Todos pretenden saber de Jorge Luis Borges —el escritor argentino al que hoy el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, impondrá en la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo de Santander la Gran Cruz de Alfonso X El Sabio— más de lo que el propio Borges ha escrito, dicho o cree saber. Todos quieren acercarse al hombre ilustre, recordarle la ocasión en que dijo esto o lo otro. El mundo se ha llenado de repente de especialistas borgeanos que creen conocer no sólo sus obras sino también sus sueños. Mentiría si dijera que el maestro no tiene en ello parte de complicidad. Y dice: "Empiezo a sospechar quién soy".
A estas alturas de su vida, lo que a Jorge Luis Borges le interesa es divertirse, y le divierte mucho pegar la hebra con esos acólitos que se arrodillan frente a él para que les deje caer una gota de su sabiduría o de su paradoja: queda muy bien, últimamente, en las cenas de intelectuales, sorprender con una anécdota aparentemente inédita del más famoso desconcertador. Resulta difícil despegar al hombre del personaje, quitarle las comillas a alguien que se ha convertido en una frase brillante apoyado en un bastón. Y Borges es, a sus 84 años, un tremendo irónico, un Tiresias burlón y también un recordador inagotable que te coge de la mano y te da cariñosos golpecitos mientras salta de un tema a otro como un inocente acróbata.
No hubiera podido empezar a hablar con Borges sin preguntarle por su Buenos Aires, aquél en el que creció: "Bueno, era completamente distinto al de ahora. Mi Buenos Aires, que era muy chico, el centro, era una ciudad de casas bajas, con patios, con azoteas, con aljibes. En el fondo de cada aljibe había una tortuga que estaba de filtro porque se comía los bichos. Al mismo tiempo, supongo, haría sus necesidades. Yo me he criado bebiendo agua de tortuga, y mi madre, que llegó a cumplir noventa y nueve años, también, y no nos hizo mal. En Montevideo, ¿sabe?, había sapos, no había tortugas, y servían para lo mismo. No sé qué vida llevarían ellos, los sapos y las tortugas: a lo mejor estaban meditando, a lo mejor lo sabían todo".
Se interrumpe para preguntarme: "¿Qué le parece mi bastón? ¿le gusta? Me lo regalaron en Irlanda; es un bastón de espina negra. Mire usted qué contundente. Lo utilizan los pastores de ovejas. Parece que los sábados por la noche, como los irlandeses son bastante pendencieros, pues utilizan estos bastones como arma". Le comento que con este artilugio puede defenderse de los críticos y de las entrevistadoras y sonríe con falsa mansedumbre: "Oh, no; los críticos enriquecen la obra del autor, y ustedes, los periodistas, tienen también derecho a enriquecernos".
Borges, que tiene más o menos la edad del cine, siente una gran pasión por este medio y se entusiasma hablando de las primeras películas de Von Sterriberg —"que hizo películas muy buenas y luego se estropeó con Marlene Dietrich"—, Lubistch, Hitchcock... "He visto Psicosis más de 10 veces, tantas que ya sabía cuándo tenía que cerrar los ojos para no ver la momia". Cuenta anécdotas de los primeros tiempos del cíne, de cómo su abuela llegó un día a casa y dijo que había visto en una pantalla a unos caballos metiéndose en el río y mojándose el pelaje. Y habla también de un amigo que no podía seguir el argumento de las películas "porque me decía que cómo puede uno ver a un hombre sentado y después verle sólo la cabeza y luego una mano que toma un revólver. Ese hombre no entendía lo que ahora cualquier chico pequeño sabe: qué es el lenguaje cinematográfico".
No le gusta Chaplin, cuya técnica considera que envejeció y que amaba demasiado la fealdad y sentirse el centro de toda película. Le gusta el sentido del humor de Keaton y la estética de sus filmes. "Pero lo que a mí me gusta más son los westerns, que salvaron la épica en un tiempo como el nuestro en que ha desaparecido. Aunque las películas del Oeste no tenían nada que ver con la realidad, porque yo hablé con gente vieja, en Texas, y me decían que en un saloon nunca entraban todos vestidos de cowboy a la vez. Uno llegaba con un sombrero, el otro con una pistola, el otro con unas botas... Pasa como con los gauchos, que en el folklore siempre lo han llevado todo puesto, pero en la vida el uno tenía un poncho, el otro una facón, el otro chiribombachas..." Y pasamos a las palabras: "Ésas que tienen tanto prestigio, como gaucho y pampa; eso no se usa nunca en el campo, sino en Buenos Aires o en Montevideo. Se dice el paisano, porque gaucho es un poco despectivo, y se dice el campo, no la pampa".
De pronto vuelve a hablar de cine y me dice que le han puesto por las nubes una película española, Furtivos. "Yo no la he podido ver, como comprenderá, pero me dijeron que el odio en los ojos de la mujer es admirable".
