Mostrando las entradas con la etiqueta Conferencias. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Conferencias. Mostrar todas las entradas

22/12/16

Jorge Luis Borges: La literatura de mis días






En la primavera de 1983, Jorge Luis Borges sostuvo una serie de charlas en el Emily Dickinson College. Los temas fueron múltiples: las novelas de piratas, Kipling, la Biblia, la poesía gaucha y el amor fallido de Emily Dickinson destacan entre otros. Borges respondía en inglés a las preguntas que le hacía el público. La curiosidad de los escuchas llevó la conversación hacia temas inesperados. Una tarde entera se habló sobre la literatura en español. Borges reflexionó, como gustaba hacerlo, sobre la literatura de sus días –es decir, los autores y las obras de la primera mitad del siglo XX–. Pero, contraviniendo acaso un acostumbrado silencio, se refirió también a los "jóvenes": Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Octavio Paz y otros. Las charlas del Dickinson College han aparecido de manera dispersa en español. Omega y La Ciudad del Mañana publicaron algunas partes. Aquí hacemos entrega de las páginas que se refieren a la literatura de esos "jóvenes". Traducir a Jorge Luis Borges del inglés representa la misma dificultad que traducir a cualquier poeta. Su ejercicio del inglés era impecable. Sin embargo, se trata de un poeta admirable. Y quizá traducir a un poeta admirable sea una tarea imposible.

