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20/12/17

Jorge Luis Borges: Examen de metáforas







Su principio
Los preceptistas Luis de Granada y Bernard Lamy se acuerdan en aseverar que el origen de la metáfora fue la indigencia del idioma. La traslación de los vocablos se inventó por pobreza y se frecuentó por gusto, arbitra el primero. La lengua más abundante se manifiesta alguna vez infructuosa y necesita de metáforas, corrobora el segundo.
Algún detenimiento metafísico reforzará impensadamente ambas afirmaciones. El mundo aparencial es un tropel de percepciones baraustadas. Una visión de cielo agreste, ese olor como de resignación que alientan los campos, la gustosa acrimonia del tabaco enardeciendo la garganta, el viento largo flagelando nuestro camino y la sumisa rectitud de un bastón ofreciéndose a nuestros dedos, caben aunados en cualquier conciencia, casi de golpe. El idioma es un ordenamiento eficaz de esa enigmática abundancia del mundo. Lo que nombramos sustantivo no es sino abreviatura de adjetivos y su falaz probabilidad, muchas veces. En lugar de contar frío, filoso, hiriente, inquebrantable, brillador, puntiagudo, enunciamos puñal; en sustitución de ausencia de sol y progresión de sombra, decimos que anochece. Nadie negará que esa nomenclatura es un grandioso alivio de nuestra cotidianidad. Pero su fin es tercamente práctico: es un prolijo mapa que nos orienta por las apariencias, es un santo y seña utilísimo que nuestra fantasía merecerá olvidar alguna vez. Para una consideración pensativa, nuestro lenguaje —quiero incluir en esta palabra todos los idiomas hablados— no es más que la realización de uno de tantos arreglamientos posibles. Sólo para el dualista son valederas su traza gramatical y sus distinciones. Ya para el idealista la antítesis entre la realidad del sustantivo y lo adjetivo de las cualidades no corrobora una esencial urgencia de su visión del ser: es una arbitrariedad que acepta a pesar suyo, como los jugadores en la ruleta aceptan el cero. Ninguna prohibición intelectual nos veda creer que allende nuestro lenguaje podrán surgir otros distintos que habrán de correlacionarse con él como el álgebra con la aritmética y las geometrías no euclidianas con la matemática antigua. Nuestro lenguaje, desde luego, es demasiadamente visivo y táctil. Las palabras abstractas (el vocabulario metafísico, por ejemplo) son una serie de balbucientes metáforas, mal desasidas de la corporeidad y donde acechan enconados prejuicios. Buscarle ausencias al idioma es como buscar espacio en el cielo. La inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza, el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles, la sencillez del primer farol albriciando el confiado anochecer, son emociones que con certeza de sufrimiento sentimos y que sólo son indicables en una torpe desviación de paráfrasis.
El lenguaje —gran fijación de la constancia humana en la fatal movilidad de las cosas— es la díscola forzosidad de todo escritor. Práctico, inliterario, mucho más apto para organizar que para conmover, no ha recabado aún su adecuación a la urgencia poética y necesita troquelarse en figuras.
Su inasistencia en la lírica popular
Esa apetencia de uniformidad justiciera que informa tantas opiniones, ha prejuzgado que la lírica popular no es menos numerosa de metáforas que la culta. Dos causas discernidas colaboran en esa especie: una esencial y la otra accidental. La esencial es la falsa oposición que establecieron los románticos entre la versificación académica, considerada con falsía como una ineficaz jactancia de trabas, y la espontaneidad del pueblo. Este contraste tiene la rareza de ser ficticio de ambos lados. En el academismo cabe mucho fervor, y buena prueba de ello es que a las épocas de docto rebuscar siguen las épocas barrocas. La imitación erudita es invariable prólogo de los afligimientos verbales.
La otra falacia estriba en suponer que toda copla popular es improvisación. Pocos versos habrá menos repentizados que esos cantares públicos que rebosantes de guitarra en guitarra, son rehechos por cada nuevo cantaor. De cada copla suelen convivir diversas lecciones, que ya no incluyen la primitiva tal vez. La causa accidental es el vistoso y llamativo prestigio que para los literatizados muestra la imagen. En la eventualidad de algunas coplas metafóricas, propaladas en demasía, se ha creído dar con el canon.
Yo afirmo la infrecuencia de metáforas en las coplas anónimas. Lo pruebo con los ocho mil cantares que recogió Rodríguez Marín y publicó en Sevilla el ochenta y tres.
Donde son turbamulta los testigos, no han de faltar muchísimos que me desmientan, pero llevo razón en lo esencial. Apartando muchas hipérboles que luego manifestaré, todas las traslaciones populares están en esas equivalencias sencillas que confunden la novia con la estrella, la niña con la flor, los labios y el clavel, la mudanza y la luna, la dureza y la piedra, el gozamiento de un querer y el viñedo. Claras imágenes ante cuya lisa evidencia es dócil todo corazón y cuyo inicial pecado de hallazgo fueron ungiendo y perdonando los siglos.
La poesía del pueblo, nada curiosa de comparaciones, se desquita en hipérboles altivas. Esto no es asombroso, pues hay una esencial desemejanza entre ambas figuras. La metáfora es una ligazón entre dos conceptos distintos: la hipérbole ya es la promesa del milagro. Con esperanza casi literal manifestó el salmista: Los ríos aplaudirán con la mano, y juntamente brincarán de gozo los montes delante del Señor. Con esa misma voluntad de magia, con ese ahínco milagroso, dicen los cantaores (obra citada, 2):
1599
Cuando mi niña ba a misa
la iglesia se resplandece;
hasta la yerba que pisa
si está seca, reberdese.
1513
El naranjo de tu patio
cuando te acercas a él
se desprende de las flores
y te las echa a los pies.
1389
Cuando b’andando
rosas y lirios ba derramando.
Grandiosa hipérbole, ya sin ahínco de alucinación, es esta que copio:
2775
Quisiera ser el sepulcro
donde te van a enterrar,
para tenerte abrazada
por toda la eternidad.
Quiero añadir alguna observación sobre la parcidad de metáforas en la poesía popular y el vocinglero alarde que hacen de ellas los literatos cultos. La aclaración es fácil. Al coplista plebeyo, constreñido por la costumbre no sólo a ciertos temas sino a un manejo tradicional de esos temas, no puede interesarle la metáfora nueva, cuyo efecto más inmediato es el azoramiento. Sorpresa y burla se le antojan sinónimos. Las anchas emociones primordiales —dolor de ausencia, regocijo de un amor contestado, ensalzamiento de la novia— son las únicas poetizables para su instinto. Le atañe lo sobresaliente que hay en toda aventura humana, no las parciales excepciones. Al literato le interesa su vida, su costumbre de vida en función de desemejanza con los existires ajenos.
El coplista versifica lo individual; el poeta culto, lo meramente personal. (Una psicología desaliñada suele confundir ambos términos, pero ellos son contrarios. Diré un ejemplo. La personalidad no colabora en el acto genésico, donde se manifiesta por entero la individualidad.)
Su ordenación
Allende la secuencia de traslaciones que ya legalizaron los preceptistas clásicos, he concertado la siguiente ordenanza que a pesar de ser incompleta es apta para evidenciar la poquedumbre de los elementos que componen la lírica.
a) La traslación que sustantiva los conceptos abstractos
Es artimaña de hombre sensitivo a quien lo aparencial y ajeno del mundo se le antoja más evidente que la propia conciencia de su yo. Ejemplos:
Palabras como remordimiento, gloria, cultura. La estrofa:
Mas nos llevan los rigore
como el pampero a la arena.
(Martín Fierro)
b) Su inversión: La imagen que sutiliza lo concreto
Es artimaña propia de insensuales y de meditabundos y es muy escasa aún.
Ejemplos:
Las hojas soñolientas y cansadas de sol.
(Lenau)

