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5/1/16

Jorge Luis Borges: Dos semblanzas de Coleridge








Simultáneamente, se han publicado en Londres dos biografías de Samuel Taylor Coleridge. La una, de Edmund Chambers, abarca la vida entera del poeta; la otra, de Lawrence Hanson, los años de andanza y de aprendizaje. Ambos son libros responsables, agudos. 

Hay hombres venerados que sospechamos sin embargo inferiores a la obra que cumplieron. (Verbigracia, Cervantes y su Quijote; verbigracia, Hernández y Martín Fierro) Otros, en cambio, dejan obras que no pasan de sombras y proyecciones —notoriamente deformadas e infieles— de su mente riquísima. Es el caso de Coleridge. Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago sólo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios. De su obra capital, la Biographia Literaria, Arthur Symons ha dicho que es el más importante tratado crítico que hay en idioma inglés, y uno de los más fastidiosos que hay en idioma alguno.

Coleridge (como su interlocutor y amigo De Quincey) era adicto al opio. Por ese motivo y por otros Lamb lo llamó "un arcángel deteriorado". Andrew Lang, más razonablemente, lo llama "el Sócrates de su generación, el conversador". Su obra es el eco descifrable de su vasta conversación. De esa conversación procedió —no es exagerado afirmarlo— todo el movimiento romántico de Inglaterra. 

He mencionado en esta nota las luminosas intuiciones de Coleridge. En general, versan sobre temas estéticos. He aquí una, sin embargo, de carácter onírico. Coleridge (en las notas para una conferencia que dio a principios de 1818) declaró que las imágenes atroces de la pesadilla no eran jamás la causa del horror experimentado, sino sus meros exponentes y efectos. Verbigracia, padecemos un malestar y lo justificamos mediante la representación de una esfinge que se ha acostado a meditar sobre nuestro pecho. El malestar engendra la esfinge, no la esfinge el horror.



En Textos Cautivos (1986)
Retrato de Borges, Archivo Fotográfico Oronoz
Frente de portada de Nueve ensayos dantescos'
Espasa Calpe, Madrid, 1982

23/12/15

Jorge Luis Borges: Stories, essays and poems, de Hilaire Belloq [R]







23 de diciembre de 1938

Joseph Hilaire Pierre Belloc goza (¿o adolece?) de la fama de ser el mejor prosista y el más diestro versificador del idioma inglés. Unos dirán que es lícita esa fama, otros que es absurda; nadie, sin embargo, me negará que es poco estimulante. A ningún escritor puede convenirle una fama de ese orden. (Puede consolarlo, quizá, lo que es muy distinto.) El concepto de perfección es negativo: la omisión de errores explícitos lo define, no la presencia de virtudes. En la página 320 de este volumen, el mismo Belloc dice que no hay prosa mejor que la del libro Los arrianos del siglo IV de Newman. “A mí no me aburre (explica Belloc), por el simple azar de que ese momento histórico me interesa, pero sé que muchos lectores se aburrirían ferozmente con él. Su prosa, sin embargo, es perfecta. Newman, puesto a narrar un determinado número de sucesos y a expresar un determinado número de conceptos, lo hace con la mejor elección de palabras, en el mejor orden, y eso es la perfección”.
Ignoro si la definición anterior, hecha de dos brumosos superlativos (“la mejor elección de palabras…, el mejor orden”) tiene algún valor, pero sé que hay prosas encantadoras, aunque nos sea del todo indiferente la materia que tratan. (Ejemplos: la prosa de Andrew Lang, de George Moore, de Alfonso Reyes.) ¿Pertenece la prosa de Belloc a esa misteriosa familia? No lo aseguro. Belloc ensayista es insignificante o imperceptible; Belloc novelista pasa de lo mediocre a lo intolerable; Belloc juez literario prefiere aseverar a persuadir; Belloc historiador me parece admirabilísimo.
En su labor histórica, los árboles no tapan la selva ni la selva los árboles: la luminosa interpretación general y la narración de pormenores individuales se adunan felizmente. Ha escrito biografías de Juana de Arco, de Carlos I, de Cromwell, de Richelieu, de Wolsey, de Napoleón, de Robespierre, de María Antonieta, de Cranmer, de Guillermo el Conquistador; ha discutido memorablemente con Wells.
A continuación traslado una página (reproducida en este volumen) de su biografía de Napoleón:


