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25/4/18

Antonio Requeni: Jorge Luis Borges habla de Leopoldo Lugones (1979)





Borges, ¿cuáles son para usted los méritos o valores literarios más importantes de Lugones?
—Creo que en Leopoldo Lugones se cifra, de algún modo, toda la literatura argentina. Nuestra literatura que es, desde luego, breve, pues cuenta algo más de un siglo y medio de existencia, se cifra en la obra de Lugones porque él abarca el pasado. Estoy pensando en la Historia de Sarmiento y El payador. Es sabido que aquí fue el principal poeta del Modernismo. Recuerdo que en la conversación, a él le gustaba referirse con una gratitud filial a su “amigo y maestro Rubén Darío”. Como Lugones era un hombre más bien soberbio, creo que significa mucho que reconociera la influencia tutelar de Darío sobre él, aunque su obra fuera muy distinta. Lugones había leído mucho más que Darío; Lugones escribió no sé si una excelente prosa, pero sí una prosa muy consciente de lo que se proponía, muy superior a la de Darío. Además escribió cuentos fantásticos en una época en que no se escribían.
Quiero recordar aquí Las fuerzas extrañas, ese libro en el que están esos admirables cuentos que son “La lluvia de fuego” e “Izur”. Creo que, además de eso, todo lo que se ha hecho después es inconcebible sin Lugones. Por ejemplo, un gran poeta como Ezequiel Martínez Estrada es inconcebible sin Lugones. Don Segundo Sombra es inconcebible sin El payador —que en mi opinión— lo supera, aunque no estoy de acuerdo con la tesis central de que el Martín Fierro sea un poema épico— y luego todo ese movimiento ultraísta muy justificadamente olvidado ahora, que tampoco podemos concebir sin Lunario sentimental, que data, si no me equivoco, de 1908, o sea que fue muy anterior al movimiento ultraísta. Lugones es un contemporáneo. Estamos aún dentro de la órbita de Lugones. Y además de eso, esto es más importante que esas consideraciones históricas, quiero referirme a la emoción que me causan los versos de Lugones. Esa emoción, desde luego, es de tipo verbal. Porque Lugones fue un poeta verbal. Usted me dirá que todos los poetas lo son, ya que todos hacen uso del lenguaje. Pero en la obra de Lugones se siente más el lenguaje, se siente tanto que a veces se interpone entre lo que el poeta quiere decir y lo que nos dice. Pero creo que hay estrofas de Lugones que viven más allá de lo que el poeta se ha propuesto. Por ejemplo, cuando compara una puesta de sol con un violento pavo real verde delirado en oro, esas palabras tienen como una rigidez heráldica, un esplendor, que hacen de ellas no una comparación del poniente sino un objeto verbal que el poeta agrega al mundo.
¿Usted cree que Lugones es un poeta de importancia exclusivamente local, para la Argentina, o su obra merece una trascendencia más vasta, como la de Darío?
—Sí, creo que sí. Si admiramos a Góngora o a Quevedo, que fueron poetas verbales, poetas en los que se siente ante todo la palabra más que las emociones que inspiraron las palabras, creo que no podemos prescindir de Lugones. Y eso está más allá de la mera circunstancia de que Lugones sea argentino, cordobés, y yo también argentino y de cepa cordobesa. Por ejemplo no se ha señalado que La pipa de Kif, que es un libro secundario de Valle-Inclán, procede del Lunario sentimental de Lugones.
Borges, yo le oí una vez relatar una anécdota referida a la relación entre Lugones y Herrera y Reissig. ¿Por qué no la cuenta?
—Un crítico venezolano, creo que Blanco Fombona, acusó a Lugones de ser un discípulo —no sé si usó la palabra plagiario de Herrera y Reissig. Se basó en las fechas de Los éxtasis de la montaña, de Herrera, que es anterior a Los crepúsculos del jardín. Entonces él cotejó uno de los sonetos de Lugones y otro de Herrera. Se ve, evidentemente, que la técnica es la misma, el vocabulario y la sensibilidad son los mismos. Hay una prioridad de dos o tres años de Herrera. Pero lo que no supo Blanco Fombona o maliciosamente olvidó, es que esas composiciones de Lugones, antes de ser reunidas en un volumen, habían sido publicadas en revistas tan poco esotéricas como Caras y Caretas y que además Lugones, cuando estuvo en Montevideo, grabó un disco fonográfico con esos sonetos. Ese disco se gastó, finalmente. Pues bien, le hicieron esa acusación a Lugones. Y vivía la viuda de Herrera y Reissig. Lugones no quiso defenderse porque no quiso decir que su amigo había sido su discípulo. De modo que se dejó manchar por esa acusación y no dijo nada. Fueron tres escritores uruguayos, Frugoni, Pérez Petit y Horacio Quiroga, los que declararon —recuerdo que se reprodujo en la benemérita revista Nosotros, que se publicó cuando Lugones se suicidó, en 1938—, ellos aclararon que había una indudable prioridad de Lugones y que Julio Herrera y Reissig había sido el discípulo y Lugones el maestro.
¿Usted conoció a Lugones?
—A Lugones lo habré visto una media docena de veces. El diálogo con él era difícil porque era un hombre más bien áspero, autoritario, que tendía a formular sus juicios en epigramas y entonces cualquier tema lo cerraba inmediatamente con una sentencia. Era una especie de tribunal que juzgaba en última instancia. Entonces uno se cansaba de una conversación en la cual los temas eran efímeros. Tanto es así que al pensar en Lugones mis labios dibujan instintivamente la palabra “no”, que era lo primero que él decía a cualquier idea que ofrecían a su juicio. Y creo que empezaba negando y luego inventaba las razones para su negativa. Era un hombre que sin duda se sentía muy solo. Era muy admirado, muy respetado, pero no creo que fuera un hombre querido. Fuera de Luis María Jordán, de Gerchunoff y de algunos otros amigos que debe haber tenido, pero que seguramente eran personas alejadas de las letras.
Borges, usted es autor de hermosos poemas conjeturales. Yo lo invito a conjeturar un poco. Supongamos que Lugones estuviera vivo y usted se encontrara ahora a su lado. ¿Qué le diría o qué querría decirle?
—Creo haber contestado de antemano esa pregunta en el prólogo de El hacedor, en el que hay una conversación imaginaria con Lugones. Allí digo que a él le hubiera gustado que le gustara lo que yo escribía. Pero no le gustó. Sin embargo fue amistoso conmigo. Si ahora estuviera a mi lado me gustaría mostrarle algo escrito por mí que mereciera su aprobación.


