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20/10/17

Jorge Luis Borges: El último domingo de octubre





Yo escribí alguna vez que la democracia es un abuso de la estadística; yo he recordado muchas veces aquel dictamen de Carlyle, que la definió como el caos provisto de urnas electorales.
El 30 de octubre de 1983, la democracia argentina me ha refutado espléndidamente. Espléndida y asombrosamente.
Mi Utopía sigue siendo un país, o todo el planeta, sin estado o con un mínimo de estado, pero entiendo, no sin tristeza, que esa Utopía es prematura y que todavía nos faltan algunos siglos. Cuando cada hombre sea justo podremos prescindir de la justicia, de los códigos y de los gobiernos. Por ahora son males necesarios.
Es casi una blasfemia pensar que lo que nos dio aquella fecha es la victoria de un partido y la derrota de otro. Nos enfrentaba un caos que, aquel día, tomó la decisión de ser un cosmos. Lo que fue una agonía puede ser una resurrección.
La clara luz de la vigilia nos encandila un poco. Nadie ignora las formas que asumió esa pesadilla obstinada. El horror público de las bombas, el horror clandestino de los secuestros, de las torturas y de las muertes, la ruina ética y económica, la corrupción, el hábito de la deshonra, las bravatas, la más misteriosa, ya que no la más larga, de las guerras que registra la Historia. Sé harto bien que este catálogo es incompleto.
Tantos años de iniquidad o de complacencia nos han manchado a todos. Tenemos que desandar un largo camino. Nuestra esperanza no debe ser impaciente. Son muchos e intrincados los problemas que un Gobierno puede ser incapaz de resolver.
Nos enfrentan arduas empresas y duros tiempos.
Asistiremos, increíblemente, a un extraño espectáculo. El de un Gobierno que condesciende al diálogo, que puede confesar que se ha equivocado, que prefiere la razón a la interjección, los argumentos a la mera amenaza. Habrá una oposición. Renacerá en esta República esa olvidada disciplina, la lógica. No estaremos a la merced de una bruma de generales.
La esperanza, que era casi imposible hace treinta días, es ahora nuestro venturoso deber. Es un acto de fe que puede justificarnos. Si cada uno de nosotros obra éticamente, contribuiremos a la salvación de la patria.


En Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003
Primera publicación en Clarín, 22 de diciembre de 1983, Suplemento Cultural, pág. 1
Y en ABC Madrid, 24 de diciembre de 1983, página 12, como El último día de octubre
Foto: Jorge Luis Borges y Raúl Alfonsín en 1983 - ©Reuters en Clarín, 22 de diciembre de 1983
Todos los derechos reservados  ©Borges Todo el Año


12/10/17

Jorge Luis Borges: El gaucho (1800-1900)








El descubrimiento de América, la caudalosa y no prevista multiplicación del ganado, la ocupación parcial de vastos territorios desiertos por aislados grupos de gente blanca, dieron desde Oregón hasta los confines australes del continente un tipo de pastor ecuestre, hecho a la intemperie, al rigor y a la soledad. Lo llamaron cowboy, vaquero, sertanejo, gaúcho, guaso. Aquí se dijo gaucho y antes gauderio. Existen veintitantas etimologías de la palabra, lo cual es otro modo de decir que no existe ninguna. Sarmiento, en el Facundo, ha propuesto la menos inverosímil: la deriva de guacho, que en lengua quichua vale por huérfano, hijo de nadie.

Fue menos un tipo étnico que un destino. Podía ser de origen hispánico, portugués, mestizo de indio o de negro. No importaba la estirpe. Fue, por lo general, hombre de mediana estatura, curtido por los soles y fuerte, tal como lo vemos aún en las telas de Blanes. Los pintores se encargarían, después, de alargarlo y de idealizarlo… Vicente Fidel López dijo que el gaucho no se sintió nunca español. Indio tampoco, ya que su tarea más ardua era defender las estancias contra las depredaciones de los salvajes. Dio sufridos soldados de caballería a las muchas guerras de nuestra victoriosa historia; fue desangrándose por toda América, desde Chile al Perú, bajo San Martín o Bolívar y en las campañas del Brasil y del Paraguay. Acaso no alcanzó el concepto abstracto de patria; fue leal a una divisa o a un jefe. En las contiendas civiles que precedieron a la organización del país creó un tipo nómada de guerra: la montonera. Su epopeya está parcialmente en el Paulino Lucero, que se subtitula no sin belleza Los Gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de la República Argentina y Oriental del Uruguay; su imagen más famosa y perdurable en el Martín Fierro, que atenúa un poco lo épico y, urgido por razones políticas, lo hace abundar en quejas, del todo ajenas a su índole estoica; su crónica cuchillera, en las páginas de Eduardo Gutiérrez; su epitafio o elegía en El payador y en Don Segundo Sombra.

Felizmente para nuestra literatura, no creó un dialecto. Usó el español común de su tiempo, con algún acopio de andalucismos, de arcaísmos y de voces indígenas. Esto permitió que hombres de la ciudad, compenetrados por la guerra o por las andanzas con la vida rural y con sus rigores —Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo, Lussich, Hernández— pudieran redactar sin afectación la poesía que denominamos gauchesca y que ha dado a la memoria argentina tantas páginas admirables.

Fue menos inclinado a la religión que a la superstición; recuerdo que Leopoldo Lugones me dijo una vez: la pampa es atea. La magia de las tribus de la llanura apenas lo rozó. Pudo haber respondido como aquel hombre de una saga de Islandia a quien le preguntaron si creía en Jesús, o en Odín: Creo en mi coraje. Conservó y tal vez mejoró el arte secular, ya mencionado en los Comentarios de César, de combatir a capa y espada; la derecha blandía el cuchillo largo, cuya estocada, como entre las gentes afganas, iba hacia arriba para no dejar el pecho indefenso y para interesar más órganos; en la izquierda el poncho enrollado servía de escudo. El tigrero, peón encargado en las estancias de matar los jaguares, usó esa misma esgrima, que fue después la del compadrito de las orillas. No lo movía el interés; en ambas márgenes del Plata fueron asaz frecuentes los casos de hombres que recorrieron las distancias para desafiar a un desconocido, de quien sólo sabían que era diestro en la pelea y valiente.

