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7/5/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Los clásicos a los 85 años ("En diálogo", I, 27)




Osvaldo Ferrari: Más allá de todas las modas de nuestro siglo, afortunadamente, usted ha declarado en una de sus páginas, Borges, no tener vocación de iconoclasta.
Jorge Luis Borges: Sí, es verdad, creo que debemos respetar el pasado, ya que el pasado es tan fácilmente cambiable, ¿no?, en el presente.
Pero ese mantenerse ajeno a las sucesivas modas iconoclastas, por su parte…
—Ah, sí, yo creo que sí; pero es una mala costumbre francesa el hecho de pensar en la literatura en términos de escuelas, o en términos de generaciones. Flaubert dijo: «Cuando un verso es bueno, pierde su escuela», y agregó: «Un buen verso de Boileau equivale a un buen verso de Hugo». Y es verdad: cuando un poeta acierta, acierta para siempre; y no importa mucho qué estética profese, o en qué época haya escrito: ese verso es bueno, y es bueno para siempre. Y eso ocurre con todos los buenos versos; uno puede leerlos sin tomar en cuenta el hecho de que corresponden, por ejemplo, al siglo XIII, a la lengua italiana, o al siglo XIX, a la lengua inglesa, o qué opiniones políticas profesaba el poeta: el verso es bueno. Yo siempre cito aquel verso de Boileau; asombrosamente Boileau dice: «El momento en que hablo, está ya lejos de mí». Es un verso melancólico y, además, mientras uno está diciendo el verso, ese verso deja de ser presente y se pierde en el pasado, y da lo mismo que sea un pasado muy reciente o un pasado remoto: el verso queda allí. Y lo ha dicho Boileau; ese verso no se parece a la imagen que tenemos de Boileau, pero sería igualmente bueno si fuera de Verlaine, si fuera de Hugo, o si fuera de un autor desconocido: el verso existe por cuenta propia.
Cierto. En este mes de agosto de 1984, Borges, mes de su aniversario número ochenta y cinco, digamos…
—Bueno, caramba, ¿qué voy a hacer?, sigo tercamente viviendo. Cuando era joven yo quería ser Hamlet, yo quería ser Raskolnikov, yo quería ser Byron. Es decir, yo quería ser un personaje trágico e interesante; pero ahora no, ahora me resigno… a no ser muy interesante, a ser más bien insípido, pero a ser —lo cual no es menos importante— o a tratar de ser, sereno. La serenidad es algo a lo que podemos aspirar siempre; quizá no la alcanzamos del todo, pero la alcanzamos más fácilmente en la vejez que en la juventud. Y la serenidad es el mayor bien —ésta no es una idea original mía; no hay ideas originales— bueno, los epicúreos, los estoicos, pensaban de este modo. Pero, por qué no parecernos a esos ilustres griegos: ¿qué más podemos desear?
Pero, justamente, en relación con esa serenidad mantenida, y con esa no concesión suya a las modas iconoclastas, yo quiero hablar con usted sobre los clásicos esta vez.
—Bueno… tendré que repetirme —no me queda otra cosa— ya que si no repito a los otros me repito a mí mismo, y quizá yo no sea otra cosa que una repetición. Yo creo que un libro clásico no es un libro escrito de cierto modo. Por ejemplo: Eliot pensó que sólo puede darse un clásico cuando un lenguaje ha llegado a una cierta perfección; cuando una época ha llegado a cierta perfección. Pero yo creo que no: creo que un libro clásico es un libro que leemos de cierto modo. Es decir, no es un libro escrito de cierto modo, sino leído de cierto modo; cuando leemos un libro como si nada en ese libro fuera azaroso, como si todo tuviera una intención y pudiera justificarse, entonces, ese libro es un libro clásico. Y tendríamos la prueba más evidente en el I Ching, o libro de las mutaciones chino, libro compuesto de sesenta y cuatro hexagramas: de sesenta y cuatro líneas enteras o partidas, combinadas de los sesenta y cuatro modos posibles. A ese libro le han dado una interpretación moral, y es uno de los clásicos de la China. Ese libro ni siquiera consta de palabras, sino de líneas enteras o partidas, pero es leído con respeto. Esto es lo mismo que pasa, en cada idioma, con sus clásicos. Por ejemplo, se supone que cada línea de Shakespeare está justificada —desde luego, muchas habrán sido obra del azar—; y se supone que cada línea de El Quijote, o que cada línea de La Divina Comedia, o cada línea de los poemas llamados «homéricos» está justificada. Es decir, que un clásico es un libro leído con respeto. Por eso, yo creo que el mismo texto cambia de valor según el lugar en que está: si leemos un texto en un diario, lo leemos en algo que está hecho para el olvido inmediato —ya que el nombre mismo (diario) indica que es efímero—; cada día hay uno nuevo, que borra al anterior. En cambio, si leemos ese mismo texto en un libro, lo hacemos con un respeto que hace que ese texto cambie. De modo que yo diría que un clásico es un libro leído de cierta manera. Aquí, en este país, hemos resuelto que el Martín Fierro es nuestro libro clásico, y eso, sin duda, ha modificado nuestra historia. Creo que si hubiéramos elegido el Facundo, nuestra historia hubiera sido otra. El Facundo puede deparar un placer estético distinto, pero no inferior al que nos da el Martín Fierro de Hernández. Ambos libros tienen un valor estético y, desde luego, la enseñanza del Facundo, es decir, la idea de la democracia —la idea de la civilización contra la barbarie—, es una idea que hubiera sido más útil que el tomar como personaje ejemplar a un… bueno, a un desertor, a un malevo, a un asesino sentimental; que es lo que viene a ser, en suma, Martín Fierro. Todo eso sin desmedro de la virtud literaria del libro. Y me place nombrar a Sarmiento; como usted sabe, el 11 de septiembre voy a recibir un alto e inmerecido honor: voy a ser nombrado doctor honoris causa de la Universidad de San Juan —una rama reciente de la Universidad de Cuyo—, pero que está vinculada al nombre de Sarmiento, para mí el máximo nombre de nuestra literatura y de nuestra historia, ¿por qué no aventurarse a decir eso? Bueno, y voy a recibirlo en San Juan, y me siento muy, muy honrado.
Y se vincula a su primer doctorado honoris causa.
—Es cierto, mi primer honoris causa, que es el que más me emocionó —recibí otros después, de universidades más antiguas y más famosas; por ejemplo, la de Harvard, la de Oxford, la de Cambridge, la de Tulane, la Universidad de Los Andes— fue el de la Universidad de Cuyo. Eso fue en 1955 o 1956, y yo le debo ese honor a mi amigo Félix Della Paolera, que fue quien sugirió ese nombramiento al rector de la Universidad de Cuyo. Y eso lo supe por otros, él no me dijo nada; es un viejo amigo de Adrogué.
Volviendo a los clásicos, Borges, usted indica dos caminos seguidos por ellos. El primero, seguido por Homero, Milton o Torcuato Tasso, quienes, según usted indica, invocaron a la musa inspiradora o al espíritu.
—Son los que se propusieron una obra maestra, sí. Bueno, claro, es lo que ahora se llama lo inconsciente, pero viene a ser lo mismo; los hebreos hablaban del espíritu, los griegos de la musa, y nuestra mitología actual habla de lo inconsciente —en el siglo pasado se decía lo subconsciente—. Es lo mismo, ¿no?, y eso me recuerda lo de William Butler Yeats, que hablaba de la gran memoria; decía que todo individuo tiene, además de la memoria que le dan sus experiencias personales, la gran memoria —the great memory—, que sería la memoria de los mayores —que se multiplica geométricamente—, es decir, la memoria de la especie humana. De modo que no importa que a un hombre le sucedan o no muchas cosas, ya que dispone de ese casi infinito receptáculo que es la memoria de los mayores, que viene a ser todo el pasado.