AUSTERLITZ

A una o dos millas de Boulogne, sobre la carretera de París, hay en Pont-de-Briques, a mano derecha, una encantadora casita, modesta, clásica, retirada. Ahí descansaba el Emperador durante aquellos días de verano de 1805, mientras al cabo de una larga paz europea se formaba la coalición que una vez más desafiaría a la Revolución y a su capitán.
Era de noche aún, poco después de las cuatro de la mañana del 13 de agosto, cuando las noticias llegaron: la armada francesa que se esperaba en el Canal de la Mancha comandada por Villeneuve, había regresado al Ferrol. Del doble plan de Napoleón, de sus alternativas, la invasión de Inglaterra era más dudosa que nunca: Villeneuve no había comprendido que el Tiempo era el factor esencial. Ese descalabro detenía al Emperador. La coalición formada en el lado opuesto, tierra adentro, se robustecía y lo amenazaba por el este: Austria y Rusia se le venían encima.
Mandó buscar a Darn, que lo encontró encendido de ira, el sombrero encajado hasta las sienes, los ojos relampagueantes y los labios, mientras se paseaba iracundo, profiriendo imprecaciones contra Villeneuve… Cuando las agotó, dijo, bruscamente: “Siéntese y escriba”.
Darn se sentó, pluma en mano, ante un escritorio cargado de notas y de papeles, y tomó entonces, bajo el alba, un dictado asombroso: nada menos que todo el plan de la marcha sobre Austria, el avance que culminó en la victoria de Austerlitz. Cada etapa de la empresa vastísima, los diversos caminos, los altos, las fechas de las llegadas llovieron por horas, sin un apunte para guiar la memoria, hasta que la campaña íntegra quedó sobre el papel, ya resuelta. Después, cuando ese laberinto en la cabeza de un hombre, cuando esa idea pasó a la realidad y fue un hecho, Darn no cesaba de maravillarse de que sus partes fueran eslabonándose, previstas y puntuales como una profecía que se cumple.


ART IN ENGLAND, de R. S. Lambertr [R]

Un examen estadístico de Art in England nos acerca a lo milagroso. Veintiún pintores, escultores, arquitectos, pedagogos y críticos (todos civilizados y razonables, hasta los pedagogos) colaboran en este libro: treinta y dos fotograbados lo ilustran; ciento cincuenta páginas lo componen y seis peniques bastan para comprarlo. En tales circunstancias es una ingratitud formular censuras. No me decido, sin embargo, a ocultar que esta admirable enciclopedia lacónica del arte inglés es a veces injusta. Injustamente alaba a meros epígonos del expresionismo alemán o del suprarrealismo de París como Edward Wadsworth y John Armstrong; injustamente olvida (o insulta) a Blake, a Morris, a Burne-Jones, a Rossetti y a Watts. El motivo, por lo demás, es claro. Este libro está destinado a lectores británicos, ya suficiente o excesivamente informados de las glorias pretéritas del país y a quienes les importa, ante todo, estar à la page. Nuestro caso es distinto. Si queremos conocer la pintura de hoy, estudiaremos a los maestros —a Klee, a Picasso, a Braque, a Max Ernst, a De Chirico—, no a los plagiarios londinenses de Unit One, por fidedignos y puntuales que sean. En cambio, puede (y debe) importarnos conocer la gran pintura inglesa de Turner, de Constable y de Gainsborough. El primero, que muchos han juzgado no inferior a cualquier otro artista de cualquier nación y de cualquier siglo, es del todo ignorado en este país.
De los muchos artículos de este libro, el más impresionante es acaso el del escultor Henry Moore. Éste declara que la virtud cardinal de los escultores es la capacidad de concebir un complejo volumen desde todos los lados a un tiempo y asimismo de adentro para afuera: facultad sin duda admirable y acaso imaginaria y que me parece lindar con la famosa cuarta dimensión… También declara que un agujero puede plásticamente ser tan significativo como una masa, y encara la posible ejecución de “estatuas de aire” o sea de esculturas cóncavas, ahuecadas, que limiten y contengan las formas que se quiere manifestar.


L’OEUF AUX MIRAGES, de Jacques Violetter [R]

Con este curioso volumen, Jacques Violette deja la crítica pictórica y ensaya la novela semifantástica. El héroe, Lucien Finet, hombre morigerado, sedentario y un poco tímido, es director de banco. Vive dos vidas, como los personajes de Julián Green. Para que la segunda vida, la imaginaria, no entre en la cotidiana y la trastorne, la va dictando a su mecanógrafa. El relato de dos de sus vidas ficticias compone esta novela cuyos variados escenarios son un convento de París, el fondo del mar y el Acrópolis, y en cuyas páginas circulan y se aniquilan un huevo pasado por agua, un hidrocéfalo, una monja, un buzo, una vegetariana y un cardumen de peces voladores. Al cabo de esas extravagancias y a la espera de otras, Finet recae en la realidad. Un argumento se superpone a otro en este volumen: realista el uno, alucinatorios los otros y todos con un fondo de nihilismo.