La estrofa:
Y palomas violetas salen como recuerdos
de las viejas paredes arrugadas y oscuras.
(Herrera y Reissig)
c) La imagen que aprovecha una coincidencia de formas
Es artimaña muy vistosa y traviesa, más eficaz para asombrar que para enternecer.
Ejemplos:
Los pájaros remando con las alas
(Virgilio)
La luna equiparada a un cero, a un girasol, a una jofaina, a un trompo, a una calavera, a un ovillo, a un semáforo, a una pantalla, a una moneda, a un globo, a un as de oros. (Lugones)
d) La imagen que amalgama lo auditivo con lo visual, pintarrajeando los sonidos o escuchando las formas
Es artimaña tan usual que toda erudición por indigente que sea puede ostentarse generosa en mostrarla. De paso, cabe recordar los dogmas que acerca del color de las vocales fueron propuestos por los simbolistas —tal vez en pos de incitaciones de asombro— y que tras de haber atareado la estupidez internacional de los doctos, fueron adjudicados al olvido.
Ejemplos:
Tacitum lumenluz callada
(Virgilio)
Voz pintada, canto alado
(Quevedo, a un pájaro canoro)
El esplendor sangriento que el día en alejándose lanza como una maldición
(Browning)
El horizonte se ha tendido
como un grito a lo largo de la tarde.
(Norah Lange)
e) La imagen que a la fugacidad del tiempo da la fijeza del espacio
Ejemplos:
Cuando su cabellera está dispuesta en tres oscuras trenzas, me parece mirar tres noches juntas
(Las 1001 Noches)
Una última noche, angosta como un lecho, leñosa, rectangular y húmeda.
(J. Becher)
f) La inversa: La metáfora que desata el espacio sobre el tiempo
Ejemplos:
El puente como un pájaro vuela encima del río.
(Hölderlin)
El acueducto, gran galope de piedra a través de los campos.
(Ramón)
Los arco iris saltan hípicamente el desierto.
(Guillermo de Torre)
g) La imagen que desmenuza una realidad, rebajándola en negación
Es artimaña predilecta de todos nuestros clásicos que abatieron a pura nadería la inestabilidad de las cosas.
Ejemplos:
Que pasados los siglos, horas fueron
(Calderón).
El hombre es nadería consciente de sí misma
(Julius Bahnsen)
h) La inversa: La artimaña que sustantiva negaciones
Ejemplos:
Por la oscura región de vuestro olvido
(Garcilaso)
Habla el silencio allí
(Cervantes)
…eran tantos ausentes en el café que a faltar una persona más, ya no cabe…
(Macedonio Fernández)
i) La imagen que para engrandecer una cosa aislada la multiplica en numerosidad
Conviene recordar aquí el pluralis maiestaticus de los teólogos y la hechura plural del nombre Elohim que adjudica a Dios la Escritura. Plural es asimismo la voz behemoth que en el libro de Job es la designación de un monstruo temible.
Ejemplos:
Me arremetió el tropel de un borracho bostezador de bodegas
(Torres Villarroel)
Toda la charra multitud de un ocaso
(J. L. B.)

Pero es inútil proseguir esta labor clasificatoria comparable a un diseño sobre papel cuadriculado. Ya he desentrañado bastantes imágenes para que sea posible y casi segura la suposición de que cada una de ellas es referible a un arquetipo, del cual pueden deducirse a su vez pluralizados ejemplos, tan bellos como el inicial.
Hay libros que son como un señalamiento de la enteriza posibilidad metafórica de un alma o de un estilo. En castellano deben señalarse como vivas almácigas de tropos los sonetos de Góngora; la Hora de todos, de Quevedo; los Peregrinos de piedra, de Herrera y Reissig; El divino fracaso, de Rafael Cansinos Assens, y el Lunario sentimental, de Lugones. Un ordenamiento que bastase para la intelección total de las metáforas que cualquier libro de los antedichos incluye sería —tal vez— aplicable a toda la lírica, y su escritura no ofrecería grandes trabas. Tal sistema sólo parecerá imposible a quienes niegan el infinito poder arreglador de nuestra inteligencia. A Eugenio Montes le regalo esta geométrica soñación.


En Inquisiciones (1925)
Foto: Captura de Tiempos modernosentrevista realizada 
a Jorge Luis Borges en 1985, por el canal español RTVE


12/11/17

Jorge Luis Borges: La encrucijada de Berkeley






En un escrito anterior intitulado La nadería de la personalidad, he desplegado en muchas de sus derivaciones el idéntico pensamiento cuya explicación es el objeto y fin de estas líneas. Pero aquel escrito, demasiadamente mortificado de literatura, no es otra que una serie de sugestiones y ejemplos, enfilados sin continuidad argumental. Para enmendar esa lacra he determinado exponer, en los renglones que siguen, la hipótesis que me movió a emprender su escritura. De esta manera, situándose el lector conmigo en el manantial mismo de mi pensar, palpando mano a mano las dificultades según vayan surgiendo y resbalando la meditación en brioso desembarazo por un solo arcaduz, emprenderemos juntos esa eterna aventura que es el problema metafísico.