Y después hay otro procedimiento, indicado también por usted, seguido por los clásicos para llegar a la forma final de una obra. Y sería el de remontar un hilo, o partir de un hecho aparentemente secundario o anónimo. Como en el caso de Shakespeare, por ejemplo, que decía que no le importaba tanto el argumento, sino…
—Las posibilidades de ese argumento. Esas posibilidades son, de hecho, infinitas. Eso parece raro en el caso de la literatura, pero en el caso de la pintura o de las artes plásticas, no. Por ejemplo, ¿cuántos escultores han ensayado con felicidad la estatua ecuestre?; que vienen a ser más o menos variaciones sobre el tema del jinete, el hombre a caballo. Y eso ha dado, bueno, resultados tan diversos como la «Gattamelata», el «Colleoni». Y… mejor es olvidar las estatuas de Garibaldi (ríen ambos), que vienen a ser un ejemplo un tanto melancólico del género, ya que son estatuas ecuestres también. Y ¿cuántos pintores han pintado La virgen y el niño, La crucifixión?; y, sin embargo, cada uno de esos cuadros es distinto.
Ah, claro, las preciosas variaciones.
—Sí, y en el caso de los trágicos griegos, ellos trataban temas que los auditores ya conocían. Y eso les ahorraba el trabajo de muchas explicaciones, ya que decir «Prometeo encadenado», era referirse a algo conocido por todos. Pero, quizá, de hecho, la literatura sea una serie de variantes sobre algunos temas esenciales. Por ejemplo, uno de los temas sería la vuelta; el ejemplo clásico sería La Odisea, ¿no?
Cierto.
—O bien el tema de los amantes que se encuentran, de los amantes que mueren juntos; hay unos cuantos temas esenciales que dan libros del todo distintos.
Sí, ahora, la vigencia de un clásico depende, usted dice, de la curiosidad o de la apatía de las generaciones de lectores.
—Sí.
Es decir, al principio la obra no está manejada por el azar, sino por el espíritu o la musa; pero después es dejada al azar de los lectores.
—Es que, quién sabe si es un azar; ayer yo me di cuenta de la importancia de la lectura que hace cada uno, porque oí dos análisis de un cuento mío… ese cuento que se llama «El Evangelio según Marcos». Esas dos interpretaciones eran dos cuentos bastante distintos; ya que eran dos interpretaciones muy inventivas, hechas por un psicoanalista y por una persona versada en teología. Es decir, que, de hecho, había tres cuentos: mi borrador, que fue el estímulo de lo que dijeron ellos —y yo agradecí eso, porque está bien que cada texto sea un Proteo, que pueda tomar diversas formas, ya que la lectura puede ser un acto creador, no menos que la escritura—. Como dijo Emerson, un libro es una cosa entre las cosas, una cosa muerta, hasta que alguien lo abre. Y entonces puede ocurrir el hecho estético, es decir, aquello que está muerto resucita —y resucita bajo una forma que no es necesariamente la que tuvo cuando el tema se presentó al autor—; toma una forma distinta, bueno, esas preciosas variaciones de que usted hablaba recién.
Pero, qué curioso que un psicoanalista y un teólogo se hayan entendido frente a un cuento suyo.
—Bueno, era un teólogo… era una teóloga en realidad, un poco discípula de los mitos de Jung, de modo que se encontraron en ese mundo mitológico de Jung (Ríen ambos).
Claro, eso lo explica.
—Sí, pero era una asociación más bien teológica, en la que aparecían el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo; creo que lograron intercalar a la Virgen María también, y a la diosa tierra. Y se le dio importancia a dos elementos, que eran el fuego y el agua. Pero, supongo que si yo hablaba de la llanura también estaría la tierra y, si los personajes respiraban, estaría el aire también, ¿no?
Los cuatro elementos.
—Yo creo que estaban los cuatro; sería muy difícil prescindir de los cuatro elementos, ¿no? Ellos insistieron, sobre todo, en la presencia del agua —una inundación, una lluvia—; en la presencia del fuego —que quema parte de la casa—. Pero se olvidaron de que los personajes no se asfixiaban, es decir, que ahí había aire, y que ahí estaba la tierra, ya que un ejemplo evidente de la tierra sería esa región que los literatos llaman la pampa.
Ahora, siguiendo con los clásicos; usted siempre nos dijo que el compenetrarse de un autor es, de alguna manera, ser ese autor. El leer a Shakespeare es, mientras dura la lectura, según usted, ser Shakespeare.
—Sí, y en el caso de un soneto, por ejemplo, uno vuelve a ser el que fue el autor cuando lo redactó, o cuando lo pensó. Es decir, en el momento en que decimos «Polvo serán, mas polvo enamorado», somos Quevedo, o somos algún latino —Propercio— que lo inspiró a Quevedo.
Pero usted, que se ha compenetrado de los clásicos de su predilección…
—Claro, porque cada uno elige. Yo he fracasado con algunos; por ejemplo, he fracasado del todo con los clásicos de la novela, que es un género asaz reciente. Pero también con algunos clásicos antiguos: recuerdo haber adquirido la obra de Rabelais en dos ediciones distintas, porque pensé: «En esta edición no puedo leerlo, quizá con otra letra y con otra encuadernación pueda leerlo». Pero fracasé ambas veces. Salvo algunos pasajes muy felices; entre ellos, uno que le gustaba a Xul Solar: se trata de una isla, en la que hay árboles, y esos árboles producen instrumentos, herramientas. Hay, por ejemplo, un árbol que da martillos, otro que da armas blancas, otro que da planchas; en fin, una isla fantástica. Y nosotros elegimos ese capítulo —Silvina Ocampo, Bioy Casares y yo— para la Antología de la literatura fantástica: «La isla de las herramientas», o «Los árboles de las herramientas», no recuerdo exactamente, pero es de Rabelais, y lo leí con mucho placer.
Esa familia de clásicos de su predilección, Borges, de alguna manera lo ha incorporado. Se dice de usted que es ya un clásico viviente, ¿qué piensa de eso?
—Bueno… es un generoso error. Pero, en todo caso, he transmitido el amor por los clásicos a otros.
Sí, realmente.
—Y de algún clásico reciente, un poco olvidado ya. Porque se olvidan clásicos recientes; por ejemplo, yo he difundido en diversos continentes el amor por Stevenson, el amor por Shaw, el amor por Chesterton, el amor por Mark Twain, el amor por Emerson; y, bueno, quizás eso sea lo esencial de lo que se ha dado en llamar mi obra: el haber difundido ese amor. Bueno, el haber enseñado también, lo cual no está mal; mi familia se vincula a la enseñanza, mi padre fue profesor de psicología, una tía abuela mía fue una de las fundadoras del Instituto de Lenguas Vivas; creo que está su nombre escrito en alguna piedra, un mármol de ese edificio: Carolina Haslam de Suárez.
Celebramos, entonces, Borges, este nuevo cumpleaños suyo con el recuerdo de los clásicos.
—Sí, es una buena idea.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: Caricatura de Borges por MaF, vía