CARLOS CORTÍNEZ: Creo que usted comparte una afinidad por la Biblia, ¿cierto?
JORGE LUIS BORGES: Ah, sí, claro. Esto es porque la Biblia, no sé si podamos hablar de ello, es en realidad una biblioteca, tomando en cuenta que su nombre es un plural. ¡Qué idea excepcional, la de reunir textos de distintos autores y distintas épocas y atribuirlos a un autor único, el Espíritu! ¿No es maravilloso? Es decir, obras tan dispares como el Libro de Job, el Cantar de los Cantares, el Eclesiastés, el Libro de los Reyes, los Evangelios y el Génesis: atribuirlos todos a un solo autor invisible. Los judíos tuvieron una magnífica idea. Es como si alguien pretendiera conjuntar en un solo tomo, las obras de Emerson, Carlyle, Melville, Henry James, Chaucer y Shakespeare, y declarar que todo proviene del mismo autor. Los judíos tuvieron una idea espléndida: reducir sus libros, su biblioteca entera, a un libro llamado "Los Libros", la Biblia. Es una idea realmente curiosa; ¡si tan sólo pudiéramos llevarla a cabo nuevamente! Hay demasiados libros, demasiados textos; sería preferible tenerlos todos reunidos. Cada país podría hacerlo: conjuntar sus mejores libros y atribuírselos a un autor único y anónimo, el Espíritu.
SOBEJANO: Bueno, si es mi turno de hablar...
BORGES: Creo que sí.
SOBEJANO: Más bien de preguntar que de hablar. Ciertamente, no sabía si llamar a esto una conversación, un cuestionario, una interrogación...
BORGES: Un catequismo, también, un catequismo. ¿Qué le parece? ¿Por qué no?
SOBEJANO: Bien, entonces, comenzaré con una pregunta, a ver qué le parece. Usted ha declarado que es un poeta que no quisiera ser un poeta que canta, sino uno que diga...
BORGES: los argentinos no somos de interjecciones. Nuestra poesía es mayormente oral, más que exclamatoria.
SOBEJANO: Pero al mismo tiempo, usted ha expresado admiración o un especial respeto por ciertos poetas españoles.
BORGES: ¡Claro que sí, por supuesto!
SOBEJANO: Por ejemplo, Jorge Guillén, Jorge Manrique...
BORGES: Jorge Guillén me parece el mayor poeta de la lengua española, ¿no es cierto? Sin ofender a nadie, espero.
SOBEJANO: ¿Cree usted que alguno de estos dos poetas es grandilocuente?
BORGES: No, felizmente no.
SOBEJANO: ¿Guillén?
BORGES: No, no, felizmente no.
SOBEJANO: ¿A qué poeta español considera usted grandilocuente y musical? Es decir, que "canta" pero no "dice".
BORGES: Pienso que hay tantos que la lista sería infinita.
SOBEJANO: ¿Exceptuaría a Manrique?
BORGES: Sí, y a muchos otros.
SOBEJANO: Y a Guillén. ¿Qué le parece Quevedo?
BORGES: Sobre todo, el mejor poema en lengua española, a mi parecer, es la "Epístola Moral" del sevillano anónimo. No creo que haya ninguna duda al respecto. "Oh, muerte, ven callada, como sueles venir en la saeta..."
SOBEJANO: ¿No le parece que es demasiado didáctico, un tanto moralista y didáctico?
BORGES: Pero es que necesitamos gente didáctica, sensible. Todos somos fácilmente geniales y fácilmente irresponsables. Es mejor para una persona que no es genial, que es lúcida y responsable, escribir versos admirables, por ejemplo: "Augur de los rostros de los desposeídos", que es un verso que fue escrito para la eternidad. O: "Antes de que el tiempo muera en nuestros brazos...", y tantos otros versos.
SOBEJANO: Ahora recuerdo que usted mencionó alguna vez esos versos. "Oh, muerte, ven callada, como sueles venir en la saeta..."
BORGES: Así es. La última vez que vi a Henríquez Ureña, decidimos que esas líneas tenían que ser de algún autor latino, porque en el siglo XVII estaba de moda imitar temas clásicos. Y él dijo: "Averiguaré quién fue el autor." Y no volví a verlo después de esa ocasión. Posiblemente Guillén haya encontrado el origen de esos versos que me parecen tan latinos.
SOBEJANO: Hace poco leí la observación que usted compartió con Henríquez Ureña, y consulté un libro, el primero que se publica sobre la "Epístola Moral", de Dámaso Alonso, a quien usted también conoce.
BORGES: Sí, en efecto.
SOBEJANO: Los orígenes de ese verso son en cierta manera inexplicables. "Todo lo pasas de claro con tu flecha", dice Jorge Manrique. ¿Recuerda?
BORGES: Sí, lo sé. Sin embargo, "Todo lo pasas de claro con tu flecha" no es: "Oh, muerte, ven callada, como sueles venir en la saeta..."
SOBEJANO: Exactamente, y antes que nada uno pone atención en "callada", ¿cierto?
BORGES: Sí, por supuesto...
SOBEJANO: Que es justo lo que me parece que no se explica en ese libro. Por esto es que digo que la poesía...
BORGES: ... que la poesía no puede explicarse. Y asimismo, el arte sucede.
SOBEJANO: Sí.
BORGES: Repito las palabras de Whistler: "el arte sucede". El arte ocurre y no puede ser explicado. Pero disfrutamos mucho explicándolo. El análisis de la literatura es un pasatiempo inocente, ¿por qué no?
CORTÍNEZ: Bien, creo que es el turno de América Latina.
BORGES: Claro, por supuesto.
CORTÍNEZ: Empezando por el país que produjo a Gabriela Mistral...
BORGES: ¡Lo que pasa es que sé tan poco de este continente! O en el caso de la República Argentina, la conozco demasiado bien. Y eso es peligroso.
CORTÍNEZ: Pero, ¿conoció a Vicente Huidobro, no es así?
BORGES: Sí. Vicente Huidobro, sí. Hablé con él una noche. Estaban Ulyses Petit de Murat y él. Y sucedió algo gracioso. Tomamos el tranvía a Ramos Mejía, un poblado al oeste de Buenos Aires. Huidobro hablaba de su poesía, con cierta vanidad, y Ulyses y yo dijimos: "¡Bueno, esto es realmente excesivo!" Y él se dio cuenta de que se le había ido la mano, y dijo: "pero claro, mi poesía no vale nada". Pronto todos estallamos en risas y cambiamos de tema. Fue una situación divertida. Conversamos un rato y nunca más volví a verlo. Fue la última vez que lo vi. No hablamos más acerca de la poesía de Vicente Huidobro esa noche, sino de otras cosas.
¡Bueno!, el universo es siempre infinito y siempre nos ofrece una variedad de temas. Pero quizás esta noche los agotemos.
SOBEJANO: Hace un momento preguntaba acerca de la condición del poeta que no canta sino dice, y esto coincide con lo que Jorge Guillén practica: una poesía de la elocuencia en tono menor que no grita, no clama, no pretende cantar, sino...
BORGES: Si yo pudiese cantar, lo haría, pero no tengo voz; es serio, no la tengo. Todo está en conexión con ese tipo de poesía, bueno, que es casi prosa, y que muchas veces efectivamente es prosa; finalmente, vivir de esa manera es lo único sincero en mí. Y no tengo ningún apetito de interjecciones.
SOBEJANO: En cierta ocasión un estudiante me preguntó si la poesía de Jorge Guillén tiene alguna semejanza con la de Jorge Luis Borges.
BORGES: ¡Si tan sólo mi poesía se pareciera a la de Guillén! Pero no soy tan ambicioso.
SOBEJANO: Pero él se refería principalmente a la actitud, y yo le contesté lo que se me ocurrió en el momento, y fue que la poesía de Guillén es mucho más complaciente en la afirmación de la naturaleza, la tierra, el placer, mientras que la de usted es, en efecto, más desesperada.
BORGES: No, desesperada no: resignada. Quietamente resignada, diría yo.
SOBEJANO: ¿De modo que usted se considera a sí mismo un hombre apacible?
BORGES: Sí, en verdad trato de serlo. En toda mi vida, nunca me he enfurecido. Pero no sé, tal vez sea mejor enojarse y ventilar los sentimientos propios. Soy incapaz de experimentar furia, incapaz de sentir ira, pero soy capaz de ser paciente y, sobre todo, soy capaz de perdonar.
SOBEJANO: Ciertos adjetivos abundan en su poesía, por ejemplo, "arduo", "exacto", abundan tanto que creo que puedo trazar en sus huellas la influencia que usted ha tenido en escritores o críticos y poetas latinoamericanos, que también emplean frecuentemente esas palabras.
BORGES: Pero, ¿le parecen extrañas esas palabras?
SOBEJANO: Disculpe, no, no. No lo son. Pero...
BORGES: Porque un árbol es exacto, las estrellas son exactas, la arena es exacta, tantas cosas son exactas, que serían demasiado numerosas, ¿no es así?
SOBEJANO: Mi pregunta era si usted cree que esas palabras, que no son extrañas, sino que se repiten constantemente, caracterizan acaso su escritura.
BORGES: Muy repetidas, en mi caso. Jean Cocteau decía que el estilo es una serie de "tics". Y tiene razón, creo yo. Todos los estilos son una serie de hábitos, repeticiones; eso es el estilo. Pero uno debería tratar de escribir anónimamente, es decir, sin "tics", sin preferencias y, al mismo tiempo, sin desdén.
CORTÍNEZ: Para terminar con los poetas de mi país. Usted sabe que hay otro que ganó el Premio Nobel.
BORGES: Pero, ¿por qué quiere terminar con ellos?
CORTÍNEZ: ¡Para no tener competencia!
BORGES: Pero realmente no son tan malos. ¿Por qué quiere acabar con ellos?
CORTÍNEZ: Está bien. De la obra de Pablo Neruda sabemos que a usted no le gustan los poemas de amor, sino los poemas políticos. ¿Podría esto sugerir una afinidad ideológica?
BORGES: No, al contrario. Digamos que el comunismo sirvió para hacer de él un excelente poeta, del mismo modo en que la democracia le sirvió a Whitman, el imperialismo a Kipling, etc. Cada poeta requiere su inspiración. Y la inspiración es distinta en cada caso. Por ejemplo, yo admiro a Whitman, me encanta, pero no creo en la democracia. Finalmente, las opiniones son simple inspiración para cada poeta, y cualquier cosa puede servir de inspiración. Para muchos, bueno, no sé, la religión cristiana, es un buen ejemplo. Fue una inspiración para Dante; para mí no lo sería porque no creo en ella. Pero eso no significa que no crea en Dante. No creo en su religión, en sus opiniones, lo que no significa que no crea en él. Porque él es algo esencial, algo que va más allá de mis pobres opiniones. Además, las opiniones cambian tanto; uno mismo cambia tanto con el tiempo, y no debería juzgarse a nadie por una opinión. Es lo menos importante, lo más banal, lo más pasajero y efímero.
SOBEJANO: Y ahora, una pregunta completamente peninsular. Usted admira a un novelista portugués, Eça de Queiroz, tanto, que ha llegado a afirmar que su novela El primo Basilio le parece superior a Madame Bovary.
BORGES: Eso me resulta obvio. Es un axioma. Ahora me parezco a Euclides, hablando de axiomas.
SOBEJANO: Mi pregunta es peninsular porque involucra a un portugués y a un español. Usted ha hablado muy poco, que yo sepa (pero esta afirmación puede deberse a mi ignorancia), acerca de un novelista con el que se le ha comparado más de una vez, Clarín (Leopoldo Alas), que además de novelas escribía también cuentos.
BORGES: Pero no sé si son tan similares. Reconozco más las diferencias que las similitudes. Sin duda, ambas cosas existen; es imposible que no fuera así.
SOBEJANO: Por esto quería preguntarle si piensa que el cuento moderno que usted ha cultivado y llevado a ese dominio magistral, tiene en Clarín algún valor considerable como inspiración, casi como una introducción del cuento en las letras españolas. Me refiero, por supuesto, a España.
BORGES: No lo sé. No recuerdo sus cuentos. Recuerdo alguna de sus novelas...
SOBEJANO: Cuentos, algunos fantásticos y parabólicos...
BORGES: No los recuerdo. Creo que el cuento es un género esencial y que la novela no lo es. En la novela hay siempre un exceso. Siempre hay demasiadas páginas, incluso en el caso de Joseph Conrad, quien es para mí el novelista supremo. Incluso en su caso siempre hay exceso. Por otra parte, un cuento, una buena historia de Rudyard Kipling, por ejemplo, o una buena historia de Conrad, puede ser esencial, no tener desperdicio y no faltarle una sola palabra. La novela es sucesiva, y el novelista no puede contenerla. En cambio un cuento puede ser contenido. Un cuento puede contenerse a sí mismo, del mismo modo en que lo hace un soneto. Pero una novela no. Una novela es sucesiva, para los lectores y para el autor. Una novela, después de ser leída, puede formar un todo, y tal vez los libros no se escriben por lo que nos dan página tras página, sino por su imagen perdurable. Quizá la vida de un hombre es eso. Lo importante es la imagen que deja tras de sí. Y esta imagen puede estar dispersa en toda su obra y no en un libro particular. Por ejemplo, para mí el prosista supremo de la lengua española es Alfonso Reyes. Alfonso Reyes no está en un libro. Está en todos ellos, como el Dios de los panteístas, y probablemente esto es verdadero para muchos escritores. Edgar Allan Poe no está en ninguno de sus libros, ni siquiera en Arthur Gordon Pym, sino que está en su obra entera, en la imagen que nos dejó. Lo mismo sucede con Byron. Podemos imaginar con facilidad a Byron sin siquiera pensar en Don Juan y sus otros poemas. Puede que sea el destino de un escritor. Y quizás el Quijote existe en nuestra memoria más como un todo que en cada página. No sé si está en cada página, tal vez no. A menos que fuera en el admirable capítulo postrero, en el que Cervantes se despide de su amigo, nuestro también, Alonso Quijano. Quizá es allí donde está el Quijote. Acaso ese último capítulo requiere del peso de los anteriores; es probable que no significara nada, publicado por sí solo aparte.
CORTÍNEZ: Anoche nos decía usted que no cree en los movimientos literarios, ¿no es así?*
