17/3/17

Jorge Luis Borges: Los breves días de Shelley






"Juro ser justo y libre. Juro no hacerme cómplice, ni por el silencio de los egoístas y de los poderosos. Juro consagrar mi vida a la belleza." Tal fue la fórmula decidida que se expresó a sí mismo el escolar Percy Bysshe Shelley en un acceso de soledad, lejos de los alfilerazos de sus compañeros, escollos vivientes de sus sueños líricos. ¿Se puede en verdad consagrar toda una vida al culto de la belleza, tan exigente como es? ¿Necesitará ser breve aquella vida, para no claudicar? Nuestro poeta contó hasta treinta los años que se suman exclusivamente para uno. ¿Y desapareció antes de tiempo quien cursó por vocación insigne todas las ramas de la poesía? ¿Aquel número de años vividos no separa la juventud de la época en que el individuo se ve obligado a totalizarse como hombre a causa de la exigencia cruda de las circunstancias? Vivió lo suficiente. Todos vivimos lo necesario. No hay escritor malogrado: esta palabra es eufemismo que se emplea para dorar vidas breves que evitaron la certificación del fracaso por cortarse a tiempo. 

Tampoco hay en los casos de aprovechamiento rotundo de la existencia vidas breves. Porque la vida de Shelley equivale a otra doblada en años más de lentísimo éxito. Para la vida no cuentan los números fríos, cantidades siempre y no cualidades. Hay vidas breves, largas en alguna dimensión. Lo que me parece más incuestionable es la distinta duración de los días (y aun desde el punto de vista astronómico hay razón en hablar así): creo en las vidas de los días breves (y en las de dilatados días). De este modo somos más exactos ante el panorama de una vida admirable y más piadosos. Que un hombre de corazón ardiente, arrebatado, vive mucho en un día de su existencia no convence, porque sería hacer a tal hombre eminentemente práctico: ¿y lo son los poetas? ¿Cuántas horas no perdió el artista para su logro interior o para la misma obra? En una hora determinada le faltó un minuto para llegar a su destino del momento y por no llegar se perdió esa hora: el día a que corresponde tal hora resulta más breve que otros sin tal inconveniente. Como a la imaginación se la espera en ocasiones sin que llegue en todo el día, éste no sólo fue breve, sino que no existió para el artista o poeta puro. ¿Cómo lo contará si le ha sido exagerado vivirlo, sufrirlo? Shelley quizás haya desaparecido contando mucho menos de treinta años válidos para el Shelley inconfundible; somos malos agrimensores de las tierras del tiempo. 

Hay un suceso muy importante en la vida del gran lírico que éste no supo interpretar o no lo aprovechó. Shelley tiene injerencia en la abreviación de la vida de Fanny Jurlay. Esta muchacha, hija adoptiva de los esposos Godwin, secretamente enamorada del poeta, no logró hacerle saber su pasión, pese a las cartas tiernas pero tímidas que le enviaba a Ginebra, donde aquél residía con las hermanas de ella, Mary y Clara, a consecuencia de una fuga. Tales cartas no fueron comprendidas por ninguno de los tres y sólo tuvo la discreta enamorada un reloj en cambio, obsequio de Shelley y Mary. Vueltos a Londres la vieron triste y quejosa de su soledad, y en Bath se renovó la llegada de las cartas siempre amables de Fanny, pero en otra de Bristol se leía: "Salgo para un lugar de donde espero no volver". Efectivamente, en el cuarto de una posada de Swausea apareció una mañana su cadáver y una carta de la que resultó suicida: había acudido para el engañador alivio a una cantidad de láudano. La señora Godwin propaló que se había suicidado por aquel amor sin confesión, aunque en la carta se quejaba nada más que de su existencia enojosa. Después de abandonar a su primera mujer, Harriet Westbrook, el poeta quizás hizo concebir esperanzas sin pensarlo a la niña que, entre otras, trató en busca de satisfacciones sentimentales. Mucho lo afectó el suceso y se decía: "Cuántos sufrimientos pueden causarse sin quererlo. Cómo se puede pasar al lado de afectos profundos sin sospechar siquiera su presencia". 

El hecho es que esta pasión suscitada, aunque más no fuera por el trato del poeta, hizo abreviar una vida de muchacha muy sensible. Pero no fue advertencia para él mismo. 

