oposición de construir y destruir, en enorme escala.) Generalizando el caso anterior, podríamos inferir que todas las formas tienen su virtud en sí mismas y no en un "contenido" conjetural. Eso concordaría con la tesis de Benedetto Croce; ya Pater, en 1877, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música, que no es otra cosa que forma. La música, los estados de la felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.






En La Nación, 22 de octubre de 1950
Luego en Otras inquisiciones (1952)
Y OOCC Tomo II
© María Kodama y Emecé Editores S.A., 1989
Imagen: Retrato de Borges por Juan Carlos Benítez




21/6/16

Jorge Luis Borges: Ceguera






La ceguera me ha enseñado a pensar más, a sentir más, a recordar más y a leer y escribir más.

  Cortínez, 1967


Alguien se extrañó de que su bastón no fuese blanco.
—¿Para qué? —responde Borges—, de todas formas yo no distingo los colores.

  Ibarra, 1969


Es que vivir se parece mucho a la ceguera y a la vejez. En todo caso, no es patético, es algo bueno, las cosas se alejan, se esfuman, se desdibujan y uno puede imaginarlas mejor o recordarlas. Es como la ausencia, que es una forma de presencia, o la nostalgia, por ejemplo. La ceguera se parece a todas esas cosas que son ciertamente preciosas, a la nostalgia, a la vejez, que es hermosa también. Es aceptar tus límites, darse cuenta de quién es uno, de lo que puede ser, o mejor, de lo que no puede ser, sobre todo. Y eso es grato, sí. Ya durante toda la vida uno está buscándose y luego, en la vejez, uno se encuentra y se encuentra en sus límites sobre todo. La ceguera es ciertamente un límite, es una especie de cárcel, pero no penosa. La gente es muy buena con los ciegos; con los sordos no, con los sordos es irritable, pero con los ciegos es generosa…

  «Coloquio», 1985







En Borges A/Z
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Imagen: Borges recorre una de las escalinatas de Ginebra
Foto Muestra Atlas, Buenos Aires, abril/mayo de 2016
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel



20/6/16

Jorge Luis Borges: César







Aquí, lo que dejaron los puñales.
Aquí esa pobre cosa, un hombre muerto
que se llamaba César. Le han abierto
cráteres en la carne los metales.
Aquí lo atroz, aquí la detenida
máquina usada ayer para la gloria,
para escribir y ejecutar la historia
y para el goce pleno de la vida.
Aquí también el otro, aquel prudente
emperador que declinó laureles,
que comandó batallas y bajeles
y que rigió el oriente y el poniente.
Aquí también el otro, el venidero
cuya gran sombra será el orbe entero.



En Atlas (1985)
Luego,  Los conjurados (1985)
Foto: Borges en la Biblioteca Pública de Medellín (Colombia), 1978
Captura video Borges en Medellín


19/6/16

Jorge Luis Borges: Entrevista [Buenos Aires, julio de 1980]







Tomás Barna: Borges, si lo que rige la creación y la destrucción es un movi­miento perpetuo, si todo es una constante modificación, ¿es posible que exista la Nada?

Jorge Luis Borges: La palabra Nada parece contradecirse. Si existe…ya es algo, ¿no? La palabra Nada parece aplicarse a algo imposible. (Yo no había pensado en eso). En francés sería “Le Néant”. La palabra Nada ha sido creada como un reverso de la palabra Todo. Pero no sé si puede corresponder a algo. Si correspondiera a algo, dejaría de ser la Nada. Creo que es un reverso creado por la lógica. Y además cuando uno piensa en la Nada… uno piensa en el espacio astronómico o en un espacio vacío. Y eso ya es Algo. El espacio infinito es Algo bastante concreto.

Tomás Barna: ¿Qué significan Dios y el Diablo para usted, Borges? ¿Dónde los sitúa: en lo fantástico, en lo sobrenatural, en el sueño, o en esa realidad que palpamos de una manera absolutamente concreta?

