En una entrevista que Jorge Luis Borges le concedió a Ronald Christ,
de The Paris Review, el célebre escritor argentino sintetiza su fascinación
por el cine y el carácter épico que este arte representa:
Durante este siglo... la tradición épica ha sido salvada para el mundo por Hollywood, por improbable que parezca. Cuando fui a París, sentí que deseaba escandalizar a la gente, y cuando me preguntaron—sabían que me interesaba el cine, o que me había interesado, porque apenas si veo ahora—y me preguntaron “¿Qué clase de películas le gustan?”, yo dije ingenuamente: “Las que más disfruto son los westerns”. (Borges, Entrevista 33).
Estas declaraciones de Borges, registradas en 1966, pueden servir de
punto de partida para analizar una relación que fue constante y se
retroalimentó permanentemente. Estamos hablando del Borges espectador,
del Borges que escribe reseñas sobre filmes en Sur, pero también
del Borges que firma argumentos o piensa ideas para películas, a veces
en asociación con Bioy Casares (como en el caso de Los orilleros y
El paraíso de los creyentes que la editorial Losada publicó en 1955).
Esta íntima y cercana relación con el cine, planteada por un autor
que hizo muchas veces del arte de escribir ficciones una cuestión metaliteraria,
conduce a la idea de un nutrirse del cine en dos dimensiones:
tanto como espectáculo y como evento cultural, sin separar necesariamente
una condición de la otra. Si el cine suponía, en efecto, una
novedad (los hermanos Lumière inventaron el cinematógrafo en 1895
y Thomas Alva Edison patentó el kinetoscopio por la misma época),
este arte fue una de las representaciones más valoradas y visitadas
por la vanguardia europea y latinoamericana. Fue a esta vanguardia a la que un joven Borges —el poeta que escribe versos ultraístas—se
adscribió no sólo en la convicción de sus manifiestos colectivos y en
la colaboración en revistas como Martín Fierro, sino que se convirtió
en un verdadero protagonista y difusor de ella. Viene al caso recordar,
por asociación, que en la revista Amauta de Lima, fundada por José
Carlos Mariátegui en la década de 1920, María Wiesse se encargó de
redactar reseñas similares sobre cine. El cine y la vanguardia, el cine y
la modernidad (si se quiere “periférica”, como la ha llamado Beatriz
Sarlo) son parte de esa nueva existencia atolondrada y nunca inmóvil
que plantean los nuevos tiempos.
Bien se podría afirmar que Borges ve en el cine a un “pariente”
de la literatura pero no a una forma narrativa que absorbe a aquélla
e intenta necesariamente reemplazarla. Borges está actuando como
cronista de su tiempo. Si el cine, como actividad cultural y al mismo
tiempo espectáculo de masas, marca la agenda en las principales ciudades
del mundo, incluida Buenos Aires por supuesto; Borges retrata
por lo general el lado que más le atrae del cinematógrafo. Sus notas
se refieren a películas que con el tiempo se van a volver memorables
y se detiene en los aspectos, criticables o no, que a él le impresionan.
El cine entonces está en la raíz y el alma de un joven Borges.
Luego el escritor comienza a problematizar el fenómeno. Aunque en
sus ficciones sólo mencione el estilo o admita la influencia de Josef
von Sternberg, un cineasta vienés que llegó a Hollywood e impuso un
estilo dramático y visual que entusiasmaba a Borges, lo cierto es que
el cine se convirtió para el autor de Ficciones en una manera intensa
y peculiar de “leer” la realidad. Por eso llama “novelas realistas” a
los filmes de von Sternberg y admite haberse emocionado hasta las
lágrimas ante la visión de Underworld, un filme sobre gánsters que el
crítico Andrew Sarris sintetiza en la actitud ética y estética del cineasta
respecto de su obra: “Most meaningfully perhaps, Sternberg steers
clear of the sociological implications of his material to concentrate
on the themes which most obsess him and his heroes: love, and faith,
and falsehood” (16).
Pero von Sternberg, como es sabido, tuvo dos etapas muy marcadas
en su carrera como cineasta: una caracterizada por un tono épico
que conquista a Borges, a la que pertenecen esos dramas llamados
Underworld (1927) y The Docks of New York (1929); y otra posterior
en la que la estrella de sus filmes es aquel deslumbrante mito alemán,
Marlene Dietrich. Esta actriz aparece, entre otras, en la celebérrima El ángel azul (1930) y en Marruecos (1930). A Marruecos, como veremos
más adelante, Borges le dedica una nota en la revista Sur.
