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26/8/16

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Prólogo a «Un modelo para la muerte» de Benito Suárez Lynch







A manera de prólogo

¡Tan luego a mí pedirme un "A manera de prólogo"! En balde hago valer mi condición de hombre de letras jubilado, de trasto viejo. Con el primer mazazo amputo las ilusiones de mi joven amigo; el novato, quieras que no, reconoce que no hay tu tía, que mi pluma, ¡como la de Cervantes, qué pucha!, cuelga de la espetera y que yo he pasado de la amena literatura al Granero de la República; del Almanaque del Mensajero al Almanaque del Ministerio de Agricultura; del verso en el papel al verso que el arado virgiliano firma en la pampa. (¡Qué manera de redondearla, muchachos! Todavía manda fuerza el viejito). Pero con paciencia y saliva, Suárez Lynch salió con la suya: aquí me tienen rascándome la calvicie ante ese compañerazo que se llama Anotador. 

(¡Los sustos que nos da el viejito! No embromen, y reconozcan que es poeta). 

Además, ¿quién dijo que le faltan méritos al bambino? Es verdad que como todos los escribas de la clase del 19, recibió de lleno la indeleble marca de fuego que deja para siempre en el espíritu la lectura de un folletito de ese, donde ahí lo ven, todo un literato de campanillas, doctor Tony Agita. Pobre mamón, el encontronazo lírico se le subió a la cabeza. Chocho, al principio, al ver que le bastaba romperse todo para evacuar una parrafada que hasta el mismo doctor Basilio, experto calígrafo, atribuía, si no estaba en su sano, a la acreditada Sónnecken del maestro; luego, con los pies echando humo, cuando constató la partenza de la más aquilatada joya del escritor: el sello personal. Al que madruga, Dios lo ayuda; al año, mientras esperaba turno en la razón social de Montenegro, una feliz casualidad le puso en los carpinchos un ejemplar de la provechosa obrita sesuda Bocetos biográficos del doctor Ramón S. Castillo; la abrió en la página 135 y, sin más, tropezó con estas palabras que no tardó en copiar con el lápiz-tinta: "El general Cortés, dijo, que traía la palabra de los altos estudios militares del país, para hacer llegar a los elementos intelectuales civiles algo de los problemas atinentes a estos estudios que en las épocas actuales han dejado de ser un asunto de incumbencia exclusivamente profesional, para convertirse en cuestiones de vastos alcances de orden general". Leer esta bonitura y salir como portazo de una obsesión para entrar en otra fue... Raúl Riganti, el hombre torpedo. Antes que el reloj del Central de Frutos diera la hora del mondongo a la española, el ragazzo ya se había remachado en el caletre el primer borrador a grandes rasgos de otros bocetos casi idénticos sobre el general Ramírez, opus que no tardó en rematar pero que al corregir las pruebas de página le perlaba la frente un sudor frío ante la evidencia en letras de molde de que ese trabajito de preso era carente de toda fecunda originalidad y más bien resultaba un calco de la página 135, arriba especificada. 

Con todo, no se dejó marear por el incienso de una crítica proba y constructiva; se repitió ¡qué diantre! que la consigna de la hora presente era la robusta personalidad y, a renglón seguido, se arrancó la túnica de Neso del estilo biográfico para calzar la bota Simón de una prosa más acorde a las exigencias del hombre al día: la que le brindara un párrafo medular del Príncipe que mató al dragón, de Alfredo Duhau. Agárrense, marmotas, que ahora les enseño el dulce de leche: "Para una animada y vibrante creación de la pantalla daría seguramente esta pequeña historia, nacida y desarrollada en los barrios más céntricos de nuestra metrópoli, historia de amor, palpitante y conmovedora. Son sus fases tan hondas e inesperadas como las que triunfan en el afortunado cinema". No se hagan la ilusión que ese lingote lo escarbó con sus propias uñas; se lo cedió una testa coronada de nuestras letras, Virgilio Guillermone, que lo había retenido en la memoria para uso personal y que ya no lo precisaba por haber engrosado la cofradía del bardo Gongo. ¡Presente griego! El parrafito resultó a las cansadas uno de esos paisajes ante los que rompe la paleta el pintor; el cadete sudaba tinta para revivir los primores que destaca esa muestra en una novelita de primera comunión, que ya estaba a la firma de ese gran incansable que se llama Bruno De Gubernatis. Pero más adelante don Cangrejo: la novelita le salió más bien un informe sobre el Estatuto del Negro Falucho, que le valió ingresar en la comparsa Los morenos de Balvanera, amén del Gran Premio de Honor de la Academia de la Historia. ¡Pobre lechón! Lo mareó ese halago de la fortuna y antes que amaneciera el Día del Reservista se permitió un articulejo sobre la "muerte propia" de Rilke, escritor de raigambre superficial en la República, católico eso sí.

No me tiren con la tapa de la olla y con el puchero después. Esas cosas pasaban —no lo digo con más voz porque estoy afónico— antes del día que los coroneles, escoba en mano, pusieron un poquito de orden en la gran familia argentina. Hablo, pónganlo en baño María, del 4 de junio (un alto en el camino, muchachos, que vengo con el papel de seda y el peine y les toco la marchita). Cuando brilló esa fecha, ni el más abúlico pudo sustraerse a la ola de actividad con que el país vibraba al unísono; Suárez Lynch, ni lerdo ni perezoso, inició la vuelta al pago, tomándome de cicerone.* Mis Seis problemas para don Isidro Parodi le indicaron el rumbo de la verdadera originalidad. El día menos pensado, mientras me desentumecía el cacumen con la columna de policiales, pegué un respingo al divisar, entre mate y mate, las primeras noticias del misterio del bajo de San Isidro, que muy luego sería otro galón en la jineta de don Parodi. La redacción de la novelita pertinente era un deber de mi exclusiva incumbencia; pero estando metido hasta el resuello en unos bocetos biográficos del presidente de un povo irmão, le cedí el tema del misterio al catecúmeno.

