9/7/17

Jorge Luis Borges: Monserrat




Basta el examen de un álbum de fotografías de Buenos Aires, por bien ejecutado que esté, para llegar a la conclusión, acaso un tanto melancólica, de que las calles y los barrios de nuestra bien amada ciudad se diferencian menos por lo que son, que por la imagen que nos han legado los años. Así, desde un punto de vista arquitectónico, la calle Florida nada ofrece de memorable, pero es indiscutible que pasear por la calle Florida —mejor dicho, la conciencia de ser una persona que va por la calle Florida— tiene algo de agradable y de singular. El hecho se repite en el Barrio Norte. Distraídamente lo reducimos a las nobles y a veces vanidosas mansiones que edificaron algunos caballeros nostálgicos para jugar a estar en París; distraídamente no vemos los departamentos, los comercios, las casas viejas, los conventillos y el paredón del ferrocarril. En cuanto al Sur… la imagen que perdura es de casas bajas, de manzanas monótonas y parejas, de azoteas con balaustrada, de llamadores de bronce, de zaguanes abiertos en cuya hondura está la íntima claridad de los patios. Así lo ven los ojos de nuestra fe. En realidad, ese platónico Sur no está en lugar alguno del mapa. Siempre nos estorba una circunstancia, una estación de servicio, un laboratorio; el anhelado Sur está siempre un poco más lejos, siempre a la vuelta de la esquina en que lo buscamos.
¿Qué es Monserrat? ¿Qué es ese barrio viejo de Buenos Aires del que ahora soy vecino? Es, ante todo, una memoria de las cosas que fueron. Al promediar el siglo dieciocho, era un vago arrabal. Podemos pensar en alguna chacra, en torpes callejones de tierra, quizá en alguna quinta. La variedad de flores era menor, pero cabe esperar que no faltarían la madreselva, la retama, la rosa, los jazmines y las violetas. El Norte y el Sur no separaban entonces a Buenos Aires; el eje era la Plaza Mayor y la creciente población iba abriéndose en arcos, tanto más solitarios y pobres cuanto más alejados. Para decirlo con alguna pompa, la aurora y el poniente nos regían y no la calle Rivadavia.
El puntual historiador de la zona, Francisco L. Romay, acaba de informarme que la parroquia de Monserrat data del 3 de octubre de 1769. Treinta años después, funciona en el antiguo Hueco de Monserrat, la Plaza de Toros, que llegó a congregar, algún domingo, más de dos mil espectadores.
Las instalaciones eran precarias; antes de la lidia, los animales solían salvar la valla de los corrales y perseguir a los vecinos; muertos y abandonados a los cuervos, el hedor apestaba. Hacia 1800, el espectáculo se llevó a un barrio más lejano: el Retiro. Es sabido que en 1816, tomamos la decisión de dejar de ser españoles y de ser esa cosa nueva, argentinos; la corrida era específicamente hispánica y acabó, como era de prever, por ser abolida. Lo mismo, en los Estados Unidos, ha acontecido con el uso del té, juzgado y condenado por británico.
A las parroquias de la Concepción y de Monserrat se les dio, en aquel entonces, el nombre de Barrio del Tambor. Ese instrumento resonaba, ensordecedor y monótono, en los candombes de los negros. De la Concepción y de Monserrat salió el famoso Regimiento 6, de Pardos y Morenos, eufemismo administrativo que sorteaba los riesgos de las palabras “negro” y “mulato”. Ese regimiento se distinguió en la carga del Cerrito, en Montevideo, victoria que los biógrafos de Soler atribuyen a Soler, y los biógrafos de Rondeau, a Rondeau. Del Regimiento 6 diría el poeta Hilario Ascasubi, “más bravo que gallo inglés”, aludiendo a una estirpe acreditada.
Monserrat, como tantas otras parroquias de Buenos Aires, tiende a perder sus rasgos diferenciales y a confundirse con el centro, pero en la memoria común perdura este alarde de sus antiguos compadritos:
Soy del barrio ’e Monserrate,
Donde relumbra el acero;
Lo que digo con el pico;
Lo sostengo con el cuero.
Voy a concluir con una anécdota, en la que relumbra el acero. Hará diez años, en la esquina de Bolívar y Venezuela, un muchacho injurió a un desconocido y lo mató de una puñalada. Serían las ocho de la mañana; antes de las nueve, el comisario fue a un conventillo de la calle Chile y arrestó al malhechor. Nadie lo había delatado, pero la policía no ignoraba que era el último pendenciero del Sur que todavía usaba cuchillo. El culto de la tradición tiene sus peligros.


En revista Lyra, Buenos Aires, Año XXV, Nº 207-209, diciembre de 1968.*


[*] Sobre este tema, véase “No me importa dónde esté, de noche siempre vuelvo a Monserrat”,
entrevista de Alejandro Stilman, en diario Tiempo Argentino 
Buenos Aires, 9 de abril de 1985. (N. del E.)


Luego en Textos recobrados 1956-1985 ("La Argentina y Buenos Aires")
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003



Foto arriba: Borges por René Saint-Paul reproducida en
Guillermo Sucre, JLB, Paris Editions Pierre Seghers, 1971, e incluida
en Horacio Jorge Becco: J.L.B Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973 (edición homenaje)




8/7/17

Jorge Luis Borges: Entrevista [Revista Mercado, Buenos Aires, 1978]







A esta altura no se sabe ya quién es o cómo es el verdadero, el íntimo Borges. Acaso los buenos lectores puedan ir descifrándolo a través de sus poemas o sus cuentos; pero no cabe duda de que el arte es una misteriosa metáfora y que de pronto también el lector tiene necesidad de conocer al hombre concreto, al que va envejeciendo y no tuvo hijos y es ciego; el que solo en su casa, tantea con su bastón los anaqueles de la biblioteca o recita para sí, entre las cuatro paredes, una cuarteta del Martín Fierro o una enigmática saga nórdica.
En verdad, un reportaje a este hombre podría reinventarse, plagiarse o imitarse, como también cualquier artesano habilidoso puede falsificar la obra de un genio. En su caso, el artilugio quedaría impune porque Borges, aun sabiéndolo, no reclamaría y fingiría no saber.
Hechas estas necesarias aclaraciones, entramos a la casa. Afuera la lluvia es copiosa y él la oye caer mientras permanece sentado en un sillón clásico. El mobiliario es oscuro y austero, y las piezas de plata, con su relumbre, hablan del pasado de los Borges.
En la cocina está Fanny, la correntina, única habitante de la casa que acompaña la soledad del escritor desde la muerte de su madre, Leonor Borges. También está Beppo, el gato blanco que sigue a su amo por todos lados y que se desliza mimosamente sobre sus zapatos. Acaso falte decir que la lluvia ha puesto triste y fastidioso a Borges: los viejos techos de su departamento dejan filtrar al interior hilitos de agua que Fanny trataba de controlar colocando algún jarrito estratégico sobre el piso.
El poeta estaba allí, solo, esperando con timidez y dignidad un nuevo interrogatorio, de modo que sólo restaba entregarnos para que nos confiara sus reflexiones y nos aproximase a un Borges al que solamente conocen unos pocos.