Fue mi acicate el idealismo de Berkeley. Para solaz de aquellos lectores en cuyo recuerdo no surja con macizo relieve la especulación susodicha, ora por el cuantioso tiempo transcurrido desde que algún profesor la señaló a su indiferencia, zahiriéndola con descreimiento, ora —desmemoria aun más disculpable— por no haberla jamás frecuentado, conviene recapitular en breves palabras lo sustancial de esa doctrina.
Esse rerum est percipi: la perceptibilidad es el ser de las cosas: sólo existen las cosas en cuanto son advertidas: sobre esa perogrullada genial estriba y se encumbra la ilustre fábrica del sistema de Berkeley, con esa escasa fórmula conjura los embustes del dualismo y nos descubre que la realidad no es un acertijo lejano, huraño y trabajosamente descifrable, sino una cercanía íntima, fácil y de todos lados abierta. Escudriñemos los pormenores de su argumentación.
Elijamos cualquier idea concreta: poned por caso la que la palabra higuera designa. Claro está que el concepto así rotulado no es otra cosa sino una abreviatura de muchas y diversas percepciones: para nuestros ojos la higuera es un tronco apocado y retorcido que hacia arriba se explaya en clara hojarasca; para nuestras manos es la dureza redondeada del leño y lo áspero de las hojas; para nuestro paladar sólo existe el sabor codiciable de la fruta. Hay además las percepciones de olfacción y auditiva que dejo adredemente de lado por no enmarañar en demasía el asunto, mas que tampoco es dable olvidar.
Todas ellas, afirma el hombre ametafísico, son diferentes cualidades del árbol. Pero si ahondamos en este aserto sencillo, nos espantará la multitud de neblinas y de contradicciones que encubre.
Así, mientras cualquiera admite que el verdor no es una cualidad esencial de la higuera, ya que al anochecer caduca su brillo, amarillecen las hojas y el tronco vuélvese renegrido y oscuro, todos concuerdan en aseverar que la convexidad y el volumen son realidades íntimas del árbol. En lo que al gusto atañe, se trastrueca un poco el asunto. Nadie pretende que el sabor de una fruta no ha menester nuestro paladar para existir en su entereza máxima. De distinción en distinción, nos acercamos al dualismo hoy amparado por la física, componenda que según la certera definición del hegeliano inglés Francis Bradley estriba en considerar algunas cualidades como sustantivos de la realidad y otras como adjetivos.
Por regla general, sólo se adjudica sustantividad a la extensión, y en cuanto a las demás cualidades, color, gusto y sonido, se las considera enclavadas en un terreno fronterizo entre el espíritu y la materia, universo intermedio o aledaño que forjan, en colaboración continua y secreta, la realidad espacial y nuestros órganos perceptivos. Esa conjetura adolece de faltas gravísimas. La desnuda extensión monda y lironda que según los dualistas y materialistas compone la esencia del mundo, es una inútil nadería, ciega, vana, sin forma, sin tamaño, ajena de blandura y de dureza, una abstracción que nadie logra imaginar. El hecho de concederle sustantividad es un desesperado recurso del prejuicio antimetafísico que no se aviene a negar del todo la realidad esencial del mundo externo y se acoge a la componenda de arrojarle una limosna verbal: hipocresía comparable al concepto de los átomos, sólo ideados como defensa contra la idea de la divisibilidad inacabable.
Berkeley, en decisiva argumentación, arranca el mal de raíz:
Cualquiera admite, escribió, que ni nuestros pensamientos ni nuestras pasiones ni las ideas formadas por nuestra imaginación existen sin la mente. No es menos cierto a mi entender que las diversas sensaciones o ideas que afectan los sentidos, de cualquier modo que se mezclen (vale decir, cualesquiera objetos que formen) sólo pueden subsistir en una mente que las advierta…
Afirmo que la mesa sobre la cual estoy escribiendo, existe; esto es, la miro y la palpo. Si estando fuera de mi gabinete afirmo lo mismo, quiero indicar por ello que si me hallara aquí la advertiría o que la advierte algún otro espíritu. En cuanto a lo que se vocea sobre la existencia de cosas no presentes, sin relación al hecho de si son o no percibidas, confieso no entenderlo. La perceptibilidad es el ser de las cosas, o imposible es que existan fuera de las mentes que las perciben.
Y en otro lugar escribe previniendo objeciones:
Mas, me diréis, nada es tan fácil para mí como imaginar una arboleda en un prado o libros en una biblioteca, y nadie cercano para advertirlos. En efecto, no hay dificultad alguna en ello. ¿Pero qué es tal cosa, os pregunto, sino formar en vuestra mente ciertas ideas que llamáis árboles y libros, y al mismo tiempo no formar la idea de alguien que los percibe? ¿Y mientras tanto, no los advertís o no pensáis en ellos vosotros mismos?
Y ensanchando su idea:
Verdades hay tan cercanas y tan palmarias que bástale a un hombre abrir los ojos para verlas. Una de ellas es la importante verdad: Todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra —los cuerpos todos que componen la poderosa fábrica del mundo— no tienen subsistencia allende las mentes; su ser estriba en que los noten y mientras yo no los advierta o no se hallen en mi alma o en la de algún otro espíritu creado, hay dos alternativas: o carecen de todo vivir o subsisten en la mente de algún espíritu eterno.
Los anteriores renglones los escribió Berkeley el filósofo, salvo el renglón final donde asoma Berkeley el obispo. La demarcación mucho importa, pues si Berkeley en ejercicio de hombre pensante podía desmenuzar el universo a su antojo, tal desahogo era insufrible a su calidad de serio prelado, versado en teología e implacable en la certidumbre de abarcar por entero la verdad. Dios le sirvió a manera de argamasa para empalmar los trozos dispersos del mundo o, con más propiedad, hizo de nexo para las cuentas desparramadas de las diversas percepciones e ideas. Esto lo declaró Berkeley afirmando que la enrevesada totalidad de la vida no es sino un desfile de ideas por la conciencia de Dios y que cuanto nuestros sentidos advierten es una escasa vislumbre de la universal visión que se despliega ante su alma. Según este concepto, Dios no es hacedor de las cosas; es más bien un meditador de la vida o un inmortal y ubicuo espectador del vivir. Su eterna vigilancia impide que el universo se aniquile y resurja a capricho de atenciones individuales, y además presta firmeza y grave prestigio a todo el sistema. (Olvida Berkeley que una vez igualados la cognición y el ser, las cosas en cuanto existencias autónomas cesan de hecho y sólo traslaticiamente cabe decir que se aniquilan y resurgen.)
Alejándome de tan solemnes argucias, más aptas para ser dichas que para ser comprendidas, quiero mostrar dónde se esconde la falacia raigal de la doctrina de Berkeley, conformando al espíritu la idéntica argumentación que él endereza a la materia.
Berkeley afirma: Sólo existen las cosas en cuanto se fija en ellas la mente. Lícito es responderle: Sí, pero sólo existe la mente como perceptiva y meditadora de cosas. De esta manera queda desbaratada, no sólo la unidad del mundo externo, sino la espiritual. El objeto caduca, y juntamente el sujeto. Ambos enormes sustantivos, espíritu y materia, se desvanecen a un tiempo y la vida se vuelve un enmarañado tropel de situaciones de ánimo, un ensueño sin soñador. No hay que dolerse de la confusión que trae consigo esta doctrina, pues ella únicamente atañe al imaginario conjunto de todos los instantes del vivir, dejando en paz el orden y el rigor de cada uno de ellos y aun de pequeños agolpamientos parciales. Lo que sí vuélvese humo son las grandes continuidades metafísicas: el yo, el espacio, el tiempo… En efecto, si la ajena advertencia determina el ser de las cosas, si éstas no pueden subsistir sino en alguna mente que las piense o tenga noticias de ellas, ¿qué decir, por ejemplo, de la sucesión de placenteros, ecuánimes y dolorosos sentires cuyo eslabonamiento forma mi vida? ¿Dónde está mi vida pretérita? Pensad en la flaqueza de la memoria y aceptaréis fuera de duda que no está en mí. Yo estoy limitado a este vertiginoso presente y es inadmisible que puedan caber en su ínfima estrechez las pavorosas millaradas de los demás instantes sueltos. Si no queréis apelar al milagro e invocar en pro de vuestro agredido afán de unidad el enigmático socorro de un Dios omnipotente que abraza y atraviesa cuanto sucede como una luz al traspasar un cristal, convendréis conmigo en la absoluta nadería de esas anchurosas palabras: Yo, Espacio, Tiempo…
Para defender la primera, de nada os valdrá el famoso baluarte del cogito, ergo sum. Pienso, luego soy. Si ese latín significara: Pienso, luego existe un pensar —única conclusión que acarrea lógicamente la premisa— su verdad sería tan incontrovertible como inútil. Empleado para significar Pienso, luego hay un pensador, es exacto en el sentido de que toda actividad supone un sujeto y mentiroso en las ideas de individuación y continuidad que sugiere. La trampa está en el verbo ser, que según dijo Schopenhauer es meramente el nexo que junta en toda proposición el sujeto y el predicado. Pero quitad ambos términos y os queda una palabra desfondada, un sonido.[*]
Y pues de objeciones hablamos, quiero contrariar las que Spencer, en sus preclaros Principies of Psychology (volumen segundo, página 505 II), opone a la doctrina idealista. Arguye Spencer:
De la afirmación que dice no haber existencia alguna allende la conciencia, resulta implícitamente que esta última es de extensión ilimitada. Pues un límite que la conciencia no puede atravesar admite una existencia que impide el límite; y ésta, o se encuentra allende la conciencia, lo cual es contrario a la hipótesis, o es distinta encontrándose dentro de ella, lo cual es también contrario a la hipótesis. Algo que reduce la conciencia a una esfera determinada, sea ésta interna o externa, ha de ser diferente de la conciencia —ha de ser coexistente, suposición que contradice la hipótesis—. La conciencia, pues, siendo ilimitada en su esfera, es infinita en el espacio.
En lo anterior hay varias falacias. Razonar que la suposición de que no existe nada allende la conciencia la obliga a ser ilimitada es como argüir que tengo en el bolsillo un capital infinito, ya que todo él está hecho de centavos. Más allá de la conciencia no hay nada, equivale a decir: Cuanto acontece es de orden espiritual; una cuestión de calidad que no afecta en lo más mínimo la cantidad de sucesos cuyo enfilamiento forma el vivir.
En cuanto a la frase concluyente, es incomprensible. El espacio, según los idealistas, no existe en sí: es un fenómeno mental, como el dolor, el miedo y la visión, y siendo parte de la conciencia no puede en sentido alguno decirse que ésta hállase enclavada en él.
Prosigue Spencer:
Otra resultante es la infinitud de la conciencia en el tiempo. Concebir un límite a la conciencia en el pasado es concebir que antecediendo este límite hubo alguna otra existencia en el momento cuando aquélla empezó, lo cual es contrario a la hipótesis.
A lo cual puede contestarse apuntando que la tal infinitud de tiempo no abarca necesariamente una dilatadísima duración. Suponed, con algunos afilosofados, que sólo existe un sujeto y que todo cuanto sucede no es sino una visión desplegándose ante su alma. El tiempo duraría lo que durara la visión, que nada nos impide imaginar como muy breve. No habría tiempo anterior a la iniciación del soñar ni posterior a su fin, pues el tiempo es un hecho intelectual y objetivamente no existe. Tendríamos así una eternidad que abarcaría todo el tiempo posible y sin embargo cabría en muy escasos segundos. También los teólogos hubieron de traducir la eternidad de Dios en una duración sin principio ni fin, sin vicisitudes ni cambio, en un presente puro. Concluye Spencer:
Faltando ajenos existires que podrían limitarla en el tiempo o en el espacio, la conciencia debe ser incondicional y absoluta. Todo en ella es autodeterminado; la continuación de un dolor, la cesación de un placer, obedecen únicamente a condiciones impuestas por la misma conciencia.
El artificio de tal argumentación descansa en el sentido instrumental, personal, casi podríamos decir mitológico, que Spencer introduce en la palabra conciencia, proceder que nada justifica…
Y con esto doy fin a mi alegato. En lo atañente a negar la existencia autónoma de las cosas visibles y palpables, fácil es avenirse a ello pensando: La Realidad es como esa imagen nuestra que surge en todos los espejos, simulacro que por nosotros existe, que con nosotros viene, gesticula y se va, pero en cuya busca basta ir, para dar siempre con él.



[*] En el curso de metafísica compuesto por don José Campillo y Rodríguez, se afirma que la sentenciosa argumentación del cogito, ergo sum no es sino abreviatura de una idea que el médico medinés Gómez Pereira publicó en mil quinientos cincuenta y cuatro. La anticipada paráfrasis del castellano reza de esta manera: Nosco me aliquid noseere: at quidquid noscit, est: ergo ego sum. Yo sé que algo conozco y todo lo que conoce, es; luego yo soy.
He leído también —en una antigua Vie de Monsieur Descartes, publicada en París en los años de mil seiscientos noventa y uno y de la que sólo poseo el segundo volumen desparejado y sin nombre de autor— que era empeño de muchos el acusar a Descartes de haber sacado su especulación sobre la mecanicidad de las bestias, del libro Antoniana Margarita del suso mentado Gómez Pereira. Este libro es el mismo que incluye la anterior fórmula.


