Mostrando las entradas con la etiqueta Textos recobrados 1931-1955. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Textos recobrados 1931-1955. Mostrar todas las entradas

6/12/16

Jorge Luis Borges: Glosa a "Arrabal" por Héctor Basaldúa






¿Qué hay en los amarillos de Basaldúa, qué hay en sus tristes lupanares de las afueras, qué hay en sus prostitutas inocentes como animales y en sus compadres de cuchillo y de sexo, qué hay (quisiera saberlo) en todo ese mundo de modestas infamias, de fechorías pretéritas y plebeyas? ¿Qué virtud venenosa puede cifrarse en el hampa de ayer, en la música ignorante de sus milongas, en el mero nombre del Títere, cuchillero del barrio del Maldonado, y de los Iberra, cuatreros del partido de Lomas? (El mayor debía a la justicia más muertes que el menor, pero éste que era codicioso, lo asesinó y se agregó los muertos del otro.)
Una explicación evidente es que el oficio del criminal tiene, como el del marinero y el del soldado, esa dignity of danger, esa dignidad del peligro, que Samuel Johnson admiró y definió. Otra, no excluida por la primera, es que el culto vernáculo del Compadre es una variante del misterioso prestigio que ejerce el mal. Los maniqueos no ignoraban que el hombre está hecho de tiniebla y de luz, de unas centellas de la terra lucida y de barro de la terra pestifera; quizás nuestra parte de sombra goza con figuras del mal —y nuestra parte luminosa, con su ejecución eficiente. (El teósofo alemán Jakob Böhme imaginó también esa dualidad en el centro de Dios.)
Desde luego, lo anterior no agota el problema. La concepción del mal tolera o exige símbolos imponentes —el sol negro de los alquimistas, la inversa trinidad glacial que llora con sus ojos en el fondo de los círculos infernales, la oscuridad visible y el fuego tempestuoso de Milton, el inestable rey esculpido en fuego que entrevió William Morris y cuya prodigiosa cabalgadura fluctuaba como las apariencias de un sueño, los ejércitos del Tercer Reich o de los mogoles—; tales emblemas nos afectan de un modo inexorable, sin el menor asomo de esa nostálgica indulgencia y vaga ternura que despierta en nosotros la evocación de los orilleros antiguos. "El mar tiene un sabor amargo, porque llena las calles de mercaderes y engendra incertidumbres y falsedades en las almas humanas", escribió curiosamente Platón; el compadre y el gaucho —el plebeyo de las ciudades y el de los campos— han ascendido a símbolos de la época que antecedió en esta república a esos dones marinos. (Parejamente, Dante pudo deplorar la gente nova e i subiti guadagni que habían corrompido a su patria.) También encarnan el hermoso individualismo que, según nos dicen, nos caracterizó, alguna vez. Compadre y gaucho convergen en Martín Fierro, y Martín Fierro es, en la simplificación de la gloria, el hombre que pelea con los partidos, el man versus the State por decirlo con palabras de otro hombre que también peleó solo, el cuchillo perdido contra los sables.
Pero lo básico es tal vez la figuración del compadre como una forma ingenua, y un poco desdichada, del mal. Para Rodion Raskólnikov, por ejemplo, el mal es una sombra de la soberbia, un ejercicio valeroso y consciente de nuestra libertad; para el compadre, es una fatalidad que se acepta, de un modo indiferente, o humilde. Como todos los hombres a morir, el compadre se resigna también a matar, y "desgraciarse" es dar una puñalada definitiva. Lo demás (y en el duro arrabal, esto pudo tener justificación) es mera hipocresía o pedantería. Análogamente, el heresiarca de los sertões, conselheiro, sintió que la virtud es una vanidad, una "quasi impiedade", y el aventurero inglés Alfred Horn declaró, hacia el término de sus días, que hay cosas que persisten en la memoria y una de ellas es la cara del primer hombre que uno ha tenido que matar.
He procurado en esta página investigar el valor simbólico del compadre, pero las lúcidas y sensibles estampas de Basaldúa son, claro está, símbolos de ese símbolo. Hanslick observó que la música es un lenguaje que podemos hablar y comprender, pero no traducir; quizá la observación es aplicable a todos los lenguajes y símbolos —incluso a los verbales. 
De las estampas de Basaldúa yo diría que éstas nos dicen algo, un secreto, que a un tiempo es inasible y preciso, perdido en el instante en que lo sabemos y memorable. También yo escribiría que están a punto de decirnos todas las cosas. 
Pobres compadres del recuerdo, fundidos en un solo arquetipo, que se eterniza en una pitada o un corte, contra el fondo ya exangüe e inofensivo del tiempo que se fue y que ahora es un entrevero de imágenes, hechas de fuego que no quema y de agua fantasmal que no moja.

1954, Buenos Aires


En Textos Recobrados 1931-1955 (1997)
Cover de la primera publicación:
En Arrabal, por Héctor Basaldúa, con Glosa de Jorge Luis Borges 
Ediciones Galería Bonino, Buenos Aires, 1954


6/11/16

Jorge Luis Borges: Norah Lange, "45 días y treinta marineros"





Esta segunda, esta cronológicamente segunda novela de Norah Lange, marca un fuerte adelanto. La primera era una novela por cortesía, por imposibilidad total de clasificarla en algún otro género; ésta realmente lo es, en una mayoría de sus páginas. Ello en parte se debe a que fue trabajada sobre recuerdos, en tanto que Voz de la vida lo fue sobre meros estados sentimentales, cuando no sobre azares y costumbres de la jerigonza ultraísta. Otra cosa es la novela imaginativa, la de invenciones: éstas bien pueden ser más vividas que el recuerdo, del que no son esencialmente distintas. Invención es el reverente nombre que damos a un feliz trabajo combinatorio de los recuerdos. Toda novela (para el escritor y para el Ángel de su Guarda) es autobiográfica; la de Stevenson no menos que la de Proust. 
El problema central de la novela es la causalidad. Si faltan pormenores circunstanciales, todo parece irreal; si abundan (como en las novelas de Bove, o en el Huckleberry Finn de Mark Twain) recelamos de esa documentada verdad y de sus detalles fehacientes. La solución es ésta: Inventar pormenores tan verosímiles que parezcan inevitables, o tan dramáticos que el lector los prefiera a la discusión. Norah Lange abunda en el primero de esos procedimientos; alguna vez (por ejemplo, en el capítulo veintidós) en el segundo. 
He destacado ese capítulo XXII, acaso el más memorable de todos (pero eso el tiempo lo dirá y el recuerdo). En él, un capitán noruego —un personaje que no es presentado como un canalla, lo cual anularía todo el efecto, sino como un desesperado— miente que acaba de morir un hijito suyo, para despertar la ternura de una mujer y aun para conseguir que ella se le entregue, en inverosímil y monstruosa compensación, o en una confusión de su lástima. Le muestra su fotografía y le dice: "No debían dar esas noticias cuando uno está solo y alejado. A veces creo que debe ser un sueño, o efectos del alcohol". El hombre, como se ve, acude a la irrealidad y a la maravilla para dar impresión de realidad... La mujer, desesperada también sospecha un fraude y no se avergüenza de la sospecha, aun más horrible que el ardid. 
El capítulo treinta y uno no es menos fuerte. Un rasgo psicológico hay en él, de no frecuente observación en la literatura: una resolución, la lúcida elección de una conducta, en vista del futuro recuerdo y de su decoro. "Reconoce que sólo al irse voluntariamente, podrá recuperarlos para una recordación futura y dichosa, vacía de esos arrepentimientos que surgen de la larga adaptación a un mismo hecho, y que no debe prolongarse nunca, ni un minuto más, desde que la felicidad no asciende, rítmicamente". 
Un reparo final. Los primeros capítulos se resienten de ciertas vanidades o afectaciones, que más bien son torpezas. Así, en la sola página diez, el capitán, "ya no tan inédito para su retina, ofrece los contornos usuales de todos los hombres noruegos que llegan a los cuarenta y cinco años" y los compañeros de mesa son "los cinco hombres que todos los días la rodearán en ese horario nutritivo". Nos comunica luego que "no la conducen a hondas reflexiones indagatorias de belleza masculina y ninguno ofrece un exterior perdurable para el recuerdo", si bien es cierto que "mientras permanecen dentro de sus uniformes, otorgan la sensación de que están bien situados". 
Vuelvo a jurar que ese balbuciente dialecto se limita a infamar las primeras páginas del volumen.





