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19/4/17

Jorge Luis Borges: Utopía de un hombre que está cansado [Prólogo]








He sospechado alguna vez que las obras completas son un error de origen comercial o profesoral. Un hombre tiene derecho a que lo juzguen por su más clara página, no por las distracciones de su pluma o por cartas casuales. Yo querría ser juzgado por los nueve textos que siguen o por el eco de esos textos en la memoria.
El muerto puede ser una alegoría, sin que yo lo supiera. A todos nos dan todo y nos quitan todo. De mis cuentos, Ulrica es el que prefiero, quizás porque es el menos borgeano. Ni laberintos, ni armas blancas, ni tigres.
El episodio que relata La espera ocurrió en Rosario. El protagonista era turco: lo hice italiano, porque mis lectores no ignoran que sé poco o nada de turcos. La muralla y los libros atestigua esta veneración de un imperio que me fue revelado por tantos signos, por el Unicornio y Confucio, por la mariposa de un sueño y por los ideogramas grabados en una alta campana de bronce. De La intrusa debo decir que no soy los hermanos Nilsen y que condeno el crimen que ejecutaron. Dedico El Golem a la querida memoria de la baronesa de Stummer, que me llevó al libro de Meyrink y con la que traduje, en tardes que no olvidaré, el Somnium Scipionis de Cicerón. Los Fragmentos de un evangelio apócrifo bien pueden ser el texto que me justifique ante Dios, si es que hay un Dios, como lo demostró san Anselmo. La luna afirma una verdad, con algún exceso retórico: no hay un instante que no lleve la carga de pasado infinito. La Utopía de un hombre que está cansado no requiere mayores aclaraciones: yo soy ese hombre. 
Toda mi gratitud a los generosos conspiradores que han urdido este libro, los señores Eduardo Mayer y César Palui, y a Roberto Alifano, mi amigo y colaborador de tantas páginas.
Buenos Aires, 11 de noviembre de 1985








En Utopía de un hombre que está cansado, Ed. Andrés Bello, Sgo. de Chile, 1988

Primera publicación en El País, Madrid, 25 de junio de 1986


El diario El País publicó este prólogo a pocos días de la muerte de Jorge Luis Borges y antes de que se editara la antología a la que estaba destinado. El artículo adjunto al texto se tituló Un escrito de Borges presenta sus obras completas, aunque de su lectura surge con claridad que se trataba del prólogo a una antología de nueve textos: "Madrid, 25 de junio de 1986. La agencia Efe difundió ayer a todos los medios de comunicación lo que posiblemente sea la última pieza literaria de Jorge Luis Borges. Se trata de un prólogo para sus obras completas que escribió en noviembre de 1985 y que se reproduce en esta misma página. Dicho texto fue dictado por el escritor argentino -recientemente fallecido en Ginebra- a su secretario particular, Roberto Alifano. Es una corta y entrañable presentación de nueve textos del autor de El Aleph. El muerto, Ulrica, La espera, La muralla y los libros, La intrusa, El Golem, Fragmentos de un evangelio apócrifo, La luna y Utopía de un hombre que está cansado son los nueve textos que prologó Jorge Luis Borges en noviembre del pasado año. Roberto Alifano, el secretario particular del escritor argentino, cedió a la agencia Efe la exclusiva de la difusión mundial de este corto texto de Borges. Jorge Luis Borges falleció el pasado sábado 14 de junio en Ginebra, ciudad a la que se había trasladado a finales de diciembre del pasado año. Un cáncer de hígado segó la vida del escritor argentino, que contaba 86 años de edad y una de las obras más importantes del siglo XX en lengua española. Sus poemas y sus cuentos lo convirtieron en una figura esencial del siglo. La enfermedad llevó a Jorge Luis Borges hasta la ciudad suiza de Ginebra, en la que vivió voluntariamente aislado los últimos seis meses, sólo acompañado de su esposa, María Kodama, con la que contrajo matrimonio el pasado mes de abril. El prólogo que hoy se da a conocer fue dictado por Borges en Buenos Aires, y es muy posible que no hubiera escrito nada más desde entonces" [Nota de Florencia Giani]

En imagen, portada e índice del libro



10/4/17

Jorge Luis Borges: El informe de Brodie [Prólogo]








Los últimos relatos de Kipling fueron no menos laberínticos y angustiosos que los de Kafka o los de James, a los que sin duda superan; pero en 1885, en Lahore, había emprendido una serie de cuentos breves, escritos de manera directa, que reuniría en 1890. No pocos —"In the House of Suddhoo", "Beyond the Pale", "The Gate of the Hundred Sorrows"— son lacónicas obras maestras; alguna vez pensé que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el oficio. El fruto de esa reflexión es este volumen, que mis lectores juzgarán.
He intentado, no sé con qué fortuna, la reducción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad.
Sólo quiero aclarar que no soy, ni he sido jamás, lo que antes se llamaba un fabulista o un predicador de parábolas y ahora un escritor comprometido. No aspiro a ser Esopo. Mis cuentos, como los de Las mil y una noches, quieren distraer y conmover y no persuadir. Este propósito no quiere decir que me encierre, según la imagen salomónica, en una torre de marfil. Mis convicciones en materia política son harto conocidas; me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días. El ejercicio de las letras es misterioso; lo que opinamos es efímero y opto por la tesis platónica de la Musa y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema es una operación de la inteligencia. No deja de admirarme que los clásicos profesaran una tesis romántica, y un poeta romántico, una tesis clásica.
Fuera del texto que da nombre a este libro y que manifiestamente procede del último viaje emprendido por Lemuel Gulliver, mis cuentos son realistas, para usar la nomenclatura hoy en boga. Observan, creo, todas las convenciones del género, no menos convencional que los otros y del cual pronto nos cansaremos o ya estamos cansados. Abundan en la requerida invención de hechos circunstanciales, de los que hay ejemplos espléndidos en la balada anglosajona de Maldon, que data del siglo X, y en las ulteriores sagas de Islandia. Dos relatos —no diré cuáles— admiten una misma clave fantástica. El curioso lector advertirá ciertas afinidades íntimas. Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo del tiempo; soy decididamente monótono.
Debo a un sueño de Hugo Rodríguez Moroni la trama general de la historia que se titula "El Evangelio según Marcos", la mejor de la serie; temo haberla maleado con las cambios que mi imaginación o mi razón juzgaron convenientes. Por lo demás, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.
He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa o la de un asombro. Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz. Las modificaciones verbales no estropearán ni mejorarán lo que dicto, salvo cuando éstas pueden aligerar una oración pesada o mitigar un énfasis.
Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges.
Imparcialmente me tienen sin cuidado el Diccionario de la Real Academia, "dont chaque édition fait regretter la précédente", según el melancólico dictamen de Paul Groussac, y los gravosos diccionarios de argentinismos. Todos, los de éste y los del otro lado del mar, propenden a acentuar las diferencias y a desintegrar el idioma. Recuerdo a este propósito que a Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y que replicó: "Me he criado en Villa Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas". El lunfardo, de hecho, es una broma literaria inventada por saineteros y por compositores de tangos y los orilleros lo ignoran, salvo cuando los discos del fonógrafo los han adoctrinado.
He situado mis cuentos un poco lejos, ya en el tiempo, ya en el espacio. La imaginación puede obrar así con más libertad. ¿Quién, en 1970, recordará con precisión lo que fueron, a fines del siglo anterior, los arrabales de Palermo o de Lomas? Por increíble que parezca, hay escrupulosos que ejercen la policía de las pequeñas distracciones.
Observan, por ejemplo, que Martín Fierro hubiera hablado de una bolsa de huesos, no de un saco de huesos, y reprueban, acaso con injusticia, el pelaje overo rosado de cierto caballo famoso.
Dios te libre, lector, de prólogos largos. La cita es de Quevedo, que, para no cometer un anacronismo que hubiera sido descubierto a la larga, no leyó nunca los de Shaw.