* En diario La Prensa, Buenos Aires, 17 de junio de 1979

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Leopoldo Lugones por Carlos Alonso (1983) Vía


20/3/18

Jorge Luis Borges: Para el centenario de Góngora







Yo siempre estaré listo a pensar en don Luis de Góngora cada cien años. El sentimiento es mío y la palabra Centenario lo ayuda. Noventa y nueve años olvidadizos y uno de liviana atención es lo que por centenario se entiende: buen porcentaje del recuerdo que apetecemos y del mucho olvido que nuestra flaqueza precisa.
Góngora ha ascendido a abstracción. La dedicación a las letras, la escritura esotérica y pudorosa, las actas martiriales de la incomprensión ajena y de la finura, están simbolizadas en él. El ocurrente cordobés Luis de Argote —hombre de amargura en los labios y de juventud empleada en amores— ahora se llama Góngora, de igual manera que dos palitos atados por el medio se llaman cruz. A ese alguien no lo juzgo. Parece horrenda cosa que un hombre se constituya en Juicio Final de otros hombres y quiera declarar inválidos, nulos y de ningún valor y efecto sus días. Yo a esa judicatura no la codicio.
Llego, pues, a su valor guarismal. Góngora —ojalá injustamente— es símbolo de la cuidadosa tecniquería, de la simulación del misterio, de las meras aventuras de la sintaxis. Es decir, del academismo que se porta mal y es escandaloso. Es decir, de esa melodiosa y perfecta no literatura que he repudiado siempre.
Consigno mi esperanza —demasiadas veces satisfecha— de no tener razón.




Esta nota titulada “Para el centenario de Góngora”, publicada en la revista Síntesis
Buenos Aires, Año I, Nº 1, junio de 1927, fue omitida por error ya que fue encontrado con posterioridad 
a la publicación de los volúmenes de Textos recobrados 1919-1929 y 1931-1955

En 1928 se incluyó en El idioma de los argentinos

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imagen: Góngora y Argote por Diego de Velázquez (1622)
Museum of Fine Arts, Boston



