Sería temerario afirmar que Jorge Luis Borges fue el escritor más
importante o influyente del siglo XX, tendría que vérselas, para empezar,
con la secularísima trinidad de Kafka, Joyce y Proust; en todo caso
puede decirse, sin temor a exagerar, que fue el más activo e influyente
de sus lectores. Borges tenía y tiene la rara capacidad de contagiarnos
sus lecturas: su biblioteca personal, convertida en Biblioteca personal,
se ha vuelto la de todos, ¿y de cuántos autores puede decirse lo mismo?
Los argentinos nos referimos con la mayor familiaridad a autores como
Swedenborg, Blake y Chesterton, autores que, de no ser por Borges,
difícilmente leeríamos; y a los que leeríamos de todos modos, como
Cervantes, Stevenson y Dante, los leemos con sus ojos. Paralelamente,
el resto del mundo lee a José Hernández, Leopoldo Lugones, Macedonio
Fernández o Evaristo Carriego, sólo porque Borges lo hizo.
Toda lectura activa modifica el libro leído, y ningún texto lo
explica mejor que “Pierre Menard, autor del Quijote”, cuento en el
cual Borges coteja dos versiones del Quijote, una escrita por Cervantes,
otra por el francés Menard a principios del siglo XX: las dos son
verbalmente idénticas, pero se entienden, viven, interpretan, sienten
(es decir, leen) de maneras radicalmente diferentes. “Una literatura difiere
de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera
de ser leída; si me fuera otorgado leer cualquier página actual –ésta
por ejemplo– como la leerán en el año dos mil, yo sabría cómo será
la literatura en el año dos mil”, dice Borges en “Nota sobre (hacia) Bernard Shaw”.
La lectura, al menos como la practicamos en la actualidad, suele
ser un acto íntimo, solitario. No siempre fue así: la literatura fue en un
principio oral, un hecho colectivo, los textos se leían en voz alta, para
muchos; incluso la lectura solitaria era, originalmente, realizada en
voz alta. Borges, fascinado por lo que sin duda era (más, si le creemos,
que la escritura) el hecho capital de su vida, descubre en las Confesiones
de San Agustín el momento en que se “inventó” la lectura silenciosa:
“Cuando Ambrosio leía, pasaba la vista por las páginas penetrando su
alma, en el sentido, sin proferir una sola palabra ni mover la lengua”,
(citado por Borges en “Del culto de los libros”).
¿Cómo, entonces, se vuelve este acto solitario y tal vez egoísta,
un hecho comunitario? ¿Cómo se transmiten a otros nuestras lecturas?
En el caso de Borges, de múltiples maneras: en las conversaciones
cotidianas (que recoge ese archivo de lecturas que es el Borges de Bioy
Casares); en las clases (rescatadas, algunas, en el libro Borges profesor,
editado por Martín Arias y Martín Hadis); en los numerosos ensayos,
artículos y prólogos que escribió y, fundamentalmente, en los cuentos
y poemas en los que reescribe sus lecturas.
Borges, libros y lecturas, el catálogo de los casi mil volúmenes que
Borges donó (por acción u omisión) a la Biblioteca Nacional a lo largo
de los dieciocho años que fue su director, agrega una nueva vía de
transmisión, que tiene el agrado intenso (y miliunanochesco, para pedirle
prestado a Rubén Darío un adjetivo que Borges habría execrado
seguramente) que dan los descubrimientos de tesoros secretos: casi mil
volúmenes que estuvieron ocultos durante treinta años, y que podrían
haberse perdido. Constituye, además, el testimonio más íntimo de sus
lecturas, pues todos los antes mencionados correspondían a las formas
de la comunicación interpersonal; estas notas registran las lecturas que
Borges se decía a sí mismo (esto, en rigor, hasta una fecha que, gracias
a este catálogo, podemos precisar: 1954. A partir de ese año Borges ya es incapaz de leer lo que escribe, y las notas manuscritas son siempre
de puño y letra de su madre, Leonor Acevedo).
El trabajo de los editores Laura Rosato y Germán Álvarez no se
limita a enumerar los libros y transcribir las notas de Borges, junto con
aquellos párrafos del libro que Borges había marcado como relevantes;
también rastrean la obra de Borges en busca de los ecos de dichas lecturas,
transcribiendo los textos relevantes y elaborando hipótesis siempre
sólidas y pertinentes sobre la relación entre la obra de Borges y
esas lecturas. Su trabajo, entonces, excede por mucho el del mero rigor
bibliográfico para adentrarse con éxito en el de la ensayística erudita.
Otro de los muchos agrados que este catálogo nos depara es enterarnos de que, a diferencia de la mayoría de nosotros, Borges no
subrayaba, ni anotaba en los márgenes: hacía listas prolijas de los pasajes
que le interesaban en la guarda anterior o posterior del libro. Señal,
quizás, de la especial veneración que el texto impreso le inspiraba,
veneración que no siempre se extendía al objeto-libro, que dejaba por
ahí una vez que había dejado de servirle: y es gracias a estos libros
“olvidados” que esta colección existe. Sorprende enterarse, también,
de que el autor de “La biblioteca de Babel” no seguía, para el ordenamiento
de sus propios libros, un patrón acumulativo: su biblioteca
personal era sometida a periódicos escrutinios, por lo cual estaba compuesta
únicamente de libros vivos; según sus amigos, nunca albergó
más de mil quinientos ejemplares.