23/4/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Bertrand Russell ("En diálogo", II, 63)






Osvaldo Ferrari: Un pensador contemporáneo, que yo creo lo ha acompañado para mirar a nuestra época, Borges, es Bertrand Russell.
Jorge Luis Borges: Sí, desde luego, yo leí y releí ese libro, esa Introducción a la filosofía de las matemáticas, y se lo presté a Alfonso Reyes. Se trata de un libro sencillo, de muy grata lectura, como todo lo que escribe Russell, y yo recuerdo habérselo prestado a Reyes. Leí ahí por primera vez una exposición, bueno, para mí la mejor, la más accesible, de la teoría de los conjuntos, del matemático alemán Cantor. Reyes leyó el libro y le interesó muchísimo también. Y a veces me han hecho… continuamente me hacen esa pregunta sobre el libro que yo llevaría a la isla desierta; un lugar común del periodismo. Bueno, he empezado contestando que llevaría una enciclopedia; pero no sé si me permiten llevar diez o doce volúmenes, creo que no (ríe). Entonces, he optado por la Historia de la filosofía occidental de Bertrand Russell, que quizá sería el libro que yo llevaría a la isla… pero, claro, para eso me falta la isla, y me falta la vista también, ¿no? (ríen ambos); el libro ya lo tengo, pero no es suficiente.
Salvo que lo acompañe un lector.
—En ese caso sí, en ese caso cambia todo; y además, la memoria de los libros… yo querría interrogar en ese libro, bueno, lo que he leído y lo que he olvidado.
Es decir, recuperar la memoria del libro.
—Sí, la memoria del libro que yo querría tener. Si fuera perfecta, tendría el libro también a mi alcance. Estoy pensando que hubo una época… bueno, entre los musulmanes ahora creo que es muy común el caso de personas que saben de memoria el Corán. Existe la palabra hafiz, que quiere decir eso: memorioso, memorioso del Corán en particular. Actualmente creo que hay sistemas de enseñanza, según los cuales no se exige al estudiante —que puede ser un niño— el conocimiento del libro; tiene que aprenderlo de memoria.
Si yo hubiera podido gozar de ese sistema, hubiera sido una suerte para mí, ya que yo sabría de memoria muchos libros y podría entenderlos y leerlos ahora, que sería lo mejor. Por ejemplo, si yo hubiera podido leer la Historia de la filosofía occidental de Russell, cuando era chico, con ese sistema, habría entendido muy poco, pero podría consultar ese libro ahora…
Su memoria podría leer.
—Claro, mi memoria podría leer. De modo que ese sistema, en el caso de personas que con el tiempo serán ciegas hubiera sido un excelente sistema para mí. Pero desgraciadamente no me tocó en suerte eso; se me exigió leer y entender. En cambio, si me hubieran exigido un mero ejercicio de memoria, bueno, podría estar leyendo tantos libros que me quedan lejísimos ahora. Por eso me refería al caso de muchos libros de Bertrand Russell. Y luego he leído otros libros de él, en los cuales desarrolla su sistema personal de filosofía, pero yo siempre me he sentido excluido de ese sistema; es decir, he entendido cada página a medida que la leía, pero luego, cuando he tratado de organizar todo eso en mi conciencia, he fallado, y he fallado singularmente.
Pero ¿qué idea se ha formado del sistema de Russell?
—Y, que es un sistema muy riguroso, que es un sistema lógico; pero, de algún modo, si yo trato de imaginarlo ahora, fracaso.
Yo creo que a usted le ha interesado sobre todo la originalidad de Russell para mirar los hechos de la sociedad y de la política contemporánea…
—Ah, sí, y además, creo que es una persona singularmente libre; libre de las supersticiones corrientes de nuestro tiempo, como por ejemplo, la superstición de las nacionalidades. Creo que él está libre de eso. Luego tiene otro libro, Por qué no soy cristiano; pero, como yo no soy cristiano, la lectura de ese libro la he iniciado y la he dejado, porque he sentido que era superfluo: yo no necesitaba esos argumentos para no ser cristiano.
Usted también coincide con él en la visión del Estado.
—También en la visión del Estado, sí, pero yo creo que eso corresponde al individualismo inglés sobre todo; ya que tenemos… uno de los padres del anarquismo sería Spencer, sí, desde luego.
Bueno, usted ha comentado aquel libro de Russell, que es una colección de ensayos: Let the People Think (Dejemos pensar a la gente), no sé si recuerda…
—Ah, sí, lo he comentado… y hace algún tiempo, ¿eh?
Sí, uno de esos ensayos se llama «Pensamiento libre y propaganda oficial»; otro es «Genealogía del fascismo». [Véase texto relacionado]
—Y bueno, estoy plenamente de acuerdo con Russell. Supongo que en esa genealogía figurarán Fichte y Carlyle, ¿no?
Justamente.
—Sí, porque yo recuerdo un artículo de Chesterton en que él hablaba de lo anticuada que era la doctrina de Hitler, que correspondía más o menos, o que era, de hecho, victoriana.
Ahí tenemos la idea de que los hechos actuales provienen de teorías anteriores.
—Sí, yo diría que los políticos vendrían a ser los últimos plagiarios, los últimos discípulos de los escritores. Pero, generalmente con un siglo de atraso, o un poco más también, sí. Porque todo lo que se llama actualidad es realmente… y, es un museo, usualmente arcaico. Ahora, por ejemplo, estamos todos embelesados con la democracia; bueno, todo eso nos lleva a Paine, a Jefferson (ríe), a aquello que pudo ser una pasión cuando Walt Whitman escribió sus Hojas de hierba. Año de 1855. Todo eso es la actualidad; de modo que los políticos serían lectores atrasados, ¿no?, lectores anticuados, lectores de viejas bibliotecas; bueno, como yo lo soy también de hecho, ahora.
Quizá hayan sido ellos, Borges, quienes lo llevaron a la concepción de esa frase: «La realidad es siempre anacrónica».
—¿De quién es esa frase?
Suya… (ríe).
—Yo creo que usted acaba de regalármela.
No, no.
—Estoy de acuerdo con ella, pero estoy tan de acuerdo, que me parece ajena, ¿no? Yo generalmente estoy de acuerdo con lo que leo, y no con lo que se me ocurre a mí. ¿Cómo es la frase?
—«La realidad es siempre anacrónica».
—Y yo se la habré dicho a usted, ¿no?
Consta en la lectura que usted hace de ese artículo del libro de Russell: «Genealogía del fascismo», que figura en su libro Otras inquisiciones. [*]
—Ah bueno, ahí sí, la verdad es que ese libro está lleno de sorpresas para mí (ríe); hace tanto tiempo que lo escribí, que me resulta nuevo ahora.
Usted comenta allí un libro de Wells, y comenta el libro de Russell. [Borges: Dos libros]
—Pero desde luego, y eso se publicó en La Nación, claro, y ahí Russell decía que hay que enseñar a la gente el arte de leer los periódicos.
Precisamente.
—Bueno, y eso fue modificado, porque podía afectar a la misma Nación, y pusieron «El arte de leer ciertos periódicos», con lo cual se excluían ellos (ríe). Sí, yo recuerdo, durante la primera guerra mundial —que esperábamos que fuera la última— por ejemplo: los alemanes iniciaban una ofensiva y tomaban el pueblo de equis. Entonces, anunciaban la conquista de ese pueblo o de esa ciudad. Y los aliados, dos o tres días después, decían que había fracasado la ofensiva alemana, que no había pasado de esa ciudad que habían conquistado. Pero, eran dos modos de decir lo mismo.
Claro.
—Y Russell, precisamente, quería prevenir al lector contra ese tipo de errores.
Por eso él decía: «El pensamiento libre y la propaganda oficial», claro. Ahora, él…
—Bueno, creo que algo hemos sabido de eso en este país, ¿no?; ¡quizá demasiado, quizá todo! Y sin duda seguimos a merced de esa propaganda.
Russell tiene una curiosa conclusión, dice que el siglo XVIII era racional, y el nuestro antirracional. Claro que lo dijo frente al fascismo y al nazismo; en aquel momento, ¿no es cierto?
—Pero frente a tantas cosas; frente al superrealismo, frente al culto del desorden, frente a la desaparición, bueno, de ciertas formas del verso, o aun de la prosa; frente a la desaparición de los signos de puntuación, que fue una innovación interesantísima, ¿no? (ríen ambos).
Además agregó que la amenaza para la libertad individual es mayor en nuestros días que en cualquier momento desde el mil seiscientos. Pero, otra vez tenemos que acordamos que lo dijo en pleno auge del nazismo y del fascismo, ¿no?
—Sí, pero ese auge no ha cesado.
¿Usted lo ve así?
—Y, yo diría que una de sus formas más exacerbadas es lo que se llama el comunismo en la Unión Soviética, ¿no?; es la forma más exacerbada del fascismo, de la intervención del Estado. Digo, en ese duelo planteado por Spencer en «El individuo contra el Estado»; bueno, es evidente que donde el Estado es ubicuo ahora, es en la Unión Soviética.
Aunque también en los países occidentales el Estado nos amenaza, como usted recuerda permanentemente.
—Y, quizá en este momento está amenazándonos (ríe), mientras hablamos, posiblemente mientras conversamos los dos aquí.
Otro aspecto muy particular de Russell es su posición frente a las religiones; no sólo frente al cristianismo sino frente al fenómeno de la religión. Usted recordará aquel libro de él, La religión y la ciencia.
—Sí, yo lo he leído hace tiempo, pero lo recuerdo; y la oposición me parece evidente, claro que a la larga la que cede es la religión. Por ejemplo, cuando Hilaire Belloc le contesta a Wells, no pone en duda la evolución, etcétera; salvo que dice que todo eso ya está en santo Tomás de Aquino, en la Suma teológica. Pero no estaba ciertamente en el Pentateuco. Sí, la religión, claro, se hace cada vez más sutil; va interpretando la ciencia, trata de armonizar la ciencia no sé si con la Sagrada Escritura, pero sí con la teología, con las diversas teologías. Pero finalmente es la ciencia la que triunfa, y no la religión.
Se dice que vivimos en una época desacralizada, y en todo caso eso corresponde a la época de la ciencia.
—En todo caso, en el Irán, se hace la apología del Islam, pero realmente uno siente que tienen más fe en la ametralladora que en el milagro; es decir, que creen en una guerra científica, no en la de cimitarras y camellos. Y aquí, hemos adolecido de una guerra, o de una guerrita; que fue terrible, como todas las guerras lo son —aunque sean de minutos—; yo querría recordar que, que yo sepa, hubo dos personas que en letras de molde hablaron en contra de esa guerra —que espero sea del todo olvidada muy pronto—: Silvina Bullrich y yo. No recuerdo otros; todos los demás, o callaron, o aplaudieron también. Ahora, claro que mucha gente habrá pensado como nosotros, pero se abstuvieron de publicarlo.
En cualquier caso, otra de sus coincidencias con Bertrand Russell es la posición frente a la guerra.
—Sí, desde luego.


[*] No encuentro "Genealogía del fascismo" en ninguna de las ediciones de Otras inquisiciones, papel o digital.
Agradeceremos cualquier data sobre este ¿error?



