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2/7/16

Jorge Luis Borges: La personalidad y el Buddha







En el volumen que Edmund Hardy, en 1890, dedicó a una exposición del budismo —Der Buddismus nach älteren Pali-Werken—, hay un capítulo que Schmidt, revisor de la segunda edición, estuvo a punto de omitir pero cuyo tema gravita (a veces de un modo secreto, siempre de un modo inevitable) en todo juicio occidental sobre el Buddha. Me refiero a la comparación de la personalidad del Buddha con la personalidad de Jesús. Esa comparación es viciosa, no sólo por las diferencias profundas (de cultura, de nación, de propósito) que separan a los dos maestros, sino por el concepto mismo de personalidad, que conviene a uno, no a otro. En el prólogo de la admirada y sin duda admirable versión de Karl Eugen Neumann se alaba el “ritmo personal” de los sermones del Buddha; Hermann Beckh (Buddhismus, I, 89) cree percibir en los textos del canon pali “el sello de una personalidad singular”; ambas cosas, entiendo, pueden inducir a error.
Es verdad que no faltan, en la leyenda y en la historia del Buddha, esas leves e irracionales contradicciones que son el estilo del yo —la admisión de su hijo Rahula en la orden, a la edad de siete años, contrariando los mismos reglamentos estatuidos por él; la elección de un sitio agradable, “con un río de agua muy clara y campos y poblaciones alrededor”, para los duros años de penitencia; la mansedumbre del hombre que, al predicar, lo hace “con voz de león”; el deplorado almuerzo de carne salada de cerdo (según Friedrich Zimmermann, de hongos) que apresura la muerte del gran asceta—, pero su número es limitado. Tan limitado que Senart, en un Essai sur la légende du Bouddha, publicado en 1882, propuso una “hipótesis solar”, según la cual el Buddha es, como Hércules, una personificación del sol, y su biografía es un caso muy avanzado de symbolisme atmosphérique. Mara es las nubes tormentosas, la Rueda de la Ley que el Buddha hizo girar en Benares es el disco solar, el Buddha muere al anochecer… Aún más escéptico, o más crédulo, que Senart, el indólogo holandés H. Kern vio en el primer concilio budista la figuración alegórica de una constelación. Otto Franke, en 1914, pudo escribir que “Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N”.
Sabemos que el Buddha, antes de ser el Buddha (antes de ser el Despierto), era un príncipe, llamado Gautama y Siddhartha. Sabemos que a los veintinueve años dejó su mujer, sus mujeres, su hijo, y practicó la vida ascética, como antes la vida carnal. Sabemos que durante seis años gastó su cuerpo en las penitencias; cuando el sol o la lluvia caían sobre él, no cambiaba de sitio; los dioses que lo vieron tan demacrado creyeron que había muerto. Sabemos que al fin comprendió que la mortificación es inútil y se bañó en las aguas de un río y su cuerpo recuperó el antiguo fulgor. Sabemos que buscó la higuera sagrada que en cada ciclo de la historia resurge en el continente del Sur para que a su sombra puedan los Buddha alcanzar el Nirvana. Después, la alegoría o la leyenda empañan los hechos. Mara, dios del amor y de la muerte, quiere abrumarlo con ejércitos de jabalíes, de peces, de caballos, de tigres y de monstruos; Siddhartha, inmóvil y sentado, los vence, pensándolos irreales. Las huestes infernales lo bombardean con montañas de fuego; éstas, por obra de su amor, se convierten en palacios de flores. Los proyectiles configuran aureolas o forman una cúpula sobre el héroe. Las hijas de Mara quieren tentarlo; les dice que son huecas y corruptibles. Antes del alba, cesa la batalla ilusoria y Siddhartha ve sus previas encarnaciones (que ahora tendrán fin pero que no tuvieron principio) y las de todas las criaturas y la incesante red que entretejen los efectos y causas del universo. Intuye, entonces, las Cuatro Verdades Sagradas que predicará en el Parque de las Gacelas. Ya no es el príncipe Siddhartha, es el Buddha. Es el Despierto, el que ya no sueña que es alguien, el que no dice: “Yo soy, éste es mi padre, ésta es mi madre, ésta es mi heredad”. Es también el Tathâgata, el que recorrió su camino, el cansado de su camino.
En la primera vigilia de la noche, Siddhartha recuerda los animales, los hombres y los dioses que ha sido, pero es erróneo hablar de transmigraciones de su alma. A diferencia de otros sistemas filosóficos del Indostán, el budismo niega que haya almas. El Milindapañha, obra apologética del siglo II, refiere un debate cuyos interlocutores son el rey de la Bactriana, Menandro, y el monje Nagasena; éste razona que así como el carro del rey no es las ruedas ni la caja ni el eje ni la lanza ni el yugo, tampoco el hombre es la materia, la forma, las impresiones, las ideas, los instintos o la conciencia. No es la combinación de esas partes ni existe fuera de ellas. La primera suma teológica del budismo, el Visuddhimagga (Sendero de la Pureza), declara que todo hombre es una ilusión, impuesta a los sentidos por una serie de hombres momentáneos y solos. “El hombre de un momento pasado”, nos advierte ese libro, “ha vivido, pero no vive ni vivirá; el hombre de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el hombre del momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá”, dictamen que podemos cotejar con éste de Plutarco (De E apud Delphos,18): “El hombre de ayer ha muerto en el de hoy, el de hoy muere en el de mañana”. Un carácter, no un alma, yerra en los ciclos del Samsara de un cuerpo a otro; un carácter, no un alma, logra finalmente el Nirvana, o sea la extinción. (Durante años, el neófito se adiestra para el Nirvana mediante rigurosos ejercicios de irrealidad. Al andar por la casa, al conversar, al comer, al beber, debe reflexionar que tales actos son ilusorios y no requieren un actor, un sujeto constante.)