Soy el primero en reconocer que el mocito ha hecho una labor encomiable, maleada, claro está, por ciertos lunares que traicionan la mano temblona del aprendiz. Se ha permitido caricatos, ha cargado las tintas. Algo más grave, compañeros: ha incurrido en errores de detalle. No finiquitaré este prólogo sin el doloroso deber de sentar que el doctor Kuno Fingermann, en su calidad de presidente del Socorro Antihebreo, me encarga desmentir, sin perjuicio de la acción legal ya iniciada, "la insolvente y fantástica indumentaria que el capítulo numerado cinco le imputa".

Hasta más ver. Que les garúe finito.

H . Bustos Domecq
Pujato, 11 de octubre de 1945

* ¡El viejito las canta claro! (Nota del prologuista)








En Benito Suárez Lynch: Un modelo para la muerte (1946)
Benito Suárez Lynch era seudónimo de Borges-Bioy
Foto de Borges y Bioy Casares la última vez que se vieron 
(y a su vez en vidriera) de Librería Alberto Casares Vía
Al pie: Portadilla de la primera edición de Un modelo para la muerte Vía 
Y edición autografiada por los autores, la primera parte por Bioy y, a partir de "Domecq", por Borges Vía


22/8/16

Jorge Luis Borges: Vathek







Los sueños, que tejen buena parte de nuestra vida, han sido prolijamente estudiados, desde Artemidoro hasta Jung; no así la pesadilla, el tigre del género. Vaga ceniza del olvido y de la memoria, los sueños de la noche son lo que van dejando los días; la pesadilla nos depara un sabor singular, del todo ajeno a la vigilia común. En determinadas obras de arte reconocemos ese inequívoco sabor. Pienso en el doble castillo del cuarto canto del Infierno, en las cárceles de Piranesi, en ciertas páginas de De Quincey y de May Sinclair y en el Vathek de Beckford.

William Beckford (1760-1844) heredó una vasta fortuna, que dedicó al estudio y al ejercicio de las artes, a la edificación de palacios, a los placeres, a la ostentosa reclusión, a la colección de libros y de grabados y, siquiera al principio, a esa douceur de vivre que sólo conocieron, se afirma, aquellos a quienes le fue dado vivir antes de la revolución francesa. Su maestro de música fue Mozart. Erigió altas torres efímeras en Portugal y en Inglarerra, en Cintra y en Fonthill. Encarnó para sus contemporáneos el tipo de lord excéntrico. Se pareció de algún modo a Byron o a la imagen que hoy tenemos de Byron. A los diecisiete años redactó biografías satíricas de pintores flamencos, cuya labor admiraba. Su madre descreía, como Gibbon, de las universidades inglesas; William se educó en Ginebra. Recorrió los Países Bajos e Italia, a los que dedicó un libro anónimo en forma epistolar, que casi inmediatamente destruyó y del que sólo quedan seis ejemplares. Durante un tiempo circuló la versión de que tres días y dos noches de 1781 le bastaron para escribir Vathek. Esta leyenda es una prueba de la unidad del libro. Beckford lo redactó en francés; el inglés era entonces, como las otras lenguas germánicas, un tanto lateral. En 1876, Mallarmé prologó una reimpresión del original.

La influencia tutelar del Libro de las mil y una noches no es menos evidente en estas páginas que la invención y la buena ejecución de la fábula. Andrew Lang declara o sugiere que la invención del Alcázar del Fuego Subterráneo es la mayor gloria de este volumen.


En Biblioteca Personal (1987)
Luego en Obra Crítica (2000)
Foto: Borges saliendo de la Galería del Este
Luego de visitar la Librería de la Ciudad 

16/8/16

Jorge Luis Borges: Prólogos [Historia Universal de la Infamia]








Prólogo a la primera edición

Los ejercicios de prosa narrativa que integran este libro fueron ejecutados de 1933 a 1934. Derivan, creo, de mis relecturas de Stevenson y de Chesterton y aun de los primeros films de von Sternberg y tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego. Abusan de algunos procedimientos: las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. (Ese propósito visual rige también el cuento Hombre de la Esquina Rosada.) No son, no tratan de ser, psicológicos.
En cuanto a los ejemplos de magia que cierran el volumen, no tengo otro derecho sobre ellos que los de traductor y lector. A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores. Nadie me negará que las piezas atribuidas por Valéry a su pluscuamperfecto Edmond Teste valen notoriamente menos que las de su esposa y amigos.
Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual.