MERCADO —Es una gran desgracia ser ciego, sin embargo en usted esa desgracia pareció obrar como estímulo para la creación. En general eso ha ocurrido siempre en el arte. Están los casos de Cervantes, Toulouse Lautrec, Höderlin, Beethoven, Proust, Emerson... que padecieron carencias, disminuciones físicas y fueron grandes creadores. Milton era ciego y también está la leyenda de Homero.

BORGES —Es bastante incómodo serlo, aunque creo que finalmente la ceguera ha influido en mi imaginación. Dependo de excelentes amigas como María Kodama y Anneliese von der Lippen porque en vez de escribir debo dictar. Además yo no reparo casi nada en esos detalles que les suelen preocupar a los otros. Hace un rato, al entrar, usted me decía que afuera llovía muy fuerte y yo recién ahora me doy cuenta de esa situación. Quiero decir que no encuentro diferencias entre lo que se llama realidad y el sueño. Piense que a raíz de mi ceguera paso horas en entera soledad y entonces me entretengo en urdir historias sin tener otro contacto con el mundo que mi imaginación.

MERCADO —Precisamente, Borges, se ha discutido tanto eso de si un escritor debe ser un hombre de vida intensa, exuberante. En su caso hay más bien una inquieta inmovilidad.

BORGES —Macedonio Fernández me dijo alguna vez que si él se tendía al mediodía, en el campo, sobre la tierra y cerraba los ojos y comprendía, distrayéndose de las circunstancias que nos distraen, podría resolver el enigma del universo. Además, a lo largo del tiempo, los hechos esenciales que les suceden a todos los hombres son pocos. No creo que haya demasiados hechos posibles. Estoy haciendo un cuento fantástico acerca de eso, se llama La memoria de Shakespeare. No le voy a revelar el argumento pero el tema es que los hechos importan menos que el uso que uno hace de ellos. Quiero decir, los materiales con los cuales se alimenta la imaginación no son tan importantes como la utilidad que nos prestan. No creo que un hombre deba ir a buscar los hechos esenciales porque nos van a ocurrir igual y están dentro de uno. Más que hechos, hay imaginaciones distintas.

MERCADO — ¿Usted no cree en que la literatura se haga con información, verdad?

BORGES — Me acuerdo de aquellos versos tan lindos de Eliot: "Where is the Wisdom / we have lost in knowledge / where is the knowledge / we have lost in information"... "Dónde está la sabiduría / que hemos perdido en conocimiento / dónde está el conocimiento / que hemos perdido en información..." ¡Qué raro! unos versos tan lindos hechos con palabras abstractas. Fíjese, detrás de aquella frase hay toda la tradición de los escolásticos. Por ejemplo, Platón decía que sobre los hechos uno puede tener información pero que la verdad se refiere a los arquetipos, a algo más importante, ¿no? Con respecto a los versos de Eliot, suenan tristes...

MERCADO —Probablemente, Borges, tristeza o melancolía haya siempre en los poemas o los versos.

BORGES — Hay una explicación muy fácil: la felicidad es un fin en sí. Cuando uno se siente feliz, esa misma felicidad está justificándose, no necesita continuarse, está conquistada. En cambio la tristeza pesa sobre uno y hay que hacer algo con ella, transformarla, enriquecerla, no sé, puede ser un buen material para el arte. Ciertos fracasos, la nostalgia, la pena, son para la alquimia del poeta que debe transmutarlos. Además quizá convenga que el artista sea triste porque encuentra la felicidad en la obra. Hay unos versos de Manuel Machado, tan olvidado actualmente: "Qué importa la vida/ que ya está perdida/ y después de todo/ qué es eso la vida/ cantando la pena/ la pena se olvida..." Mire usted cómo caen esos versos, como si el poeta los hubiera dejado caer sin darse cuenta. No sé si las penas se olvidan, pero en todo caso ya no es sólo la pena sino también el uso que se hizo de ella, el destino estético que el poeta le ha dado.

MERCADO —Da la impresión de que la poesía es mucho más autobiográfica, más intimista que la prosa, que el relato y que el cuento. En un poema se ve más al autor, más elocuentemente, quiero decir. Hay una poesía suya, El remordimiento que a quienes la leyeron les impresionó por lo autobiográfica.

BORGES —Sin embargo es uno de los poemas que considero más flojo. Aunque no sé, posiblemente alguna emoción deje traslucir. A mí, personalmente, me parece que no es bueno porque lo escribí a los tres días de la muerte de mi madre y estaba demasiado cerca de la emoción. En el famoso prólogo de Las baladas líricas de 1798, se dice que el mejor momento para la creación poética es el de la emoción recordada en la serenidad. Y creo que es cierto, porque cuando a uno le sucede algo, está como aniquilado, deshecho y es difícil componer un poema sin desprenderse de esa contaminación. Luego, después, uno suele recordar los hechos y es a la vez el espectador y el actor, un desdoblamiento que permite transformar esa emoción sin la torpeza de la inmediatez. Además, está lo que usted dijo, que la poesía es casi una íntima confesión. El cuento, en cambio, exige otro proceso al elaborarse. Ahora que estoy escribiendo ese cuento, pienso que tal vez resulte difícil terminarlo. A mí se me ocurrió hace muchos años en Estados Unidos y tal vez se haya enfriado y no salga bien. Aunque el argumento creo que es interesante y pienso que puedo ejecutarlo. Quizá sea el mejor cuento que yo escriba y también el último.

MERCADO —¿Por qué, piensa en la muerte Borges?

BORGES —Cuando mi madre cumplió noventa y ocho años me dijo: "se me fue la mano". Y yo ahora, el veinticuatro, estoy por cumplir setenta y nueve y creo que también se me fue la mano. Pero no tengo temor a la muerte, ya he vivido. La gente tiene temor a esa palabra porque cree que si uno muere va a ser castigado o premiado en el más allá. Yo creo en lo absoluto de la muerte, se que moriré enteramente en cuerpo y alma. Es raro, es en lo único absoluto en que creo. Heráclito el solitario, el oscuro, tiene una cita: "El camino ascendente y descendente es el mismo" ¿Es hermosa, verdad?

MERCADO —Es un hermoso refugio, después de todo. Usted, que suele refugiarse en los recuerdos, Borges, ¿qué significan para usted? El tiempo, la acumulación de emociones, de hechos, lo que se va.

BORGES —Pensaba en eso los otros días. En un poema que podría llamarse El Forastero. Por el solo hecho, de que voy a cumplir setenta y nueve años y vivir en Buenos Aires, yo ya soy un forastero. Porque yo nací en otra ciudad del mismo nombre pero ya no soy aquél y la ciudad es otra. Yo vivo entre edificios y gente que desconozco y ahora que estoy diciéndole esto a usted siento que quizá pueda hacer ese poema, ¿no cree? [Borges espera mi asentimiento, hace una larga pausa como si quisiera dictarlo allí mismo pero ha debido contenerse].