En el Sendero de la Pureza se lee: “En ningún lado soy un algo para alguien, ni alguien es algo para mí”; creerse un yoattavada es la peor de las herejías para el budismo. Nagarjuna, fundador de la escuela del Gran Vehículo, forjó argumentos que demostraban que el mundo aparencial es vacuidad; ebrio de razón, los volvió después (no pudo no volverlos) contra las Verdades Sagradas, contra el Nirvana, contra el Buddha. Ser, no ser, ser y no ser, ni ser ni no ser; Nagarjuna refutó la posibilidad de esas alternativas. Negadas la substancia y los atributos, tuvo asimismo que negar su extinción; si no hay Samsara, tampoco hay extinción del Samsara y es erróneo decir que el Nirvana es. No menos erróneo, observó, es decir que no es, porque negado el ser, queda también negado el no ser, que depende (siquiera verbalmente) de aquél. “No hay objetos, no hay conocimiento, no hay ignorancia, no hay destrucción de la ignorancia, no hay dolor, no hay origen del dolor, no hay aniquilación del dolor, no hay camino que lleve a la aniquilación del dolor, no hay obtención, no hay no-obtención del Nirvana”, nos advierte uno de los sutras del Gran Vehículo. Otro funde en un solo plano alucinatorio el universo y la liberación, Nirvana y Samsara. “Nadie se extingue en el Nirvana, porque la extinción de inconmensurables, innumerables seres en el Nirvana es como la extinción de una fantasmagoría creada por artes mágicas.” La negación no basta y se llega a negaciones de negaciones; el mundo es vacuidad y también es vacía la vacuidad. Los primeros libros del canon habían declarado que el Buddha, durante su noche sagrada, intuyó la infinita encadenación de todos los efectos y causas; los últimos, redactados siglos después, razonan que todo conocimiento es irreal y que si hubiera tantos Ganges como hay granos de arena en el Ganges y otra vez tantos Ganges como granos de arena en los nuevos Ganges, el número de granos de arena sería menor que el número de cosas que ignora el Buddha.
Tales pasajes no son ejercicios retóricos; proceden de una metafísica y de una ética. Podemos contrastarlos con muchos de fuente occidental; por ejemplo, con aquella carta en que César dice que ha puesto en libertad a sus adversarios políticos, a riesgo de que retomen las armas, “porque nada anhelo más que ser como soy y que ellos sean como son”. El goce occidental de la personalidad late en esas palabras, que Macaulay juzgaba las más nobles que jamás se escribieron. Aún más ilustrativa es la catástrofe de Peer Gynt; el misterioso Fundidor se dispone a derretir al héroe; esta consumación, infernal en América y en Europa, equivale estrictamente al Nirvana.
Oldenberg ha observado que el Indostán es tierra de tipos genéricos, no de individualidades. Sus vastas obras son de carácter colectivo o anónimo; es común atribuirlas a determinadas escuelas, familias o comunidades de monjes, cuando no a seres míticos (Winternitz: Geschichte der indischen Litteratur, I, 24) o, con indiferencia espléndida, al Tiempo (Fatone: El budismo “nihilista”, 14).
El budismo niega la permanencia del yo, el budismo predica la anulación; imaginar que el Buddha, que voluntariamente dejó de ser el príncipe Siddhartha, pudo resignarse a guardar los miserables rasgos diferenciales que integran la llamada personalidad, es no comprender su doctrina. También es trasladar —anacrónicamente, absurdamente— una superstición occidental a un terreno asiático. Léon Bloy o Francis Thompson hubieran sido para el Buddha ejemplos cabales de hombres extraviados y erróneos, no sólo por la creencia de merecer atenciones divinas sino por su tarea de elaborar, dentro del lenguaje común, un pequeño y vanidoso dialecto. No es indispensable ser budista para entenderlo así; todos sentimos que el estilo de Bloy, en el que cada frase busca un asombro, es moralmente inferior al de Gide, que es, o simula ser, genérico.
De Chaucer a Marcel Proust, la materia de la novela es el no repetible, singular sabor de las almas; para el budismo no hay tal sabor o es una de las tantas vanidades del simulacro cósmico. El Cristo predicó para que los hombres tuvieran vida y para que la tuvieran en abundancia (Juan, 10, 10); el Buddha, para proclamar que este mundo, infinito en el tiempo y en el espacio, es un fuego doliente. “Buddha Gotama equivale estrictamente a N. N.”, escribió Otto Franke; cabría contestarle que el Buddha quiso ser N. N.




