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3/5/14

Jorge Luis Borges: El encuentro en un sueño





Superados los círculos del Infierno y las arduas terrazas del Purgatorio, Dante, en el Paraíso terrenal, ve por fin a Beatriz; Ozanam conjetura que la escena (ciertamente una de las más asombrosas que la literatura ha alcanzado) es el núcleo primitivo de la Comedia. Mi propósito es referirla, resumir lo que dicen los escoliastas y presentar alguna observación, quizá nueva, de índole psicológica.

La mañana del trece de abril del año 1300, en el día penúltimo de su viaje, Dante, cumplidos sus trabajos, entra en el Paraíso terrenal, que corona la cumbre del Purgatorio, Ha visto el fuego temporal y el eterno, ha atravesado un muro de fuego, su albedrío es libre y es recto. Virgilio lo ha mitrado y coronado sobre sí mismo («per ch'io te sovra le corono e mitrio»). Por los senderos del antiguo jardín llega a un río más puro que ningún otro, aunque los árboles no dejan que lo ilumine ni la luna ni el sol. Corre por el aire una música y en la otra margen se adelanta una procesión misteriosa. Veinticuatro ancianos vestidos de ropas blancas y cuatro animales con seis alas alrededor, tachonadas de ojos abiertos, preceden un carro triunfal, tirado por un grifo; a la derecha bailan tres mujeres, de las que una es tan roja que apenas la veríamos en el fuego; a la izquierda, cuatro, de púrpura, de las que una tiene tres ojos. El carro se detiene y una mujer velada aparece; su traje es del color de una llama viva. No por la vista, sino por el estupor de su espíritu y por el temor de su sangre, Dante comprende que es Beatriz. En el umbral de la Gloria siente el amor que tantas veces lo había traspasado en Florencia. Busca el amparo de Virgilio, como un niño azorado, pero Virgilio ya no está junto a él.

Ma Virgilio n 'avea lasciati scemi
di sé, Virgilio dolcissimo patre,
Virgilio a cui per mia salute die' mi.

Beatriz lo llama por su nombre, imperiosa. Le dice que no debe llorar la desaparición de Virgilio sino sus propias culpas. Con ironía le pregunta cómo ha condescendido a pisar un sitio donde el hombre es feliz. El aire se ha poblado de ángeles; Beatriz les enumera, implacable, los extravíos de Dante. Dice que en vano ella lo buscaba en los sueños pues él tan abajo cayó que no hubo otra manera de salvación que mostrarle los réprobos. Dante baja los ojos, abochornado, y balbucea y llora. Los seres fabulosos escuchan; Beatriz lo obliga a confesarse públicamente... Tal es, en mala prosa española, la lastimada escena del primer encuentro con Beatriz en el Paraíso. Curiosamente observa Theophil Spoerri (Einführung in die Göttliche Komödie, Zurich, 1946): «Sin duda el mismo Dante había previsto de otro modo ese encuentro. Nada indica en las páginas anteriores que ahí lo esperaba la mayor humillación de su vida.»

Figura por figura descifran los comentadores la escena. Los veinticuatro ancianos preliminares del Apocalipsis (4, 4) son los veinticuatro libros del Viejo Testamento, según el Prologus Galeatus de San Jerónimo. Los animales con seis alas son los evangelistas (Tommaseo) o los Evangelios (Lombardi). Las seis alas son las seis leyes (Pietro di Dante) o la difusión de la doctrina en las seis direcciones del espacio (Francesco da Buti). El carro es la Iglesia universal; las dos ruedas son los dos Testamentos (Buti) o la vida activa y la contemplativa (Benvenuto da Imola) o Santo Domingo y San Francisco (Paraíso, XII, 106-111) o la justicia y la Piedad (Luigi Pietrobono). El grifo —león y águila— es Cristo, por la unión hipostática del Verbo con la naturaleza humana; Didron mantiene que es el Papa «que como pontífice o águila, se eleva hasta el trono de Dios a recibir sus órdenes y como león o rey anda por la tierra con fortaleza y vigor». Las mujeres que danzan a la derecha son las virtudes teologales; las que danzan a la izquierda, las cardinales. La mujer dotada de tres ojos es la Prudencia, que ve lo pasado, lo presente y lo porvenir. Surge Beatriz y desaparece Virgilio, porque Virgilio es la razón y Beatriz la fe. También según Vitali porque a la cultura clásica sucedió la cultura cristiana.

Las interpretaciones que he enumerado son, sin duda, atendibles. Lógicamente (no poéticamente) justifican con bastante rigor los rasgos inciertos. Carlo Steiner, después de apoyar algunas, escribe: «Una mujer con tres ojos es un monstruo, pero el Poeta, aquí, no se somete al freno del arte, porque le importa mucho más expresar las moralidades que le son caras. Prueba inequívoca de que en el alma de ese artista grandísimo el arte no ocupaba el primer lugar sino el amor del Bien.» Con menos efusión, Vitali corrobora ese juicio: «El afán de alegorizar lleva a Dante a invenciones de dudosa belleza.»

