Si las matemáticas (sistema especializado de pocos signos, fundado y gobernado con asiduidad por la inteligencia) entrañan incomprensibilidades y son objeto permanente de discusión, ¿cuántas no oscurecerán el idioma, colecticio tropel de miles de símbolos, manejado casi al azar? Libros orondos —la Gramática y el Diccionario— simulan rigor en el desorden. Indudablemente, debemos estudiarlos y honrarlos, pero sin olvidar que son clasificaciones hechas después, no inventores o generadores de idioma. Ni las palabras asumen invariadamente la acepción que les es repartida por el diccionario ni hay una relación segura entre las ordenaciones de la gramática y los procesos de entender o de razonar.
Busco un ejemplo. Sírvanos de primera mitad este parecer, que desgloso de una devota página sobre Góngora: D. Luis ha sido y será siempre el mayor poeta de la lengua española y de segunda mitad esta conclusión, que podemos suponer a la vuelta de muchas estadísticas y argumentos: Buenos Aires ha sido, y será siempre, el mayor puerto de esta república. Sintácticamente ambas oraciones se corresponden. Para los gramáticos, la frase y será siempre se repite con igual sentido en las dos. Ningún lector, sin embargo, se dejará llevar por este parecido fonético. En la segunda oración, la frase y será siempre es un juicio, es una probabilidad que se afirma, es una cosa que toca de veras al porvenir; en la primera, es casi una interjección, un énfasis más. En ésta, es emocional, afectiva; en aquélla, es intelectual. Decir D. Luis ha sido y será siempre el mayor poeta de la lengua es dictaminar D. Luis es indudablemente el mayor poeta de la lengua española o exclamar D. Luis es, ¡a ver quién me lo discute!, el mayor poeta. La equivalencia cae fuera de la gramática y de la lógica; bástanos intuirla.
Piensa Novalis: Cada palabra tiene una significación peculiar, otras connotativas y otras enteramente arbitrarias y falsas (Werke, III, 207). Hay la significación usual, la etimológica, la figurada, la insinuadora de ambiente. La primera suele prevalecer en la conversación con extraños, la segunda es alarde ocasional de escritores, la tercera es costumbre de haraganes para pensar. En lo atañedero a la última, no ha sido legalizada por nadie y usada y abusada por muchos. Presupone siempre una tradición, es decir, una realidad compartida y autorizada y es postrimería de clasicismo. Entiendo por clasicismo esa época de un yo, de una amistad, de una literatura, en que las cosas ya recibieron su valoración y el bien y el mal fueron repartidos entre ellas. La torpe honestidad matemática de las voces ya se ha gastado y de meros guarismos de la realidad, ya son realidad. Son designación de las cosas, pero también son elogio, estima, vituperio, respetabilidad, picardía. Poseen su entonación y su gesto. (Séanos evidentísimo ejemplo el de las voces organito, costurerita, suburbio, en las que ha infundido Carriego un sentido piadoso y conmovedor que no tuvieron antes.) El proceso no varía nunca. La poesía —conspiración hecha por hombres de buena voluntad para honrar el ser— favorece las palabras de que se vale y casi las regenera y reforma. Luego, ya bien saturados los símbolos, ya vinculada la exaltación a un grupo de palabras y a otro la heroicidad y a otro la ternura, viene el solazarse con ellos. Esencialmente, el gongorismo o culteranismo. El academismo que se porta mal y es escandaloso.
El de la escuela cordobesa del mil seiscientos es el más famoso de todos. El anverso de esta nombradía es la individualidad saliente de su caudillo. Por el primer hombre de España lo tuvieron, casi con unanimidad, los de su época, y aunque la sola mención de Lope, de Cervantes y de Quevedo basta para la refutación de ese error, la atracción ejercida por don Luis de Góngora es indudable. Porque si no nos queremos negar a la razón, sino confesalla sinceramente, ¿quién escribe hoy que no sea besando las huellas de Góngora o quién ha escrito verso en España, después que esta antorcha se encendió, que no haya sido mirando a su luz?, finge interrogar, antes de 1628, Vázquez Siruela… El reverso es el general sosiego de la literatura española, remisa en teorizar. En su quietud casera el culteranismo es único escándalo y se le agradece el gentío.
El consenso crítico ha señalado tres equivocaciones que fueron las preferidas de Góngora: el abuso de metáforas, el de latinismos, el de ficciones griegas. Yo quiero considerarlos con precisión.
El primero es objeto de litigios que no se cansan. Los unos piensan que la numerosidad de metáforas es condenable; los otros, que se trata de una virtud.
Yo insinuaría —contra los contemporáneos, contra los antiguos, contra mis certidumbres de ayer que la cuestión no es de orden estético. ¿Acaso hay un pensar con metáforas y otros sin? La muerte de alguien ¿la sentimos en estilo llano o figurado? La única realidad estética de un poema ¿no es la representación que produce? Que el escritor se haya valido o no de metáforas para persuadirla, es curiosidad ajena a lo estético, es como hacer el cómputo de la cantidad de letras que empleó. La metáfora no es poética por ser metáfora, sino por la expresión alcanzada. No insisto en la disputa; todo sentidor de Croce estará conmigo.