Sur, 1931-1951, Buenos Aires, Año XIX, N.º 192-193-194, octubre, noviembre, diciembre de 1950
Año del Libertador General San Martín. 
Número especial de Sur en su vigésimo aniversario. Después de este número la revista cambió de formato. (N. del E.)

En Borges en Sur (1999)

Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Antologado en  Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

     Foto: Borges ¿en México 1981? (sin atribución) Vía


3/6/16

Jorge Luis Borges: Séneca en las orillas






Que nuestro lector se imagine un carro. No cuesta imaginárselo grande, las ruedas traseras más altas que las delanteras como con reserva de fuerza, el carrero criollo fornido como la obra de madera y fierro en que está, los labios distraídos en un silbido o con avisos paradójicamente suaves a los tironeadores caballos, a los tronqueros seguidores y al cadenero en punta (proa insistente para los que precisan comparación). Cargado o sin cargar es lo mismo, salvo que, volviendo vacío, resulta menos atado a empleo su paso y más entronizado el pescante, como si la connotación militar que fue de los carros en el imperio montonero de Atila, permaneciera en él. La calle pisada puede ser Montes de Oca o Chile o Patricios o Rivera o Valentín Gómez, pero es mejor Las Heras, por lo heterogéneo de su tráfico. El tardío carro es allí distanciado perpetuamente, pero esa misma postergación se le hace victoria, como si la ajena celeridad fuera despavorida urgencia de esclavo, y la propia demora, posesión entera de tiempo, casi de eternidad (Esa posesión temporal es el infinito capital criollo, el único. A la demora la podemos exaltar a inmovilidad: posesión del espacio). Persiste el carro, y una inscripción está en su costado. El clasicismo del suburbio así lo resuelve y aunque esa desinteresada yapa expresiva, sobrepuesta a las visibles expresiones de resistencia, forma, destino, altura, realidad, confirme la acusación de habladores que los conferenciantes europeos nos reparten, yo no puedo esconderla, porque es el argumento de esta noticia. Hace tiempo que soy cazador de esas escrituras: epigrafía de corralón que supone caminatas y desocupaciones más poéticas que las efectivas piezas coleccionadas que en estos italianados días ralean. No pienso volear ese colecticio capital de chirolas sobre la mesa, sino mostrar algunas. El proyecto es de retórica, como se ve. Es consabido que los que metodizaron esa disciplina comprendían en ella todos los servicios de la palabra, hasta los irrisorios o humildes del acertijo, del calembour, del acróstico, del anagrama, del laberinto, del laberinto cúbico, de la empresa. Si esta última, que es figura simbólica y no palabra, ha sido admitida, entiendo que la inclusión de la sentencia carrera es irreprochable. Es una variante indiana del lema, género que nació en los escudos. Además, conviene asimilar a las otras letras la sentencia de carro, para que se desengañe el lector y no espere portentos de mi requisa. ¿Cómo pretenderlos aquí, cuando no los hay o nunca los hay en las premeditadas antologías de Menéndez y Pelayo o de Palgrave?

Una equivocación es muy llana: la de recibir por genuino lema de carro el nombre de la casa a que pertenece. El modelo de la Quinta Bollini, rubro perfecto de la guarangada sin inspiración, puede ser de los que advertí; La madre del Norte, carro de Saavedra, lo es. Lindo nombre es este último y le podemos probar dos explicaciones. Una, la no creíble, es la de ignorar la metáfora y suponer al Norte parido por ese carro, fluyendo en casas y almacenes y pinturerías de su paso inventor. Otra es la que previeron ustedes, la de atender. Pero nombres como éste corresponden a otro género literario menos casero, el de las empresas comerciales: género que abunda en apretadas obras maestras como la sastrería El Coloso de Rodas por Villa Urquiza y la fábrica de camas La dormitológica por Belgrano, pero que no es de mi jurisdicción.

La genuina letra de carro no es muy diversa. Es tradicionalmente asertiva -La flor de la plaza Vértiz, El vencedor- y suele estar como aburrida de guapa. Así El anzuelo, La balija, El garrote. Me está gustando el último, pero se me borra al acordarme de este otro lema, de Saavedra también, y que declara viajes dilatados como navegaciones, práctica de los callejones pampeanos y polvaredas altas: El barco.