Fue el primer argentino que penetró en la imaginación de la humanidad. Hacia 1856, Walt Whitman escribió en Nueva York:

Veo al gaucho atravesando los llanos,
Veo al incomparable jinete de caballos tirando el lazo,
Veo sobre las pampas la persecución de la hacienda brava.

Pese a la agricultura y a las modificaciones profundas que la ganadería ha sufrido, no estoy demasiado seguro de que haya muerto el gaucho. Mientras dicto estas líneas en una casa del Barrio Sur de Buenos Aires, hay jinetes que arrean por las leguas la polvorienta tropa y hombres que marcan con un símbolo ardiente el anca de una res. 






En El gaucho del Río de la Plata 1800-1900, Témperas de Eleodoro Marenco 
Nota de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Roche, 1966
Homenaje al Sesquicentenario de la Declaración de la Independencia Argentina
Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003 
Foto:  Jorge Luis Borges en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras, década del sesenta
© Archivo Fotográfico Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Al pie: Ejemplar de  El gaucho del Río de la Plata 1800-1900, en puesto porteño de libros usados

11/9/17

Jorge Luis Borges: Sarmiento




Antes de la historia está el mito y por ese crepúsculo andan formas que, incomprensiblemente, son otras: el hombre que también es un pez, el águila que también es león, el hombre con cabeza de toro, como Dante lo soñó, a través de unas ambiguas palabras de las Metamorfosis, el toro con cabeza de hombre. Tales monstruos pueden ser fruto de un arte combinatorio de la imaginación, ciertamente más prodigiosa que la de Lulio, pero también pueden figurar la sospecha de que cada cosa es las otras y de que no hay un ser que no encierre una íntima y secreta pluralidad. Sarmiento, creo, fue un hombre deslumbrado y casi cegado por la simultánea y doble visión de una miseria actual de la patria y de una futura grandeza. En los muchos volúmenes de su obra son muchos los lugares que atestiguan esta contradictoria visión; acaso ninguno es más claro que este fragmento de una carta que escribió desde Chile a Juan Carlos Gómez y que Luis Melián Lafinur ha dado a la imprenta: “Montevideo es una miseria, Buenos Aires una aldea, la república Argentina una estancia. Los estados del Plata, reunidos, son un casco de potencia de primer orden, un pedazo del mundo, frente de la raza humana, enfrentada en América, la tela para grandes cosas”. Wilde pensaba que en cualquier momento de nuestra vida somos todo lo que hemos sido y todo lo que seremos; Sarmiento parece haber sentido en cada faceta del tiempo la esencia múltiple de la patria. Su despiadada percepción de la pobre realidad del país fue, sin duda, un escándalo para quienes lo veían magnificado por el sentimiento romántico o por el sentimiento neoclásico; su percepción fastuosa de una grandeza venidera o latente fue, sin duda, un escándalo para quienes no percibían sino la realidad mediocre o atroz. Él veía el anverso y el reverso, y los dos a un tiempo y los dos con una claridad de relámpago.
En la niñez el Facundo nos ofrecía el mismo deleitable sabor de fábula que las invenciones de Verne o que las piraterías de Stevenson; la segunda dictadura nos ha enseñado que la violencia y la barbarie no son un paraíso perdido, sino un riesgo inmediato. Desde mil novecientos cuarenta y tantos somos contemporáneos de Sarmiento y del proceso histórico analizado y anatematizado por él; antes lo éramos también, pero no lo sabíamos. El color temporal y el color local son otros ahora, pero las páginas de Sarmiento nos muestran de un modo irrefutable y terrible su actualidad o eternidad.
Buenos Aires, febrero de 1961
En diario La Nación, Buenos Aires, 12 de febrero de 1961
Y en La Gaceta, publicación del Fondo de Cultura Económica, México, Año VI [7], Nº 80, abril de 1961
Y en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor, Buenos Aires, Celtia, 1982


Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires, 2003



Véase también: Sarmiento y Sarmiento

Imagen: Sarmiento por Auguste Rodin en los Bosques de Palermo
Interesante dónde está emplazada: Los predios de Rosas, mirando hacia fuera
Foto: Isaías Garde, 2007

28/8/17

Jorge Luis Borges encuestado. «¿Cree usted en Dios?»





¿Cree usted en Dios?
—Si por Dios se entiende una personalidad unitaria o trinitaria, una especie de hombre sobrenatural, un juez de nuestros actos y pensamientos, no creo en ese ser. En cambio, si por Dios entendemos un propósito moral o mental en el universo, creo ciertamente en Él. En cuanto al problema de la inmortalidad personal que Unamuno y otros escritores han vinculado a la noción de Dios, no creo, ni deseo ser personalmente inmortal.
Que hay un orden en el universo, un sistema de periodicidades y una evolución general, me parece evidente. No menos innegable es para mí la existencia de una ley moral, de un sentimiento íntimo de haber obrado bien o mal en cada ocasión.
¿Quiere decir entonces que en esencia todo eso probaría la existencia de Dios, o que Él haya sido el creador, el principio y el fin de las cosas?
—No sé si Dios está en el principio del proceso cósmico, pero posiblemente está en el fin. Dios es tal vez algo hacia lo cual tiende el universo.
¿Y por qué cree usted de esta manera en Dios?
—Creo por intuición y además porque sería desesperante no creer. Si suponemos que hay un ser perfecto y omnipotente que está al principio de la historia universal, y suponemos que creó el mundo, entonces no comprendemos por qué existe el dolor o la maldad; en cambio si suponemos un Dios que está creándose a través del proceso cósmico o de nuestros destinos personales, en esa única forma podemos creer en Él, es decir, como canalización evolutiva hacia la perfectibilidad.
¿Y cómo aplica su creencia a la vida práctica cotidiana?
—Trato de aplicarla. Dentro de la vida para la cual estoy condicionado hago lo más que puedo. Además no exijo a la finitud de mi ambición más de lo que el proceso natural de mi propia evolución podrá darme. Trato de ser un hombre justo, pero no siempre lo consigo.