Jorge Luis Borges: Yo no puedo creer en un Dios personal, ni como Elliot que dice que cree en un Demonio personal. De lo que estoy seguro es ser un hombre ético, o por lo menos tratar de serlo. Creo en el Bien y en el Mal. Pero no creo que haya en este momento alguien que se diga Dios o alguien que sea el Diablo. Pero sé que todos los días tengo que tomar decisiones, y sé que he obrado bien o he obrado mal. Recuerdo una frase muy linda de no sé qué comedia de Bernard Shaw en la que un personaje dice: “He dejado atrás el soborno del cielo”. El Cielo vendría a ser un soborno. El infierno, una amenaza. Ese personaje quiere decir que ha obrado bien, y que no lo ha hecho urgido por la esperanza de un premio o por temor a un castigo. Ha dejado atrás ese soborno que es el cielo.¡Es una frase muy linda! Lo que quiero decir es que el Infierno no se refiere a ideas éticas sino a ideas inmorales.

Tomás Barna: Además de la eternidad, el tiempo, el destino, el héroe, el juego, el cuchillo, los espejos, el sueño, y dejo el laberinto…

Jorge Luis Borges: ¿Pero eso son muchas cosas, no?

Tomás Barna: Es que todo eso es su mundo y nuestro mundo.

Jorge Luis Borges: Claro, sí, pero yo trato de simplificarlo. Estoy escribiendo un libro de poemas, y me he prohibido el uso de las palabras laberin­to, cuchillo, espejo, porque sé que el lector ya las está prohi­biendo y temiendo. (Sonríe irónicamente.)

Tomás Barna: ¿Y la palabra tigre?

Jorge Luis Borges: Bueno, eso me ha costado algo más. No es fácil desprenderme de la palabra”tigre”. Aunque también tengo que prohibírmelo. Todo eso no es más que una mala costumbre. (Ríe, ahora, abiertamente.) Teóricamente no me costaría nada decir “leopardo” o “jaguar” en lugar de “tigre”. Y, sin embrago, no; yo necesito un “tigre”.

Tomás Barna: Hay algo en usted que exige un tigre.

Jorge Luis Borges: Sí, sí. Quizás sea que más que las manchas del leopardo me gus­tan las rayas del tigre. ¡Además… que los tigres son lindísimos! Ya que hablamos de tigres creo recordar a dos tigres de la lite­ratura, famosos: uno, el de William Blake: “Tigre, tigre, ardiendo y resplandeciendo en las selvas de la noche”. Comparar el tigre con una hoguera. ¡Qué lindo,¿no?! También en el Tasso hay una her­mosa idea: algo así como que “mellaba el tigre”. Y una frase de Chesterton muy linda sobre el tigre, que dice: “El tigre es un símbolo de terrible elegancia”, ¡Qué bien está! Porque el tigre es elegante y al mismo tiempo es terrible.

Tomás Barna: Y lo importante es también el símbolo.

Jorge Luis Borges: ¡Claro que sí: el símbolo! Chesterton -comentando un libro de Blake- acuña esa imagen: el tigre, como un símbolo de una terrible elegancia; como una especie de dandy.

Tomás Barna: ¿El hombre, Borges, no tendrá un destino poético si consideramos que la poesía es el principio activo de la evolución creadora? Es decir: ¿el hombre no estará en la Tierra para cantar -mediante su acción- la dialéctica de las alegrías y las desdichas?

Jorge Luis Borges: Creo que encontramos una idea parecida en “La Odisea”. Yo no sé griego. Pero hay dos versiones hermosas: una, la de Lawrence de Arabia, y otra versión francesa de Leconte de L’Isle. En algún lugar de “La Odisea” -y Homero la escribió después de “La Ilíada”- se dice que “los Dioses tejen desdichas para que las generaciones venideras tengan algo que cantar”. Y hay una frase de Mallarmé: “Tout aboutit à un livre” (“Todo acaba en un libro”). Claro que es más bella la idea de Homero: “generaciones que canten”, y no la idea de un libro, que al fin de cuentas no es más que un objeto, una cosa. Aunque la idea es la misma: que las cosas existen en función de la literatura. O que un artista -en todo caso- o un escritor…debe pensar en eso. O tratar de pensar en eso. Yo he llegado a pensar que todo lo que me sucede es una especie de ar­cilla que debo modelar. O que todo lo que le dan a uno es como un instrumento. Incluso -y sobre todo- la desventura personal que es la arcilla, la materia más rica. O sea que la felicidad es un fin en sí mismo.