Una amiga me dijo el otro día que yo usaba un lenguaje arcaico, claro, como yo estoy todo el día hablando y conversando con Leonor, uso las palabras de hace medio siglo. Percibo las diferencias con el idioma que hablan ahora los argentinos. Y también las diferencias con otras cosas: creo que no reconocería actualmente el jardín de plantas, el botánico, porque lo que recuerdo yo es una quinta. Y si sigo caminando, sin proponérmelo, tropezaría con el arroyo Maldonado, aunque sé que ha sido entubado, pero no importa, mi memoria visual evoca el arroyo, las casas bajas, el tranvía tal vez. También me pasa con la cara de mis amigos, que me gustaría saber cómo son. Pero tampoco sé qué cara me saluda en el espejo. Yo no sé que cara tengo ahora, vivo imaginándome cómo era antes. Mariana Grondona me dijo: "¡qué suerte tenemos tus amigas que nos ves como éramos hace veinte años!" ¿Quién sabe no? A lo mejor han mejorado. Sé que he ido borrando los recuerdos penosos, desagradables, he decretado una suerte de abolición de malos recuerdos. Además todo hombre que va envejeciendo se va alejando del presente, deja de entenderlo y ni siquiera le interesa.

MERCADO —Sin embargo usted ha reparado siempre en situaciones límites del hombre, no se ha desinteresado por su circunstancia aunque se haya mostrado escéptico o descreído. Se ha pronunciado contra el nazismo, o la mecanización del hombre o ciertas confusiones históricas...

BORGES —Bueno, he dicho alguna vez que Rusia, Alemania, Italia, han apurado hasta las heces el beneficio de esa panacea universal que llamaron nazismo. Los resultados, se sabe, fueron el temor, la brutalidad, la delación y la ignorancia. Últimamente estamos mirando, lamentablemente, hacia dos países enteramente mediocres: Estados Unidos y Rusia. Cuando he dado clases en Universidades de Norteamérica he notado una completa ignorancia en los alumnos. En una materia como literatura yo estaba por referirme a Bernard Shaw y toda la clase aceptó desconocerlo. Hay allá una manera estúpida de tomar exámenes a través de computadoras. Al alumno se le hace una serie de preguntas —siempre tienen que ser impares, alguna debilidad de la máquina, supongo— y si contesta bien tres sobre cinco, digamos, aprueba el examen. Para mí eso es inaceptable. Creo que tengo alguna experiencia sobre el mundo que he vivido y puedo afirmar que antes, hace cincuenta años, los hombres tenían una mayor propensión al diálogo vasto, a anudar charlas donde se diferenciaran matices y se propusieran ideas. Yo recuerdo haber estado reunido largamente con un conservador, un comunista o un anarquista como yo (pongamos por caso) y no discutíamos sobre eso. Probablemente creíamos que la política no debía ser endiosada hasta el extremo de proponerla como la salvación del género humano. Seguramente, se trataba de una actitud sabia que ahora se ha ido perdiendo.

MERCADO —Tal vez el hombre de nuestra época ha apostado esperanzado a la política, a la economía, a la tecnología.

BORGES —Cuando llegué a Suiza en 1914 y pregunté quién era el presidente nadie lo sabía. ¿Qué sabios, no? También aquí, mi madre paseaba con mi abuelo Azevedo por la calle Florida y se detenían a charlar con Sarmiento o Mitre sin que la gente se detuviese, porque no consideraba que ocurría nada importante. Es que ocupar un cargo oficial no significa nada, absolutamente nada en sí mismo. Los políticos son actores o, como decía Bernard Shaw, "los políticos son un poco canallas".
Un rey, cuando hereda el poder, hereda todo y puede muy bien ser un caballero. En cambio, una persona que se dedica a congraciarse con la mayoría de sus conciudadanos, que recorre todo el país haciendo promesas, sobornándolos con ellas, no me resulta sincera. Leyendo una biografía de Lincoln escrita por el gran poeta norteamericano Carl Sandburg, que es un libro escrito a favor de Lincoln, he descubierto cosas bastante horribles. Por ejemplo, poco antes de ser elegido presidente pronuncia un discurso en Boston sobre el tema de la esclavitud y dice: "todo norteamericano nace libre". Quiere decir: se pronuncia a favor de la igualdad. Pero después, él tiene que hablarles a los electores de Alabama, en el sur y entonces allí le recriminan aquella actitud. Lincoln, con habilidad les responde: "todo norteamericano nace libre, sí, pero debo agregar que si dos razas tienen que convivir, la raza inferior tiene que estar supeditada a la superior." O sea, aquí se declara partidario de la esclavitud y eso no me parece una actitud muy honorable.

MERCADO —Probablemente, en política, se piense que un fin justifica los medios.

BORGES —Tal vez sí. Esa frase, ese concepto se le atribuye a los jesuítas. Sin embargo he leído una defensa acerca de eso. Dice que Pascal lo usó mal, que no quiere decir que todos los medios son buenos y el fin es justo. Significa que si el fin es lícito, los medios también son lícitos siempre que no sean censurables. Desde el momento en que los medios que se utilizan se ensucian, el fin también está sucio.

MERCADO —Siempre se percibe en usted un entusiasmo o un respeto por esos países pequeños de Europa, como Suiza.

BORGES —Sin embargo no los tomamos como ejemplo. Países cultos, educados, sin ambiciones de potencia ni de poderes exagerados, que sólo se proponen formar comunidades de hombres relativamente felices, fatalmente humanas. Estados Unidos es una gran potencia e individualmente es muy poca cosa. Ellos son demasiado gregarios. Como ve soy un individualista y creo en los individuos pero no en los gobiernos. Siento realmente que miremos hacia países tan mediocres. Tanto en Estados Unidos como en Rusia hay esclavos: en uno, voluntarios y entusiastas. En el otro, que desean rebelarse.

MERCADO —Acaso, esa propensión a mirar hacia los grandes países tenga que ver con la inclinación del hombre hacia las invenciones tecnológicas, el progreso científico. Por ejemplo, usted que ha sido contemporáneo obligado de tantos descubrimientos y transformaciones, ¿qué piensa de la llegada del hombre a la Luna? Un acontecimiento que pareció cambiar la concepción del hombre en muchos aspectos.

BORGES —¿Usted cree en ese cambio? Cuando los astronautas pisaron la Luna yo me emocioné mucho, derramé lágrimas, creí realmente, inocentemente, haber sido contemporáneo de un hecho trascendente desde el punto de vista espiritual, pero tal como ha sucedido con las computadoras, ese hecho se ha convertido en uno de tantos que sólo sirve para denigrar al hombre. En cuanto a la hazaña en sí, como aventura épica, la llegada a la Luna ahora me emociona mucho menos que un libro fantástico de Wells. Claro, todo eso tiene relación con nuestra paulatina separación de Europa. Nosotros somos europeos en el destierro. Hace poco estuve allá y sentí otra vez ese flujo que se desprende de una cultura inmensa. Y, cuando me enfrenté con Roma, ¡Oh! realmente uno recibe todo lo que surge de una ciudad de donde hemos nacido. De alguna manera somos romanos, que hablamos una lengua, el castellano, que es una deformación del latín. Por eso me parece gratuito que haya quienes se ocupen de revisar supuestas raíces indigenistas en nuestro pueblo porque lo que hay detrás es bastante desechable. Yo que he leído y me han contado muchas cosas de malones y fortines, sé que los indios lo único que sabían, aparte de arrasar poblaciones y matar animales, era contar con los dedos, así, hasta cuatro, ya que el cinco les debía parecer una cantidad inaccesible. Oscar Wilde, con sabia ironía, dijo que mejor los españoles hubieran seguido de largo antes que descubrir América.