Sin embargo, otro es el suceso más trascendente para su existencia por su significado. Este: también Harriet, su mujer, se suicidó, y de modo más terrible: el deceso fue por asfixia: un certificado decía: "encontrada ahogada"... Y eso, con pocos detalles más que hacían pensar en una vida irregular luego del abandono que él hizo de ella. Shelley se interrogaba acerca de la responsabilidad que le pertenecía por lo sucedido y apartábase horrorizado y con energía de atribuirse alguna. "Hice lo que debía. Cuando la abandoné ya no nos amábamos"... etc. Y pedía a sus amigos que le repitieran que no podía sacrificar su vida a una mujer mediocre, cosa que ya él se adelantaba en sus escrúpulos de conciencia. (¡Y cuánto se imaginó aquella cabeza rubia con los estigmas de color y aspecto siempre repulsivos de los ahogados!) 

Este episodio no le sirvió para aclarar en nada su porvenir. Era una señal más terminante y urgente. Y no la aprovechó. 

Todavía hay más. Y de su pluma. Pero no vio nunca nada fuera del significado estricto en sus propias palabras. En las propias palabras de sus propios versos. 

En todas las antologías se incluye una composición que, traducida, es la siguiente: "La mar del tiempo" y que dice: 

Mar sin fondo del tiempo, olas los años, 
dieron la sal las lágrimas de penas, 
cuyas mareas miden lo mortal,
es la mar que de víctimas se cansa, 
precipita despojos a la playa 
y rugiendo sin tregua pide más. 
Traidora en placidez 
y en la ira espantable 
¿quién sin temblar se puede a ti entregar? 

Esto, más o menos sujeto al inglés original, escribió el poeta. Y con todo no le fue bastante. No le bastó una vida abreviada voluntariamente. No le bastó que apareciera ahogada su primera mujer. Ya con ser más. Y en fin, no le bastó lo que más debió leer claro: su propia poesía sobre el mar. ¿Hubo ceguera? ¿Respecto de sí mismos cuál es el valor de profecía que tienen los poetas vinculados por tradición con los videntes?... En Pisa ya estaban en sublime compañía los amigos Byron y Shelley. Y en Génova el capitán Roberto construye para el poeta, y un amigo del mismo, Williams, un barco que se bautizó antes de tiempo con el nombre de Don Juan, en honor del lord poeta, el que a su turno ordenó otra embarcación, el Bolívar, de mayor calado. Necesitándose un alojamiento apropiado a orillas del mar se encontró solamente una casa grande, Casa Magni, con una terraza adonde llegaba el agua encrespada y desde la cual se dominaba el golfo de Spezzia. Fallecida Allegra, la hija de Byron, Shelley escribió al capitán Roberto para que substituyera el nombre de Don Juan por el de Ariel, a raíz de la enemistad que naciera contra Byron. Pero el yate llegó ostentando las letras repudiadas y como no se consiguiera por ningún medio borrarlas, hubo que recortar la vela y coserla de nuevo. El capitán genovés que llevó el navío afirmó que era muy bueno y veloz, aunque de manejo algo difícil con el mal tiempo. Williams y Shelley, sin verdadera competencia, habían hecho construir un yate estrambótico y elegante y eran necesarias dos toneladas de plomo para equilibrarlo. 

Los dueños del Ariel decidieron embarcarse solos, aparte de un grumete. Williams había servido tres años en la marina, pero Shelley era torpe, enredábase en las cuerdas, leía a Sófocles prendido de la barra y peligraba a cada instante de ser tumbado a bordo. Sin embargo era dichoso como nunca. Hubo el consejo de buscar un buen marino conocedor de la bahía. Para abordar en la playa de Casa Magni el gran calado del barco impuso usar una pequeña canoa para llegar en ella a la orilla, canoa muy frágil que se balanceaba al menor impulso y fue el juguete habitual de Shelley que oscilaba sobre las olas echado en ella. Y llevó un día a la señora Williams con sus dos hijos menores a un sitio peligroso y allí dijo: "Vamos a resolver juntos el gran misterio". Cualquier movimiento de los niños hubiera tumbado la débil cáscara. 