Tomás Barna: Borges: yo he descubierto, a través de lo que he leído de su obra, que usted es un ser sumamente vital.

Jorge Luis Borges: ¡Claro que sí!

Tomás Barna: Y por eso lo emparento con Walt Whitman. Me refiero, por supuesto exclusivamente a la vitalidad, dado que la expresión literaria es muy distinta.

Jorge Luis Borges: Es cierto. Fíjese que mi memoria está llena de versos de Walt Whitman, y yo recuerdo muy pocos versos míos; además, Whitman es un gran poeta, y yo soy -digamos- un aprendiz.

Tomás Barna: No. Eso es modestia. Usted es un gran escritor.

Jorge Luis Borges: No, no. No es para tanto. De todos modos me siento muy halagado por su captación de lo vital que me habita.

Tomás Barna: Yo, por lo menos, lo siento así.

Jorge Luis Borges: Me halaga de verdad eso que me dice. Y supongo que algo de vital habrá en mí ya que he cometido la imprudencia de llegar a los 80 años. Eso significa que habrá algo que me mantiene. Y el hecho, además, de que yo haya aceptado la ceguera como parte de mi destino, que no me haya quejado nunca, que haya pensado que -bueno- ser ciego es un modo distinto de ser; y yo debo ver eso como un hecho. Y hasta tengo un libro titulado (claro que no del todo sincera­mente) “Elogio de la Sombra”, que se refiere, precisamente, a la ceguera.

Tomás Barna: Para mí… ha existido un gran soñador que supo transfigurar sus sueños en palabras dotadas de una inefable poesía. Y a la vez ha sido una suerte de alquimista de la metafísica. Me refiero a Gaston Bachelard; lo considero, también, un poco hermano espiritual de Jorge Luis Borges.

Jorge Luis Borges: ¿Sabe que no lo conozco? Usted, Barna, acaba de revelármelo. ¿De qué época es?

Tomás Barna: Digamos que es relativamente contemporáneo. Falleció hace unos veinte años.

Jorge Luis Borges: Todos somos relativamente contemporáneos. Estamos pasando en el tiempo. Pero dese cuenta: yo perdí la vista como lector en el año 1955, y recordé una frase de Schopenhauer -que para mí sería el filósofo por excelencia-. Schopenhauer dice: “No debemos leer ningún libro que no haya cumplido cien años, porque no sabemos si es bueno o malo. En cambio si un libro ha sobrevivido cien años, quiere decir que por lo menos habrá algo en ese libro”. Entonces aventurarse a leer a los contemporáneos es exponerse a leer trivia­lidades. De modo que yo he preferido releer o hacerme leer a los autores que ya conocía.

Tomás Barna: ¿En cuanto a la literatura francesa, cuáles son los escritores, para usted, de mayor riqueza creadora?

Jorge Luis Borges: Una prueba de la riqueza de la literatura francesa es que otras literaturas tienden a cifrarse erróneamente en un autor. Por ejemplo si usted dice Inglaterra, piensa de inmediato en Shakespeare. Si usted dice Italia, piensa inmediatamente en Dante. Esto es injusto puesto que hay muchos otros escritores de valía ingleses o italia­nos. Pero si usted dice Francia… ahí no hay un nombre. Ahí se siente que hay varias tradiciones francesas y que no podemos pronunciar un solo nombre, o si pronunciamos varios nombres resultan en cierto modo incompatibles. Por ejemplo, voy a dejarme llevar por lo que primero se me ocurre: yo pensaría inmediatamente en Montaigne o en Voltaire, en Victor Hugo, en Verlaine.

Tomás Barna: ¿Qué me puede decir -Borges- sobre la imagen del escritor y su obra?