MERCADO —No habría existido Borges.

BORGES —Una suerte que me hubiera beneficiado, ¿no? Hoy, precisamente, se cumplen tres años de la muerte de mi madre. Fue un ocho de julio.

MERCADO —En muchas oportunidades se ha hablado de aquella sutil, intensa relación que usted mantenía con su madre. Incluso se pensó que a la muerte de la señora Leonor le iba a resultar muy difícil a usted llenar ese vacío, perder a la destinataria de tantas confesiones.

BORGES —No sé, no me doy cuenta de que ha muerto. Suelo conversar con ella, acostumbra acompañarme sin ningún dramatismo, casi con suave ironía. Además, cuando la imagino, la veo en los momentos felices, no cuando Leonor estaba muriéndose. ¿Qué hora es? ¿Llueve mucho afuera?

MERCADO —Las doce y llueve bastante, Borges. Estoy leyendo a Joseph Conrad, Lord Jim siguiendo su viejo consejo. El ha perdurado y también sus admirados Shakespeare, Cervantes, Shopenhauer, Spencer. ¿Cómo imagina que lo recordarán a usted, a su obra?

BORGES —Bueno, ellos eran grandes y merecen ser recordados pero sé que no va a quedar nada de mis libros dentro de cincuenta, setenta años. Le digo la verdad, será una suerte que nadie se acuerde de mí. Yo guardo la esperanza de no estar incluido en ninguna historia de la literatura porque no creo en ellas y sé que no sirven para nada. Son puras confusiones que se difunden con tanta rapidez por culpa de los periódicos y la radio. La gente la escucha y se dice: tal cosa es verdad porque lo dijo la radio. Y no es ninguna verdad. ¿Quién es la radio? Chesterton decía: "Antes estaban los Evangelios y ahora están los medios pero no hay nada que decir".

MERCADO —De todas maneras, Borges, hay una obstinación en la gente. Pretenden hacerlo célebre. Y también quieren saber de usted no sólo en su obra sino por sus declaraciones.

BORGES —¡No tengo la culpa de eso! En mis cuentos yo he luchado para no delatar mis opiniones personales y creo que lo he logrado. Sería difícil, a cualquier lector, pretender conocer mis opiniones a través de mis cuentos. ¿No lo cree usted? Sé que mi literatura ha permanecido, en ese sentido, incontaminada. No se notan las opiniones del hombre, no hay indicios evidentes por lo menos. Además, siempre uno se contradice cuando opina, pero no cuando escribe sus sueños. Oscar Wilde, que tuvo una vida tan desgraciada, dejó sin embargo frases muy felices.

MERCADO —Si se buscasen indicios en su obra, digamos que hay un tema permanente, la lealtad, la amistad. En cambio, no sé, en el amor hay ese cuento Ulrica del Libro de Arena o La Intrusa, pero me parece menos consecuente. Un tema quizá soslayado.

BORGES —¡Pero si yo he escrito mucho sobre el amor en mis poemas! Pienso que el amor es un descubrimiento mutuo entre dos personas. Uno y otro se revelan secretamente algo que los une y los vincula y los hace protagonistas de un sentimiento que los otros no pueden compartir ni entender. Sólo les pertenece a ellos, los enamorados, y sólo a ellos les ha sido revelado. La amistad, en cambio, es una pasión que diferencia e identifica a los argentinos. Es un sentimiento que no necesita, como el amor, de continuas pruebas ni confirmaciones. Tengo pocos amigos que viven: Bioy Casares, Silvina Ocampo, Mujica Láinez. Con él nos pasa algo raro, pero tiene que ver con la amistad. Pocas veces nos vemos, pasan años sin vernos pero un día que yo estoy mal o me enfermo él aparece en la cabecera de la cama todo el tiempo que sea necesario y cuando me pongo bien, se va y desaparece. En ese rato de encuentro hablamos de todo lo que tenemos que hablar: de literatura, de amigos, proyectos. El y yo hacemos cosas distintas y somos distintos, pero hay algo que nos une más allá de esa circunstancia. Creo que la amistad es superior al amor entre un hombre y una mujer porque es desinteresada y no necesita de promesas ni de grandilocuencias. Dos amigos no se confiesan, no necesitan hacerlo, se comprenden. Sé que actualmente hay una moda de la intimidad totalmente impudorosa. Todo se le achaca al subconsciente.

MERCADO —Es la época de la psicología, algunos la llaman la del striptease o del desnudamiento. El hombre se cuestiona, quiere saber.

BORGES —Antes se creía en el pensamiento poético, en la magia, en la intuición. Ahora todo se le achaca al subconsciente y además dicen que está el inconsciente. ¿Cómo puede haber algo debajo de la conciencia que es inmaterial? No tengo ningún interés en adherirme a ese tipo de desagradables teorías ni prácticas, prefiero seguir creyendo que todo cuanto me ocurre en mi vida me es dictado por algún amanuense.

MERCADO —¿El que le dicta su vida como sus cuentos, no? Es usted una excepción en muchos sentidos Borges, pero sobre todo, que sea conocido por sus cuentos en una época que aparece signada por la gran cantidad de novelas y novelistas.

BORGES —¡Oh, es cierto! nunca he sucumbido a la tentación de escribir novelas. No siento inclinación hacia ellas ni siquiera como lector. Hay que soportar detalles, puertas que se cierran, tediosas descripciones. Está ese ejemplo, donde más se ven los defectos, Madame Bovary, de Flaubert. Además, salvo Lord Jim, de Conrad, una novela admirable, yo he leído muy pocas novelas. Piense usted que el Martín Fierro no necesita abundar en descripciones para hacernos sentir la llanura. 

... Marchamos la noche entera haciendo nuestro camino
sin más rumbo que él destino que nos llevara ande quiera...

Pero claro, la novela es otra de las cosas que vienen de allá últimamente, de Estados Unidos, los fabricantes de la pornografía, las escenas de alcoba, las obscenidades. Los jóvenes que quieren publicar son empujados a ese tipo de cosas o a seguir inéditos. George Moore decía: ser sensiblero es tener éxito. Hay novelas que hasta tienen un resumen del argumento en la contratapa donde se explica su contenido, así no hay necesidad de leerlas. Al poco tiempo son consideradas viejas, como los periódicos. Bueno, un cuento requiere más precisión, más rigor narrativo y sobre todo no acepta ese tipo de concesiones del best seller, una fea y casi mala palabra, ¿no? Creo que la novela va a desaparecer.

MERCADO —¿Cómo explica el éxito de su propia obra, siendo tan metafísica, tan ajena a esas concesiones argumentales de la actualidad?

