10/6/14

Jorge Luis Borges: El Libro de Arena





…thy rope of sands…
George Herbert (1593-1623)

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
—Vendo biblias —me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó.
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir. Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve —observé.
—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad? 
—No —me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns —corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
—Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
—A black letter Wiclif! —murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
—Trato hecho —me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.


El Libro de Arena (1975)
Foto © Lisl Steiner (+)

9/6/14

Jorge Luis Borges: Acerca del expresionismo





En el decurso de la literatura germánica, el expresionismo es una discordia. Ahondemos la sentencia.

Antes del acontecimiento expresionista la mayoría de los escritores tudescos atendieron en sus versos no a la intensidad sino a la armonía. Obra de caballeros acomodados la suya, se detuvo en las blandas añoranzas, en la visión rural y en la tragedia rígida que atenúan forasteros lugares y lejanías en el tiempo. Nunca fueron asombro del lector, encamináronse a la pública tierra con la conciencia limpia de violentas artimañas retóricas y sus plumas tranquilas alcanzaron mucha remansada belleza. Desde el verso heptasílabo natal hasta los numerosos hexámetros de una hechura latina, abundaron —con la insistente generosidad de una súplica— en la dicción de esa dispersada nostalgia que es la señal más evidente de su sentir. El propio Goethe casi nunca buscó la intensidad; Hebbel alcánzala en sus dramas y no en sus versos; Ángel Silesio y Heine y Nietzsche fueron excepciones grandiosas. Hoy en cambio por obra del expresionismo y de sus precursores se generaliza lo intenso; los jóvenes poetas de Alemania no paran mientes en impresiones de conjunto, sino en las eficacias del detalle: en la inusual certeza del adjetivo, en el brusco envión de los verbos. Esta solicitud verbal es una comprensión de los instantes y de las palabras, que son instantes duraderos del pensamiento. La causadora de ese desmenuzamiento fue en mi entender la guerra, que poniendo en peligro todas las cosas, hizo también que las justipreciaran.

Esto merece ilustración.

Si para la razón ha sido insignificativa la guerra, pues no ha hecho más que apresurar el apocamiento de Europa, no cabe duda que para los interlocutores de su trágica farsa fue experiencia intensísima. ¡Cuántas duras visiones no habrán atropellado su mirar! Haber conocido en la inmediación soldadesca tierras de Rusia y Austria, y Francia y Polonia, haber sido partícipe de las primeras victorias, terribles como derrotas, cuando la infantería en persecución de cielos y ejércitos atravesaba campos desvaídos donde mostrábase saciada la muerte y universal la injuria de las armas, es casi codiciadero pero indubitable sufrir. Añádase a esta sucesión de aquelarres el entrañable sentimiento de que estrujada de amenazas la vida —¡la propia calurosa y ágil vida!— es eventualidad y no certidumbre. No es maravilloso que muchos en esa perfección de dolor hayan echado mano a las inmortales palabras para alejarlo en ellas. De tal modo, en trincheras, en lazaretos, en desesperado y razonable rencor, creció el expresionismo. La guerra no lo hizo, mas lo justificó.

Vehemencia en el ademán y en la hondura, abundancia de imágenes y una suposición de universal hermandad: he aquí el expresionismo. Puede achacársele con justicia el no haber pergeñado obras perfectas. Entre los hombres que lo precedieron, resaltan tres —Karl Vollmoeller y los austríacos Rainer María Rilke y Hugo de Hofmannsthal— que han realizado esa proeza.

En los mejores poemas expresionistas hay la viviente imperfección de un motín.

Los patriotas afirman que el expresionismo es una intromisión judaizante. Explicaré el sentido de esa suposición.

El pensativo, el hombre intelectual, vive en la intimidad de los conceptos que son abstracción pura; el hombre sensitivo, el carnal, en la contigüidad del mundo externo. Ambas trazas de gente pueden recabar en las letras levantada eminencia, pero por caminos desemejantes. El pensativo, al metaforizar, dilucidará el mundo externo mediante las ideas incorpóreas que para él son lo entrañal e inmediato; el sensual corporificará los conceptos. Ejemplo de pensativos es Goethe cuando equipara la luna en la tenebrosidad de la noche a una ternura en un afligimiento; ejemplos de la manera contraria los da cualquier lugar de la Biblia. Tan evidente es esa idiosincrasia en la Escritura que el propio San Agustín señaló: La divina sabiduría que condescendió a jugar con nuestra infancia por medio de parábolas y de similitudes ha querido que los profetas hablasen de lo divino a lo humano, para que los torpes ánimos de los hombres entendieran lo celestial por semejanza con las cosas terrestres.

(La teología —que los racionalistas desprecian es en última instancia la logicalización o tránsito a lo espiritual de la Biblia, tan arraigadamente sensual. Es el ordenamiento en que los pensativos occidentales pusieron la obra de los visionarios judaicos. ¡Qué bella transición intelectual desde el Señor que al decir del capítulo tercero del Génesis paseábase por el jardín en la frescura de la tarde, hasta el Dios de la doctrina escolástica cuyos atributos incluyen la ubicuidad, el conocimiento infinito y hasta la permanencia fuera del Tiempo en un presente inmóvil y abrazador de siglos, ajeno de vicisitudes, horro de sucesión, sin principio ni fin.)

Considerad ahora que los expresionistas han amotinado de imágenes visuales la lírica contemplativa germánica y pensaréis tal vez que los que advierten judaísmo en sus versos tienen esencialmente razón. Razón dialéctica, de símbolo, donde la realidad no colabora.

Que tres poetas icen ahora sus palabras.


Noche en el cráter

Un nubarrón, calavera sin la quijada, alisa el campo carcomido de cráteres.
En el molusco grieta palidece la arrugada perla enferma rostro
y resbala de la línea de trincheras, roto cordón que me tiene aún por ambas manos atado.
Siempre flanqueado de infinito, bostezan en mi costado las heridas de lanza.
Ante los ojos los malos agüeros nerviosos de fuego a ras de tierra, como llamas de alcohol, un exorcismo para no sostenernos mucho tiempo en este heroico paisaje.
Junto a tantos escombros de cemento, bloques erráticos 1916-17, y escarpadas esferitas de luz, desesperado contra-exorcismo.
Las granadas de gas estallan como un intestino pinchado.
Las trompas de las caretas limitan su horizonte al mínimum de existencia.
Alrededor del yelmo de acero el ventilador viento sopla tras de buscar inútilmente susurros en las forestas;
aquí el lecho primordial de raíces ya que no mece la tierra,
sino la detonación de las minas, el final de la trayectoria de terribles cometas,
encuentros calculados en no sé qué angustiosa astronomía,
bajo las frentes crispadas como cinc rígido.
Las granadas de mano se arrojan por la borda.
Al amanecer surge como en alta mar un cadáver
color de plata o agua. Para nosotros —cual un amuleto— íntimo e inmediato.