BORGES: ¡Ah, claro! Creo que son un error. Tal vez porque soy un individualista. Y en la literatura inglesa, que es para mí la literatura, apenas hay movimientos. Y los que existen son menos importantes que quienes participaron en ellos. Por ejemplo, creo que Coleridge o Wordsworth son más importantes que el movimiento romántico. Y, por lo general se puede decir lo mismo. Además, la noción de escuelas me parece bastante lúgubre. Por supuesto, es conveniente para quienes hacen la crónica de la historia de la literatura, pero es una disciplina nueva. No creo que en el siglo XIX se haya realizado ni un solo estudio histórico sobre la literatura del siglo XVIII. Y ahora vemos todo históricamente; vemos todo en función de fechas, lo cual me parece más o menos lúgubre. Tendríamos que pensar cada libro como el libro del momento presente. Para mí, la grandeza de Kafka reside en esto, en el hecho de que sus novelas, y sobre todo sus cuentos, surgieron de una manera espléndida y eran muy antiguos. No necesitaban ser contemporáneos. Y esa es una virtud. En este mismo instante recuerdo –voy a hacer una digresión: ¿por qué no?– una frase que Kipling atribuye a un poeta hindú, pero que probablemente inventó él mismo. La frase es tan hermosa que no importa si es obra de Kipling o de un poeta hindú anónimo, o si es un lugar común en la literatura hindú. Dice así: "Si no me hubieran dicho que era amor, habría pensado que era una espada desnuda." Creo que sería una frase admirable si hubiese sido escrita esta mañana o hace dos mil años. La literatura debería buscar eso. Debería esforzarse por ser eterna y no corresponder exactamente a una era, tomando en cuenta que estamos condenados a una era. Pienso que tendríamos que buscar eternidades incluso si no las encontramos.
CORTÍNEZ: Por eso no voy a mencionarle el modernismo. Sin embargo, ¿podría preguntarle acerca de Lugones?
BORGES: No. Pero el modernismo, en mi opinión, fue como una bocanada de aire fresco en la lengua española. Muchas cosas comenzaron a causa del modernismo. Naturalmente, entre esas cosas, también yo comencé, lo cual es de lamentar. Creo que todos somos hijos del modernismo, es decir, descendientes de Freire, Leopoldo Lugones y sobre todo Rubén Darío. No sé. Tal vez conversé con Lugones cinco o seis veces en mi vida, y en cada ocasión él cambiaba el tema para hablar con afecto y nostalgia de "mi amigo y maestro Rubén Darío". Le gustaba esa relación fraternal con Darío. Era un hombre solitario y poco agradable; y Darío era un ser maravilloso, realmente encantador, y sin duda Lugones miraba con reverencia a Darío, que le había enseñado tantas cosas. Creo que todo lo que se ha hecho después viene del modernismo. Pudimos, finalmente, sentirnos hartos de cisnes y lagos; los mismos modernistas se cansaron de ellos. Significó una gran libertad, un gran respiro para el lenguaje. Tantas y tantas ideas entraron, todos los temas. Poco después, Lugones, en Lunario, cambió la métrica e hizo otros juegos como ésos, métricos, extraños. Y luego una música, una música definitivamente tomada de Verlaine y Hugo. Cambiar la música de una lengua a otra es muy difícil. Si yo pudiera transportar la música del inglés al español sería un gran poeta, pero no lo soy. Pienso, por ejemplo, en una música como: "Ligero sueño de los crepúsculos suaves, como la negra madurez del higo, sueño de un lugar que se goza consigo mismo, con sus propias alas." Esta música taciturna es nueva en la lengua española. Y es absurdo decir que Lugones la tomó de Verlaine o de Darío, si tomamos en cuenta que sus libros están a disposición de todos, y no todos escriben esos versos. Y el otro dice: "El jardín con sus íntimos retiros, hará a tu lado el sueño, fácil jaula." En él, la metáfora está reducida al mínimo y la cadencia lo es todo. No, yo creo que tenemos una deuda de gratitud con el modernismo. Finalmente, todo cambió gracias al modernismo, aunque la palabra es un tanto ridícula. Pero eso en realidad no importa.
SOBEJANO: ¿Puedo hacerle una pregunta? En una antología reciente de su poesía hay un poema a Baltasar Gracián, o sobre Baltasar Gracián...
BORGES: Creo que puedo explicarlo. No es un poema que se burle de Baltasar Gracián. Es un poema que se burla de mí. Yo soy el Gracián de ese poema. Por eso es que me considero indigno del cielo, puesto que tiendo a pensar en formas literarias, adivinanzas, retruécanos, rimas, aliteraciones, y ese poema es en realidad una autocaricatura. No pensé en el Baltasar Gracián histórico; pensé en mí. Tal vez soy injusto, pero Gracián es un pretexto en el poema, una especie de metáfora.
SOBEJANO: En la misma antología hay una nota suya que dice precisamente eso, que el poema es una parodia, que se vale de la parodia...
BORGES: ¡Vaya! Traté de decir algo nuevo y parece que estoy condenado a la repetición.
SOBEJANO: No, pero mi pregunta era si piensa usted que fue una aclaración tardía. Porque durante años el lector lo ha percibido como un poema en contra de Baltasar Gracián.
BORGES: Bueno, podría ser entonces en contra de ambos. Puede ser contra los dos a la vez. Contra Baltasar Gracián, S.J., y contra mí.
SOBEJANO: ¿Se considera usted un poeta ingenuo o un poeta sentimental? Partiendo de la famosa distinción que propone Schiller del poeta que es natural y el poeta que busca la naturaleza, pero sabe demasiado y siente demasiado y no es natural.
BORGES: Infortunadamente, soy sentimental en ese sentido, sí, pero, ¿qué puede uno hacer? Pasamos nuestras vidas leyendo. Emerson dijo alguna vez: "la poesía viene de la poesía"; en mi caso de libros que he leído, por supuesto, y de las emociones. Sin emoción no hay poesía posible.
SOBEJANO: Parecería imposible que existieran poetas ingenuos actualmente, ¿no cree?
BORGES: Pero, ¿por qué? Nuestra era misma es tan ingenua. ¡Nadie sabe nada! No deberíamos temer al conocimiento; deberíamos sí temer a la ignorancia, ya que somos tan ignorantes.
SOBEJANO: Sí. A pesar de todo, quizá uno pueda llegar a saber demasiado.
BORGES: No. El universo es infinito. ¿Qué podemos saber? El número de libros es infinito. ¿Qué cantidad de esas páginas hemos leído? ¿Cuántas lenguas hay? Miles. Y conocemos una o dos. Nuestra vida es muy breve –en mi caso, demasiado larga, pero, naturalmente, al final es breve también–. ¿Qué podemos saber? Muy poco. El universo siempre permanece. El universo es infinito. A pesar de lo que tomamos de él, la infinitud permanece. Esto es, por supuesto, el infinito menos algo, y lo que resta es la infinitud, siempre. No, no creo que debamos resistirnos al conocimiento, puesto que sabemos tan poco. ¿Cómo podemos resistirnos al conocimiento? ¡Somos semibárbaros!
CORTÍNEZ: Me parece que esto lo dice también en un poema al Perú, en La moneda de hierro. Usted habla de...
BORGES: No recuerdo ese poema.
CORTÍNEZ: Bueno, puedo ayudarle a recordarlo.
BORGES: Sí, gracias.
CORTÍNEZ: Dice usted en él que todo lo que tiene de Perú es la plata que su abuelo o bisabuelo le trajo.
BORGES: Sí. Y History of the conquest of Peru de Prescott. Y creo que es todo, ¿no? Acaso unos cuantos recuerdos agradables, recuerdos personales.
CORTÍNEZ: Está bien. El asunto es que también menciona a un poeta peruano, Eguren. ¿Lo recuerda?
BORGES: Eguren, claro. Alberto Hidalgo, un poeta menor, me presentó a Eguren, un poeta mayor, diría yo. ¿Cómo se llama el libro? "La niña..."
CORTÍNEZ: Se trata solamente de un poema, "La niña de la lámpara azul".
BORGES: Sí, "La niña de la lámpara azul", sí.
CORTÍNEZ: ¿Le parece que el título es aceptable?
BORGES: Es demasiado decorativo. Pero era su propósito: ser decorativo. La niña de la lámpara, y el azul ahí, ya es demasiado para mí. Yo soy muy sobrio, un puritano, y para mí esos excesos, esas orgías, son auténticamente condenables. ¿"Niña de la lámpara azul"? No. No soy orgiástico.
CORTÍNEZ: Y respecto al "azul", ¿de quién podemos hablar?
BORGES: Me parece evidente que hablamos de Mallarmé: "L’azur, l’azur, l’azur", y luego Rubén Darío lo adoptó. Creo que se puede hablar de colores básicos, por ejemplo, el azul, el rojo, o el amarillo, o el blanco, tal vez del verde, pero no de matices. Por ejemplo, Chesterton, a quien admiro incondicionalmente, tiene un poema en el que dice: "el violeta y argénteo leopardo de la noche". Creo que es un error –creo que debió decir "negro y plateado"–. "Violeta", me parece, es un tono que no encaja. No sé qué piensen de esto. "El negro y plateado leopardo de la noche" sería mejor, porque "violeta y argénteo", y no sé por qué, parece un dibujo, un grabado. En cambio, "negro y plateado" van bien juntos. Pero, ¿quién soy yo para corregir a Chesterton?
SOBEJANO: En sus primeros poemas –y creo que esto aún es válido–, los atardeceres, la calle, las últimas calles de la ciudad y, sobre todo, los patios tienen un significado para usted, lugares agradables, lugares violentos en los que encuentra...
BORGES: Eso es porque nací en una casa con patios. Todo Buenos Aires era así. Nací en el centro de Buenos Aires. Y toda la cuadra era una casa llena de historias. Todo estaba lleno de casas bajas con techos planos, cisternas, cada una con una tortuga en el fondo para mantener el agua pura, puertas traseras, patios, eso era Buenos Aires. Por supuesto, ahora es distinto. Como estoy ciego, yo sigo viviendo en un Buenos Aires que ya no existe. Escribí un poema que comienza así, un poema muy triste. No los haré sufrir con él. Empieza así: "Nací en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires", como todo ha cambiado tanto... No, pero, ahora no me importan los atardeceres ni los barrios. Me gusta el centro de la ciudad, me gusta la ciudad y me gusta la mañana. Me gustan las mañanas, el centro, la esperanza, la ilusión de que cada día puede ser el comienzo de algo, que se desvanece a medida que el día avanza. Me gusta esa ilusión de cada amanecer, y la cultivo. Esto quiere decir que ahora me gustan los amaneceres y las mañanas.
CORTÍNEZ: Si nos quedamos de este lado de los Andes y pensamos en la poesía argentina, a usted siempre le ha gustado la poesía gaucha.
BORGES: Sí. Siempre me han gustado Ascassubi y Hernández. Pero en Ascassubi hay una felicidad que no se encuentra en Hernández. Una felicidad que es una especie de rabia floreciente. En Hernández hay rabia, pero es triste. No como en Ascassubi. Por ejemplo: "Vaya un cielito rabioso, cosa linda en ciertos casos, en que anda un buen hombre ganoso de divertirse a balazos." Eso es Ascassubi, muy distinto del tono de Hernández, que es un tono algo triste.
SOBEJANO: Un crítico español, probablemente resentido por algunas de sus opiniones, lo acusa de ser un hombre universal, cosmopolita, educado en Suiza y en Inglaterra, y demás cosas, y dice que usted posee una enorme cultura universal, pero que precisamente eso hace que menosprecie culturas menos desarrolladas. Naturalmente, estamos hablando de un crítico socialista. ¿Qué piensa de eso?
BORGES: ¿La cultura del subdesarrollo?
SOBEJANO: Supongo que piensa en...
BORGES: ¿La cultura argentina, no?
SOBEJANO: Y la española, por supuesto. Y la de todos los países hispánicos. Pero supongo que se refería a su Buenos Aires de los suburbios, de las milongas, de los patios, del "Hombre de la esquina rosada"...
BORGES: Pero eso no es condenable. No creo que sea condenable. Además, hemos llegado a la luna, y más lejos, espero.
SOBEJANO: ¿Le parece tendenciosa, injusta esta opinión?
BORGES: No, no. En absoluto. Trato de ser universal. No lo logro, claro está. Pero pasé cinco espléndidas semanas en Japón, y me sentí como un bárbaro entre gente civilizada. Después fui a Egipto. Sentí el peso del tiempo, tantos ayeres acumulados allí. En Europa se siente lo mismo. Y aquí mismo también, en ciertos lugares. Por ejemplo, en Nueva Inglaterra, por ejemplo, se siente un tiempo que no se siente en Texas, realmente, a pesar de que Texas me gusta mucho. ¡Hay tantos países! Quisiera conocer todas las lenguas, todas las literaturas, pero, ¡Dios mío!, tengo ochenta y tres años de edad y sé muy poco. Ahora estoy estudiando islandés –creo que es bueno hacerlo– y con María Kodama estudio anglosajón, el inglés antiguo. Eso también fue mágico. También aprendí por mí mismo alemán para poder leer a Schopenhauer, y lo logré con un método que quiero recomendarles: comiencen a estudiar alemán no con la gramática, que es terrible, sino con Buch der Lieder de Heine y con el Intermezzo. Así llegué a disfrutar la literatura germana, aunque no soy capaz de hablarlo con fluidez. En estos momentos estudio islandés. Me gustaría aprender otras lenguas, y como ustedes, como todos ustedes, tal vez, siento nostalgia por el latín, que en algún momento creí dominar pero que después perdí. Pero la nostalgia por el latín es benéfica, pues sin él no habríamos tenido al anónimo sevillano, los trabajos de Quevedo, de Góngora, de Saavedra Fajardo, todos basados en una nostalgia por el latín. Quizá pueda decirse lo mismo de Milton, que también añoraba el latín y el griego. Es una hermosa añoranza.
SOBEJANO: Esto me recuerda que en algún lugar usted dice que trató de aprender en sus comienzos de escritores latinizados, como Saavedra Fajardo y Quevedo.
BORGES: Es cierto.
SOBEJANO: Después los abandonó por...
BORGES: No sé por qué Saavedra Fajardo ha sido olvidado. Era un hombre muy lúcido, además de un escritor admirable.
SOBEJANO: Y finalmente, creyó que había conseguido un estilo más simple.
BORGES: Ahora, cuando me siento a escribir, lo hago con un vocabulario mínimo. Trato de evitar los sinónimos. Es decir, si escribo "rojizo", sigo diciendo "rojizo", y no "rojo". Parece que es mejor escribir de esta manera, de una manera que pasa inadvertida. Vuelvo al anónimo sevillano: "un estilo tan llano y moderado que no pueda ser percibido por nadie que lo lea." Eso es lo que busco en realidad. Sin duda alguna, ha de ser lo más difícil de alcanzar.