J.L.B.
Buenos Aires, 27 de mayo de 1935



Prólogo a la edición de 1954

Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota (o quiere agotar) sus posibilidades y que linda con su propia caricatura. En vano quiso remedar Andrew Lang, hacia mil ochocientos ochenta y tantos, la Odisea de Pope; la obra ya era su parodia y el parodista no pudo exagerar su tensión. Barroco (Baroco) es el nombre de uno de los modos del silogismo; el siglo XVIII lo aplicó a determinados abusos de la arquitectura y de la pintura del XVII; yo diría que es barroca la etapa final de todo arte, cuando éste exhibe y dilapida sus medios. El barroquismo es intelectual y Bernard Shaw ha declarado que toda labor intelectual es humorística. Este humorismo es involuntario en la obra de Baltasar Gracián; voluntario o consentido, en la de John Donne.
Ya el excesivo título de estas páginas proclama su naturaleza barroca. Atenuarlas hubiera equivalido a destruirlas; por eso prefiero, esta vez, invocar la sentencia quod scripsi, scripsi (Juan, 19, 22) y reimprimirlas, al cabo de veinte años, tal cual. Son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética alguna vez) ajenas historias. De estos ambiguos ejercicios pasó a la trabajosa composición de un cuento directo —Hombre de la Esquina Rosada— que firmó con el nombre de un abuelo de sus abuelos, Francisco Bustos, y que ha logrado un éxito singular y un poco misterioso.
En su texto, que es de entonación orillera, se notará que he intercalado algunas palabras cultas: vísceras, conversiones, etc. Lo hice, porque el compadre aspira a la finura, o (esta razón excluye la otra, pero es quizá la verdadera) porque los compadres son individuos y no hablan siempre como el Compadre, que es una figura platónica.
Los doctores del Gran Vehículo enseñan que lo esencial del universo es la vacuidad. Tienen plena razón en lo referente a esa mínima parte del universo que es este libro. Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso agradar. El hombre que lo ejecutó era asaz desdichado, pero se entretuvo escribiéndolo; ojalá algún reflejo de aquel placer alcance a los lectores.
En la sección Etcétera he incorporado tres piezas nuevas.

J.L.B.

En Hombre de la Esquina Rosada (1935-1954)
Foto: Borges saliendo de su casa en Maipú y Marcelo T. de Alvear

3/8/16

Jorge Luis Borges: Prólogos [Ficciones]








Para El jardín de senderos que se bifurcan (1941)
Luego incluido en Ficciones (1944)


Las siete piezas de este libro no requieren mayor elucidación. La séptima —El jardín de senderos que se bifurcan— es policial; sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo. Las otras son fantásticas; una —La lotería en Babilonia— no es del todo inocente de simbolismo. No soy el primer autor de la narración La biblioteca de Babel; los curiosos de su historia y de su prehistoria pueden interrogar cierta página del número 59 de SUR, que registra los nombres heterogéneos de Leucipo y de Lasswitz, de Lewis Carroll y de Aristóteles. En Las ruinas circulares todo es irreal; en Pierre Menard, autor del Quijote lo es el destino que su protagonista se impone. La nómina de escritos que le atribuyo no es demasiado divertida pero no es arbitraria; es un diagrama de su historia mental…
Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. Así procedió Carlyle en Sartor Resartus; así Butler en The Fair Haven; obras que tienen la imperfección de ser libros también, no menos tautológicos que los otros. Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros imaginarios. Éstas son Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y el Examen de la obra de Herbert Quain.




Para Artificios (1944)
Incluido en Ficciones (1944)

Aunque de ejecución menos torpe, las piezas de este libro no difieren de las que forman el anterior. Dos, acaso, permiten una mención detenida: La muerte y la brújula, Funes el memorioso. La segunda es una larga metáfora del insomnio. La primera, pese a los nombres alemanes o escandinavos, ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de julio; Triste-le-Roy, el hotel donde Herbert Ashe recibió, y tal vez no leyó, el tomo undécimo de una enciclopedia ilusoria. Ya redactada esa ficción, he pensado en la conveniencia de amplificar el tiempo y el espacio que abarca: la venganza podría ser heredada; los plazos podrían computarse por años, tal vez por siglos; la primera letra del Nombre podría articularse en Islandia; la segunda, en Méjico; la tercera, en el Indostán. ¿Agregaré que los Hasidim incluyeron santos y que el sacrificio de cuatro vidas para obtener las cuatro letras que imponen el Nombre es una fantasía que me dictó la forma de mi cuento?
Posdata de 1956. Tres cuentos he agregado a la serie: El Sur, La secta del Fénix, El Fin. Fuera de un personaje —Recabarren— cuya inmovilidad y pasividad sirven de contraste, nada o casi nada es invención mía en el decurso breve del último; todo lo que hay en él está implícito en un libro famoso y yo he sido el primero en desentrañarlo o, por lo menos, en declararlo. En la alegoría del Fénix me impuse el problema de sugerir un hecho común —el Secreto— de una manera vacilante y gradual que resultara, al fin, inequívoca; no sé hasta dónde la fortuna me ha acompañado. De El Sur, que es acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo.
Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner; Shaw, Chesterton, Leon Bloy, forman el censo heterogéneo de los autores que continuamente releo. En la fantasía cristológica titulada Tres versiones de Judas, creo percibir el remoto influjo del último.
J. L. B.
Buenos Aires, 29 de agosto de 1944



Con los dos prólogos completamos Ficciones en este sitio.

Acá el Indice Scroll:




Imagen: Dibujo al lápiz de De Bustos 1976



8/7/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a Poemas, de Emily Dickinson







De las muy diversas regiones americanas, en cualquier hemisferio, la más favorecida por los astros o visitada por las Musas (la locución es indistinta) ha sido, indiscutiblemente, New England. Los grandes nombres dados por nuestra América fueron y son importantes para nosotros y para España; Emerson, Melville, Thoreau, Poe, Robert Frost cannot be thought away sin modificar toda la literatura de nuestro tiempo. La serie es indefinida y casi infinita; falta Emily Dickinson.
No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y más solitaria que la de esa mujer. Prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y temerlo. En su recluida aldea de Amherst buscó la reclusión de su casa y, en su casa, la reclusión del color blanco y la de no dejarse ver por los pocos amigos que recibía.
Publicar no era, para ella, parte esencial del destino de un escritor; después de su muerte, que acaeció en 1886, encontraron en sus cajones más de mil piezas manuscritas, casi todas muy breves y extrañamente intensas. Además de la escritura fugaz de cosas inmortales, profesó el hábito de la lenta lectura y la reflexión. Emerson y Ruskin y Sir Thomas Browne le enseñaron mucho, pero sólo a ella le fue dado escribir