Una especie definida del género es la inscripción en los carritos repartidores. El regateo y la charla cotidiana de la mujer los ha distraído de la preocupación del coraje, y sus vistosas letras prefieren el alarde servicial o la galantería. El liberal, Viva quien me protege, El porteño de Palermo, El vasquito del Sur, El picaflor, El lecherito del porvenir, El buen mozo, Hasta mañana, El record de Talcahuano, Para todos sale el sol, pueden ser alegres ejemplos. Otras veces, un dístico: 

Del Abasto soy la flor
I de Palermo el mejor. 

Qué me habrán hecho tus ojos y Donde cenizas quedan fuego hubo son de más individuada pasión. Quien envidia me tiene desesperado muere ha de ser una intromisión española. No tengo apuro es criollo clavado. La displicencia o severidad de la frase breve suele corregirse también, no sólo por lo risueño del decir, sino por la profusión de las frases. Yo he visto carrito frutero que, además de su presumible nombre El preferido del barrio, afirmaba en dístico satisfecho 

Yo lo digo y lo sostengo
Que a nadie envidia le tengo. 
y comentaba la figura de una pareja de bailarines tangueros sin mucha luz, con la resuelta indicación Derecho viejo. Esa charlatanería de la brevedad, ese frenesí sentencioso, me recuerda la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o la del Polonio natural, Baltasar Gracián.

Vuelvo a las inscripciones clásicas. La media luna de Morón es lema de un carro altísimo, con barandas ya marineras de fierro, que me fue dado contemplar una húmeda noche en el centro puntual de nuestro Mercado de Abasto, reinando a doce patas y cuatro ruedas sobre la fermentación lujosa de olores. La soledad es mote de una carreta que he visto por el sur de la provincia de Buenos Aires y que manda distancia. Es el propósito de El barco otra vez, pero menos oscuro. Qué le importa a la vieja que la hija me quiera es de omisión imposible, menos por su ausente agudeza que por su genuino tono de corralón. Es lo que puede observarse también de Tus besos fueron míos, afirmación derivada de un vals, pero que por estar escrita en un carro se adorna de insolencia (Hay ocasiones de repetir que son originales. ¡Qué invisible adverbio es últimamente, impreso en esta hoja; qué profecía de barullo cuando lo dice la indignación!). Qué mira, envidioso tiene algo de mujerengo y de presumido. Siento orgullo es muy superior, en dignidad de sol y de alto pescante, a las más efusivas acriminaciones de Boedo. Aquí viene Araña es un hermoso anuncio. Pa la rubia, cuándo lo es más, no sólo por su apócope criolla y por su anticipada preferencia por la morena, sino por el irónico empleo del adverbio cuando, que vale aquí por nunca (A ese renunciado cuando lo conocí primero en una intransferible milonga, que deploro no poder estampar en voz baja o mitigar pudorosamente en latín. Destaco en su lugar esta parecida, criolla de México, registrada en el libro de Rubén Campos El folklore y la música mexicana: «Dicen que me han de quitar - las veredas por donde ando; - las veredas quitarán, - pero la querencia, cuándo». Cuándo, mi vida era también una salida habitual de los que canchaban, al atajarse el palo tiznado o el cuchillo del otro). La rama está florida es una noticia de alta serenidad y de magia. Casi nada, Me lo hubieras dicho y Quién lo diría, son incorregibles de buenos. Implican drama, están en la circulación de la realidad, corresponden a frecuencias de la emoción: son como del destino, siempre. Son ademanes perdurados por la escritura, son una afirmación incesante. Su alusividad es la del conversador orillero que no puede ser directo narrador o razonador y que se complace en discontinuidades, en generalidades, en fintas: sinuosas como el corte. Pero el honor, pero la tenebrosa flor de este censo, es la opaca inscripción No llora el perdido, que nos mantuvo escandalosamente intrigados a Xul Solar y a mí, hechos, sin embargo, a entender los misterios delicados de Robert Browning, los baladíes de Mallarmé y los meramente cargosos de Góngora. No llora el perdido; le paso ese clavel retinto al lector.
J.L.B.

En la revista Sur
Buenos Aires, Año I, verano de 1931
Imagen: Vendedores ambulantes: un carnicero y su carreta 
y un vendedor de ajos, fines del siglo XIX. Vía