Alfredo Vagts


Ciudad

Sigue el ramaje de los vientos. Las aristas
de las esquinas van impeliendo las calles.
Curvas de luz ondeante deslumbran
espejadas por el brillo redondo de los villajes.
¿Derriba los colores! Desata la madeja
de los valles cansados. Hambriento queda
siempre algo eternamente igual en los deseos
que se atropellan hasta caer polvorientos.
Ya cada frente se revuelve en la red
de las frentes pulidas. Ya huye el movimiento
por los canales de follaje, matando aquellas
líneas entrelazadas que se pegan al cielo.

Werner Hahn


La Batalla de Marne

Poco a poco las piedras dan en hablar y en moverse.
Los pastos brillan como un verde metal. Las selvas,
talanqueras bajas y espesas, tragan columnas lejanas.
Encalado secreto, amaga estallar todo el cielo.
Dos horas infinitas van desplegando minutos.
Hinchado asciende el horizonte vacío.
Mi corazón es amplio como Alemania y Francia reunidas.
lo atraviesan todas las balas del mundo.
La batería levanta su voz de león.
Una y seis veces. Silencio.
En los lejos hierve la infantería.
Durante días. Durante semanas también.

Guillermo Klemm

(Soy yo el culpable de la españolización de los versos.)


En Inquisiciones (1925)
Hay una primera versión (1923) con variantes luego, antologada en
Textos recobrados 1919-1929 (Buenos Aires, 2011)

Foto: Jorge Luis Borges, 1971, by Gisèle Freund

8/6/14

Jorge Luis Borges: El grabado





¿Por qué, al hacer girar la cerradura,
vuelve a mis ojos con asombro antiguo
el grabado de un tártaro que enlaza
desde el caballo un lobo de la estepa?
La fiera se revuelve eternamente.
El jinete la mira. La memoria
me concede esta lámina de un libro
cuyo color y cuyo idioma ignoro.
Muchos años hará que no la veo.
A veces me da miedo la memoria.
En sus cóncavas grutas y palacios
(dijo San Agustín) hay tantas cosas.
El infierno y el cielo están en ella.
Para el primero basta lo que encierra
el más común y tenue de tus días
y cualquier pesadilla de tu noche;
para el otro, el amor de los que aman,
la frescura del agua en la garganta
de la sed, la razón y su ejercicio,
la tersura del ébano invariable
o —luna y sombra— el oro de Virgilio.



En Historia de la noche (1977)
Foto en la Biblioteca Nacional, 1963, por Ronald Shakespear

7/6/14

Jorge Luis Borges: El caballo*






La llanura que espera desde el principio. Más allá de los últimos durazneros, junto a las aguas, un gran caballo blanco de ojos dormidos parece llenar la mañana. El cuello arqueado, como en una lámina persa, y la crin y la cola arremolinadas. Es recto y firme y está hecho de largas curvas. Recuerdo la curiosa línea de Chaucer: a very horsely horse. No hay con qué compararlo y no está cerca, pero se sabe que es muy alto.

Nada, salvo ya el mediodía.

Aquí y ahora está el caballo, pero algo distinto hay en él, porque también es un caballo en un sueño de Alejandro de Macedonia.



*Debo corregir una cita. Chaucer (The Squieres Tale, 194) escribió: Therwith so horsly, and soquik of yë.

En Historia de la noche (1977)
Foto s-d: Fundación Borges

6/6/14

Jorge Luis Borges: Metáforas de «Las mil y una noches»






La primera metáfora es el río.
Las grandes aguas. El cristal viviente
que guarda esas queridas maravillas
y mías hoy. El todopoderoso
talismán que también es un esclavo;
el genio confinado en la vasija
de cobre por el sello salomónico;
el juramento de aquel rey que entrega
su reina de una noche a la justicia
de la espada, la luna, que está sola;
las manos que se lavan con ceniza;
los viajes de Simbad, ese Odiseo
urgido por la sed de su aventura,
no castigado por un dios; la lámpara;
la conquista de España por los árabes;
el simio que revela que es un hombre,
jugando al ajedrez; el rey leproso;
las altas caravanas; la montaña
de piedra imán que hace estallar la nave;
el jeque y la gacela; un orbe fluido
de formas que varían como nubes,
sujetas al arbitrio del Destino
o del Azar, que son la misma cosa;
el mendigo que puede ser un ángel
y la caverna que se llama Sésamo.
La segunda metáfora es la trama
de un tapiz, que propone a la mirada
un caos de colores y de líneas
irresponsables, un azar y un vértigo,
pero un orden secreto lo gobierna.
Como aquel otro sueño, el Universo,
el Libro de las Noches está hecho
de cifras tutelares y de hábitos:
los siete hermanos y los siete viajes,
los tres cadíes y los tres deseos
de quien miró la Noche de las Noches,
la negra cabellera enamorada
en que el amante ve tres noches juntas,
los tres visires y los tres castigos,
y encima de las otras la primera
y última cifra del Señor; el Uno.
La tercera metáfora es un sueño.
Agarenos y persas lo soñaron
en los portales del velado Oriente
o en vergeles que ahora son del polvo
y seguirán soñándolo los hombres
hasta el último fin de su jornada.
Como en la paradoja del eleata,
el sueño se disgrega en otro sueño
y ése en otro y en otros, que entretejen
ociosos un ocioso laberinto.
En el libro está el Libro. Sin saberlo,
la reina cuenta al rey la ya olvidada
historia de los dos. Arrebatados
por el tumulto de anteriores magias,
no saben quiénes son. Siguen soñando.
La cuarta es la metáfora de un mapa
de esa región indefinida, el Tiempo,
de cuanto miden las graduales sombras
y el perpetuo desgaste de los mármoles
y los pasos de las generaciones.
Todo. La voz y el eco, lo que miran
las dos opuestas caras del Bifronte,
mundos de plata y mundos de oro rojo
y la larga vigilia de los astros.
Dicen los árabes que nadie puede
leer hasta el fin el Libro de las Noches.
Las Noches son el Tiempo, el que no duerme.
Sigue leyendo mientras muere el día
y Shahrazad te contará tu historia.


En Historia de la noche (1970)
Foto: JLB en Mexico

5/6/14

Jorge Luis Borges: El hambre





Madre antigua y atroz de la incestuosa guerra,
borrado sea tu nombre de la faz de la tierra.