Un mediodía de julio amenazaba la tempestad al puerto de Livorno, donde a bordo del Ariel estaban los dos propietarios y el grumete; pero Williams, decidido a salir porque tenía prisa, afirmó que en siete horas llegarían a destino. Partieron y un marino que era experto comentaba que se iban muy arrimados a la costa y que debían haber salido antes, a más que la corriente podía ser un obstáculo. ¿Pero el nombre de Ariel qué significaba? El pueblo de los moabitas, que habitaba en la parte de la Arabia Pétrea situada al este del Mar Muerto, tenía entre sus ídolos a uno que denominaban Ariel; pero este nombre pasó a ser el de un ángel y ángel malo, para peor... Shakespeare, después, le dio empleo inmortal en La tempestad. ¿Se iría a encontrar el poeta Shelley entre una tempestad y un ángel? Pues la tormenta avanzaba contra el barco, que fue ocultado por las nubes a tiempo que el viento furioso y las olas altísimas, hermanos de la violencia, azotaban el puerto asombrado... Pocas horas más tarde alguien no dejaría de escudriñar con los catalejos el mar despejado, porque hay constancia de que estaba tan despejado el mar que no había en su extensión un solo barco... ¿Se habría cumplido para Shelley el destino que parecieron anunciarle tres signos de su vida y que no atendió? 

En la playa de Viareggio, días después fue encontrada una canoa pequeña y a más un tonel: y aquélla era, precisamente, la diminuta canoa del Ariel (¿probado entonces el ángel malo?), la canoa juguete del niño grande Shelley.

Y a la semana siguiente un cuerpo desconocido había sido arrojado a la misma playa de expectación. Era un cadáver de horrible aspecto: ¿peor que el de la mujer del poeta?... Sí, por estar destrozado por los peces en las partes no cubiertas por el vestido... ¡Ah! y en un bolsillo apareció un ejemplar del trágico griego que buscó el principio de la acción en la voluntad humana, Sófocles; y en otro bolsillo un ejemplar de las poesías del poeta Keats... ¡De poeta se trataba!

También aparecieron los cuerpos de Williams y del marino, que fueron sepultados en la playa. Al día siguiente de exhumado el cuerpo de Williams le tocó su vez a Shelley, enterrado en la arena entre el mar y un bosque de pinos. Estaba Byron para presidir una antigua ceremonia griega, la incineración del cuerpo ¿sugerida por un amigo? Y los niños de la región habían concurrido en gran cantidad. Y cerca se alzaban "los pinos de Italia", de que habla Darío; pero los pinos le debían a Shelley este verso en que dice: 

Enlázase a los pinos la guirnalda... 

Y la guirnalda es una corona abierta de flores... Les fue difícil a los soldados que cavaban dar con el cuerpo. Pero bruscamente un pico produjo un breve grito metálico al dar contra el cráneo privilegiado: así le habrá parecido a Byron que pensaba en la elegancia con que Shelley atravesaba los salones de fiesta. El cuerpo había sido casi calcinado por la cal que lo revestía. Luego, sobre la llama oportuna se derramó aceite, incienso y sal (el poeta dos veces probó la sal que entra en el bautismo) y se prodigó el vino. Tras unas horas en esa hoguera extraordinaria permanecía poco menos que intacto el corazón, islote de dulzura en ese mar de fuego, y entonces un amigo lo rescató en sus manos y recogió las cenizas y los huesos para meterlos en una urna de encina... ¿Pero la incineración se hizo por las disposiciones sanitarias que vedaban el transporte de un cadáver arrojado por el mar, o fue el mismo Shelley el que la había pedido oportunamente?... Parece que Mary, la segunda mujer, quería enterrarlo en el cementerio de Berna, que gustábale al poeta por su belleza. ¡Y aún se conserva el corazón del gran lírico guardado donde hay una inscripción que decreta en dos palabras: "Cor cordium"', ser el corazón de los corazones! 

Y es como si hubiera sido larga la muerte de Shelley, el de los breves días; primero fue asfixiado por el agua, una lucha, después fue reducido por el fuego, un tormento, y finalmente fue guardado en la urna, una sombra.



Primera publicación, bajo el seudónimo de Benjamín Beltrán
en Crítica, Revista Multicolor de los Sábados
Buenos Aires, Año I, N° 49, 14 de julio de 1934
Luego en Borges en Revista Multicolor (1995)

Imagen: L'Enterrement de Shelley, de Louis Édouard Fournier (1889)

Al pie: Retrato de Shelley que acompaña el texto, por Pascual Güida Vía


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