Primera publicación en Crítica, Revista Multicolor de los Sábados
Buenos Aires, Año 1, N° 18, 9 de diciembre de 1933
Luego en Borges en Revista Multicolor (1995)
Y en Textos Recobrados 1931-1955 (2001)


Foto tomada en la fiesta de conmemoración de la edición del libro 45 días y 30 marineros. Buenos Aires, 1933. Norah Lange, Oliverio Girondo, Pablo Neruda, Cesar Tiempo, Evar Mendez, Amado Villar, Jorge Largo, P. Rojas Paz, Conrado Nalé Roxlo, E. Petorutti, J.Gonzalez Carbalho, L. Galtier y otros, ©Patrimonio Oliverio Girondo-Norah Lange



28/9/16

Jorge Luis Borges: Diálogos del asceta y del rey







Un rey es una plenitud, un asceta es nada o quiere ser nada; a la gente le gusta imaginar el diálogo de esos dos arquetipos. He aquí unos ejemplos, derivados de fuentes orientales y occidentales.

Una tradición recogida por Diógenes Laercio refiere que el filósofo Heráclito fue convidado por Darío a visitar su corte y que rehusó la invitación con estas palabras:

"Heráclito de Éfeso al Rey Darío, Hijo de Hystaspes: salve.

"Todos los hombres se apartan de la verdad y buscan la vanagloria... En cuanto a mí, huyo de vanidades palaciegas y no iré a Persia, contentándome con mi cortedad, que es lo que me basta."

En esta carta, que seguramente es apócrifa, ya que ocho siglos median entre el historiador y el filósofo, no hay, a primera vista, otra cosa que la independencia o misantropía de Heráclito y que el rencoroso placer de ver desairada la invitación de un rey, que además era un extranjero. Bajo la superficie trivial late la obscura contraposición de los símbolos y la magia de que el cero, el asceta, pueda igualar y superar de algún modo al infinito rey.

En el libro noveno de sus Vidas de los filósofos cuenta Diógenes Laercio la historia; el sexto incluye otra versión, de nadie ignorada, cuyos protagonistas son Alejandro y Diógenes el Cínico. Llegó aquél a Corinto para dirigir la guerra contra los persas y fueron todos a mirarlo y a agasajarlo. Diógenes no se movió de su arrabal y ahí Alejandro lo encontró una mañana, tomando el sol. "Pídeme lo que quieras", dijo Alejandro, y el otro, desde el suelo, le pidió que no le hiciera sombra. Esta anécdota (que repiten las páginas de Plutarco) opone a los dos interlocutores: de otras diríase que sugieren una secreta identidad. Alejandro dice a los cortesanos que si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes, y el día en que uno muere en Babilonia, muere el otro en Corinto.

La tercera versión del eterno diálogo es la más dilatada: comprende dos tomos de los Sacred Books of the East que editó Max Muller en Oxford. Se trata del Milinda-Pañho (Preguntas de Milinda), novela de propósito doctrinal redactada en el norte del Indostán, a principios de nuestra era. El original sánscrito se ha perdido y la traducción inglesa de Rhys Davids ha sido hecha del pali. Milinda, dulcificado por la articulación oriental, es Menandro, rey griego de la Bactriana, que, a los cien años de la muerte de Alejandro de Macedonia, llevó sus armas hasta la desembocadura del Indo. Según Plutarco, gobernó rectamente, y a su muerte las ciudades del reino se repartieron sus cenizas.[1] Reliquias del poder que ejerció, guardan los gabinetes de numismática veintitantas monedas de oro y de bronce; a veces la efigie es la de un joven, a veces la de un hombre muy viejo; cabe inferir que su reinado abarcó muchos años. La inscripción dice Menandro el Rey Justo; en una u otra de las caras puede haber una Minerva, un caballo, una cabeza de toro, un delfín, un jabalí, un elefante, una rama de palmera o una rueda. De estas figuras las tres últimas son acaso budistas.

En el Milinda-Pañho se lee que así como el profundo Ganges busca el Océano, que es aún más profundo, Milinda el rey buscó a Nagasena, portador de la antorcha de la Verdad. Quinientos griegos custodiaban al Rey, que identificó a Nagasena por su serenidad de león ("a guisa di león quando si posa") en medio de una muchedumbre de ascetas. El Rey le preguntó su nombre. Nagasena respondió que los nombres son meras convenciones que no definen sujetos permanentes. Aclaró que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja, ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ellas... Lo comparó a la llama de una lámpara que arde toda la noche y que es y deja de ser incesantemente. Habló de la reencarnación, de la fe, del Karma y del Nirvana y al cabo de dos días de controversia, o de catecismo, convirtió al Rey, que vistió el hábito amarillo de los monjes budistas. Tal es la trama general de las Preguntas de Milinda, en las que Albrecht Weber ha percibido una deliberada imitación del modo platónico, tesis rechazada por Winternitz, que observa que el manejo del diálogo es tradicional en las letras del Indostán y que no hay en las Preguntas el menor rastro de la cultura helénica.[2]

Al vestir el hábito del asceta, el Rey, en esta tercera versión, parece confundirse con él y nos recuerda aquel otro rey de la epopeya sánscrita que deja su palacio y pide limosna por las calles y de quien son estas vertiginosas palabras: "Desde ahora no tengo reino o mi reino es ilimitado; desde ahora no me pertenece mi cuerpo o me pertenece toda la tierra".

Quinientos años transcurrieron y los hombres idearon otra versión del infinito diálogo y ello no fue en la India sino en la China [3]. Un emperador de la dinastía de los Han soñó que un hombre de oro voló en su cuarto y sus ministros le aclararon que éste bien podía ser el Buddha, que había logrado el Tao en las tierras occidentales; otro, de la dinastía de los Liung, amparó la fe de aquel bárbaro y fundó templos y monasterios. A su palacio de Nanking, en el Sur, llegó (dicen que al cabo de tres años de navegar) el brahmán Bodhidharma, vigésimo octavo patriarca del budismo indio. El Emperador enumeró las obras piadosas que había ejecutado: Bodhidharma oyó con atención sus palabras y le dijo que esos monasterios y templos y copias de los libros sagrados eran cosas del mundo aparencial, que es un largo sueño, y por consiguiente nada valía. Las buenas obras, declaró, pueden llevar a buenas retribuciones, pero nunca al Nirvana, que es la plena extinción de la voluntad, no la consecuencia de un acto. No hay una doctrina sagrada, porque nada es sagrado, o fundamental, en un mundo ilusorio. Los hechos y los seres son momentáneos y ni siquiera podemos afirmar si son o no son.

Entonces, el Emperador preguntó quién era el hombre que le replicaba de esa manera y Bodhidharma, fiel a su nihilismo, le respondió:

—Tampoco sé quién soy.

Largamente resonaron estas palabras en la memoria china; al promediar el siglo XVIII, se escribió la novela que se titula Sueño del aposento rojo, que encierra este curioso pasaje:

"Había estado soñando y se despertó. Se encontró en las ruinas de un templo. A su lado había un mendicante con hábito de monje taoísta. Era cojo y se estaba matando las pulgas. Hsiang-Lien le preguntó quién era y en qué lugar estaban. El monje respondió:

—No sé quién soy ni dónde estamos. Sólo sé que es largo el camino.

Hsiang-Lien comprendió. Se cortó el pelo con la espada y siguió al forastero."

En las historias que he referido, un asceta y un rey simbolizan la nada y la plenitud, cero y el infinito; símbolos más extremos de ese contraste serían un dios y un muerto, y su fusión más económica, un dios que muere. Adonis herido por el jabalí de la diosa lunar, Osiris arrojado por Set a las aguas del Nilo, Tammuz arrebatado a la región de la que no se vuelve, son famosos ejemplos de esa fusión; no menos patético es éste, que narra el fin modesto de un dios:

A la corte de Olaf Tryggvason, que se había convertido en Inglaterra a la fe de Cristo, llegó una noche un hombre viejo, envuelto en una capa obscura y con el ala del sombrero sobre los ojos. El Rey le preguntó si sabía hacer algo; el forastero contestó que sabía tocar el arpa y contar cuentos. Ejecutó unos aires antiguos, habló de Gudrun y de Gunnar y, finalmente, refirió el nacimiento de Odín. Dijo que tres parcas vinieron, que las primeras anunciaron al niño grandes felicidades y que la tercera dijo, iracunda: "No vivirá más que la vela que está ardiendo a su lado". Los padres la apagaron para que Odín no muriera con ella. Olaf Tryggvason descreyó de la historia; el forastero repitió que era cierta, sacó la vela y la encendió. Mientras la miraban arder, el hombre dijo que era tarde y que tenía que irse. Cuando la vela se hubo consumido, lo buscaron. A unos pasos de la casa del Rey, Odín había muerto.