Jorge Luis Borges: Tomemos, como ejemplo, a Baudelaire, con quien se da lo mismo que con Byron: con ambos ha quedado una imagen superior a su obra. Y con Poe también. Cuando pensamos en ellos -que se parecen bastante- pensamos en tres individuos más que en sus páginas. Si yo tuviera que hacer una antología me resultaría difícil elegir un cuento de Poe que me agrade del todo, salvo que sea el relato “Gordon Pym”. Pero, en cambio, me doy cuenta de que la suma de lo que él escribió corresponde a un hombre de genio, aunque ese genio esté desparrama­do por toda su obra. Y yo creo que la mejor prosa castellana -de este o del otro lado del Atlántico, de este o de otro siglo- ha sido escrita por Alfonso Reyes, pero al mismo tiempo Alfonso Reyes está disperso en toda su obra, y quizá para la fama del escritor convenga poder pensar inmediatamente en un libro. Por ejemplo… si digo Shakespeare pienso -sin duda- en Macbeth o en Hamlet, pero si digo Alfonso Reyes… está desparramado.

Tomás Barna: ¿Qué importancia le da, en las letras argentinas, a esos dos grupos literarios que fueron el de Florida y el de Boedo?

Jorge Luis Borges: Sí, yo recuerdo muy bien. Eso fue una broma. Fue tramado por Roberto Mariani y por Ernesto Palacio, que dijeron: “En París hay cenáculos, hay polémicas; eso hace que la vida literaria se haga más interesante. Aquí necesitamos eso”. Entonces me avisaron a mí, y dije: “Bueno, yo no conozco la calle Boedo. Pero yo preferiría estar en el Grupo de Boedo porque la calle Florida no tiene nada de particular”. Ellos -que ya habían creado ambos Grupos querían contar conmigo. Y don Ernesto me dijo: “Ya te hemos puesto en Flo­rida, y como es una broma…no importa. Y, luego, eso ha sido toma­do en serio por las universidades. Pero nosotros no lo tomamos en serio. Recuerdo que Nicolás Olivari era de Boedo y Florida. Ricardo Güiraldes era de Florida porque le habían dicho que tenía que ser de Florida. Roberto Arlt era de Boedo y era secretario de Güiraldes que -como dije- pertenecía a Florida. Y ya ve: a mí me pusieron en el Grupo de Florida sin que lo quisiera. Si yo estaba escribiendo poemas sobre las orillas de Buenos Aires. Jamás se me hubiera ocu­rrido escribir sobre el centro, aunque he nacido en el centro. Quizá por eso me interesan las orillas, porque las veo como un poco extrañas.

Tomás Barna: ¿Qué es más enriquecedor para el espíritu: la escritura o la lectura?

Jorge Luis Borges: La escritura enriquece, pero desde luego enriquece menos que la lectura, aunque en general corren parejas las dos. Yo no sé si soy un buen escritor, pero creo ser un buen lector y de muchas litera­turas. Tuve la suerte de que en casa se hablara indistintamente en castellano y en inglés. Mi abuela materna -que se casó con el coronel Borges- era inglesa. La cultura, en aquel tiempo, era francesa. Ahora hemos pasado del francés al inglés. Pero es un error, porque el francés se estudiaba en función de la literatura francesa, y el inglés no se estudia en función -por ejemplo- de Marlowe o de Shakespeare o de Shaw. No. Se estudia con fines comerciales. En cambio el francés se estudiaba para gozar del idioma y de la lite­ratura francesa. La gente hablaría muy mal francés, con un pésimo acento como el mío, pero todo el mundo podía gozar de la literatura francesa. En cambio ahora la gente estudia inglés y no lo hace para gozar de la casi infinita literatura inglesa sino por cuestión de negocios, sobre todo con gente de Nueva York.

Tomás Barna: Algunos de sus últimos cuentos -Borges- tienden hacia una lite­ratura de tipo oral, conversacional; parecen -me atrevería a decir- un poco menos “escritos”.

Jorge Luis Borges: Le agradezco mucho esto que me dice. Sí. Mi generación sufrió el influjo de Lugones. Y Lugones -a quien se llamó el poeta del diccio­nario- tendía a usar todas las palabras. Y creo que es un error. Creo que uno debe escribir sólo con aquellas palabras que tienen un impulso vital. Palabras que correspondan a nuestra experiencia. En cambio… Lugones tenía esa idea española de que un escritor debe tener un vocabulario rico. Y todos lo imitábamos. Ahora yo trato de eliminar toda palabra que pueda hacer que el lector consulte el diccionario, salvo en el caso de palabras que son inevitables; por ejemplo si yo digo “silogismo” o “metáfora” o “hipérbaton”, esas palabras pueden parecer pedantescas pero no hay otro modo de expresar los conceptos que mediante esos vocablos. Pero yo trato de escribir de un modo sencillo. Y además trataría de que en mis cuentos, ahora, se notaran menos las líneas que las páginas, y menos las páginas que el conjunto. Intento escribir de un modo que no moleste al lector. De un modo lo menos vanidoso posible.