DE LA VIDA LITERARIAq

Los gatos y Rainer Maria Rilke

Maurice Betz, el más reciente de los biógrafos de Rainer Maria Rilke, refiere que a éste le agradaban los gatos, porque nunca dejaron de parecerle más o menos irreales. “Nunca se pudo convencer (dice Betz) de que verdaderamente existieran. Admiraba su modo repentino de aparecer en nuestro mundo para volcar un tintero o para enmarañar un ovillo y de evadirse luego, de un salto, como si apenas fuéramos una proyección de su espíritu, una sombra que sus pupilas no ven. Esa autonomía de los gatos era una virtud para él, pues le permitía acomodarse a su presencia, de hecho imaginaria y que no pesa más que la de un fantasma.”
Los perros, en cambio, le parecían el doloroso producto de una suerte de pacto entre el hombre y el animal. “Ni hombre ni bestia: mestizo lamentable y conmovedor”, dijo de los perros.


H. G. Wells contra Mahoma

Es conocida la veneración que el Islam profesa por su libro sagrado. Los teólogos musulmanes afirman que el Corán es eterno, que los ciento catorce capítulos que lo forman son anteriores a la tierra y al cielo y sobrevivirán a su fin, y que el texto original —la madre del libro— está en el paraíso, donde lo veneran los ángeles. Otros doctores, no contentos con esas prerrogativas, han divulgado que el Corán puede tomar la forma de un hombre o la de un animal y contribuir a la ejecución de los impenetrables propósitos del Señor. Este mismo (en el capítulo diecisiete de su obra) dice que aunque los hombres colaboraran con los demonios para confeccionar otro Corán, no lo conseguirían… H. G. Wells (en el capítulo cuarenta y tres de su Breve historia del mundo) se felicita de esa incapacidad humano-demoníaca, y deplora que doscientos millones de musulmanes acaten ese libro confuso.
Indignados, los mahometanos que residen en Londres han procedido en su mezquita a una ceremonia expiatoria. Ante una silenciosa congregación, el doctor Abdul Yakub Khan, barbudo y ortodoxo, ha arrojado a las llamas un ejemplar de la Breve historia del mundo.




Publicado el 23.12.1938 en El Hogar 1935-1958 (compilación 1986) 
Incluido luego en Textos cautivos (compilación 2000)
© 1995, 2011 María Kodama
© 2011 Random House Mondadori S.A., Barcelona
Foto: Hilaire Belloc, portrait by Emil Otto Hoppé, vintage bromide print, 1915
National Portrait Gallery

30/10/15

Jorge Luis Borges: Biografía sintética de Paul Valéry








Enumerar los hechos de la vida de Valéry es ignorar a Valéry, es no aludir siquiera a Paul Valéry. Los hechos, para él, sólo valen como estimulantes del pensamiento: el pensamiento, para él, sólo vale en cuanto lo podemos observar; la observación de esa observación también le interesa... 

Paul Valéry nació en el pueblito de Cette, el año 1871. Desdeña o desatiende —buen clásico— los recuerdos de infancia. Apenas si nos consta que una mañana, ante el movible mar, conoció la natural ambición de ser marinero. 

El año 1888, en la universidad de Montpellier, Valéry charló con Pierre Loüys. Éste, un año después, fundó la revista La Conque. En esas páginas aparecieron los primeros poemas de Valéry, debidamente mitológicos y sonoros. 

Hacia 1891, Valéry fue a París. Esa urgente ciudad significó para él dos pasiones: la conversación de Stéphane Mallarmé y el estudio infinito de la geometría y del álgebra. Todavía en las costumbres tipográficas de Valéry quedan algunos rastros de ese comercio juvenil con los simbolistas: alguna charlatanería de puntos suspensivos, de cursivas, de letras mayúsculas. 

Publicó en 1895 su primer volumen: Introducción al método de Leonardo da Vinci. En ese libro, de carácter adivinatorio o simbólico, Leonardo es un pretexto eminente para la descripción ejemplar de un tipo de creador. Leonardo es un bosquejo de "Edmond Teste", límite o semidiós al que tiende Paul Valéry. Ese personaje —héroe tranquilo y entrevisto de la breve Soireé avec Monsieur Teste— es quizá la invención más extraordinaria de las letras actuales. 

En 1921 los escritores de Francia, interrogados por la revista La Connaissance, declararon que el primer poeta contemporáneo era Paul Valéry. 

En 1925 ingresó en la Academia. No es imposible que La soirée avec Monsieur Teste y los diez tomos de Variété constituyan la obra perdurable de Valéry. Su poesía —tal vez— está menos organizada para la inmortalidad que su prosa. En el mismo Cementerio marino —su obra maestra poética— no hay un enlace orgánico de los pasajes especulativos y de los pasajes visuales, hay una mera rotación. Abundan las versiones españolas de ese poema; entiendo que la más hábil de todas ellas ha aparecido en Buenos Aires en 1931.