Dos hechos me parecen indiscutibles, Dante quería que la procesión fuera bella («Non che Roma di carro cosi bello, rallegrasse Affricano»); la procesión es de una complicada fealdad. Un grifo atado a una carroza, animales con alas tachonadas de ojos abiertos, una mujer verde, otra carmesí, otra en cuya cara hay tres ojos, un hombre que camina dormido, parecen menos propios de la Gloria que de los vanos círculos infernales. No aminora su horror el hecho de que alguna de esas figuras proceda de los libros proféticos («ma leggi Ezechiel che li dipigne») y otras de la Revelación de San Juan. Mi censura no es un anacronismo; las otras escenas paradisíacas excluyen lo monstruoso.

Todos los comentadores han destacado la severidad de Beatriz; algunos, la fealdad de ciertos emblemas; ambas anomalías, para mí, derivan de un origen común. Se trata, claro está, de una conjetura; en pocas palabras lo indicaré.

Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible. Que Dante profesó por Beatriz una adoración idolátrica es una verdad que no cabe contradecir; que ella una vez se burló de él y otra lo desairó son hechos que registra la Vita nuova. Hay quien mantiene que esos hechos son imágenes de otros; ello, de ser así, reforzaría aún más nuestra certidumbre de un amor desdichado y supersticioso. Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar ese encuentro. Le ocurrió entonces lo que suele ocurrir en los sueños, manchándolo de tristes estorbos. Tal fue el caso de Dante. Negado para siempre por Beatriz, soñó con Beatriz, pero la soñó severísima, pero la soñó inaccesible, pero la soñó en un carro tirado por un león que era un pájaro y que era todo pájaro o todo león cuando los ojos de Beatriz lo esperaban (Purgatorio, XXXI, 121). Tales hechos pueden prefigurar una pesadilla: ésta se fija y se dilata en el otro canto. Beatriz desaparece; un águila, una zorra y un dragón atacan el carro; las ruedas y el timón se cubren de plumas; el carro, entonces, echa siete cabezas («Trasformato cosi'l dificio santo / mise fuor teste...»); un gigante y una ramera usurpan el lugar de Beatriz.

Infinitamente existió Beatriz para Dante. Dante, muy poco, tal vez nada, para Beatriz; todos nosotros propendemos por piedad, por veneración, a olvidar esa lastimosa discordia inolvidable para Dante. Leo y releo los azares de su ilusorio encuentro y pienso en dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del segundo círculo y que son emblemas oscuros, aunque él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró. Pienso en Francesca y en Paolo, unidos para siempre en su Infierno. «Questi, che mai da me non fia diviso...» Con espantoso amor, con ansiedad, con admiración, con envidia.


En Nueve ensayos dantescos (1982)
Foto: Héctor Villalobos/Corbis


16/4/14

Jorge Luis Borges: El verdugo piadoso





Dante (nadie lo ignora) pone a Francesca en el Infierno y oye con infinita compasión la historia de su culpa. ¿Cómo atenuar esa discordia, cómo justificarla? Vislumbro cuatro conjeturas posibles. La primera es técnica. Dante, determinada la forma general de su libro, pensó que éste podía degenerar en un vano catálogo de nombres propios o en una descripción topográfica si no lo amenizaban las confesiones de las almas perdidas. Este pensamiento le hizo alojar en cada uno de los círculos de su Infierno a un réprobo interesante y no demasiado lejano. (Lamartine, agobiado por esos huéspedes, dijo que la Comedia era una gazette florentine.) Naturalmente, convenía que las confesiones fueran patéticas; podían serlo sin riesgo ya que el autor, encarcelando a los narradores en el Infierno, quedaba libre de toda sospecha de complicidad. Esta conjetura (cuya noción de un orbe poético impuesto a una árida novela teológica ha sido razonada por Croce) es quizá la más verosímil, pero tiene algo de mezquino o de vil y no parece condecir con nuestro concepto de Dante. Además, las interpretaciones de un libro tan infinito como la Comedia no pueden ser tan simples.

La segunda equipara, según la doctrina de Jung,[82] las invenciones literarias a las invenciones oníricas. Dante, que es nuestro sueño ahora, soñó la pena de Francesca y soñó su lástima. Observa Schopenhauer que, en los sueños, puede asombrarnos lo que oímos y vemos, aunque ello tiene su raíz, en última instancia, en nosotras; Dante, parejamente, pudo apiadarse de lo soñado o inventado por él. También cabría decir que Francesca es una mera proyección del poeta, como, por lo demás, lo es el mismo Dante, en su carácter de viajero infernal. Sospecho, sin embargo, que esta conjetura es falaz, pues una cosa es atribuir a libros y a sueños un origen común y otra tolerar en los libros la inconexión y la irresponsabilidad de los sueños.