BORGES —¿Éxito?, no. ¿Por qué la gente está tan preocupada por el éxito ahora? Cuando publiqué mi primer libro a mí no se me ocurrió llevarlo a las librerías ni a los críticos ni a los escritores célebres. Yo pensé que mejor los repartía entre mis amigos. Todo el mundo actualmente vive preocupado por la publicidad, por las críticas en los periódicos, por la bambolla que pueda hacerse alrededor de su nombre. No, no creo que valga la pena tener éxito. Allí está lo que acaba de suceder con el Campeonato Mundial de Fútbol. Todos juegan a que la victoria de los once jugadores les pertenece y aceptan esa ficción y simulan no darse cuenta de que es una especie de convención o una broma. ¿A quién se le puede ocurrir que la República Argentina le ganó al reino de Holanda? Ni tampoco, si los holandeses hubieran triunfado, no por eso triunfaban sobre todo un país.
Sin embargo, yo he oído festejar a la gente por la calle como si eso que estuviera festejando fuese tan real. Mire el papel ominoso, ridículo del presidente de Uruguay, negándose a concurrir a los partidos porque su país no participaba. Se supone que los orientales tuvieron la oportunidad y que jugaron tan mal que no pudieron intervenir, pero entonces ¿un presidente de la nación se porta como un hincha de fútbol? Francamente. No creo que antes hubiese sucedido eso en Uruguay. Bueno, también en Estados Unidos suceden cosas horribles. Carter, suele usar cualquier método para promocionarse. Me contaron que durante la gira antes de las elecciones, él, que tiene plantaciones de maní, bajaba de un avión al que bautizó The Flying Peanut, ¡El maní volador! calcule usted qué bello. Y además toda la escolta vestía atuendos que representaban un maní. Sin embargo obtuvo la presidencia del país más grande del mundo. Bueno, es bastante tarde.

MERCADO —Sé que me he excedido en el tiempo, Borges.

BORGES —¡Tengo tanto y tan poco tiempo! Paso la mayor parte solo aunque hoy, no sé, después de este diálogo quizá dicte a una amiga unos versos. ¡Es tan misteriosa la creación! viene del lado que uno menos imagina. No tiene leyes establecidas, las teorías alrededor de todo este enigma no importan demasiado. Yo no tengo teoría estética, escribo sin proponerme nada, en total libertad. Hace algún tiempo había decidido evitar el barroco y siento que ahora voy retomándolo. Verlaine, que rimaba tan bien, condenaba la rima. Quién sabe lo que pasa por el alma de un escritor cuando escribe. Rudyard Kipling comprendió al fin de su carrera que a un autor puede estarle permitida la invención de una fábula, pero no la íntima comprensión de su moraleja. Allí está nuestro Facundo, de Sarmiento, y según Groussac el libro más montonero de nuestra literatura. Quién le hubiera predestinado a Quiroga tan misericordioso destino: una muerte inolvidable —acribillado y apuñalado en una galera— y contada además por Sarmiento. Es que tratándose de obras de ingenio los propósitos del autor son lo de menos. También está el caso de Swift, que se propuso redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños. Como toda génesis, la creación poética es misteriosa. Yo solamente puedo inventar mi vida, pero no sus consecuencias, ¿verdad? (Afuera la lluvia torrencial pareció hacerse más intensa. Borges masculló alguna protesta hacia quienes se demoraban en arreglar los viejos techos. "Bueno —dijo recuperando el humor— esta noche me tendrán que hacer la cama en un rincón donde no se llueva. Cuando era joven nadaba muy bien, pero ahora..." 

Antes de que me retirase pidió que le buscara unos libros en la biblioteca y una vez ubicados, él los colocaba cuidadosamente en el primer lugar de cada estante, para tenerlos a mano cuando alguna de sus amigas viniera a leerle. Por curiosidad anoté los títulos y autores elegidos: Sartus Resartus de Carlyle, The Works of Henrik IbsenHugo; The book of sands de Jorge Luis Borges, todos editados en inglés. "¿Ve usted? —murmura—, la gente cree que he leído muchos libros y apenas si repaso, releo, siempre los mismos. Creo que hay demasiada belleza en el mundo y que hay que defenderse de ella, yo soy prudente con mis lecturas". La despedida le corresponde a su admirado Joseph Conrad, que en Lord Jim parece acordarse de Borges:
"Su soledad acrecentaba su estatura. No había a la vista nada que se comparase con él, como si hubiese sido uno de esos hombres excepcionales a los cuales sólo es posible medir por la grandeza de su fama."





Texto y fotos en revista Mercado, agosto de 1978
Digitalización  ©Mágicas Ruinas


7/7/17

Jorge Luis Borges: Manuel Mujica Láinez, «Los ídolos»






Escéptico de casi todas las cosas, Mujica Láinez no lo fue nunca de la belleza ni —¿por qué no resignarnos a un rasgo puramente local?— de la buena causa unitaria. Había escrito las biografías de Hilario Ascasubi y de Estanislao del Campo y se negó a escribir la de Hernández, que era rosista.

Es difícil imaginar dos hombres más distintos, pero fuimos excelentes amigos. Descubrimos un vago antepasado común, don Juan de Garay, que era realmente, creo, Juan de Garay. Nuestra amistad prescindió de la frecuentación y de la confidencia. Soy ciego y, de algún modo, siempre lo fui; para Mujica Láinez, como para Théophile Gautier, existía el mundo visible. También el teatro y la ópera, que parcialmente me están vedados. Sentía, quizá trágicamente, la vacuidad de las ceremonias, de las reuniones, de las academias, de los aniversarios y de los ritos, pero esas máscaras lo divertían. Sabía aceptar y sonreír. Fue, ante todo, un hombre valiente. No condescendió nunca a lo demagógico.

En toda vasta obra suele haber rincones secretos. He elegido Los ídolos. En otros libros justamente famosos, Manuel Mujica Láinez suele ser the man of the crowd, el hombre de la turba. En éste, el menos populoso, los personajes de la fábula, que se inicia a orillas del Avon, son de algún modo formas de Shakespeare y de Milton. Cada escritor siente el horror y la belleza del mundo en ciertas facetas del mundo. Manuel Mujica Láinez los sintió con singular intensidad en la declinación de grandes familias antaño poderosas.



Antologado en Biblioteca personal (1987)
Véase Prólogo a Biblioteca personal 
Foto: Manuel Mujica Láinez por Alicia D'Amico 
Fuente Vía


6/7/17

Jorge Luis Borges: Veinte preguntas notables [Revista Siete Días, 1976, Borges responde a Pinky, Raúl Lavié, Tato Bores, Vinicius de Moraes, Jorge Schussheim, Edmundo Rivero, Antonio Carrizo y otros]








PINKY

—Las respuestas chocantes que a veces suele dar usted a los periodistas ¿reflejan lo que realmente piensa o dice esas cosas por simple divertimento?

—Debo admitir que siempre actúo ingenuamente y los resultados suelen escandalizar. Precisamente, en los Estados Unidos tuve varias entrevistas y en todas noté que había una reverencia por los negros. Entonces les expresé mi asombro porque no descubría los motivos de tal actitud. Les dije que todo el mundo sabe que los diálogos de Platón, que la Biblia, que Shakespeare, que la obra de Víctor Hugo han sido escritas por los negros y, por lo tanto, para qué insistir, cuando los negros han reducido a la esclavitud a los blancos durante mucho tiempo. Era preciso, pues, reconocer su superioridad.



VICENTE FORTE

—¿Por qué en sus obras los imagineros no son figuras argentinas?