Además, el autor de Inquisiciones escribe otras reseñas que inicialmente
fueron recuperadas por Edgardo Cozarinsky en su libro
precursor Borges y el cine. En éste, Cozarinsky aborda asimismo las
diversas relaciones del escritor argentino con respecto al cine: por
ejemplo su propia intención autorial, su expresa manifestación de
principios en el primer prólogo a Historia universal de la infamia
o las diversas aproximaciones o influencias de la obra narrativa de
Borges. Plasmadas estas últimas en películas realizadas, entre otros,
por Bernardo Bertolucci (Por ejemplo, La estrategia de la araña, en
base a “Tema del traidor y del héroe”).
Borges y la crítica de cine
Como dice Cozarinsky, Borges no utiliza ninguna teoría crítica porque
el cine, en la época que el cuentista reseña las películas “era, sobre
todo, una práctica casi libre de bibliografías y academias” (11). Borges
escribe, por ejemplo, sobre Citizen Kane; El bosque petrificado, de
Archie Mayo; el musical de King Vidor, Street Scene; y City Lights
de Chaplin.
En cada caso, se advierte un inconformismo del crítico-espectador.
Borges no distingue una técnica en el cine. En la referida entrevista
con Ronald Christ confiesa: “Sé muy poco sobre el contenido técnico
de las películas” (34), pero nuestro autor sabe aplicarse y detenerse
en los detalles de la narración. Le interesa la solidez de las historias,
la fuerza de los argumentos, el hecho de que, como le ocurría con las
películas de von Sternberg, un filme sea capaz de emocionarlo. Existe,
entonces, en la relación entre el cine como arte y el autor de Ficciones
un cordón que los vincula, un sistema de vasos comunicantes que
hace posible que el cine asombre a Borges y que el escritor a su vez
sea capaz de asimilar cada detalle, incluso como dice David Oubiña
“el cine es, para Borges, lo otro de la literatura” (148).
Las valiosas reseñas que Borges escribe sobre Citizen Kane, City
Lights y Marruecos, que se han convertido en verdaderas joyas pertenecientes
a una etapa dorada del cine, constituyen un material que
puede cotejarse con la percepción actual de estas obras, por parte
de críticos especializados e historiadores. Por ejemplo, en la nota
sobre Citizen Kane, publicada en Sur en agosto de 1941 con el título
de "Un film abrumador", Borges revela su asombro por la obra maestra de Orson Welles el mismo año de su realización y cuando sólo
estaba empezando el largo camino a la fama que le conocemos hoy:
“Abrumadoramente, infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos
de la vida del hombre Charles Foster Kane y nos invita a combinarlos
y a reconstruirlos. Las formas de la multiplicidad, de la inconexión
abundan en el film...” (citado en Cozarinsky 64-65).
Comprobamos, otra vez, cómo a Borges le interesa, y en este caso
también lo sorprende, el argumento de la obra. La forma cinematográfica
para el escritor argentino puede ser variable, no existe una sola,
única, pero él está más interesado en la dimensión, esta vez humana,
del personaje y de cómo los acontecimientos de su vida implican un
progreso o una involución.
En ese sentido, Borges reconoce dos relatos en Citizen Kane. El
primero, que enumera con desenvoltura, le parece “de una imbecilidad
casi banal”. Borges se refiere al Kane multimillonario, que
edifica Xanadú a imagen y semejanza de su propia ambición, y que
colecciona estatuas antiguas. La simpleza y el vacío de esa actitud no
convencen a Borges, al contrario ve en esas conductas una manifestación
despreciable. Sin embargo, la “historia” de Kane, esa que se
refiere a su solipsista vida personal, a su muerte, a la última palabra
que pronunció (“Rosebud”), a su poder de convocatoria, a su liderazgo,
todo ello sí convoca la atención del autor de El libro de arena.
Más aún, Borges habla de “fotografías de admirable profundidad,
fotografías cuyos últimos planos (como en las telas de los prerrafaelistas)
no son menos precisos y puntuales que los primeros” (citado
en Cozarinsky 65). Esta recurrencia a la pintura le permite a Borges
establecer la comparación ente dos artes visuales, la una estática y
maestra, la otra en movimiento, ambas como imitaciones de la vida.
¿Qué más ve Borges en la obra maestra de Welles? Sabido es
el atractivo que siente por los formalistas rusos, entre los cuales
Eiseinstein y su peculiar uso del montaje lo asombra, así como por
los “dramáticos” y “emotivos” encuadres de von Sternberg. Esta
vez, ante la visión de Citizen Kane, Borges siente curiosidad; si no
fuera un ser tan literario quizá hubiera ido, paso a paso, trazando
la deconstrucción de cada plano para hallar, a la manera de un analista
estructural, las verdaderas razones que hacen proclamar a esas
imágenes heroicas conceptos tan trascendentes. Tan vital y extrema
es la fascinación de Borges por este filme modélico que le otorga las
cualidades de un motivo literario supremo para él: “En uno de los cuentos de Chesterton —The Head of Caesar, creo— el héroe observa
que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro. Este film es
exactamente ese laberinto” (citado en Cozarinsky 65).