Tú que arrojaste al círculo del horizonte abierto
la alta proa del viking, las lanzas del desierto.

En la Torre del Hambre de Ugonno de Pisa
tienes tu monumento y en la estrofa concisa

que nos deja entrever (sólo entrever) los días
últimos y en la sombra que cae las agonías.

Tú que de sus pinares haces que surja el lobo
y que guiaste la mano de Jean Valjean al robo.

Una de tus imágenes es aquel silencioso
Dios que devora el orbe sin ira y sin reposo,

el tiempo. Hay otra diosa de tiniebla y de osambre;
su lecho es la vigilia y su pan es el hambre.

Tú que a Chatterton diste la muerte en la bohardilla
entre los falsos códices y la luna amarilla.

Tú que entre el nacimiento del hombre y su agonía
pides en la oración el pan de cada día.

Tú cuya lenta espada roe generaciones
Y sobre los testuces lanzas a los leones.

Madre antigua y atroz de la incestuosa guerra,
borrado sea tu nombre de la faz de la tierra.



En El otro, el mismo (1964)
Foto Annemarie Heinrich

3/6/14

Guillermo Boido: Una lectura de Borges desde la ciencia





Introducción

A fines de 1997, por iniciativa del Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Buenos Aires, un grupo de investigadores pertenecientes en su mayoría al ámbito de las ciencias formales y naturales expusieron en las llamadas “Jornadas sobre Borges y la ciencia”, cada uno desde la perspectiva de su respectiva disciplina, sus puntos de vista acerca de las ideas científicas que subyacen en ciertos textos borgeanos. Sus contribuciones fueron recopiladas en el libro Borges y la ciencia, Buenos Aires, Eudeba, 1999. Me declaro deudor del aporte esclarecedor de aquellos colegas, sin el cual, probablemente, las reflexiones que siguen hubiesen sido mucho más pobres. Debo aclarar, por otra parte, que en esta lectura de Borges desde la ciencia presupongo que el término ciencia se refiere (abusivamente) a las ya mencionadas, en particular a la física y a la matemática. 

1. Borges y la dimensión ficcional de la ciencia

En el epílogo de Otras inquisiciones, Borges destaca su tendencia a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético e incluso “por lo que encierran de singular y maravilloso”. No hay razón, por tanto, para que no hiciese lo propio con aquellas ideas científicas que expresan lo que la ciencia tiene de aventura del pensamiento, de empresa que, en su poderosa diversidad, se interna a menudo por los territorios de la paradoja, la belleza y la maravilla. Determinadas teorías o conceptos científicos ofrecen una suerte de tierra fértil para la creación literaria, esto es, una dimensión ficcional a disposición del narrador, el ensayista o el poeta. En tal sentido, la ciencia, y en particular la matemática, ofrece un amplio campo de posibilidades para el ejercicio de “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”, los cuales, según Borges, han conformado la admirable opción de Paul Valéry “en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión”.

El joven Borges fue contemporáneo de algunas de las revoluciones científicas más trascendentes del siglo XX, en particular en lo que respecta a las ciencias formales y naturales: la revisión de los fundamentos de la lógica y la matemática, la teoría de la relatividad, la física cuántica y el desarrollo de la genética moderna datan del primer tercio del siglo. Célebres científicos, como Bertrand Russell, Einstein o Julian Huxley, escribían por entonces o poco después libros de alta divulgación para poner al alcance del profano las nuevas ideas científicas en circulación. Sabemos incluso los títulos de algunos de ellos que Borges, insaciable lector y atento a las novedades de la cultura de su época, sin distinción de fronteras, leyó en distintos momentos de su vida. En múltiples escritos, Borges incursiona por las autorreferencias y las regresiones infinitas de la lógica, los números transfinitos, las series infinitas, la infinita divisibilidad del espacio y el tiempo, la irreversibilidad termodinámica, las simetrías, los universos paralelos, la cosmología, la memoria o la universalidad del azar, temas que, de un modo u otro, son patrimonio de la investigación científica actual. En otras oportunidades su literatura remite también a cuestiones trascendentes para la filosofía de la ciencia: los límites del conocimiento, la verdad y la duda, la causalidad, el orden y el caos, la realidad y la apariencia. Lejos de pretender desmenuzar esta compleja amalgama, en este trabajo me limito a reflexionar, con modestia, acerca de una suerte de interacción que involucra, por una parte, a la escritura borgeana generada por las lecturas científicas de nuestro escritor, y por otra, a la lectura de tales escrituras por sus lectores con un mínimo de formación (o información) científica.

2. Borges: de la lectura a la escritura

Podríamos decir que Borges es un visitante de la ciencia que, a su regreso, nos relata lo que ha visto en el lenguaje del narrador, el ensayista o el poeta. Así, Borges visita la aritmética transfinita de George Cantor y las leyes de la termodinámica y vuelve con “La doctrina de los ciclos”; o la versión matemática de las aporías de Zenón y regresa, por caso, con “Avatares de la tortuga”; o alguna teoría del tiempo en física y nos narra “El jardín de senderos que se bifurcan”. Desde luego, lo hace acompañado por todas aquellas experiencias atesoradas en visitas a otros territorios: los de la filosofía, la magia, la mitología, la historia, la antropología, la teología y tantos otros. (Así, en sus textos sobre las aporías de Zenón, se remite a científicos como Bertrand Russell o Lewis Carroll, pero también a Aristóteles, Platón, Hobbes, Patricio de Azcárate, Stuart Mill, santo Tomás de Aquino, Leibniz, etc., amén de algún improbable filósofo chino.) Dada la enorme cantidad de lecturas de todo orden que ha acumulado Borges y el asombroso poder de su imaginación, no siempre es posible decidir a cuáles territorios hace referencia tal o cual texto, o si ha sido inspirado por tal o cual teoría científica. (Tarea aún más compleja dada la frecuencia con que adjudica a otros lo que en rigor es original y propio.) Sin embargo, en ciertos casos, las ideas científicas recogidas por Borges han sido transmutadas en literatura de manera casi literal, mientras que en otros es posible identificar las fuentes que han nutrido su invención sin demasiada ambigüedad.