J.L.B.
Buenos Aires, 19 de abril de 1970


En El informe de Brodie (1970)











Foto arriba original color: captura documental 
Profile of a writer: Jorge Luis Borges
Direction: David Wheatley (1983)
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7/4/17

Jorge Luis Borges: Palabras Finales (prólogo, breve y discutidor)








¿Quién se anima a entrar en un libro? El hombre en predisposición de lector se anima a comprarlo vale decir, compra el compromiso de leerlo y entra por el lado del prólogo, que por ser el más conversado y menos escrito es el lado fácil. El prólogo debe continuar las persuasiones de la vidriera, de la carátula, de la faja, y arrepentir cualquier deserción. Si el libro es ilegible y famoso, se le exige aún más. Se esperan de él un resumen práctico de la obra y una lista de sus frases rumbosas para citar y una o dos opiniones autorizadas para opinar y la nómina de sus páginas más llevaderas, si es que las tiene. Aquí ventajosamente para el lector no se precisan ni sustituciones ni estímulos. Este libro es congregación de muchos poetas de hombres que al contarse ellos, nos noticiarán novedades íntimas de nosotros y yo soy el guardián inútil que charla. 

¿Qué justificación la mía en este zaguán? Ninguna, salvo ese río de sangre oriental que va por mi pecho; ninguna salvo los días orientales que hay en mis días y cuyo recuerdo sé merecer. Esas historias el abuelo montevideano que salió con el ejército grande el cincuenta y uno para vivir veinte años de guerra; la abuela mercedina que juntaba en idéntico clima de execración a Oribe y a Rosas me hacen partícipe, en algún modo misterioso pero constante, de lo uruguayo. Quedan mis recuerdos, también. Muchos de los primitivos que encuentro en mí, son de Montevideo; algunos una siesta, un olor a tierra mojada, una luz distinta ya no sabría decir de qué banda son. Esa fusión o confusión, esa comunidad, puede ser hermosa. 

Mi paisano, el no uruguayo recorredor de esta antología, tendrá con ella dos maneras de gustos. Eso yo puedo prometérselo. Uno será el de sentirse muy igual a quienes la escriben; el otro, el de saberlos algo distintos. Esa distinción no es dañosa: yo tengo para mí que todo amor y toda amistad no son más que un justo vaivén de la aproximación y de la distancia. El querer tiene su hemisferio de sombra como la luna. 

¿Qué distinciones hay entre los versos de esta orilla y los de la orilla de enfrente? La más notoria es la de los símbolos manejados. Aquí la pampa o su inauguración, el suburbio; allí los árboles y el mar. El desacuerdo es lógico: el horizonte del Uruguay es de arboledas y de cuchillas, cuando no de agua larga; el nuestro, de tierra. El anca del escarceador Pegaso oriental lleva marcados una hojita y un pez, símbolos del agua y del monte. Siempre, esas dos tutelas están. Nombrada o no, el agua induce una vehemencia de ola en los versos; con o sin nombre, el bosque enseña su sentir dramático de conflicto, de ramas que se atraviesan como voluntades. Su repetición vistosa, también. 

Dos condiciones juveniles la belicosidad y la seriedad resuelven el proceder poético de los uruguayos. La primera está en el personificado Juan Moreira de Podestá y en los matreros con divisa de José Trelles y en el ya inmortal compadrito trágico Florencio Sánchez y en las atropelladas de Ipuche y en el 

¡A ver quién me lo niega!

con que sale a pelear por una metáfora suya, Silva Valdés. La segunda surge de comparar la cursilería cálida y franca de Los parques abandonados de Herrera y Reissig con la vergonzante y desconfiada cursilería, entorpecida de ironías que son prudencias, que está en El libro fiel de Lugones. El humorismo es esporádico en los uruguayos, como la vehemencia en nosotros. (Cualquier intensidad, hasta la intensidad de lo cursi, puede valer). 

Obligación final de mi prólogo es no dejar en blanco esta observación. Los argentinos vivimos en la haragana seguridad de ser de un gran país, de un país cuyo solo exceso territorial podría evidenciarnos, cuando no la prole de sus toros y la feracidad alimenticia de su llanura. Si la lluvia providencial y el gringo providencial no nos fallan, seremos la Villa Chicago de este planeta y aún su panadería. Los orientales, no. De ahí su claro que heroica voluntad de diferenciarse, su tesón de ser ellos, su alma buscadora y madrugadora. Si muchas veces, encima de buscadora fue encontradora, es ruin envidiarlos. El sol, por las mañanas, suele pasar por San Felipe de Montevideo antes que por aquí. 


En Antología de la moderna poesía uruguaya, 1900-1927
seleccionada por Ildefonso Pereda Valdés y palabras finales de JLB

Buenos Aires, El Ateneo, 1927

También en Textos recobrados 1919-1929
© María Kodama 1997/2007

© 2011 Editorial Sudamericana

Imágenes: Tapa y portada de la Antología


8/3/17

Jorge Luis Borges: Atlas [Prólogo]







Creo que Stuart Mill fue el primero que habló de la pluralidad de las causas; en lo que se refiere a este libro, que ciertamente no es un Atlas, puedo señalar dos, inequívocas. La primera se llama Alberto Girri. En el grato decurso de nuestra residencia en la tierra, María Kodama y yo hemos recorrido y saboreado muchas regiones, que sugirieron muchas fotografías y muchos textos. Enrique Pezzoni, la segunda causa, las vio; Girri observó que podrían entretejerse en un libro, sabiamente caótico. He aquí ese libro. No consta de una serie de textos ilustrados por fotografías o de una serie de fotografías explicadas por un epígrafe. Cada título abarca una unidad, hecha de imágenes y de palabras. Descubrir lo desconocido no es una especialidad de Simbad, de Erico el Rojo o de Copérnico. No hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia.

María Kodama y yo hemos compartido con alegría y con asombro el hallazgo de sonidos, de idiomas, de crepúsculos, de ciudades, de jardines y de personas, siempre distintas y únicas. Estas páginas querrían ser monumentos de esa larga aventura que prosigue.

J.L.B.