* En Mundo Argentino, Buenos Aires, Año XLVI, Nº 2.369, 11 de julio de 1956

[*] Responden esta encuesta: Fidel Alsina Fuertes (científico), Francisco Petrone (actor), Risieri Frondizi (filósofo), Irineo Leguisamo (jockey), Carlos Kristof (obrero anarquista).
Unos años después, Borges responde a una encuesta organizada por el diario Clarín, 18 de diciembre de 1969, titulada “El escritor y la fe”.


Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires, 2003

Imagen: Retrato de Borges por Kostas Koutsoukos (1999)



3/8/17

Jorge Luis Borges: La poesía gauchesca*







    En las literaturas de América, el género gauchesco constituye un fenómeno singular. Quienes han intentado una explicación se han limitado a señalar al protagonista de esta poesía; han estudiado al gaucho; han indagado su vida y sus costumbres. Todo ello, útil y necesario sin duda, no agota el problema; la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile; esas regiones, sin embargo, no han producido un género análogo al género gauchesco. ¿Qué circunstancias determinaron, en las repúblicas del Plata, el origen de esta poesía?
Es notorio que los “gauchescos” —así los denomina Ricardo Rojas— no fueron gauchos; fueron hombres de ciudad, compenetrados, por los trabajos rurales o por el azar de las guerras, con la vida del gaucho. Fue necesaria, pues, para el génesis de la literatura gauchesca, la conjunción de dos estilos vitales: el urbano y el pastoril; no menos necesaria fue la homogeneidad de la población criolla de estas provincias; los jornaleros de las ciudades —el aguatero, el carrero, el cuarteador, el matarife— no diferían esencialmente del gaucho. Tampoco había notables diferencias lingüísticas; la entonación y el vocabulario del gaucho eran fácilmente accesibles al hombre urbano. Éste hallaba en el campo un espectáculo que era lo bastante curioso para ser memorable y lo bastante afín para ser íntimo. El campo, con sus grandes distancias, con su bárbara ganadería, con sus elementales peligros, con su sabor homérico, sería en la memoria una experiencia de libertad y de plenitud.
Movido por el propósito de exaltar la obra de José Hernández, Lugones ha negado a los otros escritores gauchescos el conocimiento del gaucho. Este juicio importa un anacronismo; a mediados del siglo XIX el gaucho no era en estas repúblicas un personaje exótico; lo difícil, acaso lo imposible, era no conocerlo. Hernández parece más versado que sus predecesores en las tareas de la estancia; no en la intuición del gaucho, común a todos ellos.
Dos personajes esenciales hay en la literatura que nos ocupa: el gaucho y el indio. El primero, según el diccionario de la Academia, es “el hombre natural de las pampas del Río de la Plata en la Argentina, Uruguay y Río Grande do Sul”. La nota agrega que los gauchos “son por lo común mestizos de español e indio, grandes jinetes dedicados a la ganadería o a la vida errante”. La ganadería, en efecto, es fundamental para la determinación del tipo gaucho; éste propende a desaparecer de aquellas regiones en que predomina la agricultura. Cabría simplemente añadir, citando a Martínez Estrada, que el gaucho no es un tipo étnico sino social.
Vemos al indio en la literatura gauchesca a través de los ojos del que era su natural enemigo. La imagen es hostil, y en el Martín Fierro, atroz. El mundo de los gauchos, según lo describe el poema, es áspero y elemental; el de los indios es diabólico. Los escritores que han estudiado al indio de la pampa corroboran esa visión.
En su Historia de la literatura argentina, Ricardo Rojas quiere derivar el género gauchesco de la poesía popular de los payadores; entiendo que esa genealogía es errónea: el rústico, en trance de versificar, procura no emplear voces rústicas. Tampoco busca temas cotidianos ni cultiva el color local. Ensaya temas nobles y abstractos; un certero ejemplo de esta poesía nos ofrece Hernández en la payada de Martín Fierro con el Moreno, que trata del cielo, de la tierra, del mar, de la noche, del amor, de la ley, del tiempo, de la medida, del peso y de la cantidad. De esos abstractos y ambiciosos ejercicios no hubiera procedido jamás el género gauchesco, tan rico en realidades.
Salvo excepciones, limitadas, por lo común a la obra de Ascasubi, la poesía gauchesca se ha expresado en versos octosílabos, metro tan popular que he conocido algún payador que tomaba los endecasílabos de Carriego por octosílabos mal medidos y comentaba con resignación y piedad: “No se ha esmerado el mozo”. En el suburbio de Buenos Aires, en el siglo XX, ese payador era idealmente contemporáneo de aquellos literatos españoles que, al decir de Lugones, “No aceptaron el verso endecasílabo cuando fue introducido de Italia, declarando no percibir su armonía”.