Parting is all we know of Heaven
and all we need of Hell

o:

This quiet dust was gentlemen and ladies

cuya idea es común y cuya forma es incomparable (curiosamente se abismaba, como Hugo, en la Revelación de San Juan, el Teólogo).
He sospechado que el concepto de versión literal, desconocido a los antiguos, procede de los fieles que no se atrevían a cambiar una palabra dictada por el Espíritu. Emily Dickinson parece haber inspirado a Silvina Ocampo un respeto análogo. Casi siempre, en este volumen, tenemos las palabras originales en el mismo orden.
No es cotidiano el hecho de un poeta traducido por otro poeta. Silvina Ocampo es, fuera de duda, la máxima poeta argentina; la cadencia, la entonación, la pudorosa complejidad de Emily Dickinson aguardan al lector de estas páginas, en una suerte de venturosa transmigración.

Buenos Aires, 3 de mayo de 1985








En Poemas de Emily Dickinson, traducidos por Silvina Ocampo 
Barcelona, Tusquets Editores, 1985

Imagen: Daguerrotipo de Emily Dickinson tomado en el seminario 
de Mount Holyoke entre diciembre de 1846 y principios de 1847, 
cuando Dickinson tenía 16 años. Es la única imagen autentificada 
de la poeta más allá de su infancia. El original se encuentra en manos 
del Archives and Special Collections del Amherst College Vía






5/7/16

Jorge Luis Borges: Historia de la Eternidad [Prólogo]






Poco diré de la singular Historia de la eternidad que da nombre a estas páginas. En el principio hablo de la filosofía platónica; en un trabajo que aspiraba al rigor cronológico, más razonable hubiera sido partir de los hexámetros de Parménides («no ha sido nunca ni será, porque es»). No sé cómo pude comparar a «inmóviles piezas de museo» las formas de Platón y cómo no sentí, leyendo a Schopenhauer y al Erígena, que éstas son vivas, poderosas y orgánicas. El movimiento, ocupación de sitios distintos en instantes distintos, es inconcebible sin tiempo; asimismo lo es la inmovilidad, ocupación de un mismo lugar en distintos puntos del tiempo. ¿Cómo pude no sentir que la eternidad, anhelada con amor por tantos poetas, es un artificio espléndido que nos libra, siquiera de manera fugaz, de la intolerable opresión de lo sucesivo?

  Dos artículos he agregado que complementan o rectifican el texto: La metáfora, de 1952, El tiempo circular, de 1943.

  El improbable y acaso inexistente lector a quien le interesen Las kenningar puede interrogar el manual Literaturas germánicas medievales, que escribí con María Esther Vázquez. Quiero no omitir la mención de dos aplicadas monografías: Die Kenningar der Skalden, Leipzig, 1921, de Rudolf Meissner y Die Altenglischen Kenningar, Hale, 1938, de Herta Marquardt.

  El acercamiento a Almotásim es de 1935; he leído hace poco The Sacred Found (1901), cuyo argumento general es tal vez análogo. El narrador, en la delicada novela de James, indaga si en B influyen A o C; en El acercamiento a Almotásim, presiente o adivina a través de B la remotísima existencia de Z, a quien B no conoce.

  El mérito o la culpa de la resurrección de estas páginas no tocará por cierto a mi karma, sino al de mi generoso y tenaz amigo José Edmundo Clemente.


En Historia de la Eternidad (1936, 1953)
Retrato de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, 1985


29/6/16

Jorge Luis Borges: Prólogo [Manual de Zoología Fantástica]








A un chico lo llevan por primera vez al jardín zoológico. Ese chico será cualquiera de nosotros o, inversamente, nosotros hemos sido ese chico y lo hemos olvidado. En ese jardín, en ese terrible jardín, el chico ve animales vivientes que nunca ha visto; ve jaguares, buitres, bisontes y, lo que es más extraño, jirafas. Ve por primera vez la desatinada variedad del reino animal, y ese espectáculo, que podría alarmarlo u horrorizarlo, le gusta. Le gusta tanto que ir al jardín zoológico es una diversión infantil, o puede parecerlo. ¿Cómo explicar este hecho común y a la vez misterioso?

Podemos, desde luego, negarlo. Podemos pretender que los niños bruscamente llevados al jardín zoológico adolecen, veinte años después, de neurosis, y la verdad es que no hay niño que no haya descubierto el jardín zoológico y que no hay persona mayor que no sea, bien examinada, neurótica. Podemos afirmar que el niño es, por definición, un descubridor y que descubrir el camello no es más extraño que descubrir el espejo o el agua o las escaleras. Podemos afirmar que el niño confía en los padres que lo llevan a ese lugar con animales. Además, el tigre de trapo y el tigre de las figuras de la enciclopedia lo han preparado para ver sin horror al tigre de carne y hueso. Platón (si terciara en esta investigación) nos diría que el niño ya ha visto al tigre, en el mundo anterior de los arquetipos, y que ahora al verlo lo reconoce. Schopenhauer (aún más asombrosamente) diría que el niño mira sin horror a los tigres porque no ignora que él es los tigres y los tigres son él o, mejor dicho, que los tigres y él son de una misma esencia, la Voluntad.