En Inquisiciones (1925)
Imagen: George Berkeley by John Smibert (1730) Vía


5/10/17

Jorge Luis Borges: Después de las imágenes







Con el ambicioso gesto de un hombre que ante la generosidad vernal de los astros, demandase una estrella más y, oscuro entre la noche clara, exigiese que las constelaciones desbarataran su incorruptible destino y renovaran su ardimiento en signos no mirados de la contemplación antigua de navegantes y pastores, yo hice sonora mi garganta una vez, ante el incorregible cielo del arte, solicitando nos fuese fácil el don de añadirle imprevistas luminarias y de trenzar en asombrosas coronas las estrellas perennes. ¡Qué taciturno estaba Buenos Aires, entonces! De su dura grandeza, dos veces millonaria de almas posibles, no se elevaba el surtidor piadoso de una sola estrofa veraz y en las seis penas de cualquier guitarra cabía más proximidad de poesía que en la ficción de cuantos simulacros de Rubén o de Luis Carlos López infestaban las prensas.
La juventud era dispersa en la sombra y cada cual juzgábase solo. Éramos semejantes al enamorado que afirma que su pecho es el único enorgullecido de amor y a la encendida rama sobre la cual pesa septiembre y que no sabe de las alamedas en fiesta. Con orgullo creíamos en nuestra soledad ficticia de dioses o de islas florecidas y excepcionales en la infecundidad del mar y sentíamos ascender a las playas de nuestros corazones la belleza urgente del mundo, innumerablemente rogando que la fijásemos en versos. Los novilunios, las verjas, el color blando del suburbio, los claros rostros de las niñas, eran para nosotros una obligación de hermosura y un llamamiento a ejecutivas audacias. Dimos con la metáfora, esa acequia sonora que nuestros caminos no olvidarán y cuyas aguas han dejado en nuestra escritura su indicio, no sé si comparable al signo rojo que declaró los elegidos al Ángel o a la señal celeste que era promesa de perdición en las casas, que condenaba la Mazorca. Dimos con ella y fue el conjuro mediante el cual desordenamos el universo rígido. Para el creyente, las cosas son realización del verbo de Dios —primero fue nombrada la luz y luego resplandeció sobre el mundo—; para el positivista, son fatalidades de un engranaje. La metáfora, vinculando cosas lejanas, quiebra esa doble rigidez. La fatigamos largamente y nuestras vigilias fueron asiduas sobre su lanzadera que suspendió hebras de colores de horizonte a horizonte. Hoy es fácil en cualquier pluma y su brillo —astro de epifanías interiores, mirada nuestra— es numeroso en los espejos. Pero no quiero que descansemos en ella y ojalá nuestro arte olvidándola pueda zarpar a intactos mares, como zarpa la noche aventurera de las playas del día. Deseo que este ahínco pese como una aureola sobre las cabezas de todos y he de manifestarlo en palabras.
La imagen es hechicería. Transformar una hoguera en tempestad, según hizo Milton, es operación de hechicero. Trastrocar la luna en un pez, en una burbuja, en una cometa —como Rossetti lo hizo, equivocándose antes que Lugones— es menor travesura. Hay alguien superior al travieso y al hechicero. Hablo del semidiós, del ángel, por cuyas obras cambia el mundo. Añadir provincias al Ser, alucinar ciudades y espacios de la conjunta realidad, es aventura heroica. Buenos Aires no ha recabado su inmortalización poética. En la pampa, un gaucho y el diablo payaron juntos; en Buenos Aires no ha sucedido aún nada y no acredita su grandeza ni un símbolo ni una asombrosa fábula ni siquiera un destino individual equiparable al Martín Fierro. Ignoro si una voluntad divina se realiza en el mundo, pero si existe fueron pensados en Ella el almacén rosado y esta primavera tupida y el gasómetro rojo. (¡Qué gran tambor de Juicios Finales ese último!) Quiero memorar dos intentos de fabulización: uno el poema que entrelazan los tangos —totalidad precaria, ruin, que contradice el pueblo en parodias y que no sabe de otros personajes que el compadrito nostálgico, ni de otras incidencias que la prostitución—, otro genial y soslayado Recienvenido de Macedonio Fernández.
Una ilustración última. Ya no basta decir, a fuer de todos los poetas, que los espejos se asemejan a un agua. Tampoco basta dar por absoluta esa hipótesis y suponer, como cualquier Huidobro, que de los espejos sopla frescura o que los pájaros sedientos los beben y queda hueco el marco. Hemos de rebasar tales juegos. Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de una mente: hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste en su ilusorio país (donde hay figuraciones y colores, pero regidos de inmovible silencio) y que siente el bochorno de no ser más que un simulacro que obliteran las noches y que las vislumbres permiten.



En Inquisiciones (1925)
Foto captura: documental Los paseos con Borges [1975-1976]

21/9/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a Norah Lange, «La calle de la tarde»







Las noches y los días de Norah Lange son remansados y lucientes en una quinta que no demarcaré con mentirosa precisión topográfica y de la que me basta señalar que está en la hondura de la tarde, junto a esas calles grandes con las cuales es piadoso el último sol y en que el apagado ladrillo de las altas aceras es un trasunto del poniente cuya luz es como una fiesta pobre para los terrenos finales. En esos aledaños conocí a Norah, preclara por el doble resplandor de sus crenchas y de su altiva juventud, leve sobre la tierra. Leve y altiva y fervorosa como bandera que se cumple en el viento, era también su alma. En ese tibio ayer, que tres años prolijos no han empañado, amanecía el ultraísmo en tierras de América y su voluntad de renuevo que fue traviesa y novelera en Sevilla, resonó fiel y apasionada en nosotros. Aquélla fue la época de Prisma, la hoja mural que dio a las ciegas paredes y a las hornacinas baldías una videncia transitoria y cuya claridad sobre las casas era ventana abierta frente a la resignada costumbre, y de Proa, cuyas tres hojas se dejaban abrir como ese triple espejo que hace movediza y variada la inmóvil gracia del rostro que refleja. Para nuestro sentir los versos contemporáneos eran inútiles como incantaciones gastadas y nos urgía la ambición de una lírica nueva. Hartos estábamos de la insolencia de palabras y de la musical imprecisión que los poetas del 900 amaron y solicitamos un arte impar y eficaz en que la hermosura fuese innegable como la alacridad que el mes de octubre insta en la carne y en la tierra. Ejercimos la imagen, la sentencia, el epíteto, rápidamente compendiosos. Y en esa iniciación advino a nuestra fraternidad Norah Lange y escuchamos sus versos, conmovedores como latidos, y vimos que su voz era semejante a un arco que lograba siempre la pieza y que la pieza era una estrella. ¡Cuánta limpia eficacia en esos versos de chica de quince años! En ellos resplandecen dos distinciones: cronológica y propia de nuestro tiempo la una y misteriosamente individual la segunda. La primera es la noble prodigalidad de metáforas que ilustra las estancias y cuyo encuentro de afinidades imprevisibles justifica la evocación de las grandes fiestas de imágenes que hay en la prosa de Cansinos Assens y la de los escaldas medievales —¿no es Norah, acaso, de raigambre noruega?— que apodaban a los navíos potros del mar y a la sangre, agua de la espada. La segunda es la parvedad de cada poesía, parvedad justa y esencial cuya estirpe más fácil está en las coplas que han brotado a la vera de la guitarra antigua y resurgen hoy junto al pozo, también oscuro y fresco y dolorido, de la guitarra patria.
El tema es el amor: la expectativa ahondada del sentir que hace de nuestras almas cosas desgarradas y ansiosas, como los dardos en el aire, ávidos de su herida. Ese anhelo inicial informa en ella las visiones del mundo y le hace traducir el horizonte en grito alargado y la noche en plegaria y la sucesión de días claros en un rosario lento. Tropos que he sopesado en mi soledad, por caminatas y sosiego, y que me parecen verídicos.
Con enhiesta esperanza, con generosidad de lejanías, con arcilla frágil de ocasos, ha modelado Norah este libro. Quiero que mis palabras encareciéndola sean como las hogueras de cedro que alegraban en una fiesta bíblica las atentas colinas y que presagiaban a los hombres la luna nueva.


Norah Lange: La calle de la tarde. Prólogo de J. L. B. Buenos Aires, Ediciones J. Samet, 1925
Incluido en Inquisiciones (1925) Luego en Prólogo, con un prólogo de prólogos (1975)
Luego antologado en Miscelánea

Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011


Imagen: Foto de Norah Lange (s/f) dedicada a JLB Vía


4/10/16

Jorge Luis Borges: La traducción de un incidente






La amistad une; también el odio sabe juntar. Dos nombres hermanados por una fraternidad belicosa como de espadas que en ardimiento de contienda se cruzan son los de Gómez de la Serna y Rafael Cansinos Assens. La discordia eterna del arte se ha incorporado en esos adversarios tácitos y entrañalmente opuestos: en el madrileño tupido, espeso y carnal que sumergido en la realidad —en esa enconadísima dureza que nombran realidad los castellanos— quiere desamarrarse de ella mediante pormenores, grabazones y voluntariosos caprichos y en el andaluz, alto como una llamarada de amotinada hoguera e inhábil en el ademán como un árbol, cuyas palabras lentas y eficaces oyen siempre la pena.
Entre ambos hombres y mejor aún entre ambos espíritus, vaciló durante algún tiempo la mocedad literalizada de España. En la ajustada y casi carcelaria botillería de Pombo estableció Gómez de la Serna su conventículo, en tanto el sevillano juntó a los suyos en el Colonial, café de espejos abismáticos que lejos de deformar la vida, la aceptan y repiten y comentan con insistencias generosas de salmo. Ambas reuniones se realizaban el sábado, ya superada la ritual media noche: circunstancia propicia al fervor y a las divagaciones y achacable no a prestigio alguno de hechicería sino a la gran costumbre nocharniega del vivir español y a la provechosa y aprovechada ociosidad del consecutivo domingo. Ambas tertulias eran privativas; quien frecuentaba la una era exclaustrado religiosamente de la contraria y sólo el admirable Eugenio Montes logró, mediante una destreza intelectual que fue voceado escándalo entre sus compañeros, alternar su discutidora presencia en ambas banderías. Yo milité en la de Cansinos y aún perdura en mí la añoranza de la sabática reunión y de los corazones hoy sueltos cuya vigilia de poesía era unánime frente a la enredada ciudad, que arreciaba como una fuerte lluvia en los cristales del café. Advertirá el lector que están situados en el pasado los verbos y con ello quiero indicar que se ha desbaratado ya esa disputa, vehementísima hace cuatro o cinco años. La indiferencia no ha rematado esa rivalidad. Las travesuras leves abaten las austeras lamentaciones; la greguería ha quebrantado el salmo y los paladeadores de apasionadas imágenes que fervorizaban antaño junto a la sombra luminosa de Cansinos Assens, hoy aventuran chascarrillos en Pombo. A las veladas y a la orientación de Cansinos —ya de hombres graves que el desengaño hizo ribereños del arte— no acuden otros jóvenes que yo, regresado eventual a quienes esconderán mañana las leguas. Tal es el incidente; veamos luego la significación que éste implica.
Antes, quiero adelantar una salvedad. No es intención de estos renglones el comparar, en menoscabo de cualquiera de ellos, las personalidades verdaderas de los dos escritores. Son dos países muy distintos y enmarañados que distan un incaminado trecho el uno del otro, tan bravamente incomparables como lo pueden ser, por ejemplo, la perfección de dejadez y huraño vivir que en todo arrabal porteño me agrada y la nerviosa perfección de codicia que alborota las calles céntricas. Yo sé muy bien que Gómez de la Serna es trágico en ese duro forcejear con su índole reseca de castellano y en esa voluntad de fantasía que inflige a su visión. (Ramón, queriendo hacer labor fantástica, ha realizado la autobiografía de nosotros todos). Yo sé que en la rebusca de metáforas que a Cansinos suele atarear, hay sospechas de juego. Pero la igualación del escritor madrileño a la travesura y del sevillano a la trágica seriedad permanece incólume, pues corrobora la significación banderiza que en ellos ve la juventud y que rige su preferencia.
En eso está lo sintomático. La literatura europea se desustancia en algaradas inútiles. No cunde ni esa dicción de la verdad personal en formas prefijadas que constituye el clasicismo, ni esa vehemencia espiritual que informa lo barroco. Cunden la dispersión y el ser un leve asustador del leyente. En la lírica de Inglaterra medra la lastimera imagen visiva; en Francia todos aseveran —¡cuitados!— que hay mejor agudeza de sentir en cualquier Cocteau que en Mauriac; en Alemania se ha estancado el dolor en palabras grandiosamente vanas y en simulacros bíblicos. Pero también allí gesticula el arte de sorpresa, el desmenuzado, y los escribidores del grupo Sturm hacen de la poesía empecinado juego de palabras y de semejanza de sílabas. España, contradiciendo su historia y codiciosa de afirmarse europea, arbitra que está muy bien todo ello.
No hablaré de culturas que se pierden. La constancia de vida, la duradera continuidad de la vida, es una certidumbre de arte. Aunque las apariencias caduquen y se transformen como la luna, siempre perdurará una esencia poética. La realidad poética puede caber en una copla lo mismo que en un verso virgiliano. También en formas dialectales, en asperezas de jerigonza de cárcel, en lenguajes aun indecisos, puede caber.
Europa nos ha dado sus clásicos, que asimismo son de nosotros. Grandioso y manirroto es el don; no sé si podemos pedirle más. Creo que nuestros poetas no deben acallar la esencia de anhelar de su alma y la dolorida y gustosísima tierra criolla donde discurren sus días. Creo que deberían nuestros versos tener sabor de patria, como guitarra que sabe a soledades y a campo y a poniente detrás de un trebolar.




En Inquisiciones (1925)
Foto: Borges tocca una scultura alla Galleria Nazionale, Palermo, Sicilia  
© Ferdinando Scianna / Magnum Photos, 1984


17/11/15

Jorge Luis Borges: La nadería de la personalidad







Intencionario

Quiero abatir la excepcional preeminencia que hoy suele adjudicarse al yo: empeño a cuya realización me espolea una certidumbre firmísima, y no el capricho de ejecutar una zalagarda ideológica o atolondrada travesura del intelecto. Pienso probar que la personalidad es una trasoñación, consentida por el engreimiento y el hábito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal. Quiero aplicar, por ende, a la literatura las consecuencia dimanantes de esas premisas, y levantar sobre ellas una estética, hostil al psicologismo que nos dejó el siglo pasado, afecta a los clásicos y empero alentadora de las más díscolas tendencias de hoy. 

Derrotero

He advertido que en general la aquiescencia concedida por el hombre en situación de leyente a un riguroso eslabonamiento dialéctico, no es más que una holgazana incapacidad para tantear las pruebas que el escritor aduce y una borrosa confianza en la honradez del mismo. 

Pero una vez cerrado el volumen y dispersada la lectura, apenas queda en su memoria una síntesis más o menos arbitraria del conjunto leído. Para evitar desventaja tan señalada, desecharé en los párrafos que siguen toda severa urdimbre lógica y hacinaré los ejemplos. 

No hay tal yo de conjunto. Cualquier actualidad de la vida es enteriza y suficiente. ¿Eres tú acaso al sopesar estas inquietudes algo más que una indiferencia resbalante sobre la argumentación que señalo, o un juicio acerca de las opiniones que muestro? 

Yo, al escribirlas, sólo soy una certidumbre que inquiere las palabras más aptas para persuadir tu atención. Ese propósito y algunas sensaciones musculares y la visión de límpida enramada que ponen frente a mi ventana los árboles, construyen mi yo actual. 

Fuera vanidad suponer que ese agregado psíquico ha menester asirse a un yo para gozar de validez absoluta, a ese conjetural Jorge Luis Borges en cuya lengua cupo tanto sofisma y en cuyos solitarios paseos los tardeceres del suburbio son gratos. 

No hay tal yo de conjunto. Equivócase quien define la identidad personal como la posesión privativa de algún erario de recuerdos. Quien tal afirma, abusa del símbolo que plasma la memoria en figura de duradera y palpable troj o almacén, cuando no es sino el nombre mediante el cual indicamos que entre la innumerabilidad de todos los estados de conciencia, muchos acontecen de nuevo en forma borrosa. Además, si arraiga la personalidad en el recuerdo, ¿a qué tenencia pretender sobre los instantes cumplidos que, por cotidianos o añejos, no estamparon en nosotros una grabazón perdurable? Apilados en años, yacen inaccesibles a nuestra anhelante codicia. Y esa decantada memoria a cuyo fallo hacéis apelación, ¿evidencia alguna vez toda su plenitud de pasado? ¿Vive acaso en verdad? Engáñanse también quienes como los sensualistas, conciben tu personalidad como adición de tus estados de ánimo enfilados. Bien examinada, su fórmula no es más que un vergonzante rodeo que socava el propio basamento que construye; ácido apurador de sí mismo; palabrero embeleco y contradicción trabajosa. 

Nadie pretenderá que en el vistazo con el cual abarcamos toda una noche límpida, esté prefigurado el número exacto de las estrellas que hay en ella.

Nadie, meditándolo, aceptará que en la conjetural y nunca realizada ni realizable suma de diferentes situaciones de ánimo, pueda estribar el yo. Lo que no se lleva a cabo no existe, y el eslabonamiento de los hechos en sucesión temporal no los refiere a un orden absoluto. Yerran también quienes suponen que la negación de la personalidad que con ahínco tan pertinaz voy urgiendo, desmiente esa certeza de ser una cosa aislada, individualizada y distinta que cada cual siente en las honduras de su alma. Yo no niego esa conciencia de ser, ni esa seguridad inmediata del aquí estoy yo que alienta en nosotros. Lo que sí niego es que las demás convicciones deban ajustarse a la consabida antítesis entre el yo y el no yo, y que ésta sea constante. La sensación de frío y de espaciada y grata soltura que está en mí al atravesar el zaguán y adelantarme por la casi oscuridad callejera, no es una añadidura a un yo preexistente ni un suceso que trae apareado el otro suceso de un yo continuo y riguroso.

Además, aunque anduviesen desacertadas las anteriores razones, no daría yo mi brazo a torcer, ya que tu convencimiento de ser una individualidad es en un todo idéntico al mío y al de cualquier espécimen humano, y no hay manera de apartarlos.

