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29/7/14

Jorge Luis Borges: East Lansing





Los días y las noches
están entretejidos (interwoven) de memoria y de miedo,
de miedo, que es un modo de la esperanza,
de memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido.
Mi tiempo ha sido siempre un Jano bifronte
que mira el ocaso y la aurora;
mi propósito de hoy es celebrarte, oh futuro inmediato.
Regiones de la Escritura y del hacha,
árboles que miraré y no veré,
viento con pájaros que ignoro, gratas noches de frío
que irán hundiéndose en el sueño y tal vez en la patria,
llaves de luz y puertas giratorias que con el tiempo serán hábitos,
despertares en que me diré Hoy es Hoy.
Libros que mi mano conocerá,
amigos y amigas que serán voces,
arenas amarillas del poniente, el único color que me queda,
todo eso estoy cantando y asimismo
la insufrible memoria de lugares de Buenos Aires
en los que no he sido feliz
y en los que no podré ser feliz.
Canto en la víspera tu crepúsculo, East Lansing,
sé que las palabras que dicto son acaso precisas,
pero sutilmente serán falsas,
porque la realidad es inasible
y porque el lenguaje es una orden de signos rígidos.
Michigan, Indiana, Wisconsin, Iowa, Texas, California, Arizona:
Ya intentaré cantarlas.

9 de marzo de 1972


En El oro de los tigres (1972)
Foto original color: Borges en su casa 1983 por Christopher Pillitz / Getty Images 

14/7/14

Jorge Luis Borges: La tentación





El general Quiroga va a su entierro;
lo invita el mercenario Santos Pérez
y sobre Santos Pérez está Rosas,
la recóndita araña de Palermo.
Rosas, a fuer de buen cobarde, sabe
que no hay entre los hombres uno solo
más vulnerable y frágil que el valiente.
Juan Facundo Quiroga es temerario
hasta la insensatez. El hecho puede
merecer el examen de su odio.
Ha resuelto matarlo. Piensa y duda.
Al fin da con el arma que buscaba.
Será la sed y el hambre del peligro.
Quiroga parte al Norte. El mismo Rosas
le advierte, casi al pie de la galera,
que circulan rumores de que López
premedita su muerte. Le aconseja
no acometer la osada travesía
sin una escolta. Él mismo se la ofrece.
Facundo ha sonreído. No precisa
laderos. Él se basta. La crujiente
galera deja atrás las poblaciones.
Leguas de larga lluvia la entorpecen,
neblina y lodo y las crecidas aguas.
Al fin avistan Córdoba. Los miran
como si fueran sus fantasmas. Todos
los daban ya por muertos. Antenoche
Córdoba entera ha visto a Santos Pérez
distribuir las espadas. La partida
es de treinta jinetes de la sierra.
Nunca se ha urdido un crimen de manera
más descarada, escribirá Sarmiento.
Juan Facundo Quiroga no se inmuta.
Sigue al Norte. En Santiago del Estero
se da a los naipes y a su hermoso riesgo.
Entre el ocaso y la alborada pierde
o gana centenares de onzas de oro.
Arrecian las alarmas. Bruscamente
resuelve regresar y da la orden.
Por esos descampados y esos montes
retoman los caminos del peligro.
En un sitio llamado el Ojo de Agua
el maestro de posta le revela
que por ahí ha pasado la partida
que tiene por misión asesinarlo
y que lo espera en un lugar que nombra.
Nadie debe escapar. Tal es la orden.
Así lo ha declarado Santos Pérez,
el capitán. Facundo no se arredra.
No ha nacido aún el hombre que se atreva
a matar a Quiroga, le responde.
Los otros palidecen y se callan.
Sobreviene la noche, en la que sólo
duerme el fatal, el fuerte, que confía
en sus oscuros dioses. Amanece.
No volverán a ver otra mañana.
¿A qué concluir la historia que ya ha sido
contada para siempre? La galera
toma el camino de Barranca Yaco.


En El oro de los tigres (1972)
Foto: Borges en Selinunte, Sicilia 1984 © Ferdinando Scianna / Magnum Photos



12/7/14

Jorge Luis Borges: Hengist quiere hombres (449 A.D.)






