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26/4/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Buddha histórico






En el caso del Buddha, como en el de otros fundadores de religiones, el problema esencial del investigador reside en el hecho de que no hay dos testimonios, sino uno solo: el de la leyenda. Los hechos históricos están ocultos en la leyenda, que no es una invención arbitraria, sino una deformación o magnificación de la realidad. Es sabido que los literatos del Indostán suelen buscar hipérboles y esplendores, pero no rasgos circunstanciales; si estos se encuentran en la leyenda, podemos conjeturar que son verdaderos. En el capítulo anterior, hemos visto que Siddharta tenía veintinueve años cuando abandonó su palacio; esta cifra ha de ser exacta, ya que no parece tener ninguna connotación simbólica. Se nos dice que fue discípulo de diversos maestros; esto también es verosímil, ya que más impresionante hubiera resultado decir que todo lo sacó de sí y que nadie le enseñó nada. Idéntico razonamiento cabe aplicar a la causa inmediata de su enfermedad y de su muerte: ningún evangelista hubiera inventado la carne salada o las trufas que apresuraron el fin del famoso asceta.
Siddharta, antes de ser un asceta, fue un príncipe; es casi inevitable que quienes divulgaron su historia exageraran el esplendor que lo rodeó al comienzo, para aumentar el contraste de ambas etapas de su vida. En Suddhodana, Oldenberg ve a un grande y rico terrateniente cuya riqueza provenía del cultivo del arroz y no a un monarca. El hecho de que su nombre se haya traducido por Arroz Puro o El que Tiene Alimento Puro parece justificar esa hipótesis.
Lo legendario envuelve toda la vida del Buddha, pero es más profuso en la etapa que antecede a la proclamación de su ley. El itinerario de sus viajes debe de ser auténtico, dada su precisa topografía. Nos queda, pues, la crónica minuciosa de cuarenta y cinco años de magisterio, de la que basta extirpar algunos milagros.
Acaso no sea inútil señalar que el siglo VI a. de C., en que floreció el Buddha, fue un siglo de filósofos: Confucio, Lao Tse, Pitágoras y Heráclito fueron contemporáneos suyos.
Para el occidental, la comparación de la historia o leyenda del Buddha con la historia o leyenda de Jesús es quizá inevitable. Esta última abunda en inolvidables rasgos patéticos y en circunstancias de insuperable dramaticidad; comparada con la de un dios que condesciende a tomar la forma de un hombre y muere crucificado entre dos ladrones, la otra historia del príncipe que deja su palacio y profesa una vida austera es harto más pobre. Reflexionemos, sin embargo, acerca de que la negación de la personalidad es uno de los dogmas esenciales del budismo y que haber inventado una personalidad muy atrayente, desde el punto de vista humano, hubiera sido desvirtuar el propósito a fundamental de la doctrina. Jesús conforta a sus discípulos diciéndoles que si dos de ellos se reúnen en su nombre, Él será el tercero; el Buddha, en circunstancias análogas, dice que él deja a los discípulos su doctrina. Edward Conze ha observado muy justamente que la existencia de Gautama como individuo es de escasa importancia para la fe budista. Agrega, según el espíritu del Gran Vehículo, que el Buddha es una suerte de arquetipo que se manifiesta en el mundo en diversas épocas y con diversas personalidades, cuyas idiosincrasias carecen de mayor importancia. La pasión de Cristo ocurre una vez y es el centro de la historia de la humanidad; el nacimiento y la enseñanza del Buddha se repiten cíclicamente para cada período histórico y Gautama es un eslabón en una cadena infinita que se dilata hacia el pasado y el porvenir.
La fastuosa vida y la numerosa poligamia del Buddha legendario pueden chocar a ciertos prejuicios occidentales; conviene recordar que corresponden a la concepción hindú, según la cual el renunciamiento es la corona de la vida y no su principio. Aun ahora, en el Indostán, no es infrecuente el caso de hombres que, en los umbrales de la vejez, dejan su familia y su fortuna y salen a los caminos a practicar la vida errante del asceta.
Escribe Edward Conze: «… para el historiador cristiano o agnóstico, sólo es real el Buddha humano, y el Buddha espiritual o mágico no son más que ficciones. Otro es el punto de vista del creyente. La esencia del Buddha y su cuerpo glorioso se destacan en primer término, en tanto que su cuerpo humano y su existencia histórica son meros harapos que recubren aquella gloria espiritual».
Las dificultades que se presentan al historiador occidental del budismo son un caso particular de un problema más amplio. Como Schopenhauer, los hindúes desdeñan la historia; carecen de sentido cronológico. Alberuni, escritor árabe de principios del siglo XI, qué pasó trece años en la India, escribe: «A los hindúes poco les importa el orden de los hechos históricos o la sucesión de los reyes. Si les hacen preguntas, inventan cualquier contestación». Oldenberg, que procura defenderlos de ese dictamen, invoca una historia o crónica titulada El río de monarcas, en la que un rajá reina durante trescientos años, y otro setecientos años después de haber reinado su hijo. Deussen, en cambio, observa: «Los historiadores comunes (que no perdonan a un Platón no haber sido un Demóstenes) deberían tratar de entender que los hindúes están a una altura que no les permite encantarse, como los egipcios, compilando listas de reyes o, para decirlo en el lenguaje de Platón, enumerando sombras». La verdad, por escandalosa que sea, es que a los hindúes les importan más las ideas que las fechas y que los nombres propios. Sin inverosimilitud se ha conjeturado que la indicación de Kapilavastu (morada de Kapila) como ciudad natal de Gautama puede ser una manera simbólica de sugerir la gran influencia de Kapila, fundador de la escuela Sankhya, sobre el budismo.
Para el hindú que estudia filosofía, las diversas doctrinas son idealmente contemporáneas. La más o menos precisa cronología de los sistemas filosóficos de la India ha sido fijada por europeos: por Max Müller, por Garbe, por Deussen.


Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges y Alicia Jurado en la misa por los 90 años 
de Leonor Acevedo (sin atribución)