SOBEJANO: Sí, precisamente en su trayectoria más reciente esa manera de escribir contrasta fuertemente creo que con...
BORGES: Con el barroco.
SOBEJANO: Con el barroco que se practica con tanta frecuencia actualmente, que se usa tanto.
BORGES: Creo que la juventud es barroca a causa del miedo. Una persona joven piensa: "Si digo lo que pienso, sabrán que es una observación estúpida, así que voy a disfrazarla." Entonces se disfraza de contemporáneo, de futurista, de escritor del siglo diecisiete, o por ejemplo, un joven se disfraza fácilmente de Shakespeare. Pero es un error. Por otro lado, a mi edad, uno se resigna a ser quien es; sobre todo, conoce sus límites, sabe perfectamente si hay algo en el fondo, pero sabe también que hay cosas que no debe intentar. En mi caso, la novela, por ejemplo. Ni una historia que dure mucho. Sé que no debo tratar de hacerlo. Ni una historia muy larga. Por otra parte, me siento menos incómodo con un soneto o un poema de una página, en verso libre o verso en prosa, que es tan fácil y tan placentero para el oído.
SOBEJANO: ¿Cree que esas formas breves –el poema, el cuento, el ensayo– favorecen la intensidad y la densidad?
BORGES: Sí, y en cada caso, es casi imposible que sean tediosos. Un haikú tiene tres líneas. No hay tiempo de aburrirse. Cinco, siete y cinco sílabas. La tanka: cinco, siete, cinco y luego siete y siete sílabas. Tampoco hay tiempo de aburrirse.
CORTÍNEZ: Borges, ¿está usted anticipando el trabajo que María Kodama va a leer mañana?
BORGES: Exacto. De hecho, estoy usurpándole el tema. No, lo dije porque ella me habló de eso esta tarde. Soy muy listo.**
CORTÍNEZ: Bien, hablando de la novela y de la poesía, hay dos escritores en su país que la mayor parte de nuestros estudiantes identifican como prosistas: Güiraldes, el novelista, y el ensayista Martínez Estrada. Pero también fueron poetas, ¿no es cierto?
BORGES: Sí, pero Martínez Estrada era un poeta admirable. ¡Qué extraño! Martínez Estrada es inconcebible sin Lugones, y es superior a él. Diría lo mismo acerca del gran poeta mexicano que escribió "La suave patria".
CORTÍNEZ: López Velarde.
BORGES: Sí, Ramón López Velarde. Creo que es inconcebible sin Lugones, pero mejor que él. Pero está bien, en general los hijos son superiores al padre. En el caso de Martínez Estrada, sus mejores poemas superan a los mayores trabajos de Lugones. Pero es un hijo de Lugones. Y orgulloso de ello también. Y Lugones, finalmente, era a su vez hijo indiscutible de Laforgue y también hijo de Darío.
CORTÍNEZ: Y Güiraldes, ¿lo convence como poeta?
BORGES: Creo que tampoco él estaba muy convencido. Escribió el libro El cencerro de cristal, una especie de imitación de Lunario. Por ejemplo, veamos, bueno, no se ofendan: "Luna, frígido ovillo, pulcro botón de calzoncillo." No sé si vale la pena recordarlo. Pido disculpas por mencionar ese íntimo botón.
SOBEJANO: Ya que mencionó a López Velarde, ¿cree usted que en él está el germen del prosaísmo?
BORGES: Pienso que lo prosaico es uno de los recursos de la poesía, si se usa cuidadosamente. Si no se abusa de ello, puede ser muy útil.
SOBEJANO: Creo que el prosaísmo fue continuado por César Vallejo, y luego vino el movimiento neorealista, con escritores como Arguedas o Ciro Alegría, que en los años cuarenta y cincuenta cultivaron un tipo de novela y de literatura muy comprometidas con la vida diaria, el trabajo, el sufrimiento; y lo hicieron no tratando de dar un testimonio meramente informativo, claro está, sino como una parte de la obra literaria. Observo una continuidad desde el prosaísmo de López Velarde, pasando por la poesía de Vallejo, hasta llegar a Arguedas.
BORGES: No conozco a esos poetas. Conozco a López Velarde, sí, pero no a los otros. No puedo hablar con ninguna autoridad. Además, he estado ciego como lector desde los cincuenta y cinco años de edad; en verdad no conozco a mis contemporáneos.
SOBEJANO: Hice la pregunta porque es un movimiento que no busca la complejidad o el refinamiento, sino un impulso lírico que proviene de las cosas cotidianas, las más humildes, la vida de los pobres.
BORGES: Ambas cosas pueden unirse –el refinamiento y ese íntimo ritmo del que usted habló–. No creo que sean necesariamente excluyentes.
SOBEJANO: No, claro que no. Usted editó una selección de Quevedo y otras antologías. ¿Qué criterio usa para reunir una selección de la obra de un poeta? ¿Alguna preferencia estética?, ¿o que sea completa?, ¿otro criterio?
BORGES: No. Un criterio hedonista, estético, de placer. Hay obras célebres de Quevedo que no incluyo porque creo que son espantosas. Bueno, pero yo no sé. Es mejor no citarlas en este momento; no las incluí. También hice una antología de Góngora y no incluí, por ejemplo, "ande yo caliente y ríase la gente". Me parece bastante miserable. Y tampoco, "era del año la estación florida, en que el mentido robador de Europa", que también me parece sencillamente horrible. Pero Góngora tiene versos espléndidos. Es curioso que uno de los mejores sonetos de Quevedo haya sido escrito por Góngora. Ese soneto típicamente quevediano dice: "Las horas que limando están los días, los días que royendo están los años." Góngora escribió los mejores versos de Quevedo. Y antes que él también. ¡Era un auténtico bribón! Se anticipó a Quevedo.
CORTÍNEZ: Se supo en España, pese a que la votación fue secreta, que cuando se otorgó el Premio Cervantes a Onetti hubo un voto disidente en favor de Octavio Paz. Y las malas lenguas dicen que ese voto fue suyo.
BORGES: No las malas. Las buenas y verdaderas lenguas.
CORTÍNEZ: ¿Eso significa que puedo hacerle una pregunta sobre Octavio Paz?
BORGES: Qué extraño. Admiro mucho a Octavio Paz. Me gusta lo que escribe. No tengo nada interesante que decir sobre él en este momento. Soy simplemente un lector agradecido de Octavio Paz. Y voté por él. Siento que darle el premio a Onetti fue una equivocación, pero finalmente la vida está hecha de errores, sobre todo la mía, que es una especie de antología de errores.
CORTÍNEZ: Pero subsanaron esa equivocación, porque le dieron el Premio Cervantes a Octavio Paz al año siguiente.
BORGES: Cierto.
CORTÍNEZ: Y hay muchos de nosotros aquí que pensamos que el más reciente Premio Nobel fue una equivocación, no tanto con respecto a la persona sino al orden en que fue otorgado. No sé si está de acuerdo con nosotros.
BORGES: No. El premio fue bien otorgado. Yo francamente no deseo el Premio Nobel. Los suecos son muy sensibles. Tienen toda la razón. ¿Quién soy yo para compararme con Neruda, con Kipling, con Bernard Shaw, con Bertrand Russell, con André Gide, con William Faulkner? Nadie, evidentemente. Creo que los suecos están en lo correcto. Además, es una especie de ritual bien establecido. He perdido la cuenta de los años: me prometen el premio cada año, se lo dan a otro y ya sé cómo es la cosa. Es un ritual que se repite a sí mismo. Ahora es un hábito del tiempo.
CORTÍNEZ: García Márquez dijo que estaba muy sorprendido por haberlo obtenido antes que usted.
BORGES: Pues debo estarle agradecido por ese error. Él se lo merece y yo no.
SOBEJANO: Dice usted que le han prestado demasiada atención, lo dice modestamente.
BORGES: Es cierto. Se han escrito bibliotecas enteras sobre mí. Hasta ahora no las he leído, pero de todas maneras lo agradezco. Soy un hombre muy tímido; normalmente no leo lo que se escribe sobre mí. Soy muy tímido.
SOBEJANO: Tomando en cuenta que su obra fue escrita principalmente en los cuarenta y cincuenta, y que en ese entonces no tenía usted una popularidad tan extensa y universal, ¿no le parece que...?
BORGES: No, la gente estaba en lo correcto entonces y después cometieron un error.
SOBEJANO: No, no, se trata de comprensión y de justicia. Nosotros, los españoles, leemos casi con una divertida curiosidad las numerosas descalificaciones que usted ha hecho de nuestros escritores. Por ejemplo, Gracián, Calderón, todo el siglo XVIII, todo el XIX, Azorín, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Camilo José Cela...
BORGES: No, no. Juan Ramón Jiménez no. Es un gran poeta, por supuesto.
SOBEJANO: ¿Cree usted que el siglo XIX es una vergüenza en España?
BORGES: No creo que llegue a vergüenza. Es una palabra demasiado fuerte.
SOBEJANO: Un siglo con escritores como, por nombrar algunos, Larra, Bécquer, Galdós, Leopoldo Alas, cuatro o cinco escritores de...
BORGES: Well, my sense pains me!
SOBEJANO: Well, then nothing. Agreed.
CORTÍNEZ: ¿Y el Poema del Cid ? También lo ha descalificado frecuentemente.
BORGES: Bueno, el Cid, no, no creo. Bueno, sí, un poco. Me dijeron que van a hacer una versión para adultos de ese poema, pero no sé si sea cierto o no. Yo tenía la otra. No la versión para adultos.
SOBEJANO: Continuando con España, ¿siente usted que España es áspera, ruda, algo o muy cruel, radical?
BORGES: Cierto, pero se jactan de serlo. Lo digo como un halago, digo que son rudos para halagarlos.
SOBEJANO: No, no, mi pregunta era si no se refería únicamente a Castilla, porque, por ejemplo, Galicia, Andalucía... Son mucho más dulces, ¿no?
BORGES: Sí, en ese caso, yo soy de cepa andaluza y portuguesa. Más dulce. Por otro lado, en Castilla hay tantos tipos militares, tantos frailes, nada bueno.
CORTÍNEZ: Creo que el público tiene derecho a aportar su grano de arena (the right to stick their two cents).
BORGES: Muy bien, hace mucho que no escuchaba esa expresión. Bueno, veamos...
PREGUNTA (del público): Un día leí algo en uno de sus cuentos que decía: "no hay un hombre vivo que no sea crédulo fuera de su especialidad". Tengo que admitir que me reí. Mi especialidad no es el español –no sé ni una palabra–, pero quisiera hacerle una pregunta. No soy un hombre de fe, pero hay un cuento que me ha perturbado por años desde que lo leí: "Tres versiones de Judas". Me parece ser un cuento sobre las variedades de la traición.
BORGES: ¿De verdad? En ese caso, le pido disculpas por haberlo turbado.
PREGUNTA: Lo que quiero saber es –ya que soy ingenuo en ese sentido– si la persona que protagoniza su historia, Nils Lindberg (el nombre correcto es Nils Rudeberg, N. de la T.), es real, o es sólo un personaje que brotó de su imaginación.
BORGES: ¿Puede repetirme el nombre del cuento?
PREGUNTA: "Tres versiones de Judas".
BORGES: Sí, siento decirlo, todo es inventado. No existe ese hombre.
PREGUNTA: De modo que ese hombre no existió.
BORGES: Siento decírselo.
PREGUNTA: No, no puede ser. Quizá existió.
BORGES: Nadie ha leído ese cuento, excepto usted. Usted es el único lector en el mundo.
PREGUNTA: ¿Tal vez?
BORGES: Estoy completamente seguro. Yo lo escribí, usted lo leyó y se acabó.
PREGUNTA: ¿Se acabó? Gracias, señor.
DONALD SHAW: Todos sabemos, o al menos hacemos conjeturas acerca de lo que Macedonio Fernández significó para usted. ¿Cree usted que Macedonio significa algo especial para la literatura argentina?
BORGES: No, creo que Macedonio Fernández era sobre todo un hombre oral. Lo que escribió no es entendido con facilidad, pero en cuanto a la palabra hablada era un hombre de genio. Allí están Pitágoras, Buda, Jesús, Sócrates, que nunca escribieron. Creo que fue un hombre oral. Era muy taciturno. En toda una noche decía cuatro o cinco cosas; se refería constantemente al interlocutor. Es decir, "che, te das cuenta de que..." y luego seguía algo sorprendente. Lo decía en voz baja. Había gente que esperaba toda la noche para oír a Macedonio decir tres o cuatro cosas, en una voz muy baja, que tenían que repetirse después. Estoy seguro de que era un hombre de genio pese a que su obra escrita no lo confirme. Sentía lo mismo con Rafael Cansinos Assens, un escritor judío andaluz. Al principio, sentía que era un genio. Pero más tarde, releyendo sus libros, me di cuenta de que no puede encontrarse eso en sus libros, sino solamente en mis recuerdos personales, lo mismo que con Macedonio Fernández.
SHAW: Discúlpeme si no me expreso bien, yo también sufro algo de timidez, especialmente en una reunión como ésta. Mi pregunta es la siguiente: una gran parte de la literatura se crea en la memoria, y nuestra memoria es muy corta, demasiado voluble, como usted...
BORGES: Pero precisamente por eso la mente puede imaginar. Si recordáramos todo no seríamos capaces de imaginar nada. Es benéfico que nuestra memoria sea corta. El olvido es lo más valioso de la memoria.
SHAW: Sin embargo, el olvido es mucho más largo, ¿cierto? ¿Es posible crear por el olvido más que por la memoria?
BORGES: De cualquier manera soy incapaz de crear. Pero quizás ambas herramientas son útiles.
SHAW: Por ejemplo, usted, en su cuento "El inmortal", se refiere al tema del olvido.
BORGES: Escribí ese cuento y al final se me ocurrió que sería mejor si el protagonista era Homero, el olvidado, al cabo de todos estos siglos. Es un buen cuento pero el estilo es demasiado extravagante. Si fuera a escribirlo ahora, lo haría con un estilo mucho más simple. Pero quizás esa historia requería ese estilo, pues cada tema dicta su propio lenguaje. Por ejemplo, algo me sucede, y ese algo me dice que emplee el soneto, el verso libre, el cuento o el ensayo. En resumen, no creo que haya una retórica absoluta. Hay temas que deben tratarse en verso rimado; otros permiten o demandan verso libre. Depende del tema. No creo que pueda haber una estética general. Pero finalmente, ustedes pueden enseñarme mucho acerca de esto.