Ya que, por una convención del género, la poesía gauchesca se presenta como pensada y dicha por gauchos, omítese en ella determinadas explicaciones y descripciones, que serían inverosímiles, por demasiado artificiosas y literarias, o superfluas, porque se dan por sabidas. Cabe afirmar que, en general, la poesía gauchesca no describe la vida de la llanura, sino que la presupone. Habla de pampa, de baguales, de estancias, para personas que tienen imágenes claras de esas palabras. Ni Facundo de Sarmiento ni Don Segundo Sombra de Güiraldes postulan tal conocimiento de parte del lector; por eso, y no sólo por razones de vocabulario, son acaso, más accesibles a un extranjero.
Los cielitos de Bartolomé Hidalgo inauguran hacia 1811 la poesía gauchesca. Roxlo, declara que Hidalgo no ha sido superado aún “por ninguno de los que han descollado imitándolo”. Es lícito disentir; Hidalgo ha sido superado y en ello estriba su paradójica fortuna. En él se cumple el doble destino de los precursores; prefigura a quienes lo siguen y es creado por los hombres ulteriores a quienes prefigura. Ascasubi, Del Campo, Lussich y Hernández son inconcebibles sin él, pero, también, lo definen y lo mejoran. Sin esa ilustre descendencia, la obra de Hidalgo sería una mera curiosidad y acaso no podríamos percibir sus rasgos diferenciales.
La entonación de la poesía gauchesca se da, íntegramente, en Hidalgo. Tiene este poeta una voz mesurada y viril, una voz honesta y antigua, que no volveremos a oír hasta el Martín Fierro. Asimismo, le corresponde a Hidalgo el hallazgo de algunos motivos esenciales: el diálogo entre paisanos, el ambiente sugerido por alusiones, las perplejidades del gaucho en la ciudad.
El segundo poeta gauchesco, Hilario Ascasubi, fácil y a veces afortunado improvisador, está como perdido en la magnitud de su obra populosa y ocasional. Los Trovos de Paulino Lucero, que luego subtituló hermosamente O los gauchos del Río de la Plata cantando y combatiendo contra los tiranos de las Repúblicas Argentina y Oriental del Uruguay, fueron escritos a lo largo de las vicisitudes de la historia, entre el grito de los capitanes y la algazara; las muchas referencias contemporáneas, en su hora comprensibles e inevitables, hoy los oscurecen y abruman. Determinados pasajes, sin embargo, nos revelan a un poeta no inferior a ninguno de los “gauchescos” y, por cierto, singularísimo. Lo épico y un vívido sentido de lo visual distinguen a Ascasubi.
Estanislao del Campo, el tercer poeta gauchesco, se considera continuador de Ascasubi (Aniceto el Gallo) y firma, filialmente, Anastasio el Pollo. Hereda, de Ascasubi, la tradición que éste heredó de Bartolomé Hidalgo: el diálogo gauchesco en que uno de los interlocutores refiere a otro sus andanzas por la ciudad. Posee, como Ascasubi, notable sensibilidad visual y una frecuente propensión al humorismo. Nunca este humorismo es agresivo o amargo; su manantial es la felicidad.
En 1872, José Hernández publica la obra maestra del género: El Gaucho Martín Fierro. Más que otros textos de la literatura gauchesca, el Martín Fierro ha sido imaginado, por así decirlo, de adentro para afuera. Basta, para evidenciar este aserto, comparar la primera estrofa del poema de Hernández con la primera estrofa del Fausto. En ésta, el gaucho es un espectáculo que el autor nos presenta; el lenguaje, deliberadamente recargado de voces y de giros vernáculos, tiene un cariz casi paródico. En aquélla, el hombre está dado, inmediatamente, en la voz. Martín Fierro nos relata su vida, y aún más importante que los hechos es la manera de relatarlos. Así, en el canto VII de la primera parte, cuenta que en un baile campestre ha provocado y matado a un negro y después nos dice:
Limpié el facón en los pastos,
desaté mi redomón,
monté despacio y salí
al tranco pa el cañadón.
La indiferencia, la amargura, la resignación del matador, y hasta una suerte de insolencia tranquila, están en esas pocas palabras.
Martín Fierro fue quizá concebido por Hernández como personaje genérico, pero afortunadamente, priman en él los rasgos individuales. Su historia no es acaso la historia de todos los gauchos; sin embargo, cuando la leemos, nos parece verosímil, necesaria y, aun, inevitable. Aceptamos los hechos que la integran como aceptamos los hechos que integran la realidad y, como ante éstos, no nos preguntamos si son ingeniosos o extraños; nos persuaden con su mero ocurrir. Somos, al leerlo, Martín Fierro; en esta identificación hay como una secreta maestría, ya que el autor la logra sin recurrir a lentos análisis de estados de conciencia.
Pese a la estructura métrica y a algunos toques épicos o elegíacos —la valerosa muerte de Cruz, el combate de Fierro con el indio, la nostálgica descripción de los tiempos que fueron—, la obra de Hernández deja un sabor final de novela.