29/3/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El Buddha legendario





Paul Deussen ha observado que la leyenda del Buddha es un testimonio, no de lo que el Buddha fue, sino de lo que llegó a ser en muy poco tiempo; otros investigadores agregan que en lo legendario, en lo mítico, la esencia del budismo ha encontrado su expresión más profunda. La leyenda nos revela lo que creyeron innumerables generaciones de hombres piadosos y sigue perdurando en la mente de gran parte de la humanidad.
La biografía empieza en el cielo. El Bodhisattva (el que llegará a ser el Buddha, título que significa «El Despierto») ha logrado, por méritos acumulados en infinitas encarnaciones anteriores, nacer en el cuarto cielo de los dioses. Mira, desde lo alto, la tierra y considera el siglo, el continente, el reino y la casta en que renacerá para ser el Buddha y salvar a los hombres. Elige a su madre, la reina Maya (este nombre significa la fuerza mágica que crea el ilusorio universo), mujer de Suddhodana, que es rey en la ciudad de Kapilavastu, al sur del Nepal. Maya sueña que en su costado entra un elefante de seis colmillos, con el cuerpo del color de la nieve y la cabeza del color del rubí. Al despertar, la reina no siente dolor ni siquiera peso, sino bienestar y agilidad. Los dioses crean un palacio en su cuerpo; en ese recinto el Bodhisattva espera su hora rezando. En el segundo mes de la primavera la reina atraviesa un jardín; un árbol cuyas hojas resplandecen como el plumaje del pavo real le tiende una rama; la reina la acepta con naturalidad; el Bodhisattva se levanta en aquel momento y nace por el flanco derecho sin lastimarla. El recién nacido da siete pasos, mira a derecha e izquierda, arriba, abajo, atrás y adelante; ve que en el universo no hay otro igual a él y anuncia con voz de león: «Soy el primero y el mejor; éste es mi último nacimiento; vengo a dar término al dolor, a la enfermedad y a la muerte». Dos nubes vierten agua fría y caliente para el baño de la madre y del hijo; los ciegos ven, los sordos oyen, los lisiados caminan, los instrumentos de música tocan solos; los dioses del cuarto cielo se regocijan, cantan y bailan; los réprobos en el infierno olvidan su pena. En aquel mismo instante nacen su futura mujer, Yasodhara; su cochero, su caballo, su elefante y el árbol a cuya sombra llegará a la liberación. El niño recibe el nombre de Siddharta; también es conocido por el de Gautama, que fue adoptado por su familia, los Sakyas.
La madre muere a los siete días de haber nacido el Bodhisattva y sube al cielo de los treinta y tres Devas. Un visionario, Asita, oye el júbilo de estas divinidades, baja de la montaña, toma al niño en brazos y dice: «Es el incomparable». Comprueba en él las marcas del elegido: una especie de alta corona orgánica en mitad del cráneo, pestañas de buey, cuarenta dientes muy unidos y blancos, quijada de león, altura igual a la extensión de los brazos abiertos, color dorado, membranas interdigitales y un centenar de formas dibujadas en la planta del pie, entre las que figuran el tigre, el elefante, la flor de loto, el monte piramidal Meru, la rueda y la esvástica. Luego Asita llora, porque se sabe demasiado viejo para recibir la doctrina que el Buddha predicará en el futuro.
Los intérpretes del sueño de Maya han profetizado que su hijo será dueño del mundo (un gran rey) o redentor del mundo. Su padre quiere lo primero; hace levantar tres palacios para Siddharta, de los que excluye toda cosa que pueda revelarle la caducidad, el dolor o la muerte. El príncipe se casa al cumplir los diecinueve años; antes debe ser vencedor en varios certámenes que incluyen la caligrafía, la botánica, la gramática, la lucha, la carrera, el salto y la natación. También debe triunfar en la prueba del arco; la flecha disparada por Siddharta cae más lejos que ninguna otra y, donde cae, brota una fuente[*]. Estos lauros son símbolos de su futura victoria sobre el Demonio.
Diez años de ilusoria felicidad transcurren para el príncipe, dedicados al goce de los sentidos en su palacio, cuyo harén encierra ochenta y cuatro mil mujeres, pero Siddharta sale una mañana en su coche y ve con estupor a un hombre encorvado «cuyo pelo no es como el de los otros, cuyo cuerpo no es como el de los otros», que se apoya en un bastón para caminar y cuya carne tiembla. Pregunta qué hombre es ése: el cochero explica que es un anciano y que todos los hombres de la tierra serán como él. En otra salida ve a un hombre que la lepra devora; el cochero explica que es un enfermo y que nadie está exento de este peligro. En otra ve a un hombre que llevan en un féretro; ese hombre inmóvil es un muerto, le explican, y morir es la ley de todo el que nace. En la última salida ve a un monje de las órdenes mendicantes que no desea ni morir ni vivir (en las últimas formas de la leyenda las cuatro figuras son fantasmas o ángeles). La paz está en su cara; Siddharta ha encontrado el camino.
La noche en que toma la decisión de renunciar al mundo, le anuncian que su mujer ha dado a luz un hijo. Regresa al palacio; a medianoche se despierta, recorre el harén y ve a las mujeres dormidas. A una le babea la boca; otra, con el pelo suelto y desordenado, parece pisoteada por elefantes; otra habla en sueños; otra muestra su cuerpo lleno de úlceras; todas parecen muertas. Siddharta dice: «Así son las mujeres, impuras y monstruosas en el mundo de los seres mortales; pero el hombre, engañado por sus adornos, las juzga codiciables». Entra en el aposento de Yasodhara; la ve dormida con la mano en la cabeza del hijo. Piensa: «Si retiro esa mano de su lugar, mi mujer se despertará; cuando sea Buddha volveré y tocaré a mi hijo».
Huye del palacio, rumbo al Oriente. Los cascos del caballo no tocan la tierra, las puertas de la ciudad se abren solas. Atraviesa un río, despide al servidor que lo acompaña, le entrega su caballo y sus vestiduras y se corta el pelo con la espada. Lo arroja al aire y los dioses lo recogen como reliquia. Un ángel que ha tomado forma de asceta le entrega las tres piezas del traje amarillo, el cinturón, la navaja, la escudilla para limosnas, la aguja y el cedazo para filtrar el agua. El caballo regresa y muere de pena.
Siddharta queda siete días en la soledad. Busca después a los ascetas que habitan en la selva; unos están vestidos de hierbas, otros de hojas. Todos se alimentan de frutos; unos comen una vez al día, otros cada dos días, otros cada tres. Rinden culto al agua, al fuego, al sol o a la luna. Hay quien está parado en un pie y hay quienes duermen en un lecho de espinas. Estos hombres le hablan de dos maestros que viven en el norte; las razones de estos maestros no lo satisfacen.
Siddharta se va a las montañas, donde pasa seis duros años entregado a la mortificación y al ayuno. No cambia de lugar cuando cae sobre él la lluvia o el sol; los dioses creen que ha muerto. Entiende, al fin, que los ejercicios de mortificación son inútiles; se levanta, se baña en las aguas del río y come un poco de arroz. Su cuerpo recobra inmediatamente el antiguo fulgor, los signos que Asita reconoció y la perdida aureola. Pájaros vuelan sobre su cabeza para rendirle honor y el Bodhisattva se sienta a la sombra del Árbol del Conocimiento y se pone a pensar. Resuelve no levantarse de ahí hasta haber logrado la iluminación.
Mara, dios del amor, del pecado y de la muerte, ataca entonces a Siddharta. Este mágico duelo o batalla dura una parte de la noche. Mara, antes de combatir, se sueña vencido, perdida su diadema, marchitas las flores y secos los estanques de sus palacios, rotas las cuerdas de sus instrumentos de música, cubierta de polvo la cabeza. Sueña que en la pelea no puede sacar la espada; congrega, sin embargo, un vasto ejército de demonios, tigres, leones, panteras, gigantes y serpientes —algunos eran grandes como palmeras y otros pequeños como niños—, cabalga un elefante de ciento cincuenta millas de alzada y asume un cuerpo con quinientas cabezas, quinientas lenguas de fuego y mil brazos, cada uno con un arma distinta. Los ejércitos de Mara arrojan montañas de fuego sobre Siddharta; éstas, por obra de su amor, se convierten en palacios de flores. Los proyectiles forman un alto baldaquín sobre su cabeza. Mara, vencido, ordena a sus hijas que lo tienten; estas lo asedian y le dicen que están hechas para el amor y para la música, pero Siddharta les recuerda que son ilusorias e irreales. Señalándolas con el dedo, las transforma en viejas decrépitas. Cubierto de confusión, el ejército de Mara se desbanda.
Solo e inmóvil bajo el árbol, Siddharta ve sus infinitas encarnaciones anteriores y las de todas las criaturas; abarca de un vistazo los innumerables mundos del universo; después, la concatenación de todas las causas y efectos. Intuye al alba las cuatro verdades sagradas. Ya no es el príncipe Siddharta, es el Buddha. Las jerarquías de los dioses y los buddhas venideros lo adoran, pero él exclama:
He recorrido el círculo de muchas encarnaciones
buscando al arquitecto. Es duro nacer tantas veces.
Arquitecto, al fin te encontré. Nunca volverás a construir la casa.
Aquí termina (dice Karl Friedriech Köppen) la más antigua forma de la leyenda, el evangelio del Nepal y del Tíbet.
Siete días más queda el Buddha bajo el árbol sagrado; los dioses lo alimentan, lo visten, queman incienso, le arrojan flores y lo adoran. Llueve y un rey de las serpientes, un Naga, se enrosca siete veces alrededor del cuerpo del Buddha y forma un techo con sus siete cabezas. Cuando el cielo se aclara, el Naga se transforma en un joven brahmán que se prosterna y dice: «No he querido asustarte; mi propósito fue protegerte del agua y del frío». Al cabo de una breve conversación, el Naga se convierte al budismo. Su ejemplo es imitado por un dios, que ingresa como adepto laico a la orden. Los cuatro reyes del espacio ofrecen al Buddha cuatro escudillas de piedra; éste, para no desairar a ninguno, las funde en una sola, que durante cuarenta años le servirá para recibir las limosnas. Brahma baja del firmamento con un gran séquito y suplica al Buddha que inicie la predicación que salvará a los hombres. El Buddha accede; el genio de la tierra comunica esta decisión a los genios del aire, que a su vez transmiten la buena nueva a las divinidades de todos los cielos.
El Buddha se encamina a Benarés. Entra por la puerta occidental de la ciudad, pide limosna y se dirige al Parque de los Ciervos. Busca a cinco monjes que fueron sus compañeros y que se apartaron de él cuando renunció a los rigores del ascetismo; hace girar para ellos, ahora, la Rueda de la Ley: les muestra la Vía Media, que equidista de la vida carnal y de la vida austera, y les enseña la aniquilación del dolor por la aniquilación del deseo. Los monjes se convierten. En aquel día, dice uno de los libros canónicos, hubo seis santos en la tierra. De esta manera, se constituyen las tres cosas sagradas: el Buddha, su doctrina y su orden.
Un día, el Buddha llega al Ganges y se ve obligado a cruzarlo volando por el aire porque no tiene las monedas que le exige el barquero; otro, convierte a un Naga, tras un coloquio en que los dos exhalan bocanadas de humo y de fuego. Finalmente, el Buddha encierra al Naga en su escudilla.
Llamado por su padre, el Buddha vuelve a Kapilavastu acompañado de veinte mil discípulos. Ahí, entre otros, convierte a su hijo Rahula y a su primo Ananda. Unos pescadores le traen un enorme pez que tiene cien cabezas distintas: de asno, de perro, de caballo, de mono… El Buddha explica que en una encarnación anterior el pez ha sido un monje que se burlaba de la inepcia de sus hermanos llamándolos «cabeza de mono» o «cabeza de asno».
Devadatta, primo y discípulo del Buddha, ensaya una reforma de la orden: propone que los monjes anden vestidos de harapos, duerman a la intemperie, se abstengan de comer pescado, no entren en las aldeas y no acepten invitaciones. Deseoso de usurpar el lugar del Buddha, sugiere al príncipe de Magadha el asesinato de aquel. Dieciséis arqueros mercenarios se apuestan en el camino para matarlo. Cuando aparece el Buddha, su virtud y su poder se imponen a los asesinos, que desisten de su propósito. Devadatta, entonces, suelta contra él un elefante salvaje; el animal detiene su carrera y cae de rodillas, subyugado por el amor. Otras versiones multiplican el número de elefantes, que además están ebrios; cinco leones rugientes salen de los cinco dedos del Buddha, y los elefantes, asustados y arrepentidos, se ponen a llorar. La tierra, al fin, traga a Devadatta, que cae en uno de los infiernos, donde le asignan un cuerpo en llamas de mil seiscientas millas de largo. El Buddha explica que esa enemistad es antigua. Hace muchos siglos una enorme tortuga salvó la vida y el equipaje de un mercader llamado Ingrato, que había naufragado; Ingrato aprovechó el sueño de su bienhechora para comérsela y el Buddha concluye su narración con estas palabras: «El que fue mercader es hoy Devadatta y yo fui esa tortuga».
En la ciudad de Vesali, acepta la invitación de la famosa cortesana Ambapali, que luego regala su parque a la orden. Recordemos que Jesús, en casa del fariseo, tampoco desdeña el bálsamo que una pecadora le ofrece (Lucas, VII, 36-50).
Al cabo de los años Mara busca de nuevo al Buddha y le aconseja que abandone esta vida, ahora que está fundada la orden y que ésta cuenta con un número suficiente de monjes. El Buddha le contesta que ha resuelto morir al cabo de tres meses. Escuchadas estas palabras, la tierra se estremece, el sol queda oscurecido, se desencadenan tormentas y todas las criaturas tienen miedo. La leyenda explica que el Buddha hubiera podido vivir millares de siglos y que su muerte es voluntaria. Poco después, el Buddha sube al Cielo de Indra y le encomienda la conservación de su ley; luego baja al Palacio de las Serpientes, que también prometen guardarla. Las divinidades, las serpientes, los demonios, los genios de la tierra y de las estrellas, los genios de los árboles y de los bosques piden al Buddha que dilate su muerte, pero éste declara que la fugacidad es la ley de todos los seres y también la suya. Cunda, el hijo de un herrero, le ofrece en Kusinara un trozo de carne salada de cerdo o, según otros, unas trufas; esta comida agrava el mal que el Buddha ya sentía y cuyos signos había reprimido por un ejercicio de su voluntad, para no entrar en el Nirvana sin despedirse de sus monjes. Se baña, bebe agua y se tiende bajo unos árboles para morir. Los árboles bruscamente florecen; saben tal vez que ese hombre viejo y tan enfermo es el Buddha. Éste, en la hora de su muerte, profetiza futuros cismas y discordias, recomienda la observación de la ley y dispone sus ritos funerarios. Muere acostado sobre el flanco derecho, la cabeza hacia el norte, la cara vuelta hacia el poniente. Entra en el éxtasis y muere en el éxtasis. Muere al anochecer, en esa hora en que parece fácil la muerte.
A las puertas de la ciudad queman el cadáver y celebran ritos solemnes, como si fuera el de un gran rey, el del rey que Siddharta no quiso ser. Antes de entregarlo a las llamas lo honran con danzas, elegías y juegos que duran seis días. El séptimo colocan el cadáver en la pira; cuatro, ocho y dieciséis personas tratan en vano de encenderla; finalmente sale una llama del corazón del Buddha y consume el cuerpo. Una urna recibe los huesos calcinados, sobre los que se vierte miel para que ninguna partícula se pierda. El conjunto se divide en tres partes: una para los dioses, que la guardan en túmulos celestiales; otra para los Nagas, que la guardan en túmulos subterráneos; otra para ocho reyes, que edifican en la tierra ocho monumentos, a los que acudirán generaciones de peregrinos.
Tal es, a grandes rasgos, la vida legendaria del Buddha. Antes de juzgarla, conviene recordar ciertas cosas.
Paul Deussen, en 1887, jugó con la conjetura de que los posibles habitantes de Marte mandaran a la tierra un proyectil con la historia y exposición de su filosofía y consideró el interés que despertarían esas doctrinas, sin duda tan diferentes de las nuestras. Observó después que la filosofía del Indostán, revelada en los siglos XVIII y XIX, era para nosotros no menos extraña y preciosa que la de otro planeta. Todo, efectivamente, es distinto, hasta las connotaciones de las palabras. Cuando leemos que el Buddha entró en el costado de su madre en forma de joven elefante blanco con seis colmillos, nuestra impresión es de mera monstruosidad. El seis, sin embargo, es número habitual para los hindúes, que adoran a seis divinidades llamadas las seis puertas de Brahma y que han dividido el espacio en seis rumbos: norte, sur, este, oeste, arriba, abajo. La escultura y la pintura indostánicas, por lo demás, han difundido imágenes múltiples para ilustrar la doctrina panteísta de que Dios es todos los seres. En cuanto al elefante, animal doméstico, es símbolo de mansedumbre.
Para este resumen de la leyenda del Buddha, se han consultado dos textos. El primero es el Lalitavistara, nombre que Winternitz traduce de esta manera: Minuciosa narración del juego (de un Buddha). Al estudiar la escuela del Gran Vehículo, veremos la justificación de tales palabras. La obra ha sido redactada en los primeros siglos de nuestra era. El segundo texto es el Buddhacarita, poema épico atribuido a Asvaghosha, que vivió en el primer siglo de la era cristiana. Una biografía tibetana del poeta afirma que este recorría los mercados acompañado de cantores y de cantoras, predicando la fe del Buddha al son de melancólicas endechas cuya letra y cuya música eran de su invención. El poema fue escrito en sánscrito y vertido al chino, al tibetano y, en 1894, al inglés.