Tomás Barna: ¿Ser argentino es un acto de fe?

Jorge Luis Borges: Sí. Creo que yo he dicho eso alguna vez. ¿Y qué otra cosa puede ser? Ser argentino, ser chileno, ser holandés… ¿qué otra cosa puede ser? Yo no creo que corresponda a los colores de un mapa. Ni étnicamente, sobre todo, no tiene ningun sentido. En ningún país ser de un país tiene un sentido étnico. ¿Qué sangre tiene usted?

Tomás Barna: Mi origen es húngaro.

Jorge Luis Borges: ¡Caramba, quien lo hubiera dicho!

Tomás Barna: ¡Pero qué importancia tiene eso, si me siento profundamente argentino y -a la vez- un fragmento pensante de nuestro planeta!

Jorge Luis Borges: Me gusta eso porque quiere decir, Barna, que usted se siente habitado por un sentimiento de universalidad. Dígame, ¿cómo se dice: Árpad o Arpad?

Tomás Barna: Árpad.

Jorge Luis Borges: Bueno, entonces usted es un hijo de Árpad. Es decir que es leja­namente asiático, y -sin embargo- usted es tan argentino como yo. Y yo tengo una mayoría de sangre española, una cuarta parte de sangre inglesa, una parte de mis bisabuelos son de sangre portu­guesa, una lejana parte de sangre francesa (normanda), y creo que algo de sangre belga, y -sin duda- sangre judía… ya que mi ape­llido materno (Acevedo) es judío portugués; y, por supuesto, sangre árabe como casi todos los españoles. De modo que no creo que poda­mos definir lo argentino por la sangre. Sin embargo sabemos que somos inexplicablemente, irreparablemente argentinos, más allá de las vicisitudes políticas o por los gobiernos… que no son muy importantes.

Tomás Barna: Ahora, en vez de hacerle una pregunta, Borges, hábleme de algo que usted tenga ganas de expresarme en este momento. Dejemos que el azar le sugiera un tema.

Jorge Luis Borges: Bueno… veamos, por ejemplo, la etimología de la palabra náusea.

Tomás Barna: ¿Náusea? ¡Qué interesante conocer el origen de ese vocablo!

Jorge Luis Borges; “La “nausée” (en francés). Y en latín es la palabra “nauis” o “navis”. Náusea es lo que uno siente, a veces, cuando está a bordo de una nave. De modo que la palabra “navis” -latina- dio “naval”, “náutico” y “náusea”. Así que la raíz está en “navis” latina.

Tomás Barna: Creo que ni a Sartre, que se ocupó a fondo de la náusea, se le ocurrió esto.

Jorge Luis Borges: Así parece. Además, se pronunciaba “nauis”, que suena casi igual que náusea. Como en español… “mareo” viene de mar. Ya ve, es una linda etimología. Tan evidente que a nadie se le ocurre. Y yo creo que Sartre habrá usado la palabra “nausée” para levantarla, ya que no deja de ser un poco infame. Aunque si un escritor de la talla de Sartre elige un vocablo como título, es natural que le interese la etimología. Pero, en fin, eso no importa.

Tomás Barna: Claro, él se ocupó, pienso, mucho más de la sensación que pro­vocaba un estado de ánimo poblado de angustia.

Jorge Luis Borges: Sí, con toda seguridad. Por otra parte, nadie piensa que Centro Naval -por ejemplo- y náusea se parezcan, ¿no? (Y vuelve a sonreír con ironía.)

Tomás Barna: Con respecto a todo lo que tiene vida ¿el progreso y la civili­zación han obrado positiva o negativamente? ¿No se contradicen? El progreso, muchas veces, atenta contra la naturaleza, y como el hombre es naturaleza… ¿por lo tanto no atenta contra el hombre, contra la vida y hasta contra la armonía universal?