14/3/18

Jorge Luis Borges: Un argumento





He imaginado el argumento de una novela que por razones de ceguera y de ocio no escribiré, y que sería el reverso de la admirable Diario de la guerra del cerdo, de Bioy Casares. El tema de ese libro es una conjuración de los jóvenes contra los viejos; el tema del mío, cuya redacción queda a cargo de cualquiera de mis lectores, es una conjuración de los viejos contra los jóvenes, de los padres contra los hijos. Examinemos las diversas y atroces posibilidades de ese argumento, que acaso nadie escribiría. Ojalá nadie, ya que sería un libro muy triste. Quizá lo habría aceptado Léon Bloy.
¿Qué fecha conviene elegir? Si es muy remota el lector sentirá que es cifra de un tiempo que no podemos imaginar o que sólo podemos imaginar de manera vaga y errónea; si optamos por el hoy, el lector se convertirá fatalmente en un inspector de equivocaciones. El dilema del tiempo se repite en lo que se refiere al espacio. Digamos, pues, Lomas de Zamora o Morón, en la última o penúltima década del siglo diecinueve.
¿Cuántos personajes convienen? El argumento, una vez fijado, nos dará una cifra aproximativa; de antemano repruebo las muchedumbres de la novela rusa. Digamos nueve o diez, ya que nuestro plan requiere individuos de dos generaciones. De esos nueve o diez, dos deben parecerse para que el lector los confunda y se figure a muchos innominados.
Los esenciales protagonistas de la obra son los ancianos. Deben ser muy diversos; más allá de las necesidades argumentales deben ser quienes son. También podrían ser vagos; también podrían arrojar una indefinida sombra temida. Algunos, postrados o impotentes o enfermos, envidian la salud normal de los jóvenes; otros, avaros, no quieren que sus hijos hereden la fortuna que les ha costado tanto trabajo; otro, frustrado, no se resigna a la buena suerte del hijo; uno, sereno y lúcido, piensa sinceramente que los jóvenes pueden ser presa de cualquier fanatismo y son incapaces de la cordura.
En el decurso de esas páginas todavía no escritas, los jóvenes pueden ser cómplices de los viejos que han resuelto destruirlos. Un anciano, desde la pobre habitación en que está muriéndose ordena a su hijo el envenenamiento de un compañero, con un pretexto más o menos creíble; el hijo lo obedece sin sospechar que él será también una víctima. La obra podría comenzar por este sórdido episodio. Podría asimismo comenzar describiendo a un anciano que largamente vela el sueño de su hijo; los capítulos ulteriores nos llevarán a comprender la causa. Este argumento de hombres débiles y malvados, que se juntan, acaso odiándose, para ultimar a jóvenes fuertes, corre el albur de parecer ridículo y de provocar la parodia; el deber del autor, del eventual autor, es hacerlo atroz. La flaqueza de los verdugos, el hecho de que tengan que ser muchos para matar a uno, les impone la obligación de ser espantosos y al mismo tiempo dignos de lástima, ya que se entiende que los años les han dado locura.
Un padre puede convertir a su hijo e iniciarlo en la secta, para sacrificarlo después. Los primeros capítulos registrarán muertes misteriosas; los últimos, como en la obra ejemplar de Bioy, nos darán la clave. Alguna vez asistiremos a un conciliábulo, interrumpido por la brusca entrada de un joven. Un padre denuncia a las autoridades el asesinato de su hijo; el culpable es él o sus cómplices. Un personaje alude al trunco sacrificio de Abraham o al canto trigésimo tercero del Inferno. Al borde del suicidio, un hombre joven acepta con alivio la sentencia de los mayores.
Quizá convenga renunciar al concepto de una conspiración y reducir a dos el número de los protagonistas. Uno, el anciano que comprende que aborrece a su hijo; el otro, el hijo que se sabe odiado y culpable. La novela concluye cuando el fin no ha llegado aún. Ambos esperan.
* En Jorge Luis Borges, Un argumento, Buenos Aires, Ediciones Dos Amigos, 24 de febrero de 1983. Esta edición consta de treinta y seis ejemplares.
Y en
Diario Clarín, Buenos Aires, jueves 7 de abril de 1983
Y en:
Sábado, suplemento de Unomásuno, México, 14 de mayo de 1983, con el título “Argumento de una novela que no escribiré”.
Y en:
Los novelistas como críticos, Norma Klahn y Wilfredo H. Corral (compiladores), México, Ediciones del Norte-Fondo de Cultura Económica, 1991, tomo II, pág. 650.




Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Caricatura de Bioy y Borges (1999)
Biblioteca Nacional Digital de Chile


28/2/18

Jorge Luis Borges: El libro *





De los casi infinitos instrumentos que son obra del hombre, el más singular es el libro. La espada o el arado son una extensión de la mano; el telescopio o el espejo, de nuestros ojos. El libro, en cambio, es una extensión perdurable de la imaginación y de la memoria, es decir, de todo el pasado. Deliberadamente hablo del libro y no de otros medios. El diario, como lo declara su nombre, se imprime para el día, para la efímera atención momentánea. El texto puede ser el mismo, pero quien lo lee en un periódico o lo oye grabado en un disco, obra para el olvido. Desde un libro, ese texto es aceptado de muy diverso modo.
Debemos al Oriente la noción de libros sagrados, de escrituras dictadas por el Espíritu en distintos años del tiempo y en distintas regiones del espacio, de un eterno Alcorán que es un atributo, no una obra de Dios. De hecho, todo libro es sagrado, si da con el lector para quien fue escrito. Un libro es una cosa entre las cosas cuando nos aguarda en los anaqueles; puede ser una revelación, un estímulo, una forma tranquila de la dicha, cuando lo interrogamos.
Hugo declara que una biblioteca es un acto de fe; Emerson, que en ella pueden cifrarse las mejores palabras y pensamientos de los mejores hombres.
La cultura está amenazada por razonadas y enemigas barbaries. Esas barbaries acechan también en el libro que constituye, paradójicamente, nuestro único instrumento de salvación.






Véase también la conferencia “El libro”, en Borges oral, 1979, recogido en Jorge Luis Borges, Obras completas 4, Buenos Aires, Sudamericana, 2011.


En diario La Prensa, Buenos Aires, 7 de febrero de 1982, y en un número especial para el centenario de Borges, el 22 de agosto de 1999

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Borges. Dibujo a lápiz sobre papel de Marcelo F. de Abreu Vía


22/2/18

Jorge Luis Borges: Los caminos de la imaginación








Valéry afirmó que la cosmogonía es el más antiguo de los géneros literarios. La poesía, según se sabe, empieza por el mito y por la epopeya. El concepto de literatura realista es asaz nuevo. También lo es la idea, hoy común, de que el deber del escritor es reflejar su época y las circunstancias sociales que la rodean. La imaginación ha preferido siempre tierras lejanas y épocas antiguas o venideras. No huelga señalar que todos los personajes de la épica anglosajona son escandinavos. Las mil y una noches se complacen, como los poemas homéricos, en la veneración de nombres antiguos y de regiones alejadas o fabulosas.
Actualmente, la literatura fantástica oscila entre dos caminos. Uno, el onírico, el de Henry James, el de Arthur Machen y el de Kafka; otro el científico, el de Wells y el de Ray Bradbury, que prefiere atribuir sus maravillas a invenciones mecánicas.
El anillo de Gyges hace que su poseedor sea invisible; Wells opta por un líquido imaginario en el que se baña un albino.
Ambos medios son lícitos. En cuanto a mí, creo tender al primero, al onírico, al mágico, al tal vez real.
* En revista Minotauro, Buenos Aires, Nº 8, noviembre de 1984