22 de enero de 1937

En Textos cautivos (1986)
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
22 de enero de 1937
Imagen: Paul Valéry (1946) por Henri Cartier-Bresson, Magnum Via



9/10/15

Jorge Luis Borges: Biografía sintética de e. e. cummings










Los hechos estadísticos de la vida del poeta Edward Estlin Cummings caben en pocas líneas. Sabemos que nació en Massachusetts, a fines de 1894. Sabemos que estudió en la Universidad de Harvard. Sabemos que a principios del año 1917 se alistó en la Cruz Roja y que una indiscreción epistolar le valió tres meses de cárcel. (En la cárcel, «donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación», concibió su libro inicial: El enorme cuarto.) Sabemos que después se batió como soldado de infantería. Sabemos que es un inspirado conversador y que líneas textuales de las literaturas de Grecia, de Roma, de Inglaterra, de Alemania y de Francia suelen ilustrar su discurso. Sabemos que en 1928 se casó con Ann Barton. Sabemos que suele practicar el dibujo, la acuarela y el óleo. Sabemos, ¡ay!, que a la literatura suele preferir la tipografía.

En efecto, lo primero que llama la atención en la obra de Cummings —Tulipanes y chimeneas (1923), XLI poemas (1925), y (1925), él (1923), Vivas (1932)— son las travesuras tipográficas: los caligramas, la abolición de signos de puntuación.

Lo primero, y muchas veces lo único. Lo cual es una lástima, porque el lector se indigna (o se entusiasma) con esos accidentes y se distrae de la poesía, a veces espléndida, que Cummings le propone.

He aquí una estrofa, traducida literalmente: «La cara terrible de Dios, más resplandeciente que una cuchara, resume la imagen de una sola palabra fatal; hasta que mi vida (que gustó del sol y la luna) se parece a algo que no ha sucedido. Soy una jaula de pájaro sin ningún pájaro, un collar en busca de un perro, un beso sin labios; una plegaria a la que faltan rodillas; pero algo late dentro de mi camisa que prueba que está desmuerto el que, viviente, no es nadie. Nunca te he querido, querida, como ahora quiero.»

(Una imperfecta simetría, un dibujo frustrado y aliviado por continuas sorpresas, es la notoria ley de esta estrofa. «Cuchara» en vez de «espada» o de «estrella»; «en busca» en vez de «sin»; «beso», que es un acto, después de «jaula» y de «collar», que son cosas; la palabra «camisa» en el lugar de la palabra «pecho»; «quiero» sin el pronombre personal; «desmuerto» —undead— por «vivo», me parecen las variaciones más evidentes.)

3 de septiembre de 1937









En Textos cautivos (1986)

También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
3 de septiembre 1937
Imagen: e. e. cummings: Female Nude 4 Via
Al pie: Texto completo del poema 
parcialmente traducido por Borges, perteneciente a W (ViVa) 

y la portada de la primera edición del libro, diseñada por S. A. Jacobs Via


25/9/15

Jorge Luis Borges: Cuando la ficción vive en la ficción








Debo mi primera noción del problema del infinito a una gran lata de bizcochos que dio misterio y vértigo a mi niñez. En el costado de ese objeto anormal había una escena japonesa; no recuerdo los niños o guerreros que la formaban, pero sí que en un ángulo de esa imagen la misma lata de bizcochos reaparecía con la misma figura y en ella la misma figura, y así (a lo menos, en potencia) infinitamente... Catorce o quince años después, hacia 1921, descubrí en una de las obras de Russell una invención análoga de Josiah Royce. Éste supone un mapa de Inglaterra, dibujado en una porción del suelo de Inglaterra: ese mapa —a fuer de puntual— debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta lo infinito... Antes, en el Museo del Prado, vi el conocido cuadro velazqueño de Las meninas: en el fondo aparece el propio Velázquez, ejecutando los retratos unidos de Felipe IV y de su mujer, que están fuera del lienzo pero a quienes repite un espejo. Ilustra el pecho del pintor la cruz de Santiago; es fama que el rey la pintó, para hacerlo caballero de esa orden... Recuerdo que las autoridades del Prado habían instalado enfrente un espejo, para continuar esas magias.
Al procedimiento pictórico de insertar un cuadro en un cuadro, corresponde en las letras el de interpolar una ficción en otra ficción. Cervantes incluyó en El Quijote una novela breve; Lucio Apuleyo intercaló famosamente en El asno de oro la fábula de Amor y de Psiquis: tales paréntesis, en razón misma de su naturaleza inequívoca son tan banales como la circunstancia de que una persona, en la realidad, lea en voz alta o cante. Los dos planos —el verdadero y el ideal— no se mezclan. En cambio, el Libro de las mil y una noches duplica y reduplica hasta el vértigo la ramificación de un cuento central en cuentos adventicios, pero no trata de graduar esas realidades, y el efecto (que debió ser profundo) es superficial, como una alfombra persa. Es conocida la historia liminar de la serie: el desolado juramento del rey que cada noche se desposa con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de Shahrazad que lo distrae con maravillosas historias, hasta que encima de los dos han rodado mil y una noches y ella le muestra su hijo. La necesidad de completar mil y una secciones obligó a los copistas de la obra a interpolaciones de todas clases. Ninguna tan perturbadora como la de la noche DCII, mágica entre las noches. En esa noche extraña, él oye de boca de la reina su propia historia. Oye el principio de la historia que abarca a todas las demás, y también —de monstruoso modo— a sí misma. ¿Intuye claramente el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso peligro? Que la reina persista, y el inmóvil rey oirá para siempre la trunca historia de las mil y una noches, ahora infinita y circular... En Las mil y una noches, Shahrazad refiere muchas historias; una de esas historias casi es la historia de Las mil y una noches.
Shakespeare, en el tercer acto de Hamlet, erige un escenario en el escenario; el hecho de que la pieza representada —el envenenamiento de un rey— espeja de algún modo la principal, basta para sugerir la posibilidad de infinitas involuciones. (En un artículo de 1840, De Quincey observa que el macizo estilo abultado de esa pieza menor hace que el drama general que la incluye parezca, por contraste, más verdadero. Yo agregaría que su propósito esencial es opuesto: hacer que la realidad nos parezca irreal.)
Hamlet data de 1602. A fines de 1635 el joven escritor Pierre Corneille compone la comedia de magia L'illusion comique. Pridamant, padre de Clindor, ha recorrido en busca de su hijo las naciones de Europa. Con más curiosidad que fe, visita la gruta del «mágico prodigioso» Alcandre. Éste, de manera fantasmagórica, le muestra la azarosa vida del hijo. Lo vemos apuñalar a un rival, huir de la justicia, morir asesinado en un jardín y luego conversar con unos amigos. Alcandre nos aclara el misterio. Clindor, después de haber matado al rival, se ha hecho comediante y la escena del ensangrentado jardín no pertenece a la realidad (a la «realidad» de la ficción de Corneille), sino a una tragedia. Estábamos, sin saberlo, en el teatro. Un elogio un tanto imprevisto de esa institución da fin a la obra:

Méme notre grand Roi, ce foudre de la guerre,
Dont le nom sefait craindre aux deux bouts de la terre,
Le front ceint de lauriers, daigne bien quelquefois
Préter l'oeil et l'oreille au Théátre-Francais...

Es triste comprobar que Corneille pone en boca del mago esos no muy mágicos versos.
La novela Der Golem de Gustav Meyrink (1915), es la historia de un sueño: en ese sueño hay sueños; en esos sueños (creo) otros sueños.
He enumerado muchos laberintos verbales; ninguno tan complejo como la novísima obra de Flann O'Brien: At Swim-Two-Birds. Un estudiante de Dublín escribe una novela sobre un tabernero de Dublín que escribe una novela sobre los parroquianos de su taberna (entre quienes está el estudiante), que a su vez escriben novelas donde figuran el tabernero y el estudiante, y otros compositores de novelas sobre otros novelistas. Forman el libro los muy diversos manuscritos de esas personas reales o imaginarias, copiosamente anotados por el estudiante. At Swim-Two-Birds no sólo es un laberinto: es una discusión de las muchas maneras de concebir la novela irlandesa y un repertorio de ejercicios en verso y prosa, que ilustran o parodian todos los estilos de Irlanda. La influencia magistral de Joyce (arquitecto de laberintos, también; Proteo literario, también) es innegable, pero no abrumadora, en este libro múltiple.
Arthur Schopenhauer escribió que los sueños y la vigilia eran hojas de un mismo libro y que leerlas en orden era vivir, y hojearlas, soñar. Cuadros dentro de cuadros, libros que se desdoblan en otros libros, nos ayudan a intuir esa identidad.
2 de junio de 1939




En Textos cautivos (1986)
También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
2 de junio de 1939
Imagen: Diego de Velázquez: Las meninas (1656/1657)
Madrid, Museo del Prado Via



27/11/14

Jorge Luis Borges: Enrique Banchs ha cumplido este año sus Bodas de Plata con el silencio





25 de diciembre de 1936


La función poética —ese vehemente y solitario ejercicio de combinar palabras que alarmen de aventura a quienes las oigan— padece misteriosas interrupciones, lúgubres y arbitrarios eclipses. Para justificar ese vaivén, los antiguos dijeron que los poetas eran huéspedes ocasionales de un dios, cuyo fuego los habitaba, cuyo clamor poblaba su boca y guiaba su mano, cuyas inescrutables distracciones debían suplir. De ahí la costumbre mágica de inaugurar con una invocación a ese dios el acto poético.

«¡Oh divinidad, canta el furor de Aquiles, hijo de Peleo, el furor que trajo a los griegos males innumerables y arrojó a los infiernos las fuertes almas de los héroes, y libró su carne a los perros y a los alados pájaros», dice Homero. Y no se trata de una forma retórica, sino de una verdadera plegaria. De un «sésamo, ábrete», mejor dicho, que le abrirá las puertas de un mundo sepultado y precario, lleno de peligrosos tesoros. Esa doctrina (tan afín a la de ciertos alcoranistas, que juran que el arcángel Gabriel dictó palabra por palabra y signo por signo el Corán) hace del escritor un mero amanuense de un Dios imprevisible y secreto. Aclara, siquiera en forma burda o simbólica, sus limitaciones, sus flaquezas, sus interregnos.