Jorge Luis Borges: Sin duda alguna. Y esto me lleva a recordar una frase muy linda de un tocayo suyo en nombre y apellido: Sir Thomas Brown (porque Browm es Braun en alemán y Barna en húngaro; es decir…marrón o moreno, lo que equivale al apellido Moreno en español). Sir Thomas Brown dijo, en el siglo XVII: “Todo es artificial, pero la natura­leza es el arte de Dios”. Si uno cree en Dios, un árbol es tan ar­tificial como un instrumento de música. Y si uno cree en un Dios personal, todo es artificial; salvo que lo natural es mucho más complejo. Un hombre es más complejo que un muñeco.

Tomás Barna: ¿Qué piensa, Borges, de la íntima correlación entre el amor, la vida y la muerte?

Jorge Luis Borges: Yo no sé si soy capaz de pensamientos tan abstractos como ésos. Yo tiendo a pensar por medio de fábulas o de metáforas. Usted usa palabras tan abstractas como amor, vida y muerte, que no puedo contestarle.

Tomás Barna: Pero su respuesta puede ser una hermosa metáfora.

Jorge Luis Borges: Sí, quizá. Pero no se me ocurre en este momento. (Un corto silencio). Desde luego… yo no creo en la inmortalidad personal. Eso me da una gran tranquilidad: pensar que voy a cesar. Porque la gente que cree en la inmortalidad póstuma está aterrada. Piensan que serán juzgados. Oyen, algunos, la voz de un ángel que les anuncia la muerte y que se los juzgará. Me parece un poco ridículo, ¿no? Yo no tengo una idea tan pueril de Dios. Es una idea jurídica de Dios que me parece absurda.

Tomás Barna: ¿Qué nos puede decir de los cuatro grandes períodos de la existecia humana: la infancia, la juventud, la madurez y la vejez?

Jorge Luis Borges: Mi deber es contestar que el más propicio, el que puede acercar­nos más a la felicidad, es la vejez, ya que evidentemente uno es viejo; pero no sé si eso es verdad. Posiblemente no. Lo más po­sible es que sea la infancia el período más feliz, cuando uno está descubriendo todo. La juventud… bueno, los jóvenes son muy vanido­sos. Si son gente educada todos quieren ser Hamlet o Baudelaire o un personaje de la novela rusa. Ya la madurez puede ser mejor. Y la vejez tiene, por lo pronto, esta ventaja: uno conoce sus límites; uno sabe qué puede hacer, y sobre todo qué no puede hacer. Por ejemplo, yo sé que puedo intentar, con mayor o menor felicidad -digamos con menor felicidad- un cuento o un poema; que no debo intentar una pieza de teatro o una novela, por ejemplo. Y sé que no puedo contar con muchos amigos, sino sólo con a, b y c; posible­mente con d y e…menos. Y uno se acostumbra a todo. Bueno, la vida es una mala costumbre. Es más fácil resignarse cuando uno es viejo, aunque no siempre es fácil.

Tomás Barna: ¿Y qué es ser feliz?

Jorge Luis Borges: Yo hablaba de eso con Silvina Ocampo, noches pasadas. “No hay personas felices” -me dijo ella-. Yo le dije: “Sí, son felices las personas que uno no conoce; en cuanto uno conoce a alguien, uno se da cuenta de que tiene sobrados motivos de desdicha”. Pero quizá al cabo de un día habrá habido instantes de cielo e instantes de infierno. Sé que ambos instantes son efímeros y quizá no sean muy importantes. Schopenhauer dijo que “los paraísos de la literatura no satisfacen”. Vamos a empezar por el más ilustre: el paradiso dantesco. En cambio los infiernos, sí. La razón es muy fácil. El hecho es que el paraíso es una vaga esperanza. Y contra el infierno no se puede: no hay ninguna dificultad en crear infiernos litera­rios, puesto que ya estamos allí.

Tomás Barna: Si tuviera que nacer de nuevo, Borges, ¿en qué mundo le gusta­ría vivir?