De allí que sea posible clasificar estos relatos de viajero en tres grupos, que corresponden a distintas elaboraciones literarias de aquellas geografías científicas que Borges ha visitado. En el primer grupo, el territorio es descrito apelando al ensayo breve que informa, más o menos literalmente, acerca de las maravillas que han descubierto sus lecturas: la exposición de Borges, a su modo, siempre original y brillante, es una suerte de reflexión de alto vuelo en el plano de la divulgación científica, como en su bella e informada refutación del Eterno Retorno por invocación a la segunda ley de la termodinámica. En el segundo grupo, el transfondo científico de una narración o un ensayo puede ser develado por un lector informado a poco que advierta ciertas pistas que Borges, quizás adrede, ha diseminado por aquí y por allá. Se trata de una lectura que podría ser llamada a la Pierre Menard (esto es, de una escritura que corre por cuenta del lector) a la cual contribuye Borges por medio de indicios y guiños al lector versado en ciencias para que éste reconstruya, si lo desea, la geografía científica que Borges ha visitado antes de escribir su texto. Pertenecen a este grupo relatos tales como “El libro de arena”, que convoca a la aritmética transfinita y al cual me referiré luego. Al tercer grupo pertenecen, finalmente, ensayos o relatos que podrían haber tenido o no un referente científico. Aquí Borges no nos ofrece pistas, y la lectura a la Menard del lector corre por su cuenta y riesgo, a solas con el texto y sin la ayuda, el testimonio o el consuelo del autor. Tal es el caso de “La lotería en Babilonia”, que podría remitir, como correlato, a la gradual introducción del azar en la física de los siglos XIX y XX, según ha puesto en evidencia recientemente el físico argentino Roberto Perazzo. El universo de Newton era previsible, nos dice Perazzo, pero hoy, a la luz de la física cuántica, los incesantes y ocultos sorteos de la Compañía son un patrimonio inevitable del mundo. Permítaseme ahora analizar algunos de estos recorridos de Borges por los países de la física y la matemática.

2.1. Borges en la geografía de la física moderna

Mi primer grupo de ejemplos pertenece al ámbito de la física, en particular a la de principios de siglo, en lo referente a las teorías relativista y cuántica. El cosmólogo y astrofísico Héctor Vucetich ha señalado que algunas de estas ideas le han permitido a Borges jugar con el espacio, pero a la vez desarrollar imágenes dramáticas del tiempo: El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. Borges no juega con el tiempo, nos dice Vucetich, porque la segunda ley de la termodinámica afirma la irreversibilidad del tiempo y está en el origen de la impostergable muerte personal. En cambio, el espacio borgeano, con sus prisiones, sus desiertos y sus laberintos, es una suerte de tablero de ajedrez. Escribe Vucetich: “El Aleph anula el espacio; la casa de Asterión lo descompone en corredores, patios y recodos; la biblioteca de Babel lo exalta hasta lo monstruoso; todos, lo niegan. El espacio es una sustancia mental que, como los hrönir de Tlön, pueden modelarse a voluntad del artista.”

En la teoría general de la relatividad, los cuerpos modifican las propiedades del espacio físico (que en realidad es el indiviso espaciotiempo) y la geometría euclideana no se aplica al universo. El universo de Einstein está gobernado por la llamada “geometría elíptica”, en la cual las paralelas invariablemente se cortan y la suma de los ángulos de un triángulo es mayor que 180°. Ésta es la “geometría visual” de Tlön : “Esta geometría desconoce las paralelas y declara que el hombre que se desplaza modifica las formas que lo rodean”. Por su parte, el narrador de “La biblioteca de Babel” sugiere que la biblioteca es ilimitada y periódica, tal como sucede con el universo einsteniano y su geometría elíptica. La llamada “paradoja de los mellizos” ilustra una consecuencia de la teoría de la relatividad : el mellizo A permanece en la Tierra, mientras que B realiza un largo viaje intergaláctico, al cabo del cual, a su regreso, ha envejecido sensiblemente menos que su hermano. Hay reminiscencias de ello en “El milagro secreto”, relato en el cual Dios concede al protagonista, frente al pelotón de fusilamiento, un año para terminar su obra inconclusa, lo cual acontece mientras transcurre solamente un breve instante para sus ejecutores.

La física cuántica describe el comportamiento de las partículas atómicas y subatómicas en términos probabilísticos. Podemos estimar, por caso, qué cantidad de una sustancia radiactiva se habrá desintegrado al cabo de cierto lapso, pero no si en dicho lapso lo habrá hecho determinado átomo individual. Acerca de este último evento, sólo podemos calcular la probabilidad de que acontezca. De acuerdo con la interpretación más difundida de la física cuántica, llamada “de Copenhague”, este carácter azaroso de los fenómenos cuánticos no es inherente a nuestro conocimiento sino al comportamiento mismo de la naturaleza, tesis que algunos grandes físicos, como Einstein y Erwin Schrödinger, se han negado a admitir. En 1935, Schrödinger presentó una objeción a la interpretación de Copenhague, hoy conocida como la “paradoja del gato de Schrödinger”, un experimento mental un tanto truculento que involucra a un gato, una cierta cantidad de material radiactivo y un dispositivo que, al ser alcanzado por la radiación emitida por un átomo al desintegrarse, libera un gas letal que mata al gato. Todo ello se encuentra dispuesto en una caja cerrada, de modo que no podemos saber qué acontece allí dentro. En un lapso determinado, por caso un segundo, tendremos una probabilidad del 50% de que algún átomo se haya desintegrado y una probabilidad del 50% de que no lo haya hecho. En el lenguaje cuántico, esta situación se describe diciendo que el átomo se encuentra en una superposición de dos estados, cada uno con su propia probabilidad. Pero, puesto que no sabemos qué ocurrió dentro de la caja durante ese lapso, se preguntaba Schrödinger, ¿qué podemos afirmar acerca del gato? ¿Acaso se encuentra a la vez vivo y muerto?

No interesa aquí la intención crítica de Schrödinger hacia la interpretación de Copenhague, sino las consecuencias (especulativas) que podrían surgir de la misma a propósito de su célebre gato. Podríamos pensar que al cabo de un segundo se han generado dos historias posibles : en una de ellas, el gato muere, en la otra, sobrevive. Ahora la argumentación puede ser reiterada. Una vez transcurridos dos segundos, se habrán generado tres historias posibles: la del gato que muere al cabo de un segundo, la del gato que muere al cabo de dos segundos y la del gato que sobrevive al cabo de dos segundos. Esta secuencia temporal, arborescente, de tiempos e historias paralelas, podría ser extendida indefinidamente. Es la del laberinto temporal del astrólogo Ts’ui Pen, en El jardín de senderos que se bifurcan. Algunos físicos, como Marcelo L. Levinas y Alberto Rojo, han llamado la atención acerca de las notables similitudes entre el tiempo arborescente de Ts’ui Pen y una teoría, publicada en 1957 por Hugh Everett, llamada sugestivamente “la interpretación de los muchos mundos de la mecánica cuántica”.