*La noche anterior Borges había sostenido una charla sobre la obra de Emily Dickinson. (N. de la R.)
**María Kodama habló al día siguiente sobre la poesía y las formas de la literatura. (N. de la R.).


En: Revista Fractal N° 7, Octubre-Diciembre, 1997, Año 2, Volumen II, pp. 63-88.
Texto aparecido en Carlos Cortínez (editor), Borges, the poet. Fayeteville, 1986.
Traducción del inglés por Una Pérez-Ruiz: Borges, Jorge Luis; La literatura de mis días

29/11/16

Jorge Luis Borges: El enigma de la poesía (bilingüe) [1 de 6]





Me gustaría, en principio, avisarles con claridad de lo que cabe esperar —o, mejor, de lo que no han de esperar— de mí. Me doy cuenta de que incluso he cometido un error al titular mi primera conferencia. El título es, si no nos equivocamos, «El enigma de la poesía», y el énfasis recae, evidentemente, en la primera palabra, «enigma». Así que ustedes podrían pensar que el enigma es lo más importante. O, lo que aún sería peor, podrían pensar que me he engañado a mí mismo al creer que, en alguna medida, he descubierto el verdadero sentido del enigma. La verdad es que no tengo ninguna revelación que ofrecer. He pasado la vida leyendo, analizando, escribiendo (o intentándolo) y disfrutando. He descubierto que esto último es lo más importante. Embebido en la poesía, he llegado a una conclusión final sobre el asunto. Es verdad que, cada vez que me he enfrentado a la página en blanco, he sabido que debía volver a descubrir la literatura por mí mismo. Pero de nada me vale el pasado. Así que, como he dicho, sólo puedo ofrecerles mis perplejidades. Tengo cerca de setenta años. He dedicado la mayor parte de mi vida a la literatura, y sólo puedo ofrecerles dudas.
El gran escritor y soñador inglés Thomas de Quincey escribió —en alguna de las miles de páginas de sus catorce volúmenes— que descubrir un problema nuevo era tan importante como descubrir la solución de uno antiguo. Pero yo ni siquiera puedo ofrecerles esto; sólo puedo ofrecerles perplejidades clásicas. Y, sin embargo, ¿por qué tendría que preocuparme? ¿Qué es la historia de la filosofía sino la historia de las perplejidades de los hindúes, los chinos, los griegos, los escolásticos, el obispo Berkeley, Hume, Schopenhauer y otros muchos? Sólo quiero compartir estas perplejidades con ustedes.
Siempre que he hojeado libros de estética, he tenido la incómoda sensación de estar leyendo obras de astrónomos que jamás hubieran mirado a las estrellas. Quiero decir que sus autores escribían sobre poesía como si la poesía fuera un deber, y no lo que es en realidad: una pasión y un placer. Por ejemplo, he leído con mucho respeto el libro de Benedetto Croce sobre estética, y he encontrado la definición de que la poesía y el lenguaje son una «expresión».
Ahora bien, si pensamos en la expresión de algo, desembocamos en el viejo problema de la forma y el contenido; y si no pensamos en la expresión de nada en particular, entonces no llegamos a nada en absoluto. Así que respetuosamente admitimos esa definición, y buscamos algo más. Buscamos la poesía; buscamos la vida. Y la vida está, estoy seguro, hecha de poesía. La poesía no es algo extraño: está acechando, como veremos, a la vuelta de la esquina. Puede surgir ante nosotros en cualquier momento.
Ahora bien, es fácil que incurramos en un error muy común. Pensamos, por ejemplo, que, si estudiamos a Homero, la Divina comedia, Fray Luis de León o Macbeth, estudiamos la poesía. Pero los libros son sólo ocasiones para la poesía.
Creo que Emerson escribió en alguna parte que una biblioteca es una especie de caverna mágica llena de difuntos. Y esos difuntos pueden renacer, pueden ser devueltos a la vida cuando abrimos sus páginas.
Hablando del obispo Berkeley (que, permítanme recordárselo, profetizó la grandeza de América), me acuerdo de que escribió que el sabor de la manzana no está en la manzana misma —la manzana no posee sabor en sí misma— ni en la boca del que se la come. Exige un contacto entre ambas. Lo mismo pasa con un libro o una colección de libros, con una biblioteca. Pues ¿qué es un libro en sí mismo? Un libro es un objeto físico en un mundo de objetos físicos. Es un conjunto de símbolos muertos. Y entonces llega el lector adecuado, y las palabras —o, mejor, la poesía que ocultan las palabras, pues las palabras solas son meros símbolos— surgen a la vida, y asistimos a una resurrección del mundo.
Me acuerdo ahora de un poema que todos ustedes saben de memoria, aunque quizá nunca se hayan fijado en lo extraño que es. Pues la perfección en poesía no parece extraña: parece inevitable. Así que pocas veces le agradecemos al escritor sus desvelos. Estoy pensando en un soneto escrito hace más de cien años por un joven de Londres (de Hampstead, creo), un joven que murió de una enfermedad pulmonar, John Keats, y en su famoso y quizá trillado soneto «On First Looking into Chapman’s Homer» («Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman»). Lo que extraña del poema —y sólo caí en la cuenta hace tres o cuatro días, cuando preparaba esta conferencia— es el hecho de que se trata de un poema sobre la propia experiencia poética. Ustedes se lo saben de memoria, pero me gustaría que oyeran una vez más el oleaje y el trueno de los versos finales:
Then felt I like some watcher of the skies
When a new planet swims into his ken;
Or like stout Cortez when with eagle eyes
He stared at the Pacific —and all his men
look’d at each other with a wild surmise—
Silent, upon a peak in Darien.
(Sentí entonces lo mismo que el vigía que observa
el firmamento y ve de pronto un nuevo astro
o lo que el gran Cortés, cuando con ojos de águila
por vez primera divisó el Pacífico —y todos sus soldados
entre sí se miraron sin dar crédito a aquello—
callado, allá en lo alto de un monte del Darién)[1].
Aquí encontramos la propia experiencia poética. Encontramos a George Chapman, amigo y rival de Shakespeare, que estaba muerto y de repente volvió a la vida cuando John Keats leyó su Ilíada o su Odisea. Creo que era George Chapman (aunque no estoy seguro, pues no soy especialista en Shakespeare) en quien pensaba Shakespeare cuando escribió: «Was it the proud full sail of his great verse, / Bound for the prize of all too precious you?» («¿Fue el velamen hinchado de su verso ampuloso / que navega a la busca de su presa riquísima?»)[2].
Hay una palabra que me parece muy importante: «Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman». Creo que este «primera» puede resultarnos muy provechoso. En el preciso momento en que repasaba los poderosos versos de Keats, pensaba que quizá sólo estaba siendo leal a mi memoria. Quizá la verdadera emoción que yo extraía de los versos de Keats radicaba en aquel lejano instante de mi niñez en Buenos Aires cuando por primera vez oí a mi padre leerlos en voz alta. Y cuando la poesía, el lenguaje, no era sólo un medio para la comunicación sino que también podía ser una pasión y un placer: cuando tuve esa revelación, no creo que comprendiera las palabras, pero sentí que algo me sucedía. Y no sólo afectaba a mi inteligencia sino a todo mi ser, a mi carne y a mi sangre.
Volviendo a las palabras «Al asomarse por primera vez al Homero de Chapman», me pregunto si John Keats sintió esa emoción después de fatigar los muchos libros de la Ilíada y la Odisea. Creo que la primera lectura es la verdadera, y que en las siguientes nos engañamos a nosotros mismos con la creencia de que se repite la sensación, la impresión. Pero, como digo, podría tratarse de mera lealtad, de una mera trampa de mi memoria, una mera confusión entre nuestra pasión y la pasión que una vez sentimos. Así, podría decirse que la poesía es, cada vez, una experiencia nueva. Cada vez que leo un poema, la experiencia sucede. Y eso es la poesía.
Leí una vez que el pintor americano Whistler estaba en un café de París y la gente discutía el modo en que la herencia, el ambiente, la situación política del momento y cosas por el estilo influían en el artista. Y entonces Whistler dijo: «El arte sucede». Es decir, hay algo misterioso en el arte. Me gustaría tomar sus palabras en un sentido nuevo. Yo diré: El arte sucede cada vez que leemos un poema. Ahora bien, quizá, al menos en apariencia, esto suprima la venerable noción de los clásicos, la idea de los libros perdurables, de los libros en los que siempre hallaremos belleza. Pero espero equivocarme en este punto.
Quizá debería dedicar unas palabras a la historia de los libros. Hasta donde puedo recordar, los griegos no hicieron demasiado uso de los libros. Es un hecho evidente que la mayoría de los grandes maestros de la humanidad no fueron escritores sino oradores. Pienso en Pitágoras, Cristo, Sócrates, el Buda y otros. Y, puesto que he hablado de Sócrates, me gustaría decir algo sobre Platón. Me acuerdo de que Bernard Shaw decía que Platón fue el dramaturgo que inventó a Sócrates, así como los cuatro evangelistas fueron los dramaturgos que inventaron a Jesús. Esto podría resultar excesivo, pero encierra cierta verdad. En uno de sus diálogos, Platón habla sobre los libros de una manera un tanto despectiva: «¿Qué es un libro? Un libro parece, como una pintura, un ser vivo; pero, si le hacemos una pregunta, no responde. Entonces vemos que está muerto»[3]. Para convertir al libro en algo vivo, Platón inventó —felizmente para nosotros— el diálogo platónico, que se anticipa a las dudas y preguntas del lector.
Pero podríamos decir también que Platón estaba triste por Sócrates. Después de la muerte de Sócrates, se diría a sí mismo: «¿Qué hubiera dicho Sócrates a propósito de esta duda mía?». Y entonces, para volver a oír la voz de su querido maestro, escribió los diálogos. En algunos de esos diálogos, Sócrates representa la verdad. En otros, Platón ha dramatizado sus distintos estados de ánimo. Y algunos de esos diálogos no llegan a ninguna conclusión, porque Platón pensaba conforme los iba escribiendo; no conocía la última página cuando escribía la primera. Dejaba a su inteligencia vagar y, a la vez, dramatizaba aquella inteligencia, conviertiéndola en muchas personas. Me imagino que su principal propósito era la ilusión de que, a pesar de que Sócrates hubiera bebido la cicuta, seguía acompañándolo. Esto me parece verdad porque he tenido muchos maestros en mi vida. Estoy orgulloso de ser un discípulo: un buen discípulo, espero. Y, cuando pienso en mi padre, cuando pienso en el gran escritor judeoespañol Rafael Cansinos-Assens[4], cuando pienso en Macedonio Fernández[5], también me gustaría oír sus voces. Y alguna vez intento imitar con mi voz sus voces para intentar pensar lo que ellos hubieran pensado. Siempre los tengo cerca.
Hay otra frase, en uno de los Padres de la Iglesia. Dijo que era tan peligroso poner un libro en las manos de un ignorante como poner una espada en las manos de un niño. Así que los libros, para los antiguos, eran meros artilugios. En una de sus muchas cartas, Séneca escribió contra las bibliotecas grandes; y, mucho después, Schopenhauer escribió que muchos confunden la compra de un libro con la compra de los contenidos del libro. Alguna vez, cuando miro los muchos libros que tengo en casa, siento que moriré antes de terminarlos, pero no puedo resistir la tentación de comprar nuevos libros. Siempre que voy a una librería y encuentro un libro sobre una de mis aficiones —por ejemplo, la antigua poesía inglesa o escandinava—, me digo: «Qué lástima que no pueda comprarme este libro, pues tengo ya un ejemplar en casa».
Después de los antiguos, llegó de Oriente una nueva concepción del libro. Llegó la idea de la Sagrada Escritura, de libros escritos por el Espíritu Santo; llegaron los Coranes, las Biblias y demás. Siguiendo el ejemplo de Spengler en su Untergang des Abendlandes —La decadencia de Occidente—, me gustaría tomar el Corán como ejemplo. Si no me equivoco, los teólogos musulmanes lo consideran anterior a la creación del mundo. El Corán está escrito en árabe, pero los musulmanes lo creen anterior al lenguaje. En efecto, he leído que no consideran el Corán una obra de Dios sino un atributo de Dios, como lo son Su justicia, Su misericordia y Su infinita sabiduría.
Y así penetró en Europa la idea de Sagrada Escritura, una idea que, según creo, no es absolutamente errónea. A Bernard Shaw (a quien siempre vuelvo) le preguntaron una vez si pensaba de verdad que la Biblia era obra del Espíritu Santo. Y Shaw dijo: «Creo que el Espíritu Santo no sólo ha escrito la Biblia, sino todos los libros». Es un tanto cruel, evidentemente, con el Espíritu Santo, pero supongo que todos los libros merecen ser leídos. Esto es, creo, lo que Homero quería decir cuando hablaba a la musa. Y esto es lo que los judíos y Milton querían decir cuando se referían al Espíritu Santo cuyo templo es el recto y puro corazón de los hombres. Y en nuestra mitología, menos hermosa, nosotros hablamos del «yo subliminal», del «subconsciente». Estas palabras, evidentemente, son un tanto groseras cuando las comparamos con las musas o con el Espíritu Santo. Tenemos, sin embargo, que conformarnos con la mitología de nuestro tiempo. Pero las palabras significan esencialmente lo mismo.
Llegamos ahora a la noción de los «clásicos». Debo confesar que no creo que un libro sea verdaderamente un objeto inmortal, que hay que asimilar y venerar como es debido, sino más bien una ocasión para la belleza. Y ha de ser así, pues el lenguaje cambia sin cesar. Soy muy aficionado a las etimologías y quisiera recordarles (pues estoy seguro de que ustedes saben de estas cosas mucho más que yo) algunas etimologías bastante curiosas.
Por ejemplo, tenemos en inglés el verbo «to tease» («jorobar, fastidiar, tomar el pelo»), una palabra maliciosa. Significa una especie de broma. Pero en el antiguo inglés «tesan» significaba «herir con la espada», tal como en francés «navrer» quería decir «atravesar a alguien con la espada». Y, para tomar otra palabra del inglés antiguo, «breat», podrán deducir de los primeros versos del Beowulf que significa «multitud airada»; es decir, la causa de la amenaza («threat», en inglés). Y así podríamos seguir indefinidamente.
Pero consideremos ahora en concreto algunos versos. Tomo mis ejemplos del inglés, ya que le tengo especial afecto a la literatura inglesa, aunque mi conocimiento de ella sea, evidentemente, limitado. Hay casos en los que la poesía se crea a sí misma. Por ejemplo, no creo que las palabras «quietus» («descanso») y «bodkin» («puñal») sean especialmente hermosas; yo diría, en efecto, que son más bien groseras; pero si pensamos en «When he himself might his quietus make / With a bare bodkin» («Cuando uno mismo tiene a su alcance el descanso / en el filo desnudo del puñal»[6]), recordamos el gran parlamento de Hamlet. Y así el contexto crea poesía con esas palabras: palabras que nadie se atrevería a usar hoy, porque sólo serían citas.
Hay otros ejemplos, y quizá más sencillos. Tomemos el título de uno de los más famosos libros del mundo, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La palabra «hidalgo» tiene hoy una peculiar dignidad por sí misma, pero, cuando Cervantes la escribió, la palabra «hidalgo» significaba «un señor del campo». En cuanto al nombre «Quijote», era considerada más bien una palabra ridícula, como los nombres de muchos de los personajes de Dickens («Pickwick», «Swiveller», «Chuzzlewit», «Twist», «Squears», «Quilp» y otros por el estilo). Y además tienen ustedes «de la Mancha», que ahora nos suena noble en castellano, pero que Cervantes, cuando lo escribía, quizá pretendió que sonara (y pido disculpas a cualquier vecino de esa ciudad que se encuentre aquí) como si hubiera escrito «don Quijote de Kansas City». Ya ven ustedes cómo han cambiado esas palabras, cómo han sido ennoblecidas. Ven un hecho extraño: que porque el viejo soldado Miguel de Cervantes ridiculizó un poco a La Mancha, ahora «La Mancha» forma parte de las palabras imperecederas de la literatura.
Tomemos otro ejemplo de versos que han cambiado. Estoy pensando en un soneto de Rossetti, un soneto que se desarrolla premiosamente bajo el no demasiado hermoso nombre de «Inclusiveness» («Totalidad»). El soneto dice:
What man has bent o’er his son’s sleep to brood,
How that face shall watch his when cold it lies?—
Or thought, at his own mother kissed his eyes,
Of what her kiss was, when his father wooed?
(¿Qué hombre se ha inclinado sobre el rostro de su hijo para pensar
cómo esa cara, ese rostro se inclinará sobre él cuando esté muerto?
¿O pensó, cuando su propia madre le besaba los ojos,
lo que habrá sido su beso cuando su padre la cortejaba?)[7].
Creo que estos versos quizá resulten hoy más intensos que cuando fueron escritos, hace unos ochenta años, porque el cine nos ha enseñado a seguir rápidas secuencias de imágenes visuales. En el primer verso, «What man has bent o’er his son’s sleep to brood», encontramos al padre inclinándose sobre la cara del niño dormido. E, inmediatamente, en el segundo verso, como en una buena película, hallamos la misma imagen invertida: vemos al hijo inclinándose sobre la cara de ese hombre muerto, su padre. Y quizá nuestro reciente estudio de la psicología nos haya hecho más sensibles a estos versos: «Or thought, as his own mother kissed his eyes, / Of what her kiss was, when his father wooed?». Encontramos aquí, desde luego, la belleza de las vocales suaves inglesas en «brood» y «wooed». Y la belleza añadida de ese solitario «wooed»: no «wooed her», sino simplemente «wooed». La palabra sigue resonando.
También existe una clase distinta de belleza. Consideremos un adjetivo que una vez fue un lugar común. No sé griego, pero creo que en griego es «oinopa pontos», y la versión inglesa más corriente es «the wine-dark sea» («el mar de oscuro vino»). Me figuro que la palabra «dark» ha sido sutilmente intercalada para facilitarle las cosas al lector. Puede que sólo sea «the winy sea» («el vinoso mar»), o algo por el estilo. Estoy seguro de que, cuando Homero (o los muchos griegos que designa la palabra Homero) lo escribía, sólo pensaba en el mar; el adjetivo era normal. Pero hoy, si alguno de nosotros, después de probar con muchos adjetivos estrafalarios, escribiera en un poema «the wine-dark sea», no sería una simple repetición de lo que los griegos escribieron. Sería, más bien, una referencia a la tradición. Cuando hablamos del «mar color de vino», pensamos en Homero y en los treinta siglos que se extienden entre él y nosotros. Así, aunque las palabras puedan ser las mismas, cuando escribimos «el mar color de vino» en realidad estamos escribiendo algo muy diferente de lo que Homero escribió.
Pues el lenguaje cambia; los latinos lo sabían perfectamente. Y el lector también está cambiando. Esto nos recuerda la vieja metáfora de los griegos: la metáfora, o más bien la verdad, de que ningún hombre baja dos veces al mismo río[8]. Creo que aquí existe un cierto miedo. En principio solemos pensar en el fluir del río. Pensamos: «Sí, el río permanece, pero el agua cambia». Luego, con una creciente sensación de temor, nos damos cuenta de que nosotros también estamos cambiando, de que somos tan mudables y evanescentes como el río.
Pero no es necesario que nos preocupemos demasiado por la suerte de los clásicos, pues la belleza siempre nos acompaña. Me gustaría citar en este punto otro poema, de Browning, un poeta quizá olvidado en nuestros días. Dice:
Just when we’re safest, there’s a sunset-touch,
A fancy from a flower-bell, some one’s death,
A chorus-ending from Euripides.
(Y precisamente cuando nos sentimos más seguros, llega una puesta de sol,
el encanto de una corola, alguna muerte,
el final de un coro de Eurípides)[9].
El primer verso es suficiente: «Y precisamente cuando nos sentimos más seguros…», es decir, la belleza siempre está esperándonos. Puede presentársenos en el título de una película; puede presentársenos en la letra de una canción popular; podemos encontrarla incluso en las páginas de un gran o famoso escritor.
Y puesto que he hablado de uno de mis maestros difuntos, Rafael Cansinos-Assens[10] (quizá ésta sea la segunda vez que ustedes oyen su nombre; no logro entender por qué ha sido olvidado), recuerdo que Cansinos-Assens escribió un poema en prosa muy hermoso en el que pedía a Dios que lo protegiera, que lo salvara de la belleza, porque, decía, «hay demasiada belleza en el mundo». Pensaba que la belleza estaba inundando el mundo. Aunque no sé si he sido un hombre especialmente feliz (¡tengo la esperanza de que seré feliz a la avanzada edad de sesenta y siete años!), sigo pensando que estamos rodeados de belleza.
Que un poema haya o no haya sido escrito por un gran poeta sólo es importante para los historiadores de la literatura. Supongamos, por seguir el razonamiento, que he escrito un hermoso verso; considerémoslo una hipótesis de trabajo. Una vez que lo he escrito, ese verso no hace que yo sea bueno, pues, como acabo de decir, ese verso lo he recibido del Espíritu Santo, del yo subliminal, o puede que de algún otro escritor. A menudo descubro que sólo estoy citando algo que leí hace tiempo, y entonces la lectura se convierte en un redescubrimiento. Quizá sea mejor que el poeta no tenga nombre.
He hablado del «mar color de vino», y puesto que mi afición es el inglés antiguo (temo que, si tienen el coraje o la paciencia de volver a alguna de mis conferencias, los abrumaré de nuevo con el inglés antiguo), me gustaría recordarles algunos versos que me parecen hermosos. Los diré primero en inglés y luego en el severo y vocálico inglés antiguo del siglo IX.
It snowed from the north;
rime bound the fields;
hail fell on earth,
the coldest of seeds.
Norban sniwde
hrim hrusan bond
hægl feol on eorban
corna caldast.
(Nevó desde el Norte;
la escarcha ciñó los campos
el granizo cayó sobre la tierra,
la más fría de las semillas)[11].
Esto nos remite a lo que dije sobre Homero: cuando el poeta escribía esos versos, sólo dejaba constancia de algo que había sucedido. Lo que, evidentemente, era muy extraño en el siglo IX, cuando la gente pensaba en términos de mitología, imágenes alegóricas y cosas por el estilo. Homero sólo contaba cosas absolutamente normales. Pero hoy, cuando leemos:
It snowed from the north;
rime bound the fields;
hail fell on earth,
the coldest of seeds…
encontramos un elemento poético añadido. Creo que encontramos la poesía de que un sajón sin nombre escribiera esos versos a orillas del Mar del Norte, en Northumbria; y la poesía de que esos versos lleguen hasta nosotros tan claros, tan sencillos y tan patéticos a través de los siglos. Tenemos, pues, dos casos: el caso (no vale la pena que me detenga en él) de que el tiempo degrade a un poema y las palabras pierdan su belleza; y también el caso de que el tiempo enriquezca al poema, en lugar de degradarlo.
He hablado al principio de definiciones. Para terminar, me gustaría decir que cometemos un error muy común cuando creemos ignorar algo porque somos incapaces de definirlo. Si estuviéramos de un humor chestertoniano (creo que uno de los mejores humores en que sentirse), diríamos que sólo podemos definir algo cuando no sabemos nada de ello.
Por ejemplo, si tengo que definir la poesía y no las tengo todas conmigo, si no me siento demasiado seguro, digo algo como: «poesía es la expresión de la belleza por medio de palabras artísticamente entretejidas». Esta definición podría valer para un diccionario o para un libro de texto, pero a nosotros nos parece poco convincente. Hay algo mucho más importante: algo que nos animaría no sólo a seguir ensayando la poesía, sino a disfrutarla y a sentir que lo sabemos todo sobre ella.
Esto significa que sabemos qué es la poesía. Lo sabemos tan bien que no podemos definirla con otras palabras, como somos incapaces de definir el sabor del café, el color rojo o amarillo o el significado de la ira, el amor, el odio, el amanecer, el atardecer o el amor por nuestro país. Estas cosas están tan arraigadas en nosotros que sólo pueden ser expresadas por esos símbolos comunes que compartimos. ¿Y por qué habríamos de necesitar más palabras?
Puede que no estén ustedes de acuerdo con los ejemplos que he elegido. Quizá mañana se me ocurran ejemplos mejores, quizá piensen que debería haber citado otros versos. Pero, ya que pueden elegir sus propios ejemplos, no tienen que preocuparse demasiado por Homero, los poetas anglosajones o Rossetti. Porque todo el mundo sabe dónde encontrar la poesía. Y, cuando aparece, uno siente el roce de la poesía, ese especial estremecimiento.
Para terminar, tengo una cita de San Agustín que creo que encaja a la perfección. San Agustín dijo: «¿Qué es el tiempo. Si no me preguntan qué es, lo sé. Si me preguntan qué es, no lo sé»[12]. Pienso lo mismo de la poesía.
A uno no le preocupan demasiado las definiciones. Ando en este momento un poco despistado, porque no domino en absoluto el pensamiento abstracto. Pero en las próximas conferencias —si tienen la amabilidad de soportarme— pondremos más ejemplos concretos. Hablaré sobre la metáfora, sobre la música de las palabras, sobre la posibilidad o imposibilidad de la traducción poética, sobre el arte de contar historias, es decir, sobre la poesía épica, la más antigua y quizá el más esforzado tipo de poesía. Y acabaré con algo que, ahora mismo, apenas puedo intuir. Acabaré con una conferencia llamada «Credo de poeta», en la que intentaré justificar mi propia vida y la confianza que algunos de ustedes puedan depositar en mí, a pesar de esta primera conferencia torpe y titubeante.