Jorge Luis Borges: Yo creo que he elegido bien la fecha: 1899. Siento que este mundo está declinando. Si pienso en el siglo XX me parece inferior al XIX. El XIX inferior al XVIII. En fin, tengo la impresión de que todo está declinando, pero es posible que el que esté declinando sea yo simplemente, y yo no sé acomodarme a un mundo distinto. Desde luego, nos ha tocado una época triste, salvo que el presente quizá sea siempre triste. La gente tiende a situar la felicidad en una época anterior. Por ejemplo... Mujica Láinez habla continuamente de la belle époque. A nosotros nos parece bella porque estamos lejos de esa época, pero a quienes les tocó vivir en ella no la vie­ron belle. Fue la época de los primeros atentados anarquistas debido a la miseria y a las desigualdades sociales. La belle époque es una simple ilusión. Y ahora se tiende a suponer que la felicidad está en el porvenir. Pensamos en utopías futuras y no en paraísos perdidos.


Entrevista con Tomás Barna, Buenos Aires, julio de 1980
Foto ©Antonio Suárez, Borges y Kodama, Madrid, 1980

18/6/16

Jorge Luis Borges en su voz: El poeta declara su nombradía











El círculo del cielo mide mi gloria.
Las bibliotecas del Oriente se disputan mis versos.
Los emires me buscan para llenarme de oro la boca.
Los ángeles ya saben de memoria mi último zéjel.
Mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia.
Ojalá yo hubiera nacido muerto.


Del Diván de Abulcásim el Hadramí (siglo XII)





En El Hacedor (1960)
Foto detalle s-d



17/6/16

Jorge Luis Borges: El espejo de tinta







La historia sabe que el más cruel de los gobernadores del Sudán fue Yakub el Doliente, que entregó su país a la iniquidad de los recaudadores egipcios y murió en una cámara del palacio, el día catorceno de la luna de barmajat, el año 1842. Algunos insinúan que el hechicero Abderrahmen El Masmudí (cuyo nombre se puede traducir El Servidor del Misericordioso) lo acabó a puñal o a veneno, pero una muerte natural es más verosímil —ya que le decían el Doliente. Sin embargo, el capitán Richard Francis Burton conversó con ese hechicero el año 1853 y cuenta que le refirió lo que copio:

«Es verdad que yo padecí cautiverio en el alcázar de Yakub el Doliente, a raíz de la conspiración que fraguó mi hermano Ibrahim, con el fementido y vano socorro de los caudillos negros del Kordofán, que lo denunciaron. Mi hermano pereció por la espada, sobre la piel de sangre de la justicia, pero yo me arrojé a los aborrecidos pies del Doliente y le dije que era hechicero y que si me otorgaba la vida, le mostraría formas y apariencias aún más maravillosas que las del Fanusí jiyal (la linterna mágica). El opresor me exigió una prueba inmediata. Yo pedí una pluma de caña, unas tijeras, una gran hoja de papel veneciano, un cuerno de tinta, un brasero, unas semillas de cilantro y una onza de benjuí. Recorté la hoja en seis tiras, escribí talismanes e invocaciones en las cinco primeras, y en la restante las siguientes palabras que están en el glorioso Qurán: 'Hemos retirado tu velo, y la visión de tus ojos es penetrante'. Luego dibujé un cuadro mágico en la mano derecha de Yakub y le pedí que la ahuecara y vertí un círculo de tinta en el medio. Le pregunté si percibía con claridad su reflejo en el círculo y respondió que sí. Le dije que no alzara los ojos. Encendí el benjuí y el cilantro y quemé las invocaciones en el brasero. Le pedí que nombrara la figura que deseaba mirar. Pensó y me dijo que un caballo salvaje, el más hermoso que pastara en los prados que bordean el desierto. Miró y vio el campo verde y tranquilo y después un caballo que se acercaba, ágil como un leopardo, con una estrella blanca en la frente. Me pidió una tropilla de caballos tan perfectos como el primero, y vio en el horizonte una larga nube de polvo y luego la tropilla. Comprendí que mi vida estaba segura.