2.2. Borges en la geografía de la matemática

En mi segundo grupo de ejemplos interviene la matemática, esa ciencia que, con palabras de Borges, no se contrapone con la imaginación sino que se complementa con ella “como la cerradura y la llave”. Sabemos que una recta se extiende indefinidamente hacia un lado y el otro de la misma : está conformada por infinitos puntos. ¿Cuál es el primer punto de la recta? No existe tal punto. ¿Cuál es el último? Tampoco existe. Indiquemos ahora sobre la recta cuatro puntos cualesquiera, A, B, C y D, en ese orden. ¿Cuántos puntos hay entre A y D? Infinitos. ¿Cuántos hay entre A y C? Infinitos. También hay infinitos puntos entre A y D, y así sucesivamente. Por pequeño que sea el segmento que consideremos, habrá en él infintos puntos. Entre dos puntos cualesquiera de la recta hay infinitos otros.

Ahora bien, tal como sucede en una regla graduada, los puntos de la recta pueden ser numerados. A un punto cualquiera le corresponderá el cero ; hacia un lado de la recta habrá puntos correspondientes a números tales como 1, 2, 3, 4... ; hacia el otro, puntos correspondientes a números tales como -1, -2, -3, -4... Tendremos además otros puntos intermedios a los que les corresponderán números tales como 2,5, 7,34 ó -3, 28, o bien el conocido número π = 3,1415... Por decirlo así, cada número “habita” en su correspondiente punto : no hay punto sin número ni número sin punto. Estos números, que permiten numerar todos los puntos de la recta, son llamados números reales. Por tanto, las preguntas anteriores acerca de los puntos de la recta pueden ser reformuladas ahora en términos de números reales. ¿Cuántos números reales hay ? Tantos como puntos : infinitos. ¿Cuál es el primer número real ? No existe tal número. ¿Cuál es el último ? Tampoco existe. ¿Cuántos números reales hay entre 0 y 3? Infinitos. ¿Cuántos hay entre 0 y 1,5 ? Infinitos. También hay infinitos números reales entre 0 y 1, y así sucesivamente. Por pequeño que sea el intervalo numérico que consideremos, habrá en él infinitos números reales. Entre dos números reales cualesquiera hay infinitos otros.

Un libro corriente de 120 páginas está foliado por medio de un conjunto finito de números naturales: 1, 2, 3, 4, .... 120. Pero el borgeano libro de arena no es un libro corriente. El conjunto (infinito) de páginas que lo integran ha sido foliado con el conjunto (infinito) de números reales. Así lo da a entender el relato : “Me dijo que su libro se llamaba el libro de arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.” Y también: “Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí [el libro] con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil : siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro”. Y también : “El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera, ninguna es la última.” ¿Serán, me pregunto, los granos de arena del relato una metáfora de los puntos de la recta? Probablemente.

Pero a lo antedicho podemos agregar algo más. En distintos textos, por caso en “La אּdoctrina de los ciclos”, Borges expone la teoría de los conjuntos infinitos del gran matemático alemán George Cantor (1845-1918). Cantor fue capaz de desarrollar una aritmética de los conjuntos numéricos infinitos, en la cual los (infinitos) números del conjunto se consideran como un todo. En esta aritmética tan alejada del sentido común y la intuición, se asigna a cada conjunto infinito un tipo de número llamado transfinito. Se trata, sin duda, de una clase de objetos matemáticos que nada tienen que ver con los modestos números naturales que empleamos en la vida diaria para contar, pues no podemos contar los elementos de un conjunto infinito. En la teoría de Cantor, a cada conjunto numérico infinito le corresponde un número transfinito, y el que le corresponde al conjunto de los números reales se llama אּ (alef). Hay אּ números reales. Hay אּ puntos en la recta. Y el libro de arena tiene, exactamente, אּ páginas.

El efecto devastador de estos relatos que Borges ha hecho crecer en el suelo fértil de la matemática radica en su materialización de las entidades matemáticas. Las extrae del mundo de la abstracción o de su hábitat platónico y las inserta en nuestro mundo cotidiano, en el cual tales entidades no tienen cabida, y de allí que sean inconcebibles. Cantor fue criticado en su época por considerar al infinito numérico como un todo (dicho con reminiscencias aristotélicas, un infinito no potencial sino actual), pero los alef con los que opera hoy el matemático son, si se quiere, triviales : los alef se suman, se multiplican, etc. En cambio el alef de Borges, materializado en un sótano de la calle Garay, en el que se dan cita la localización y la simultaneidad de todo suceso, es decir, la divinidad, es monstruoso. En el mundo real, las páginas de un libro no son carentes de espesor, es decir, poseen tres dimensiones, y por ello el espesor del libro de arena sería infinito, es decir, no sería un libro. En el relato de Borges lo es, y por eso se presenta como un “objeto de pesadilla”. El autor logra superponer aquí, magistralmente, la condición ideal del “libro matemático” con su contrapartida material. Lo logra también cuando hace reflexionar al protagonista acerca del riesgo que supondría quemar el libro de arena, porque el espesor del libro conformaría una masa de papel igualmente infinita, y su combustión inundaría de humo no sólo el planeta, como afirma Borges, sino también el universo todo.

Esta invasión de entes matemáticos en el mundo real, suerte de trayecto inverso al de Alicia cuando atraviesa el espejo, está presente también en otros relatos. En “El disco”, Borges arranca el círculo euclideano del plano, lo lanza a un espacio tridimensional, lo materializa y lo convierte en el disco de Odín, que tiene un solo lado. En esas condiciones, el comportamiento del círculo lo convierte en otro objeto monstruoso. A veces, sin embargo, la pesadilla resulta de la súbita inadecuación de la matemática para describir el mundo real. Para un matemático, la afirmación “2+2=4” es tautológica, necesariamente verdadera, porque “2+2” y “4” son distintos nombres para designar un mismo número. Por el contrario, la afirmación “2 manzanas + 2 manzanas = 4 manzanas”, que se refiere al mundo físico, es contingente : nos dice que si reunimos dos manzanas con otras dos manzanas obtendremos un conjunto de cuatro manzanas. El resultado no es necesario desde el punto de vista lógico, pero, desde luego, nuestra sorpresa sería mayúscula si al agregar dos manzanas a otras dos manzanas obtuviésemos un conjunto de tres o de cinco manzanas, pues confiamos en la validez de las generalizaciones inductivas (siempre que hemos reunido dos pares de objetos hemos obtenido cuatro objetos) o bien en la conocida afirmación de Galileo de que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos. Sin embargo, tal cosa no sucede en el relato de Borges “Tigres azules”, en el que, por ejemplo, nueve discos, al ser divididos, pueden resultar en seiscientos. Lo aterrador del comportamiento de estos discos no resulta de una refutación de la matemática, inmaculada en su olimpo conceptual o platónico, en el que 2+2 será siempre igual a 4, sino de la constatación de que se ha roto la legalidad de un mundo expresable en términos matemáticos, tesis en la que descansan las ciencias físicas, y por tanto la conversión de un orden natural en otro quizás inaccesible para nosotros o bien en un impredecible caos.