No hay tal yo de conjunto. Basta caminar algún trecho por la implacable rigidez que los espejos del pasado nos abren, para sentirnos forasteros y azorarnos cándidamente de nuestras jornadas antiguas. No hay en ellas comunidad de intenciones, ni un mismo viento las empuja. Lo han declarado así aquellos hombres que escudriñaron con verdad los calendarios de que fue descartándolos el tiempo. Unos, botarates como cohetes, se vanaglorian de tan entreverada confusión y dicen que la disparidad es riqueza; otros, lejos de encaramar el desorden, deploran lo desigual de sus días y anhelan la popular lisura. Copiaré dos ejemplos. El primero lleva por fecha el año 1531 y es el epígrafe del libro De Incertitudine et Vanitate Scientiarum que en las desengañadas postrimerías de su vida compuso el cabalista y astrólogo Agrippa de Nettesheim. Dice de esta manera:

Entre los dioses, sacuden a todos las befas de Momo. 
Entre los héroes, Hércules da caza a todos los monstruos. 
Entre los demonios, el Rey del Infierno, Plutón, oprime todas las sombras. 
Mientras Heráclito ante todo llora. Nada sabe de nada Pirrón. 
Y de saberlo todo se glorifica Aristóteles. 
Despreciador de lo mundanal es Diógenes. 
A nada de esto, yo Agrippa, soy ajeno. 
Desprecio, sé, no sé, persigo, río, tiranizo, me quejo.
Soy filósofo, dios, héroe, demonio y el universo entero.

La atestiguación segunda la saco del tercer trozo de la Vida e historia de Torres Villarroel. Este sistematizador de Quevedo, docto en estrellería, dueño y señor de todas las palabras, avezado al manejo de las más gritonas figuras, quiso también definirse, y palpó su fundamental incongruencia; vio que era semejante a los otros, vale decir, que no era nadie, o que era apenas una algarada confusa, persistiendo en el tiempo y fatigándose en el espacio. Escribió así: 

Yo tengo ira, miedo, piedad, alegría, tristeza, codicia, largueza, furia, mansedumbre y todos los buenos y malos afectos y loables y reprehensibles ejercicios que se puedan encontrar en todos los hombres juntos o separados. Yo he probado todos los vicios y todas las virtudes, y en un mismo día me siento con inclinación a llorar y a reír, a dar y a retener, a holgar y a padecer, y siempre ignoro la causa y el impulso destas contrariedades. A esta alternativa de movimientos contrarios, he oído llamar locura; y si lo es, todos somos locos, grado más o menos, porque en todos he advertido esta impensada y repetida alteración.

No hay tal yo de conjunto. Allende toda posibilidad de sentenciosa tahurería, he tocado con mi emoción ese desengaño en trance de separarme de un compañero. Retornaba yo a Buenos Aires y dejábale a él en Mallorca. Entrambos comprendimos que salvo en esa cercanía mentirosa o distinta que hay en las cartas, no nos encontraríamos más. Aconteció lo que acontece en tales momentos. Sabíamos que aquel adiós iba a sobresalir en la memoria, y hasta hubo etapa en que intentamos adobarlo, con vehemente despliegue de opiniones para las añoranzas venideras. Lo actual iba alcanzando así todo el prestigio y toda la indeterminación del pasado... 

Pero encima de cualquier alarde egoísta, voceaba en mi pecho la voluntad de mostrar por entero mi alma al amigo. Hubiera querido desnudarme de ella y dejarla allí palpitante. Seguimos conversando y discutiendo, al borde del adiós, hasta que de golpe, con una insospechada firmeza de certidumbre, entendí ser nada esa personalidad que solemos tasar con tan incompatible exorbitancia. Ocurrióseme que nunca justificaría mi vida un instante pleno, absoluto, contenedor de los demás, que todos ellos serían etapas provisorias, aniquiladoras del pasado y encaradas al porvenir, y que fuera de lo episódico, de lo presente, de lo circunstancial, no éramos nadie. Y abominé de todo misteriosismo.

El siglo pasado, en sus manifestaciones estéticas, fue raigalmente subjetivo. Sus escritores antes propendieron a patentizar su personalidad que a levantar una obra; sentencia que también es aplicable a quienes hoy, en turba caudalosa y aplaudida, aprovechan los fáciles rescoldos de sus hogueras. Pero mi empeño no está en fustigar a unos ni a otros, sino en considerar la vía crucis por donde se encaminan fatalmente los idólatras de su yo. Ya hemos visto que cualquier estado de ánimo, por advenedizo que sea, puede colmar nuestra atención; vale decir, puede formar, en su breve plazo absoluto, nuestra esencialidad. Lo cual, vertido al lenguaje de la literatura, significa que procurar expresarse, y querer expresar la vida entera, son una sola cosa y la misma. Afanosa y jadeante correría entre el envión del tiempo y el hombre, quien a semejanza de Aquiles en la preclara adivinanza que formuló Zenón de Elea, siempre se verá rezagado... 

Whitman fue el primer Atlante que intentó realizar esa porfía y se echó el mundo a cuestas. Creía que bastaba enumerar los nombres de las cosas, para que enseguida se tantease lo únicas y sorprendentes que son. Por eso, en sus poemas, junto a mucha bella retórica, se enristran gárrulas series de palabras, a veces calcos de textos de Geografía o de Historia, que inflaman enhiestos signos de admiración, y remedan altísimos entusiasmos. 

De Whitman acá, muchos se han enredado en esa misma falacia. Han dicho de esta suerte:

No he mortificado el idioma en busca de agudezas imprevistas o de maravillas verbales. No be urdido ni una leve paradoja capaz de alborotar vuestra charla o de chisporrotear por vuestro laborioso silencio. Tampoco inventé un cuento al derredor del cual se apiñarán las largas atenciones como en la recordación se apiñan muchas horas inútiles al derredor de una hora en que hubo amor. Nada de eso hice ni determino hacer y sin embargo quiero perdurar en la fama. Mi justificación es la que sigue: Yo soy un hombre atónito de la abundancia del mundo: yo atestiguo la unicidad de las cosas. Al igual de los más preclaros varones, mi vida está ubicada en el espacio, y las campanadas de los relojes unánimes jalonan mi duración por el tiempo. Las palabras que empleo no son resabios de aventadas lecturas, sino señales que signan lo que he sentido o contemplado. Si alguna vez menté la aurora, no fue por seguir la corriente fácil de uso. Os puedo asegurar que sé lo que es la Aurora: he visto, con alborozo premeditado, esa explosión, que ahueca el fondo de las calles, amotina los arrabales del mundo, humilla las estrellas y ensancha en muchas leguas el cielo. Sé también lo que son un Jacarandá, una estatua, un prado, una cornisa... Soy semejante a todos los demás. Ésa es mi jactancia y mi gloria. Poco importa que la haya proclamado en versos ruines o en prosa mazorral. 

Lo mismo, con más habilidad y mayor maestría, afirman los pintores. ¿Qué es la pintura de hoy —la de Picasso y sus alumnos—, sino la verificación absorta de la preciosa unicidad de un rey de espadas, de un quicial, o de un tablero de ajedrez? La egolatría romántica y el vocinglero individualismo van así desbaratando las artes. Gracias a Dios que el prolijo examen de minucias espirituales que éstos imponen al artista, le hacen volver a esa eterna derechura clásica que es la creación. En un libro como Greguerías ambas tendencias entremezclan sus aguas e ignoramos al leerlo si lo que imanta nuestro interés con fuerza tan única es una realidad copiada o es pura forja intelectual. 

El yo no existe. Schopenhauer, que parece arrimarse muchas veces a esa opinión la desmiente tácitamente, otras tantas, no sé si adrede o si forzado a ello por esa basta y zafia metafísica —o más bien ametafísica—, que acecha en los principios mismos del lenguaje. Empero, y pese a tal disparidad, hay un lugar en su obra que a semejanza de una brusca y eficaz lumbrerada, ilumina la alternativa. Traslado el tal lugar que, castellanizado, dice así: 

Un tiempo infinito ha precedido a mi nacimiento; ¿qué fui yo mientras tanto? Metafísicamente podría quizá contestarme: Yo siempre fui yo; es decir, todos aquellos que dijeron yo durante ese tiempo, fueron yo en hecho de verdad. 

La realidad no ha menester que la apuntalen otras realidades. No hay en los árboles divinidades ocultas, ni una inagarrable cosa en sí detrás de las apariencias, ni un yo mitológico que ordena nuestras acciones. La vida es apariencia verdadera. No engañan los sentidos, engaña el entendimiento, que dijo Goethe: sentencia que podemos comparar con este verso de Macedonio Fernández: 

La realidad trabaja en abierto misterio. 