[*] Versión abreviada del prólogo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Poesía gauchesca, México, Fondo de Cultura Económica, 1955. El prólogo está recogido en Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Museo, Textos inéditos, Buenos Aires, Emecé, 2002, págs. 119-137. (N. del E.)


En Ars, Revista de Arte, Buenos Aires, Año XX, Nº 89, 1960. Número de Adhesión al 
Sesquicentenario de la Revolución de Mayo, dedicado a la cultura en la Argentina, en el 
vigésimo aniversario de la revista. 

Luego, en Textos Recobrados 1956-1986 (2007)
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003

Foto: Jaime Rest y Jorge Luis Borges durante una conferencia 
Auditorio Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, ca. 1954
Acervo Jaime Rest


29/7/17

Borges y Joyce, 50 años después* [Entrevista de O. Nayarláez, 1981]




Borges no puede disimular cierta emoción y algo de molestia cuando le decimos el motivo de la entrevista.
—¿Joyce? ¿Así que usted me quiere hacer hablar de James Joyce? ¿Y de lo que queda en mí de Joyce? ¡No! Eso no tiene importancia, lo importante es la personalidad de Joyce. La relación que yo pueda tener con él es insignificante.
[¿Cuándo leyó a Joyce?]
—No recuerdo bien, pero debe de haber sido el 27 o el 28, un año antes de la muerte de Güiraldes. Cuando me lo presentaron a Ricardo, en el hotel Phoenix, en Córdoba y San Martín, me preguntó si yo sabía inglés. En aquel tiempo pocos lo sabían, era un idioma un poco secreto. Todo el mundo sabía francés. Y cuando Güiraldes se enteró de que yo sabía inglés, dijo: “¡Qué suertudo!” “Creo que sí”, le dije, “pero, ¿por qué me dice eso?” “Porque puede leer a Kipling en el original.” A él le gustaba mucho Kipling pero lo había leído en francés. Tiempo después Güiraldes me entregaba un grueso volumen, era la edición inglesa del Ulises. Ante ese libro realmente sentí lo que es el vértigo; me encontré como perdido.
Después escribí un artículo muy inadecuado. Güiraldes me pidió que tradujera la última página del Ulises y lo hice muy mal. Eso se publicó en Proa, la revista fundada por Brandán Caraffa.
Borges trata de cuidar las palabras, y a cada rato insiste en que no quiere hablar mal de Joyce… Por fin se decide:
—Yo creo que Joyce cometió un error capital, creer que su estilo, su talento, eran los de un novelista. Él era, en realidad, un escritor esencialmente verbal. La novela es desde luego verbal en el sentido en que tiene que valerse de palabras pero no un arte verbal en el sentido que lo es la poesía.
El talento de Joyce era esencialmente verbal. No sé si poético es la palabra. Es lo que Shaw llamaba word music. Joyce es música verbal e invención de palabras. Una novela se hace más bien imaginando personajes, penetrando en ellos. Eso no sucede con Joyce. Si se lee o se trata de leer el Ulises, al final no se conoce a los personajes. En el Ulises se conocen miles de situaciones pero no se conocen los personajes como pueden conocerse los de Conrad, Dostoievski y otros. Joyce cometió ese error. Aunque creo que fue uno de los máximos artífices verbales, eso nada tiene que ver con la novela. En una novela hay que pensar en los personajes, en los caracteres, en lo que sucede, más que en las palabras empleadas.
El arte de Joyce es pues, ante todo, verbal. Espléndido, desde luego, pero creo que si hubiera elegido ser poeta, si se hubiera limitado a ser poeta, aunque ser poeta no tiene nada de limitado, hubiera sido mejor… En todo caso más legible. Porque el Ulises es bastante ininteligible y el Finnegan's Wake es ilegible.
Ya dije que cuando leí el Ulises por primera vez me encontré perdido… Yo no sabía nada de la teoría de Joyce. Después leí el libro de Stuart Gilbert, de mucho más fácil lectura que la obra de Joyce, y otro libro titulado Una ganzúa para Finnegans Wake. Me gustaron mucho, pero cuando trataba de leer el Ulises y el Finnegans Wake me resultaba imposible. En cambio sé de memoria muchos versos, muchas poesías de Joyce y creo que El retrato del artista adolescente es un libro admirable y también algunos cuentos, no todos, porque la imaginación de Joyce es totalmente verbal. Si yo pienso en Finnegan's Wake, recuerdo frases de igual modo que recuerdo versos de un poema. Es una obra fragmentaria, sí. Esto no lo digo contra Joyce. Yo lo admiro pero hubiera querido de él una obra aún más admirable que la que ha producido.
Se ha entendido que hay un paralelismo entre la Odisea y el Ulises. Yo no sé si ese paralelismo es benéfico. Yo diría que no; no tiene nada que ver. Además, en el libro de Stuart Gilbert, que fue secretario de Joyce, se lee por ejemplo que en tal capítulo del Ulises casi todas las metáforas están tomadas de la respiración, de los pulmones; en otro se habla de lo sexual; en otro, del cerebro, de la inteligencia. O bien, que en un capítulo predomina el color rojo, en otro, el amarillo, en otro, el negro, etc. Pero yo no sé si ésas son virtudes. No hacen a la obra, y no hacen sobre todo al goce de la obra. Posiblemente Joyce pensó que eso podía facilitar su labor o le gustaba la idea, pero no quisiera decir una palabra contra Joyce.
Indudablemente Joyce fue un gran poeta. Chamber Music, por ejemplo, es gran poesía, poesía verbal como la de Quevedo y Lugones. Un ejemplo de poesía verbal, de Quevedo: “Su tumba son de Flandes las campañas / Y su epitafio la sangrienta Luna”. “Su epitafio la sangrienta Luna” es un verso espléndido, es poesía verbal. Si tuviera que traducirlo con otras palabras desaparecería la poesía. Poesía verbal, poesía de este tipo es la que hizo Joyce, quizá mejor que nadie, en cualquier época, y en cualquier idioma. Pero es una lástima que todo eso esté perdido en dos vastas obras ilegibles. La traducción de esa música verbal, la de Joyce, me parece imposible. Es como traducir la música en palabras. El caso más sencillo: ¿Cómo traducir la música del tango El choclo? El tango El choclo es simplemente eso.
Joyce mismo colaboró en la traducción francesa del Ulises, dirigida por Valéry Larbaud, que es muy mala, y no por culpa de Joyce o de Larbaud. Es mala, entre otras cosas, por la facultad de Joyce de acuñar palabras compuestas, que pueden usarse en griego, en inglés, y en alemán, pero no en francés y en castellano, idiomas éstos en las que resultan pesadísimas y artificiales. El mismo Joyce tiene que haberse dado cuenta de esto.
[¿Tradujo usted el Ulises?]
—No, no es cierto, yo no he traducido el Ulises. Puede ser sí que me hayan ofrecido la traducción al castellano. Al cabo de ochenta años a uno pueden haberle ocurrido todas las cosas. Pero yo me di cuenta de que la obra era intraducible.
Mi memoria está llena de pasajes de Joyce, pero no pienso en sus personajes…
¿Qué importancia tiene que el Ulises no sea una novela? Las grandes obras se escriben muchas veces a pesar de sus autores.
—Sí, pero él se propuso hacer una novela…
Pero si no es una novela, ¿no tenía derecho a hacer el Ulises?
—Tenía derecho, pero hubiera sido mejor para sus lectores si hubiera intentado otra cosa. Yo soy uno de sus lectores.
¿Y qué problema hay además en que se trate de una obra fragmentaria, una especie de homenaje al “lector salteado” de Macedonio Fernández que ya previó la lectura de a ratos, de restos, de fragmentos?
—Joyce quiso hacer una novela y cometió un error, porque podría haber escrito poemas de una o dos páginas. Como creo que fue un error de Góngora escribir las Soledades, pues no tenía talento para lo narrativo. Góngora tenía talento para frases como Joyce. Es un pequeño Joyce, ¿no?
En cuanto a la lectura fragmentaria [Borges] agrega:
—Es la única lectura posible. Es lo que ocurre ya. El futuro es ilimitado, uno puede decir cualquier cosa y se cumplirá, pero quizá lo que quede de los escritores es lo que está en las antologías. Lo demás es historia de la literatura, es erudición, es una pequeña pedantería. Las obras completas son un error. Yo no quiero pecar de vanidoso, pero si cuando yo muera quedan un par de cuentos y un poema puedo darme por satisfecho. Mi Antología personal** incluso ha tenido que admitir cosas que no me gustan porque el editor me ha dicho que… No nos podemos librar de la Historia, todo se hace en función de ella, pero en los países orientales eso no existe. Y toda la poesía, toda la escritura se consideran contemporáneas. En cambio a nosotros nos interesa mucho la Historia, la sucesión cronológica, la idea de maestros y discípulos… Y todo eso es ajeno a lo estético…
¿Y para terminar?
—Yo sé que en algunas de sus inextricables páginas está Joyce esperándome en pasajes que me han acompañado toda la vida.