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
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Imagen: Borges et Françoise Giroud by Keystone-France- Gamma-Raffo
Via Getty Images Año 1983





18/2/18

Jorge Luis Borges: El autor y sus ilustradores *








He releído muchas veces los libros de Alicia, y es probable que sepa algunos pasajes de memoria. Recuerdo que también me gustaban las ilustraciones de Tenniel, que son muy lindas. A Carroll no le gustaban, él hizo otras horribles; en la edición de Everyman están esos dibujos de Carroll, que son una vergüenza. Los de Tenniel, en cambio, que están siempre acentuando una sugerida amenaza de los textos, son ya hoy parte inherente de la obra.
Quizá a Carroll le parecieran demasiado macizos, demasiado sólidos; sería muy raro que concordaran exactamente con lo que él se imaginaba, eso no sucede nunca. Recuerdo que a Henry James le propusieron hacer, y se hizo, una edición ilustrada de sus cuentos y novelas. Puso como condición que no se representara a ningún personaje, que fueran puramente alusivas.
Creo que el argumento era que, si él describía un personaje, tenía que hacerlo sucesivamente, porque el lenguaje es sucesivo. Si yo digo “un hombre alto, pálido, de barba negra”, desde que yo digo “alto” hay que empezar a imaginárselo y seguir el modo en que voy ofreciéndolo sucesivamente. La ilustración, en cambio, se ve de una vez y entonces resulta que todo el trabajo que me he tomado es inútil, porque mi texto sucesivo es usurpado por la ilustración. La edición finalmente se hizo, pero como James quería: con dibujos muy generales, que no chocaban con el texto ni lo repetían.

Comentario publicado en un número dedicado a Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas(N. del E.)


En diario Clarín, Buenos Aires, 4 de agosto de 1983. Declaraciones recogidas por Jaime Poniachik

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
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Imagen: Captura de Borges y la RAE, entrevista de Marcos Barnatán 
y Paloma Chamorro para la Televisión Española 1973


11/1/18

Jorge Luis Borges: Siete poemas [Prólogo]







En el soneto hay un misterio. Su esquema —dos cuartetos y dos tercetos endecasílabos o, como quiere Shakespeare, tres cuartetos y dos versos pareados— puede parecer arbitrario, pero a lo largo de los siglos y de la geografía se ha mostrado capaz de infinitas modulaciones. Un poema que repite la métrica de la elegía de Manrique no dejará nunca de ser un eco de Manrique, pero un soneto de Lugones no nos recuerda un soneto de Góngora, ni los de Góngora, los de Lope. ¿Quién no reconoce inmediatamente la voz de Milton, de Wordsworth, de Rossetti, de Verlaine o de Mallarmé?
Algo quiero anotar sobre mi labor. Me han reprochado su pobreza de vocabulario y de rimas. Deliberadamente la busqué. Creo que sólo pueden conmover las palabras comunes, no las que falsamente da el diccionario, y que las rimas raras distraen, detienen y sorprenden. Una estrofa como:
¡Qué descansada vida
La del que huye el mundanal rüido
Y sigue la escondida
Senda por donde han ido
Los pocos sabios que en el mundo han sido!
me parece mejor rimada que:
El jardín con sus íntimos retiros
Dará a tu alado ensueño fácil jaula,
Donde la luna te abrirá su aula
Y yo seré tu profesor de suspiros,
cuya sabia música, desde luego, no dejo de sentir.
En cuanto a los ejercicios que siguen, que los juzgue el lector. Una razón abstracta no puede mejorar un poema. Ya Emerson observó que los argumentos no convencen a nadie.





En Jorge Luis Borges: Siete Poemas (1967)
Buenos Aires, Imprenta de Francisco A. Colombo, se imprimieron 25 ejemplares en papel Gvuarro y Fabriano, nominativos, con una acuarela de Jorge Larco, e impresos el 24 de Agosto de 1967, para los amigos de Juan Osvaldo Viviano. Los poemas incluidos son: El sueño; El Mar; Junín; Una mañana de 1649; Un soldado de Lee (1862); El Laberinto; Laberinto
La edición lleva un Prólogo del autor