—No creo haber empleado nunca la palabra imaginero. Hay viejas mitologías de origen germano, por ejemplo, que me son muy queridas, por eso usé muchos de sus elementos en mis obras. Por otra parte, cuando yo, muchos años atrás, insistía en los compadritos y las esquinas rosadas, no hacia más que pintoresquismo; en cambio, en cuentos más recientes como La muerte y la brújula, donde no me esforcé por lograr ningún sabor local, la presencia de Buenos Aires, aunque encubierta, no se puede obviar.

—De todos los pintores que conoció en su vida, cuál es el que más recuerda?

—He conocido muchas personas en mi larga vida y sólo ante tres he sentido le presencia del genio: el español Rafael Cansinos Assens que podía saludar al sol en veinte idiomas y que ha realizado la mejor traducción que existe de Las mil y una noches, Macedonio Fernández y el pintor Xul Solar, un hombre algo extravagante y un genio múltiple.



RAÚL LAVIÉ

—¿Cuál era la deshabitada calle del Once en que se encontró con Macedonio Fernández?

—En realidad, yo lo encontré en la confitería La Perla del Once, en Jujuy y Rivadavia. Era un hombre de genio, Macedonio. Yo creo que no conocí a ninguna persona que me haya impresionado tanto como Macedonio Fernández, pero no me refiero a sus escritos. Macedonio no le daba importancia a lo que escribía. Jamás corrigió pruebas, a mi me dijo que él escribía para ayudarle a pensar.

—¿Por qué no lo quiere a Piazzolla?

—Porque yo he trabajado con él y me he dado cuenta de que no tiene oído. En él se conjugan su sordera musical y poética.



TATO BORES

—¿Qué va a decir el día en que finalmente le den el Premio Nobel?

—Ya hay una tradición de que no lo gane. Yo nací el 24 de agosto de 1899 y, desde entonces, no me han dado el Premio Nobel. Durante estos 77 años la tradición se ha mantenido firme. Inclusive en este momento, en que respondo, no lo estoy recibiendo. ¿Por qué causa va a quebrarse eso? ¿Por la ley de gravedad? Los factores que determinan la elección son extraños. Fíjese si no en el caso del poeta bengalí Rabindanath Tagore: sospecho que es más lindo, que es más sorprendente elegir a una persona con turbante, vestido de celeste y con una larga barba blanca. Es un éxito de lo pintoresco, de lo inesperado, creo que el mismo elegido debió estar muy escandalizado: sabía muy bien que lo que escribió no era para tanto.



VINICIUS DE MORAES

—¿Su obra refleja su vida o es toda ficción?

—Yo diría que es todo autobiográfico. No puedo crear personajes como lo hace Dickens. El único personaje soy yo. En todo caso, me imagino situaciones de otros. Diría que la mía, es una obra muy íntima: estoy convencido de que sólo lo íntimo tiene fuerza estética. Y aún cuando escriba ficciones, mas allá de la geografía, más allá de la historia, en la medida en que es posible alejarse de ambas, soy un narrador íntimo.




JORGE MONTES

—¿Es cierto que usted declaró que no le gusta Gardel porque tenía la cara parecida a la de Perón?

—No recuerdo haber visto retratos de Gardel, pero lo conocí. Fue en un cinematógrafo donde daban La ley del hampa de von Stemberg, tras la función, actuaba Gardel pero como a Pepe Mastronardi y a mí nos había gustado mucho la cinta, nos fuimos de la sala. A mí, personalmente, no me gustaba ese cantante y tengo entendido que al propio Gardel no le gustaba el tango, pero sus amigos lo llevaron a eso. El decía que no podía cantar algo que no sintiera, pero sin embargo, allí estaba la fama esperándolo.


—¿Cómo justifica usted que en un cuento suyo aparecido en una revista femenina, un lumpen no pronuncie una sola palabra en lunfardo?


—Lo injustificable es que lo haya publicado. Pero debo advertirle que los malevos no usan lunfardo, esa es una característica del sainete. Yo me he criado en Villa Luro entre malevos y no he tenido tiempo de estudiar lunfardo.



BROCCOLI

—¿Vería con agrado que así como ocurrió en el cine, sus cuentos fueran adaptados para la televisión?

—Lamentablemente, algún cuento mío fue llevado al cine. Pero lo hizo una persona que se llamaba Torre... Torre Nilsson, pero no le salió muy bien. También algunos se sorprenden cuando les digo que en la película Invasión no tuve nada que ver. Yo le permití a Hugo Santiago que pusiera mi nombre porque el joven no quería aparecer como guionista y director a la vez, pero le anticipé a Santiago que yo no podía creer en su argumento. Otra experiencia nefasta fue con El muerto, que está basado en un cuento mío, pero yo no tengo nada que ver con el texto del guión, ni siquiera lo vi. Sé que incurrieron en una sarta de disparates: la historia se desarrolla en una estancia cimarrona, en el norte de la República Oriental sobre la frontera con Brasil y ahí aparecen gauchos jugando al billar. Yo, que conozco esas estancias porque pasé la noche en una de ellas, recuerdo que dormí en catres y que no había ningún billar por ahí. Yo no querría que hicieran nada mío en televisión, aunque no soy quien maneja esos asuntos, sino la editorial que tiene mis derechos. No me gusta la televisión, además, si se hiciera algo en ese medio, sería para aprovechar la propaganda previa. Ocurriría lo mismo que cuando trasladan novelas al cinematógrafo. Por eso yo prefiero que usen mis argumentos, pero sin poner mi nombre, ni el del cuento. A mí no me preocupa que me plagien ni tampoco voy a hacer ningún juicio si lo hacen.



TOQUINHO


—¿Qué prevalece en el acto de la creación: lo emocional o lo racional?

—Yo creo que se trata de dos hechos sucesivos; se empieza por lo emocional. Ocurre que aparece la posibilidad de un poema, un cuento o lo que fuera y uno lo concreta cuando en esa reacción interviene lo intelectual. Sin embargo, hay dos teorías opuestas: la clásica, de la musa y la inspiración, y la de Poe (y es raro que un poeta de su genio la formulara) que habla de la concepción estética de la composición. Yo disiento con eso. Todo poema construido intelectualmente, se resiente en forma notable. Si yo me tomara como ejemplo, podría descubrir con humildad que al comienzo se puede ver el espíritu de la musa, incorporándose luego lo intelectual. Coincido con Oscar Wilde cuando dice que si no fuera por las formas clásicas del verso, estaríamos a merced del genio.



JORGE SCHUSSHEIM

—¿Tiene intención de dejar alguno de sus libros sin firmar para que dentro de unos 10 años sea casi un incunable, una reliquia de museo?

—Esto es algo que afirmo con frecuencia; he firmado tantos de mis ejemplares que el día que me muera, va a tener gran valor el libro que aparezca sin mi firma. Estoy convencido de que algunos intentarán borrarla para que su texto no se venda tan barato.



EDMUNDO RIVERO

—¿Cree que la inspiración está hermanada con las vivencias?

—Como toda mi obra es autobiográfica la inspiración nace, entonces, a partir de una serie de vivencias intransferibles.


—¿Cómo ve a Buenos Aires desde el punto de vista de sus expresiones culturales?


—Ahora las manifestaciones culturales son más numerosas, pero probablemente antes fueran más sólidas. Yo creo, por ejemplo, que Lugones o Banchs eran mejores que yo. ¿No le parece?