[*] En busca de esta fuente es uno de los temas centrales de Kim de Kipling.
Título original: Qué es el budismo 
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.

Foto: Borges en Cnel Suárez con Alicia Jurado en el Cine Cervantes. (s-d) 
El Intendente Cnel Raúl Lucio Pedernera le entrega una medalla 
que recuerda a Cnel Suárez Vía


8/3/17

Jorge Luis Borges: Atlas [Prólogo]







Creo que Stuart Mill fue el primero que habló de la pluralidad de las causas; en lo que se refiere a este libro, que ciertamente no es un Atlas, puedo señalar dos, inequívocas. La primera se llama Alberto Girri. En el grato decurso de nuestra residencia en la tierra, María Kodama y yo hemos recorrido y saboreado muchas regiones, que sugirieron muchas fotografías y muchos textos. Enrique Pezzoni, la segunda causa, las vio; Girri observó que podrían entretejerse en un libro, sabiamente caótico. He aquí ese libro. No consta de una serie de textos ilustrados por fotografías o de una serie de fotografías explicadas por un epígrafe. Cada título abarca una unidad, hecha de imágenes y de palabras. Descubrir lo desconocido no es una especialidad de Simbad, de Erico el Rojo o de Copérnico. No hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia.

María Kodama y yo hemos compartido con alegría y con asombro el hallazgo de sonidos, de idiomas, de crepúsculos, de ciudades, de jardines y de personas, siempre distintas y únicas. Estas páginas querrían ser monumentos de esa larga aventura que prosigue.

J.L.B.



Texto y foto  de Borges y Kodama en Chichen Itzá, en Atlas (1984)

7/3/17

Jorge Luis Borges - María Kodama: El relato de Ottar







Ottar dijo a su señor Alfredo el Rey que de todos los hombres de Noruega el que habitaba más al norte era él. Dijo que habitaba hacia el norte en la tierra que orilla el mar occidental. Dijo que esa tierra se alargaba todavía más hacia el norte y que toda ella era desierta, salvo en pocos lugares donde residen, aquí y allá, los fineses, que se mantienen de la caza en el invierno, y de la pesca, junto a ese mar, en el verano. Dijo que había querido averiguar hasta dónde la tierra seguía alargándose o si algún hombre moraba al norte del yermo. Navegó entonces hacia el norte, junto a esa tierra, y durante tres días tuvo a estribor el desierto y el abierto mar a babor. Alcanzó entonces el extremo boreal a que llegan los cazadores de ballenas. Durante tres días más navegó todo lo que pudo hacia el norte. Hacia el este la tierra penetra en el mar o el mar entra en la tierra, él no sabía cuál de las dos cosas, pero esperó ahí vientos del oeste o del norte y navegó junto a la costa lo que se puede navegar en cuatro días. Tuvo que esperar un viento del norte porque la tierra se inclinaba hacia el sur o el mar penetraba en la tierra, él no sabía cuál de los dos. Cinco días navegó hacia el sur costeando la tierra. Remontando un gran río entró en la tierra, pero no prosiguieron más, porque sentían el temor de enemigos, ya que otra margen de la tierra estaba cultivada. No había encontrado tierra habitada desde que salió de su patria, durante todo el trayecto había tierra yerma a estribor y a babor mar abierto, con excepción de algunos cazadores y pescadores y pajareros y todos eran fineses.

Los beormas le dieron muchas noticias de la tierra que habitan y la de sus vecinos pero acaso no eran verdad ya que él no las vio con sus ojos. Le pareció que los fineses y los beormas hablaban más o menos la misma lengua.

Emprendió aquel viaje no sólo para descubrir esas tierras, sino en busca de morsas, porque sus colmillos son de muy noble hueso. De éstos le trajo algunos al rey. El cuero sirve para hacer cordajes de navío. Esa ballena (la morsa) es menor que las otras. Tienen siete codos de largo y los mejores balleneros son los de su tierra. Las ballenas tienen cincuenta codos de largo y las mayores ochenta y cuatro. Dijo que él era uno de seis balleneros que en dos días mataron sesenta ballenas (morsas).

Era un hombre muy poderoso y sus bienes eran de animales salvajes y también cuando vino el rey de seiscientos ciervos mansos que había criado. Esos ciervos se llaman renos, de los cuales seis eran señuelos, que los fineses aprecian porque atraen a los renos salvajes. En su tierra era uno de los primeros, aunque no tenía más que veinte cabezas de hacienda y veinte ovejas y veinte cerdos y la poca tierra que araba, la araba con caballos, pero sus bienes eran principalmente el tributo que le rendían los fineses. Este tributo era de pieles de ciervo y de plumas de pájaro, de huesos de ballena (marfil) y de cordajes que se entrelazan con piel de morsa y con piel de foca.



Nota


Alfredo el Grande (849-901), rey de los sajones occidentales, hizo traducir del latín al anglosajón el De Consolatione de Boecio y la Historia Universal del español Orosio, para la educación de sus nobles. Agregó como apéndice de la última el relato de los viajes del explorador noruego Ottar, que era súbdito suyo.
Los sajones podían componer versos memorables, pero su prosa, como lo prueba este pasaje, era vacilante y pesada.
En esta página el intrínseco interés del relato logra sobreponerse a las torpes y repetidas palabras del escriba. El mundo no era hospitalario; Ottar renuncia a explorar el río cuando sabe que en su margen hay hombres.
Longfellow ha usado este relato para escribir el hermoso poema que se titula The Discoverer of the North Cape.