Fuera de su virtud, que puede ser mayor o menor, los textos anteriores, diseminados en el tiempo y en el espacio, sugieren la posibilidad de una morfología (para usar la palabra de Goethe) o ciencia de las formas fundamentales de la literatura. Alguna vez he conjeturado en estas columnas que todas las metáforas son variantes de un reducido número de arquetipos; acaso esta proposición también es aplicable a las fábulas.


Notas

[1] Igual historia se refiere del Buddha, en el Libro de su Nirvana.

[2] Análogamente, Wells pensó que el Libro de Job, obra de fecha problemática, fue sugerido por los diálogos de Platón.
[3] Sigo el texto de Hackmann ("Chinesische Philosophie", 1927, págs. 257 y 269)


Diario La Nación
Buenos Aires, 20 de septiembre de 1953

Incluido en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Estudio preliminar de Alicia Jurado
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001


Foto: Borges en Sicilia, Bagheria, visita Villa Palagonia 1984
por Ferdinando Scianna / Magnum Photos



28/6/16

Jorge Luis Borges: La eternidad y T. S. Eliot








(Fragmento)

Puede afirmarse, con un suficiente margen de error, que la Eternidad fue inventada a los pocos años de la dolencia crónica intestinal que mató a Marco Aurelio, y que el lugar de esa vertiginosa invención fue la barranca de Fourvière, que antes se nombró Forum vetus, célebre ahora por el funicular y por la basílica. Pese a la autoridad de quien la inventó, —el obispo Ireneo— esa primera Eternidad fue otra cosa que un vano paramento sacerdotal o lujo eclesiástico: fue una resolución y fue un arma. El Verbo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo es producido por el Padre y el Verbo; los gnósticos solían inferir de esas dos innegables operaciones que el Padre era anterior al Verbo, y los dos al Espíritu. Esa inferencia disolvía la Trinidad. Ireneo aclaró que el doble proceso —generación del Hijo por el Padre, emisión del Espíritu por los dos— no aconteció en el tiempo, sino que agota de una vez el pasado, el presente y el porvenir. La aclaración prevaleció y ahora es dogma. Así fue decretada la eternidad, antes apenas consentida en la sombra de algún difuso texto platónico. La buena conexión y distinción de las Tres hipóstasis del Señor, es un problema inverosímil ahora, y esa futilidad parece contaminar la respuesta; pero no cabe duda de la grandeza del resultado, siquiera para alimentar la esperanza: Aeternitas est merum hodie, est inmediata et lucida fruido rerum infinitarum.* Lo cierto es que la sucesión es una intolerable miseria y que los apetitos magnánimos codician toda la variedad del espacio y todos los minutos del tiempo.

T. S. Eliot (Selected essays, 1932, páginas 13 a 25), también ha requisado una Eternidad, pero de carácter estético. Estas son sus claras palabras: El sentido histórico hace escribir a un hombre, no meramente con su generación en la sangre, sino con la conciencia de que toda la literatura europea, y en ella la de su país, tiene un simultáneo existir y forma un orden que es también simultáneo... La aparición de una obra de arte afecta a cuantas obras de arte la precedieron. El orden ideal es modificado por la introducción de la nueva (de la efectivamente nueva) obra de arte. Ese orden es cabal antes de aparecer la obra nueva; para que ésta no lo destruya, una alteración total es imprescindible, siquiera sea levísima. El pasado es modificado por el presente, el presente es dirigido por el pasado. Y luego: El poeta debe sentir que la mente de Europa —la mente de su propia nación: esa mente que uno llega a reconocer como mucho más importante que su mente particular— es una mente que varía y que esa variación es un desarrollo que no pierde nada en su avance, que no jubila a Shakespeare ni a Homero ni a los decoradores murales de la caverna de Altamira.

La singularidad de esa doctrina es más evidente que su precisión o su empleo. Para no demorarnos en el asombro, conviene recordar los conceptos que intenta conciliar o eludir. Uno es la idea de progreso. Esa idea inestable bien puede corresponder a la realidad, pero el abyecto siglo diecinueve la apadrinó. Somos del siglo veinte —id est, ya somos demasiado evolucionados para dar crédito a groses [sic] falacias como la evolución. Quede esa ingenuidad para los varones de los daguerrotipos desvanecidos y de los botines de elástico. Burlas aparte, el indefinido progreso hace de todo libro el borrador de un libro sucesivo: condición que si linda con lo profético, da en lo insensato y embrionario también. Los historiadores más alemanes pierden la paz ante esas dinastías de la variación, del plagio y del fraude; los franceses reducen la historia de la poesía a las generaciones de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Rimbaud, que engendró a Apollinaire, que engendró a Dada, que engendró a Bretón. España admite con fervor esa cosmogonía, siempre que Góngora sea el iniciador de la serie, el primer Adán.

La hipótesis contraria, la de los clásicos, es mucho más inepta. Bernard Shaw hace notar que San Mateo Evangelista insiste en dos cosas: en el claro linaje de Jesús como hijo de José el carpintero (que era de la casa real de David) y en que Jesús no era hijo de José, sino del Espíritu y una virgen. Los postulados de la hipótesis clásica no son menos incompatibles. De un lado afirma que la erudición y el fino trabajo son las condiciones del arte; de otro que las tortugas moralistas de Lafontaine y la novela popular Don Quijote y la analfabeta Odisea tienen secreta y permanente razón. El público venera esas prescripciones, porque le importa menos la claridad que la aprobación de sus gustos —entre los que se cuenta el opinar que no hay como el progreso pero que no hay como lo antiguo también. A esa benévola admisión de opiniones confusas debe su favor la teoría. La contradicción es fundamental. El clasicismo quiere ser un canon estético, pero está henchido de eruditas lealtades y de fines vindicatorios. La prioridad le importa mucho más que la no perfección. Ha producido un monstruo peculiar —la antología histórica— donde se quieren conciliar vanamente el goce literario con la distribución precisa de glorias. Ha bendecido aberraciones como la fábula, que degrada los pájaros del aire y los árboles de la tierra a tristes ornamentos de la moral. Ha fomentado con tesón el anacronismo: la palabra Júpiter en la boca que cree en el Dios hebreo, la palabra Dios en la boca que cree en el generoso Azar. Ha conservado imaginaciones horribles: diosas paridas por la espuma, las seis gargantas y los dieciocho arcos de dientes de Escila, llenos de muerte negra, el perro venenoso de tres caras que cuida los dormitorios de hierro de las Euménides, una ingeniosa vaca de madera que sortea los inconvenientes de la liaison de una mujer y un toro, un anciano aquejado de elefantiasis que contrae matrimonio con su madre después de resolver una adivinanza, quimeras y amorcillos y basiliscos y fétidas harpías, un orbe de animales combinados y de obscenidades inútiles. Ha inventado el sentido histórico: recurso invulnerable, que expone la rudeza de la época para cubrir las imperfecciones de Calderón, y que venera en Calderón el más alto genio de esa época feliz, cuyo esplendor apenas imaginamos. No quiero traer más ejemplos: el amor anticuario del clasicismo es tan poderoso que un clasicismo recto, que juzgara según su propio canon y prescindiera de piedades históricas, importaría una novedad superior a cuantas nos remiten desde París, cada tantos inviernos.


Llego a la tesis formulada por Eliot. No es la vindicación o el instrumento de un gusto personal. No se propone recusar el acumulado orden clásico ni promete a sus clientes un talismán que vaticine glorias. No es una idea política, por más que su inventor quiera enardecerla contra las buenas invenciones sintácticas de Cari Sandburg o en pro del inverosímil Rostand. Su corolario —la influencia del presente sobre el pasado— es de una veracidad literal, aunque parece una travesura relativista. Pruebas no faltan. Los contemporáneos ven en el libro una generosa efusión, los descendientes un mundito especial que consta sobre todo de límites. Por obra de Barbusse y de Lawrence, las camas turbulentas de la saga de los Rougon-Macquart son de una reserva ya clásica. En cambio, Góngora, la "extrema izquierda", en el proceso literario español, era esencialmente un artífice algo menos complejo que Pope, que en el proceso literario inglés hace de Boileau. 