Notas


[1] La traducción es de José María Valverde, Poetas románticos ingleses, Planeta, Madrid, 1989.


[2] William Shakespeare, soneto 86 (Sonetos, versión de Carlos Pujol, La Veleta, Granada, 1990).


[3] Borges piensa sin duda en el Fedro de Platón (275d), donde Sócrates dice: «Pues eso es, Fedro, lo terrible que tiene la escritura y que es en verdad igual a lo que ocurre con la pintura. En efecto, los productos de ésta se yerguen como si estuvieran vivos, pero si se les pregunta algo, se callan con gran solemnidad» (Fedro, traducción de Luis Gil Fernández, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1970). Según Sócrates, las cosas deben decirse y enseñarse oralmente, único modo «en el que hay certeza». Escribir con tinta es igual que «escribir en el agua». La palabra hablada —la palabra viva del conocimiento, dotada de alma— es, pues, superior a la palabra escrita, que sólo es su imagen. Las palabras escritas están tan indefensas como quien confía en ellas. 


[4] Rafael Cansinos-Assens (1883-1964) es el escritor andaluz de cuyos «magníficos recuerdos» Borges nunca se cansó de hablar. En los primeros años veinte, el joven argentino frecuentó su tertulia literaria. «Al encontrarme con él, me parecía encontrar las bibliotecas de Oriente y Occidente» (Roberto Alifano, Conversaciones con Borges, Debate, Buenos Aires, 1986, p. 101). Cansinos-Assens, que presumía de poder saludar a las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos (o diecisiete, como Borges señala en otra ocasión), tradujo del francés, el árabe, el latín y el hebreo. Véase Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari, Diálogos, Seix Barral, Barcelona, 1992. 


[5] Macedonio Fernández (1874-1952), defensor del idealismo absoluto, ejerció una persistente fascinación sobre Borges. Fue uno de los dos escritores que Borges comparó con Adán por su sentido de fundadores (el otro fue Whitman). Este argentino absolutamente original decía: «Sólo escribo porque escribir me ayuda a pensar». Fue autor de numerosos poemas (recogidos en Poesías completas, ed. Carmen de Mora, Visor, Madrid, 1991) y abundantísima prosa, que incluye Una novela que comienza, Papeles de recienvenido: continuación de la nada, Museo de la novela de la eterna: primera novela buena, Manera de una psique sin cuerpo y Adriana Buenos Aires: última novela mala, Borges y Fernández cofundaron la revista literaria Proa en 1922. 


[6] Shakespeare, Hamlet, acto III, escena I, versos 57-90 (edición bilingüe del Instituto Shakespeare, versión de Manuel Angel Conejero y Jenaro Talens, Cátedra, Madrid, 1993).