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: Bertrand Russell por Marc Riboud
En EGyB


26/3/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Borges y el público ("En diálogo", I, 5)






Osvaldo Ferrari: Una de las sorpresas que yo creo usted tuvo en cuanto a su destino, Borges, fue cuando en la década del cuarenta alguien le profetizó que usted iba a hablar como conferenciante; que iba a dar conferencias.
Jorge Luis Borges: No, no fue así; Adela Grondona me llevó a un club de señoras, de señoritas inglesas, y allí había una señora que leía las borras del té. Y entonces, ella me dijo que yo iba a viajar mucho, y que iba a ganar dinero hablando. A mí me pareció una extravagancia, y cuando volví a casa se lo conté a mi madre. Yo jamás había hablado en público en mi vida, era muy tímido, y la idea de que iba a ganar dinero viajando y hablando me parecía más que inverosímil, imposible. Bueno, sin embargo, yo tenía un pequeño cargo de auxiliar primero —antes había sido auxiliar segundo— en una biblioteca de Almagro sur. Llegó el que sabemos al gobierno, me hicieron una broma: me nombraron inspector para la venta de aves de corral y de huevos en los mercados —era un modo de insinuarme que renunciara—. Entonces, yo desde luego renuncié, ya que no sé absolutamente nada de aves de corral y de huevos.
Ese nombramiento se convirtió en un error histórico.
—Sí, bueno, me hizo gracia la broma, desde luego. Y recuerdo el alivio cuando a las dos de la tarde, por ejemplo, salí a caminar por la plaza San Martín, y pensé: no estoy en esa biblioteca —no demasiado querible— del barrio de Almagro. Y me pregunté ¿y qué va a pasar ahora? Bueno, pues bien, me llamaron del Colegio Libre de Estudios Superiores y me propusieron que diera conferencias. Yo no había hablado nunca en público, pero acepté porque dijeron que tenía que ser el año siguiente, y tenía dos meses de respiro; que resultaron dos meses de pánico. Yo recuerdo que estaba en Montevideo, en el hotel Cervantes, y a veces me despertaba a las tres de la mañana, y pensaba: dentro de treinta y tantos días —yo iba llevando la cuenta— voy a tener que hablar en público. Y entonces ya no dormía, veía amanecer en la ventana; en fin, no podía dormir, yo estaba aterrado.
Su timidez lo acompañaba.
—Sí, me acompañaba, sí (ríen ambos). Todo eso ocurrió hasta la víspera de la primera conferencia. Yo vivía en Adrogué entonces, estaba en uno de los andenes de Constitución y pensé: bueno, mañana a esta hora ya habrá pasado todo, lo más probable es que yo me quede mudo, que no pueda pronunciar una sola palabra; también puede ocurrir que hable en voz tan baja y tan confusa que no se oiga nada —lo cual es una ventaja— (ya que yo llevaba escrita la conferencia). Claro, yo creía que iba a ser incapaz de decir nada. Bueno, ese día llegó, fui a almorzar a la casa de una amiga —Sara D. de Moreno Hueyo— y le pregunté a ella si me notaba muy nervioso. Dijo: no, más o menos como siempre. Yo no le dije nada de la conferencia. Esa tarde di la primera conferencia en el Colegio Libre de Estudios Superiores, en la calle Santa Fe. Esas conferencias versaron sobre lo que se llamó «Literatura clásica americana»; eran conferencias sobre Hawthorne, sobre Melville, sobre Poe, sobre Emerson, sobre Thoreau, y creo que sobre Emily Dickinson. Y luego siguieron otras conferencias sobre los místicos.
En ese mismo lugar.
—Sí, y una conferencia sobre el budismo. Luego me pidieron otras conferencias sobre el budismo, y con las notas que yo tomé para esas conferencias compusimos un libro Alicia Jurado y yo. Ese libro sobre el budismo ha sido imprevisiblemente, asombrosamente, vertido al japonés, donde conocen el tema mucho mejor que yo —una de las dos religiones oficiales en el Japón es el budismo, la otra es el shinto—. Ya el hecho de que haya dos religiones oficiales, bueno, es un testimonio de la tolerancia de ese país ¿no? Después conocí el interior de nuestro país, que no conocía; di varias conferencias en Montevideo también; y más adelante fui recorriendo el continente y los continentes dando conferencias. Y ahora he llegado distraídamente a los ochenta y cinco años, en cualquier momento cumplo ochenta y seis; bueno, me he dado cuenta de que todo el mundo ha sentido lo que yo he sentido antes: el hecho de que yo no sé dar conferencias; entonces prefiero el diálogo, que resulta más entretenido para mí, no sé si para los otros también. Sí, porque la gente puede participar: hace poco hubo dos actos: uno duró una hora y veintiún minutos, y el otro más de dos horas de preguntas y respuestas. Es decir, he comprendido que el interrogatorio, que el catecismo es la mejor forma. Y además, es como un juego, porque al principio se empieza con solemnidad y con timidez, y luego todo el mundo va entrando en el juego y lo difícil es concluir. Entonces, siempre recurro al mismo truco, que es el de proponer tres preguntas finales; luego tres resultan pocas, y como me enseñaron en el Japón que el cuatro es de mal agüero, generalmente son cinco —cinco últimas preguntas y cinco últimas contestaciones—. Hacia el final todo se hace entre bromas; es decir, lo que empezó siendo algo un poco forzado y solemne, al final es un juego de gente apresurada, y bueno, y yo me siento bastante feliz, hago bromas; he comprendido aquello que decía George Moore: «Better a bad joke than no joke»: más vale una broma mala que ninguna broma, ¿no? Siempre contesto en broma, y como la gente es muy indulgente conmigo, la gente es indulgente, bueno, con un anciano ciego (ríe); y les hacen gracia esas bromas, que son realmente debilísimas. Pero, quizá en una broma no importan tanto las palabras sino el ánimo con que se las dice; como mi cara es una cara sonriente… las bromas son bien aceptadas. De modo que yo he hablado en muchas partes del mundo, y… en Francia he llegado a hacerlo en francés —un francés incorrecto, pero fluido—. Y en los Estados Unidos, cuatro cuatrimestres sobre literatura argentina en la Universidad de Texas, en la de Harvard, en la de Michigan, y en la de Bloomington, Indiana; y otras sueltas por aquí y por allá. Y lo he hecho en inglés, con incorrección y con soltura.
Usted nunca pensó, yo creo, que la conferencia, iba a ser un género para usted, y que además la convertiría en un diálogo múltiple, diferente de la conferencia; y tampoco pensó en el humor como en un género personal.
—No, jamás, jamás he pensado en eso, he sido una persona muy seria siempre. Pero no sé, el destino es algo que le sucede a uno ¿no?, no tiene nada que ver con la forma que uno ha querido prefijarle.
Son géneros que han venido a buscarlo.
—Es cierto, sí. Ahora recuerdo aquella frase de Whistler, cuando se hablaba, bueno, sobre el medio ambiente, sobre la influencia ideológica, sobre el estado de la sociedad; y Whistler dijo: «Art happens»: el arte sucede. El arte es algo imprevisible.
Sí, y también es paradojal que el mayor de los tímidos terminara hablando con cientos de personas en distintos lugares, como ocurrió últimamente.
—Sí, hace unos meses hablé ante… me dijeron que eran mil, pero posiblemente fueran novecientas noventa y nueve personas, ¿no? (ríen ambos), o novecientas simplemente, ya que en todo caso, la cifra mil impresiona. Pero no, ya que mil personas de buena voluntad no tienen por qué ser temibles. Además yo, para darme valor inventé una suerte de argumento metafísico, y es éste: la muchedumbre es una entidad ficticia, lo que realmente existe es cada individuo.
Claro.
—El hecho de sumarlos, bueno, uno puede sumarlos —uno también podría sumar personas que se suceden, que no son contemporáneas—, entonces yo pienso: no estoy hablando ante trescientas personas, estoy hablando a cada una de esas trescientas personas. Es decir, realmente somos dos; ya que lo demás es ficticio. Ahora, no sé si lógicamente eso está bien, pero me ayudó y sigue ayudándome en cada conferencia o en cada diálogo con muchos. De manera que yo pienso: lo que yo digo es oído por una sola persona, el hecho de que esa única persona no sea la misma, y que haya, digamos, trescientas personas o treinta personas que me oyen a un tiempo no importa; yo hablo con cada una de ellas, no con la suma. Y por otra parte, si hablara con la suma sería más fácil —hay un libro sobre la psicología de las multitudes, y parece que las multitudes son más sencillas que los individuos—. Eso yo lo he comprobado en el cinematógrafo o en el teatro: una broma que uno no se aventuraría a hacer a un interlocutor, es aceptada por una sala, y hace gracia.
Es cierto.
—Sí, de modo que las multitudes son más sencillas. Y eso lo saben muy bien los políticos, que se aprovechan del hecho de que no están hablando ante un individuo sino ante una multitud de individuos, bueno, simplificados, digamos; y del hecho de que basta usar los resortes más elementales o más torpes porque funcionan.
De manera que a la oratoria de los romanos usted prefirió el diálogo de los griegos.
—Exactamente, sí.
Ésa ha sido la transición de la conferencia al diálogo.
—El diálogo de los griegos, sí. Claro que los griegos eran también oradores.
Naturalmente.
—Demóstenes, en fin. Pero me parece mejor, y ahora me he acostumbrado… sobre todo para mí es un juego. Y si alguien piensa que algo es un juego, entonces aquello de hecho es un juego, y los demás lo sienten como un juego también. Además que yo al principio les advierto: bueno, esto va a ser un juego, espero que sea un juego tan divertido para ustedes como para mí; empecemos a jugar, no tiene la menor importancia. Y así sale bien también en las clases: yo trato de ser lo menos pedagógico posible, lo menos doctoral posible cuando doy una clase. Por eso las mejores clases son los seminarios. El ideal sería cinco o seis estudiantes y un par de horas. Yo durante un año di un curso de literatura inglesa en la Universidad Católica. Bueno, la gente tenía la mejor voluntad, pero yo no podía hacer nada con noventa personas y cuarenta minutos. Es imposible; mientras llegan y mientras se van han pasado los cuarenta minutos. Aquello duró un par de cuatrimestres, y luego dejé porque me convencí de que esa tarea era inútil.
Lo particular sería que en esto que usted denomina juego…
—Bueno, yo espero que ese juego que yo he inaugurado, digamos, ya que no lo he inventado…
Fue precedido en más de dos mil años.
—Sí, y además precedido, bueno, por los interrogatorios; por la inquisición, en fin, hay recuerdos bastante tristes. Pero yo trato de que todo sea una broma; el único modo de ver las cosas en serio, ¿no?
Claro.
—Desde luego.
Pero este juego del diálogo a lo mejor puede aproximarnos a la verdad.
—Puede aproximarnos a la verdad, y espero que sea imitado también. Porque una de las razones por las cuales yo he insinuado y finalmente impuesto ese juego es mi timidez, debido a que es muy fácil contestar a una pregunta ya que cada pregunta es un estímulo. Ahora, lo difícil es lograr que sean preguntas, porque las personas, sabiendo que va a haber respuesta, preparan más bien discursos que pueden durar hasta diez minutos, y a los cuales no hay nada que contestar.
Claro, porque hay en ellos muchas ideas juntas.
—Sí, muchas ideas o…
O ninguna idea.
—Sí, de modo que yo pido preguntas concretas y prometo contestaciones concretas. Pero es muy difícil, de hecho, conseguir que la gente pregunte algo; porque más bien prefieren lucirse, o, en fin, aburrir a los demás —lo cual viene a ser lo mismo— con largos discursos preparados.
En lugar de favorecer el diálogo.
—Claro.
Bueno, Borges, nosotros seguiremos jugando, seguiremos dialogando, siempre en busca de la posible verdad, en todo caso.
—Pero por supuesto.



Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Imagen: Borges sin atribución de autor (Archivo EFE)



6/3/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Borges descree de una divinidad personal ("En diálogo", I, 16)






Osvaldo Ferrari: Muchos se preguntan, todavía —porque a veces tienen una impresión afirmativa, y otras veces una negativa—, si Borges cree o no en Dios.

Jorge Luis Borges: Si Dios significa algo en nosotros que quiere el bien, sí; ahora, si se piensa en un ser individual, no, no creo. Pero creo en un propósito ético, no sé si del universo, pero sí de cada uno de nosotros. Y ojalá pudiéramos agregar, como William Blake, un propósito estético y un propósito intelectual, también; pero eso se refiere a los individuos, no sé si al universo, ¿no? Me acuerdo de aquel verso de Tennyson: «La naturaleza, roja en el colmillo y en la garra»; como se hablaba tanto de la benéfica naturaleza, Tennyson escribió aquello.

—Esto que acaba de decir usted, Borges, confirma mi impresión en cuanto a que su posible conflicto respecto de la creencia o no creencia en Dios, tiene que ver con la posibilidad de que Dios sea justo o injusto.

—Bueno, yo creo que basta echar un vistazo sobre el universo para advertir que, ciertamente, no reina la justicia. Aquí me acuerdo de un verso de Almafuerte:
«Yo derramé, con delicadas artes sobre cada
reptil una caricia, no creía necesaria la justicia
cuando reina el dolor por todas partes».
Y luego, en otro verso, él dice: 
«Sólo pide justicia
pero será mejor que no pidas nada». 
Porque ya pedir justicia es pedir mucho, es pedir demasiado.

—Sin embargo, usted también reconoce, en el mundo, la existencia de la felicidad de las bibliotecas, y de muchas otras felicidades. 

—Eso sí, desde luego; yo diría que la felicidad, bueno, puede ser momentánea, pero es frecuente, y se da, por ejemplo, en nuestro diálogo, yo creo.

—Hay otra impresión de fondo, digamos; la impresión de que, en general, todo poeta tiene la noción de otro mundo además de este mundo, ya que en lo que escribe el poeta siempre algo parece remitirnos a un más allá de lo que esa escritura menciona ocasionalmente.

—Sí, pero ese más allá quizá sea proyectado por la escritura, o por las emociones que llevan a la escritura. Es decir, ese otro mundo es, quizá, una hermosa invención humana.

—Pero podríamos decir que en toda poesía hay una aproximación a otra cosa, más allá de las palabras con que está escrita, y de las cosas a las que hace referencia.

—Bueno, además el lenguaje es muy pobre comparado con la complejidad de las cosas. Creo que el filósofo Whitehead habla de la paradoja del diccionario perfecto; es decir, la idea de suponer que todas las palabras que el diccionario registra agotan la realidad. Y sobre eso escribió Chesterton también, diciendo que es absurdo suponer que todos los matices de la conciencia humana, que son más vastos que los de una selva, puedan caber en un sistema mecánico de gruñidos —que serían, en este caso, las palabras, dichas por un corredor de Bolsa—. Es absurdo eso y, sin embargo, se habla de idiomas perfectos; se supone que son muy ricos los idiomas, y todo idioma es muy pobre si se lo compara, bueno, con nuestra conciencia. Creo que en alguna página de Stevenson, se dice que lo que sucede en diez minutos es algo que excede a todo el vocabulario de Shakespeare (ríe), creo que es la misma idea.

—Sí, ahora, usted ha mencionado, a lo largo de su escritura, a lo divino e incluso a lo sobrenatural. Ha aceptado también, en uno de nuestros diálogos, las palabras de Murena en cuanto a que la belleza puede transmitir una verdad extramundana. Es decir, usted parece admitir la existencia de lo trascendente, sin darle el nombre de Dios; sin llamarlo Dios.

—Y, yo creo que es más seguro no llamarlo Dios; si lo llamamos Dios, ya se piensa en un individuo, y ese individuo es misteriosamente tres, según la doctrina —para mí inconcebible— de la Trinidad. En cambio, si usamos otras palabras —quizá menos precisas, o menos vívidas— podríamos acercarnos más a la verdad; si es que ese acercamiento a la verdad es posible, cosa que también ignoramos.

—Justamente por eso, Borges, se podría pensar que usted no nombra a Dios, pero que tiene una creencia, una percepción de otra realidad, además de la realidad cotidiana.

—Es que yo no sé si esta realidad es cotidiana; no sabemos si el universo pertenece al género realista o al género fantástico porque si, como creen los idealistas, todo es un sueño, entonces, lo que llamamos realidad es de esencia onírica… Bueno, Schopenhauer habló de «la esencia» (onírica parece muy pedante, ¿no?)… digamos: «La esencia soñadora de la vida». Sí, porque «onírico» ya sugiere algo tan triste como el psicoanálisis (ríe).

—El otro interrogante, además de la fe o la falta de fe, es el de si usted concibe el amor, en términos universales, como un poder o como una fuerza necesaria para la realización de la vida humana.

—No sé si necesaria, pero inevitable sí.

—No me refiero al amor que pueden darse entre sí los seres humanos, sino al que reciben o no reciben los hombres, como reciben el aire o la luz; a un amor, eventualmente, sobrenatural.