La tercera, como la primera, es de índole técnica. Dante, en el decurso de la Comedia, tuvo que anticipar las inescrutables decisiones de Dios. Sin otra luz que la de su mente falible, se lanzó a adivinar algunos dictámenes del juicio Universal, Condenó, siquiera como ficción literaria, a Celestino V y salvó a Siger de Brabante, que defendió la tesis astrológica del Eterno Retorno. Para disimular esa operación, definió a Dios, en el Infierno, por su justicia («Giustizia mosse il mio alto fattore»)[83] y guardó para sí los atributos de la comprensión y de la piedad. Perdió a Francesca y se condolió de Francesca. Benedetto Croce declara: «Dante, como teólogo, como creyente, como hombre ético, condena a los pecadores; pero sentimentalmente no condena y no absuelve» (La poesía di Dante, 78).[84]

La cuarta conjetura es menos precisa. Requiere, para ser entendida, una discusión liminar. Consideremos dos proposiciones: una, los asesinos merecen la pena de muerte; otra, Rodion Raskolnikov merece la pena de muerte. Es indudable que las proposiciones no son sinónimas. Paradójicamente, ello no se debe a que sean concretos los asesinos y abstracto o ilusorio Raskolnikov, sino a lo contrario. El concepto de asesinos denota una mera generalización; Raskolnikov, para quien ha leído su historia, es un ser verdadero. En la realidad no hay, estrictamente, asesinos; hay individuos a quienes la torpeza de los lenguajes incluye en ese indeterminado conjunto. (Tal es, en último rigor, la tesis nominalista de Roscelín y de Guillermo de Occam.) En otras palabras, quien ha leído la novela de Dostoievsky ha sido, en cierto modo, Raskolnikov y sabe que su «crimen» no es libre, pues una red inevitable de circunstancias lo prefijó y lo impuso. El hombre que mató no es un asesino, el hombre que robó no es un ladrón, el hombre que mintió no es un impostor; eso lo saben (mejor dicho, lo sienten) los condenados; por ende, no hay castigo sin injusticia. La ficción jurídica el asesino bien puede merecer la pena de muerte, no el desventurado que asesinó, urgido por su historia pretérita y quizá —¡oh marqués de Laplace!— por la historia del universo. Madame de Staël ha compendiado estos razonamientos en una sentencia famosa: Tout comprendre c'est tout pardonner.

Dante refiere con tan delicada piedad la culpa de Francesca que todos la sentimos inevitable. Así también hubo de sentirla el poeta, a despecho del teólogo que argumentó en el Purgatorio (XVI, 70) que si los actos dependieran del influjo estelar, quedaría anulado nuestro albedrío y sería una injusticia premiar el bien y castigar el mal.[85]

Dante comprende y no perdona; tal es la Paradoja insoluble. Yo tengo para mí que la resolvió más allá de la lógica. Sintió (no comprendió) que los actos del hombre son necesarios y que asimismo es necesaria la eternidad, de bienaventuranza o de perdición, que estos le acarrean. También los espinocistas y los estoicos promulgaron leyes morales. Huelga recordar a Calvino, cuyo decretum Dei absolutum predestina a los unos al infierno y a los otros al cielo. Leo en el discurso preliminar del Alkoran de Sale que una de las sectas islámicas defiende esa opinión.

La cuarta conjetura, como se ve, no desata el problema. Se limita a plantearlo, de modo enérgico. Las otras conjeturas eran lógicas; ésta, que no lo es, me parece la verdadera.


Notas

82 De algún modo la prefigura la clásica metáfora del sueño como función teatral. Así Góngora, en el soneto Varia imaginación («El sueño, autor de representaciones. / En su teatro sobre el viento armado / sombras suele vestir de bulto bello»); así Quevedo, en el Sueño de la muerte («Luego que desembarazada el alma se vio ociosa, sin la tarea de los sentidos exteriores, me embistió de esta manera la comedia siguiente; y así la recitaron mis potencias a oscuras, siendo yo para mis fantasías auditorio y teatro»); así Joseph Addison, en el número 487 del Spectator («el alma, cuando sueña, es teatro. actores y auditorio»). Siglos antes, el panteísta Umar Kayyám compuso una estrofa que la versión literal de McCarthy traduce de este modo: «Ya de nadie conocido te ocultas; ya te despliegas en todas las cosas creadas. Para tu propio deleite ejecutas estas maravillas, siendo a la vez el espectáculo y el espectador».

83 «La justicia movió al alto Hacedor.»

84 Andrew Lang refiere que Dumas lloró cuando dio muerte a Porthos. Parejamente sentimos la emoción de Cervantes, cuando muere Alonso Quijano: «el cual entre compasiones y lágrimas los que allí se hallaron, dio su espíritu; quiero decir que se murió».

85 Cfr. De monarchia, I, 14; Purgatorio. XVIII, 73; Paraiso, V, 19. Más elocuente aún es la gran palabra del canto XXXI: «Tu m’hai di servo tratto a libertate.» (Paraiso, 85) —«Tu me has traído de siervo a libertad.»


En Nueve ensayos dantescos (1982)
Buenos Aires, Espasa Calpe, 1982
Foto s-d: Borges recibe una rosa de oro en la Universidad de Palermo, Sicilia (1984) 

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