20/1/16

Jorge Luis Borges: La guerra. Ensayo de imparcialidad








Es de fácil comprobación que un efecto inmediato (y aun instantáneo) de esta anhelada guerra, ha sido la extinción o la abolición de todos los procesos intelectuales. No hablo de Europa, donde venturosamente perdura George Bernard Shaw; pienso en los estrategas y apologistas que el infatigable azar me depara, por calles y por casas de Buenos Aires. Las interjecciones han usurpado la función de los razonamientos; es verdad que los atolondrados que las emiten, distraídamente les dan un aire discursivo y que ese tenue simulacro sintáctico satisface y persuade a quienes los oyen. El que ha jurado que la guerra es una especie de yijad liberal contra las dictaduras, acto continuo anhela que Mussolini milite contra Hitler: operación que aniquilaría su tesis. El que juraba hace cuarenta días que Varsovia era inexpugnable, ahora se admira (con sinceridad) de que haya resistido algún tiempo. El que denuncia las piraterías inglesas es el que aprueba con fervor que Adolf Hitler obre a lo Zarathustra, más allá del bien y del mal. El que proclama que el nazismo es un régimen que nos libra de charlatanes parlamentarios y que entrega el gobierno de las naciones a un grupo de strong silent men, escucha embelesado las efusiones del incesante Hitler o —placer aún más secreto— de Goering. El que pondera la presente inacción de las armas francesas aplaudirá esta noche los síntomas iniciales de una ofensiva. El que reprueba la codicia de Hitler saluda con veneración la de Stalin. El rencoroso augur de la desintegración inmediata del injusto Imperio británico, demuestra que Alemania tiene derecho a la posesión de colonias. (Anotemos, de paso, que esa yuxtaposición de las voces colonias y derecho es lo que alguna ciencia muerta —la lógica— denominaba una contradictio in adjecto.) El que rechaza con supersticioso pavor la mera insinuación de que el Reich puede ser derrotado, finge que el menor éxito de sus armas es un incomprensible milagro. No prosigo; no quiero que esta página sea infinita.

Debo cuidarme, pues, de no agregar una interjección a las ya innumerables que nos abruman. (No acabo de entender, por ejemplo, que alguien prefiera la victoria de Alemania a la de Inglaterra y me sería muy fácil imponer figura de silogismo a esa convicción, pero me consta que no debo alegar una raison de coeur.)

Quienes abominan de Hitler, suelen abominar también de Alemania. Yo he admirado siempre a Alemania. Mi sangre y el amor de las letras me acercan indisolublemente a Inglaterra; los años y los libros a Francia; a Alemania, una pura inclinación. (Esa inclinación me movió, hacia 1917, a emprender el estudio del alemán, sin otros instrumentos que el Lyrisches Intermezzo de Heine y un lacónico glosario alemán-inglés, a veces fidedigno.) No soy, por cierto, de esos germanistas falaces que recomiendan a Alemania lo eterno para negarle toda participación en lo temporal. No estoy seguro de que el hecho de haber producido a Leibniz y a Schopenhauer la incapacite para todo ejercicio político. Nadie pretende que Inglaterra debe elegir entre su Imperio y Shakespeare; nadie que Descartes y Condé son incompatibles en Francia; yo ingenuamente creo que una Alemania poderosa no hubiera entristecido a Novalis ni hubiera sido repudiada por Hoelderlin. Yo abomino, precisamente, de Hitler porque no comparte mi fe en el pueblo alemán; porque juzga que para desquitarse de 1918, no hay otra pedagogía que la barbarie, ni mejor estímulo que los campos de concentración. Bernard Shaw, en ese punto, coincide con el melancólico Führer y piensa que sólo un incesante régimen de marchas, contramarchas y saludos a la bandera puede convertir a los plácidos alemanes en guerreros pasables… Si yo tuviera el trágico honor de ser alemán, no me resignaría a sacrificar a la mera eficacia militar la inteligencia y la probidad de mi patria; si el de ser inglés o francés, agradecería la coincidencia perfecta de la causa particular de mi patria con la causa total de la humanidad.

Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía.

Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles.



Sur, Buenos Aires, Año IX, Nº 61, octubre de 1939.
Número especial de Sur dedicado a la Guerra.
Durante toda la guerra, los escritores franceses exiliados pudieron colaborar con una revista financiada por Victoria Ocampo y dirigida por Roger Caillois. Se llamó Lettres françaises y apareció regularmente desde 1941. También llevaba una flecha, logotipo de Sur. (Dato de John King en Sur, Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura, 1931-1970, México, Fondo de Cultura Económica, 1989).(N. del E.)

En Borges en Sur (1999)

Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Antologado en  Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

Foto: Borges en conferencia a mediados de los 60' (s-d) en Revista Ñ nº 17 (10.06.2008)


8/11/15

Jorge Luis Borges: Nota sobre la paz








Buen heredero de los nominalistas ingleses, H. G. Wells repite que hablar de los anhelos del Irak o de la perspicacia de Holanda es incurrir en temerarias mitologías. Francia, le agrada recordar, consta de niños, de mujeres y de hombres, no de una sola tempestuosa mujer con un gorro frigio. A esa amonestación cabe responder, con el nominalista Hume, que también cada hombre es plural, pues consta de una serie de percepciones o, con Plutarco, Nadie es ahora el que antes fue ni será el que ahora es o, con Heráclito, Nadie baja dos veces al mismo río. Flablar es metaforizar, es falsear; hablar es resignarse a ser Góngora. Sabemos (o creemos saber) que la historia es una perpleja red incesante de efectos y de causas; esa red, en su nativa complejidad, es inconcebible; no podemos pensarla sin acudir a nombres de naciones. Además, tales nombres son ideas que operan en la historia, que rigen y transforman la historia.