CARLOS GARAYCOCHEA

—¿Qué es lo que haría primero sí volviera a ser niño? 


—No puedo imaginarme otro tipo de vida para mi que ésta que llevo. Sin embargo, en ocasiones se me ocurre que podría hacer algo mejor de lo que hice, pero esto es absurdo a los setenta y siete años.

—¿En qué objeto le gustaría reencarnarse? 

—No me gustaría reencarnarme en nada. El día que ocurra, quiero morir íntegramente, en cuerpo y alma.



ANTONIO CARRIZO

—¿Por qué borró de su biblioteca El tamaño de mi esperanza?


—Porque era muy malo, era un remedo del Lunario sentimental de Lugones. Prefiero olvidarlo. Permití que se publicaran mis obras completas para omitir El tamaño de mi esperanza y las Inquisiciones, dos títulos que prefiero no recordar.

—¿Por qué, habiendo sido siempre un poeta medido, austero, que hasta abominó del tango por considerarlo sentimentalista, en sus últimos poemas se muestra sentimental y confidente?

—Los años me han dado cierta impunidad. Tengo una clara imagen de lo que soy y es por ello que sospecho que puedo hacer cualquier cosa y eso no modificará lo que piensen de mí. Debo agregar no obstante, que el tango canción, mejor dicho, la milonga de hace muchos años, me gustaba bastante.



ADOLFO PÉREZ ZELASCHI

—¿Usted se considera un hombre inteligente?


—Conozco muchas personas más inteligentes que yo, pero nombrarlas no significaría para ellas ningún halago.







En revista Siete Días Ilustrados. Año X, Nº 483
Buenos Aires, del 17 al 23 de setiembre de 1976
Imagen y texto digitales ©Mágicas Ruinas

5/7/17

Jorge Luis Borges: «El matrero»






Una curiosa convención ha resuelto que cada uno de los países en que la historia y sus azares han dividido fugazmente la esfera tenga su libro clásico. Inglaterra ha elegido a Shakespeare, el menos inglés de los escritores ingleses; Alemania, tal vez para contrarrestar sus propios defectos, a Goethe, que tenía en poco a su admirable instrumento, el idioma alemán; Italia, irrefutablemente, al alígero Dante, para repetir el melancólico calembour de Baltasar Gracián; Portugal, a Camoens; España, apoteosis que hubiera suscitado el docto escándalo de Quevedo y de Lope, al ingenioso lego Cervantes; Noruega, a Ibsen; Suecia, creo, se ha resignado a Strindberg. En Francia, donde las tradiciones son tantas, Voltaire no es menos clásico que Ronsard, ni Hugo que la Chanson de Roland; Whitman, en los Estados Unidos, no desplaza a Melville ni a Emerson. En lo que se refiere a nosotros, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro.

Sarmiento ha enumerado famosamente las diversas variedades del gaucho: el baqueano, el rastreador, el payador y el gaucho malo, que Ascasubi ya nombraba el malevo. En el prólogo del Santos Vega o Los mellizos de la Flor (París, 1872) Ascasubi nos dice: «Es la historia de un malevo capaz de cometer todos los crímenes, y que dio mucho que hacer a la justicia». El culto de la obra de Hernández, iniciado por El payador (1916) de Lugones y abultado luego por Rojas, nos ha inducido a la singular confusión de los conceptos de matrero y de gaucho. Si el matrero hubiera sido un tipo frecuente, nadie seguiría recordando, al cabo de los años, el apodo o el nombre de unos pocos: Moreira, Hormiga Negra, Calandria, el Tigre del Quequén. Hay distraídos que repiten que el Martín Fierro es la cifra de nuestra complejísima historia. Aceptemos, durante unos renglones, que todos los gauchos fueron soldados; aceptemos también, con pareja extravagancia o docilidad, que todos ellos, como el protagonista de la epopeya, fueron desertores, prófugos y matreros y finalmente se pasaron a los salvajes. En tal caso, no hubiera habido conquista del desierto; las lanzas de Pincén o de Coliqueo habrían asolado nuestras ciudades y, entre otras cosas, a José Hernández le hubieran faltado tipógrafos. También careceríamos de escultores para monumentos al gaucho.

En Buenos Aires, los conceptos de compadrito y de cuchillero han sufrido análoga confusión. El compadrito era el plebeyo del centro o de las orillas, el changador o el mayoral; era o no cuchillero. Despreciaba al ladrón y al hombre que vivía de las mujeres. Los veteranos de Bartolomé Hidalgo, «los gauchos del Río de la Plata, cantando y combatiendo» que Hilario Ascasubi exaltó y los ocurrentes conversadores que recrean la historia del doctor Fausto no son menos reales que los rebeldes que ha glorificado Gutiérrez. Don Segundo, el tropero viejo, es hombre de paz.

Es natural y acaso inevitable que la imaginación elija al matrero y no a los gauchos de la partida policial que andaba en su busca. Nos atrae el rebelde, el individuo, siquiera inculto o criminal, que se opone al Estado; Groussac ha señalado esa atracción en diversas latitudes y épocas. Inglaterra se acuerda de Robin Hood y de Hereward the Wake; Islandia, de su Grettir el Fuerte. Cabe rememorar asimismo a aquel Billy the Kid, de Arizona, que al morir de un brusco balazo a los veintidós años debía a la justicia veintidós muertes, sin contar mejicanos, y a Macario Romero, de quien dice una copla un tanto jocosa:
¡Qué bonito era Macario
en su caballo retinto,
con la pistola en la mano,
peleando con treinta y cinco!
La historia universal es la memoria de las ulteriores generaciones y ésta, según se sabe, no excluye la invención y el error, que es tal vez una de las formas de la invención. El jinete acosado que se oculta, como por arte mágica, en la mera vaciedad de la pampa o en los enmarañados laberintos del monte o de la cuchilla, es una figura patética y valerosa que de algún modo precisamos. También el gaucho, por lo general sedentario, habrá admirado al prófugo que fatigaba las leguas de la provincia y atravesaba, desafiando la ley, las anchas aguas correntosas del Paraná o del Uruguay.

Menos de individuos, la historia de los tiempos que fueron está hecha de arquetipos; para los argentinos, uno de tales arquetipos es el matrero. Hoyo y Moreira pueden haber capitaneado bandas de forajidos y haber manejado el trabuco, pero nos gusta imaginarlos peleando solos, a poncho y a facón. Una de las virtudes del matrero, sin duda inapreciable, es la de pertenecer al pasado; podemos venerarlo sin riesgo. Matrerear podía ser un episodio en la vida de un hombre. El acero, el alcohol de los sábados y aquel recelo casi femenino de haber sido ofendido que se llama, no sé por qué, machismo, favorecían las reyertas mortales. En el Fausto se lee:
Cuando a usté un hombre lo ofiende,
ya sin mirar para atrás,
pela el flamenco y ¡sás! ¡trás!
dos puñaladas le priende.
Y cuando la autoridá
la partida le ha soltao,
usté en su overo rosao
bebiendo los vientos va.
Naides de usté se despega
porque se aiga desgraciao,
y es muy bien agasajao
en cualquier rancho a que llega.
Si es hombre trabajador,
ande quiera gana el pan:
para eso con usté van
bolas, lazo y maniador.
Pasa el tiempo, vuelve al pago,
y cuando más larga ha sido
su ausiencia, usté es recebido
con más gusto y más halago[*]
Es curioso advertir que la desgracia era del matador, no del muerto.
Este libro antológico no es una apología del matrero ni una acusación de fiscal. Componerlo ha sido un placer; ojalá compartan ese placer quienes vuelvan sus páginas.