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé

Imágenes: Cover e ilustración de Jorge Larco edición 1967


9/1/18

Jorge Luis Borges: Mi primer encuentro con Dante




(RESUMEN DE UNA CONFERENCIA)
Cuando me propusieron que inaugurara esta serie de conferencias, el primer título en que pensé fue Encuentro con Dante o, más autobiográficamente, Mi primer encuentro con Dante. Reflexioné después que un episodio autobiográfico no podía justificar, o poblar, una conferencia y me acogí a este otro título más vago: Introducción a la Divina Comedia. Al fin juzgué que la historia de un encuentro increíblemente tardío con el poema sacro puede arrojar alguna luz sobre el tema que abordaremos hoy.
Empezaré por una confesión que ciertamente no me honra. He nacido en 1899 y mi primera y verdadera lectura de la Comedia data de mil novecientos treinta y tantos. Llegué de un modo laberíntico a la obra maestra, desde la literatura de una isla septentrional que se llama Inglaterra. Llegué a través de Chaucer, del siglo XIV, y de una versión que no he mirado hace muchos años, la de Longfellow. Quienes me acusan de pedantería comprenderán que no se equivocan si les confieso que antes de entrar en el poema leí con deleite las notas, que configuran una suerte de enciclopedia medieval. Del texto de la traducción recuerdo muy poco. Sé que en su tiempo fue debidamente alabada y luego indebidamente injuriada por sucesivos traductores. Tal es el destino común de las traducciones. Cada una tiene el sabor de su época y este sabor resulta intolerable a la época siguiente, sobre todo a la inmediatamente siguiente. Por eso, todo traductor de ayer es un chapucero, salvo cuando los siglos lo han dotado de un buen sabor arcaico.
Me pregunto por qué tardé tanto tiempo en llegar al poema. Una frase corriente habla de releer a los clásicos. Esto, que suele ser una hipocresía, puede asimismo significar que todos los hemos leído, sin el ocioso trámite preliminar de abrir el volumen y de pasar de una página a otra. Significa que hay obras que ya han entrado en la memoria general de los hombres y cuya lectura es siempre una relectura. En el caso de la Divina Comedia ocurre también que todos han leído, o escuchado, los primeros tercetos del Infierno o el fin del canto quinto, que algo se les alcanza de Ugolino y que es difícil, o imposible, no haber visto las ilustraciones románticas de Doré. Existe el peligro de suponer que estas posesiones casuales equivalen al estudio de la Comedia. También pueden apartarnos de su lectura la astronomía y la geografía del poema: las esferas cristalinas y concéntricas de los planetas, el hemisferio austral hecho de agua con la parda montaña del Purgatorio en el polo sur, los decrecientes círculos del Infierno con el triforme Satanás en el fondo. Sabemos que, desde un punto de vista científico, tal esquema es erróneo y esto parece contaminar de falsedad a todo el poema. El globo terráqueo de la Comedia está limitado al occidente por el Ebro y al oriente por el Ganges, recordando aquel verso de Juvenal que habla de ultra Gangem et auroram; de un modo ilógico pero irresistible sentimos que nada verdadero cabe en un libro que adolece de una cosmografía anticuada y de una topografía fantástica. Digo sentimos, porque si el argumento se formulara de un modo explícito, lo rechazaríamos inmediatamente. Ello ocurre con todos los sofismas; obran por persuasión indirecta y su eficacia está en nuestra distracción. Las imágenes de un infierno de fuego y de un cielo con ángeles y música bastan acaso para alejarnos de la obra de Dante. Ahora bien, no hay razón alguna para suponer que tales imágenes fueron verdades literales para su autor. Éste no compuso el poema como quien redacta un artículo para una enciclopedia o una novela naturalista; lo hizo con una pluralidad de propósitos, según consta en la famosa epístola latina que dirigió a Can Grande della Scala. Detengámonos en este tema de los propósitos.
Empezaré por un ejemplo famoso. Imaginemos una inteligencia infinita, la que los teólogos cristianos atribuyen a Dios, que condescendiera al ejercicio de la literatura y dictara un libro a sus amanuenses, los profetas y los evangelistas. Nada, en este volumen, estaría librado al azar, ni el número total de versículos, ni el número de palabras de cada versículo, ni el número de letras de cada palabra. Habría una razón suficiente para cada una de estas cosas, que los meros escritores humanos tenemos que desatender. Esto pensaron en la Edad Media los cabalistas que vieron en la Biblia y singularmente en el Pentateuco una suerte de criptografía divina, grávida de misterios y ejecutada con infinitos propósitos. Siglos antes, Juan Escoto Erígena había declarado que cada versículo de la Escritura encierra infinitos sentidos y los había comparado con el tornasolado plumaje de un pavo real. Tales ideas andaban por el mundo de Dante. Éste, en la epístola latina que he mencionado, cita un lugar de la Escritura, enumera y expone los cuatro sentidos que encierra (literal, místico, moral y anagógico) y afirma que también su libro es capaz de esa lectura cuádruple. Dante Alighieri no era pues un iluso que creía suministrar a los florentinos una preciosa descripción topográfica de los tres reinos de la muerte. A este testimonio fehaciente es justo agregar otro. Uno de los hijos de Dante compuso un comentario de la Comedia; leemos en él que su padre había querido figurar tres tipos de vida: la de los hombres pecadores bajo la especie del Infierno, la de los penitentes bajo la especie del Purgatorio y la de los virtuosos y justos bajo la especie del Paraíso. Recordemos también que el poeta declaró varias veces que a nadie le está dado adivinar, desde su condición humana, los inescrutables dictámenes de la Justicia Divina; el hecho basta para que en Ugolino o Ulises no veamos otra cosa que imágenes de un pecado y de su castigo.
Vuelvo a mi caso personal. La arquitectura gótica y las novelas de sir Walter Scott me habían enemistado, de un modo que yo juzgaba irreparable, con la Edad Media, pero en mil novecientos treinta y tantos recibí un cargo de auxiliar en una biblioteca de Almagro y compré una edición bilingüe de Dante, en tres minúsculos volúmenes, para alejar o mitigar el tedio de los cotidianos viajes de ida y vuelta. Así, en el tranvía 76, trabé un conocimiento tardío con la obra máxima de la literatura. La traducción que manejé era la de John Aitken Carlyle, hermano del historiador y profeta; al cabo de una primera lectura pude prescindir gradualmente del texto inglés y entré en los tercetos. Las ilustraciones de Doré me habían predispuesto a esperar un indefinido y vasto esplendor, a la manera de Hugo o de Milton; casi inmediatamente descubrí que un rasgo típico de Dante es la imaginación precisa. Que yo sepa, no hay una palabra ociosa en todo el poema, una sola intromisión del hastío o de las necesidades métricas; todo, estética o psicológicamente, se justifica. Más allá del esquema teológico y de los destinos personales de los pecadores, penitentes y bienaventurados, el íntimo argumento de la Comedia es la relación de Dante con Beatriz, que evidentemente no lo quiere, y su veneración de Virgilio, acaso ahondada por el hecho de que lo sabe excluido del cielo. Algo habrán dicho de estas cosas Grabher y Momigliano. Es costumbre hablar con desdén de los comentadores dantescos y declarar que se interponen entre los lectores y el libro; yo prefiero decirles mi gratitud, por lo mucho y precioso que me enseñaron.
Hay una primera lectura de la Comedia; no hay una última, ya que el poema, una vez descubierto, sigue acompañándonos hasta el fin. Como el lenguaje de Shakespeare, como el álgebra o como nuestro propio pasado, la Divina Comedia es una ciudad que nunca habremos explorado del todo; el más gastado y repetido de los tercetos puede, una tarde, revelarme quién soy o qué cosa es el universo.