Hengist quiere hombres.
Acudirán de los confines de arena que se pierden en largos mares, de chozas llenas de humo, de tierras pobres, de hondos bosques, de lobos, en cuyo centro indefinido está el Mal.
Los labradores dejarán el arado y los pescadores las redes.
Dejarán sus mujeres y sus hijos, porque el hombre sabe que en cualquier lugar de la noche puede hallarlas y hacerlos.
Hengist el mercenario quiere hombres.
Los quiere para debelar una isla que todavía no se llama Inglaterra.
Lo seguirán sumisos y crueles.
Saben que siempre fue el primero en la batalla de hombres.
Saben que una vez olvidó su deber de venganza y que le dieron una espada desnuda y que la espada hizo su obra.
Atravesarán a remo los mares, sin brújula y sin mástil.
Traerán espadas y broqueles, yelmos con la forma del jabalí, conjuros para que se multipliquen las mieses, vagas cosmogonías, fábulas de los hunos y de los godos.
Conquistarán la tierra, pero nunca entrarán en las ciudades que Roma abandonó, porque son cosas demasiado complejas para su mente bárbara.
Hengist los quiere para la victoria, para el saqueo, para la corrupción de la carne y para el olvido.
Hengist los quiere (pero no lo sabe) para la fundación del mayor imperio, para que canten Shakespeare y Whitman, para que dominen el mar las naves de Nelson, para que Adán y Eva se alejen, tomados de la mano y silenciosos, del Paraíso que han perdido.
Hengist los quiere (pero no lo sabrá) para que yo trace estas letras.


En El oro de los tigres (1972)
Foto: Borges ante la pintura La Vucciria de Renato Guttuso
por Ferdinando Scianna (Palermo, Sicilia) 1984 Magnum Photos

4/7/14

Jorge Luis Borges: El palacio





  El Palacio no es infinito.

  Los muros, los terraplenes, los jardines, los laberintos, las gradas, las terrazas, los antepechos, las puertas, las galerías, los patios circulares o rectangulares, los claustros, las encrucijadas, los aljibes, las antecámaras, las cámaras, las alcobas, las bibliotecas, los desvanes, las cárceles, las celdas sin salida y los hipogeos, no son menos cuantiosos que los granos de arena del Ganges, pero su cifra tiene un fin. Desde las azoteas, hacia el poniente, no falta quien divise las herrerías, las carpinterías, las caballerizas, los astilleros y las chozas de los esclavos.

  A nadie le está dado recorrer más que una parte infinitesimal del palacio. Alguno no conoce sino los sótanos. Podemos percibir unas caras, unas voces, unas palabras, pero lo que percibimos es ínfimo. Ínfimo y precioso a la vez. La fecha que el acero graba en la lápida y que los libros parroquiales registran es posterior a nuestra muerte; ya estamos muertos cuando nada nos toca, ni una palabra, ni un anhelo, ni una memoria. Yo sé que no estoy muerto.


En El oro de los tigres, 1972
Imagen: s/d

21/6/14

Jorge Luis Borges: A Islandia





De las regiones de la hermosa tierra
que mi carne y su sombra han fatigado
eres la más remota y la más íntima,
última Thule, Islandia de las naves,
del terco arado y del constante remo,
de las tendidas redes marineras,
de esa curiosa luz de tarde inmóvil
que efunde el vago cielo desde el alba
y del viento que busca los perdidos
velámenes del viking. Tierra sacra
que fuiste la memoria de Germania
y rescataste su mitología
de una selva de hierro y de su lobo
y de la nave que los dioses temen,
labrada con las uñas de los muertos.
Islandia, te he soñado largamente
desde aquella mañana en que mi padre
le dio al niño que he sido y que no ha muerto
una versión de la Völsunga Saga
que ahora está descifrando mi penumbra
con la ayuda del lento diccionario.
Cuando el cuerpo se cansa de su hombre,
cuando el fuego declina y ya es ceniza,
bien está el resignado aprendizaje
de una empresa infinita; yo he elegido
el de tu lengua, ese latín del Norte
que abarcó las estepas y los mares
De un hemisferio y resonó en Bizancio
y en las márgenes vírgenes de América.
Sé que no lo sabré, pero me esperan
los eventuales dones de la busca,
no el fruto sabiamente inalcanzable.
Lo mismo sentirán quienes indagan
los astros o la serie de los números…
Sólo el amor, el ignorante amor, Islandia.