Pasemos, ahora, del jardín zoológico de la realidad al jardín zoológico de las mitologías, al jardín cuya fauna no es de leones sino de esfinges y de grifos y de centauros. La población de este segundo jardín debería exceder a la del primero, ya que un monstruo no es otra cosa que una combinación de elementos de seres reales y que las posibilidades del arte combinatorio lindan con lo infinito. En el centauro se conjugan el caballo y el hombre, en el minotauro el toro y el hombre (Dante lo imaginó con rostro humano y cuerpo de toro) y así podríamos producir, nos parece, un número indefinido de monstruos, combinaciones de pez, de pájaro y de reptil, sin otros límites que el hastío o el asco. Ello, sin embargo, no ocurre; nuestros monstruos nacerían muertos, gracias a Dios. Flaubert ha congregado, en las últimas páginas de la Tentación, todos los monstruos medievales y clásicos y ha procurado, sus comentadores nos dicen, fabricar alguno; la cifra total no es considerable y son muy pocos los que pueden obrar sobre la imaginación de la gente. Quien recorra nuestro manual comprobará que la zoología de los sueños es más pobre que la zoología de Dios.

Ignoramos el sentido del dragón, como ignoramos el sentido del universo, pero algo hay en su imagen que concuerda con la imaginación de los hombres, y así el dragón surge en distintas latitudes y edades. Es, por decirlo así, un monstruo necesario, no un monstruo efímero y casual, como la quimera o el catoblepas.

Por lo demás, no pretendemos que este libro, acaso el primero en su género, abarque el número total de los animales fantásticos. Hemos investigado las literaturas clásicas y orientales, pero nos consta que el tema que abordamos es infinito.

Deliberadamente, excluimos de este manual las leyendas sobre transformaciones del ser humano: el lobisón, el werewolf, etc.

Queremos asimismo agradecer la colaboración de Leonor Guerrero de Coppola, de Alberto D'Aversa y de Rafael López Pellegri.


En Manual de Zoología Fantástica (1957)
Con la colaboración de Margarita Guerrero 
Retrato de Borges fotografiado junto a su hermana Norah 
Junio de 1908, Jardín Zoológico de Buenos Aires

14/6/16

Jorge Luis Borges: El último prólogo*




Anotación 

Traducir es imponer un sistema de analogías. Así algún lector observará que simpatiza con alguna de esas funciones, reiteradamente. No de otra manera es posible anular el viejo estigma que sobre la traducción se ha querido advertir en la historia de los libros. ¿Acaso estamos, pues, ante el problema del todo y la parte? Ciertamente no puedo saber si mi lectura de Voltaire, por ejemplo, es menos meritoria por la interminable glosa que la puebla, en español, o por la afortunada y graciosa nasalización en el francés original. Tampoco es posible afirmar que la mayéutica de Sócrates es menos valedera en alemán que en el cirílico del Norte o en el mexica de los guerreros mesoamericanos que Bernal Díaz del Castillo ha pergeñado en su historia. El pensamiento es identidad a pesar, y no debido al lenguaje del orador o del plebeyo. La precisión sería, en todo caso, obra de la colaboración entre los lectores y el autor. Borges, no obstante, es uno de los maestros de la precisión. Tal vez sea así porque un libro no es la suma de sus páginas sino un particular momento estético que aparenta lo diverso por los accidentes. ¿Cómo olvidar que cada poeta ha escrito el mejor verso en alguna latitud desconocida de sus opera omnia? Por eso en su literatura es imposible obviar el uso interminable del epíteto y el adverbio, pues el problema de la parte y el todo implica el de la atribución y la predicación, el cual es un asunto filosófico aún más esencial que el tiempo, y que ninguna gramática o fraseologismo pueden agotar. Ni la noche de los persas, entonces, ni la muerte escarlata en la espada de Tamerlán, ni las grebas del hoplita o la taciturna música de Nietzsche podrían ser sentidas más que la letra a cuya imagen mental refiere lo intuitivo, subjetivamente. Pienso que ésta es una verdadera constante en la literatura, y que la resolución del relativismo tendría que unificarse en la imaginación. Por eso toda búsqueda es el interminable retorno a uno mismo. Admitido lo anterior, el autor sería menos el hacedor que la singularísima forma de un proceso de reconocimiento pues un autor es todos los autores. Este es el misterio principal del arte: tornar en perdurable aquello imaginado, allende la naturaleza individual de quien lo haya entrevisto como sueño. De esa manera publicar no es esencial: la única literatura desemboca en el anonimato. Sólo así cierto poeta menor puede volverse eterno. Esta relampagueante ironía justifica tanto la modestia como el hecho filosófico. Ahora, en cuanto a la re-traducción al español que aquí propongo, valga anotar sencillamente que la piadosa exhumación a aquel francés en pluma de Jean-Pierre Bernès adolece de inmediata sinceridad, la cual es una grata sorpresa y una suma de erratas, pero también es la oportunidad de congraciar a Borges con el mundo. 

Miguel Blumenbach
Junio de 2016






El último prólogo de Borges


Aunque no estoy seguro de haberla concebido he dedicado mi vida a la literatura. No me atrevería a completar una definición ya que permanece siempre secreta y cambiante en cada uno de los versos que escribo o que sueño. La veo como una serie infinita de recuerdos sobre el lenguaje y, particularmente, sobre la imaginación. 

Los símbolos matemáticos no comportan ningún tipo de inquietud o misterio. En cambio, los símbolos del lenguaje escrito, las palabras, parecen poseer vida propia; su sentido es constante pero el entorno en que son dispuestas cambia de manera imprevisible. El lenguaje es menos un mapa riguroso que un árbol de bifurcaciones poco conocidas… 

En un poema o cuento el sentido importa poco; lo que nos interesa es lo que inspira en el espíritu del lector tal o cual palabra dichas con cierto orden o cadencia. 