* Este primer párrafo puede encontrarse con variantes 

en el apartado II del ensayo Historia de la eternidad
en J. L. Borges, Historia de la eternidad, Buenos Aires, Emecé Editores, 1953


Poesía,  Revista Internacional de Poesía Buenos Aires
Vol. 1, N° 3, Entr. 2, julio de 1933

Luego en Textos Recobrados 1931-1955

© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Foto Borges (detalle): Picture Alliance/Effigie/Leemage  



25/5/16

Jorge Luis Borges: Vindicación del 1900





Hace quince o veinte años que la nostalgia, la ternura y la burla tejen una cariñosa mitología alrededor del año 1900. Los elementos de esa mitología están en la conciencia de todos; corresponden a la escenografía art-nouveau de Los crepúsculos del jardín, de Lugones, con adición de algunos artefactos característicos: picos de gas, tranvías de caballos, bigotes, bigoteras, corsés, tarjetas postales en relieve, lámparas con caireles. Por supuesto, ese esquema simbólico de 1900 no es precisamente igual a 1900. Nunca lo son, por lo demás, los esquemas simbólicos. Lo característico de una época no está en ella; está en los rasgos que la diferencian de la época siguiente. Esos rasgos diferenciales sólo son perceptibles después. Así, los tranvías de caballos son típicos de 1900 porque han sido reemplazados por tranvías eléctricos; los buzones rojos no lo son, porque no han sido reemplazados. Para ver el año 1945 tal como lo verán los hombres de 1970, tendríamos que ver también el año 1970.

He mencionado el art-nouveau, he mencionado las decorativas estrofas de Los crepúsculos del jardín o de la sucursal montevideana de Herrera y Reissig. Ese arte y esa literatura son menos típicos de la realidad de 1900 que de nuestra visión. El erudito examen de cualquier enciclopedia revela los siguientes hechos: en 1899, Ibsen publicó el drama Cuando nos despertemos de entre los muertos; en 1900, Conrad publicó Lord Jim y Bernard Shaw sus Tres comedias para puritanos: (El discípulo del diablo, César y Cleopatra, La conversión del capitán Brassbound); en 1901, Kipling publicó Kim y, H. G. Wells, Los primeros hombres en la luna. Cinco libros acabo de enumerar; libros contradictorios o heterogéneos que pueden suscitar cualquier reacción salvo la de piadoso cariño; libros cuyo solo recuerdo evoca la compleja y apasionada realidad de 1900. Compleja y apasionada... Los epítetos pueden asombrar, pues el pasado nunca es complejo (ha sido simplificado y estilizado por la memoria, por la memoria en la que siempre colabora el olvido) y nunca es apasionado, porque lo vemos como un cuadro en el que faltan nuestra voluntad, nuestra incertidumbre.

He mencionado, al azar de una enciclopedia, obras literarias: el lector que quiera ampliar el breve catálogo bosquejado aquí, puede agregar obras filosóficas, políticas, científicas, pictóricas y musicales. A no dudarlo, sentirá la gravitación de una realidad que casi lo confundirá, más complicada, más polémica, más libre, más razonable, más habitable, que la de 1945.

El problema del año 1900 visto por 1945 no es otra cosa que un aspecto de un problema más amplio: el siglo XIX juzgado por el siglo XX. Por la boca de un periodista, el siglo XX ha calificado de "estúpido" al siglo XIX; tal vez no es ilícito recordar que las dos doctrinas por las que están muriendo los hombres del siglo XX —nazismo y comunismo— son invenciones del siglo XIX. El nazismo procede notoriamente de Fichte y de Carlyle; el marxismo no carece de toda relación con Karl Marx; el estúpido siglo XIX fue, antes que ninguna otra cosa, un siglo de libérrima discusión; no hay argumento contra él, contra sus preferencias o instituciones, que no haya sido formulado por alguien en ese mismo siglo. El progreso es uno de los fetiches del siglo XIX; la refutación más enérgica del progreso es la de Schopenhauer, hombre del siglo XIX.

El darwinismo es otro de esos fetiches; nadie después lo ha refutado como lo refutó en su tiempo, Samuel Butler. Centenares de invectivas contra el estado totalitario fatigan las imprentas; ninguna tiene la lucidez y el poder del ensayo profético de Spencer, El hombre contra el estado.

La mitología peculiar de 1900 ha trascendido al cinematógrafo. Ello era previsible, ya que se trata de una época lo bastante cercana para que la sintamos vinculada a nuestro destino, para que sin esfuerzo la imaginemos; lo bastante lejana para exhalar un prestigio romántico. Naturalmente, las películas que la exhiben son menos fieles como imágenes del pasado que del desdeñoso presente. El tango, el compadrito y el patotero abrumadoramente figuran en tales films; de su presencia cabe deducir que interesan en 1945, no que en 1900 interesaron. (A juzgar por la literatura contemporánea, tal no fue el caso). Otro elemento del que no se resuelven a prescindir esos films pseudo-históricos son automóviles antiguos, de alabada y mediocre velocidad. Los protagonistas veneran esos vehículos porque son más veloces que una carreta; el público los desprecia, porque son harto menos veloces que los automóviles de hoy; es decir, el público procede exactamente como los personajes de que se burla... De paso, cabe deplorar la frivolidad de quienes exigen que una obra de arte sea cuidadosamente contemporánea, escrupulosamente local; toda obra de arte inevitablemente lo es, aunque su tema sea lejano en el tiempo y en el espacio. No hay que solicitar como una virtud una limitación que tiene el carácter de una fatalidad.

El tango, en el año 1900, no era importante. Sospecho que era casi imperceptible, pero los tangos de esa fecha que aún perduran —Don Juan, de Ernesto Poncio; La morocha, de Saborido— son, a no dudarlo, significativos del carácter de entonces. Digo el carácter, pues no pienso en los múltiples caracteres, en los múltiples y cambiantes caracteres de los hombres de entonces, sino en algo más precioso y fundamental: en el carácter anhelado por ellos, en el carácter que les halagaba atribuirse. (Chesterton, en algún ensayo de Heréticos, ha observado que el arte popular no refleja nunca el verdadero carácter de sus lectores, pero sí el carácter ideal). Basta escuchar los tangos que he mencionado, o las congéneres milongas que los precedieron, para saber que los compadres que los inventaron, silbaron y divulgaron, no eran tal vez hombres felices, ni siquiera hombres valerosos, pero sí eran hombres cuya aspiración era la felicidad y el valor. Eso anhelaban, así les gustaba pensarse. El tango actual, en cambio, se complace en la desventura y en el fracaso, y sólo admite la felicidad y el valor como temas de la nostalgia, como bienes que se han tenido y que ya no se tienen. El orillero del siglo XIX quería ser admirado por dichoso, por resuelto y por temerario; el de nuestro tiempo, por haber sido alguna vez esas cosas y, sobre todo, por ser un maltratado, un rencoroso, una víctima. De un ideal clásico hemos pasado a un ideal romántico, en el más abyecto sentido de esa palabra.

Hay una diferencia fundamental entre las milongas antiguas —el Pejerrey con papas, digamos, de la Academia Montevideana— y las milongas de sabor arqueológico que ahora se elaboran: las de ayer expresaban una felicidad posible, inmediata; las de hoy, un paraíso perdido.

Podría objetarse a lo anterior que la diferencia entre los tangos primitivos y los de ahora se debe, principalmente, a los instrumentos, a la sustitución de la flauta y del violín por el bandoneón quejumbroso. A ello podemos replicar que un motivo psicológico determinó esa sustitución, que el bandoneón fue elegido por quejumbroso. Durante muchos años yo creí que la decadencia del tango, que el entristecimiento del tango, era obra de los compositores boquenses; comprobé, luego, que los compositores antiguos eran también de origen itálico. No se trataba, pues, de una diferencia de sangre, sino de una diferencia de fecha. Nadie ha compuesto tangos más felices, más fundamentalmente criollos, que Vicente Greco.

Quienes hayan seguido estas inconexas y casuales observaciones, habrán notado que su propósito es negativo. No me he propuesto la imposible tarea de definir en una página una complicada etapa del mundo; me he limitado a señalar que esa etapa no se parece demasiado a su mitología ulterior. Tampoco ha sido mi propósito anular el placer que esa mitología produce; preferiría, eso sí, que gozáramos de ella como ficción, no como transcripción de una realidad. Hay expresiones de una época (decorativas, arquitectónicas, musicales, literarias también) cuyo encanto se debe a la sospecha de que son ligeramente ridículas; ello aconteció en el 1900 con el art nouveau, con el estilo vienés y con la lírica simbolista; ello acontece en nuestros días con la frugal albañilería de Le Corbusier, con las incómodas efusiones del superrealismo* y con las novelas sin argumento. ¿Qué no diríamos de quien se aventurara a juzgarnos por esas complacencias?

Nuestra época es, a la vez, implacable, desesperada y sentimental; es inevitable que nos distraigamos con la evocación y con la cariñosa falsificación de épocas pretéritas.