Texto y foto  de Borges y Kodama en Chichen Itzá, en Atlas (1984)

28/2/17

Jorge Luis Borges: Prólogo [La cifra]






El ejercicio de la literatura puede enseñaros a eludir equivocaciones, no a merecer hallazgos. Nos revela nuestras imposibilidades, nuestros severos límites. Al cabo de los años, he comprendido que me está vedado ensayar la cadencia mágica, la curiosa metáfora, la interjección, la obra sabiamente gobernada o de largo aliento. Mi suerte es lo que suele denominarse poesía intelectual. La palabra es casi un oxímoron; el intelecto (la vigilia) piensa por medio de abstracciones, la poesía (el sueño), por medio de imágenes, de mitos o de fábulas. La poesía intelectual debe entretejer gratamente esos dos procesos. Así lo hace Platón en sus diálogos; así lo hace también Francis Bacon en su enumeración de los ídolos de la tribu, del mercado de la caverna y del teatro. El maestro del género es, en mi opinión, Emerson; también lo han ensayado, con diversa felicidad, Browning y Frost, Unamuno y, me aseguran, Paul Valéry. Admirable ejemplo de una poesía puramente verbal es la siguiente estrofa de Jaimes Freyre:

  
    Peregrina paloma imaginaria
    que enardeces los últimos amores;
    alma de luz, de música y de flores,
    peregrina paloma imaginara.
  
  No quiere decir nada y a la manera de la música dice todo.

  Ejemplo de poesía intelectual es aquella silva de Luis de León, que Poe sabía de memoria:
  
    Vivir quiero conmigo,
    gozar quiero del bien que debo al Cielo,
    a solas, sin testigo,
    libre de amor, de celo,
    de odio, de esperanza, de recelo.
  
  No hay una sola imagen. No hay una sola hermosa palabra, con la excepción dudosa de testigo, que no sea una abstracción.

  Estas páginas buscan, no sin incertidumbre, una vía media.

    J.L.B.
    Buenos Aires, 29 de abril de 1981


En La Cifra (1981)
Retrato de Jorge Luis Borges, Foto Antonio Gabriel, 1986

26/2/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a "La estatua de sal" de Leopoldo Lugones








  Si tuviéramos que cifrar en un hombre todo el proceso de la literatura argentina (y nada nos obliga, por cierto, a tan extravagante reducción) ese hombre sería indiscutiblemente Lugones. En su obra están nuestros ayeres, y el hoy y, tal vez, el mañana.

  Nuestro pasado está en El imperio jesuítico, en El payador y en la Historia de Sarmiento; el tiempo que fue suyo, el del Modernismo, en Las montañas del oro y en Los crepúsculos del jardín. El Lunario sentimental, que data de 1909, prefigura y supera todo lo que hicimos después. La obra de Martínez Estrada y la de Güiraldes son inconcebibles sin él. Tal es el lado positivo. El reverso fue su tendencia a encarar el ejercicio de la literatura como un juego verbal, como un juego con todas las palabras del diccionario. Quince años antes que la secta ultraísta quiso reducir la poesía, tan diversa y tan misteriosa, a una sola figura, la metáfora. En rigor, basta un solo verso sin metáfora (la bocca mi baciò tutto tremante) para invalidar ese dogma.

  Cuatro poetas cardinales hubo para Lugones. En 1897, a juzgar por el poema inicial de Las montañas del oro, esos poetas eran Homero, Dante, Hugo y Walt Whitman; en 1909, en el prólogo de Lunario sentimental, borraría el nombre de Whitman porque éste prescindió de la rima que Lugones juzgaba esencial para el verso moderno. Es significativo que no incluye ningún nombre español. La heterogénea y vasta labor de Leopoldo Lugones no ha sido aún bien estudiada. Toda su obra fue pensada desde el francés o desde el castellano del diccionario, salvo los Romances del río seco (1938) que son de una sencillez casi anónima. Fue poeta, narrador, crítico, historiador, lexicógrafo, orador y, sin mayor fortuna, helenista y traductor de Homero. Le gustaba «descubrir» y alentar a los poetas jóvenes.

  Nadie puede disimular la felicidad; en Lugones, pese a su orgullo y su reserva, la desolación era evidente. Cuando, hará cuarenta años, me comunicaron por teléfono que se había suicidado, sentí pena pero no asombro, porque entendí que toda su vida, poblada de abjuraciones y renunciamientos, había sido un demorado suicidio. «Dueño el hombre de su vida lo es también de su muerte», dijo en una sentencia que Séneca no habría desdeñado.

  Lugones nació en 1874, en la provincia mediterránea de Córdoba y se dio muerte en una de las islas del archipiélago del Tigre, unos pocos kilómetros al norte de Buenos Aires, en 1938. Dejó inconcluso un Diccionario del castellano usual, cuyo primer volumen no agota la letra A y que abunda en palabras infrecuentes. En el ensayo El tamaño del espacio estudió las teorías de Einstein. Fue también maestro y periodista, provenía de una familia de tradición militar. Su miopía le impidió, para bien de las letras, ser soldado, pero siempre se impuso una disciplina ética. Le han reprochado sus veleidades políticas, pero ser anarquista hacia mil ochocientos noventa y tantos, partidario de los aliados en 1914 y fascista por los años treinta corresponde a las diversas sinceridades de un hombre a quien le interesa un mismo problema y que da, a lo largo del tiempo, con soluciones contradictorias. Lo traté muy poco, mi timidez contribuyó a ello. Guardo la imagen de un hombre solitario y soberbio, que tendía a negar lo que le decían y buscaba razones ingeniosas para justificar sus negaciones.

  Sin desmerecer al prosista, su labor máxima fue la poesía; por la memoria de todos los argentinos andan versos suyos, que suelen repetirse a media voz, sin recordar a veces el nombre del autor: «El cerro azul estaba fragante de romero / y en los profundos campos silbaba la perdiz». En estas páginas nos limitaremos al examen de algunos de sus cuentos fantásticos, que datan de 1906 y que profetizan y superan lo que denominamos ficción científica. Es evidente que sufrió el influjo de Edgar Allan Poe y de Wells, pero esos textos estaban al alcance de todos y sólo Lugones escribió Yzur.

  Yzur es el primer cuento de nuestra serie. Por aquellos años la prosa era visual y decorativa; Lugones, al atribuir el relato a un hombre de ciencia, escribe con deliberada sequedad no exenta de contenida pasión. Yzur, que inaugura en nuestro idioma el género de la ficción científica, debe parte de su eficacia al hecho de que no sabremos nunca si el fin corresponde a una realidad o a un alucinado deseo del narrador que ha ido enloqueciéndose con su mono. La lluvia de fuego imagina de un modo vívido y reciso lo que pudo haber acontecido en las ciudades de la llanura; tal vez no deje de ser interesante observar que los hebreos de Lugones son manifiestamente epicúreos griegos. También La estatua de sal es de origen bíblico, pero Lugones enriquece la fábula que todos conocemos como un insólito misterio. Una lectura era no menos intensa para Lugones que cualquier otra experiencia. Es evidente que el relato Los caballos de Abdera procede del soneto Fuite des Centaures de Heredia; pero no es menos evidente que supera a su modelo. Bástenos recordar el torpe verso: «L’horreur gigantesque de l’ombre herculéene», con la frase final de nuestro escritor. El principio es meramente agradable, luego va transformándose en algo atroz y de lo atroz pasa a la maravilla mitológica. Un poco a la manera de Wells, Lugones en Un fenómeno inexplicable, cuyo título deliberadamente prosaico corresponde al opaco narrador, relata de un modo llano y pausado un hecho inaudito. Lugones en el admirable soneto Alma venturosa había tratado ya el tema de dos personas que se quieren, no lo saben y bruscamente lo descubren al mismo tiempo. En Francesca se atreve a competir con el canto V del Infierno y el hallazgo de esa aventura está en el tono íntimo. Abuela Julieta es uno de los más delicados cuentos de amor. La tristeza del tiempo irreparable, la presencia de la luna, la recatada emoción que los buenos modales ocultan, hacen de esta obra una de las mejores páginas de Lugones.