He indicado en el párrafo anterior el caso muy común del poeta que a veces hábil, es otras veces casi bochornosamente incapaz. Hay otro caso más extraño y más admirable: el de aquel hombre que en posesión ilimitada de una maestría, desdeña su ejercicio y prefiere la inacción, el silencio. A los diecisiete años, Jean Arthur Rimbaud compone el «Bateau ivre»; a los diecinueve, la literatura le es tan indiferente como la gloria, y devana arriesgadas aventuras en Alemania, en Chipre, en Java, en Sumatra, en Abisinia y en el Sudán. (Los goces peculiares de la sintaxis fueron anulados en él por los que suministran la política y el comercio.)

Lawrence, en 1918, capitanea la rebelión de los árabes; en 1919 compone Los siete pilares de la sabiduría, quizá el único libro memorable de cuantos produjo la guerra; hacia 1924 cambia de nombre, pues no debemos olvidar que es inglés y que le incomoda la gloria. James Joyce, en 1922, publica el Ulises, que puede equivaler a toda una compleja literatura que abarcara muchos siglos y muchas obras; ahora publica unos retruécanos que, sin duda, equivalen al más absoluto silencio. En la ciudad de Buenos Aires, el año 1911, Enrique Banchs publica La urna, el mejor de sus libros, y uno de los mejores de la literatura argentina; luego, misteriosamente, enmudece. Hace veinticinco años que ha enmudecido.

La urna es admirable. Menéndez y Pelayo observa: «Si no se leen los versos con los ojos de la historia, ¡cuán pocos versos habrá que sobrevivan!»

El hecho es de muy fácil comprobación, no menos en los textos de prosa que en los poéticos. No hay que retroceder a tiempos ajenos, a tiempos habitados por hombres muertos; basta desandar unos pocos años. Busco dos libros argentinos que, sin duda, perdurarán. En el Lunario sentimental de Lugones (1909) incomodan las perpetuas diabluras malogradas y la decoración art nouveau; en Don Segundo Sombra, que es de 1926, la escasa identificación del autor con los troperos de su historia. Sin el deliberado propósito de ciertas represiones, no podemos gozar de esos altos libros. La urna, en cambio, no requiere convenios con su lector ni complicaciones benévolas. Ha transcurrido un cuarto de siglo desde su aparición —un dilatado trecho de tiempo humano; ciertamente no ajeno de hondas revoluciones poéticas, para no hablar de las de otro orden— y La urna es un libro contemporáneo, un libro nuevo. Un libro eterno, mejor dicho, si nos atrevemos a pronunciar esa portentosa o hueca palabra. Sus dos virtudes esenciales son la limpidez y el temblor, no la invención escandalosa ni el experimento cargado de porvenir.

Es muy sabido que a los críticos les interesa menos el arte que la historia del arte; la obtención efectiva de una belleza que su arriesgada búsqueda. Un libro cuyo valor fundamental es la perfección puede ser menos comentado que un libro que muestra los estigmas de la aventura o del mero desorden...

La urna ha carecido, asimismo, del prestigio guerrero de las polémicas. Enrique Banchs ha sido comparado a Virgilio. Nada más agradable para un poeta; nada, también, menos estimulante para su público.

He aquí un soneto que he repetido más de una vez en la soledad, bajo las luces de uno y otro hemisferio. (El curioso lector advertirá que su estructura es shakespeariana; vale decir, que, pese a la disposición tipográfica, consta de tres cuartetos con la rima alternada y de una estrofa de dos versos pareados.)

Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.

Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso, agonizante,
también en él inclina la cabeza.

Si hace doble el dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma,
y acaso espera que algún día habite,

en la ilusión de su azulada calma
el huésped, que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas.

Tal vez otro soneto de Banchs nos dé la clave de su inverosímil silencio: aquel en que se refiere a su alma,

que, alumna secular, prefiere ruinas
próceres a la de hoy menguada palma.

Tal vez, como a Georges Maurice de Guérin, la carrera literaria le parezca irreal, «esencialmente y en los halagos que uno le pide».

Tal vez no quiere fatigar el tiempo con su nombre y su fama.

Tal vez —y ésta será la última solución que propongo al lector— su propia destreza le hace desdeñar la literatura como un juego demasiado fácil.

Es grato imaginar a Enrique Banchs atravesando los días de Buenos Aires, viviendo una cambiante realidad que él sabría definir y que no define: hechicero feliz que ha renunciado al ejercicio de su magia.