[7] Dante Gabriel Rossetti, «Inclusiveness», soneto 29, Poems, primera edición, Ellis, Londres, 1870 (traducción de Jorge Luis Borges, extraída de Borges profesor. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, edición de Martín Arias y Martín Hadis, Emecé, Buenos Aires, 2000). 


[8] Heráclito, fragmento 41 (Borges ofrece una traducción en «Nueva refutación del tiempo», de Otras inquisiciones, Sur, Buenos Aires, 1952). Véase también Platon, Cratilo, 402a, y Aristóteles, Metafísica, 101a. 


[9] Robert Browning (1812-1889), «Bishop Blougram’ Apology»,versos 182-184 (Borges los traduce casi literalmente en «La poesía», en Siete noches, Fondo de Cultura Económica, México, 1980). 


[10] El poema de Borges «A Rafael Cansinos-Assens» dice así:

Larga y final andanza sobre la exaltación arrebatada del ala del viaducto.
A nuestros pies, busca velajes el viento, y las estrellas —corazones absueltos— laten intensidad. Bien paladeado el gusto de la noche, traspasarlos de sombra, vuelta ya una costumbre de nuestra carne la noche.
Noche postrer de nuestro platicar, antes que se levanten entre nosotros las leguas.
Aun es de entrambos el silencio donde como praderas resplandecen las voces.
Aun el alba es un pájaro perdido en la vileza más lejana del mundo.
Última noche resguardada del gran viento de ausencia.
Grato solar del corazón; puño de arduo jinete que sabe sofrenar el ágil mañana.
Es trágica la entraña del adiós como de todo acontecer en que es notorio el Tiempo.
Es duro realizar que ni tendremos en común las estrellas.
Cuando la tarde sea quietud en mi patio, de tus cuartillas surgirá la mañana.
Será la sombra de mi verano tu invierno y tu luz será gloria de mi sombra.
Aún persistimos juntos.
Aún las dos voces logran convenir, como la intensidad y la ternura en las puesta del sol.
(Textos recobrados 1919-1929, Emecé, Barcelona, 1997).

[11] The Seafarer, ed. Ida Gordon, Manchester University Press, Manchester, 1979, p. 37. La traducción de Borges «rime bound the fields» evita la repetición de «earth» presente en el original. La traducción literal sería: «rime bounds the earth» («la escarcha ciñe la tierra»).


[12] Esta famosa cita («Quid est ergo tempus? Si nemo ex me quaerat scio; si quaerenti explicare velim, nescio») procede de San Agustín, Confesiones, XI, 14.



The riddle of poetry

At the outset, I would like to give you fair warning of what to expect—or rather, of what not to expect—from me. I find that I have made a slip in the very title of my first lecture. The title is, if we are not mistaken, The Riddle of Poetry, and the stress of course is on the first word, ―riddle. So you may think the riddle is all-important. Or, what might be still worse, you may think I have deluded myself into believing that I have somehow discovered the true reading of the riddle. The truth is that I have no revelations to offer. I have spent my life reading, analyzing, writing (or trying my hand at writing), and enjoying. I found the last to be the most important thing of all. ―Drinking in poetry, I have come to a final conclusion about it. Indeed, every time I am faced with a blank page, I feel that I have to rediscover literature for myself. But the past is of no avail whatever to me. So, as I have said, I have only my perplexities to offer you. I am nearing seventy. I have given the major part of my life to literature, and I can offer you only doubts.

The great English writer and dreamer Thomas De Quincey wrote—in some of the thousands of pages of his fourteen volumes— that to discover a new problem was quite as important as discovering the solution to an old one. But I cannot even offer you that; I can offer you only time-honored perplexities. And yet, why need I worry about this? What is a history of philosophy, but a history of the perplexities of the Hindus, of the Chinese, of the Greeks, of the Schoolmen, of Bishop Berkeley, of Hume, of Schopenhauer, and so on? Imerely wish to share those perplexities with you.

Whenever I have dipped into books of aesthetics, I have had an uncomfortable feeling that I was reading the works of astronomers who never looked at the stars. I mean that they were writing about poetry as if poetry were a task, and not what it really is: a passion and a joy. For example, I have read with great respect Benedetto Croce‘s book on aesthetics, and I have been handed the definition that poetry and language are an "expression".

Now, if we think of an expression of something, then we land back at the old problem of form and matter; and if we think about the expression of nothing in particular, that gives us really nothing. So we respectfully receive that definition, and then we go on to something else. We go on to poetry; we go on to life. And life is, I am sure, made of poetry. Poetry is not alien—poetry is, as we shall see, lurking round the corner. It may spring on us at any moment.

Now, we are apt to fall into a common confusion. We think, for example, that if we study Homer, or the Divine Comedy, or Fray Luis de León, or Macbeth, we are studying poetry. But books are only occasions for poetry.

I think Emerson wrote somewhere that a library is a kind of magic cavern which is full of dead men. And those dead men can be reborn, can be brought to life when you open their pages.

Speaking about Bishop Berkeley (who, may I remind you, was a prophet of the greatness of America), I remember he wrote that the taste of the apple is neither in the apple itself —the apple cannot taste itself— nor in the mouth of the eater. It requires a contact between them. The same thing happens to a book or to a collection of books, to a library. For what is a book in itself? A book is a physical object in a world of physical objects. It is a set of dead symbols. And then the right reader comes along, and the words —or rather the poetry behind the words, for the words themselves are mere symbols— spring to life, and we have a resurrection of the world.

I am reminded now of a poem you all know by heart; but you will never have noticed, perhaps, how strange it is. For perfect things in poetry do not seem strange; they seem inevitable. And so we hardly thank the writer for his pains. I am thinking of a sonnet written more than a hundred years ago by a young man in London (in Hampstead, I think), a young man who died of lung disease, John Keats, and of his famous and perhaps hackneyed sonnet "On First Looking into Chapman‘s Homer." What is strange about that poem —and I thought of this only three or four days ago, when I was pondering this lecture— is the fact that it is a poem written about the poetic experience itself. You know it by heart, yet I would like you to hear once more the surge and thunder of its final lines,

Then felt I like some watcher of the skies
When a new planet swims into his ken;
Or like stout Cortez when with eagle eyes
He stared at the Pacific—and all his men
look‘ d at each other with a wild surmise—
Silent, upon a peak in Darien.

Here we have the poetic experience itself. We have George Chapman, the friend and rival of Shakespeare, being dead and suddenly coming to life when John Keats read his Iliad or his Odyssey. I think it was of George Chapman (but I cannot be sure, as I am not a Shakespearean scholar) that Shakespeare was thinking when he wrote: "Was it the proud full sail of his great verse, / Bound for the prize of all too precious you?"[1]

There is a word that seems to me very important: "On First Looking into Chapman‘s Homer". This first may, I think, prove most helpful to us. At the very moment I was going over those mighty lines of Keats‘s, I was thinking that perhaps I was only being loyal to my memory. Perhaps the real thrill I got out of the verses by Keats lay in that distant moment of my childhood in Buenos Aires when I first heard my father reading them aloud. And when the fact that poetry, language, was not only a medium for communication but could also be a passion and a joy —when this was revealed to me, I do not think I understood the words, but I felt that something was happening to me. It was happening not to my mere intelligence but to my whole being, to my flesh and blood.

Going back to the words "On First Looking into Chapman‘s Homer", I wonder if John Keats felt that thrill after he had gone through the many books of the Iliad and the Odyssey. I think the first reading of a poem is a true one, and after that we delude ourselves into the belief that the sensation, the impression, is repeated. But, as I say, it may be mere loyalty, a mere trick of the memory, a mere confusion between our passion and the passion we once felt. Thus, it might be said that poetry is a new experience every time. Every time I read a poem, the experience happens to occur. And that is poetry.

I read once that the American painter Whistler was in a café in Paris, and people were discussing the way in which heredity, the environment, the political state of the times, and so on influence the artist. And then Whistler said, Art happens. That is to say, there is something mysterious about art. I would like to take his words in a new sense. I shall say: Art happens every time we read a poem. Now, this may seem to clear away the time-honored notion of the classics, the idea of everlasting books, of books where one may always find beauty. But I hope I am mistaken here.

Perhaps I may give a brief survey of the history of books. So far as I can remember, the Greeks had no great use for books. It is a fact, indeed, that most of the great teachers of mankind have been not writers but speakers. Think of Pythagoras, Christ, Socrates, the Buddha, and so on. And since I have spoken of Socrates, I would like to say something about Plato. I remember Bernard Shaw said that Plato was the dramatist who invented Socrates, even as the four evangelists were the dramatists who invented Jesus. This may be going too far, but there is a certain truth in it. In one of the dialogues of Plato, he speaks about books in a rather disparaging way: "What is a book? A book seems, like a picture, to be a living being; and yet if we ask it something, it does not answer. Then we see that it is dead".[2] In order to make the book into a living thing, he invented —happily for us—the Platonic dialogue, which forestalls the reader‘s doubts and questions.

But we might say also that Plato was wistful about Socrates. After Socrates‘ death, he would say to himself, What would Socrates have said about this particular doubt of mine? And then, in order to hear once again the voice of the master he loved, he wrote the dialogues. In some of these dialogues, Socrates stands for the truth. In others, Plato has dramatized his many moods. And some of those dialogues come to no conclusion whatever, because Plato was thinking as he wrote them; he did not know the last page when he wrote the first. He was letting his mind wander, and he was dramatizing that mind into many people. I suppose his chief aim was the illusion that, despite the fact that Socrates had drunk the hemlock, Socrates was still with him. I feel this to be true because I have had many masters in my life. I am proud to be a disciple —a good disciple, I hope. And when I think of my father, when I think of the great Jewish-Spanish author Rafael Cansinos-Assens,[3] when I think of Macedonio Fernández,4 I would also like to hear their voices. And sometimes I train my voice into a trick of imitating their voices, in order that I may think as they would have thought. They are always around me.

There is another sentence, in one of the Fathers of the Church. He said that it was as dangerous to put a book into the hands of an ignorant man as to put a sword into the hands of children. So books, to the ancients, were mere makeshifts. In one of his many letters, Seneca wrote against large libraries; and long afterwards, Schopenhauer wrote that many people mistook the buying of a book for the buying of the contents of the book. Sometimes, looking at the many books I have at home, I feel I shall die before I come to the end of them, yet I cannot resist the temptation of buying new books. Whenever I walk into a bookstore and find a book on one of my hobbies —for example, Old English or Old Norse poetry—I say to myself, "What a pity I can‘t buy that book, for I already have a copy at home".

After the ancients, from the East there came a different idea of the book. There came the idea of Holy Writ, of books written by the Holy Ghost; there came Korans, Bibles, and so on. Following the example of Spengler in his Untergang des Abendlandes (The Decline of the West), I would like to take the Koran as an example. If I am not mistaken, Muslim theologians think of it as being prior to the creation of the word. The Koran is written in Arabic, yet Muslims think of it as being prior to the language. Indeed, I have read that they think of the Koran not as a work of God but as an attribute of God, even as His justice, His mercy, and His whole wisdom are.

And thus there came into Europe the idea of Holy Writ —an idea that is, I think, not wholly mistaken. Bernard Shaw (to whom I am always going back) was asked once whether he really thought the Bible was the work of the Holy Ghost. And he said, I think the Holy Ghost has written not only the Bible, but all books. This is rather hard on the Holy Ghost, of course—but all books are worth reading, I suppose. This, I think, is what Homer meant when he spoke to the muse. And this is what the Hebrews and what Milton meant when they talked of the Holy Ghost whose temple is the upright and pure heart of men. And in our less beautiful mythology, we speak of the "subliminal self", of the "subconscious". Of course, these words are rather uncouth when we compare them to the muses or to the Holy Ghost. Still, we have to put up with the mythology of our time. For the words mean essentially the same thing.

We come now to the notion of the "classics". I must confess that I think a book is really not an immortal object to be picked up and duly worshiped, but rather an occasion for beauty. And it has to be so, for language is shifting all the time. I am very fond of etymologies and would like to recall to you (for I am sure you know much more about these things than I do) some rather curious etymologies.

For example, we have in English the verb to tease a mischievous word. It means a kind of joke. Yet in Old English tesan meant ―to wound with a sword― even as in French navrer meant to thrust a sword through somebody. Then, to take a different Old English word, breat, you may find out from the very first verses of Beowulf that it meant an angry crowd, that is to say, the cause of the threat. And thus we might go on endlessly.