Elucidado lo anterior, quiero declarar que para mí un solo hecho justifica este momento trágico; ese hecho jubiloso que nadie ignora y que justiprecian muy pocos es la victoria de Inglaterra. Decir que ha vencido Inglaterra es decir que la cultura occidental ha vencido, es decir que Roma ha vencido; también es decir que ha vencido la secreta porción de divinidad que hay en el alma de todo hombre, aun del verdugo destrozado por la victoria. No fabrico una paradoja; la psicología del germanófilo es la del defensor del gángster, del Mal; todos sabemos que durante la guerra los legítimos triunfos alemanes le interesaron menos que la noción de un arma secreta o que el satisfactorio incendio de Londres.

El esfuerzo militar de las tres naciones que han desbaratado el complot germánico es parejamente admirable, no así las culturas que representan. Los Estados Unidos no han cumplido su alta promesa del siglo XIX; Rusia combina con naturalidad los estigmas de lo rudimentario, de lo escolar, de lo pedantesco y de lo tiránico. De Inglaterra, de la compleja y casi infinita Inglaterra, de esa isla desgarrada y lateral que rige continentes y mares, no arriesgaré una definición; básteme recordar que es quizá el único país que no está embelesado consigo mismo, que no se cree Utopía o el Paraíso. Yo pienso en Inglaterra como se piensa en una persona querida, en algo irreemplazable e individual. Es capaz de culpables indecisiones, de atroces lentitudes (tolera a Franco, tolera a las sucursales de Franco), pero es también capaz de rectificaciones y contriciones, de volver a librar, cuando la sombra de una espada cae sobre el mundo, la cíclica batalla de Waterloo.


Sur, Buenos Aires, Año XIV, N° 129, julio de 1945


En Borges en Sur 1931-1980
Buenos Aires, Emecé, 1999
Manuscrito original y ológrafo
Titulado, firmado y datado “Jorge Luis Borges, 1945”
Con tachaduras e interpolaciones
Versión enviada a publicar en Sur N° 129
Catálogo de manuscritos de Borges del librero Víctor Aizenman



23/10/15

Jorge Luis Borges: Joyce y los neologismos






Laforgue, hacia 1883, procrea estos hermosos y precisos monstruos verbales: violuptés a vif éternullité, chanthuant. Groussac, ese mismo año, alude a las japonecedades japoniaiseries?— que abrumaban el museo de los Goncourt. Swinburne, en una exasperada página de 1887, llama Whitmaniacs a los partidarios de Whitman. Hacia 1900, algún porteño (creo que Marcelino del Mazo) denuncia en broma las muchas orquestas de gríngaros. Mariano Brull, ayer o anteayer, combina la palabra jitanjáfora, que tiene sugestiones de Gitanjali, de gitanos y de ánforas. El ingenioso idioma inglés (según Jespersen) ensambla whirl y twist y produce twirl; blush y flash y produce flush. Edward Lear —¿pero a qué proseguir este catálogo de precursores, fatalmente incompleto? (No sé si incluir a Fischart, cuya versión del primer libro de Rabelais —año de 1575— desafortunadamente se llama Naupengeheurliche Geschichtklitterung y también Affentheuerliche Geschichtschrift.)
Es sabido que el rasgo más evidente de Work in Progress (que ahora se titula Finnegans Wake) es la metódica profusión de portmanteau words —para usar el término técnico de otro precursor: Humpty Dumpty*. En esa profusión reside la novedad de James Joyce. Tan poderosa y general es la pasión jurídica (o tan débil la estética) que los mil y un comentadores de Joyce casi no examinan los neologismos inventados por él y se limitan a probar, o a negar, que el idioma requiere palabras nuevas. He aquí unas pocas de las imaginadas por Joyce; no simularé que son las mejores: son las que ha razonado Stuart Gilbert o las que he descifrado al hojear las 628 páginas de la obra.

Yahooth: Yahoo + youth.
Bompyre: Bonfire + pyre.
Merror: Mirror + error.
Pharoph: Pharaon + far off.
Fairyaciodes: Variations + fairy + odes.
Groud: Grand + proud.
Benighth me: Beneath + night.
Blue fonx: Bluefunk + blue fox.
Clapplause: Clap + applause.
Voise: Voice + noise.
Silvamoonlake: Silver + sylva.
Ameisig: Amazing + Ameise (hormiga).
Sybarate: Sybarite + sepárate.
Eitbou: Either + I + thou.
Secular phoenish: Finish + phoenix.
Bannistars: Banners + stars + banisters.
Pursonal: Purse + personal
Dontelleries: Dentelleries + Don't tell.
Jinglish janglage: Jingle jangle + English language.