No hay tal yo de conjunto. Grimm, en una excelente declaración del budismo (Die Lehre des Buddha, München, 1917), narra el procedimiento eliminador mediante el cual los indios alcanzaron esa certeza. He aquí su canon milenariamente eficaz: Aquellas cosas de las cuales puedo advertir los principios y la postrimería, no son mi yo. Esa norma es verídica y basta ejemplificarla para persuadirnos de su virtud. Yo, por ejemplo, no soy la realidad visual que mis ojos abarcan, pues de serlo me mataría toda obscuridad y no quedaría nada en mí para desear el espectáculo del mundo ni siquiera para olvidarlo. Tampoco soy las audiciones que escucho pues en tal caso debería borrarme el silencio y pasaría de sonido en sonido, sin memoria del anterior. Idéntica argumentación se endereza después a lo olfativo, lo gustable y lo táctil y se prueba con ello, no solamente que no soy el mundo aparencial —cosa notoria y sin disputa— sino que las apercepciones que lo señalan tampoco son mi yo. Esto es, no soy mi actividad de ver, de oír, de oler, de gustar, de palpar. Tampoco soy mi cuerpo, que es fenómeno entre los otros. Hasta ese punto el argumento es baladí, siendo lo insigne su aplicación a lo espiritual. ¿Son el deseo, el pensamiento, la dicha y la congoja mi verdadero yo? La respuesta, de acuerdo con el canon, es claramente negativa, ya que estas afecciones caducan sin anonadarme con ellas. La conciencia —último escondrijo posible para el emplazamiento del yo— se manifiesta inhábil. Ya descartados los afectos, las percepciones forasteras y hasta el cambiadizo pensar, la conciencia es cosa baldía, sin apariencia alguna que la exista reflejándose en ella.

Observa Grimm que este prolijo averiguamiento dialéctico nos deja un resultado que se acuerda con la opinión de Schopenhauer, según la cual el yo es un punto cuya inmovilidad es eficaz para determinar por contraste la cargada fuga del tiempo. Esta opinión traduce el yo en una mera urgencia lógica, sin cualidades propias ni distinciones de individuo a individuo.




"La nadería de la personalidad" [Artículo] se publicó
en Proa, primera época, Buenos Aires, Año 1, N°1
Esta es la versión de Inquisiciones de 1925
Anotación en Textos recobrados 1919-1929, de donde fue excluido este texto
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Luego, con cambios en sucesivas ediciones y en OOCC de 2011 y 2016

Imagen: Borges retratado por Roberto González (1981), en Proa, tercera época, 1999


18/4/15

Jorge Luis Borges: Ejecución de tres palabras







San Agustín —hombre que invoco adrede para fortalecer la opinión de quienes me juzgan agusanado de antiguallas— escribió una vez que, en el discurso, habíamos de apreciar la verdad y no las palabras: In verbis verum amare non verba. Conjeturando que una verdad sin palabras, quiero decir un pensamiento sin enunciación, es un antojo asaz difícil, quizá convenga más parafrasear lo antedicho y apuntar prolijamente que en el discurso no hemos de consentir vocablos horros de contenido sustancial. Basta hojear un poema rubenista para convencerse de que existen esas palabras fantásticas, más enclenques que una neblina y gariteras como naipe raspado.

Yo, ante la afrancesada secta de voces que embolisman la charla, descalabran toda cuartilla y salen fatalmente a relucir en las composiciones de quienes se dedican a vocear nubes y a gesticular balbuceos, he determinado alzar un Dos de Mayo en estos apuntes. Apuntes que para la jerigonza ritual de los novecentistas serán un síntoma de inquisición y unos garabatos de hoguera. Empezaré quemando la palabra

Inefable 

Este adjetivo sucede en todos los escritos, y es un conmovedor desvarío de los que generosamente lo desparraman el no haberse jamás parado a escudriñarle la significación y desenterrarle la estirpe. Inefable es, por definición etimológica, aquello que no alcanzan las palabras.

Aplicarlo a cualquier sustantivo es, pues, una confesión de impotencia, y escribir, por ejemplo, tarde inefable, equivale a decir: A mí no se me ocurre nada... o No he logrado encontrar el adjetivo definidor de la tarde. Además, como si ya no fuese bastante aventurada la viaraza de andar enjaretando una palabra que a semejanza de sus congéneres infinito, inenarrable, inextenso, es una simple casualidad gramatical permitida por la arbitraria costumbre de conceder al prefijo in una significación negativa, los que así obran tienen la usanza perversa de llamar inefables a los momentos de máxima intensidad de sentir, que son precisamente los de más pronta expresión y constituyen la permanencia de la lírica y la tragedia. Inefable podría denominarse acaso la cotidianería de la vida, pero nunca los besos, las miradas y la contemplación del cielo.

Los que negando esto negaren la eficacia del lenguaje y creyeren que hay cosas inefables, deberán suspender acto continuo el ejercicio de la literatura y sólo despabilarse de vez en cuando las entendederas hojeando el Ermitaño usado, los poemas de Arrieta o cualquier otro consciente desbarajuste de frases... Ahora viene el zarpazo contra la palabra

Misterio 

que es santo y seña de los poetas rebañegos. No desconozco las sofisterías que abogan en su favor: el prestigio teológico que la ensalza, la insinuación de las fiestas de Eleusis, la supuesta enormidad que encajona y lo demás. Con todo y a pesar de esas mentirosas ventajas, estoy convencido que es una trampa su numeroso empleo. Mis razones son éstas: La poesía no es para mí la expresión de aquel azoramiento ante las cosas, de aquel asombro del Ser que todos hemos sentido tras de un suceso excepcional o sencillamente después de una disputa metafísica, sino la síntesis de una emoción cualquiera, que si es clara y precisa no ha nunca menester vocablos inhábiles y borrosos como misterio, enigma y otros semejantes. El asombro e inquietud que esas palabras dicen es lo contrario del pleno adentramiento espiritual que la poesía supone: adentramiento que no hay que confundir con las ligazones corrientes que ata la ley de causalidad, pero que es tan real como aquéllas. Tampoco hemos de arrimar la poesía entera a la mística, según muchísimos han hecho, e imaginar que el tal adentramiento equivale a un hallazgo de afinidades ocultas y parentescos escondidos; en realidad, no hay tales armazones ni recovecos soterraños, y equivócanse de medio a medio los que creen en el alma de las cosas. Las cosas sólo existen en cuanto las advierte nuestra conciencia y no tienen residuo autónomo alguno. La actividad metafórica es, pues, definible como la inquisición de cualidades comunes a los dos términos de la imagen, cualidades que son de todos conocidas, pero cuya coincidencia en dos conceptos lejanos no ha sido vislumbrada hasta el instante de hacerse la metáfora. Así, cuando San Juan de la Cruz relata: Y el ventalle de cedros aires daba, la semejanza que establece entre un abanico y los árboles no está ni en la verdad científica ni en trabazones misteriosas y sí en la yuxtaposición de frescura y de apacible meneo: aspectos que todos —aisladamente— conocen.

Mi postrera ofensa va enderezada contra el universal y cortesano y debilitador vocablo

Azul 

que apicarado de gandules, frondoso de abedules y a veces impedido de baúles, se arrellana por octosílabas y sonetos en los sitiales donde antaño pontificaron los rojos con su arrabal de abrojos, rastrojos y demás asperezas consabidas.

Apareado a nombres abstractos el adjetivo azul nada dice. La indecisión que suelen mostrar esos nombres no ha menester las adicionales neblinas con las cuales el suso mentado epíteto las borronea. Bástame copiar un ejemplo —que pudiera también serlo de metáfora turbia— para señalar cómo la palabreja de que hablo, antes despinta que define. Dice un compatriota nuestro, en verso que ha espoleado admirativos asombros:

Esa fiebre azulada que nutre mi quimera 

Y pues de azul hablamos, aludiré a cierta controversia de tintorería literaria que nos alborota desde hace un siglo y cuyo sujeto es el color de la noche. Desde que Juan Pablo Richter lo proclamó, la noche es azul. Antes fue sempiternamente renegrida. La tal contrariedad escandaliza a Martínez Sierra, que en no sé qué recoveco de su Glosario espiritual increpa a los poetas que durante tanto tiempo amancillaron con adjetivación proterva el cielo nocturno y les acusa de no haberlo jamás contemplado. Yo no creo tal cosa. Y pues el altercado no atañe propiamente a la pintura sino a las letras, no hemos de resolverlo asomándonos al patio y clavando nuestra curiosidad en las alternativas del cielo. Hemos de meditar el asunto que alguna significancia tiene, aunque mínima.

Yo, por mi parte, me arrimo a la siguiente componenda: Ambos bandos —nochinegristas y nochiazulistas— llevan razón. Los clásicos tuvieron de la noche un concepto de cosa dura, lóbrega, hostil, que halló cabida en lo de negro, útil además como antítesis del esplendor que muestra el día. Ciega noche, afirmó Quevedo. Noche cansada... noche pavorosa, escribió Shakespeare. Los románticos la consideraron en cambio como una época de placentera mansedumbre o de felina suavidad e hicieron bien en azulearla. La noche sobre el mundo vivamente se abate / con sus cálidas sombras y su olor de combate, declara Lugones, literalizando la visión antedicha.