  Ignorado siempre en Europa por haber nacido en este país que entonces quedaba muy lejos, cumplo con una promesa que tácitamente me hice, al revelar su obra en Italia, nación que él quiso tanto.







En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Foto Cortesía de Esteban Gilardoni:
Borges en el Ateneo Esteban Echeverría de San Fernando, 24 10 1975
finalizada una conferencia sobre Leopoldo Lugones
Al pie: Portada de La estatua de sal de Leopoldo Lugones
Prólogo de Jorge Luis Borges, Col. La Biblioteca de Babel


12/12/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a "El Paso de los Libres" de Arturo Jauretche







La patriada (que no se debe confundir con el cuartelazo, prudente operación comercial de éxito seguro) es uno de los pocos rasgos decentes de la odiosa historia de América. Si fracasa, le dicen chirinada —y casi nunca deja de fracasar. En el benigno ayer, el estanciero le prestaba sus peones (y alguna vez su vida o la de sus hijos) con esperanza razonable de triunfo, o sino de olvido y postergación; ahora el ferrocarril, los aeroplanos, el chismoso telégrafo* y la ametralladora versátil, aseguran el pronto desempeño de la expedición punitiva y la vindicación del Orden. En la patriada actual, cabe decir que está descontado el fracaso: un fracaso amargado por la irrisión. Sus hombres corren el albur de la muerte, de una muerte que será decretada insignificante. La muerte, siéndolo todo, es nada: también los amenazan el destierro, la escasez, la caricatura y el régimen carcelario. Afrontarlos, demanda un coraje particular. El fracaso previsto y verosímil borra los contactos de la patriada con las operaciones militares de orden común, sólo atentas a la victoria, y la aproxima al duelo, que excluye enteramente las ideas de ganar o perder —sin que ello importe tolerar la menor negligencia, o escatimar coraje—. Ya lo dice Jauretche, en una de sus estrofas más firmes:

En cambio murió Ramón 
jugando a risa la herida: 
siendo grande la ocasión 
lo de menos es la vida.

Recordemos que ese Ramón Hernández murió de veras y que el poeta que labró más tarde la estrofa compartió con el hombre que murió esa madrugada y esa batalla. El hecho, en sí, es patético. Yo pienso en los corteses cantores de Islandia y de Noruega, diestros en artes de piratería también; yo pienso en el capitán Hilario Ascasubi "cantando y combatiendo los tiranos del Río de la Plata". 
No en vano he mencionado ese nombre. El Paso de los libres está en la tradición de Ascasubi —y del también conspirador José Hernández. La adecuación de la manera de esos poetas al episodio actual es tan feliz que no delata el menor esfuerzo. La tradición, que para muchos es una traba, ha sido un instrumento venturoso para Jauretche. Le ha permitido realizar obra viva, obra que el tiempo cuidará de no preterir, obra que merecerá —yo lo creo— la amistad de las guitarras y de los hombres. 

Salto Oriental, noviembre 22 de 1934.








*En el prólogo de Ediciones Coyoacán, Buenos Aires, 1960, dice "teléfono".

En: Jauretche, Arturo; El Paso de los LibresEditorial "La Boina Blanca",  Buenos Aires,  (1934)
Y en: Jauretche, Arturo;  El Paso de los Libres, Ediciones Coyoacán,  Buenos Aires, (1960). 
Jauretche, Arturo; El Paso de los Libres, Ediciones Corregidor,  Buenos Aires,  (1992).
Luego en: Textos Recobrados 1931-1955 (2007)
Portadilla y cover de la primera edición

6/12/16

Jorge Luis Borges: Glosa a "Arrabal" por Héctor Basaldúa






¿Qué hay en los amarillos de Basaldúa, qué hay en sus tristes lupanares de las afueras, qué hay en sus prostitutas inocentes como animales y en sus compadres de cuchillo y de sexo, qué hay (quisiera saberlo) en todo ese mundo de modestas infamias, de fechorías pretéritas y plebeyas? ¿Qué virtud venenosa puede cifrarse en el hampa de ayer, en la música ignorante de sus milongas, en el mero nombre del Títere, cuchillero del barrio del Maldonado, y de los Iberra, cuatreros del partido de Lomas? (El mayor debía a la justicia más muertes que el menor, pero éste que era codicioso, lo asesinó y se agregó los muertos del otro.)
Una explicación evidente es que el oficio del criminal tiene, como el del marinero y el del soldado, esa dignity of danger, esa dignidad del peligro, que Samuel Johnson admiró y definió. Otra, no excluida por la primera, es que el culto vernáculo del Compadre es una variante del misterioso prestigio que ejerce el mal. Los maniqueos no ignoraban que el hombre está hecho de tiniebla y de luz, de unas centellas de la terra lucida y de barro de la terra pestifera; quizás nuestra parte de sombra goza con figuras del mal —y nuestra parte luminosa, con su ejecución eficiente. (El teósofo alemán Jakob Böhme imaginó también esa dualidad en el centro de Dios.)
Desde luego, lo anterior no agota el problema. La concepción del mal tolera o exige símbolos imponentes —el sol negro de los alquimistas, la inversa trinidad glacial que llora con sus ojos en el fondo de los círculos infernales, la oscuridad visible y el fuego tempestuoso de Milton, el inestable rey esculpido en fuego que entrevió William Morris y cuya prodigiosa cabalgadura fluctuaba como las apariencias de un sueño, los ejércitos del Tercer Reich o de los mogoles—; tales emblemas nos afectan de un modo inexorable, sin el menor asomo de esa nostálgica indulgencia y vaga ternura que despierta en nosotros la evocación de los orilleros antiguos. "El mar tiene un sabor amargo, porque llena las calles de mercaderes y engendra incertidumbres y falsedades en las almas humanas", escribió curiosamente Platón; el compadre y el gaucho —el plebeyo de las ciudades y el de los campos— han ascendido a símbolos de la época que antecedió en esta república a esos dones marinos. (Parejamente, Dante pudo deplorar la gente nova e i subiti guadagni que habían corrompido a su patria.) También encarnan el hermoso individualismo que, según nos dicen, nos caracterizó, alguna vez. Compadre y gaucho convergen en Martín Fierro, y Martín Fierro es, en la simplificación de la gloria, el hombre que pelea con los partidos, el man versus the State por decirlo con palabras de otro hombre que también peleó solo, el cuchillo perdido contra los sables.
Pero lo básico es tal vez la figuración del compadre como una forma ingenua, y un poco desdichada, del mal. Para Rodion Raskólnikov, por ejemplo, el mal es una sombra de la soberbia, un ejercicio valeroso y consciente de nuestra libertad; para el compadre, es una fatalidad que se acepta, de un modo indiferente, o humilde. Como todos los hombres a morir, el compadre se resigna también a matar, y "desgraciarse" es dar una puñalada definitiva. Lo demás (y en el duro arrabal, esto pudo tener justificación) es mera hipocresía o pedantería. Análogamente, el heresiarca de los sertões, conselheiro, sintió que la virtud es una vanidad, una "quasi impiedade", y el aventurero inglés Alfred Horn declaró, hacia el término de sus días, que hay cosas que persisten en la memoria y una de ellas es la cara del primer hombre que uno ha tenido que matar.
He procurado en esta página investigar el valor simbólico del compadre, pero las lúcidas y sensibles estampas de Basaldúa son, claro está, símbolos de ese símbolo. Hanslick observó que la música es un lenguaje que podemos hablar y comprender, pero no traducir; quizá la observación es aplicable a todos los lenguajes y símbolos —incluso a los verbales. 
De las estampas de Basaldúa yo diría que éstas nos dicen algo, un secreto, que a un tiempo es inasible y preciso, perdido en el instante en que lo sabemos y memorable. También yo escribiría que están a punto de decirnos todas las cosas. 
Pobres compadres del recuerdo, fundidos en un solo arquetipo, que se eterniza en una pitada o un corte, contra el fondo ya exangüe e inofensivo del tiempo que se fue y que ahora es un entrevero de imágenes, hechas de fuego que no quema y de agua fantasmal que no moja.