[*] Borges publicó en la revista Proa “El Ulises de Joyce” y “La última hoja del Ulises”, recogidos respectivamente en Inquisiciones, 1925, en Inquisiciones. Otras Inquisiciones, 2011, y en Textos recobrados 1919-1929, Barcelona, Debolsillo, 2011. Publicó también en la revista Sur, “Joyce y los neologismos”, 1939, y “Fragmento sobre Joyce”, 1941, recogidos en Borges en Sur y en Miscelánea(N. del E.)
[**]  Borges se refiere a una Antología en preparación que no llegaría a realizar. (N. del E.)

En revista Referente
Buenos Aires, Año I, N° 1, invierno de 1981
Entrevista de O. Nayarález

Luego en Textos recobrados 1956-1985 ("La Argentina y Buenos Aires")
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003

Foto: Hands of James Joyce, Paris 1938, by Gisèle Freund, 1938




9/7/17

Jorge Luis Borges: Monserrat




Basta el examen de un álbum de fotografías de Buenos Aires, por bien ejecutado que esté, para llegar a la conclusión, acaso un tanto melancólica, de que las calles y los barrios de nuestra bien amada ciudad se diferencian menos por lo que son, que por la imagen que nos han legado los años. Así, desde un punto de vista arquitectónico, la calle Florida nada ofrece de memorable, pero es indiscutible que pasear por la calle Florida —mejor dicho, la conciencia de ser una persona que va por la calle Florida— tiene algo de agradable y de singular. El hecho se repite en el Barrio Norte. Distraídamente lo reducimos a las nobles y a veces vanidosas mansiones que edificaron algunos caballeros nostálgicos para jugar a estar en París; distraídamente no vemos los departamentos, los comercios, las casas viejas, los conventillos y el paredón del ferrocarril. En cuanto al Sur… la imagen que perdura es de casas bajas, de manzanas monótonas y parejas, de azoteas con balaustrada, de llamadores de bronce, de zaguanes abiertos en cuya hondura está la íntima claridad de los patios. Así lo ven los ojos de nuestra fe. En realidad, ese platónico Sur no está en lugar alguno del mapa. Siempre nos estorba una circunstancia, una estación de servicio, un laboratorio; el anhelado Sur está siempre un poco más lejos, siempre a la vuelta de la esquina en que lo buscamos.
¿Qué es Monserrat? ¿Qué es ese barrio viejo de Buenos Aires del que ahora soy vecino? Es, ante todo, una memoria de las cosas que fueron. Al promediar el siglo dieciocho, era un vago arrabal. Podemos pensar en alguna chacra, en torpes callejones de tierra, quizá en alguna quinta. La variedad de flores era menor, pero cabe esperar que no faltarían la madreselva, la retama, la rosa, los jazmines y las violetas. El Norte y el Sur no separaban entonces a Buenos Aires; el eje era la Plaza Mayor y la creciente población iba abriéndose en arcos, tanto más solitarios y pobres cuanto más alejados. Para decirlo con alguna pompa, la aurora y el poniente nos regían y no la calle Rivadavia.
El puntual historiador de la zona, Francisco L. Romay, acaba de informarme que la parroquia de Monserrat data del 3 de octubre de 1769. Treinta años después, funciona en el antiguo Hueco de Monserrat, la Plaza de Toros, que llegó a congregar, algún domingo, más de dos mil espectadores.
Las instalaciones eran precarias; antes de la lidia, los animales solían salvar la valla de los corrales y perseguir a los vecinos; muertos y abandonados a los cuervos, el hedor apestaba. Hacia 1800, el espectáculo se llevó a un barrio más lejano: el Retiro. Es sabido que en 1816, tomamos la decisión de dejar de ser españoles y de ser esa cosa nueva, argentinos; la corrida era específicamente hispánica y acabó, como era de prever, por ser abolida. Lo mismo, en los Estados Unidos, ha acontecido con el uso del té, juzgado y condenado por británico.
A las parroquias de la Concepción y de Monserrat se les dio, en aquel entonces, el nombre de Barrio del Tambor. Ese instrumento resonaba, ensordecedor y monótono, en los candombes de los negros. De la Concepción y de Monserrat salió el famoso Regimiento 6, de Pardos y Morenos, eufemismo administrativo que sorteaba los riesgos de las palabras “negro” y “mulato”. Ese regimiento se distinguió en la carga del Cerrito, en Montevideo, victoria que los biógrafos de Soler atribuyen a Soler, y los biógrafos de Rondeau, a Rondeau. Del Regimiento 6 diría el poeta Hilario Ascasubi, “más bravo que gallo inglés”, aludiendo a una estirpe acreditada.
Monserrat, como tantas otras parroquias de Buenos Aires, tiende a perder sus rasgos diferenciales y a confundirse con el centro, pero en la memoria común perdura este alarde de sus antiguos compadritos:
Soy del barrio ’e Monserrate,
Donde relumbra el acero;
Lo que digo con el pico;
Lo sostengo con el cuero.
Voy a concluir con una anécdota, en la que relumbra el acero. Hará diez años, en la esquina de Bolívar y Venezuela, un muchacho injurió a un desconocido y lo mató de una puñalada. Serían las ocho de la mañana; antes de las nueve, el comisario fue a un conventillo de la calle Chile y arrestó al malhechor. Nadie lo había delatado, pero la policía no ignoraba que era el último pendenciero del Sur que todavía usaba cuchillo. El culto de la tradición tiene sus peligros.