3. Borges: de la escritura a la lectura

Pero la fascinación de Borges por aspectos de la ciencia de su tiempo encuentra su contrapartida en aquélla que provoca en sus lectores de formación científica. Como cualquier otro lector, un científico puede apreciar narraciones como “El sur” o “La intrusa”, pero no es aventurado conjeturar que su aprecio por los textos borgeanos será mayor ante escritos tales como “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La biblioteca de Babel” o “La lotería en Babilonia”. Este particular interés puede ponerse en evidencia señalando las numerosas citas de Borges que, a modo de analogías o metáforas que remiten a determinadas facetas de la ciencia, aparecen en trabajos científicos recientes. El bioquímico Alberto Boveris ha explorado este punto con el recurso a los Citation Index, publicación periódica estadounidense que ofrece citaciones de un par de miles de revistas internacionales de primer orden, con rigurosos controles en cuanto a referato. Comprueba que, entre 1975 y 1994, Borges es citado 54 veces, una cifra que, seguramente, se incrementaría si se tuviesen en cuenta libros (en particular los de referencia, en donde los autores gozan de mayor libertad en cuanto a reflexión y especulación), publicaciones de alta o mediana calidad ignoradas por el Index, etc. Boveris estima que en tal caso el número de citaciones se multiplicaría por una cifra comprendida entre 5 y 10, es decir, entre 270 y 540 citaciones en el período de veinte años considerado.

Permítaseme agregar, a una serie de ejemplos que señala Boveris, una reciente constatación personal en el libro Representar e intervenir, del filósofo de la ciencia Ian Hacking. Al referirse a los problemas que plantea el realismo científico, el autor rechaza aquella imagen de Galileo (ya mencionada) según la cual Dios escribió un libro de la naturaleza para que nosotros podamos leerlo con el recurso a la matemática. Citando a Leibniz, Hacking afirma que Dios maximizó la variedad de fenómenos y, a la vez, escogió las leyes naturales más simples, pero la consecuencia de ello es que las leyes han de ser inconsistentes unas con otras, es decir, que cada una tiene un contexto en el que se aplica pero ninguna es aplicable a todo. A esto llama Hacking una fantasía argentina: Dios no escribió un solo libro de la naturaleza sino una biblioteca, en la cual cada libro, inconsistente con todos los otros, no es redundante, pues permite la comprensión y la predicción en un contexto determinado del mundo físico, mas sólo en él. Dios, en suma, nos dice Hacking, habría escrito una biblioteca de la naturaleza cuya estructura no es otra que la de la biblioteca de Babel.

¿Por qué la fascinación de los lectores científicos ante ciertos textos borgeanos que presuponen alguna referencia, mediata o inmediata, al pensamiento científico? Si determinados aspectos de la ciencia han creado una tierra fértil para el crecimiento y la maduración de la imaginación de Borges, el lector científico no puede menos que interrogarse acerca de los frutos que el escritor ha cosechado. Pero éste es sólo el comienzo de una respuesta. Algunas de ellas remiten al carácter fragmentario y ensayístico de la obra de Borges como una suerte de expresión literaria de nuevos paradigmas científicos, como el del caos, al parecer surgidos de la crisis de la modernidad, lo cual convertiría a Borges en una suerte de filósofo de la ciencia antipositivista. Más sencillas son las razones que invoca el biofísico y escritor Marcelino Cereijido : “Hay un metabolismo social del conocimiento, que comienza con los artistas, sigue con los ensayistas y, para cuando la ciencia toma un problema para tratar de explicarlo, ya ha pasado mucha agua debajo de los puentes”. La ficción borgeana, nos dice Cereijido, trata con territorios que quedan más allá del límite entre orden y caos. Borges viaja al fondo del mito y de la historia y regresa con aquellos cabos sueltos abandonados por la “estampida de la razón“. Por otra parte, hace estallar el carácter disciplinar y la parcelación de la realidad que impone la ciencia moderna, y en cierto modo propone una convergencia en la que hoy están empeñados muchos científicos. Esta respuesta de Cereijido me resulta completamente satisfactoria.

Es interesante constatar que, en ciertos casos, los lectores científicos invaden el territorio de la creación borgeana con sus propios instrumentos profesionales y ejercen una suerte de colaboración con el autor ampliando el texto escrito por Borges, es decir, extraen consecuencias inesperadas que el propio autor no había previsto. (Como pocas, la obra de Borges se presta admirablemente a ello.) Esta celebración de la lectura, multiplicadora de textos, me parece, hubiese contado con la aprobación entusiasta de quien escribió una biografía no autorizada de Tadeo Isidoro Cruz, ignorada por José Hernández. Consideremos nuevamente, por caso, la singular conformación del libro de arena. ¿Es posible abrir el libro en una página determinada? Abrir un libro normal cuyas páginas están numeradas de 1 a 100 en la página 55 es sencillo : se trata de partir (con los dedos) el conjunto de páginas en dos subconjuntos. Basta un par de tentativas para lograrlo. A la derecha del lector se tendrá el subconjunto de las páginas comprendidas entre la 55 y la 100; a la izquierda, el de las páginas comprendidas entre la 1 y la 54, el número natural anterior a 55. Pero en el libro de arena, si bien existe la página 55, no existe la página anterior a la 55. La inexistente página debería corresponderse con un número menor que 55, pero, sea cual fuere el número menor que 55 que escogiésemos, habría infinitos otros números entre él y 55. El libro de arena podría ser abierto al azar pero la probabilidad de encontrar, por tanteo, la página 55, es nula. Nunca podríamos hallar de ese modo una página determinada. Para volver aún más imposible esa tarea, Borges distribuye los folios del libro de manera aleatoria, es decir sin respetar el orden en que se presentan los números reales: a la página 32 puede subseguir la 500 000 y a ésta la 3,4. El libro de arena se vuelve así todavía más misterioso. Además, ¿de que serviría un índice del libro de arena, tan infinito como el propio libro? ¿Y qué decir, por caso, si el comportamiento de los misteriosos discos de “Tigres azules” se extendiera a toda la realidad? Deberíamos abandonar el lenguaje matemático como gramática del mundo físico. El libro de la naturaleza ya no estaría escrito en caracteres matemáticos, aunque podría estarlo, por ejemplo, en caracteres musicales. De ser así, tal vez podríamos fundar una nueva física en la cual el conocimiento se expresara por medio de una serie de partituras musicales y las clases o exposiciones públicas sobre el orden natural obligaran a la utilización, por caso, de un clavicordio.