1954, Buenos Aires


En Textos Recobrados 1931-1955 (1997)
Cover de la primera publicación:
En Arrabal, por Héctor Basaldúa, con Glosa de Jorge Luis Borges 
Ediciones Galería Bonino, Buenos Aires, 1954


28/11/16

Jorge Luis Borges: Libro de sueños [Prólogo]






 En un ensayo del Espectador (septiembre de 1712), recogido en este volumen, Joseph Addison ha observado que el alma humana, cuando sueña, desembarazada del cuerpo, es a la vez el teatro, los actores y el auditorio. Podemos agregar que es también el autor de la fábula que está viendo. Hay lugares análogos del Petronio y de don Luis de Góngora.

  Una lectura literal de la metáfora de Addison podría conducirnos a la tesis, peligrosamente atractiva, de que los sueños constituyen el más antiguo y el no menos complejo de los géneros literarios. Esa curiosa tesis, que nada nos cuesta aprobar para la buena ejecución de este prólogo y para la lectura del texto, podría justificar la composición de una historia general de los sueños y de su influjo sobre las letras. Este misceláneo volumen, compilado para el esparcimiento del curioso lector, ofrecería algunos materiales. Esa historia hipotética exploraría la evolución y ramificación de tan antiguo género, desde los sueños proféticos del Oriente hasta los alegóricos y satíricos de la Edad Media y los puros juegos de Carroll y de Franz Kafka. Separaría, desde luego, los sueños inventados por el sueño y los sueños inventados por la vigilia.

  Este libro de sueños que los lectores volverán a soñar abarca sueños de la noche —los que yo firmo, por ejemplo—, sueños del día, que son un ejercicio voluntario de nuestra mente, y otros de raigambre perdida: digamos, el Sueño anglosajón de la Cruz.

  El sexto libro de la Eneida sigue una tradición de la Odisea y declara que son dos las puertas divinas por las que nos llegan los sueños: la de marfil, que es la de los sueños falaces, y la de cuerno, que es la de los sueños proféticos. Dados los materiales elegidos, diríase que el poeta ha sentido de una manera oscura que los sueños que se anticipan al porvenir son menos precisos que los falaces, que son una espontánea invención del hombre que duerme.

  Hay un tipo de sueño que merece nuestra singular atención. Me refiero a la pesadilla, que lleva en inglés el nombre de nigthmare o yegua de la noche, voz que sugirió a Víctor Hugo la metáfora de cheval noir de la nuit pero que, según los etimólogos, equivale a ficción o fábula de la noche. Alp, su nombre alemán, alude al elfo o íncubo que oprime al soñador y que le impone horrendas imágenes. Ephialtes, que es el término griego, procede de una superstición análoga.

  Coleridge dejó escrito que las imágenes de la vigilia inspiran sentimientos, en tanto que en el sueño los sentimientos inspiran las imágenes. (¿Qué sentimiento misterioso y complejo le habrá dictado el Kubal Khan, que fue don de un sueño?) Si un tigre entrara en este cuarto, sentiríamos miedo; si sentimos miedo en el sueño, engendramos un tigre. Ésta sería la razón visionaria de nuestra alarma. He dicho un tigre, pero como el miedo precede a la aparición improvisada para entenderlo, podemos proyectar el horror sobre una figura cualquiera, que en la vigilia no es necesariamente horrorosa. Un busto de mármol, un sótano, la otra cara de una moneda, un espejo. No hay una sola forma en el universo que no pueda contaminarse de horror. De ahí, tal vez, el peculiar sabor de la pesadilla, que es muy diversa del espanto y de los espantos que es capaz de infligirnos la realidad. Las naciones germánicas parecen haber sido más sensibles a ese vago acecho del mal que las de linaje latino; recordemos las voces intraducibles eery, weird, uncanny, unheimlich. Cada lengua produce lo que precisa.

  El arte de la noche ha ido penetrando en el arte del día. La invasión ha durado siglos; el doliente reino de la Comedia no es una pesadilla, salvo quizá en el canto cuarto, de reprimido malestar; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La lección de la noche no ha sido fácil. Los sueños de la Escritura no tienen estilo de sueño; son profecías que manejan de un modo demasiado coherente un mecanismo de metáforas. Los sueños de Quevedo parecen la obra de un hombre que no hubiera soñado nunca, como esa gente cimeriana mencionada por Plinio. Después vendrán los otros. El influjo de la noche y del día será recíproco; Beckford y De Quincey, Henry James y Poe, tienen su raíz en la pesadilla y suelen perturbar nuestras noches. No es improbable que mitologías y religiones tengan un origen análogo. Quiero dejar escrita mi gratitud a Roy Bartholomew, sin cuyo estudioso fervor me hubiera resultado imposible compilar este libro.

Jorge Luis Borges





En Libro de sueños (1975)
Y en Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Foto: Roy Bartolomew y Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional

En revista El Hogar, 11 de noviembre de 1955
Portada de Libro de sueños 
Antología, selección y prólogo de Jorge Luis Borges
Col. La Biblioteca de Babel


24/11/16

Jorge Luis Borges: Prólogo [Para las seis cuerdas]







Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad. En el Fausto, debemos admitir que un gaucho pueda seguir el argumento de una ópera cantada en un idioma que no conoce; en el Martín Fierro, un vaivén de bravatas y de quejumbres, justificadas por el propósito político de la obra, pero del todo ajenas a la índole sufrida de los paisanos y a los precavidos modales del payador.

En el modesto caso de mis milongas, el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra. La mano se demora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes.

He querido eludir la sensiblería del inconsolable «tango-canción» y el manejo sistemático del lunfardo, que infunde un aire artificioso a las sencillas coplas.

Que yo sepa, ninguna otra aclaración requieren estos versos.

J.L.B.
Buenos Aires, junio de 1965.