Como registro y testimonio de lecturas, este catálogo es un documento
más fidedigno que el Borges de Bioy Casares, por una razón
muy simple: tiene valor probatorio. Las recogidas por Bioy son
versiones de oídas, y serían inaceptables en cualquier proceso legal
(recordemos, con Piglia, que todo crítico es un detective en potencia).
Las anotaciones de Borges son pruebas, si se quiere, más formidables
incluso que sus textos publicados: están escritas de su puño y letra.
En su libro La angustia de la influencia el crítico estadounidense
Harold Bloom explica la dinámica de la evolución literaria en términos
de lecturas y reescrituras: tomando los poemas homéricos como
originarios (no porque antes de ellos no hubiera nada, sino porque se
perdió lo que había) podemos ver en la Eneida de Virgilio una lectura-escritura
de la Ilíada y la Odisea, y en la Divina comedia de Dante, una lectura de la Eneida (Dante explicita este parentesco haciendo del
personaje de Virgilio su guía). Cada escritor nuevo, propone Bloom,
se ve apabullado por la potencia del precursor y querría, como Pierre
Menard, escribir aquel texto: pero el precursor ha llegado antes. Entonces,
lo que hace es traducirlo, es decir, traicionarlo reescribiéndolo
en una nueva lengua, un nuevo contexto, una nueva cultura. En su
posterior e influyente El canon occidental, Bloom completa la idea: el
canon se renueva constantemente, es un barco en el que navegan los
textos hacia el futuro (teniendo, como meta inalcanzable, la inmortalidad),
y el tamaño del barco está determinado por los libros que una
persona puede leer en el curso de su vida (en una época de constantes
aceleraciones, es bueno recordar, como lo hace Ricardo Piglia en El
último lector, que si hoy los libros pueden conseguirse en segundos,
la velocidad de lectura no ha variado desde los tiempos de Homero
a nuestros días). Y aquí es cuando toca hacer la pregunta del millón:
¿quiénes deciden qué libros quedan en el barco y cuáles serán arrojados
por la borda? ¿Los críticos, los profesores, los periodistas culturales, los
lectores con su boca a boca, los números de ventas? Nada de eso, aclara
Bloom: serán los escritores del futuro quienes lo determinen, pero
no con sus opiniones, no contestando encuestas, sino en la escritura
misma. Ellos otorgarán, en cada generación, la vida o la muerte de
los textos escritos antes de su tiempo. Borges, en ese sentido, ha sido
activo, ya no en el rescate sino en la resucitación de libros que parecían
no albergar más que (en el decir del Stephen Dedalus de Ulises): “ideas en ataúdes, embalsamadas en la especia de las palabras”. El canon de
Borges, como el de su biblioteca personal, nunca hace museo: hace
caso omiso de la importancia histórica, y apuesta únicamente a la vida
presente del libro.
La manera en que Borges lee la tradición occidental es, además,
profundamente política. Me explico: es sabido que las culturas
centrales nos leen, pero no les simpatiza que las leamos. Si un académico
estadounidense publica un libro sobre Borges, o sobre Perón
para el caso, tanto él como nosotros consideramos la cosa más natural
del mundo que nosotros inmediatamente lo hagamos traducir,
lo publiquemos y lo leamos. Ahora, imaginemos el caso paralelo de
un argentino que escriba un libro sobre Melville, o Lincoln para el
caso: ¿cuántas editoriales, universidades y lectores estadounidenses se
lanzarán sobre ellos con equivalente brío? En una reciente visita a la
Universidad de Cambridge noté que los profesores me rodeaban con
interés cuando me ponía a hablar de Cortázar, Borges o Evita; ahora,
si pasaba a Joyce o Shakespeare (dos temas de mi especialidad, aclaro)
a los pocos minutos me encontraba hablándole a las paredes. Único
entre los escritores latinoamericanos, Borges fue capaz de imponerle a
los países centrales su lectura de sus propios clásicos: ni los españoles
pueden leer a Cervantes, ni los italianos a Dante, ni los ingleses a la
antigua literatura anglosajona, ignorando la manera en que las modificó
para siempre este ratón de biblioteca arrabalero. Borges realiza, además,
una lectura sudamericana de estos clásicos: nunca más evidente
que en su recreación, en español, de la antigua literatura anglosajona,
que revitaliza leyéndola a partir de su previa recreación del mundo
igualmente bárbaro y guerrero de sus orilleros y gauchos. Al hacerlo,
el hombre que pudo definir al mar como “la pampa de los ingleses”
invierte la lógica colonial de lectura, le da un giro (en el plano simbólico,
claro, pero de eso se trata) a la relación centro-periferia. Cuando se tiene en cuenta esto resultan todavía más retrógradas (además de
injustas) las hoy misericordiosamente perimidas acusaciones a Borges
de europeísta, cipayo o extranjerizante (si a alguien extranjeriza, es a
ellos, y recordemos, dicho sea de paso, que fueron los cipayos quienes
encabezaron una de la rebeliones más violentas contra el domino colonial
británico).
Borges, libros y lecturas ofrece respuestas parciales, para casi quinientos
títulos (otro catálogo promete albergar a los quinientos que
faltan), a la pregunta que muchos nos habremos hecho: ¿cómo hubiera
leído Borges este libro? Respuestas siempre bienvenidas, porque si
pudiéramos leer cualquier página de la literatura como la leyó Borges,
entenderíamos, con sólo eso, la literatura de Borges.
Buenos Aires, AAVV, Biblioteca Nacional, 2011
Imagen (detalle): Carlos Gamerro. Foto original color: Colin McPherson - Getty Images