Esta indagación acerca de las características de los “objetos literarios” creados por Borges a partir de sus propias lecturas científicas admite otras modalidades. Estimar las dimensiones de objetos literarios no es asunto nuevo. A fines del siglo XVI, Galileo dictó en la Academia florentina una conferencia sobre la estructura, la ubicación y el tamaño del infierno de Dante, en la que propuso una topografía del mismo a partir de rigurosas consideraciones geométricas. Para calcular las dimensiones de los sucesivos círculos infernales infirió previamente, según la información que proporciona Dante, el tamaño del mismísimo Satanás, que resultó ser un gigante de más de un kilómetro de altura. Leonardo Moledo ha hecho algo similar con la biblioteca de Babel, biblioteca que, por contener todos los libros que resultan de combinar un número finito de símbolos, es enormemente vasta pero no infinita. El número de libros allí presentes es de 10 1 836 800 , es decir, un uno seguido de 1 836 800 ceros. Si estos libros se acomodaran de tal modo de conformar una compacta esfera, ésta tendría un tamaño enormemente mayor que la del universo según las estimaciones cosmológicas actuales: la biblioteca de Babel no cabría en el universo. Tiene razón Moledo cuando afirma que, en vista de estas dimensiones, Borges ha construido el objeto literario de mayor tamaño de toda la historia de la literatura. Pero permítaseme ahora una especulación personal : ¿cuántas bibliotecas de Babel caben en el libro de arena? Puesto que la cantidad total de folios de los libros almacenados en la biblioteca es un número muy elevado pero finito, habrá lugar en el libro de arena para todos esos folios y aún para los folios de otra biblioteca de Babel, y para los de otra, y los de otra... y así interminablemente. En el libro de arena caben infinitas bibliotecas de Babel. (Borges así lo sugiere en la nota al pie de página con la cual finaliza “La biblioteca de Babel”, con una pertinente referencia al matemático Bonaventura Cavalieri.)

En otros casos, finalmente, el texto borgeano actúa como una suerte de test proyectivo que permite reflexionar acerca de ideas científicas recientes (seguramente desconocidas por Borges) quizás desde una perspectiva novedosa. El biólogo uruguayo Eduardo Mizraji lo expone de este modo: “La obra de Borges parece un misterioso espejo en el que nuestras ideas o nuestras incertidumbres se reflejan de modo tal que, contraviniendo las leyes usuales de la reflexión, nos son devueltas con más nitidez y brillo. La enorme inteligencia de Borges, la fuerza de su pensamiento, introdujeron en sus escritos un complejísimo material que posee el poder de reconfigurar, precisar y enriquecer ideas confusas y desdibujadas que a veces los científicos tenemos en nuestra mente cuando vamos a sus textos”. A propósito de los recientes estudios sobre las bases biológicas de la memoria, nos recuerda Mizraji que un signo de nuestra identidad humana es poder abreviar, conceptualizar, es decir, hacer que la realidad sea aprehensible por medio de su capacidad de condensar la complejidad del mundo en unidades simples. Podemos pensar porque nuestra memoria es imperfecta. Una memoria minuciosamente perfecta es incompatible con la conceptualización y por ende con el pensamiento, que sólo es posible a condición de que el cerebro humano pueda llevar a cabo olvidos estratégicos de aquello que es levemente diferente. Tal es la imposibilidad y el amargo drama de Funes (“mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”) pero también la desmesura de los cartógrafos que, en “Del rigor en la ciencia”, diseñan un inútil mapa del imperio del tamaño del imperio. El espejo de estos textos devuelve a Mizraji una reflexión ética : la desmesura de la información, inabarcable para la mente humana, insinúa hoy un “mundo de pesadilla” que bien podría ser el nuestro a breve plazo. Ello es así en virtud de la casi infinita potencialidad de las bases de datos computarizadas que, a modo de un Funes colectivo y planetario, todo lo almacenan. Es nuestra responsabilidad, concluye Mizraji, impedir que los cartógrafos del imperio sean nuestra realidad futura.

4. A modo de conclusión: Borges y las dos culturas

Alguna vez será necesario analizar con las herramientas críticas pertinentes la naturaleza y posibilidades de lo que he llamado la dimensión ficcional de la ciencia, que tanto ha subyugado y subyuga a los maestros de la ciencia ficción, pero también, por caso, a Stanislaw Lem o a Italo Calvino. De llevarse a cabo este proyecto, una tarea multidisciplinaria que incluiría necesariamente la participación de científicos, me atrevo a afirmar que Borges será no sólo un referente ineludible en materia de producción literaria sino también que en sus escritos encontraremos las claves para encarar la empresa. Pero para ello habrá que superar esa perniciosa fragmentación cultural característica de los tiempos modernos, en particular aquella que sitúa a la ciencia, la literatura, el arte o la filosofía en compartimientos estancos. Nuestra condición de especialistas acentúa la feudalización del conocimiento y la expresión al trágico costo de una lamentable mutilación cultural. La cosmología y la astrofísica tratan sobre el universo, asunto que debería importar a todo aquél que siente que no vive en una cáscara de nuez, mientras que la poesía sitúa a los hombres con relación a sus límites: la poesía no descubre galaxias, pero, a la vez, no hay ciencia del amor o la muerte. No es asunto de jerarquías sino de modos distintos de convivir con la condición humana, indispensables ambos. Al fin de cuentas, tales indagaciones, la del cosmólogo y la del poeta, parecen satisfacer una necesidad común: probar que somos infinitos, aunque los infinitos con los que tropezamos, paradójicamente, acaben no sólo por no colmarnos sino que nos revelan nuestra esencial finitud. El abismo con el que trata la cosmología del físico nos destina la indiferencia, no menos que el que descubre la poesía cuando ésta nos sumerge en el absurdo, por omisión, por ausencia, por las voces del silencio que convoca. Decía Antonio Porchia : No descubras, que puede no haber nada. Y nada no se vuelve a cubrir. ¿Debo aclarar que, cada uno a su modo, el cosmólogo y el poeta se atreven a descubrir, a riesgo de que, para nosotros, no haya nada?