»Apenas despuntaba la luz del día, dos soldados entraban en mi cárcel y me conducían a la cámara del Doliente, donde ya me esperaban el incienso, el brasero y la tinta. Así me fue exigiendo y le fui mostrando todas las apariencias del mundo. Ese hombre muerto que aborrezco tuvo en su mano cuanto los hombres muertos han visto y ven los que están vivos: las ciudades, climas y reinos en que se divide la tierra, los tesoros ocultos en el centro, las naves que atraviesan el mar, los instrumentos de la guerra, de la música y de la cirugía, las graciosas mujeres, las estrellas fijas y los planetas, los colores que emplean los infieles para pintar sus cuadros aborrecibles, los minerales y las plantas con los secretos y virtudes que encierran, los ángeles de plata cuyo alimento es el elogio y la justificación del Señor, la distribución de los premios en las escuelas, las estatuas de pájaros y de reyes que hay en el corazón de las pirámides, la sombra proyectada por el toro que sostiene la tierra y por el pez que está debajo del toro, los desiertos de Dios el Misericordioso. Vio cosas imposibles de describir, como las calles alumbradas a gas y como la ballena que muere cuando escucha el grito del hombre. Una vez me ordenó que le mostrara la ciudad que se llama Europa. Le mostré la principal de sus calles y creo que fue en ese caudaloso río de hombres, todos ataviados de negro y muchos con anteojos, que vio por la primera vez al Enmascarado.

»Esa figura, a veces con el traje sudanés, a veces de uniforme, pero siempre con un paño sobre la cara, penetró desde entonces en las visiones. Era infaltable y no conjeturábamos quién era. Sin embargo, las apariencias del espejo de tinta, momentáneas o inmóviles al principio, eran más complejas ahora; ejecutaban sin demora mis órdenes y el tirano las seguía con claridad. Es cierto que los dos solíamos quedar extenuados. El carácter atroz de las escenas era otra fuente de cansancio. No eran sino castigos, cuerdas, mutilaciones, deleites del verdugo y del cruel.

»Así arribamos al amanecer del día catorceno de la luna de Barmajat. El círculo de tinta había sido marcado en la mano, el benjuí arrojado al brasero, las invocaciones quemadas. Estábamos solos los dos. El Doliente me dijo que le mostrara un inapelable y justo castigo, porque su corazón, ese día, apetecía ver una muerte. Le mostré los soldados con los tambores, la piel de becerro estirada, las personas dichosas de mirar, el verdugo con la espada de la justicia. Se maravilló al mirarlo y me dijo: 'Es Abu Kir, el que ajustició a tu hermano Ibrahim, el que cerrará tu destino cuando me sea deparada la ciencia de convocar estas figuras sin tu socorro'. Me pidió que trajeran al condenado. Cuando lo trajeron se demudó, porque era el hombre inexplicable del lienzo blanco. Me ordenó que antes de matarlo le sacaran la máscara. Yo me arrojé a sus pies y dije: 'Oh, rey del tiempo y sustancia y suma del siglo, esta figura no es como las demás, porque no sabemos su nombre ni el de sus padres ni el de la ciudad que es su patria, de suerte que yo no me atrevo a tocarla, por no incurrir en una culpa de la que tendré que dar cuenta'. Se rió el Doliente y acabó por jurar que él cargaría con la culpa, si culpa había. Lo juró por la espada y el Qurán. Entonces ordené que desnudaran al condenado y que lo sujetaran sobre la estirada piel de becerro y que le arrancaran la máscara. Esas cosas se hicieron. Los espantados ojos de Yakub pudieron ver por fin esa cara —que era la suya propia. Se cubrió de miedo y locura. Le sujeté la diestra temblorosa con la mía que estaba firme y le ordené que continuara mirando la ceremonia de su muerte. Estaba poseído por el espejo: ni siquiera trató de alzar los ojos o de volcar la tinta. Cuando la espada se abatió en la visión sobre la cabeza culpable, gimió con una voz que no me apiadó, y rodó al suelo, muerto.

»La gloria sea con Aquel que no muere y tiene en su mano las dos llaves del ilimitado Perdón y del infinito Castigo».


(Del libro The Lake Regions of Equatorial Africa, de R. F. Burton)



En "Etcétera"
Historia universal de la infamia (1935)
Foto: Borges retratado por Sameer Makarius




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