En Breve antología anglosajona (1978)
En colaboración con María Kodama

Foto: Borges y M. Kodama (1975) by Willis Barnstone 
at Borges at Eighty: Conversations, AA.VV., 1982 
Edition, foreword and photographs: Willis Barnstone 
Contributing authors: Willis Barnstone, Alastair Reid, 
Dick Cavett, Alberto Coffa, Kenneth Brechner & Jaime Alazraki




5/3/17

Jorge Luis Borges: Santísima Trinidad






Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo…

«La biblioteca total», 1939


La divinidad de Cristo es una cosa tan rara… Yo recuerdo que mi padre me decía que el mundo es tan raro que todo es posible… hasta la Santísima Trinidad. Como si hubiera dicho el unicornio.

Fernández Ferrer, 1986







En Borges A/Z

A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Imagen arriba: Captura Borges: El eterno retorno (1985)
Dirección Patricia Enis/Fernando Flores
Imagen abajo: A. Fernández Ferrer y M. Kodama 
Foto Bernardo Pérez Madrid, 2005 (detalle) Vía


21/2/17

Jorge Luis Borges: Los expatriados




El primero y más ilustre de los expatriados fue Henry James (1843-1916), hermano menor del filósofo y psicólogo William James (1842-1910), que fundó el pragmatismo. El padre quería que sus hijos fueran, a la manera de los estoicos, ciudadanos del mundo y no formaran hábitos prematuros de conducta o de pensamiento. No creía en las escuelas y universidades; por lo tanto, William y Henry fueron educados en Italia, Alemania, Suiza, Inglaterra y Francia por preceptores particulares, siguiendo los cursos que les interesaban. Hacia 1875, al cabo de breves estudios jurídicos en Harvard, Henry partió definitivamente de Nueva Inglaterra y se fijó en Europa. En 1871 había publicado su primera novela, Watch and Ward; en 1877, The American, cuyo protagonista, hondamente agraviado, renuncia en el capítulo final a una fácil venganza. James reescribió esa obra; en una versión, el acto se debe a la nobleza del carácter del héroe; en la otra, al sentimiento de que la venganza sería un eslabón que lo ataría aún más a sus enemigos, que ha resuelto olvidar. 

Henry James fue amigo personal de Flaubert, Daudet, Maupassant, Turguenieff, Wells, Kipling. A principios de nuestro siglo su situación era curiosa; todos lo alababan, todos lo llamaban maestro y nadie lo leía. Harto de la fama, anhelaba la popularidad y la buscó en la redacción de piezas de teatro, con adversa fortuna. En 1915 adoptó la ciudadanía británica para significar así su adhesión a la causa de los aliados, ya que los Estados Unidos no habían entrado aún en la guerra. Había nacido en Nueva York; sus cenizas descansan en un cementerio de Massachussetts.

A diferencia de Emerson y de Whitman, James opinaba, bajo el influjo de Flaubert que una civilización antigua y compleja es indispensable para el ejercicio del arte. Creía que el americano era moralmente superior al europeo, pero intelectualmente más simple. El tema de sus primeras obras (a una de las cuales nos hemos referido) es el contraste de ambos tipos humanos. Lambert Strether, protagonista puritano de la novela The Ambassadors (1903), emprende un viaje a París para salvar de su corrupción al joven Chad, a pedido de su madre viuda, Mrs. Newsome, a quien discretamente festeja. Acaba por rendirse al encanto de aquella ciudad y por comprender que ha vivido en vano. Vuelve a América sin embargo, incapaz de vivir plenamente y olvidar su pasado. Harto distinta es la novela What Maisie Knew (Lo que supo Maisie), de 1897, que nos deja entrever un conjunto de hechos abominables a través de la mente de una niñita que los refiere y no los sospecha. 

Los relatos de James son no menos densos que las novelas y de harto más interesante lectura. El más famoso, "The Turn of the Screw" (Otra vuelta de tuerca), es deliberadamente ambiguo y está lleno de horror sutil; ha suscitado tres interpretaciones, todas justificadas por el texto. "The Jolly Corner" (La alegre esquina) es la historia de un americano que vuelve al cabo de los años a su casa de Nueva York. La recorre y persigue en la penumbra a una forma humana que huye. Esa forma doliente y mutilada y parecida a él es el hombre que él mismo hubiera sido, de haber permanecido en América. "The Figure in the Carpet" (El dibujo en la alfombra) refiere el caso de un novelista en cuya vasta obra hay un propósito central, invisible al principio, como el dibujo de una intrincada alfombra persa; el escritor muere y un grupo de críticos dedican su vida a descubrir esa forma secreta que nunca encontrarán. En "The Lesson of the Master" (La lección del maestro) aparece también un gran novelista; éste disuade a su secretario de casarse con una joven heredera australiana porque esa unión puede alejarlo de la obra que debe realizar. El secretario asiente, el maestro se casa con la australiana y no se sabe si el consejo ha sido o no sincero. "The Tree of Knowledge" (El árbol de la ciencia) es la historia de un hombre que se dedica a impedir que el hijo de un amigo, escultor, se dé cuenta de la extraordinaria mediocridad de su padre, que ha muerto; en el último párrafo se revela que el hijo siempre ha desdeñado su obra. Es sintomático de James que en "The Great Good Place" (El gran lugar bueno) nos muestre el paraíso bajo la forma de un sanatorio costoso; evidentemente era incapaz de concebir otra felicidad. En "The Private Life" (La vida privada) hay dos protagonistas: uno es un personaje que cuando no está presidiendo un congreso o recibiendo delegaciones o pronunciando un elocuente discurso, desaparece totalmente porque no es nadie; el otro es un poeta que lleva una activa vida social y, sin embargo produce una obra considerable. El narrador descubre que el poeta ha dominado el arte de estar, como Pitágoras, en dos sitios a un tiempo. Asiste a una fiesta y mientras tanto está en su habitación escribiendo. De las perplejidades del americano en Europa, James pasó al tema de la perplejidad humana en el universo. Descreyó de una solución ética, filosófica o religiosa de los problemas esenciales; su mundo ya es el inexplicable mundo de Kafka. Pese a los escrúpulos y delicadas complejidades de James su obra adolece de un defecto capital: la ausencia de vida. 






Gertrude Stein (1874-1946) es quizá menos importante por su obra, ilegible a veces y cuidadosamente obscura, que por su influjo personal y sus curiosas teorías literarias. Nació en Alleghenny, Pennsylvania, fue discípula del psicólogo William James y estudió medicina y biología. A partir de 1902 se estableció en París. Acompañó a su hermano Leo, entendido en pintura, que la vinculó a Picasso, Braque y Matisse, que con el tiempo fueron famosos. Sus cuadros le sugirieron que los colores y las formas pueden impresionarnos de un modo ajeno a los temas que representan. Gertrude Stein resolvió aplicar este principio a las palabras, que nunca fueron para ella meros símbolos ideológicos. Las conferencias que dictó en Estados Unidos, al cabo de treinta años de ausencia, explican su filosofía de la composición y se basan en las teorías estéticas de William James y en el concepto bergsoniano del tiempo. Sostiene que el propósito de la literatura es la expresión del instante presente y compara su técnica personal con el cinematógrafo. No hay dos escenas de la pantalla que sean exactamente iguales, pero su secuencia presenta a los ojos una continuidad que fluye. Prodiga los verbos y se abstiene del uso de sustantivos, que pueden interrumpir esa continuidad. Influyó en tres generaciones de artistas, entre los cuales nombraremos a Sherwood Anderson, Hemingway, Ezra Pound, Elliot y Scott Fitzgerald. Su obra consta principalmente de Three Lives (Tres vidas), de 1908, del libro de versos Tender Buttons (Tiernos botones) (1914), de How to Write (Cómo escribir), de 1931, y de la Autobiography of Alice Toklas