* Deliberadamente escribo superrealismo. La palabra surrealismo es absurda; 
tanto valdría decir surnatural por sobrenatural, surhombre por superhombre
survivir por sobrevivir. etcétera.

En Saber Vivir, Buenos Aires, Año V,   N°53, 1945

Luego en Textos Recobrados 1931-1955
© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Foto: Borges retratado por Sameer Makarius



1/4/16

Jorge Luis Borges: Los intelectuales son contrarios a la costumbre de usar sombrero





Borges es viejo sin sombrerista 

En nuestras ediciones anteriores nos hemos ocupado de la extraordinaria aceptación que el "sinsombrerismo" ha tenido entre nosotros, como una consecuencia de la inconsistencia de la moda de usar sombrero. Requerimos al mismo tiempo la opinión de algunos escritores, e insertamos la respuesta de Ulyses Petit de Murat, quien se manifestó abiertamente contrario al uso de sombrero, [...]

Jorge Luis Borges, cuya obra literaria le ha valido su colocación al frente de los valores intelectuales jóvenes de nuestro país, ha respondido con el humor y la originalidad que le son característicos. Sus palabras son éstas: 

Yo no sabía que la omisión o la práctica de esa peluca supletoria que los hombres mortales de habla española llaman sombrero (palabra absurda, ya que "sombrero" debía ser el que trafica en sombras), bastase a definir dos sectas, pero me juran que así es y que "sinsombrerista" es el varón que no usa otro sombrero que la intemperie, el saludo o el firmamento, y "sombrerista" el encaperuzado y mitrado. Lo importante, como se ve, es la discordia y la fabricación de motivos nuevos para odios viejos. Hace ya muchos años que los sombreros prescinden de mi cabeza, sin resfriarse y sin mayor incomodidad. Los argumentos a favor de esa separación amistosa son evidentes: por eso mismo indagué con curiosidad los de cierto grupo militante de "sombreristas". Uno de ellos, el señor Arturo Cancela, afirma que sin sombrero separable no hay saludo. Casi merece que se lo nieguen por creer que éste reside en quitarse una prenda de vestir, y por negárselo a las mujeres, cuyo sombrero, como se sabe, es inseparable. Otro, el señor Echagüe, razona que debemos ensombrerarnos a fin de constituir una ilustración, o mejor dicho un comentario perpetuo del verso de Cervantes: "Caló el chapeo, requirió la espada", y en homenaje a la bacía que se encasquetó Don Quijote. Su primer argumento hace de la espada un complemento ineludible de los sombreros; y el segundo es "sinsombrerista", puesto que tiende a reemplazar el sombrero por yelmos de Mambrino y bacías. Ambos argumentos, sumados, ascienden (o descienden), a menos dos. Sólo me falta asegurar que no he percibido el menor socorro de las Fábricas de Insombreros.



En Textos Recobrados 1931-1955
© 2001 María Kodama
© Emecé Editores, 2001

Primera publicación en el diario Crítica
Buenos Aires, 8 de septiembre de 1933
[Escriben en este número el dibujante Guevara y Eduardo Mallea]

Foto sin atribución de autor en Roberto Alifano: Conversaciones con Borges  [1983]




19/3/16

Jorge Luis Borges: Yo... Yo ¿Qué opina Ud. de sí mismo?







La respuesta varía según la hora, según la temperatura, según el régimen dietético, según las personas que espero ver. De una a siete de la tarde —mis horas oficiales o teóricas de "trabajo"— me confieso un impostor, un chambón, un equivocado esencial. De noche (conversando con Xul Solar, con Manuel Peyrou, con Pedro Henríquez Ureña o con Amado Alonso) ya soy un escritor. Si el tiempo es húmedo y caliente, me considero (con alguna razón) un canalla; si hay viento sur, pienso que un bisabuelo mío decidió la batalla de Junín y que yo mismo he consumado unas páginas que no son bochornosas. Me pasa lo que a todos: soy inteligente con las personas inteligentes, nulo con las estúpidas.

Releo poco mis libros. Los dos capítulos iniciales de Evaristo Carriego, el libro entero Discusión, la página 51 de la Historia universal de la infamia y las biografías del Espantoso redentor Lazarus Morell y del Tintorero enmascarado Hákim de Merv en esa misma Historia, deben ser lo menos intolerable de cuanto he escrito. He publicado tres libros de versos: del primero (Fervor de Buenos Aires, 1923) me agradan dos páginas, Remordimiento por cualquier defunción y Llaneza; del segundo (Luna de enfrente, 1925) ninguna; del tercero (Cuaderno San Martín, 1929) las tituladas Isidoro Acevedo, Muertes de Buenos Aires, La noche que en el Sur lo velaron.

Temo parecer indulgente; sé lo imposible de escribir una página sin haber escrito un volumen.



En Textos Recobrados 1931-1955

Primera publicación en Leoplán*
Buenos Aires, Año II, Número 24
11 de diciembre de 1935
Foto: Borges con lectores, San Juan, 1984


*"Yo... yo ¿Qué opina Ud. de sí mismo?" era una sección fija de la revista Leoplán, que incluía cada semana la participación de una persona diferente.



12/3/16

Jorge Luis Borges: Yo, judío








Como los drusos, como la luna, como la muerte, como la semana que viene, el pasado remoto es de aquellas cosas que puede enriquecer la ignorancia —que se alimentan sobre todo de la ignorancia. Es infinitamente plástico y agradable, mucho más servicial que el porvenir y mucho menos exigente de esfuerzos. Es la estación famosa y predilecta de las mitologías.

¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y su sangre? Yo lo hago muchas veces, y muchas no me disgustó pensarme judío. Se trata de una hipótesis haragana, de una aventura sedentaria y frugal que a nadie perjudica —ni siquiera a la fama de Israel, ya que mi judaísmo era sin palabras, como las canciones de Mendelssohn. Crisol, en su número del 30 de enero, ha querido halagar esa retrospectiva esperanza y habla de mi "ascendencia judía, maliciosamente ocultada". (El participio y el adverbio me maravillan).

Borges Acevedo es mi nombre. Ramos Mejía, en cierta nota del capítulo quinto de Rosas y su tiempo, enumera los apellidos porteños de aquella fecha, para demostrar que todos, o casi todos, "procedían de cepa hebreo-portuguesa". Acevedo figura en ese catálogo: único documento de mis pretensiones judías, hasta la confirmación de Crisol. Sin embargo, el capitán Honorio Acevedo ha realizado investigaciones precisas que no puedo ignorar. Ellas me indican el primer Acevedo que desembarcó en esta tierra, el catalán don Pedro de Azevedo, maestre de campo, ya poblador del "Pago de los Arroyos" en 1728, padre y antepasado de estancieros de esta provincia, varón de quien informan los Anales del Rosario de Santa Fe y los Documentos para la historia del Virreinato —abuelo, en fin, casi irreparablemente español.

Doscientos años y no doy con el israelita, doscientos años y el antepasado me elude. Agradezco el estímulo de Crisol, pero está enflaqueciendo mi esperanza de entroncar con la Mesa de los Panes y con el Mar de Bronce, con Heine, Gleizer y los diez Sefiroth, con el Eclesiastés y con Chaplin.

Estadísticamente los hebreos eran de lo más reducido. ¿Qué pensaríamos de un hombre del año cuatro mil, que descubriera sanjuaninos por todos lados? Nuestros inquisidores buscan hebreos, nunca fenicios, garamantas, escitas, babilonios, persas, egipcios, hunos, vándalos, ostrogodos, etíopes, dardanios, paflagonios, sármatas, medos, otomanos, bereberes, britanos, libios, cíclopes y lapitas. Las noches de Alejandría, de Babilonia, de Cartago, de Menfis, nunca pudieron engendrar un abuelo; sólo a las tribus del bituminoso Mar Muerto les fue deparado ese don.



* Respuesta de Jorge Luis Borges a la Revista Crisol (publicación argentina de las primeras décadas del siglo XX identificada con el nazismo) que insinuaba que ocultaba su ascendencia judía.

Revista Megáfono, 3, Nº 12, pág. 60
Buenos Aires, abril de 1934

Luego en Jorge Luis Borges, Ficcionario, Una antología de sus textos
Edición, introducción, prólogos y notas por Emir Rodríguez Monegal
México, Fondo de Cultura Económica, 1985

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001

Photo: Borges at the Sorbonne university in Paris, France in 1978
by Daniel Simon - Gamma-Rapho Via Getty Images

11/2/16

Jorge Luis Borges: Han condenado el pecado de sinceridad






Jorge Luis Borges, el autor de El Idioma de los Argentinos y Luna de Enfrente, se ha expresado así con respecto a la sorpresiva medida adoptada en contra de "Carina" por la Intendencia Municipal*.