En Para las seis cuerdas (1965)
Foto: Borges entrando al Hotel Esja, Reikiavik
Náttbord Lemúrsins, Reikiavik, 2 de agosto de 2014

21/11/16

Jorge Luis Borges: Epílogo [Historia de la noche]







Un hecho cualquiera —una observación, una despedida, un encuentro, uno de esos curiosos arabescos en que se complace el azar— puede suscitar la emoción estética. La suerte del poeta es proyectar esa emoción, que fue íntima, en una fábula o en una cadencia. La materia de que dispone, el lenguaje, es, como afirma Stevenson, absurdamente inadecuada. ¿Qué hacer con las gastadas palabras —con los Idola Fori de Francis Bacon— y con algunos artificios retóricos que están en los manuales? A primera vista, nada o muy poco. Sin embargo, basta una página del propio Stevenson o una línea de Séneca, para demostrar que la empresa no siempre es imposible. Para eludir la controversia he elegido ejemplos pretéritos; dejo al lector el vasto pasatiempo de buscar otras felicidades, quizá más inmediatas.
Un volumen de versos no es otra cosa que una sucesión de ejercicios mágicos. El modesto hechicero hace lo que puede con sus modestos medios. Una connotación desdichada, un acento erróneo, un matiz, pueden quebrar el conjunto. Whitehead ha denunciado la falacia del diccionario perfecto: suponer que para cada cosa hay una palabra. Trabajamos a tientas. El universo es fluido y cambiante; el lenguaje, rígido.
De cuantos libros he publicado, el más íntimo es éste. Abunda en referencias librescas; también abundó en ellas Montaigne, inventor de la intimidad. Cabe decir lo mismo de Robert Burton, cuya inagotable Anatomy of Melancholy —una de las obras más personales de la literatura— es una suerte de centón que no se concibe sin largos anaqueles. Como ciertas ciudades, como ciertas personas, una parte muy grata de mi destino fueron los libros. ¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano.
J.L.B.
Buenos Aires, 7 de octubre de 1977

En Historia de la noche (1977)
Fotos: © Sara Facio, Borges, Buenos Aires
Buenos Aires, La Azotea, 2005

25/10/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a "El Cardenal Napellus" de Gustav Meyrink







En Ginebra, hacia 1916, bajo el impulso de los volcánicos libros de Carlyle, emprendí el solitario estudio del idioma alemán. Mi conocimiento previo se reducía a unas cuantas declinaciones y conjugaciones. Adquirí un breve diccionario inglés-alemán y acometí, con una temeridad que sigue asombrándome, las páginas del Fausto de Goethe y de La Crítica de la Razón Pura de Kant. El resultado es previsible. No me dejé arredrar y agregué a aquellos impenetrables volúmenes el Lyrisches Intermezzo de Heine. Consideré, no sin justificación, que sus coplas en razón de su obligada brevedad, serían menos arduas que las estrofas intrincadas de Goethe o que los párrafos informes de Kant. Fue así en el prodigioso mes de mayo del primer verso —im wünderschönen Monat Mai—, que fui arrebatado mágicamente a una literatura, que fiel me ha acompañado toda mi vida.

  Creí entonces saber el alemán, que todavía no sé. Poco después, la baronesa Helene von Stummer, de Praga, cuya muerte no ha borrado en nuestra memoria su tímida sonrisa, me dio un ejemplar de un libro reciente, de índole fantástica, que había logrado, increíblemente, distraer la atención de un vasto público, harto de las vicisitudes bélicas. Era El Golem de Gustav Meyrink. Su ostensible tema era el ghetto. Voltaire ha observado que la fe cristiana y el Islam proceden del judaísmo y que los musulmanes y los cristianos abominan imparcialmente de Israel. Durante siglos, en Europa, el pueblo elegido fue confinado en barrios que tenían algo o mucho de leprosarios y que, paradójicamente, fueron invernáculos mágicos de la cultura judía. En esos lugares germinó un ambiente sombrío y, a la par, una ambiciosa teología. La cábala, de raíz española, y atribuida, por su inventor, Moisés de León, a una secreta tradición oral que dataría del Paraíso, encontró en los ghettos un terreno propicio para sus extrañas especulaciones sobre el carácter de la divinidad, el poder mágico de las letras y la posibilidad de que los iniciados crearan un hombre, como el hacedor había creado a Adán. Ese homúnculo se llamó El Golem, que en hebreo significa terrón de tierra, así como Adán quiere decir arcilla.

  Gustav Meyrink hizo uso de la leyenda, cuyos pormenores detalla, para esa inolvidable novela que reúne el ámbito onírico de Alicia detrás del espejo con un palpable horror que no he olvidado al cabo de los años. Hay, por ejemplo, sueños soñados por otros sueños, pesadillas perdidas en el centro de otras pesadillas. El índice mismo incitó mi curiosidad; el nombre de cada capítulo consta de un solo monosílabo.

  A diferencia de su contemporáneo, el joven Wells, que buscó en la ciencia la posibilidad de lo fantástico, Gustav Meyrink la buscó en la magia y en la superación de todo artificio mecánico. “Nada podemos hacer que no sea mágico”, nos dice en El cardenal Napellus, sentencia que hubiera aprobado Novalis. Otro símbolo de esta visión es el epitafio que el lector hallará en J. H. Obereit visita el país de los devoradores del tiempo que, pese a su apariencia irreal, es verdadero, no sólo estética sino psicológicamente. El relato, narrativo al comienzo, va exaltándose hasta confundirse con nuestras experiencias y temores más íntimos. Los devoradores del tiempo rebasan la metáfora y la alegoría; corresponden a la sustancia de nuestro yo. Desde la primera línea el narrador está predestinado al fin imprevisible. Los cuatro hermanos de la luna incluye dos argumentos; uno deliberadamente irreal que en forma irresistible lleva al lector y otro, aún más asombroso, que nos revelan las páginas finales. Hacia 1929 yo vertí al español el primer texto de este volumen, que procede del libro de relatos Fledermäuse, y lo publiqué en un diario de Buenos Aires, que envié a Meyrink. Éste me contestó con una carta en la que, a través de su desconocimiento de nuestro idioma, ponderaba mi traducción. Me envió asimismo su retrato. No olvidaré los finos rasgos del rostro envejecido y doliente, el bigote caído y el vago parecido con nuestro Macedonio Fernández. En Austria, su patria, los muchos acontecimientos de la literatura y de la política casi han borrado su memoria.

  Albert Soergel ha conjeturado que Meyrink empezó por sentir que el mundo es absurdo y que por consiguiente es irreal. Estos conceptos se manifestaron primeramente en libros satíricos; luego, en libros fantásticos y atroces. Los tres relatos reunidos aquí prefiguran su obra capital, El Golem, al que siguieron las novelas Das grüne Gesicht (1916), cuyo protagonista es el Judío Errante; Walpurgisnacht (1917); Der Engel vom westlichen Fenster (1920), que ocurre en Inglaterra, en otro siglo, entre alquimistas; Der weisse Dominikaner (1921) y An der Schwelle des Jenseits (1923).

  Hijo de una actriz entonces famosa, Gustav Meyer, que modificaría su nombre en Meyrink, nació en Viena en 1868. Murió en 1932 en Starnberg, en Baviera, a orillas de un lago, casi a la sombra de los Alpes.