Francis Scott Key Fitzgerald (1896-1940) nació en St. Paul, Minnesota, de origen irlandés y católico. Se educó en Princeton, que dejó en 1917 para alistarse en el ejército norteamericano. Una de sus primeras ambiciones fue la de ser valiente, pero la guerra terminó antes que él pudiera entrar en acción. Su vida entera fue una busca de perfecciones; las buscó en los conceptos de juventud, de belleza, de aristocracia y de riqueza, que permiten a los hombres una mayor generosidad, un mayor desinterés y una más espontánea cortesía. Sus personajes corresponden a su experiencia personal, a las primeras ilusiones y al desengaño último. En su obra múltiple sobresalen dos libros: The Great Gatsby (El gran Gatsby), de 1925, la historia de un hombre que intenta en vano recobrar un amor juvenil, en el cual se trasluce la nostalgia del antiguo sueño americano de un mundo nuevo. Daisy y Buchanan, su marido, los muy ricos, los invulnerables, permanecen unidos; Gatsby es destruido. Técnicamente superior, Tender is the Night (Tierna es la noche), de 1934, analiza la vida de un expatriado que regresa a América para ocultar su fracaso íntimo. Más que ningún otro escritor de su generación, Scott Fitzgerald representa los años que sucedieron a la Primera Guerra Mundial. 






Pariente lejano de Longfellow, Ezra Loomet Pound (1885) ha suscitado los juicios más contradictorios. Para Elliot, que lo ha llamado el mejor artífice —il miglior fabbro—, es un maestro; para Robert Graves, un simulador. Nació en Haineiyen, en el Estado de Idaho. Se graduó en la Universidad de Pennsylvania, donde fue profesor. En 1908 publicó en Venecia su primer libro, A Lume Spento. Desde 1908 hasta 1920 vivió en Londres. Solía presentarse en los círculos literarios vestido de cowboy, para acentuar su condición de norteamericano, y armado de una fusta que hacía restallar cada vez que lanzaba un epigrama contra Milton. Fue discípulo del filósofo Hulme, con el cual inauguró el imagismo, destinado a purificar la poesía de todo lo sentimental y retórico. En 1928 le fue otorgado el premio Dial por su contribución a las letras norteamericanas. Vivió en Rapallo, Italia, desde 1924, donde se convirtió al fascismo y contribuyó por medio de conferencias radiales a la propaganda de esa doctrina. Cuando los Estados Unidos entraron en la guerra, persistió en dicha actividad. En 1946 fue llevado a su patria y juzgado como traidor. El tribunal lo absolvió por irresponsable y fue recluido durante años en un hospicio para enfermos mentales. Hay quienes han visto en ese dictamen una estratagema para salvarlo; otros, un diagnóstico acertado. Pese a todo ello, recibió en 1949 el premio Bollinger por sus Pisan Cantos, redactados mientras estaba encarcelado en Italia por el ejército norteamericano. Extrañamente, Pound creía que la democracia, tal como Jefferson la entendió, no es incompatible con el fascismo. Actualmente vive en Rapallo, en el castillo de una de sus hijas, casada con un aristócrata italiano. 

La obra de Pound consta de poemas, ensayos polémicos y traducciones del chino, el latín, el anglosajón, el provenzal, el italiano y el francés. Estas últimas han sido severamente censuradas por los eruditos, que parecen no haber comprendido los fines buscados por Pound. A éste le importa menos el sentido del texto original que el sonido de las palabras y la reproducción del ritmo. La obra capital de Pound son los Cien Cantos, que ahora está concluyendo y de los que ha publicado más de noventa. Según declaran sus exégetas, la unidad del poeta era, antes de Pound, la palabra; ahora puede ser un extenso pasaje ajeno. Así, el primer canto consta de tres páginas traducidas, en admirable verso libre, del libro XI de la Odisea y de un juicio sobre Guido Calvacanti, con interpolaciones de este poeta en italiano. En los últimos cantos abundan citas de Confucio, en caracteres chinos no traducidos. Este curioso procedimiento ha sido definido como una ampliación de las unidades poéticas. Pound declara que le fue sugerido por los ideogramas de la escritura china, donde una línea horizontal sobre un círculo representa el ocaso. La línea horizontal es la rama de un árbol, y el círculo, el sol poniente. Los últimos cantos son menos poéticos que didácticos. La obra es de difícil o imposible lectura. Pound encierra ternuras imprevisibles y, a veces, reminiscencias de Whitman. 






Thomas Stearn's Eliot (1888-1965) nació en St. Louis, Missouri, a orillas del Mississippi, del cual diría: The river is a strong, brown god (El río es un fuerte dios moreno). Su familia procedía de Nueva Inglaterra. Eliot estudió en Harvard, en la Sorbona y en Oxford. Colaboró en diversas publicaciones: The Harvard Advocate (1909-1910), Poetry (1915), el Egoist (1917), que corresponde al imagismo, y finalmente Criterion (1922-1939), que dirigió. Trabajó en el Banco de Lloyd's. En 1918 trató de enrolarse, sin éxito, en la marina norteamericana. En 1927 se hizo súbdito británico. Regresó al cabo de dieciocho años a los Estados Unidos y dictó en Harvard la cátedra de Poesía. En 1922 recibió el premio Dial por el poema The Waste Land (La tierra yerma); en 1947 el premio Nobel de literatura y la Orden del Mérito. 

Eliot ejerció la crítica literaria, el arte dramático y la poesía, pero al pensar en él tendemos a olvidar lo múltiple de sus actividades y lo vemos ante todo como poeta y como crítico. En sus primeros ensayos críticos, redactados en una prosa muy límpida, exaltó a Ben Jonson, Donne, Dryden y Matthew Arnold, y atacó a Milton y a Shelley. Estos trabajos ejercieron y siguen ejerciendo un influjo considerable, así como su largo estudio sobre Dante. Sirvieron para que Eliot se descubriera a sí mismo y fueron un estímulo para los poetas más jóvenes. En su ensayo sobre la posibilidad del drama poético, dice: "La labor de la inteligencia consistió sobre todo en una purificación, en abstenerse de la reflexión, en incluir en la exposición lo suficiente para que la reflexión sea innecesaria". Su teatro, acaso sin otra excepción que Murder in the Cathedral, (Asesinato en la catedral), no deja en la memoria un solo personaje vívido. Eliot, en sus piezas teatrales, ha querido crear para nuestro tiempo un verso de una libertad casi oral, análogo al de la última época de Shakespeare y de sus continuadores, Webster y Ford. Emplea también elementos clásicos como el mensajero y el coro. Este último, en The Family Reunion, desempeña un curioso papel: corresponde a la subconciencia. Los personajes, que hablan de manera realista, interrumpen su diálogo para decir a un tiempo lo que sienten; luego retoman la conversación, sin darse cuenta de los extraños versos que han recitado. En Murder in the Cathedral, el coro declara la impotencia y el presentimiento del pueblo ante la obscura voluntad del rey y su trágica consecuencia. En el prólogo de su antología de Ezra Pound, Eliot declara que éste partió de Whitman, Browning y poetas provenzales y chinos, en tanto que él llegó al verso libre por la lectura de Laforgue y Tristán Corbière. La tierra yerma simboliza en The Waste Land (1922) un estilo de vida del cual han sido excluidos los conceptos del bien y del mal, y corresponden a la desilusión de los años inmediatamente posteriores a la guerra de 1918. Ash Wednesday (Miércoles de Ceniza) apareció en 1930 y lo integran seis poemas. Las últimas líneas, que nos muestran el viento y el mar pero no aún las naves, significan la entrega del alma a la voluntad divina. Quizá la obra más importante de Eliot son los Four Quartets, reunidos bajo este nombre en 1944. Si bien publicados aisladamente a partir de 1940, forman una unidad que es de afirmación, no de negación. Los cuatro títulos son cuatro lugares de Inglaterra y América. La palabra cuarteto no es arbitraria; la estructura de los cuatro poemas es la equivalencia poética de una sonata en la que cabe distinguir cinco movimientos. El tema central, ya prefigurado en Family Reunion, es la posibilidad cristiana de una fusión de lo temporal con lo eterno. 