Esos monstruos, así incomunicados y desarmados, resultan más bien melancólicos. Algunos —los tres últimos, por ejemplo— son meros calembours que no exceden las módicas posibilidades de Hollywood. Otros —clapplause, bompyre— son tautologías. Otro —voise— quiere significar una voz áspera, una voz que casi es un ruido, pero el sonido contradice la intención del autor. Otro —ameising— requiere algún conocimiento del alemán. Secularphoenish, quizá el más memorable de todos, alude a cierto verso final de Samson Agonistes, en que se llama secular bird al fénix de periódicas muertes.
Otro monstruo de Joyce, hecho de locuciones esta vez, no de palabras sueltas: el animal que tiene dos espaldas a medianoche. Shakespeare y la esfinge de Tebas allegaron los materiales...
Laforgue —alguna vez— hizo del juego de palabras un instrumento lírico o elegíaco; en el vertiginoso Finnegans Wake ese procedimiento es constante. He aquí un lugar, donde es terrible y majestuoso el retruécano: 
Countlessness of livestories have netherfalien by this plage, flick as flow-flakes, litters from aloft, like a waast wizzard all of whirlworlds... Pride, O pride, thyprize! Es como una sentencia de Urn Burial, arduamente alcanzada a través de un siglo o de un sueño.
Añado, al corregir las segundas pruebas, algún ejemplo antiguo. Fischart, en su Legend vom Ursprung des abge-führten, gevierten, vierhórnigen und viereckechten Fíütleins —año de 1580— apoda a los jesuitas vierdácbtig (vier Dácber + verdáchtig). Shakespeare —¿distracción, fatiga, error tipográfico?— escribe en la tragedia Troilus and Cressida el monstruoso nombre de Ariachne (Ariadne + Arachne). El muy vierdáchtiger Gracián llama Falsirena a cierta mujer alegórica del Criticón (primera parte, crisi XII).


* Cierto lector de Carroll tradujo la balada de Jabberwocky al latín macarrónico. 
El primer verso reza: Coesper erat: Tunc lubriciles ultravia circum...
En coesper se amalgama vesper y coena; lubricus y graciles, en lubriciles. 


Sur,  noviembre de 1939









En Borges en Sur, 1999
Publicación original en revista Sur 
Año IX, N° 62, septiembre de 1945
Imagen: ilustración de John Vernon Lord 
al Finnegans Wake (The Folio Society, 2014)



17/10/15

Jorge Luis Borges: L'illusion comique








Durante años de oprobio y bobería, los métodos de la propaganda comercial y de la litérature pour concierges fueron aplicados al gobierno de la república. Hubo así dos historias: una, de índole criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e incendios; otra, de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes. Abordar el examen de la segunda, quizá no menos detestable que la primera, es el fin de esta página.

La dictadura abominó (simuló abominar) del capitalismo, pero copió sus métodos, como en Rusia, y dictó nombres y consignas al pueblo, con la tenacidad que usan las empresas para imponer navajas, cigarrillos o máquinas de lavar. Esta tenacidad, nadie lo ignora, fue contraproducente; el exceso de efigies del dictador hizo que muchos detestaran al dictador. De un mundo de individuos hemos pasado a un mundo de símbolos aún más apasionado que aquél; ya la discordia no es entre partidarios y opositores del dictador, sino entre partidarios y opositores de una efigie o un nombre… Más curioso fue el manejo político de los procedimientos del drama o del melodrama.


El día 17 de octubre de 1945 se simuló que un coronel había sido arrestado y secuestrado y que el pueblo de Buenos Aires lo rescataba; nadie se detuvo a explicar quiénes lo habían secuestrado ni cómo se sabía su paradero. Tampoco hubo sanciones legales para los supuestos culpables ni se revelaron o conjeturaron sus nombres.


En un decurso de diez años las representaciones arreciaron abundantemente; con el tiempo fue creciendo el desdén por los prosaicos escrúpulos del realismo. En la mañana del 31 de agosto, el coronel, ya dictador, simuló renunciar a la presidencia, pero no elevó la renuncia al Congreso sino a funcionarios sindicales, para que todo fuera satisfactoriamente vulgar.

Nadie, ni siquiera el personal de las unidades básicas, ignoraba que el objeto de esa maniobra era obligar al pueblo a rogarle que retirara su renuncia. Para que no cupiera la menor duda, bandas de partidarios apoyados por la policía empapelaron la ciudad con retratos del dictador y de su mujer. Hoscamente se fueron amontonando en la Plaza de Mayo donde las radios del estado los exhortaban a no irse y tocaban piezas de música para aliviar el tedio. Antes que anocheciera, el dictador salió a un balcón de la Casa Rosada.

Previsiblemente lo aclamaron; se olvidó de renunciar a su renuncia o tal vez no lo hizo porque todos sabían que lo haría y hubiera sido una pesadez insistir. Ordenó, en cambio, a los oyentes una indiscriminada matanza de opositores y nuevamente lo aclamaron.