—Yo a veces me siento, digamos, misteriosamente agradecido. Sobre todo, bueno, cuando me llega la primera idea de algo que será, desgraciadamente, después, un cuento o un poema; tengo la sensación de recibir algo. Pero no sé si ese «algo» me lo da algo, o alguien; o si surge de mí mismo, ¿no? Yeats tenía la doctrina de la gran memoria, y él pensaba que no es necesario que un poeta tenga muchas experiencias, ya que hereda la memoria de los padres, de los abuelos, de los bisabuelos. Es decir, que eso va multiplicándose en progresión geométrica, y hereda la memoria de la humanidad; y eso le va siendo revelado. Ahora, De Quincey creía que la memoria es perfecta, es decir, que yo tengo en mí todo lo que he sentido, todo lo que he pensado desde que era un niño; pero que es necesario un estímulo adecuado para encontrar ese recuerdo. Y eso nos sucede… digamos, de pronto uno oye una racha de música, uno aspira cierto olor, y eso le trae un recuerdo. Él piensa que eso vendría a ser, bueno —él era cristiano—, que ése podría ser el libro que se usa en el Juicio Final; que sería el libro de la memoria de cada uno. Y eso podría llevarnos, eventualmente, al cielo o al infierno. Pero, en fin, esa mitología me es extraña.

—Qué curioso, Borges, parece que habláramos permanentemente a través de la memoria. Nuestro diálogo a veces me hace pensar en un diálogo de dos memorias.

—Es que de hecho lo es; ya que, si algo somos… nuestro pasado ¿qué es? Nuestro pasado no es lo que puede registrarse en una biografía, o lo que pueden suministrar los periódicos. Nuestro pasado es nuestra memoria. Y esa memoria puede ser una memoria latente, o errónea, pero no importa: ahí está, ¿no? Puede mentir, pero esa mentira, entonces, ya es parte de la memoria; es parte de nosotros.

—Ya que hemos hablado de la fe o de la falta de fe; hay un hecho en nuestra época que me parece muy curioso: usted sabe que durante siglos, los hombres se han preocupado —tanto en el Occidente protestante como en el Occidente católico— por el dilema de su salvación o su no salvación, por la cuestión de la salvación del alma. Yo le diría que las nuevas generaciones ni siquiera se plantean eso, ni siquiera lo conciben como dilema.

—Me parece que es bastante grave eso, ¿eh? El hecho de que una persona… bueno, quiere decir que no tienen, digamos, instinto o sentido ético, ¿no? Además, hay una tendencia —más que tendencia, hay el hábito— de juzgar un acto por sus consecuencias. Ahora, eso me parece inmoral; porque cuando uno obra, uno sabe si obra bien o mal. En cuanto a las consecuencias de un acto, se ramifican, se multiplican y quizás, al final, se equivalgan. Yo no sé, por ejemplo, si las consecuencias del descubrimiento de América han sido malas o buenas; porque son tantas… y, además, mientras conversamos están creciendo, están multiplicándose. De modo que juzgar un acto por su consecuencia, es absurdo. Pero la gente tiende a eso; por ejemplo, un certamen, una guerra, todo eso se juzga según el fracaso o el éxito, y no según el hecho de que éticamente sea justificable. Y en cuanto a las consecuencias, como digo, se multiplican de tal manera que quizá, con el tiempo, se equilibren, y después vuelvan a desequilibrarse otra vez, ya que el proceso es continuo.

—Juntamente con la pérdida de la idea de la salvación o no salvación, se da la pérdida de la idea del bien y el mal, el pecado o no pecado. Es decir, hay una visión distinta de las cosas, que no incluye la anterior cosmovisión.

—Se piensa, digamos, en lo inmediato, ¿no?; se piensa en si algo es ventajoso o no. Y se piensa, generalmente, como si no existiera el futuro; o como si no existiera otro futuro que el futuro inmediato. Se obra de acuerdo con lo que conviene en ese momento.

—Y esa extrema inmediatez nos inmediatiza, y digamos que nos futiliza incluso; nos vuelve fútiles.

—Sí, estoy plenamente de acuerdo con usted, Ferrari.




Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Foto: Borges (s-fecha ni atrib.) en Borges cien años
Buenos Aires, PROA (edición especial) Julio/Agosto 1999, pág. 166


25/1/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Virginia Woolf, Victoria Ocampo y el feminismo ("En diálogo", II, 60)