  Meyrink creía que el reino de los muertos entra en el de los vivos y que nuestro mundo visible está, sin cesar, penetrado por el otro invisible.






En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Foto 
©Ronald Shakespear, Borges en la BNA, 1964 (det.)
Portada de El cardenal Napellus
Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges
Col. La Biblioteca de Babel

19/10/16

Jorge Luis Borges: Pedro Páramo [Juan Rulfo]







Emily Dickinson creía que publicar no es parte esencial del destino de un escritor. Juan Rulfo parece compartir ese parecer. Devoto de la lectura, de la soledad y de la escritura de manuscritos, que revisaba, corregía y destruía, no publicó su primer libro —El llano en llamas, 1953— hasta casi cumplidos los cuarenta años. Un terco amigo, Efrén Hernández, le arrancó los originales y los llevó a la imprenta. Esta serie de diecinueve cuentos prefigura de algún modo la novela que lo ha hecho famoso en muchos países y en muchas lenguas. Desde el momento en que el narrador, que busca a Pedro Páramo, su padre, se cruza con un desconocido que le declara que son hermanos y que toda la gente del pueblo se llama Páramo, el lector ya sabe que ha entrado en un texto fantástico, cuyas indefinidas ramificaciones no le es dado prever, pero cuya gravitación ya lo atrapa. Muy diversos son los análisis que ha ensayado la crítica. Acaso el más legible y el más complejo sea el de Emir Rodríguez Monegal. La historia, la geografía, la política, la técnica de Faulkner y de ciertos escritores rusos y escandinavos, la sociología y el simbolismo, han sido interrogados con afán, pero nadie ha logrado, hasta ahora, destejer el arco iris, para usar la extraña metáfora de John Keats. 
Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura.


En Biblioteca Personal (1987)
Foto de Borges y Rulfo por Rogelio Cuéllar
Encuentro en México, 1973

1/10/16

Jorge Luis Borges: Biblioteca Personal [Prólogo]








A lo largo del tiempo, nuestra memoria va formando una biblioteca dispar, hecha de libros, o de páginas, cuya lectura fue una dicha para nosotros y que nos gustaría compartir. Los textos de esa íntima biblioteca no son forzosamente famosos. La razón es clara. Los profesores, que son quienes dispensan la fama, se interesan menos en la belleza que a los vaivenes y en las fechas de la literatura y en el prolijo análisis de libros que se han escrito para ese análisis, no para el goce del lector. 
La serie que prologo y que ya entreveo quiere dar ese goce. No elegiré los títulos en función de mis hábitos literarios, de una determinada tradición, de una determinada escuela, de tal país o de tal época. "Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer", dije alguna vez. No sé si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector. Deseo que esta biblioteca sea tan diversa como la no saciada curiosidad que me ha inducido, y sigue induciéndome, a la exploración de tantos lenguajes y de tantas literaturas. Sé que la novela no es menos artificial que la alegoría o la ópera, pero incluiré novelas porque también ellas entraron en mi vida. Esta serie de libros heterogéneos es, lo repito, una biblioteca de preferencias. 
María Kodama y yo hemos errado por el globo de la tierra y del agua. Hemos llegado a Texas y al Japón, a Ginebra, a Tebas, y, ahora, para juntar los textos que fueron esenciales para nosotros, recorreremos las galerías y los palacios de la memoria, como San Agustín escribió. 
Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. "La rosa es sin porqué", dijo Ángelus Silesius; siglos después, Whistler declararía "El arte sucede". 
Ojalá seas el lector que este libro aguardaba.

J.L.B.

En Biblioteca Personal (1985/1988)
Jorge Luis Borges y María Kodama en Palma de Mallorca, 1982
Foto ©Oscar Pimpkin


11/9/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a «Recuerdos de Provincia», de Domingo Faustino Sarmiento