En revista Lyra, Buenos Aires, Año XXV, Nº 207-209, diciembre de 1968.*


[*] Sobre este tema, véase “No me importa dónde esté, de noche siempre vuelvo a Monserrat”,
entrevista de Alejandro Stilman, en diario Tiempo Argentino 
Buenos Aires, 9 de abril de 1985. (N. del E.)


Luego en Textos recobrados 1956-1985 ("La Argentina y Buenos Aires")
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003



Foto arriba: Borges por René Saint-Paul reproducida en
Guillermo Sucre, JLB, Paris Editions Pierre Seghers, 1971, e incluida
en Horacio Jorge Becco: J.L.B Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973 (edición homenaje)




23/3/17

Jorge Luis Borges: Los amigos





La más íntima de las pasiones argentinas es la amistad; yo pienso mucho en mis amigos.
El primero es mi padre, que murió en una casa de Buenos Aires, en el verano de 1937, al cabo de una morosa y dura agonía, que sobrellevó con sonriente resignación y con una secreta impaciencia. Era tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Había nacido en 1874, en el Paraná (la gente decía entonces el Paraná y acaso, aún el Entre Ríos). Su padre, el coronel Francisco Borges, se había hecho matar, a la cabeza de unos cuantos soldados, en el combate de La Verde, ya después de la rendición de Mitre, su jefe, a las fuerzas comandadas por Arias. Su madre era inglesa; mi padre debidamente apreciaba esa amistad británica de su sangre, pero acaso por pudor, solía hacer bromas contra los ingleses. Decía, por ejemplo: “No sé por qué hablan tanto de los ingleses. ¿Qué son, al fin y al cabo, los ingleses? Son unos chacareros alemanes”.
Fue abogado y profesor de psicología. Descreía del derecho; pensaba que los códigos no son otra cosa que arbitrarias reglas de juego. Le inquietaba la metafísica; sin mencionar ni fechas ni nombres, me expuso lentamente, con la ayuda de un tablero de ajedrez, las paradojas de Zenón de Elea y, otro día, con la ayuda de una naranja, la doctrina de Berkeley. Yo no había cumplido nueve años; recuerdo mi perplejidad y aún mi alarma ante esos curiosos inventos que sutilmente socavaban mi tranquilo universo.
Debo a mi padre otra inquietud, que sigue acompañándome: la poesía. Yo había creído que la palabra no era otra cosa que un medio de comunicación, un instrumento más; por su fervorosa y pausada voz me fue revelado que podía ser también una magia, una música y una pasión. Al cabo de los años, de tantos años, hay estrofas de Swinburne y de Keats que recuerdo y repito con la precisa entonación de mi padre. Mucho pensó, mucho escribió, mucho olvidó y rompió, y publicó muy poco. En algún número de la benemérita revista Nosotros perduran tres sonetos que merecieron el elogio de Banchs. Acuden a mi memoria estos versos:
La noche azul, aquel jardín callado
los jazmines más blancos que la luna,
dime: ¿No vierten claridad alguna,
son de horas muertas que no tienen dueño?
Dime: ¿Te quise? ¿Fue verdad, fue sueño?
Como tantos señores de su época, mi padre era anarquista individualista, a la pacífica manera de Spencer. Durante un largo veraneo en el Paso del Molino, en Montevideo, ciudad que quería mucho, me dijo que me fijara bien en las banderas, en los escudos, en los cuarteles, en las iglesias, en las carnicerías y en las sotanas, para poder contar a mis hijos que yo había visto esas cosas raras, que no tardarían en desaparecer de la faz de la tierra. No sin melancolía compruebo ahora que la profecía era prematura. Durante un año o dos mi padre fue vegetariano, “para no alimentarse de cadáveres”. Tampoco era supersticioso en lo que se refiere a las letras; solía declarar que no le gustaban ni Goethe, ni Milton, ni Calderón, ni Dickens, ni Cervantes. En vano traté de convertirlo al culto de estos últimos. También abominaba de Góngora y, por supuesto en otro plano, de Andrade. Le oí decir que la perfección de lo hueco estaba en los versos del entonces venerado entrerriano:
¿En qué piensa el coloso de la Historia
de pie sobre el coloso de la Tierra?
Piensa en Dios y en la Patria.
La referencia, debo prevenir al lector, es al general San Martín y a la Cordillera. Era devoto de Montaigne y de William James y la historia era uno de sus placeres. Entre tantas cosas, me legó el hábito de leer y releer el Libro de las mil y una noches, en la versión de Lane, que aún conservo. Decía que los gauchos fueron, por lo general, sedentarios; recuerdo sus cordiales discusiones con Ricardo Güiraldes, que tenía del gaucho, según se sabe, un concepto romántico.
De este otro amigo voy a hablar. No he conocido hombre más bueno; la cortesía (ya alguna vez lo dije) era la primera forma de su bondad. Nos conocimos hacia 1924. Yo no era nadie y él era un escritor conocido, aunque no todavía el autor famoso de Don Segundo Sombra. Representaba el mejor tipo de señor argentino. Su formación era heterogénea; le interesaban por igual los escritores simbolistas de Bélgica y de Francia y las especulaciones teosóficas. En la biblioteca de La Porteña había dos secciones donde figuraban esas dos alas de su espíritu; ahí estaban la India y Jules Laforgue y Jean Moréas. Era el más generoso de los lectores; en mis torpes manuscritos adivinaba, de un modo casi mágico, lo que yo había querido decir y no había llegado a decir. Le aburría la tarea de la escritura y cualquier pretexto era bueno para postergarla inmediatamente. Cuando, en un pequeño departamento de Solís y Victoria, se puso a redactar Don Segundo Sombra en un libro mayor de la estancia, Adelina del Carril, su mujer, juiciosamente nos pidió a los amigos que no lo visitáramos, para que la novela emprendida tuviera fin.