* En Quaderni Italiani di Buenos Aires, Rivista dell’Istituto Italiano di Cultura,13 Buenos Aires, Talleres Gráficos Buschi, A. I-II, Vol. I, 7 de abril de 1961
13. Con motivo de la visita oficial del presidente de Italia, Giovanni Gronchi, a Buenos Aires, en 1961, el gobierno de Italia concedió a Borges el título de Commendatore. En esa oportunidad, el Istituto Italiano di Cultura editó la revista Quaderni Italiani di Buenos Aires, para la que Borges envió este “resumen” de un ciclo de conferencias que había pronunciado allí, a partir del 20 de mayo de 1958. (N. del E.)

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen: Busto de Dante Alighieri en El Jardín de los Poetas

Escultura de Troiano Troiani, 1921, Rosedal de Palermo, Buenos Aires
Foto Patricia Damiano - Visto en Baires, 2007


30/12/17

Jorge Luis Borges: Una versión de Borges








Marcelino Menéndez y Pelayo —cuyo estilo, pese a la casi imposibilidad de pensar y al abuso de las hipérboles españolas, fue ciertamente superior al de Unamuno y al de Ortega y Gasset, pero no al que Groussac y Alfonso Reyes nos han legado— solía decir que de todas sus obras, la única de la que estaba medianamente satisfecho era su biblioteca: parejamente, yo soy menos un autor que un lector y ahora un lector de páginas que mis ojos ya no ven. Mi memoria es un archivo heterogéneo y sin duda inexacto de fragmentos en diversos idiomas, incluso en latín, en inglés antiguo y, muy pronto, lo espero, en nórdico antiguo. Alguna vez pensé que mi destino de mero lector era pobre; ahora, a los setenta años, he dado en sospechar que haber leído, y releído, la balada de Maldon es quizá una experiencia no menos vívida y valiosa que la de haber batallado en Maldon. “Están verdes las uvas” observaría Esopo, sonriendo.
El azar (tal es el nombre que nuestra inevitable ignorancia da al tejido infinito e incalculable de efectos y de causas) ha sido muy generoso conmigo. Dice que soy un gran escritor; agradezco esa curiosa opinión, pero no la comparto. El día de mañana, algunos lúcidos la refutarán fácilmente y me tildarán de impostor o de chapucero o de ambas cosas a la vez. Quiero dejar escrito que no he cultivado mi fama, que será efímera, y que no la he buscado ni alentado. Acaso una que otra pieza —“El Golem”, “Página para recordar al coronel Suárez”, “Poema de los dones”, “Una rosa y Milton”, “La intrusa”, “El Aleph”— perdure en las indulgentes antologías.
No soy un pensador. Me creo un hombre bueno y tal vez un santo, lo cual es prueba suficiente de que en realidad no lo soy. Fuera de Juan Manuel de Rosas, mi pariente lejano, y de otros dictadores cuyo nombre no quiero recordar, me cuesta comprender qué es el odio. He recorrido buena parte del mundo. Amo con amor personal a muchas ciudades: Montevideo, Ginebra, Palma de Mallorca, Austin, San Francisco de California, Cambridge, New York, Londres, Edimburgo, Estocolmo… En cuanto a Buenos Aires, la quiero mucho pero bien puede tratarse de un viejo hábito.




En Sara Facio y Alicia D’Amico, Retratos y autorretratos, Buenos Aires, Ediciones Crisis, 1973

Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen arriba: Plazoleta del lector en Mar del Plata o Plazoleta Jorge Luis Borges
Esquina de La Rioja y San Martín (Mural de Miguel REP) Vía



2/12/17

Jorge Luis Borges: El taller del escritor (1979)