Imaginemos, por ejemplo, que estoy por escribir alguna pieza narrativa y que dos argumentos me son revelados. Mi razón entiende que el primero es superior y el segundo decididamente mediocre aunque me atrae por su ambigüedad. En ese caso me decido por el segundo. 

Cada página nueva es una experiencia arriesgada que nos compromete; cada palabra es la primera palabra que pronunció Adán. Este libro está hecho de libros. No sé hasta qué punto pueda recomendar su lectura continua de principio a fin; tal vez sea más lícito abordarlo y escapar de él por azar tanto como mi mano, por ejemplo, juega con las hojas de una enciclopedia como en la Anatomía de la melancolía de Burton. 

Al comenzar el siglo XVII Bacon observó que, de la misma manera en que existen crónicas de reyes, repúblicas y guerras, así no deberían faltar las del arte y la ciencia. Ese sabio consejo ha sido tomado incontablemente en consideración. Conozco escritores que traman su literatura en función de la historia de la literatura; antes de escribir una sola línea buscan y disponen en la clasificación de las corrientes algún lugar conveniente; Eliot dejó escrito que importa menos saber lo que nos agrada que lo que el siglo prefiere (a esto le llama ebriedad de historia). 

¿Será necesario explicar que soy el menos histórico de los hombres? Los hechos de la historia me tocan tanto como los de la geografía o la política pero creo estar más allá de esas tentaciones. 

A thing of beauty is a joy forever, ha escrito John Keats, inolvidablemente. Para adentrarnos en el goce de una obra cualquiera hace falta situarla en el contexto de su gestación histórica. Existen, sin embargo, como quería Keats, pequeñas felicidades que son singulares y eternas. Existen versos que podrían ser admirables tanto si fueran escritos esta mañana como si lo fueran en la antigüedad. Recuerdo ahora tres de ellos que ofrezco al lector. La primera es la sentencia latina Lux umbra Dei. Ignoro el nombre de su autor pero se encuentra citada en el capítulo postrero del libro Urn Burial de Browne. Esta es la segunda: El Himalaya es la sonrisa de Shiva. Las terribles montañas son la sonrisa de un Dios que es a su vez terrible. Por lo demás no sé quién ha urdido esta ejemplar inscripción. El tercero es un verso de Gerard Manley Hopkins: Mastering me God, giver of breath and bread, que me parece el día de hoy ser el más extraño de la literatura y que tal vez lo sea. Podríamos continuar sin fin esta enumeración. 


Este libro recopila eso que nosotros bien podríamos llamar mi obra aunque decir obra me parece una exageración. Jamás me he propuesto escribir una obra en el sentido en que lo era la de Flaubert o Wordsworth; sencillamente me he limitado a breves aventuras secretas. Recuerdo algunas con nostalgia: en prosa pienso en Borges y yo y, en verso, en Everness, acaso en razón de su vasto y cruel título. No es inverosímil imaginar que alguna antología del porvenir recupere estas piezas, aunque confieso que jamás he estado preocupado por su posible valor. Cada línea ha sido escrita para satisfacer la urgencia de un día y su elaboración me ha prodigado un gran placer que evoco no sin una magia cotidiana.

Como Coleridge, siempre he sabido desde mi infancia que mi destino sería literario. No sabía entonces, no podía sospechar -como pensaba Emily Dickinson- que publicar no es esencial en el destino de un escritor. 

Jorge Luis Borges 
Ginebra, 19 de mayo de 1986



* Borges dictó este último Prólogo a Jean-Pierre Bernès
para sus Oeuvres complètes  (Paris, Editions Gallimard, La pléiade, 1986)
Esta versión castellana: Miguel Blumenbach [+]


Image: Borges avec son éditeur, Jean Pierre Bernés, à Paris en février 1978
Photo Pepe Fernández
Album Jorge Luis Borges - Iconographie choisie et commentée par Jean Pierre Bernés
Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard (Paris, 1999)


4/6/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a Carlos M. Grünberg, «Mester de Judería»