(Oh fácil y acariciador y dulce traslado que emancipando de su horror antiguo la noche, la vuelves comparable no a la ceniza fatigosa del día que ardió en hoguera del poniente, sino a la selva que conmovida de activísima savia florecerá en regalo de aurora, oh tú, metáfora bisoña que has trasmutado en arrimadero de besos la carcelaria y dura tiniebla, en increpándote, vuélvase dulzura mi burla, pues de las hondonadas del corazón me despiertas las noches de la patria, fragantes como un ramo de alhucema y aventureras como un barco sin rumbo.)

Con este brusco empellón lírico doy fin a las apuntaciones presentes, encomendando a algún estudiantón de mal humor, buenos odios, breve inventiva y voluntad berroqueña la escritura de un libro que podría intitularse Hospicio de palabras desahuciadas. Para compaginarlo basta enristrar en orden alfabético todas las palabras que ha escrito en el decurso de su vida Rafael Lasso de la Vega y remacharles notas puntiagudas.




Publicado en primicia en 1924 en el diario vigués "El Pueblo Gallego" 
Luego, en Inquisiciones
Buenos Aires, Proa, imprenta El Inca, 1925

Imagen: Primera edición de Inquisiciones dedicado a Nora Lange: 
"a la aureolada Nora, muy / cordialmente / Georgie" - Vía


9/6/14

Jorge Luis Borges: Acerca del expresionismo





En el decurso de la literatura germánica, el expresionismo es una discordia. Ahondemos la sentencia.

Antes del acontecimiento expresionista la mayoría de los escritores tudescos atendieron en sus versos no a la intensidad sino a la armonía. Obra de caballeros acomodados la suya, se detuvo en las blandas añoranzas, en la visión rural y en la tragedia rígida que atenúan forasteros lugares y lejanías en el tiempo. Nunca fueron asombro del lector, encamináronse a la pública tierra con la conciencia limpia de violentas artimañas retóricas y sus plumas tranquilas alcanzaron mucha remansada belleza. Desde el verso heptasílabo natal hasta los numerosos hexámetros de una hechura latina, abundaron —con la insistente generosidad de una súplica— en la dicción de esa dispersada nostalgia que es la señal más evidente de su sentir. El propio Goethe casi nunca buscó la intensidad; Hebbel alcánzala en sus dramas y no en sus versos; Ángel Silesio y Heine y Nietzsche fueron excepciones grandiosas. Hoy en cambio por obra del expresionismo y de sus precursores se generaliza lo intenso; los jóvenes poetas de Alemania no paran mientes en impresiones de conjunto, sino en las eficacias del detalle: en la inusual certeza del adjetivo, en el brusco envión de los verbos. Esta solicitud verbal es una comprensión de los instantes y de las palabras, que son instantes duraderos del pensamiento. La causadora de ese desmenuzamiento fue en mi entender la guerra, que poniendo en peligro todas las cosas, hizo también que las justipreciaran.

Esto merece ilustración.

Si para la razón ha sido insignificativa la guerra, pues no ha hecho más que apresurar el apocamiento de Europa, no cabe duda que para los interlocutores de su trágica farsa fue experiencia intensísima. ¡Cuántas duras visiones no habrán atropellado su mirar! Haber conocido en la inmediación soldadesca tierras de Rusia y Austria, y Francia y Polonia, haber sido partícipe de las primeras victorias, terribles como derrotas, cuando la infantería en persecución de cielos y ejércitos atravesaba campos desvaídos donde mostrábase saciada la muerte y universal la injuria de las armas, es casi codiciadero pero indubitable sufrir. Añádase a esta sucesión de aquelarres el entrañable sentimiento de que estrujada de amenazas la vida —¡la propia calurosa y ágil vida!— es eventualidad y no certidumbre. No es maravilloso que muchos en esa perfección de dolor hayan echado mano a las inmortales palabras para alejarlo en ellas. De tal modo, en trincheras, en lazaretos, en desesperado y razonable rencor, creció el expresionismo. La guerra no lo hizo, mas lo justificó.

Vehemencia en el ademán y en la hondura, abundancia de imágenes y una suposición de universal hermandad: he aquí el expresionismo. Puede achacársele con justicia el no haber pergeñado obras perfectas. Entre los hombres que lo precedieron, resaltan tres —Karl Vollmoeller y los austríacos Rainer María Rilke y Hugo de Hofmannsthal— que han realizado esa proeza.

En los mejores poemas expresionistas hay la viviente imperfección de un motín.

Los patriotas afirman que el expresionismo es una intromisión judaizante. Explicaré el sentido de esa suposición.

El pensativo, el hombre intelectual, vive en la intimidad de los conceptos que son abstracción pura; el hombre sensitivo, el carnal, en la contigüidad del mundo externo. Ambas trazas de gente pueden recabar en las letras levantada eminencia, pero por caminos desemejantes. El pensativo, al metaforizar, dilucidará el mundo externo mediante las ideas incorpóreas que para él son lo entrañal e inmediato; el sensual corporificará los conceptos. Ejemplo de pensativos es Goethe cuando equipara la luna en la tenebrosidad de la noche a una ternura en un afligimiento; ejemplos de la manera contraria los da cualquier lugar de la Biblia. Tan evidente es esa idiosincrasia en la Escritura que el propio San Agustín señaló: La divina sabiduría que condescendió a jugar con nuestra infancia por medio de parábolas y de similitudes ha querido que los profetas hablasen de lo divino a lo humano, para que los torpes ánimos de los hombres entendieran lo celestial por semejanza con las cosas terrestres.

(La teología —que los racionalistas desprecian es en última instancia la logicalización o tránsito a lo espiritual de la Biblia, tan arraigadamente sensual. Es el ordenamiento en que los pensativos occidentales pusieron la obra de los visionarios judaicos. ¡Qué bella transición intelectual desde el Señor que al decir del capítulo tercero del Génesis paseábase por el jardín en la frescura de la tarde, hasta el Dios de la doctrina escolástica cuyos atributos incluyen la ubicuidad, el conocimiento infinito y hasta la permanencia fuera del Tiempo en un presente inmóvil y abrazador de siglos, ajeno de vicisitudes, horro de sucesión, sin principio ni fin.)

Considerad ahora que los expresionistas han amotinado de imágenes visuales la lírica contemplativa germánica y pensaréis tal vez que los que advierten judaísmo en sus versos tienen esencialmente razón. Razón dialéctica, de símbolo, donde la realidad no colabora.

Que tres poetas icen ahora sus palabras.


Noche en el cráter

Un nubarrón, calavera sin la quijada, alisa el campo carcomido de cráteres.
En el molusco grieta palidece la arrugada perla enferma rostro
y resbala de la línea de trincheras, roto cordón que me tiene aún por ambas manos atado.
Siempre flanqueado de infinito, bostezan en mi costado las heridas de lanza.
Ante los ojos los malos agüeros nerviosos de fuego a ras de tierra, como llamas de alcohol, un exorcismo para no sostenernos mucho tiempo en este heroico paisaje.
Junto a tantos escombros de cemento, bloques erráticos 1916-17, y escarpadas esferitas de luz, desesperado contra-exorcismo.
Las granadas de gas estallan como un intestino pinchado.
Las trompas de las caretas limitan su horizonte al mínimum de existencia.
Alrededor del yelmo de acero el ventilador viento sopla tras de buscar inútilmente susurros en las forestas;
aquí el lecho primordial de raíces ya que no mece la tierra,
sino la detonación de las minas, el final de la trayectoria de terribles cometas,
encuentros calculados en no sé qué angustiosa astronomía,
bajo las frentes crispadas como cinc rígido.
Las granadas de mano se arrojan por la borda.
Al amanecer surge como en alta mar un cadáver
color de plata o agua. Para nosotros —cual un amuleto— íntimo e inmediato.

Alfredo Vagts


Ciudad

Sigue el ramaje de los vientos. Las aristas
de las esquinas van impeliendo las calles.
Curvas de luz ondeante deslumbran
espejadas por el brillo redondo de los villajes.
¿Derriba los colores! Desata la madeja
de los valles cansados. Hambriento queda
siempre algo eternamente igual en los deseos
que se atropellan hasta caer polvorientos.
Ya cada frente se revuelve en la red
de las frentes pulidas. Ya huye el movimiento
por los canales de follaje, matando aquellas
líneas entrelazadas que se pegan al cielo.

Werner Hahn


La Batalla de Marne

Poco a poco las piedras dan en hablar y en moverse.
Los pastos brillan como un verde metal. Las selvas,
talanqueras bajas y espesas, tragan columnas lejanas.
Encalado secreto, amaga estallar todo el cielo.
Dos horas infinitas van desplegando minutos.
Hinchado asciende el horizonte vacío.
Mi corazón es amplio como Alemania y Francia reunidas.
lo atraviesan todas las balas del mundo.
La batería levanta su voz de león.
Una y seis veces. Silencio.
En los lejos hierve la infantería.
Durante días. Durante semanas también.

Guillermo Klemm

(Soy yo el culpable de la españolización de los versos.)


En Inquisiciones (1925)
Hay una primera versión (1923) con variantes luego, antologada en
Textos recobrados 1919-1929 (Buenos Aires, 2011)

Foto: Jorge Luis Borges, 1971, by Gisèle Freund

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