But now let us consider some particular verses. I take my examples from English, since I have a particular love for English literature —though my knowledge of it is, of course, limited―. There are cases where poetry creates itself. For example, I don‘t think the words quietus and bodkin are especially beautiful; indeed, I would say they are rather uncouth. But if we think of When he himself might his quietus make / With a bare bodkin, we are reminded of the great speech by Hamlet.[5] And thus the context creates poetry for those words —words that no one would ever dare to use nowadays―, because they would be mere quotations.

Then there are other examples, and perhaps simpler ones. Let us take the title of one of the most famous books in the world, Historia del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. The word hidalgo has today a peculiar dignity all its own, yet when Cervantes wrote it, the word hidalgo meant a country gentleman. As for the name Quixote, it was meant to be a rather ridiculous word, like the names of many of the characters in Dickens: Pickwick, Swiveller, Chuzzlewit, Twist, Squears, Quilp, and so on. And then you have de la Mancha, which now sounds noble in Castilian to us, but when Cervantes wrote it down, he intended it to sound perhaps (I ask the apology of any resident of that city who may be here) as if he had written Don Quixote of Kansas City. You see how those words have changed, how they have been ennobled. You see a strange fact: that because the old soldier Miguel de Cervantes poked mild fun at La Mancha, now La Mancha is one of the everlasting words of literature.

Let us take another example of verses that have changed. I am thinking of a sonnet by Rossetti, a sonnet that labors under the not too beautiful name Inclusiveness. The sonnet begins thus:

What man has bent o‘er his son‘s sleep to brood,
How that face shall watch his when cold it lies?—
Or thought, as his own mother kissed his eyes,
Of what her kiss was, when his father wooed?[6]

I think that these lines are perhaps more vivid now than when they were written, some eighty years ago, because the cinema has taught us to follow quick sequences of visual images. In the first line, What man has bent o‘er his son‘s sleep to brood, we have the father bending over the face of the sleeping son. And then in the second line, as in a good film, we have the same image reversed: we see the son bending over the face of that dead man, his father. And perhaps our recent study of psychology has made us more sensitive to these lines: Or thought, as his own mother kissed his eyes, / Of what her kiss was, when his father wooed. Here we have, of course, the beauty of the soft English vowels in brood and wooed. And the additional beauty of wooed being by itself: not wooed her but simply wooed. The word goes on ringing.

There is also a different kind of beauty. Let us take an adjective that once was commonplace. I have no Greek, but I think that the Greek is oinopa pontos, and the common English rendering is the wine-dark sea. I suppose the word dark is slipped in to make things easier for the reader. Perhaps it would be the winy sea, or something of the kind. I am sure that when Homer (or the many Greeks who recorded Homer) wrote it, they were simply thinking of the sea; the adjective was straightforward. But nowadays, if I or if any of you, after trying many fancy adjectives, write in a poem the wine-dark sea, this is not a mere repetition of what the Greeks wrote. Rather, it is a going back to tradition. When we speak of the wine-dark sea, we think of Homer and of the thirty centuries that lie between us and him. So that although the words may be much the same, when we write the wine-dark sea we are really writing something quite different from what Homer was writing.

Thus, the language is shifting; the Latins knew all about that. And the reader is shifting also. This brings us back to the old metaphor of the Greeks: the metaphor, or rather the truth, about no man stepping twice into the same river.[7] And there is, I think, an element of fear here. At first we are apt to think of the river as flowing. We think, Of course, the river goes on but the water is changing. Then, with an emerging sense of awe, we feel that we too are changing, that we are as shifting and evanescent as the river is.

However, we need not worry too much about the fate of the classics, because beauty is always with us. Here I would like to quote another verse, by Browning, perhaps a now forgotten poet. He says:

Just when we‘re safest, there‘s a sunset touch,
A fancy from a over bell, some one‘s death,
A chorus-ending from Euripides.[8]

Yet the first line is enough: Just when we‘re safest... That is to say, beauty is lurking all about us. It may come to us in the name of a film; it may come to us in some popular lyric; we may even find it in the pages of a great or famous writer.

And since I have spoken of a dead master of mine, Rafael Cansinos-Assens (maybe this is the second time you‘ve heard his name; I don‘t quite know why he is forgotten),[9] I remember that Cansinos-Assens wrote a very fine prose poem wherein he asked God to defend him, to save him from beauty, because, he says, there is too much beauty in the world. He thought that beauty was overwhelming it. Although I do not know if I have been a particularly happy man (I hope I am going to be happy at the ripe age of sixty seven), I still think that beauty is all around us.

As to whether a poem has been written by a great poet or not, this is important only to historians of literature. Let us suppose, for the sake of argument, that I have written a beautiful line; let us take this as a working hypothesis. Once I have written it, that line does me no good, because, as I‘ve already said, that line came to me from the Holy Ghost, from the subliminal self, or perhaps from some other writer. I often find I am merely quoting something I read some time ago, and then that becomes a rediscovering. Perhaps it is better that a poet should be nameless.

I spoke of the wine dark sea, and since my hobby is Old English (I am afraid that, if you have the courage or the patience to come back to some of my lectures, you may have more Old English indicted on you), I would like to recall some lines that I think beautiful. I will say them first in English, and then in the stark and voweled Old English of the ninth century.

It snowed from the north;
rime bound the fields;
hail fell on earth,
the coldest of seeds.

Norþan sniwde
hrim hrusan bond
hægl feol on eorþan
corna caldast.[10]

This takes us back to what I said about Homer: when the poet wrote these lines, he was merely recording things that had happened. This was of course very strange in the ninth century, when people thought in terms of mythology, allegorical images, and so on. He was merely telling very commonplace things. But nowadays when we read

It snowed from the north;
rime bound the fields;
hail fell on earth,
the coldest of seeds...

there is an added poetry. There is the poetry of a nameless Saxon having written those lines by the shores of the North Sea, in Northumberland, I think; and of those lines coming to us so straightforward, so plain, and so pathetic through the centuries. So we have both cases: the case (I need hardly dwell upon it) when time debases a poem, when the words lose their beauty; and also the case when time enriches rather than debases a poem.

I talked at the beginning about definitions. To end up, I would like to say that we make a very common mistake when we think that we‘re ignorant of something because we are unable to define it. If we are in a Chestertonian mood (one of the very best moods to be in, I think), we might say that we can define something only when we know nothing about it.

For example, if I have to define poetry, and if I feel rather shaky about it, if I'm not too sure about it, I say something like: Poetry is the expression of the beau-tiful through the medium of words artfully woven together. This definition may be good enough for a dictionary or for a textbook, but we all feel that it is rather feeble. There is something far more important: something that may encourage us to go on not only trying our hand at writing poetry, but enjoying it and feeling that we know all about it.

This is that we know what poetry is. We know it so well that we cannot define it in other words, even as we cannot define the taste of coffee, the color red or yellow, or the meaning of anger, of love, of hatred, of the sunrise, of the sunset, or of our love for our country. These things are so deep in us that they can be expressed only by those common symbols that we share. So why should we need other words?

You may not agree with the examples I have chosen. Perhaps tomorrow I may think of better examples, may think I might have quoted other lines. But as you can pick and choose your own examples, it is not needful that you care greatly about Homer, or about the Anglo-Saxon poets, or about Rossetti. Because everyone knows where to find poetry. And when it comes, one feels the touch of poetry, that particular tingling of poetry.

To end with, I have a quotation from Saint Augustine which comes in very fitly, I think. He said, What is time? If people do not ask me what time is, I know. If they ask me what it is, then I do not know.[11] I feel the same way about poetry.


Notes

1. William Shakespeare, Sonnet 86.

2. Borges is no doubt thinking of Plato‘s Phaedrus (section 275d), where Socrates says: I cannot help feeling, Phaedrus, that writing is unfortunately like painting; for the creations of the painter have the attitude of life, and yet if you ask them a question they preserve a solemn silence (trans. Benjamin Jowett). According to Socrates, things should be taught and communicated orally; this is the true way of writing (278b). To write with pen and ink is to write in water, since the words cannot defend themselves. The spoken word — the living word of knowledge, which has a soul— is thus superior to the written word, which is nothing more than its image. The words written with pen and ink are as defenseless as those who trust them.

3. Rafael Cansinos-Assens is the Andalusian writer of whose "magnificent memories". Borges never tired of speaking. While in Madrid in the early 1920s, the young Argentine frequented his literary circle (tertulia). "Meeting him, I seemed to encounter the libraries of the Orient and of the West" (Roberto Alifano, Conversaciones con Borges [Buenos Aires: Debate, 1986], 101–102). Cansinos-Assens, who boasted that he could salute the stars in fourteen languages (or seventeen, as Borges says on another occasion) —both classical and modern— did translations from French, Arabic, Latin, and Hebrew. See Jorge Luis Borges and Osvaldo Ferrari, Diálogos (Barcelona: Seix Barral, 1992), 37.

4 Macedonio Fernández (1874–1952) was a proponent of absolute idealism who exerted a steady fascination upon Borges. He was one of the two authors whom Borges compared to Adam for their sense of a beginning (the other was Whitman). This most unconventional Argentine declared, I write only because writing helps me think. He produced a large number of poems (collected in Poesías completas, ed. Carmen de Mora [Madrid: Visor, 1991]) and a great deal of prose, including Una novela que comienza (A Novel That Begins), Papeles de recienvenido: Continuación de la nada (Papers of the Recently Arrived: A Continuation of Nothing), Museo de la novela de la eterna: Primera novela buena (Museum of the Novel of the Eternal: The First Good Novel), Manera de una psique sin cuerpo (Manner of a Bodiless Psyche), and Adriana Buenos Aires: Última novela mala (Adriana Buenos Aires: The Last Bad Novel). Borges and Fernández cofounded the literary journal Proa in 1922.

5. Shakespeare, Hamlet, Act 3, scene 1, lines 57-90.

6. Dante Gabriel Rossetti, Inclusiveness, Sonnet 29, in Rossetti, Poems, 1st ed. (London: Ellis, 1870), 217.

7. Heraclitus, Fragment 41, in The Fragments of the Work of Heraclitus of Ephesus on Nature, trans. Ingram Bywater (Baltimore: N. Murray, 1889). See also Plato, Cratylus, 402a; and Aristotle, Metaphysics, 101a, n3.

8. Robert Browning (1812-1889), Bishop Blougram‘s Apology, lines 182-184.

9. Borges‘ poem To Rafael Cansinos-Assens runs thus: 

Long and final passage over the breathtaking height of the trestle‘s span. 
At our feet the wind gropes for sails and the stars throb intensely. 
We relish the taste of the night, transfixed by 
darkness-night become now, again, a habit of our flesh.
The final night of our talking before the sea-miles part us.
Still ours is the silence
where, like meadows, the voices glitter.
Dawn is still a bird lost in the most distant vileness of the world.
This last night of all, sheltered from the great wind of absence.
The inwardness of Good-bye is tragic,
like that of every event in which Time is manifest.
It is bitter to realize that we shall not even have the stars in common.
When evening is quietness in my patio,
from your pages morning will rise.
Your winter will be the shadow of my summer,
and your light the glory of my shadow.
Still we persist together.
Still our two voices achieve understanding
like the intensity and tenderness of sundown.

Translated by Robert Fitzgerald, in Jorge Luis Borges, Selected Poems, 1923-1967, ed. Norman Thomas di Giovanni (New York: Delacorte, 1972), 193, 248.

10. The Seaferer, ed. Ida Gordon (Manchester: Manchester University Press, 1979), 37. Borges‘ translation rime bound the fields avoids the repetition of earth present in the original. A literal translation would be: rime bound the earth.

11. This famous quotation (Quid est ergo tempus? Si nemo ex me quaerat scio; si quaerenti explicare velim, nescio) is from Augustine‘s Confessions, 11.14.



En Jorge Luis Borges: Arte poética. Seis conferencias [1 de 6]
dictadas en la Universidad de Harvard 1967/1968
Título original: This Craft of Verse
Jorge Luis Borges, 1992
Traducción: Justo Navarro
Prólogo: Pere Gimferrer
Edición, notas y epílogo: Calin-Andrei Mihailescu
Foto: Borges junto a José Gilardoni, coleccionista de obras de JLB
Archivo La Nación



Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...