He descubierto ilustres metáforas en la obra de don Luis. Escribo adrede el verbo, porque son de las que ningún fervoroso suyo ha elogiado. Copio la mejor de ellas, la del sentir eterno español, la del Rimado de Palacio, la de Manrique, la de que el tiempo es temporal:
Mal te perdonarán a ti las Horas,
las Horas que limando están los Días,
los Días, que royendo están los Años.
El crítico español Guillermo de Torre, en su alegato por la metáfora, quiere autorizarse con el famoso ejemplo de Góngora y copia este verso:
peinar el viento, fatigar la selva
cuyo primer hemistiquio acierta en lo de igualar el viento a una cabellera y no sé si en la prolijidad de peinarlo, y cuyo final es traducción fidelísima de Virgilio.
Venatu invigilantpueri, sylvasque fatigant
dice La Eneida, libro noveno, verso 605.
También, para ejemplo de metáforas que enigmatizan, es costumbre transcribir el principio de la Soledad primera, la de los campos:
Era del Año la Estación florida
en que el mentido Robador de Europa
(Media Luna las Armas de su Frente
y el Sol todos los Rayos de su Pelo).
Luciente honor del Cielo
en campos de Zafiro pace Estrellas.
Asiduos cabalistas (desde Pellicer o Salcedo y Coronel hasta los contemporáneos) han procurado la justificación lógica de esa tardanza y de ese impertinentísimo toro, que es disfraz de Júpiter y signo zodiacal y constelación y que no nos ayuda a imaginarnos la primavera. Sin embargo, aquí lo de menos es la metáfora; lo que importa son las palabras orondas —las palabras de clima de majestad— exhibidas por el autor. Propiamente, no hay comparaciones ahí; no hay sino la apariencia sintáctica de la imagen, su simulación. Metaforizar es pensar, es reunir representaciones o ideas. Don Juan de Jáuregui, cuyo honestísimo Discurso poético ha sido republicado por Menéndez y Pelayo y justicieramente elogiado (Ideas estéticas, III, 494) señala esa nadería de los cultos: Aun no merece el habla de los cultos en muchos lugares nombre de obscuridad, sino de la misma nada. También, Francisco de Cascales: Harta desdicha que nos tengan amarrados al banco de la obscuridad solas palabras. Ahora bien, ¿puede haber poesía sin intuiciones? Arturo Schopenhauer ha escrito que la poesía es el arte de poner en juego la imaginación, mediante palabras. Sospecho que aceptar esa definición de traza romántica es premisa para admitir el culteranismo. Una cosa es presentar a la inteligencia un mundo verdadero o fingido y otra es fiarlo todo a la connotación visual o reverencial de vocablos arbitrariamente enlazados. Lo lamentable es que casi todos los poetas han abdicado la imaginación en favor de novelistas e historiadores y trafican con el solo prestigio de las palabras. Los unos viven de palabras de lejanía, los otros de palabras lujosas, los demás practican el diminutivo y la interjección y son héroes del quién pudiera y del nunca y del si supieras; ninguno quiere imaginar o pensar. Acaso, Góngora fue más consciente o menos hipócrita que ellos.
En lo atañedero a latinismos, es notorio que don Luis de Góngora los frecuentó ad majorem linguae hispanicae gloriam y que su ánimo fue probar que nuestro romance puede lo que el latín. Ahora, la soberbia española practica una diversa conducta: no quiere aceptar el socorro de barbarismos y pone su toda y poca fe en recetas caseras: en idiotismos, en refranes, en locuciones. Para nada quiere salir de su casa, ni para bromear. Yo confieso que a la cerrazón y hurañía de los puristas de hoy, prefiero las invasiones generosas de los latinizantes. Góngora y Quevedo lo fueron, y también Hurtado de Mendoza y Saavedra Fajardo y otros no tan ilustres. Fray Luis hebraizó con oportunidad; Cervantes italianizó; Gracián y Quevedo neologizaron. En suma, la tradición española no es tradicional, como los tradicionalistas pretenden.
Ya nos encara la tercera equivocación del culteranismo, la única sin remisión y sin lástima, porque es hendija por donde se le trasluce la muerte. Hablo de su permanente afán mitológico, de su manejo supersticioso de mitos griegos, quiero decir de nombres de mitos. Haraganería es ésa tan pública como ¡te juro por Dios! en boca de ateo o la fórmula conjurativa ¡cruz diablo! dicha por el que descree de la cruz y no se imagina, al pronunciarla, ningún demonio. Poesía es el descubrimiento de mitos o el experimentarlos otra vez con intimidad, no el aprovechar su halago forastero y su lontananza. El culteranismo pecó: se alimentó de sombras, de reflejos, de huellas, de palabras, de ecos, de ausencias, de apariciones. Habló —sin creer en ellos— del fénix, de las divinidades clásicas, de los ángeles. Fue simulacro vistosísimo de poesía: se engalanó de muertes.
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House