Literariamente, Eliot se ha definido como clasicista, políticamente como monárquico; en cuanto a religión, como anglicano. 






El poeta Edward Estlin Cummings (1894-1963) nació en Cambridge, Massachussetts, y estudió en Harvard. Durante la Primera Guerra Mundial sirvió como conductor de ambulancias en el ejército francés; un error administrativo lo condenó a sufrir injustamente varios meses de encierro en un campo de concentración. Su libro más famoso, The Enormous Room (El enorme cuarto), publicado en 1922, refiere su encarcelamiento como si fuera una peregrinación y se basa, con acopio de circunstancias autobiográficas, en la alegoría puritana El progreso del peregrino de Bunyon, compuesta en el siglo XVII. La obra poética da Cummings abunda en excentricidades de toda suerte y comprende muchos volúmenes. Recordemos aquí el principio de uno de sus sonetos: "El terrible rostro de Dios, más brillante que una cuchara, reúne la imagen de una sola palabra fatal, hasta que mi vida, que gustó del sol y de la luna, se parece a algo que no ha sucedido. Soy un collar en busca de un perro, una jaula sin pájaro". 






Nacido en Brooklyn, suburbio de Nueva York, Henry Valentine Miller (1891) ha llevado, como otros escritores americanos modernos, una vida llena de experiencias directas. Fue empleado, sastre, mensajero postal, corredor de comercio, patrón de un bar clandestino, cuentista, redactor de avisos y, paradójicamente, pintor de acuarelas. En 1928 fue a Europa con su segunda mujer y volvió solo en 1930. A partir de entonces fue corrector de pruebas, escritor a sueldo, profesor de inglés en Dijon. En 1932 escribió Tropic of Cancer, que aparecería en París en 1934 y cuya venta sería prohibida en los Estados Unidos, por su exuberante obscenidad. En 1933 vivió con Alfred Pérlès en Clichy, donde escribió Black Spring (Primavera negra), que se publicaría en París en 1936. Ya lo rodeaba un amplio círculo de escritores, entre ellos Blaise Cendrars y Céline. En 1939 terminó y publicó, siempre en París, Tropic of Capricorn. Ese mismo año viajó por Grecia que para él es un país viviente, no un museo arqueológico. La segunda guerra europea determinó su regreso a América en enero de 1940. Su viaje a Grecia le inspiró el libro The Colossus of Maroussi (1941). Su vida oscila siempre entre el Viejo y el Nuevo Mundo; ahora reside en California y se dedica plenamente a las letras y a la pintura. 

Según su propio autor, Tropic of Cancer no es un libro sino un libelo, un prolongado insulto a Dios, al hombre y a su destino. Black Spring, que consta de diez capítulos inconexos, es una serie de pesadillas, de exageraciones burlescas, de afirmaciones vanidosas, de exploraciones de sí mismo y de nostálgicas memorias de Brooklyn. Tropic of Capricorn está dominado por la negrura; Mara, su heroína, es morena y está vestida de negro: a un tiempo es Circe, es Lilith, es América encarnada en una mujer erguida, alada y sexual, un demonio que lo mutila y anula. La rodean serpientes, monstruos y máquinas. Miller se arroja a ese río de destrucción, urgido por la esperanza de renacer. En The Air Conditioned Nightmare, América es una pesadilla provista de aire acondicionado, el autor está enamorado de su reverso, París, y de las regiones del Mediterráneo. La trilogía The Rosy Crucifixión (Sexus, Plexus, Nexus) consta de cinco tomos a la vez mesiánicos y sardónicos; el tema general es la alegría y la redención por el sufrimiento; el judaísmo es una de las muchas obsesiones que pueblan sus volúmenes. La obra entera de Miller constituye una vasta autobiografía fantasmagórica, no exenta de voluntarias trivialidades y fealdades, entre las que se traslucen, a veces, destellos mágicos. Miller fue anarquista, pacifista e incrédulo de toda política. ¿Seguirá siéndolo?








En Introducción a la literatura norteamericana (1967)

20/1/17

Jorge Luis Borges: Demonios del judaísmo / Los Demonios de Swedenborg








Demonios del judaísmo

Entre el mundo de la carne y del espíritu, la superstición judaica presuponía un orbe que habitaban ángeles y demonios. El censo de su población excedía las posibilidades de la aritmética. Egipto, Babilonia y Persia contribuyeron, a lo largo del tiempo, a la formación de ese orbe fantástico. Acaso por influjo cristiano (sugiere Trachtenberg) la Demonología o Ciencia de los Demonios importó menos que la Angelología o Ciencia de los Ángeles.
Nombremos, sin embargo, a Keteh Merirí, Señor del Medio Día y de los Calurosos Veranos. Unos niños que iban a la escuela se encontraron con él; todos murieron salvo dos. Durante el siglo XIII la Demonología Judaica se pobló de intrusos latinos, franceses y alemanes, que acabaron por confundirse con los que registra el Talmud.

Los Demonios de Swedenborg

Los Demonios de Emmanuel Swedenborg (1688-1772) no constituyen una especie; proceden del género humano. No están felices en esa región de pantanos, de desierto, de selvas, de aldeas arrasadas por el fuego, de lupanares, y de oscuras guaridas, pero en el Cielo serían más desdichados. A veces un rayo de luz celestial les llega desde lo alto; los Demonios lo sienten como una quemadura y como un hedor fétido. Se creen hermosos, pero muchos tienen caras bestiales o caras que son meros trozos de carne o no tienen caras. Viven en el odio recíproco y en la armada violencia; si se juntan lo hacen para destruirse o para destruir a alguien. Dios prohíbe a los hombres y a los ángeles trazar un mapa del Infierno, pero sabemos que su forma general es la de un Demonio. Los Infiernos más sórdidos y atroces están en el oeste.