[*] El más ilustre de los maestros literarios deplora, en cambio, su desdicha, no sus buenos momentos:
Es triste dejar sus pagos/y largarse a tierra ajena,/llevándose el alma llena/de tormentos y dolores,/mas nos llevan los rigores/como el pampero a la arena./
Jorge Luis Borges: El matrero
Selección y prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Edicom S.A., 1970


Incluido en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Luego antologado en Miscelánea

Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

Foto: José Edmundo Clemente (?), Borges y Rogelio García Lupo

en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires (s/d) Vía



4/7/17

Jorge Luis Borges: La víspera







Millares de partículas de arena,
ríos que ignoran el reposo, nieve
más delicada que una sombra, leve
sombra de una hoja, la serena
margen del mar, la momentánea espuma,
los antiguos caminos del bisonte
y de la flecha fiel, un horizonte
y otro, los tabacales y la bruma,
la cumbre, los tranquilos minerales,
el Orinoco, el intrincado juego
que urden la tierra, el agua, el aire, el fuego,
las leguas de sumisos animales,
apartarán tu mano de la mía,
pero también la noche, el alba, el día...


En La moneda de hierro (1976)
Fotografía y manuscrito de Jorge Luis Borges 
hallados en la Biblioteca Nacional Argentina en 2010


3/7/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: Cosmología budista





El budismo, como el hinduismo, del cual procede, postula un número infinito de mundos, todos de idéntica estructura. Afirmar que el universo es limitado es una herejía; afirmar que es ilimitado, también; afirmar que no es ni lo uno ni lo otro, es asimismo herético. Este triple anatema obedece acaso al propósito de desalentar las especulaciones inútiles, que nos apartan del urgente problema de nuestra salvación.

En el ombligo o centro de cada mundo se eleva una montaña cuyo nombre es Meru o Sumeru. Su forma es la de una pirámide truncada de base cuadrangular; la cara oriental es de plata, la austral de jaspe, la occidental de rubí y la septentrional de oro. En la cumbre están las ciudades de los dioses y los paraísos de los bienaventurados; en la base están los infiernos. Alrededor del Meru, cuya altura es de ochenta y cuatro mil leguas, giran el sol, la luna y las constelaciones. Siete mares concéntricos, separados por siete cadenas circulares de montañas de oro, rodean el monte Meru; un cartón para tirar al blanco sería una suerte de mapamundi budista. La profundidad de los mares y la altura de las cordilleras decrecen a medida que se alejan del centro. Fuera del último círculo de montañas empieza el océano que conoce la humanidad. En sus aguas hay cuatro continentes e innumerables islas[7]. El continente oriental tiene forma de media luna; esta forma se repite en las caras de los habitantes, que son tranquilos y virtuosos. Se atribuye a este continente el color blanco. El continente austral, que es el nuestro, tiene forma de pera; también son piriformes las caras de sus habitantes. En él existen el bien y el mal, las riquezas y la abundancia; se le asigna el color azul. El continente occidental es redondo y rojo; sus habitantes, cuya fuerza es extraordinaria, se alimentan de carne de vaca y tienen caras circulares. El continente septentrional es el mayor de todos. Su color es verde y su forma es cuadrangular, como las caras de los habitantes, que son herbívoros. Las almas, después de la muerte, habitan los árboles.

Cada uno de estos continentes tiene dos satélites; en el que está a la izquierda del nuestro viven los rakshasas, demonios enemigos de la humanidad, que rondan los cementerios, interrumpen los sacrificios, hostigan a la gente piadosa, animan los cadáveres y devoran a los seres humanos. Pueden ser horribles o hermosos; algunos tienen un solo ojo, otros una sola oreja; unos caminan sobre dos piernas, otros sobre tres, otros sobre cuatro. En la poesía épica tienen determinados epítetos: homicidas, dañinos, ladrones de ofrendas, fuertes en la penumbra, noctámbulos, caníbales, carnívoros, bebedores de sangre, mordedores glotones, carinegros. Se dice que en el siglo VIII de nuestra era, Padma-Sambhava, maestro del lamaísmo, les predicó la doctrina del Buddha.

Los habitantes del primer continente viven doscientos cincuenta años; los del segundo, cien; los del tercero, quinientos, y los del cuarto, dos mil. En el Antiguo Testamento se lee que la duración de la vida humana es de setenta años; Schopenhauer, para justificar el cómputo hindú, arguye que sólo a los cien años el hombre muere naturalmente, sin agonía, y que morir por una enfermedad es tan accidental como morir en una guerra o en un incendio.

La descripción del mundo que acabamos de resumir corresponde a un plano horizontal; verticalmente, cabe distinguir tres regiones superpuestas. La primera e inferior es la sensorial; la habitan dioses, hombres, demonios, fantasmas, animales y seres infernales. En la zona más baja de esa región están los infiernos o, mejor dicho, los purgatorios, ya que los períodos de castigo no son infinitos. Hay ocho moradas ardientes y ocho glaciales. Encima de los infiernos está la zona en que vivimos. La segunda región, intermedia, es la de las formas; la tercera y superior es aquella en que las formas no existen. Los dioses son los únicos habitantes de estas dos últimas regiones.

Los dioses viven muchos siglos, pero no son inmortales. Algunos habitan la cumbre del monte Meru; otros, palacios suspendidos en el aire. A medida que la jerarquía es más alta, los goces son menos físicos; la unión de los dioses inferiores es semejante a la de los hombres; luego, en categorías más elevadas, se realiza mediante el beso, la caricia, la sonrisa o la contemplación. No hay concepción ni nacimiento; los hijos, ya de cinco a diez años de edad, aparecen de pronto sobre las rodillas de la diosa o del dios que es su madre o su padre (según la tradición hebrea, Adán tenía treinta y tres años en el momento en que fue creado). Los dioses de la segunda región ignoran los deleites sensuales: su alimento es la alegría y sus cuerpos están hechos de materia sutil. Oyen y ven, pero carecen de gusto, olfato y tacto. En la tercera región los dioses son incorpóreos y viven en un puro éxtasis contemplativo que puede extenderse a veinte, cuarenta, sesenta u ochenta mil períodos cósmicos.

Cada mundo flota sobre agua, el agua sobre viento, el viento sobre el éter. Los mundos, cuya cifra es incalculable, forman grupos de tres entre los cuales hay espacios desiertos, vastos y tenebrosos que sirven como lugares de castigo.

Conviene no olvidar que esta pintoresca cosmografía no es esencial a la doctrina que el Buddha predicó. Ciertamente, no se trata de un dogma, lo importante es la disciplina monástica que conduce al hombre a la liberación.




Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

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También Jorge Luis Borges: La personalidad y el Buddha

Foto sin atribución: Borges y Alicia Jurado Fuente
Al pie, contratapa del libro


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