Osvaldo Ferrari: Hay una figura femenina dentro de la literatura, Borges, de quien usted ha traducido dos libros, y a la que no hemos mencionado antes…
Jorge Luis Borges: Virginia Woolf.
La escritora inglesa, claro.
—…Yo creí que Virginia Woolf no me gustaba, o mejor dicho, no me interesaba; pero la revista Sur me encargó la traducción de Orlando. Yo acepté ejecutar esa traducción, y, a medida que iba traduciendo, iba leyendo, y asombrosamente para mí, iba interesándome en aquello. Ahora, ese libro es un gran libro, y el tema —no sé si usted sabe— es un tema curioso: ella toma la familia de los Sackville…
De los Sackville West.
—Sí, y entonces esa novela está dedicada, no a un individuo particular de esa familia —salvo su amiga, Victoria Sackville West— sino, digamos, al concepto, a esa familia como un arquetipo platónico; como una forma universal —que es el nombre que los escolásticos dieron a los arquetipos—. Y entonces, para ejecutar ese fin, Virginia Woolf supone un individuo que vive en el siglo XVII, y que luego llega a nuestro tiempo. Ese artificio lo había ejecutado también Wells, en una novela suya —no recuerdo cuál— donde los individuos, para mayor comodidad del novelista, a fin de situarlos históricamente en diversas épocas, viven trescientos años. Y Bernard Shaw también había jugado con esa idea de la inmortalidad.
En La vuelta de Matusalén.
—Sí, salvo que ahí hay algunos individuos longevos, y otros que viven de manera corriente… bueno, yo en este momento corro el riesgo de ser uno de esos longevos, ya que haber llegado a ochenta y cinco es peligroso; puedo llegar a ochenta y seis en cualquier momento. Pero, en fin, esperemos que no, esperemos no ser de esos tristemente privilegiados o tristemente abrumados por el tiempo, por el mucho tiempo, por el demasiado tiempo. Ahora, en las ilustraciones de ese libro (Orlando), hay retratos de esa familia, y se entiende que todos ellos son Orlando. Y al mismo tiempo eso sirve para juzgar diversas épocas, y para juzgar diversas modas literarias también. Todo eso, a priori, parece prometer un libro ilegible; pero no, el libro es interesantísimo.
Sí, y otra cosa que también es real, es la casa de los Sackville West, que sirve de fondo al libro, de la cual Victoria Ocampo comenta que tenía trescientas sesenta y cinco habitaciones.
—Claro, de modo que viene a ser una casa astrológica, porque trescientas sesenta y cinco se acerca a la astrología y al cómputo de los años, naturalmente.
Cierto. Usted ha traducido Un cuarto propio, entiendo, de Virginia Woolf además.
—Sí, ahora voy a confiarle, ya que estamos solos los dos, un secreto; y es que ese libro lo tradujo realmente mi madre. Y yo revisé un poco la traducción, de igual modo que ella revisó mi traducción de Orlando. La verdad es que trabajábamos juntos; sí, Un cuarto propio, que me interesó menos… bueno, el tema, desde luego, es, digamos, un mero alegato a favor de las mujeres y el feminismo. Pero, como yo soy feminista, no requiero alegatos para convencerme, ya que estoy convencido. Ahora, Virgina Woolf se convirtió en una misionera de ese propósito, pero, como yo comparto ese propósito, puedo prescindir de misioneras. No obstante, ese libro, Orlando, es realmente un libro admirable. Y es una lástima que en las últimas páginas decaiga; pero eso suele ocurrir con los libros. Por ejemplo, con los Cien años de soledad; parece que la soledad no hubiera debido vivir cien años, sino ochenta, ¿no? Pero, por el título eran necesarios cien años de soledad. El autor se cansa, y el lector siente ese cansancio, y… lo comparte. Y el final de Orlando, me parece que hay algo, yo no sé, lo vinculo vagamente con diamantes, pero esos diamantes están un poco perdidos en el olvido: veo sólo el brillo… pero es un libro muy, muy lindo, y recuerdo un capítulo, una página en la que aparece Shakespeare y no se menciona su nombre. Pero no hay un lector que deje de darse cuenta que se trata de Shakespeare. Es un hombre que está observando una fiesta de modo que está pensando en otra cosa en medio de una fiesta: pensando en fiestas de la comedia o de la tragedia tal vez. Pero uno entiende que es Shakespeare. Y si lo hubiera mencionado, habría echado todo a perder, ya que la alusión puede ser más eficaz que la expresión.
Justamente Orlando se remonta por distintas épocas, y yo creo que es un excelente exponente de la literatura fantástica, por momentos, el libro.
—Sin duda, y además es un libro incomparable ya que yo no recuerdo ningún otro escrito así. Creo que al principio uno ignora que Orlando seguirá viviendo ¿no?, que Orlando será, bueno, no sé si inmortal, pero casi inmortal.
Inmortal y ubicuo.
—Sí, inmortal y ubicuo. Me agradan menos los libros de crítica de Virginia Woolf. Refiriéndose a escritores de cierta generación, ella tomó como ejemplo a Arnold Bennett… y es raro que eligiera a Arnold Bennett habiendo podido elegir a dos hombres de genio como Bernard Shaw y H. G. Wells.Creo que Virginia Woolf dijo que Bennett había fallado en lo que ella creía esencial para un novelista, que es la creación de un carácter. Pero yo creo que eso aplicado a Bennett es falso, y tampoco estoy seguro de que la creación de caracteres sea lo esencial del novelista. Bueno, no sé si es exacta esta observación, pero, pensemos que al fin de todo, Charlie Chaplin y Mickey Mouse (ríe), y el Gordo y el Flaco, son caracteres. De modo que no parece que sea tan difícil crear caracteres, ¿no?, se crean continuamente; un dibujante puede crear un personaje.
Usted sabe que también se han interesado y ocupado mucho de Virginia Woolf, Silvina y Victoria Ocampo. Victoria Ocampo escribió…
—Sí, Victoria la conoció personalmente, pero quizá de un modo un poco subalterno; porque yo recuerdo que Victoria me había hablado de un número de Sur dedicado a la literatura inglesa. Entonces, juntamos con Bioy Casares una serie de textos, y luego resultó que Victoria se había encargado de publicar una selección hecha por Victoria Sackville West y por Virginia Woolf en Inglaterra. Y yo no quería publicar muchos de esos poemas porque a mí no me gustaban, pero ella me dijo que no, que el número estaba organizado, y entonces salió así. Después yo fui publicando en Sur los textos que habíamos elegido, bueno, de autores que habían sido arbitrariamente excluidos por Virginia Woolf y por Victoria Sackville West. Creo que esas dos escritoras querían que aparecieran escritores de su grupo. En cambio, yo había pensado en una antología que representara toda la literatura inglesa contemporánea. Recuerdo que Victoria Ocampo le dijo a Virginia Woolf que ella procedía de la República Argentina, y entonces Virginia Woolf le dijo que ella creía poder imaginarse el país; y se imaginó una escena de personas en un jardín o en un prado, tomando refrescos, de noche, en un lugar, bueno, con árboles y luciérnagas. Y Victoria le dijo, cortésmente, que eso correspondía exactamente a la República Argentina (ríe).
Cuando Victoria Ocampo escribe sobre Virginia Woolf, habla extensamente de la condición de la mujer, a fines de la época victoriana, en Inglaterra e inclusive en la Argentina; y realmente, Borges, se vuelven comprensibles el feminismo y sus reivindicaciones después de leerlo.
—Pero desde luego; y antes de leerlo yo pensaba lo mismo, sí.
Una de las víctimas —pero a la vez pudo superar esto— de esos hábitos de vida victorianos para con la mujer fue Virginia Woolf.
—Ah, yo no sabía eso.
Los padeció a través de la actitud de su padre, quien le imponía «No writing, no books» (ni escribir ni leer).
—Creo que el padre era el editor de English Men of Letters (Hombres de letras ingleses), pero yo no sabía que…
Se resistía a que la hija leyera y escribiera.
—Algunas de esas biografías de la colección que él dirigía fueron admirables; por ejemplo, una de Harold Nicholson, de Swinburne, otra sobre Edward Fitzgerald, luego un estudio de Priestley sobre Meredith que era extraordinario.
Hay unas palabras curiosas, dichas por Virginia Woolf a Victoria Ocampo; le escribe: «Como a la mayoría de las inglesas incultas, me gusta leer, me gusta leer libros permanentemente».
—(Ríe). Bueno, eso de incultas es como una broma de ella, ¿no? Pero, no, porque posiblemente un escritor sea inculto para un hombre de ciencia o para un filósofo…
E inversamente, claro.
—E inversamente, pero posiblemente los escritores seamos, fuera de la literatura o de la historia, por ejemplo, del todo incultos. Yo sé que, bueno, comparado con «el hombre de la calle» soy un hombre ignorante, ya que yo usaré, sin duda, el teléfono muchas veces, demasiadas veces; y no sé aún qué es un teléfono, y menos qué es una computadora. Apenas si he alcanzado a entender qué es un barómetro o un termómetro; y quizás habré olvidado ya eso que entendí.
Claro, le decía que entre Victoria Ocampo y Virginia Woolf, parece haberse establecido una cadena de reivindicaciones: en una carta Victoria Ocampo le cita un pasaje de Jane Eyre, respecto del cual dice: «Se oye el respirar de Charlotte Brontë, un respirar oprimido y jadeante». Y agrega que esa opresión era la opresión que la época ejercía sobre ella, en su condición de mujer.
—Sí, bueno, ahora, parece que todos tenemos derecho a la opresión y al jadeo, ¿no?, también los hombres (ríen ambos); desgraciadamente podemos conocer ese melancólico privilegio, que antes era propio de las mujeres.




Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: Virginia Woolf and her father Sir Leslie Stephen, 
by George Charles Beresford c.1903






1/1/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Las letras en peligro ("En diálogo", III, 114)