En El oro de los tigres (1972) 
Foto 1981: Marcello Mencarini / AFP Leemage
Todos los derechos reservados  ©Borges Todo el Año



20/6/14

Jorge Luis Borges: Cosas





El volumen caído que los otros
ocultan en la hondura del estante
y que los días y las noches cubren
de lento polvo silencioso. El ancla
de Sidón que los mares de Inglaterra
oprimen en su abismo ciego y blando.
El espejo que no repite a nadie
cuando la casa se ha quedado sola.
Las limaduras de uña que dejamos
a lo largo del tiempo y del espacio.
El polvo indescifrable que fue Shakespeare.
Las modificaciones de la nube.
La simétrica rosa momentánea
que el azar dio una vez a los ocultos
cristales del pueril calidoscopio.
Los remos de Argos, la primera nave.
Las pisadas de arena que la ola
soñolienta y fatal borra en la playa.
Los colores de Turner cuando apagan
las luces en la recta galería
y no resuena un paso en la alta noche.
El revés del prolijo mapamundi.
La tenue telaraña en la pirámide.
La piedra ciega y la curiosa mano.
El sueño que he tenido antes del alba
y que olvidé cuando clareaba el día.
El principio y el fin de la epopeya
de Finsburh, hoy unos contados versos
de hierro, no gastado por los siglos.
La letra inversa en el papel secante.
La tortuga en el fondo del aljibe.
Lo que no puede ser. El otro cuerno
del unicornio. El Ser que es Tres y es Uno.
El disco triangular. El inasible
instante en que la flecha del eleata,
inmóvil en el aire, da en el blanco.
La flor entre las páginas de Bécquer.
El péndulo que el tiempo ha detenido.
El acero que Odín clavó en el árbol.
El texto de las no cortadas hojas.
El eco de los cascos de la carga
de Junín, que de algún eterno modo
no ha cesado y es parte de la trama.
La sombra de Sarmiento en las aceras.
La voz que oyó el pastor en la montaña.
La osamenta blanqueando en el desierto.
La bala que mató a Francisco Borges.
El otro lado del tapiz. Las cosas
que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.


En El oro de los tigres (1972)
Foto © Lisl Steiner

14/5/14

Jorge Luis Borges: Los cuatro ciclos







  Cuatro son las historias, una, la más antigua, es la de una fuerte ciudad que cercan y defienden hombres valientes. Los defensores saben que la ciudad será entregada al hierro y al fuego y que su batalla es inútil; el más famoso de los agresores, Aquiles, sabe que su destino es morir antes de la victoria. Los siglos fueron agregando elementos de magia. Se dijo que Helena de Troya, por la cual los ejércitos murieron, era una hermosa nube, una sombra; se dijo que el gran caballo griego en el que se ocultaron los griegos, era también una apariencia. Homero no habrá sido el primer poeta que refirió la fábula; alguien, en el siglo catorce, dejó esta línea que anda por mi memoria: The borgh brittened and brent to brontes and ashes.[ ] Dante Daniel Rosetti, imaginaría que la suerte de Troya quedó sellada en aquel instante en que Paris arde en amor de Helena; Yeats elegirá el instante en que se confunden Leda y el cisne que era un dios.

  Otra, que se vincula a la primera, es la del regreso. El de Ulises, que, al cabo de diez años de errar por mares peligrosos y de demorarse en islas de encantamiento, vuelve a su Ítaca; el de las divinidades del Norte que, una vez destruida la tierra, la ven surgir del mar, verde y lúcida, y hallan perdidas en el césped las piezas de ajedrez con que antes jugaron.

  La tercera historia es la de una busca. Podemos ver en ella una variación de la forma anterior. Jasón y el Vellocino; los treinta pájaros del persa, que cruzan mares y montañas y ven la cara de su Dios, el Simurgh, que es cada uno de ellos y todos. En el pasado toda empresa era venturosa. Alguien robaba, al fin, las prohibidas manzanas de oro; alguien, al fin, merecía la conquista de Grial, Ahora, la busca está condenada al fracaso. El capitán Ahab da con la ballena y la ballena lo deshace; los héroes de James o de Kafka sólo pueden esperar la derrota. Somos tan pobres de valor y de fe, que ya el happy-ending no es otra cosa que un halago industrial. No podemos creer en el cielo, pero sí en el infierno.

  La última historia es la del sacrificio de un dios. Attis, en Frigia, se mutila y se mata; Odín, sacrificando a Odín, Él mismo a Sí mismo, pende del árbol nueve noches enteras y es herido de lanza; Cristo es crucificado por los romanos.

  Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformadas.



En El oro de los tigres, 1972
Imagen: Jorge Luis Borges en una comida


25/4/14

Jorge Luis Borges: Episodio del enemigo





Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.

Me incliné sobre él para que me oyera.

—Uno cree que los años pasan para uno —le dije— pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.

Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.

Me dijo entonces con voz firme:

—Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.

Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:

—Es la verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.

—Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.

—Puedo hacer una cosa —le contesté.

—¿Cuál? —me preguntó.

—Despertarme.

Y así lo hice.


En El oro de los tigres (1972)

En La moneda de hierro (1976)
Y en Libro de sueños (1976)
Imagen: Borges en Adrogué
Foto de Hernán Rojas, fotoperiodista de Clarín


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