Qué estoy leyendo
No leo; releo. Estoy releyendo los cuentos de la última época de Kipling, que deliberadamente son laberínticos, un poco a la manera de Henry James pero mejor construidos y más creíbles. En los textos de James hay situaciones, pero no caracteres que tengan vida fuera de la situación que los usa; en los de Kipling hay situaciones y caracteres, parejamente vívidos. Estoy releyendo asimismo la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Russell, en la que abundan la perspicacia y la erudición, la ironía y el humor. También suelen releerme los prodigiosos y simétricos cuentos del Libro de las mil y una noches, en la admirable traducción de mi amigo y maestro Rafael Cansinos-Assens. (Mi culpable ignorancia del idioma árabe me ha permitido investigar, a lo largo de mi ya larga vida las clásicas versiones de Galland y de Edward William Lane y la versión barroca del capitán Burton.)
Me gusta interrogar las enciclopedias, que son para nuestro tiempo “Silvas de varia lección”.
No descuido la segunda parte del Quijote, más íntima y tranquila que la primera. Con toda razón opinó Cervantes: “Nunca primeras partes fueron buenas”.
Estoy descubriendo la obra de Alberto Girri. Me agrada y me conmueve lo que he llegado a comprender de esas complejas páginas, pero no siempre soy de los elegidos.
Releo a Poe. Yo diría que su obra capital son los capítulos finales del relato de Arturo Gordon Pym, esa pesadilla de la blancura, que profetiza el Moby Dick, de Herman Melville; de hecho, su obra capital es la imagen trágica que ha legado a la posteridad.
Qué estoy escribiendo
Un cuento fantástico cuyo tema central me fue dictado por un sueño en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme, East Lansing. Se titulará “La memoria de Shakespeare”. Ya lo he reescrito varias veces. Temo haberme excedido, temo que mi fatiga personal contagie al lector.
Un cuento psicológico cuyo título no me ha sido aún revelado. Sé que es un género difícil; debo proceder con cautela.
Una recopilación de los textos que escribí, durante la dictadura, sobre la Divina Comedia. No sé italiano; lo poco y lo memorable que sé me fue enseñado por Dante, por Ariosto y por Croce. Habré leído la Comedia nueve o diez veces, en ediciones distintas. Los comentadores son admirables; Momigliano y Grabher anotan cada verso de la obra. Mediante ese ordenado y lúcido auxilio, un lector de lengua española puede enfrentarse con el texto, de manera inmediata.
Pienso reunir en un volumen, que constará de unas treinta piezas, todos los poemas que he escrito después de Historia de la noche. Agregaré un epílogo o un prólogo de índole analítica.
Estamos preparando también, con María Kodama, una biografía crítica, la primera en lengua castellana, de Snorri Sturluson, historiador, poeta, mitólogo y retórico. Fue uno de los hombres más admirables y diversos de la Edad Media.
Cómo empieza en mí el proceso de escribir (¿con una idea, una imagen, una frase, una lectura?) Cómo se desarrolla
A veces, el primer estímulo es un verso, cuyas posibilidades y ramificaciones exploro. A veces, la creación puede empezar por un concepto abstracto; ulteriormente daré con los símbolos que convienen, con las imágenes o la fábula que preciso. Suelo empezar por una situación; al principio, no sé qué región o qué fecha le conviene. Creo que las opiniones de un escritor no deben intervenir en su obra. El proceso poético es misterioso; hay que dejarlo obrar por su cuenta. Pensemos en la fábula, no en la moraleja posible.
Estoy seguro de que a Esopo, o a los griegos que llamamos Esopo, le interesaba más la idea de animales que se conducían como hombrecitos, que la moralidad de los relatos.
Condiciones de trabajo (¿en absoluta soledad?, ¿en compañía?, ¿de día o de noche?, ¿trabajador sedentario o itinerante?)
La soledad conviene a los primeros tanteos en la sombra. En el caso de un cuento, conviene narrárselo a otro, y ese borrador oral nos hace descubrir sus errores o divisar variaciones afortunadas. En el caso de un poema, el escritor puede prescindir de interlocutores y limarlo lentamente, palabra por palabra, verso por verso, en la soledad. Una vez escrito el texto, debemos guardarlo y olvidarlo. Al cabo de unos quince días podemos releerlo y enmendarlo. No hay nunca una versión definitiva; hay una que nos resignamos a publicar y que corregiremos después.
Mi sistema de trabajo (horarios. Si escribo muchos borradores, etcétera.)
No tengo horario de trabajo. La literatura es una ocupación incesante, que abarca la vigilia y tal vez el sueño o los sueños. Casi continuamente estoy planeando algo o descubriendo algo o inventando algo (según se sabe, inventar equivale a descubrir). Ya que estoy ciego, mis primeros borradores son necesariamente mentales. Aprovecho las visitas de mis amigos para dictarles algo, que después corregiré muchas veces. No sé si mi método es recomendable; para mí, es el único posible.
No hay página mía, por descuidada o espontánea que parezca, que no haya exigido muchos y vacilantes borradores.
De Alfonso Reyes sé que componía de pie, caminando de arriba abajo en su biblioteca, pronunciando y limando cada oración, antes de encomendarla a la escritura. Kipling, en Something of Myself nos confía que ha seguido el mismo procedimiento.
Las mejores novelas (o cuentos, o poemas, o ensayos…)
De nada sirve proponer una serie de títulos. Para mí, las mejores novelas son las de Joseph Conrad; para el lector, para cada lector, pueden ser otras. La lectura tiene que ser hedónica; he sido profesor de literatura unos veinte años y no impuse nunca a mis estudiantes obras de lectura obligatoria. Nadie debe dejarse intimidar por el hecho aleatorio de que un libro sea antiguo o moderno; el goce que nos depara un texto es el único árbitro.
Digo lo mismo en lo que se refiere a poemas. Personalmente, soy más sensible a lo épico que a lo lírico; mi sensibilidad puede no ser la de mis lectores. He llorado alguna vez leyendo textos épicos; ello no me ha acontecido nunca con textos sentimentales o elegíacos. En cuanto a ensayos en lengua castellana, creo que la vasta obra de Alfonso Reyes es de hecho, inagotable y, en francés, Montaigne y André Gide nos esperan; en italiano, Croce; en alemán, la obra de Schopenhauer y el deleitable Worterbuch der Philosophie (Diccionario de la filosofía, de Fritz Mauthner); en inglés, están Emerson y De Quincey, y Cuadernos de notas, de Samuel Butler, y el hoy casi olvidado Andrew Lang.
Mi libro de cabecera
Nombro otra vez El libro de las mil y una noches. Suelen contraponerse los conceptos de calidad y de cantidad, pero en estos volúmenes la cantidad es un elemento esencial. Conviene que haya mil y una noches y que no las agote ningún hombre y que sepamos que ahí están, esperándonos. Asimismo conviene que esas pródigas maravillas estén regidas por secretas simetrías y leyes. No son irresponsables, por cierto. Lo mismo afirmo de los libros de Lewis Carroll.
Según se sabe, Las mil y una noches son anónimas. Esto quiere decir que han sido limadas por generaciones de narradores y después por Antoine Galland, que las reveló al Occidente y por cuantos lo siguieron después.
He elegido este libro o los de Carroll porque son prodigiosos y necesarios. Pude haber elegido también las ficciones de Chesterton en las que hermosamente se conjugan la aventura y el orden, la imaginación y la lógica, el álgebra y el fuego.
El libro olvidado o descuidado (de otros autores)
En primer término quiero recordar toda la obra de Conrad. No diré que ha sido olvidada, ya que ha sido traducida a todas las lenguas, pero creo que no ha sido justipreciada. Se lo lee en función del mar y de la aventura. En él hay tantas otras cosas. Hay el sentido del honor, las variedades del alma humana, el destino, el amor y la soledad. Es acaso el único novelista que hereda las virtudes de la epopeya, madre de la novela. La felicidad que nos deparan sus páginas, aunque sean trágicas y terribles, refleja la felicidad que él debió sentir cuando las escribió.
Quiero recordar a nuestro país la obra poética de Ezequiel Martínez Estrada. Lugones, que era un alma sencilla, de pasiones elementales, le legó un estilo intrincado; éste convenía menos a quien lo creó que al atormentado heredero. Si no me engaño, los mejores poemas de Martínez Estrada proceden de Lugones, pero ciertamente superan a su modelo.
Juicio crítico acerca de mis libros
Se ha exagerado su valor. Algo, sin embargo, puede salvarse. Como todos los escritores, he escrito centenares de páginas para merecer una línea. Me incomoda el intrincado estilo barroco de mis primeros libros. En lo barroco veo ahora un pecado de vanidad. Ese pecado es harto visible en El Aleph y también en Ficciones.
Estoy más cerca de mis versos que de mis cuentos, que son pequeños objetos verbales. El primer poema verdadero que me fue dado descubrir se titula “Llaneza” y lo incluye el breve volumen Fervor de Buenos Aires. Está dedicado a Haydée Lange. “La noche que en el Sur lo velaron”, es el segundo. Después vendrían otros, no demasiados. Recordemos, esta tarde, “El Golem”, el “Poema conjetural”, “Everness”, los cinco versos de “La Luna” y “Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos”.
He hablado de verso y de prosa, pero no creo que haya una diferencia esencial: “Borges y yo”, si no me equivoco, no es menos poesía que mis poemas. Digo lo mismo de la dedicatoria a Lugones que inicia El hacedor.
He perdido la cuenta de mis libros. Quizá todos son prescindibles; si tuviera que elegir dos, optaría por El libro de arena y por Historia de la noche.
En mis primeros libros se advierte la gravitación de Lugones y de Quevedo, que se parecen tanto. Hoy me siento deudor de esos maestros y de todos los otros y de cada instante de mi vida y de todos los instantes del universo. Por lo demás, cada lengua es una tradición y lo que un individuo puede agregar no dejará nunca de ser mínimo.