En El libro de los seres imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto: Captura del documental Borges. El eterno retorno de Patricia Enis y Fernando Flores
Abajo:Margarita Guerrero en portada de su El huérfano del mar



29/12/16

Jorge Luis Borges: La barca







Es una cosa de madera, está rota. No sabe, nunca lo sabrá, que la premeditaron y trabajaron hombres de la estirpe de Breno, que arrojó su espada de hierro (así lo quiere la leyenda) y dijo las palabras Vae Victis, que también son de hierro. Habrá tenido centenares de hermanas, que ahora son polvo. No sabe, nunca lo sabrá, que surcó las aguas del Ródano y del Arve y de aquel gran mar de agua dulce que se dilata en el centro de Europa. No sabe, nunca lo sabrá, que ha surcado otro río más antiguo y más incesante que cualquier otro río y que se llama el Tiempo. Los galos la labraron para ese largo viaje un siglo antes de César y fue exhumada al promediar el siglo diecinueve en el cruce de dos calles de la ciudad, y ahora, sin saberlo, se muestra a nuestros ojos y a nuestro asombro en un museo que está no lejos de la Catedral en la que predicó la predestinación Juan Calvino.



Atlas (1984)
Con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa


Foto: Borges y Kodama en Roma
Foto Colección María Kodama
Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Incluida en Atlas, 1984


24/12/16

Jorge Luis Borges: Bahamut







La fama de Bahamut llegó a los desiertos de Arabia, donde los hombres alteraron y magnificaron su imagen. De hipopótamo o elefante lo hicieron pez que se mantiene sobre un agua sin fondo y sobre el pez imaginaron un toro y sobre el toro una montaña hecha de rubí y sobre la montaña un ángel y sobre el ángel seis infiernos y sobre los infiernos la tierra y sobre la tierra siete cielos. Leemos en una tradición recogida por Lane: “Dios creó la tierra, pero la tierra no tenía sostén y así bajo la tierra creó un ángel. Pero el ángel no tenía sostén y así bajo los pies del ángel creó un peñasco hecho de rubí. Pero el peñasco no tenía sostén y así bajo el peñasco creó un toro con cuatro mil ojos, orejas, narices, bocas, lenguas y pies. Pero el toro no tenía sostén y así bajo el toro creó un pez llamado Bahamut, y bajo el pez puso agua, y bajo el agua puso oscuridad, y la ciencia humana no ve más allá de ese punto".
Otros declaran que la tierra tiene su fundamento en el agua; el agua, en el peñasco; el peñasco, en la cerviz del toro; el toro, en un lecho de arena; la arena, en Bahamut; Bahamut, en un viento sofocante; el viento sofocante, en una neblina. La base de la neblina se ignora.
Tan inmenso y tan resplandeciente es Bahamut que los ojos humanos no pueden sufrir su visión. Todos los mares de la tierra, puestos en una de sus fosas nasales, serían como un grano de mostaza en mitad del desierto. En la noche 496 del Libro de Las Mil y Una Noches, se refiere que a Isa (Jesús) le fue concedido ver a Bahamut y que, lograda esa merced, rodó por el suelo y tardó tres días en recobrar el conocimiento. Se añade que bajo el desaforado pez hay un mar, y bajo el mar un abismo de aire, y bajo el aire, fuego, y bajo el fuego, una serpiente que se llama Falak, en cuya boca están los infiernos.
La ficción del peñasco sobre el toro y del toro sobre Bahamut y de Bahamut sobre cualquier otra cosa parece ilustrar la prueba cosmológica de que hay Dios, en la que se argumenta que toda causa requiere una causa anterior y se proclama la necesidad de afirmar una causa primera, para no proceder en infinito.



En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges, Foto Casa de las Américas, Madrid 

23/12/16

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Esse est percipi






Viejo turista de la zona de Nuñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su lugar de siempre el monumental estadio de River. Consternado, consulté al respecto al amigo y doctor Gervasio Montenegro, miembro de número de la Academia Argentina de Letras. En él hallé el motor que me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por aquel entonces una a modo de Historia panorámica del periodismo nacional, obra llena de méritos, en la que se afanaba su secretaria. Las documentaciones de práctica lo habían llevado casualmente a husmear el busilis. Poco antes de adormecerse del todo, me remitió a un amigo común, Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors, de cuya sede, sita en el Edificio Amianto, de avenida Corrientes y Pasteur, me di traslado. Este directivo, pese al régimen doble dieta a que lo tiene sometido su médico y vecino doctor Narbondo, mostrábase aún movedizo y ágil. Un tanto enfarolado por el último triunfo de su equipo sobre el combinado canario, se despachó a sus anchas y me confió, mate va, mate viene, pormenores de bulto que aludían a la cuestión sobre el tapete. Aunque yo me repitiese que Savastano había sido otrora el compinche de mis mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la majestad del cargo me imponía y, cosa de romper la tirantez, congratulélo sobre la tramitación del último goal que, a despecho de la intervención de Zarlenga y Parodi, convirtiera el centro-half Renovales, tras aquel pase histórico de Musante. Sensible a mi adhesión al once de Abasto, el prohombre dio una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosóficamente, como aquel que sueña en voz alta: 

Y pensar que fui yo el que les inventé esos nombres. 

¿Alias? pregunté, gemebundo. ¿Musante no se llama Musante? ¿Renovales no es Renovales? ¿Limardo no es el genuino patronímico del ídolo que aclama la afición?

La respuesta me aflojó todos los miembros. 

¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don Domecq? 

En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y musitó que Ferrabás quería hablarle al señor. 

¿Ferrabás, el locutor de la voz pastosa? exclamé ¿El animador de la sobremesa cordial de las 13 y 15 y del jabón Profumo? ¿Estos, mis ojos, le verán tal cual es? ¿De veras que se llama Ferrabás? 

Que espere ordenó el señor Savastano.

¿Que espere? ¿No será más prudente que yo me sacrifique y me retire? aduje con sincera abnegación. 

Ni se le ocurra contestó Savastano. Arturo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto da… 

Ferrabás hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el bombero, me disuadió con una de esas miraditas que son como una masa de aire polar. La voz presidencial dictaminó: 

Ferrabás, ya hablé con De Filipo y con Camargo. En la fecha próxima pierde Abasto, por dos a uno. Hay juego recio, pero no vaya a recaer, acuérdese bien, en el pase de Musante a Renovales, que la gente sabe de memoria. Yo quiero imaginación, imaginación. ¿Comprendido? Ya puede retirarse.

Junté fuerzas para aventurar la pregunta: 

¿Debo deducir que el score se digita? 

Savastano, literalmente, me revolcó en el polvo. 

No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman

Señor, ¿quién inventó las cosas? atiné a preguntar. 

Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le ocurrieron primero las inauguraciones de escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase, Domecq, la publicidad masiva es la contramarca de los tiempos modernos. 

¿Y la conquista del espacio? gemí. 

Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no lo neguemos, del espectáculo cientifista. 

Presidente, usted me mete miedo mascullé, sin respetar la vía jerárquica. ¿Entonces en el mundo no pasa nada? 

Muy poco contestó con su flema inglesa. Lo que yo no capto es su miedo. El género humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué más quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del progreso que se impone. 

¿Y si se rompe la ilusión? dije con un hilo de voz. 

Qué se va a romper me tranquilizó. 

Por si acaso, seré una tumba le prometí. Lo juro por mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por Renovales. 

Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer.

Sonó el teléfono. El presidente portó el tubo al oído y aprovechó la mano libre para indicarme la puerta de salida.


En H. Bustos Domecq: Crónicas de Bustos Domecq (1967)
Imagen: Caricatura de Borges por Ombú Vía


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