Nada, sin embargo, ocurrió esa noche; todos (salvo, tal vez, el orador) sabían o sentían que se trataba de una ficción escénica. Lo mismo, en grado menor, ocurrió con la quema de la bandera. Se dijo que era obra de los católicos; se fotografió y exhibió la bandera afrentada, pero como el asta sola hubiera resultado poco vistosa optaron por un agujero modesto en el centro del símbolo. Inútil multiplicar los ejemplos; básteme denunciar la ambigüedad de las ficciones del abolido régimen, que no podían ser creídas y eran creídas.

Se dirá que la rudeza del auditorio basta para explicar la contradicción; entiendo que su justificación es más honda. Ya Coleridge habló de la willing suspension of disbelief (voluntaria suspensión de la incredulidad) que constituye la fe poética; ya Samuel Johnson observó en defensa de Shakespeare que los espectadores de una tragedia no creen que están en Alejandría durante el primer acto y en Roma durante el segundo pero condescienden al agrado de una ficción. Parejamente, las mentiras de la dictadura no eran creídas o descreídas; pertenecían a un plano intermedio y su propósito era encubrir o justificar sórdidas o atroces realidades.

Pertenecían al orden de lo patético y de lo burdamente sentimental.



En Borges en Sur (1999)
Publicado por primera vez en Sur
Buenos Aires, Número 237
Noviembre/Diciembre de 1955
Foto: Borges por Gabriel Alvarado
En revista Gente, 10 de septiembre de 1970
Digitalización de Mágicas Ruinas, 2003



30/11/14

Jorge Luis Borges: Sobre el doblaje en el cine





Las posibilidades del arte de combinar no son infinitas, pero suelen ser espantosas. Los griegos engendraron la quimera, monstruo con cabeza de león, con cabeza de dragón, con cabeza de cabra; los teólogos del siglo II, la Trinidad, en la que inextricablemente se articulan el Padre, el Hijo y el Espíritu; los zoólogos chinos, el ti-yiang, pájaro sobrenatural y bermejo, provisto de seis patas y cuatro alas, pero sin cara ni ojos; los geómetras del siglo XIX, el hipercubo, figura de cuatro dimensiones, que encierra un número infinito de cubos y que esta limitada por ocho cubos y por veinticuatro cuadrados. Hollywood acaba de enriquecer ese vano museo teratológico; por obra de un maligno artificio que se llama doblaje, propone monstruos que combinan las ilustres facciones de Greta Garbo con la voz de Aldonza Lorenzo. ¿Cómo no publicar nuestra admiración ante ese prodigio penoso, ante esas industriosas anomalías fonéticovisuales?

Quienes defienden el doblaje, razonarán (tal vez) que las objeciones que pueden oponérsele pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y de otro lenguaje. La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente; es, para el mundo, uno de los atributos que las definen. Cabe asimismo recordar que la mímica del inglés no es la del español.*

Oigo decir que en las provincias el doblaje ha gustado. Trátase de un simple argumento de autoridad; mientras no se publiquen los silogismos de los connaiseurs de Chilecito o de Chivilcoy, yo, por lo menos, no me dejaré intimidar. También oigo decir que el doblaje es deleitable, o tolerable, para los que no saben inglés. Mi conocimiento del inglés es menos perfecto que mi desconocimiento del ruso; con todo, yo no me resignaría a rever Alexander Nevsky en otro idioma que el primitivo y lo vería con fervor, por novena o décima vez, si dieran la versión original, o una que yo creyera la original. Esto último es importante; peor que el doblaje, peor que la sustitución que importa el doblaje, es la conciencia general de una sustitución, de un engaño. No hay partidario del doblaje que no acabe por invocar la predestinación y el determinismo. Juran que ese expediente es el fruto de una evolución implacable y que pronto podremos elegir entre ver films doblados y no ver films. Dada la decadencia mundial del cinematógrafo (apenas corregida por alguna solitaria excepción como La máscara de Demetrio), la segunda de esas alternativas no es dolorosa. Recientes mamarrachos —pienso en El diario de un nazi, de Moscú, en La historia del doctor Wassell, de Hollywood— nos instan a juzgarla una suerte de paraíso negativo. Sightseeing is the art of disappointment, dejó anotado Stevenson; esa definición conviene al cinematógrafo y, con triste frecuencia, al continuo ejercicio impostergable que se llama vivir. 



*  Más de un espectador se pregunta: Ya que hay usurpación de voces ¿por qué no también de figuras? ¿Cuándo será perfecto el sistema? ¿Cuándo veremos directamente a Juana González, en el papel de Greta Garbo, en el papel de la Reina Cristina de Suecia?


Sobre el doblaje
En Discusión (1923)
Revista Sur, núm. 128, Buenos Aires, junio de 1945
Recopilado en Obras Completas de Jorge Luis Borges (Tomo I, páginas 283-4)
Buenos Aires, Emecé, 1972

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