Texto publicado el 27.11.1936 en revista El Hogar 1935-1958
Incluido luego en Textos cautivos (compilación 1986)
Foto: Eduardo Comesaña


11/11/14

Jorge Luis Borges: Eugene G. O'Neill, Premio Nobel de Literatura






Uno de los reglamentos del premio Nobel (fundado, como los diccionarios enciclopédicos no lo ignoran, por Alfred Bernhard Nobel, padre y divulgador de la dinamita y de otras coaliciones poderosas de la nitroglicerina y la sílice) decreta que de los cinco premios anuales, el cuarto debe ser adjudicado, sin consideración de la nacionalidad del autor, a la obra literaria de mayor mérito, dans le sens d'idéalisme. La condición final es inofensiva: no hay en el universo un libro que no pueda ser considerado «idealista», si nos empeñamos en que lo sea. La primera, en cambio, es algo insidiosa. El honrado propósito esencial de que se repartan los premios imparcialmente, sin distinción de la nacionalidad del autor, se resuelve de hecho en un internacionalismo insensato, en una rotación geográfica. Lo verosímil, lo infinitamente probable es que la obra más ilustre del año se haya producido en París, en Londres, en Nueva York, en Viena o en Leipzig. La comisión no lo entiende así; la comisión, con extraña «imparcialidad», prefiere fatigar las librerías de Addis Abeba, de Tasmania, del Líbano, de San Cristóbal de la Habana y de Berna. (También, con imparcialidad un tanto patriótica, las de Estocolmo.) Los derechos de las pequeñas naciones tienden a prevalecer sobre la justicia. Yo no sé, por ejemplo, si dentro de cien años la República Argentina habrá producido un autor de importancia mundial, pero sé que antes de cien años un autor argentino habrá obtenido el premio Nobel, por mera rotación de todos los países del atlas. De ahí cabe derivar una conclusión que tiene algo de paradójico: le es tan difícil a un francés o a un americano obtener el premio como a un dinamarqués o a un belga. Le es más difícil, puesto que debe competir con todos los escritores de su país, que son numerosísimos, y no con un puñado de colegas más o menos mediocres. Si consideramos que Eugenio O'Neill es coterráneo de Cari Sandburg, de Robert Frost, de William Faulkner, de Sherwood Anderson y de Edgar Lee Masters, comprenderemos la dificultad y la gloria de su premio reciente.

Mucho se ha escrito sobre la tormentosa vida de O'Neill: vida literalmente tormentosa sobre las aguas arriesgadas de los dos hemisferios; vida tan idéntica, en suma, a la de un personaje de O'Neill. Bástame recordar que Eugenio Gladstone O'Neill nació en 1888 en un hotel de Broadway, que su padre fue un actor trágico que majestuosamente pereció millares de veces ante las candilejas de gas; que Eugenio Gladstone estudió en la Universidad de Princeton; que hacia 1909 fue en busca de oro a las tierras bajas de Honduras; que en 1910 era marinero y que desertó en la Dársena Sur y conoció los almacenes de Buenos Aires y el sabor de la caña. («Siempre me gustó la Argentina. Todo, menos ese brebaje: la caña», dice uno de sus héroes. Después, agonizando, recuerda los cinematógrafos de Barracas y una buena pelea con el pianista, y el olor de los cueros en las curtiembres.)

En la obra tumultuosa de O'Neill creo que es lícito distinguir dos períodos. Sospecho que en el primero, realista —La luna del Mar Caribe, Anna Christie, Donde está marcada la cruz—, le interesaban, ante todo, los personajes, su destino y sus almas. En el segundo, gradual o descaradamente simbólico —Raro interludio, El Gran Dios Brown, El Emperador Jones—, le interesan los experimentos, la técnica. Pensando en esos últimos dramas, ha escrito el comediógrafo irlandés Saint John Ervine: «Si algo ha sabido O'Neill de las reglas de la construcción dramática, formuladas por todas las autoridades en la materia desde Aristóteles hasta el profesor G. P. Baker, ha ocultado cuidadosamente su información y ha compuesto sus piezas como si las desconociera absolutamente. Una de sus piezas tiene seis actos cuando tres bastarían. Otra tiene un comienzo y un fin, pero le falta el medio. Una tercera, El Emperador Jones, viene a ser un monólogo en ocho escenas. Aristóteles se estremecería en la tumba si le contaran las diabluras que hace el señor O'Neill con la técnica, pero quizá las perdonara por lo afortunadas que son. Cada nuevo drama de O'Neill es un experimento nuevo, y lo asombroso es que ese experimento se justifica. La estructura de cada pieza nada tiene que ver con la estructura de la pieza siguiente ni con la de la pieza anterior, pero no deja nunca de ajustarse al propósito especial del señor O'Neill. Sus piezas, para decirlo en una palabra, son otras tantas aventuras.» El juicio me parece verdadero, aunque ni siquiera menciona la intensidad que pone O'Neill en esas infracciones del orden. En su invención, más que en su ejecución. Verbigracia: el valor fundamental de Raro interludio está en la idea de presentar dos dramas paralelos —uno de palabras, otro de pensamientos y de emociones—, y no en la fábula que O'Neill desenvuelve para ejecutar su propósito. Verbigracia: las caretas que usurpan el lugar de los hombres, los niños y las mujeres en El Gran Dios Brown, y la fusión final, o confusión, de las dos personas en una, es más interesante, para nosotros —y para O'Neill— que la historia de la firma Anthony, Brown y Compañía, Arquitectos. En resumen: a los últimos dramas de O'Neill, a los más ambiciosos y emprendedores, les falta «realidad». Esa comprobación no los acusa de ser infieles a lo cotidiano del mundo; es evidente que lo son y que tal es el propósito de su autor. Los acusa de otra infidelidad: de no corresponder a una imaginación minuciosa de los caracteres y de los hechos. Uno siente que O'Neill no conoce bien ese mundo de símbolos y de larvas. Uno siente que los personajes no son complejos, que apenas son caóticos. Uno siente que O'Neill es el espectador más desconcertado, y acaso más ingenuo y más trémulo, de esas fantasmagorías enormes. Uno siente que O'Neill ha inventado cada vez un procedimiento y que después ha improvisado su obra con una especie de ferviente descuido. Uno siente que a O'Neill lo mueven más los efectos escénicos que la realidad, siquiera fantasmal o nominal, de sus personajes. Ante un drama de O'Neill, como ante las novelas de William Faulkner, uno a veces no sabe lo que sucede, pero uno sabe que lo que sucede es terrible. De ahí su conexión con la música, arte que opera con nosotros de ese modo inmediato. La música (dijo Hanslick) es un idioma que entendemos y hablamos, pero que somos incapaces de traducir. De traducir en conceptos, naturalmente. Es el caso de los dramas de O'Neill. Su espléndida eficacia es anterior a toda interpretación y no depende de ella. Es también el caso del Universo, que nos destruye, nos exalta y nos mata, y no sabemos nunca qué es.