La creatividad, el sentido de la belleza, el recurso a la intuición, la especulación y la fantasía son patrimonios comunes del artista y el científico, aunque el pensamiento de éste deba ceñirse a ciertos controles metodológicos que necesariamente limitan el alcance de sus afirmaciones. Bertrand Russell, a propósito de Einstein, escribe que las teorías de éste “emergen como una imprevista intuición imaginativa, como le sucede a un poeta o a un compositor musical”. El propio Einstein afirmaba que un hallazgo científico presupone previamente alcanzar “un estado emotivo que se asemeja al de un hombre profundamente religioso o al de un enamorado”, a la vez que mencionaba haber sido perseguido por visiones mientras reflexionaba sobre problemas científicos irresueltos. (La visón de “un hombre montado en un rayo de luz” lo habría conducido a la teoría especial de la relatividad.) El químico Kekulé halló la solución al problema de la estructura teórica de la molécula del benceno luego de haber soñado con cadenas de átomos que en el sueño se manifestaban como serpientes en incesante movimiento. Términos tales como "simplicidad", "belleza" y “armonía” aparecen con frecuencia en los escritos de muchos científicos como criterios estéticos de verdad. El astrónomo Johannes Kepler, fuertemente influido por el hermetismo renacentista, adhirió al sistema de Copérnico invocando exclusivamente la “arrebatadora belleza” de la teoría heliocéntrica, con la cual su autor pretendía restablecer la armonía que Platón, siglos atrás, había exigido de la astronomía. Para Paul Dirac, uno de los mayores físicos del siglo XX, "es más importante la belleza de nuestras ecuaciones que su ajuste experimental". Dicho de otro modo, el camino hacia las teorías científicas transita muchas veces por territorios similares a los que suele visitar el artista, como señalaba Saint-John Perse en su célebre discurso de recepción del premio Nobel.

Al comienzo de esta exposición mencioné una cita de Borges a propósito de Valéry, aquél que ha practicado “los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”. Pertenece a “Valéry como símbolo”, un texto incluido en Otras inquisiciones. El símbolo es el de un hombre “infinitamente sensible a todo hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de pensamientos”. ¿Cómo no pensar en el propio Borges, de quien Rodríguez Monegal ha dicho que todo lo que lee se convierte en escritura? Al considerar los ingredientes filosóficos, religiosos o científicos que enriquecen su obra (convertidos, desde luego, en literatura) sabemos que estamos en presencia de esa clase de raros escritores que Boris Vian caracterizaba diciendo que no levantan muros entre ellos y los distintos ámbitos del conocimiento. Me parece que la explícita decisión de Borges de rechazar una concepción feudal de la cultura es otra lección del maestro que sus lectores, de una buena vez, deberíamos aprender.


Facultad de Ciencias Exactas y Naturales
Universidad de Buenos Aires
Publicado en L. Fleming (comp.), El Universo de Borges
Secretaría de Cultura de la Nación, Buenos Aires, 1999, pp. 81-98
Foto: JLB y su gato Beppo, sin data de autor y fecha

2/6/14

Jorge Luis Borges: La muerte y la brújula






A Mandie Molina Vedia


De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño —tan rigurosamente extraño, diremos— como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. Es verdad que Erik Lonnröt no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Ese criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrt se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahúr.

El primer crimen ocurrió en el Hótel du Nord —ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto—. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día 3 de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hótel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms . Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El 4, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zaitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, ya levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
—No hay que buscarle tres pies al gato —decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro—. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante —respondió Lönnrot—. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
—No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
—No tan desconocido —corrigió Lönnrot—. Aquí están sus obras completas. —Indicó en el placard una fila de altos volúmenes: una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofia de Robert Flood; una traducción literal del Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego, se echó a reír.
—Soy un pobre cristiano —repuso—. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
—Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías —murmuró Lönnrot.
—Como el cristianismo —se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zaitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa:
La primera letra del Nombre ha sido articulada.

Lönnrot, se abstuvo de sonreír: Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia). Su noveno atributo, la eternidad —es decir, el conocimiento inmediato— de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre —el Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zaitung. Éste quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió hablar de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del 3 de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba como enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras en tiza. El gendarme las deletreó... Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A izquierda y a derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras de tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del 3 de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y de Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval) Treviranus indagó que le habían hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon —esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias—. Treviranus habló con el patrón. Éste (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi anulado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines, eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero que les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yiddish —él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas— y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:
La última de las letras del Nombre ha sido articulada.

Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en un armario, un libro en latín —el Philologus hebraeograecus (1739) de Leusden— con varias notas manuscritas. Treviranus lo miró con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Éste, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del secuestro posible. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
—¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y le leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus:
Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum die sequentis. Esto quiere decir —agregó—: El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.
El otro ensayó una ironía.
—¿Ese dato es el más valioso que usted ha recogido esta noche?
—No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó «las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para liquidar tres judíos»; la Yidische Zaitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, «aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio»; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Éste recibió, la noche del primero de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el 3 de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hótel du Nord eran «los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico»; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot —indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también...  Sintió, de pronto, que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió, pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
—Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
—Entonces ¿no planean un cuarto crimen?
—Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos. —Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras.
Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado —Red Scharlach— hubiera dado cualquier cosa por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó... Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en un triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega. El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot, echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía el agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande —pensó—. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso.
Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
—Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste, al fin, encontró su voz.
—Scharlach ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
—No —dijo Scharlach—. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goyim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo xvtii, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas —entre ellos, Daniel Azevedo— el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la mañana irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Éste, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras: La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar... A los diez días yo supe por la Yidische Zaitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos... Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo "sacrificio" elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer "crimen" se produjo el 3 de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton —el Nombre de Dios, JHVH— consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden; ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para atraerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot, consideró por última vez el probema de las muertes simétricas y periódicas.
—En su laberinto sobran tres líneas —dijo por fin—. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
—Para la otra vez que lo mate —replicó Scharlach— le prometo ese laberinto, que consta de una sola línea recta y que es invisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

  1942


En Ficciones (1944)
Foto: Madrid 1980 EFE Archivo

1/6/14

Jorge Luis Borges: Un sábado





Un hombre ciego en una casa hueca
fatiga ciertos limitados rumbos
y toca las paredes que se alargan
y el cristal de las puertas interiores
y los ásperos lomos de los libros
vedados a su amor y la apagada
platería que fue de los mayores
y los grifos del agua y las molduras
y unas vagas monedas y la llave.
Está solo y no hay nadie en el espejo.
Ir y venir. La mano roza el borde
del primer anaquel. Sin proponérselo,
se ha tendido en la cama solitaria
y siente que los actos que ejecuta
interminablemente en su crepúsculo
obedecen a un juego que no entiende
y que dirige un dios indescifrable.
En voz alta repite y cadenciosa
fragmentos de los clásicos y ensaya
variaciones de verbos y de epítetos
y bien o mal escribe este poema.



En Historia de la noche, 1977
Imagen: Sara Facio


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