En vísperas de un viaje a Europa (no el último), Ricardo y Adelina llegaron a la hora de almorzar y advertí, sin mayor extrañeza, que Ricardo traía su guitarra. Nos dijo que permanecería en París tres o cuatro meses, pero que no le gustaba la idea de que lo sintiéramos lejos. La guitarra quedaría en nuestra casa y él seguiría estando con nosotros, de esa manera.
Siempre que se habla de Ricardo se nos recuerda que fue uno de aquel grupo de niños bien que llevaron, poco antes del Centenario, el tango a París, episodio al que se atribuye, no sé por qué, cierta misteriosa importancia. Ser, a los argentinos, les importa menos que parecer; el hecho de que un baile porteño, que había florecido en las casas malas de Junín y Lavalle, fuera conocido en París, nos pareció un regalo del Cielo. Todos, por lo demás, éramos entonces franceses honorarios, aunque en Francia nadie lo sospechara y nos tomaran por guatemaltecos o búlgaros.
En 1926, Güiraldes publicó Don Segundo Sombra, que tiene menos de novela realista que de elegía que deplora, en el estilo lugoniano de aquella fecha, la desaparición de un mundo pastoril y feudal. La violenta luz de la gloria —así lo sentimos sus compañeros— cayó sobre él, pero a la gloria siguió el cáncer. En 1927, después de una operación y de una agonía que sobrellevó con firmeza, con la firmeza de sus duros troperos y domadores, moriría en París.
He hablado de dos hombres de talento; ahora hablaré de hombres de genio. La diferencia, creo, está en el hecho de que los últimos nos dan la impresión de un gran vuelo intenso y espléndido, no exento de alguna irresponsabilidad y de caídas bruscas. (Dante, que gobernaba sabiamente su obra, fue un talento y un genio; Shakespeare fue sólo un genio. Lo mismo diría yo de Walt Whitman y de nuestro Sarmiento).
Ahora me referiré brevemente al gran escritor andaluz Rafael Cansinos-Assens, que, más allá de los laberintos dudosos de la genealogía, resolvió ser judío y llegó a serlo, por las largas vigilias que dedicó a la lengua sagrada, por sus excertas del Talmud, por el bíblico sabor de su estilo y, al cabo de los años por su conversión a la fe de Israel. Hablar con él era como hablar con un hombre que hubiera leído todos los libros, que supiera todas las lenguas y que, a la manera del judío de la leyenda, hubiera estado en todas partes. No salió nunca de Madrid, donde modestamente murió. En su cenáculo del Café Colonial, no permitía que se hablara maliciosamente de nadie, salvo de los muertos ilustres. Recuerdo que algún sábado ponderé los Sueños de Quevedo, libro que ahora me agrada con bastante moderación, y que el maestro dictaminó: “Luciano de Samosata hace el gasto”. Declaraba que España siempre había sido, fuera del Quijote, un país de pobre literatura y esperaba menos de la península que de nuestras repúblicas, particularmente de la Argentina y de Chile. Prefería la obra poética de Manuel Machado a la de Antonio, su hermano. Góngora y Marino le interesaban, pero no como precursores. En El candelabro de los siete brazos (1915) y de algún modo en toda su vasta labor, quiso infundir al castellano la música peculiar del hebreo, como Garcilaso y Boscán la del italiano y Darío, la del francés. Perdura en mi memoria la melodía del pudoroso y trémulo volumen que se titula El divino fracaso y que no he tenido en las manos desde hace medio siglo. Rafael Cansinos-Assens tradujo de los textos originales a muchos y muy diversos autores: Barbusse, Nordau, De Quincey, Dostoievski, Goethe y Juliano el Apóstata. Le debemos la primera versión directa de Las mil y una noches. Era el más cortés, irónico y elocuente de los conversadores. Tal vez la fama lo olvidará, pero no quienes fuimos sus discípulos.
De dos amigos esenciales —Alejandro Xul Solar y Macedonio Fernández— he hablado tanto en otras circunstancias y en otros textos que temo repetirme aquí inútilmente, pero me es imposible omitir mención de sus nombres. En cuanto a los amigos que viven, en cuanto a los amigos que me acompañan, que me padecen y me quieren, su catálogo correría el albur de ser casi infinito.
20 de diciembre de 1970

En Tiempo de Sosiego *, folleto del laboratorio Roche S. A., Buenos Aires, Año V, Nº 18, 
primera quincena de enero de 1972

Y en Revista Proa, Buenos Aires, Tercera Época, Nº 23, mayo/junio de 1996






Luego en Textos recobrados 1956-1985
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© 2003 María Kodama 
© Emecé editores Buenos Aires 2003


[*] Acerca de “Los amigos” hay un trabajo de la profesora Nora Longhini titulado “Algunas preferencias literarias en ‘Los amigos’ de Jorge Luis Borges”, presentado en las Jornadas sobre Jorge Luis Borges en la Universidad Católica Argentina, en septiembre de 1996

(N. del E.) Págs. 146-152

Foto: Captura Encuentro Borges con las Artes y las Letras RTVE 1976



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