A Borges le fascina la idea de una historia en permanente desplazamiento.
No sólo la carga semántica sino el esplendor visual de
Citizen Kane —en la cual, por lo efectivamente “abrumador” de la
obra, es difícil elegir “una” escena— plantean la idea del filme como
laberinto, inasible, inalcanzable, pero aun así capaz de acomodarse
a sus propios modelos de ficción. Quizá a Borges también le llama
la atención el relato del ascenso y caída, y no menos la dimensión
moral de un personaje que controló la prensa norteamericana, un
magnate que podía iniciar una guerra contra otro país, un empresario
involucrado en la política y los negocios, capaz de destrozar honras
y comprar conciencias.
Si Borges dice que Citizen Kane es el laberinto, el protagonista
de esta cinta no lo es menos, una criatura volcánica, egoísta, en
permanente efervescencia. Cuando Kane fallece, los periodistas que
han preparado el noticiero fílmico (“News on March”) para hacer
pública su biografía buscan más pistas sobre el misterioso personaje,
pero comprueban que, a pesar de todos sus esfuerzos y de entrevistar
a gente que conoció al todopoderoso hombre (de allí el sentido
de Kane como “encuesta”), no podrán enterarse de nada más. Las
escenas finales muestran, sobre una empinada colina, la mansión de
Kane, el exótico Xanadú construido de glorias y leyendas mientras
las partituras musicales de Bernard Hermann (el mismo compositor
que trabajó con Hitchcock en filmes tan reconocidos y extraños como
Psycho y Vértigo) inundan, tenebrosamente, la pantalla. Borges, buen
cinéfilo y mejor crítico, anticipa que Kane perdurará y no duda en
calificarla de genial.
Debemos referirnos ahora a la admiración de Borges por las películas
de von Sternberg, a quien consideraba un precursor maestro. Los
filmes de gánsters dirigidos por aquel cineasta no sólo convencían sino
hasta emocionaban al entonces joven escritor. Siempre insatisfecho, sin
embargo, respecto al caso de Marruecos —la historia de un triángulo
amoroso en el exótico país árabe—Borges cuestiona la parafernalia
hollywoodense, ese afán por levantar escenarios suntuosos y colmarlos
de extras: “Sternberg, para significar Marruecos, no ha imaginado un
medio menos brutal que la trabajosa falsificación de una ciudad mora
en suburbios de Hollywood, con lujo de albornoces y piletas y altos muecines guturales que preceden el alba y camellos con sol” (citado
en Cozarinsky 29).
A Borges la falsificación le parece “brutal”, es decir la “doble
ficción” no le convence. Ya el hecho de urdir una trama en un lugar
muy alejado de Occidente significa una primera forma de ficcionar,
quizá desde el misterio; luego la forma de “vestir” esa ficción, de
presentarla a los ojos del espectador en un afán de leyenda y fantasía,
sin embargo contrarían al escritor. Si la épica del western lo seduce,
en cambio todo artificio, cuanto más exagerado, peor, lo aleja. Y a
pesar de esta escenografía redundante y chirriante, en la que Borges
cree desconocer al von Sternberg que otras veces admira, termina
diciendo: “En cambio, su argumento general es bueno, y su resolución
en claridad, en desierto, en punto de partida otra vez, es la de nuestro
primer Martín Fierro” (citado en Cozarinsky 29).
La historia de una sugerente y misteriosa Marlene Dietrich, quien
en su viaje en barco a Marruecos es considerada una de esas pasajeras
“suicidas”, porque sólo toma el boleto de ida, y que cruza su existencia
con la pasión de dos hombres diametralmente opuestos (Gary
Cooper y Adolphe Menjou), le gusta a Borges en su ambigüedad, en
la originalidad de significar un nuevo comienzo. Así como la propia
ambigüedad, incluso sexual, que representa la Dietrich, quien aparece
en una escena vestida como un hombre con pantalones y sombrero de
copa, la propia película genera una ambivalencia, marca una frontera
entre los sentimientos, un límite que desde la lejanía geográfica en
que se inscribe prolonga la distancia (sobre todo emocional) y busca
conmover al espectador. Borges evita referirse al erotismo perturbador
de la Dietrich y es muy parco respecto al desarrollo de la propia
historia. Considerándola inferior a otras obras de von Sternberg, lo
satisface su medianía, esa certeza de que, aun frívola, no es una película
mediocre. Quizá ve en ella otro recurso, distante, para una futura
trama personal.
La nota en la que Borges reseña Marruecos se titula, de manera
muy general, “Films” y fue publicada en Sur en el invierno de 1931 [E incluida en Discusión].