Hacia 1831, Macaulay, el imparcial Macaulay, improvisó una historia fantástica. Esa invención (cuyo bosquejo suficiente perdura en el segundo tomo de los Ensayos) narra las tropelías y los tormentos, las prisiones, los destierros y los ultrajes que se encarnizaron en todas las naciones de Europa sobre la gente de pelo rojo. Al cabo de unos siglos ensangrentados no hay quien no afirma que las víctimas de ese tratamiento implacable no son verdaderos patriotas y las acusa de sentirse más allegadas a cualquier forastero pelirrojo que a los morenos y a los rubios de la parroquia. Los pelirrojos no son ingleses, los pelirrojos no podrán ser ingleses, razonan los fanáticos; la naturaleza lo prohíbe, la experiencia lo prueba. Previsiblemente la persecución ha modificado a los perseguidos, engendrando cismas recíprocos… ¿A qué proseguir? La cristalina parábola de Macaulay es una transcripción de la realidad: el antisemita Adolf Hitler manda en Europa y tiene imitadores aquí.
En las lúcidas páginas de este libro, Grünberg refuta con poderosa pasión los mitos y falacias que ese impostor y sus prosélitos han predicado al mundo. A pesar del patíbulo y de la horca, a pesar de la hoguera inquisitorial y del revólver nazi, a pesar de los crímenes que atesora una diligencia de siglos, el antisemitismo no se libra de ser ridículo. En Buenos Aires lo es todavía más que en Berlín. En Alemania, cuya lengua literaria se basa en la versión de textos hebreos que ha legado Lutero, Hitler no hace otra cosa que exacerbar un odio preexistente; el antisemitismo argentino viene a ser un facsímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico. En cierta nota del admirable estudio Rosas y su tiempo, Ramos Mejía ha enumerado los apellidos principales de la época. Fuera de los de origen vasco, son todos de cepa judeo-portuguesa: Pereyra, Ramos, Cueto, Sáenz Valiente, Acevedo, Piñero, Fragueiro, Vidal, Gómez, Pintos, Pacheco, Pereda, Rocha.
Los poemas que tengo el agrado de prologar declaran el honor y el dolor de ser judío en el perverso mundo increíble de 1940. Hay escritores a quienes les importa la forma; a otros, lo que una mala pero inevitable metáfora llama el fondo. Ejemplo de formalistas es Góngora y también el improvisador de almacén, que admite cualquier verso que (más o menos) cuente unas ocho sílabas… Las páginas cabales burlan esa distinción habitual; en ellas la forma es el fondo, y viceversa. Es el caso de muchas en este libro: de Judezno, de Sabat, de Circuncisión
Grünberg, poeta, es inconfundiblemente argentino. Lo anterior no quiere decir que trafique en nidos de cóndores o en ombúes ni que en su estrofa sea frecuente el general Rosas: melancólica imagen de la Patria. Quiere decir un vocabulario determinado, ciertas costumbres sintácticas y prosódicas, un modo explícito que no es el modo interjectivo, alarmado, de los poetas españoles de ayer y de hoy.
Singularmente original es el concepto de la rima que declaran los poemas de Grünberg. En su monografía sobre la rima (Der Reim, 1891) Sigmar Mehring anota que la versificación española suele abusar de ciertas desinencias inexpresivas: ido, ado, osoente, ando Así, Lope de Vega:

Sentado Endimión al pie de Atlante,
enamorado de la luna hermosa,
dijo con triste voz y alma celosa:
en tus mudanzas, ¿quién será constante?

Ya creces en mi fe, ya estás menguante,
ya sales, ya te escondes desdeñosa,
ya te muestras serena, ya llorosa,
ya tu epiciclo ocupas arrogante…

Y tres siglos después, Juan Ramón Jiménez:

Se entró mi corazón en esta nada,
como aquel pajarillo que, volando
de los niños, se entró, ciego y temblando,
en la sombría sala abandonada.

De cuando en cuando, intenta una escapada
a lo infinito, que lo está engañando
por su ilusión; duda, y se va, piando,
del vidrio a la mentira iluminada…

Góngora, Quevedo, Torres Villarroel y Lugones famosamente han utilizado lo que denomina el último de ellos “la rima numerosa y variada”;* pero han limitado su empleo a composiciones grotescas o satíricas. Grünberg, en cambio, la prodiga con valor y felicidad en composiciones patéticas. Por ejemplo:

Cortó el sobejo filisteo
para trocártelo en hebreo.

Cortó el sobejo porque eres
Judá ben Sion y no Juan Pérez.

O:

En un lejano pogrom
le degollaron al hijo,
del que una noche me dijo:
“¡Era un gallardo Absalom!”

Como todos los libros importantes, este de Carlos M. Grünberg lo es por múltiples razones. Lo es como documento legible y lúcido de este aciago “tiempo de lobos, tiempo de espadas” cuya bárbara sombra continental —y quizá planetaria— vastamente se cierne sobre nosotros. Lo es por su precisión y por su fervor, por su álgebra y su fuego, por la armoniosa convivencia continua de la destreza métrica y de la delicada pasión. Lo es por el alma irónica y gallarda que declaran sus páginas.
Quizá el error más obvio de este volumen es la ostentación de palabras que sólo viven en las columnas del Diccionario de la Academia.
En este siglo que no suele percibir otro halago que el de la incoherencia parcial, en este siglo en que el poema quiere parecerse a la incantación y el poeta al afiebrado o al brujo, Grünberg tiene el valor de proponer una lírica sin misterio. La limpidez es hábito de Israel: recordemos a Enrique Heine; recordemos, en el palabrero siglo XIV, las coplas del rabí don Sem Tob, “judío de Carrión”…
Mis plácemes a Grünberg y a sus lectores.



Lunario sentimental, 1909. En las páginas iniciales Lugones rima: náyade-haya de; orla-por la; petróleo-mole o. Heine, en alguna estrofa de los Zeitgedichte, usa el mismo artificio: In der Fern‘hör ich mit Freude - Wie man voll von deinem Lob ist - Und wie du der Mirabeau bist - Von der Lüneburger Heide. Browning es casi inagotable en tales invenciones: monkey-one hey; person-her son; paddock-ad hoc;circle-work ill; sky-am I; Balkis-small kiss; pardon-hard on; kitchen-rich in; issue-wish you; Priam-I am; poet-know it; honour-upon her; bishop-wish-shop; Tithon-scythe on;insipid ease-Euripides… Hay enlaces análogos en el Hudibras; en algún soneto satírico de Milton; en el Don Juan de Byron. Rafael Cansinos Assens, en una de las noches del otoño de 1920, rimó Buscarini-y ni.