Tiempo promedio de dedicación diaria
Creo haber contestado a esa pregunta. Sólo ahora recuerdo que dedico buena parte de mi tiempo a la audición de textos ajenos. Prefiero la relectura a la lectura; no soy curioso de novedades. Creo que nadie puede conocer a sus contemporáneos. Schopenhauer aconsejaba no leer ningún texto que no hubiera cumplido cincuenta años. Entiendo que quería decir que las únicas buenas antologías son las que elige el tiempo. Releamos, pues, a los clásicos. Cada relectura será ligeramente distinta de la anterior.
* En diario La Prensa, Buenos Aires, 26 de agosto de 1979. Número especial dedicado a Borges para sus ochenta años.109


109. El 23 de agosto de 1979, Borges declara para Clarín: “Estoy milagrosamente vivo […] Estoy enfermo y a disposición de los médicos. Han aparecido algunos achaques que no son muy tolerables. Un régimen muy estricto de comidas. Debo comer carne. Detesto comer carne. Estoy milagrosamente vivo, poblado de recuerdos y confusiones. No sé bien, a veces, dónde comienza el recuerdo de una calle o dónde la confundo con una calle descripta por un amigo o un buen escritor. Sí, estoy muy confuso y algo desesperado. Se mezclan tantas cosas juntas en la memoria… / Alguna vez, algún día, conoceré la sombra del misterio mayor de los hombres. Hoy estoy aquí y vengo a enterarme: cumplo ochenta años”. (N. del E.)


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
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Imagen en portada de la reedición de Borges, libros y lecturas, libro de Laura Rosato y Germán Álvarez Vía

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