Texto publicado el 27.11.1936 en El Hogar 1935-1958
Incluido luego en Textos cautivos (compilación 1986)
Foto: Borges, Rome, Italy, 1981 © Horst Tappe
Imagen al pie: The Nobel Prize for Literature, awarded to Eugene O'Neill in 1936

20/2/14

Jorge Luis Borges: Alfred Döblin






Alfred Döblin: Die Fahrt ins Land ohne Tod Die Reise

El cuarto centenario de la primera fundación de nuestra ciudad -conmemoración sin duda elocuente, che nel pensier rinnova la paura-, tuvo la curiosa virtud de demostrar un hecho desconcertante: la melancolía que en nosotros despierta la sola idea de la conquista y colonización de estos reinos. Melancolía que sólo parcialmente podemos imputar al estilo arcaico de los discursos seculares -a las partículas enclíticas de rigor, a los «hijosdalgo» y «voacedes»- y a la necesidad de venerar a los Conquistadores: hombres animosos y brutos. Melancolía que exhalan por igual la preterida Alzire de Voltaire (Alzire, princesa del Perú, es hija de Montèze o Moctezuma, no de Atahualpa) y la Fuente de O'Neill y cuya única excepción es acaso este Viaje al país sin muerte, del médico berlinés Alfred Döblin.

Döblin es el escritor más versátil de nuestro tiempo. Cada libro suyo (como cada uno de los dieciocho capítulos del Ulises de Joyce) es un mundo aparte, con su retórica y su vocabulario especiales. En Los tres saltos de Wanglun (1915) el tema central es la China, con sus ceremonias, sus venganzas, su religión y sus sociedades secretas; en Wallenstein (1920), la ensangrentada y supersticiosa Alemania del siglo XVII; en Montañas, mares y gigantes (1924), las empresas de un hombre del año dos mil setecientos; en la epopeya Manas (1926), la victoria, muerte y resurrección de un rey de la India; en Berlin Alexanderplatz (1929), la vida miserable del desocupado Franz Biberkopf.

En Die Fahrt ins Land ohne Tod Alfred Döblin ajusta la narración a los cambiantes personajes de su novela: tribus de la perpleja selva amazónica, soldados, misioneros y esclavos. Es muy sabido que Flaubert se preciaba de no intervenir en sus obras, pero el espectador de Salambó es siempre Flaubert. (Por ejemplo: el célebre festín de los mercenarios es una labor arqueológica, que nada tiene que ver con lo que verosímilmente sintieron y juzgaron los mercenarios.) Döblin, en cambio, parece transformarse en sus criaturas. No escribe que los españoles intrusos eran barbados y blancos; escribe que sus caras y sus manos -lo demás no se distinguía- eran del color de las escamas de los peces, y que uno de ellos tenía pelos en los cachetes y en el mentón. En el primer capítulo intercala deliberadamente un hecho imposible, para no ser infiel al estilo mágico de las almas.

7 de enero de 1938


Textos cautivos (compilación 1986)
Madrid, 1998
Foto Sara Facio: JLB en la Biblioteca Nacional 

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