Tan infiel y tan rudimental es el arte del análisis literario, la disciplina que llamaron retórica los antiguos y que ahora (creo) solemos denominar estilística, que en el día de hoy, al cabo de un autoritario ejercicio de veinte siglos, casi nunca es apto para razonar la eficacia de los textos que le proponen. Claro está que las dificultades varían. Hay escritores —Chesterton, Mallarmé, Quevedo, Virgilio— no inaccesibles al análisis; ningún procedimiento, ninguna felicidad hay en ellos que no pueda explicar, siquiera parcialmente, el retórico. Otros —Joyce, Whitman, Shakespeare— incluyen zonas refractarias a todo examen. Otros, aún más misteriosos, no son analíticamente justificables. No hay una de sus frases, examinada, que no sea corregible; cualquier hombre de letras puede señalar sus errores; las observaciones son lógicas, el texto original acaso no lo es; sin embargo ese incriminado texto es eficacísimo, aunque no sepamos por qué. A esa categoría de escritores que no puede explicar la mera razón, pertenece nuestro Sarmiento. Lo anterior, por supuesto, no significa que el arte idiosincrásico de Sarmiento es menos literario que el de otros, menos puramente verbal; significa, según he insinuado al principio, que es demasiado complejo —o acaso demasiado sencillo— para el análisis. La virtud de la literatura de Sarmiento queda demostrada por su eficacia. El curioso lector puede comparar algún episodio de estos Recuerdos o de cualquier otro libro autobiográfico de su pluma, con la correspondiente versión del mismo episodio en las trabajadas páginas de Lugones; línea por línea, la versión de Lugones es superior; en conjunto, es harto más conmovedora y patética la de Sarmiento. Cualquiera puede corregir lo escrito por él; nadie puede igualarlo. 
Recuerdos de Provincia, por lo demás, es un libro riquísimo; en ese caos venturoso es dable encontrar hasta páginas antológicas. Una de ellas, no la más célebre pero sí la más memorable, es la historia de don Fermín Mallea y de su dependiente, página que sería fácil dilatar en un largo relato psicológico, sin añadidura alguna esencial. Tampoco falta la excelente ironía: por ejemplo, cuando se defiende que a Rosas lo llamen Héroe del Desierto "porque ha sabido despoblar a su patria" (página 169). 
El decurso del tiempo cambia los libros; Recuerdos de Provincia, releído y revisado en los términos de 1943, no es ciertamente el libro que yo recorrí hace veinte años. El insípido mundo, en esa fecha, parecía irreversiblemente alejado de toda violencia; Ricardo Güiraldes evocaba con nostalgia (y exageraba épicamente) las durezas de la vida de los troperos; nos alegraba imaginar que en la alta y bélica ciudad de Chicago se ametrallaban los contrabandistas de alcohol; yo perseguía con vana tenacidad, con afán literario, los últimos rastros de los cuchilleros de las orillas. Tan manso, tan irreparablemente pacífico nos parecía el mundo, que jugábamos con feroces anécdotas y deplorábamos "el tiempo de lobos, tiempo de espadas" (Edda Mayor, I, 37) que habían merecido otras generaciones más venturosas. Recuerdos de Provincia, entonces, era el documento de un pasado irrecuperable y, por lo mismo, grato, ya que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcanzarnos. Recuerdo que en sus páginas y en las páginas congéneres del Facundo me parecían inútiles y acaso demasiado evidentes las diatribas contra el primero de los caudillos, Artigas; contra uno de los penúltimos, Rosas. La peligrosa realidad que describe Sarmiento era, entonces, lejana e inconcebible; ahora es contemporánea. (Corroboran mi aserto los telegramas europeos y asiáticos.) La sola diferencia es que la barbarie, antes impremeditada, instintiva, ahora es aplicada y consciente, y dispone de medios más coercitivos que la lanza montonera de Quiroga o los filos mellados de la mazorca. 
He hablado de crueldad; el examen de este libro demuestra que la crueldad no fue el mayor mal de esa época sombría. El mayor mal fue la estupidez, la dirigida y fomentada barbarie, la pedagogía del odio, el régimen embrutecedor de divisas, vivas y mueras. Como ha dicho Lugones: "Es eso lo que no puede perdonarse a Rosas: la esterilidad de veinte años en un país que a los cien ha progresado como vemos" (Historia de Sarmiento, capítulo cuarto). 
La primera edición de Recuerdos de Provincia apareció en Santiago de Chile, en 1850. Sarmiento contaba treinta y nueve años a la sazón. Historiaba su vida, historiaba las vidas de los hombres que habían gravitado en su destino y en el de su país, historiaba sucesos casi inmediatos, de repercusión dolorosa. La forma de los hechos contemporáneos suele ser indistinta; es menester que pase mucho tiempo antes que percibamos su configuración general, su básica y secreta unidad. Sarmiento ejecuta la proeza de ver históricamente la actualidad, de simplificar e intuir el presente como si ya fuera el pasado. Abundan ahora las biografías; centenares de ejemplos de ese género fatigan las imprentas; ¿cuántas rebasan e interpretan los hechos circunstanciales que narran, como lo hace Sarmiento? Sarmiento ve su destino personal en función del destino de América; alguna vez explícitamente lo afirma: "En mi vida tan destituida, tan contrariada i sin embargo tan perseverante en la aspiración de un no sé qué elevado i noble, me parece ver retratarse esta pobre América del Sud, ajitándose en su nada, haciendo esfuerzos supremos por desplegar sus alas i lacerándose a cada tentativa, contra los hierros de la jaula". Su visión ecuménica no empaña su visión de los individuos. Fatalmente, propendemos a ver en el pasado una rígida publicación de meras estatuas. Sarmiento nos descubre los hombres que ahora son bronce o mármol: "aquella juventud arjentina que habían visto representada en la guerra por Necochea, Lavalle, Suárez, Pringles i tantos calaveras brillantes, los primeros en las batallas, los primeros para con las damas, i si el caso se presentaba nunca los postreros en los duelos, la orjía i en las disipaciones juveniles"; el Deán Funes "que, al aspirar el perfume de una flor, se sintió morir y lo dijo así a los tiernos objetos de su cariño, sin sorpresa, i como de un acontecimiento que aguardaba"... Ahora no es difícil la visión de nuestras guerras civiles y de las tiranías que las coronaron (escribo tiranías, porque sospecho que los diversos lugartenientes no eran menos poderosos que el Restaurador, ya que uno de ellos lo derribó); para sus desdichados contemporáneos la época no era menos inexplicable que para nosotros el año 1943. 
Sarmiento, múltiple enemigo de España, no se deslumhra, sin embargo, con la gloria militar de la Revolución; la juzga prematura, sabe que el dilatado y casi despoblado país no era entonces capaz de un ejercicio razonable de su libertad y nos deja esta observación: "Las colonias españolas teman su manera de ser i lo pasaban bien, bajo la blanda tutela del rei; pero vosotros habéis inventado reyes con largas espuelas nazarenas, apenas desmontados de los potros que domaban en las estancias". La alusión es límpida; en el mismo capítulo afirma: "Rosas es el discípulo del Dr. Francia i de Artigas en sus atrocidades, i el heredero de la inquisición española en su persecución a los hombres de saber i a los extranjeros". 
Paradójicamente, Sarmiento ha sido motejado de bárbaro. Quienes no quieren compartir su aversión por el gaucho, afirman que él también era un gaucho, equiparando de algún modo el ímpetu bravio del uno en las disciplinas rurales con el ímpetu bravio del otro en la conquista de la cultura. La acusación, como se ve, no pasa de una mera analogía, sin otra justificación que la circunstancia de que el estado del país era rudimentario y a todos salpicaba de violencia, quién más, quién menos. Groussac, en una improvisación necrológica, hecha casi exclusivamente de hipérboles, exagera la rudeza de Sarmiento, lo llama "el formidable montonero de la batalla intelectual" y lo compara previsiblemente con un torrente andino. (Gramaticalidades aparte, Groussac es menos universal que Sarmiento: éste difiere de casi todos los argentinos; aquél se presta a confusión con todos los universitarios de Francia.) Lo cierto es que Sarmiento puso en el culto del Progreso un fervor primitivo; Rosas (míenos impulsivo, menos genial), deliberadamente exageró su afinidad con los rústicos, afectación que sigue embaucando al presente y que transforma a ese enigmático hacendado-burócrata en un montonero arriesgado a lo Pancho Ramírez o a lo Quiroga. 
Ningún espectador argentino tiene la clarividencia de Sarmiento. Sobre lo que fue la conquista de esta zona de América: fragmentaria y lentísima ocupación de casi desiertas llanuras. Sabe que la revolución, a trueque de emancipar todo el continente y de lograr victorias argentinas en el Perú y en Chile, abandonó, siquiera transitoriamente, el país a las fuerzas de la ambición personal y de la rutina. Sabe que nuestro patrimonio no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho y del español; que podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental, sin exclusión alguna. 
Negador del pobre pasado y del ensangrentado presente, Sarmiento es el paradójico apóstol del porvenir. Cree, como Emerson, que en el centro del hombre está su destino; cree, como Emerson, que la evidencia de que se cumplirá ese destino es la esperanza ilógica. Sustancia de las cosas que se esperan, demostración de cosas no vistas, definió San Pablo la fe... En un incompatible mundo heteróclito de provincianos, de orientales y de porteños, Sarmiento es el primer argentino, el hombre sin limitaciones locales. Sobre las pobres tierras despedazadas quiere fundar la patria. Le escribe, en 1867, a Juan Carlos Gómez: "Montevideo es una miseria, Buenos Aires una aldea, la República Argentina una estancia. Los Estados del Plata reunidos, son un casco de potencia de primer orden, un pedazo del mundo, un frente de la raza enfrenada en América, la tela para grandes cosas" Luis Melián Lafinur: Semblanzas del pasado, I, 243). 
Nadie puede leer este libro sin profesar por el valeroso hombre muerto que lo escribió, un sentimiento que rebasa la veneración y la admiración: la plena e indulgente amistad. Who touches this book, touches a man, pudo haber escrito Sarmiento en el término de la obra. Hay quienes juzgan que este libro debe su autoridad a Sarmiento y buena parte de su fama a la del autor; olvidan que Sarmiento, para la generación actual de argentinos, es el hombre creado por este libro. 

DOMINGO F. SARMIENTO: Recuerdos de Provincia. Prólogo y notas de J. L. B. Buenos Aires, Emecé Editores, Colección El Navío, 1944. 


POSDATA DE 1974 

Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor.






En Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Portada e interior de la edición original
Prologada y anotada por Jorge Luis Borges
Buenos Aires, 
Emecé Editores, 1944
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