Osvaldo Ferrari: He leído en un diario de Buenos Aires, una carta suya, Borges, cuyo título es «La cultura en peligro».
Jorge Luis Borges: Sí, pero yo quería cambiar ese título, porque «La cultura en peligro» no suena bien. Yo había pensado poner «Las letras en peligro», para evitar la sinalefa, pero, quizá a la gente le interese más la cultura, siquiera nominalmente, que las letras; que son un tema, bueno, especial: las letras están incluidas en la cultura, y no viceversa. De modo que mantengámonos en ese título, un tanto cacofónico: «La cultura en peligro» —ya sé que la palabra cultura es una palabra antipática, pero es la única, ¿no?—; y es la palabra justa, más allá de sus connotaciones gratas o ingratas.
Si a usted le parece, yo leería su carta, para que pueda explicar de qué se trata.
—Pero cómo no.
Dice lo siguiente: «Es raro que alguien quiera haber sido objeto de una broma; tal es, inverosímilmente, mi caso. Ha llegado a mis manos un manuscrito cuya materia es la reforma —llamémosla así— de los estudios de la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Soy doctor emérito de esa casa»
—Bueno, yo querría explicar un poco mis actividades: yo enseñé durante unos veinte años —elijamos las cifras redondas— no la literatura inglesa o la norteamericana, que son infinitas, pero sí el amor de esas literaturas; o, más concretamente, el amor de algunos escritores: basta con el hecho de que un estudiante se enamore de un autor y busque sus libros, para que yo me sienta justificado. No sé si le dije que hace un tiempo, me detuvo alguien en la calle San Martín, me detuvo un desconocido y me dijo: «Borges, quiero agradecerle algo». Y yo le dije: «¿Qué quiere agradecerme, señor?», y él me dijo: «Usted me ha hecho conocer a Robert Louis Stevenson». En tal caso, le dije yo, me siento justificado. Me sentí muy feliz, porque haber hecho que alguien conozca a Stevenson es haberle dado… es haber agregado una felicidad a su vida. De modo que yo he enseñado el amor, no de todas esas literaturas, ya que he fracasado con muchos libros de esas ilustres literaturas, pero sí el amor de algunos libros y de algunos autores, o, por qué no, de un autor. Ya con eso basta para mi tarea; lo demás, bueno, es propio de enciclopedias, de historias de la literatura: nombres, fechas, todo eso es secundario.
Usted agrega, entonces: «En esta ocasión, como en otras, no he sido consultado»…
—Claro, voy a decirle por qué puse eso: nos nombraron a José Luis Romero y a mí, profesores eméritos. Entonces, yo le pregunté a Romero «qué significa eso de emérito». Y me dijo: «Realmente no sé, supongo que querrá decir consultivo». Pero, no he sido consultado nunca, de suerte que esa explicación de él no era acertada. Quizá se tratara de un mero sonido halagüeño, simplemente un halago verbal: me regalaron esa palabra esdrújula «emérito», ¿no? Y por qué no agradecer las esdrújulas, una de las virtudes del castellano que otros idiomas no tienen. Bueno, muy bien, soy un profesor emérito aunque no sé muy bien qué significa eso; yo pensé que quería decir retirado, pero parece que no, parece que además tiene una suerte de connotación halagüeña, ¿no?, porque «jubilado», «retirado», se parecen un poco a «arrumbado», pero «emérito» parece…
Más loable.
—Sí, más loable, es menos melancólico, ¿no? A ver, sigamos.
Entonces, usted dice: «No he sido consultado, pero me creo con derecho a opinar», y transcribe el texto que le han dicho a usted que está en circulación.
—Sí, ahora, me dijeron después que ese texto es un texto exacto, y que por extraordinario que parezca, este tema va a ser discutido en la misma Universidad.
El texto es el siguiente: «Todas las literaturas extranjeras podrán ser optativas»
—Bueno, optativas quiere decir que podrán dejarse de lado, ¿no?; la palabra «optativo» significa eso, sí.
—«Y pueden sustituirse, por ejemplo, por Literatura media y popular»…
—Bueno, ahí confieso mi ignorancia; sobre todo ¿qué es literatura media?; después digo que puede ser «mediocre», pero me han dicho que no, que se trata de best sellers; es decir, algo que no suele parecerse a la literatura. En todo caso, excluye todo lo que pueda haber de pedantesco en la palabra literatura, ya que las palabras «literatura media» la hacen más accesible, menos alarmante que «la literatura», que podría ser muy solemne.
Continúo leyendo: «pueden sustituirse por Medios de comunicación»…
—Cuando yo leo eso, pienso inmediatamente en ómnibus, diligencias, tranvías, ferrocarriles. Me explicaron que no; que se trataba de periódicos, de revistas —que vienen a ser pequeñas antologías—, o de la radio, incluso de la radiotelefonía. Ahora, parece muy raro que la literatura sea remplazada por la radio, pero parece que todo es asombroso.
Luego dice: «pueden sustituirse por Folklore literario»…
—Creo que opino sobre eso a continuación, pero ¿qué puede ser el folklore sino una serie de supersticiones?, y ¿por qué fomentarlas? Claro que eso se hace porque se piensa en el folklore regional, y, desde luego, todo lo regional y todo lo nacional, tiene un prestigio en esta curiosa época; parece que es muy importante tal región o tal otra. Para mí no lo es, yo trato de ser digno de esa antigua ambición de los estoicos: ser un ciudadano del mundo. Y no insisto particularmente en haber nacido en la Parroquia de San Nicolás, de la ciudad de Buenos Aires.
Sigue diciendo: «pueden sustituirse por Sociología de la literatura»…
—Realmente yo no sé qué pueda ser la sociología de la literatura. Si fuera una ciencia, podría predecir las cosas, pero, curiosamente, esa sociología se aplica a la literatura que ya ha ocurrido o que se quiere que ocurra. Y esto me recuerda una broma de Heine, que dijo: «El historiador, el profeta retrospectivo»; y eso fue, quizá, mejorado, curiosamente, por Valera, por Juan Valera, que dijo que «la historia es el arte de profetizar el pasado». Lo cual es cierto. Además, no sé si esa sociología de la literatura nos dará los nombres, y por qué no las fechas y los títulos de los grandes libros del siglo XXI. Más bien nos dirá que lo que ha ocurrido era inevitable, pero yo no sé hasta qué punto el hecho estético es inevitable: yo creo que nadie pudo predecir que en el año 1855, un periodista de Brooklyn, Walt Whitman, publicaría Leaves of grass (Hojas de hierba), y que eso modificaría toda la literatura subsiguiente. O que años antes, Edgar Allan Poe, por virtud de esos cinco cuentos que escribió, que todos recordamos: «Los crímenes de la calle Morgue», «La carta robada», «El escarabajo de oro», y los otros; nadie pudo predecir, por sociólogo que fuera, que eso iba a crear un género literario: el género policial. Y que ese género iba a tener cultores tan ilustres, bueno, como Dickens, como Wilkie Collins, como Chesterton, como Eden Phillpotts, y como tantos otros; la lista sería casi interminable, Nicolas Blake… bueno, muchísimos en todas partes del mundo; yo mismo, con Bioy Casares, he ensayado ese género en los Seis problemas para don Isidro Parodi. Todo eso no hubiera ocurrido si Poe no hubiera escrito esos cinco cuentos, que vienen a ser ejemplares perfectos del género, y trataban de determinar las leyes que se fijarían después; es decir, el hecho de rehuir toda violencia, de hacer que un crimen fuera resuelto por la meditación y por la observación, y no como suele proceder la policía, por recibir denuncias.
Llegamos entonces, a las dos últimas posibilidades…
—¿Cuáles son?
Pueden sustituirse por Sociolingüística, Psicolinguística.
—Bueno, yo no puedo decir nada de esas cosas, ya que para mí son meros neologismos, y no sé si corresponden a disciplinas. En todo caso, serían disciplinas tan recientes que para muchos son hipotéticas. Por qué preferir al goce estético el estudio de esas disciplinas, cuyo mismo nombre es árido.
Su carta termina diciendo que, según es fama, los argentinos somos ingenuos…
—Eso quiere decir que posiblemente mucha gente crea que esa lista es auténtica, y que alguien va a creer que ese peligro es serio; es decir, que se va a remplazar la literatura, el goce de la literatura, por disciplinas sobre la literatura. Pero eso no es imposible; yo he sido profesor durante unos veinte años; muchos estudiantes me pedían, entonces, bibliografía. Y yo les decía que no, que no les daría ninguna, ya que la bibliografía es posterior a la obra de un escritor; no creo que Shakespeare hubiera leído, bueno, las vastas bibliotecas que se han escrito sobre él. Es decir, lo primero es la obra, pero ahora se escribe tanto sobre la obra, sobre los libros, y se escribe sobre lo que se escribe; y se escribe sobre lo que se escribe sobre lo que se escribe… que, la gente, por lo general, no llega al texto nunca, porque hay ese estorbo de la bibliografía. Y eso, bueno, eso continuará; ya Samuel Butler dijo que, con el tiempo, los catálogos del museo británico no cabrían en el mundo (ríen ambos). Ni siquiera se refirió a los libros, ya que los catálogos serían demasiados. Es decir, estamos obstruidos por la erudición, que es uno de los peligros de nuestro tiempo, aunque haya tantos ignorantes; porque los eruditos suelen ser ignorantes, o sólo suelen conocer aquel punto que estudian. Lo general ya no; es demasiado vago eso para ellos.
En ese caso, se trataría de la erudición clausurando la creatividad.
—Sí, quizá una de las ventajas para estudiar, por ejemplo, los orígenes de la literatura, es que se han perdido todos esos chismes: los nombres de los autores, las fechas; algo tan importante para los críticos actuales como los cambios de domicilio… yo he leído un libro sobre Poe, de Harvey Alien, creo, que casi no era otra cosa que los cambios de domicilio de Poe. Casi no había otra cosa, y, sin embargo, lo menos importante son los cambios de domicilio: todo el mundo cambia de domicilio; pero lo importante es lo que un escritor ha soñado, y el libro que nos ha dejado. Todo eso se sustituye por cambios de domicilio, o —en el caso de los psicoanalistas— se sustituye por chismes, indiscreciones sobre la vida sexual… además, se entiende que todo escritor debe odiar a su padre y querer a su madre, u odiar a su madre y querer a su padre. Todo eso está remplazando a la literatura, al goce estético, que es casi desconocido ahora. Bueno, yo no sé si realmente corremos el peligro de que he hablado, espero que no, espero haber sido engañado personalmente; espero una declaración de una persona cualquiera vinculada a la Universidad, diciendo que —yo uso después una frase que creo necesaria—, que ese estrafalario catálogo no existe, y no podrá tomarse en serio. Sería muy triste, además, que la Universidad —claro que suele exagerarse la importancia de las universidades— se dedicara a reemplazar la literatura por la mera sociología. Pero, todo es de temerse en esta época.
Creo que el contenido de su carta, Borges, ha quedado completamente explicado.
—Bueno, pero convendría, yo creo, que aparecieran otras cartas, de otros escritores, porque quizá este peligro no sea imaginario; quizá sea real. Y entonces convendría que los escritores protestaran. No quiero mencionar nombres propios; pero con que una persona vinculada a la Universidad lo desmintiera, bastaría. Pero, si hay otros escritores que quieran expresar su alarma ante este inverosímil, pero no imposible peligro, mejor. Además, Boileau dijo: «Lo cierto puede, a veces, no ser verosímil». Y, en este caso, puede tratarse de un hecho cierto, y tan inverosímil como yo he pensado, o como yo trato de pensar.
O al revés.
—Sí, todo es posible.





Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)

Desde el cap. 92 hasta el final 118 el material fue publicado 
anteriormente bajo el título Reencuentro. Diálogos inéditos
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999.
Incluido luego como parte III en En diálogo

Imagen: Ejemplares de Robert Louis Stevenson propiedad de JLB
Museo de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Toma de Fernando Albarracín, diciembre 2017 


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