Se ha repetido con alguna facilidad que la República Argentina es un país joven. Estoy de acuerdo, si con ello se quiere manifestar que no es un país adulto. Estoy con entusiasmo de acuerdo, si con ello se quiere manifestar que no es todavía un país de adultos.

La hombría argentina reside meramente en el ejercicio sexual y en la incesante articulación de malas palabras. La cultura argentina reside meramente en el elogio de las sanas costumbres y en vigilarse para no articular esas malas palabras. Fiel a esta segunda superstición, la Inspección de Teatros ha decretado que los oídos familiares porteños no serán injuriados otra vez (ya lo fueron otra) por las palabras malsonantes que obstruyen cierta incriminada pieza de Crommelynck. El pudor municipal es maravilloso, si tenemos en cuenta que esas palabras son el imprescindible repertorio de toda conversación argentina, que se desmoronaría sin ellas en la mudez o en el vago vuelo político o en el "este" inicial y el "¿qué me dice?" y otros expletivos afines.

La culpa de Crommelynck, por lo demás, no es únicamente verbal. Se trata de una falta más grave, que el argentino no perdona y no entiende: la discusión o la presentación de lo erótico sin picardía. Esa fundamental seriedad, esa carencia de guiñadas y burlas, es el pecado verdadero de Crommelynck para la mente municipal: el mismo que antes le imputara a Lawrence y antes a Henri Barbusse, y antes de todos ellos, a Whitman.




(*) El Intendente Municipal por medio de la Inspección de Teatros decidió prohibir la representación de "Carina" de Crommelynck en el teatro Odeón. Opinan también: Concepción Ríos, Alejandro E. Beruti, Vicente Martínez Cuitiño y Enrique Amorim.

En: diario Crítica
Buenos Aires, Año XX, N° 6881,16 de junio de 1933
Luego, en Textos recobrados 1931-1955
Buenos Aires, Emecé, 2001
Foto: Borges 1980 by Francois Le Diascorn/Gamma Rapho Via Getty Images


24/12/15

Jorge Luis Borges: Para la noche del 24 de diciembre de 1940, en Inglaterra









Que la antigua tiniebla se agrande de campañas,
que de la porcelana cóncava mane el ponche,
que los bélicos "crackers" retumben hasta el alba,
que el incendio de un leño haga ilustre la noche.

Que el tempestuoso fuego, que agredió las ciudades
sea esta noche una límpida fiesta para los hombres,
que debajo del muérdago esté el beso. Que esté
la esperanza de tus espléndidos corazones.

Inglaterra, que el tiempo de Dios te restituya
la no sangrienta nieve, pura como el olvido,
la gran sombra de Dickens, la dicha que retumba.

Porque no hace dos mil años que murió Cristo,
porque los infortunios más largos son efímeros,
porque los años pasan, pero el tiempo perdura.




En Textos Recobrados 1931-1955 (2001)
Primera publicación en Saber Vivir, Revista Mensual Ilustrada
Buenos Aires, Nro. 4/5, noviembre/diciembre de 1940
Texto dedicado a Inglaterra que se hallaba bajo la guerra en Navidad 
Foto de Martín Ferrari Hardoy
Borges en la terraza de su departamento de la calle Maipú
En Borges, Develaciones, de Félix della Paolera
Fundación E. Constantini, Buenos Aires, 1999


21/10/15

Jorge Luis Borges: Laberintos








El concepto de laberinto —el de una casa cuyo descarado propósito es confundir y desesperar a los huéspedes— es harto más extraño que la efectiva edificación o la ley de esos incoherentes palacios. El nombre, sin embargo, proviene de una antigua voz griega que significa los túneles de las minas, lo que parece indicar que hubo laberintos antes que la idea de laberinto. Dédalo, en suma, se habría limitado a la repetición de un efecto ya obtenido por el azar. Por lo demás, basta una dosis tímida de alcohol —o de distracción— para que cualquier edificio provisto de escaleras y corredores resulte un laberinto. Recuérdese la aventura, o percance, de la "escalera infinita" en una de las novelas de Stevenson. El reciente libro de Thomas Ingram (A general history of labyrinths, Londres, 1932) es quizá la primera monografía consagrada a ese tema. Incluye numerosas ilustraciones y abarca unas doscientas cincuenta páginas. Hay dos apéndices en cuerpo menor: uno, de "noticias apócrifas"; otro, que trata de fijar "los inmutables y genuinos principios que el arquitecto-jardinero debe observar en todo laberinto". Esos principios se reducen a uno: la economía. Si el espacio es vasto, el dibujo debe ser simple; si es reducido, los rodeos son menos intolerables. "Con dos millas cuadradas de terreno y doscientas bifurcaciones, curvas y ángulos rectos, el último chapucero es capaz de un buen laberinto... El ideal es el laberinto psicológico: el fundado (digamos) en la creciente divergencia de dos caminos que el explorador, o la víctima, supone paralelos. El laberinto ideal sería un camino recto y despejado de una longitud de cien pasos, donde se produjera el extravío por alguna razón psicológica. No lo conoceremos en esta tierra, pero cuanto más se aproxime nuestro dibujo a ese arquetipo clásico y menos a un mero caos arbitrario de líneas rotas, tanto mejor. Un laberinto debe ser un sofisma, no un galimatías". El autor dedica un capítulo a cada uno de los cuatro famosos laberintos historiados por Plinio —incluso al tercero, al de Lemnos, cuya existencia niega (entendemos que sin mayor razón) y cuyas columnas discute. Del laberinto de Hauara (que constaba de dos palacios superpuestos e iguales, uno exterior y otro subterráneo, de mil quinientas cámaras cada uno y con doce patios) se ocupa, en cambio, con una prolijidad no inferior a la de aquel terrible edificio. Aún quedan rastros de él, excavados en 1888 por Flinders Petrie. Es obra de Amenembe Tercero, de la dinastía duodécima que imperó en Egipto veintitrés siglos antes de la era cristiana. Herodoto de Halicarnaso recorrió las cámaras superiores —lo que podríamos decir el anverso— pero le negaron la entrada a los subterráneos, de propósito sepulcral. "Ahí estaba el descanso de los reyes que edificaron ese tan confuso palacio, y de los cocodrilos sagrados". Así escribe Herodoto, en aquel libro de su Historia que narra también las costumbres del Ave Fénix: "pájaro raro hasta en Egipto". Del celebrado laberinto de Creta, mucho tiene que referir, y que teorizar, Mr. Ingram. Es muy sabido que los griegos lo atribuían a Dédalo, artífice de un hombre de bronce que rechazó a los argonautas y de una vaca de madera de recuerdo infame, o galante. No es menos célebre la historia del Minotauro y de su ración anual de doncellas. Ingram la elogia. "En la última cámara o corazón de un recinto monstruoso ¿qué habitante mejor que un monstruo?", interroga. Habla después de Cnosos, de su numeración decimal, de una máscara de oro encontrada en Grecia, del santuario o palacio de la Doble Hacha y de las tauromaquias sagradas que engendraron la historia del Minotauro y en las que participaban mujeres. Del primer apéndice de la obra copiamos una breve leyenda arábiga, traducida al inglés por Sir Richard Burton. Se titula:

Historia de los dos reyes y los dos laberintos

"Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo lo vino a visitar un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de su simplicidad) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y desesperado los días y las noches. Al final imploró el socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días y le dijo: En Babilonia me quisiste perder en un laberinto con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir ni puertas que forzar ni fatigosas galerías que recorrer ni muros que te veden el paso. Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde pereció de hambre y de sed. La gloria sea con Aquel que no muere."*



*Los dos reyes y los dos laberintos, luego incluido en forma autónoma en El Aleph (1949) [Nota de FG]

En Textos Recobrados 1931-1955 (2001)
Primera publicación en Obra, Revista Mensual Ilustrada
Buenos Aires, Año I, Nro. 3, Febrero de 1936
Foto: Retrato de Borges en Libro Edición Especial
Revista Gente, 50 años de vida argentina, 1974
Digitalización de Mágicas Ruinas, 2003



29/7/15

Jorge Luis Borges: Las pesadillas y Franz Kafka







Aventuro esta paradoja: componer sueños es una disciplina literaria de reciente inauguración. Es verdad que de Luciano de Samosata a Quevedo (o si se quiere, de Isaías al Dante) muchos escritores han simulado la relación de un sueño, pero sus diversas ficciones no guardan el menor parecido con lo que nuestra mente suele expedir en las madrugadas confusas. A menos de pensar que la vida onírica de Quevedo fue tan superior a la nuestra como su vigilia genial, todo nos deja suponer que sus sueños eran ejercicios de sátira que no pedían otra cosa a su nombre que la oportunidad de congregar personas incoherentes o la de cortar el relato en cuanto la invención propendía a languidecer. No son visuales, y muy contadas veces son mágicos; son más bien oratorios, moralistas, chascarrilleros. Advertir que alguien los soñó, no puede ser sino un artificio retórico. En cuanto a los "soñadores" proféticos —Isaías, Ezequiel, San Juan el Teólogo, Dante, John Bunyan—, su estilo continuado y autoritario en nada se parece al de nuestros sueños. Eliot (Selected Essays, página 229) insinúa que la calidad de los sueños contemporáneos es inferior, porque les atribuimos un origen visceral o sexual, y que si los creyéramos divinos, observarían el decoro y el orden que ahora, indiscutiblemente, les falta; la conjetura es más inteligente que verosímil. 