Comienza con un breve comentario sobre una película rusa y luego
se dedica a examinar los valores de Luces de la ciudad, de Charles
Chaplin. La historia del cine y su tradición más clásica han juzgado
a Chaplin como un verdadero innovador, un creador en busca de
expresiones originales en un arte que estaba empezando y generando
su propia y poderosa mitología.
Hay quienes han visto en Chaplin la defensa del hombre común
y corriente, pero casi siempre sojuzgado por el sistema dominante, y
que encuentra en el humor una herramienta que busca en lo cotidiano
una “realización” de la vida. Si La quimera del oro —un filme que
otro vanguardista, el peruano César Vallejo, celebró con particular
entusiasmo en sus crónicas desde París, publicadas en revistas de
Lima— constituye un intento radical en Chaplin (que incluso insinúa
su filiación socialista en tiempos de pre-guerra y tensión política),
Borges llama a este genio del cine silente “espléndido inventor y protagonista”
(citado en Cozarinsky 28).
En cambio, esa tragicomedia moderna que constituye Luces de
la ciudad, en la que el asombrado Charlie Chaplin va a conocer, muy
de cerca, cómo viven los ricos y cómo su propia pobreza se iguala a
la sencillez más extrema, le parece a Borges “una lánguida antología
de pequeños percances, impuestos a una historia sentimental” (citado
en Cozarinsky 28). Otra vez, Borges está atento al funcionamiento de
la historia, a comprobar su efectividad, a constatar por qué el “acto
fallido” se mantiene. ¿Por qué Borges ya no encuentra en Chaplin al
autor original que celebró en La quimera del oro? El propio autor
explica de alguna manera que “Charles Chaplin es uno de los dioses
más seguros de la mitología de nuestro tiempo” (28) pero antes ha
certificado que la grata impresión —el éxito— a nivel mundial de Luces
de la ciudad es producto de la influencia de los medios: “su impresa
aclamación es más bien una prueba de nuestros irreprochables servicios
telegráficos y postales, que un acto personal, presuntuoso” (28).
Ya en los años 30, Borges está hablando del dominio de los mass
media, de esa instancia supranacional que con el tiempo va a contribuir
a lo que ahora Guy Debord llama la “sociedad del espectáculo”.
Nuestro autor percibe cuán variables pueden ser los juiciosos “críticos”
sobre todo en arte, si están influenciados por una maquinaria
inmensa que no sólo distribuye y exhibe una película, buena o mala,
sino que influye y determina su valoración final. Para Borges, Luces
de la ciudad tiene una “carencia de realidad” y, como en otros casos,
ve en los personajes, sobre todo en los secundarios, a criaturas demasiado
normales. Le impacta, sí, ese romance imposible y con matices
oníricos entre la bella mujer ciega y el propio Chaplin, que cierra la
película como un hermoso, trágico, canto de cisne. En cambio, reprocha
el “arcaísmo y anacronismo” del filme.
Léase a continuación Jorge Zavaleta Balarezo
Borges. Del cine a la literatura o viceversa: la obsesión “visual”
Véase del mismo autor y obra: «El jardín de senderos que se bifurcan». Modelo para un filme
Obras citadas
Anderson, Benedict. Imagined communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London & New York: Verso, 1991.
Balderston, Daniel. El precursor velado: R. L. Stevenson en la obra de Borges. Eduardo Paz Leston, trad. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1985. Véase Introducción.
Bioy Casares, Adolfo. Borges. Daniel Martino, ed. Barcelona, Destino, 2006
Borges, Jorge Luis. “Prólogo a la primera edición”. Historia universal de la infamia. 7-8
———. “El espantoso redentor Lazarus Morell”. Historia universal de la infamia. 17-29
———. “El inmortal”. El Aleph. 7-28
———. “El Aleph”. El Aleph. 155-74
———. “El milagro secreto”. Ficciones. 139-47
———. “El jardín de senderos que se bifurcan”. Ficciones. 84-97
———. El Aleph.1949. Buenos Aires & Madrid: Emecé & Alianza Editorial, 1985
———. Ficciones.1944. Bogotá: La Oveja Negra, 1984
———. Historia universal de la infamia. 1954. Buenos Aires & Madrid: Emecé & Alianza Editorial, 1991
Casanova, Pascale. The World Republic of Letters. Cambridge: Harvard UP, 2004
Cozarinsky, Edgardo. Borges y el cine. Buenos Aires: Sur, 1974
Jameson, Fredric. Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism. Durham: Duke UP, 1991
Oubiña, David. “El espectador corto de vista: Borges y el cine”. Variaciones Borges 24 (2007): 133-52
En Borges y el cine: imaginería visual y estrategia creativa
Zavaleta Balarezo, Jorge, University of Pittsburgh, 2010