Me pregunta por mis orígenes; luego se extiende acerca de los suyos, "que son lejanamente andaluces", y recuerda las milongas que él mismo ha escrito. "A ver... Sí, una era para un filme que era la historia de un condenado a muerte, y la cantaba él mismo y decía: Manuel Flores va a morir, eso es moneda corriente,/ morir es una costumbre que suele tener la gente. Eso es popular, ¿no le parece? No está dicho con falso color local, que es lo que yo odio de algunos tangos... Alto lo veo y cabal, con el alma comedida,/ capaz de no alzar la voz y de jugarse la vida. Es tan espontáneo que parece que no lo he escrito yo, sino mis mayores".
Y más: "Entiendo que la poesía popular tiene que ser anónima, ¿no? Cuando algo sale bien parece que haya existido siempre, ¿no? Yo oigo frases, sobre todo a la gente del pueblo. Por ejemplo, había muerto una prima nuestra, muy joven, y mi madre dijo: Caramba, pobre fulana, ha muerto a los veinte años. Y entonces la cocinera, que era una mujer del pueblo, de sangre india, dijo: Bueno, señora, para morir no se precisa más que estar vivo. ¿No le parece maravilloso?"
Le digo que no le quiero cansar más y que es mejor que me vaya, pero insiste en que le pregunte: "Considéreme con espíritu de catecismo, joven, con preguntas y respuestas". Entonces le pido que me cuente cuál es su actual relación con la vida: "Bueno, yo creo que voy siendo más feliz ahora que cuando era joven, a medida que uno sabe quién es. Porque cuando uno es joven uno piensa que es ilimitado, uno piensa que puede elegir, que puede ser Alejandro de Macedonia o Shakespeare. Ahora uno conoce sus límites, los conoce demasiado. Yo sé, por ejemplo, no lo que puedo hacer, sino lo que ya no puedo hacer. No puedo escribir una novela, no puedo dar una conferencia, aunque sí puedo charlar con el público. Ahora empiezo a sospechar quién soy, sé que mi destino es literario y que no debo quejarme de ello. Leer, escribir y publicar ha sido siempre mi destino".
El 'horrible' peronismo
Inevitablemente sale a la conversación la lengua sajona, que conoce a fondo y en la que me recita un hermoso y gutural padre nuestro; la islandesa antigua, que está estudiando. Y el Buenos Aires de estos momentos, "que está muy triste porque atraviesa un momento terrible, con unos militares que no lo son de verdad... que son unos negociantes sucios. Y si bien han acabado con las bombas que estallaban en la calle, lo han hecho produciendo mucho más daño, un daño incalculable: imagínese esos 25.000 desaparecidos, que es un eufemismo para no decir lo que han hecho con ellos. Y viven esa vida tan artificial, imagínese, de ascenso, de condecoraciones".
Teme Jorge Luis Borges que el peronismo, su bestia negra, gane en las próximas elecciones, "que son necesarias para que el país adquiera por lo menos una apariencia de normalidad". Él votará socialista o radical, "porque muchos de nosotros votaremos no a favor de, sino en contra de".
Cuando Perón regresó la última vez a Buenos Aires, Borges hizo unas duras declaraciones contra el régimen diciendo que "ahora llega toda la morralla". Le pregunto si en el nuevo peronismo hay mucha morralla. "Yo creo que habrá más. Que seremos gobernados por la hez de la canalla. Ahora dicen que los jóvenes son menos primitivos que los viejos. Son una gente que cuando se reúnen cantan ¡Perón, Perón, qué grandes sos,/ sos el primer trabajador! Es horrible eso. Figúrese que él mismo pagaba a miles de personas para que se reunieran y le cantaran eso". Dice que, de cualquier modo, dedicarse a ser político debe ser muy triste: "Dedicarse a coleccionar votos, a echar discursos, cuanto más largos mejor y cuantas menos cosas digan mejor, a decir frivolidades, a no comprometerse. Todos los partidos prometen, prometen, prometen. Pero los que ahora están en Argentina tienen la cualidad de ser universalmente detestados, y es triste pensar que nuestro destino individual está en manos de esos señores, que son los que tienen las armas".
Cabecea y me aprieta la mano y salta a otro tema: "Esa perniciosa costumbre francesa de ponerle a las calles nombres de persona en vez de nombres naturales... Imagínese que un día me ponen una calle a mi nombre". Le hago notar que, en su caso, más bien le dedicarían una avenida. Y se echa a reír con fingido espanto: "¡Oh, no! Una avenida resulta mucho más peligrosa".
En El País, Madrid, 30 de agosto de 1983, página 22
Retrato de Jorge Luis Borges en la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, 1983