Sea lo que fuere —y descontando determinadas visiones de Swedenborg y Blake, que deben ser auténticas—, el primer sueño literario con ambiente de sueño es quizá el famoso de Wordsworth, en su poema discursivo The Prelude, ejecutado en el verano de 1805. Resumo aquí el resumen que da De Quincey. El soñador, el presoñador, está leyendo el Don Quijote en la playa, y bajo la opresión del sol cenital, se queda dormido, fija la vista en las arenas. Esos pormenores no son inútiles: preparan y justifican el sueño. Éste, por deformación natural, hace de la playa un Sahara, y del ecuestre y benévolo Don Quijote un árabe de lanza, que viene desde lejos en dromedario. Se acerca el árabe y Wordsworth nota en sus facciones la agitación del miedo. En la mano tiene dos libros: uno, los Elementos de Geometría, de Euclides; otro, que es un libro y no lo es, porque también semeja un caracol, y es ambas y ninguna de las dos cosas. El árabe le advierte que se lo ponga al oído; Wordsworth obedece, y oye una voz en un lenguaje extraño pero indudable que profetiza la aniquilación inmediata del mundo por obra de un diluvio. Gravemente, el árabe corrobora que así es y que su divina misión es la de enterrar esos libros: el primero, "que mantiene amistad con las estrellas, no molestado por el espacio y el tiempo", y el otro, "que es un dios, muchos dioses". Se trata, en suma, de rescatar de la ruina general de la humanidad la poesía y las matemáticas. El horror cunde por el rostro del árabe; Wordsworth mira a su espalda y divisa una gran luz en el horizonte. El árabe pronuncia que son las aguas que ya están ahogando el planeta. Dicho esto, huye, y el poeta se despierta aterrorizado, a la serena vista del mar. 

Es imposible no admirar muchos rasgos del ensueño anterior —la lanza que une las imágenes del manchego y del árabe, la ambivalencia de caracol y de libro, la compañía de ese objeto mágico y de un libro escolar, la profecía que está a cargo de aquél y no del jinete, el agua dilatada en diluvio, la inundación que se manifiesta al principio en el pavor de un rostro y, al fin, como una luz en el horizonte—; pero esa misma continuidad de la fábula parece rebasar infinitamente los atolondrados recursos de un soñador. Los sueños (dice Spiller) son el plano más bajo del pensamiento. De ahí lo inverosímil de esa arquitectura exquisita; de ahí también la dificultad de crear sueños, vale decir, episodios encantadores, pero que puedan sin violencia atribuirse a un estado caótico. Alice in Wonderland, de Lewis Carroll —1865—, adolece también de esa falta. En cambio, el Réve parisién, de Baudelaire —aquel de un infinito país atónico, de metal, de mármol y de agua, negro y pulido—, parece menos imposible, en razón de su misma simplicidad.

Tampoco los sueños de Kafka son continuados; cada uno de ellos apareja una sola intuición. Tienen clima y traiciones de pesadilla. Antes de resumir alguno, quiero señalar el desdén que suelen profesar los psicólogos por ese tigre y ángel negro de nuestro sueño: la pesadilla. Para casi todos, no es otra cosa que "un accidente aislado, el episodio de una indigestión o el síntoma de una afección distante de los centros nerviosos", (Paul Groussac, El viaje intelectual, página 257). Suelen abundar de tal modo en su posible origen visceral o respiratorio, que no reparan en su peculiar ambiente de horror, diverso no ya de los otros sueños, sino —cualitativamente— de los instantes atroces de la "realidad". De cuanto he leído sobre ese tema, sólo han quedado en mi recuerdo las observaciones de Coleridge, en las notas para su conferencia de marzo de 1818. Éste declara que las imágenes de la pesadilla no son la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro abdomen. El malestar genera la esfinge, no la esfinge el horror. No rebato la distinción de Coleridge y aun estoy listo a sospechar una acción recíproca de esas fuerzas —las imágenes invocadas por la opresión, la opresión definida por las imágenes—, pero ella no basta a dilucidar el peculiar horror de la pesadilla. ¿No la podremos atribuir a la misma bastardía del sueño, al temor de la mente semidespierta que sabe que trafica con fantasmas y no con realidades? Lo atroz de las figuras de la pesadilla, ¿no está en su falsedad? Su horror incomparable, ¿no es el horror de sabernos bajo el poder de un proceso alucinatorio? Ese clima es precisamente el de los relatos de Kafka.

La N. R. F. ha publicado en 1933 una versión de su novela El proceso, libro que me atrevo a juzgar menos extraordinario que los cuentos recopilados bajo el nombre general Ein Landarzt (Un médico de campaña), no traducido aún. Todos son breves: alguno no rebasa las cinco páginas. Dos propósitos tengo al insistir sobre esa brevedad: uno, el de animar la curiosidad del lector, asegurándole unos gastos frugales de atención y de tiempo; otro, el de evidenciar que cada relato puede limitarse a una idea, apenas "aprovechada" por el narrador. Es notorio que el proyecto de un libro suele aventajar a su ejecución; Kafka, en cada uno de los cuentos del Landarzt, ha escrito ese proyecto, sin mayor adición de pormenores circunstanciales o psicológicos. Resumo uno de aquellos resúmenes, en la seguridad de que algo se pierde, pero no todo. El nombre es Eine kaiserliche Botschaft (Un mensaje imperial). Está escrito en segunda persona. El héroe, el nada heroico y resueltamente pasivo héroe de la fábula, se identifica de ese modo con el lector, como en los versos vocativos de Whitman. El argumento es éste. El emperador —cualquier emperador— está agonizando. Para que todos puedan asistir a su muerte, las paredes interiores del palacio han sido derribadas. El emperador aguarda el final en su lecho de muerte y lo cerca una muchedumbre casi infinita. Antes de fallecer, el emperador hace un signo y un servidor tiene que inclinarse sobre él para recoger sus últimas órdenes. El emperador murmura un mensaje urgente para el más ignorado de sus súbditos, que habita el extremo opuesto de la ciudad. Inmediatamente el servidor se pone en camino. Es infatigable y altísimo y tiene sobre el pecho una estrella, símbolo de su misión imperial. Todos se apartan frente al hombre y la estrella. Pero la turba es tan numerosa que el mensajero nunca llegará al jardín del palacio. Aunque llegara, jamás acabaría de atravesar el infinito ejército respetuoso que está de guarnición. Aunque lo atravesara, jamás podría atravesar la ciudad en que vives, llena también de una muchedumbre infinita. El mensajero nunca llegará y es inútil que lo esperes en la ventana. Ahora mismo avanza con rapidez entre los hombres que se apartan ante la estrella, pero tú vivirás y morirás sin haber recibido el mensaje.

Algún perverso lector interrogará: ¿Se trata de un símbolo? Yo, apasionadamente, juzgo que no. Nada en el mundo es incapaz de una interpretación simbólica; ni siquiera los sueños (cf. el almanaque de los mismos y la tesis de Freud), ni aun aquellas rocas imitativas que procuran distraer al espectador con el perfil de Napoleón o de Lincoln. Es harto fácil denigrar los cuentos de Kafka a juegos alegóricos. De acuerdo; pero la facilidad de esa reducción no debe hacernos olvidar que la gloria de Kafka se disminuye hasta lo invisible si la adoptamos. Franz Kafka, simbolista o alegorista, es un buen miembro de una serie tan antigua como las letras; Franz Kafka, padre de sueños desinteresados, de pesadillas sin otra razón que la de su encanto, logra una mejor soledad. No sabemos —y quizá no sabremos nunca— los propósitos esenciales que alimentó. Aprovechemos ese favor de nuestra ignorancia, ese don de su muerte, y leámoslo con desinterés, con puro goce trágico. Ganaremos nosotros y ganará su gloria también.



En Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Primera publicación en La Prensa, 2 de junio de 1935
Foto: Borges en su departamento en Buenos Aires
21 de noviembre de 1980

20/7/15

Jorge Luis Borges: Mitologías del odio







Acerca de los mitos a que el odio da vida, Jorge L. Borges hace ingeniosas reflexiones en este artículo, cuidándose —nueva prueba de la exquisitez de su gusto— de no incurrir en la cri-ética, [sic]"ciencia de los canallas ", como él la llama.


Las atrocidades fueron casi el único artículo de primera necesidad que no escaseó durante la guerra y que la población civil devoró con una felicidad repugnante. El mercado norteamericano fue el decisivo y la superioridad de los productos anglo-franceses determinó en abril de 1917 la capitulación final de noviembre de 1918. Un continente militó contra los imperios centrales por obra y gracia de las Shahrazads de Lord Northcliffe. El hecho no es injusto, y lo está corroborando la primacía de los novelistas "aliados" —la de Bouvard et Pécuchet y de Lord Jim sobre el inadmisible Meister de Goethe.

La historia de esa propaganda no ha sido escrita, pero sus datos pueden ser excavados de un reciente volumen. Su título, Spreading germs ofhate (Diseminando gérmenes de odio); su fecha y su lugar, Londres 1931; su redactor, el imaginario prosista pero no menos afligente poeta Jorge Silvestre Viereck. Para secreta y vasta felicidad de los que comprenden inglés, copio su primera línea, que parece un autógrafo directo del conde Drácula: The Master Propagandist toyed with his de mi—Tasse. Afortunadamente, los hechos que relata son otra cosa. Son los genuinos rudimentos de una mitología, privada de terrores ahora, pero que tuvo el imprimatur de Wells, de Sandburg, de Unamuno, de Verhaeren, de Bergson, para no mencionar un etcétera de millones, que probaron la muerte metalúrgica de las fundiciones de Krupp, en los confines de la tierra, el aire y el mar. Entresaco un par de episodios. El primero es el camino de perfección de un hecho inocente. Un día entre los días del mes de octubre de 1914, declaró la "Koelnische Zeitung":

Cuando se anunció la toma de Amberes, fueron echadas a vuelo las campanas.

Se entiende que esos campanarios felices eran los de Alemania. A las veinticuatro horas, el diario "Le Matin" de París, propuso una versión ya patética:

Según la Gaceta de Colonia, el clero de Amberes tuvo que echar a vuelo las campanas cuando esa plaza fuerte capituló.

Siempre los belgas fueron detestados en Francia. El "Times", imparcial como de costumbre, no consintió los reprensibles errores de la versión francesa: uno el molesto verbo capitular, otro la conjetura de que los belgas —entonces oficialmente heroicos— se dejaban mandar por los alemanes. Tradujo así:

Anuncia "Le Matin" que fueron destituidos de su cargo los sacerdotes belgas, que se negaron a tocar las campanas cuando Amberes cayó.

Algo mejor está, pero la mera destitución de los eclesiásticos carece del horror conveniente. Una tercera refacción se imponía y el "Corriere della Sera" la acometió:

Según informaciones del "Times", los valerosos sacerdotes belgas que se negaron a tañir las campanas cuando Amberes cayó, han sido condenados a presidio por el tribunal militar.

Adulta en pocos días y transformada, la noticia vuelve a París. Oh, anagnórisis! el padre, el periodista de "Le Matin", le sale al encuentro. Le da la forma simétrica que le falta, la que elabora con sus medios estrictos el cortejado horror, la que hará temblar a Almafuerte en el suburbio de ladrillo y de cinc de una ciudad sudamericana.

Recordarán nuestros lectores aquellos bravos sacerdotes de Amberes que se negaron a tañir las campanas cuando la fortaleza capituló. Ahora se confirma desde Milán que fueron amarrados a las campanas, los pies en alto, la cabeza pendiente, y que debieron hacer de badajos vivos.


Otros mitos nacen perfectos: verbigracia, el de la Kadaververwertungsanstalt —laboratorio utilizador de cadáveres— improvisación feliz o genial de un militar inglés, a principios del diecisiete. Ese fraude sutil, espejo y paradigma de fraudes, abundó en piezas justificativas auténticas de origen alemán, en su mayoría oficiales. Entre los laberintos y las fugas de la escritura gótica, se traslucía la palabra Kadaver, descarada y confesa. Todo era verdad: los cadáveres, la profanación metódica de la muerte, la glicerina que las materias grasas rendían, el abono animal. El arte radicaba en una omisión: las patas, crines, herraduras y corvejones de esos cadáveres.

Los chinos (que saben que una de las tres almas del hombre se adhiere a su despojo y que abominan de toda medicina quirúrgica por su mutilación del cuerpo, obra final de los divinos antepasados) fueron los primeros consumidores de esa ficción. Debidamente retemblaron con ella. Charteris, su inventor, no se avenía a suponer que en América la escucharan sin risa. Northcliffe, mejor conocedor de la época, la desencadenó sobre el mundo. Nadie cometió el faux pas de no creer. En París, dicen, aún conserva cierta frescura, a la diestra de un mito lucrativo sobre la culpabilidad de la guerra.


Sitiada por el hierro, el oro y el hambre, Alemania debió capitular en 1918. El coronel inglés Liddell Hart, en un examen de las causas primarias de ese derrumbe —The real war, página 505— reconoce la vasta colaboración de la propaganda. Northcliffe, después de haber inculcado en los pueblos el evangelio o chisme o simbología del peligro alemán, difundió en Alemania el otro chisme de los catorce puntos. Ambos apresuraron el fin.

Inferir de lo embustero de esas historias la inocencia total de los alemanes o de los no alemanes, sería de malísima lógica. El problema es de orden patético: hay hechos esencialmente crueles que, referidos, no conmueven a nadie. De ahí la conveniencia de las mentiras que cifran en un rasgo portátil los horrores confusos y chapuceros de una invasión. Ya Bernard Shaw apuntó, en algún prólogo, que las batallas de la guerra excedían la imaginación de los hombres y que ésta las tenía que reducir a la escala de siniestros marítimos o ferroviarios.

Para 1933 los charros mitos de 1918 son conjuros inútiles. No nos vanagloriemos demasiado. Que estalla el lunes una guerra y el martes nadará en mitologías este planeta. De un lado haremos que milite la luz, de otr[o] la perdición... Ya una reciente vez, a raíz de un concurrido seis de setiembre, nos animó un obsceno apetito de prevaricaciones, coimas y escándalos. Antes, unos pocos homúnculos perdieron o deterioraron su alma inmortal con el ejercicio del robo; luego, su vergonzante ocupación recayó en manos provisionales y —lo que es peor— la República entera se dedicó a la infinita beatitud de hablar de ellos. Hubo quien improvisó honestamente una memoria falsa, capaz de recordar cualquier atropello del imperceptible Klan Radical —que era una broma lucrativa de Alberto Hidalgo, sin otra culpa que unos chabacanos carteles... Ignoro cuál es peor: ejecutar un crimen mientras llega la hora del té, o insumir la vida y los días en la imaginación y discusión de hechos criminales. Lo primero es desaprobado por el lenguaje, que es responsable del error judicial de mantener palabras como asesino, que derivan de un acto la definición eterna de un hombre, pasado y venidero —como si hubiera un mote indeleble para el que una vez envidió.


Pablo de Tarso dijo: Más vale casarse que arder. Miguel de Unamuno confirma: Son las intenciones y no los actos los que nos estragan el alma, y no pocas veces un acto delictuoso nos limpia de la intención que lo engendrara. El criterio jurídico sólo ve lo de fuera y mide la punibilidad del acto por sus consecuencias; el criterio estrictamente moral debe juzgarlo por su causa y no por su efecto. También recuerdo que en el poema heroico de Milton, el pecado del primer hombre y de la mujer no es el acto carnal (ya cumplido por ellos en el Jardín con límpida inocencia), sino el ejecutarlo con malicia y con remordimiento ulterior. Para el santificado Spinoza, todo remordimiento es una desdicha, no una virtud.

Dios me perdone de incurrir en la ética: ciencia de los canallas.


Diario Crítica, Buenos Aires, 29 de septiembre de 1933
En Textos recobrados 1931-1955 (2001)
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...