Carlos M. Grünberg: Mester de judería. Prólogo de J. L. B. 
Buenos Aires, Editorial Argirópolis, 1940

También en Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)

Antologado luego en Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

Foto: Borges. Drawing by David Levine Vía






30/5/16

Jorge Luis Borges: Prólogo a "Bartleby, el escribiente", de Herman Melville








  El examen escrupuloso de las “simpatías y diferencias” de Moby Dick y de Bartleby exigiría, creo, una atención que la brevedad de estas páginas no permite. Las “diferencias”, desde luego, son evidentes. Ahab, el héroe de la vasta fantasmagoría a la que Melville debe su fama, es un capitán de Nantucket, mutilado por la ballena blanca que ha determinado vengarse; el escenario son todos los mares del mundo. Bartleby es un escribiente de Wall Street, que sirve en el despacho de un abogado y que se niega, con una suerte de humilde terquedad, a ejecutar trabajo alguno. El estilo de Moby Dick abunda en espléndidos ecos de Carlyle y de Shakespeare; el de Bartleby no es menos gris que el protagonista. Sin embargo, sólo median dos años —1851 y 1853— entre la novela y el cuento. Diríase que el escritor, abrumado por los desaforados espacios de la primera, deliberadamente buscó las cuatro paredes de una reducida oficina, perdida en la maraña de la ciudad. Las “simpatías” acaso más secretas, están en la locura de ambos protagonistas y en la increíble circunstancia de que contagian esa locura a cuantos los rodean. La tripulación entera del Pequod se alista con fanático fervor en la insensata aventura del capitán; el abogado de Wall Street y los otros copistas aceptan con extraña pasividad la decisión de Bartleby. La porfía demencial de Ahab y del escribiente no vacila un solo momento hasta llevarlos a la muerte. Pese a la sombra que proyectan, pese a los personajes concretos que los rodean, los dos protagonistas están solos. El tema constante de Melville es la soledad; la soledad fue acaso el acontecimiento central de su azarosa vida.

  Nieto de un general de la Independencia y vástago de una vieja familia de sangre holandesa e inglesa, había nacido en la ciudad de Nueva York en 1819. Doce años después moriría su padre acechado por la locura y por las deudas. Debido a la penosa situación económica de la numerosa familia, Herman tuvo que interrumpir sus estudios. Ensayó sin mayor fortuna la rutina de una oficina y el tedio de los horarios de la docencia y en 1839 se enroló en un velero. Esta travesía fortaleció esa pasión del mar, que le habían legado sus mayores y que marcaría su literatura y su vida. En 1841 se embarcó en la ballenera Acushnet. El viaje duró un año y medio e inspiraría muchos episodios de la aún insospechada novela Moby Dick. Debido a la crueldad del capitán desertó con un compañero en las islas Marquesas, fueron prisioneros de los caníbales un par de meses y lograron huir en un barco mercante australiano, que abandonaron en Papeete. Prosiguió esa rutina de alistarse y de desertar hasta llegar a Boston en 1844. Cada una de esas etapas fue el tema de sucesivos libros. Completó su educación universitaria en Harvard y en Yale. Volvió a su casa y sólo entonces frecuentó los cenáculos literarios. En 1847 se había casado con Miss Elizabeth Shaw, de familia patricia, dos años después viajaron juntos a Inglaterra y a Francia y a su vuelta se establecieron en una aislada granja de Massachusetts que fue su hogar durante algún tiempo. Ahí entabló amistad con Nathaniel Hawthorne a quien dedicó Moby Dick. Sometía a su aprobación los manuscritos de la obra; cierta vez le mandó un capítulo diciéndole: “Ahí va una barba de la ballena como muestra”. Un año después publicó Pierre o las ambigüedades, libro cuya imprudente lectura he intentado y que me desconcertó no menos que a sus contemporáneos. Aún más inextricable y tedioso es Mardi (1849), que transcurre en imaginarias regiones de los mares del Sur y concluye con una persecución infinita. Uno de sus personajes, el filósofo Babbalanja, es el arquetipo de lo que no debe ser un filósofo. Poco antes de su muerte publicó una de sus obras maestras, Billy Budd, cuyo tema patético es el conflicto entre la justicia y la ley y que inspiró una ópera a Britten. Los últimos años de su vida los dedicó a la busca de una clave para el enigma del universo.

   Hubiera querido ser cónsul pero tuvo que resignarse a un cargo subalterno de inspector de aduana de Nueva York, que desempeñó durante muchos años. Este empleo, lo salvó de la miseria, fue obra de los buenos oficios de Hawthorne. Nos consta que Melville, entre otras penas, no fue afortunado en el matrimonio. Era alto y robusto, de piel curtida por el mar y de barba oscura.

  Hawthorne nos habla de la llaneza de sus costumbres. Siempre estaba impecable, aunque su equipaje se limitaba a un bolso ya muy usado, que contenía un pantalón, una camisa colorada y dos cepillos, uno para los dientes y otro para el pelo. El reiterado hábito de la marinería habría arraigado en él esa austeridad. El olvido y el abandono fueron su destino final. En la duodécima edición de la Enciclopedia Británica, Moby Dick figura como una simple novela de aventuras. Hacia 1920 fue descubierto por los críticos y, lo que acaso es más importante, por todos los lectores.

  En la segunda década de este siglo, Franz Kafka inauguró una especie famosa del género fantástico; en esas inolvidables páginas lo increíble está en el proceder de los personajes más que en los hechos. Así, en El proceso el protagonista es juzgado y ejecutado por un tribunal que carece de toda autoridad y cuyo rigor él acepta sin la menor protesta; Melville, más de medio siglo antes, elabora el extraño caso de Bartleby, que no sólo obra de una manera contraria a toda lógica sino que obliga a los demás a ser sus cómplices.

  Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo.






En Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Foto:  Borges firma ejemplares en librería Del Globo
Localidad bonaerense de Bolívar, 8 de marzo de 1972
Portada de Bartleby, el escribiente
Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges
Col. La Biblioteca de Babel 


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