Pocos filósofos se hicieron
acreedores a las refutaciones de Borges
como ocurrió con el caso de Nietzsche; aparte de que este pensador era una
referencia obligada cuando Borges
atacaba a los germanófilos, que abundaban en Argentina durante los años de la
segunda guerra mundial, dos ensayos suyos nos permiten asomarnos a la disputa
imaginaria, sobre la pluma y el papel,
entre el escritor y el filósofo (ya que nunca se conocieron,
lamentablemente): Algunos pareceres de
Nietzsche (1940) y La doctrina de los
ciclos (1936). El primero, rescatado en Textos
recobrados, como su nombre lo indica, se limita a pasar revista, sin
abandonar la ironía teñida de perplejidad y respeto intelectual, de algunas
ideas atrevidas que están en la periferia del pensamiento de Nietzsche. Borges
conocía lo descomunal que podía ser la empresa de intentar una refutación
sistemática, más aun tratándose de un
pensador que se quiere asistemático, así
que se limitó a transmitir ciertas sospechas en el lector acerca de la
coherencia aforística de Nietzsche. Es en el segundo ensayo, recopilado en Historia de la eternidad, donde Borges
revela un formidable poder lógico y, al menos temporalmente, logra destruir la
versión de Nietzsche de la teoría del eterno retorno. Sin embargo, a la luz de
nuestra época, pese a lo aplastante de los argumentos de Borges, la discusión
puede continuar.
Dejemos
a un lado el estilo poético con que Nietzsche postulaba su versión de la
doctrina: él imaginaba un universo hecho de
materia en cantidad finita dentro de un espacio finito. En consecuencia,
la materia está hecha de átomos también en cantidad finita, por innumerables
que parezcan. Y también, por innumerables que parezcan, hay una cantidad de
combinaciones posibles entre los átomos. Si el tiempo es infinito,
necesariamente habrá no sólo simples repeticiones de algunas combinaciones
universales de átomos, sino cíclicas repeticiones de todas las combinaciones posibles. Basta imaginarse al universo como
una inmensa mesa de billar donde las bolas están chocando eternamente unas con otras. La eternidad
produce un eterno retorno cíclico de configuraciones en las bolas de la mesa.
Todo el universo se vuelve una máquina – la máquina de Laplace - destinada a
repetirse infinitamente en todas sus modalidades y secuencias posibles. Las consecuencias son temibles: no sólo somos
como máquinas que han sido producidas por otra máquina más gigantesca aun, con
toda la anulación de nuestro libre albedrío que ello supone, sino que cualquier
acto humano es justificable porque no es
controlable. Además, por si fuera poco, será repetido una infinitud de
veces. La necesidad se vuelve cósmica
y la libertad ficticia. No está de más señalar el rasgo curioso de que Borges
consideraba al libre albedrío como una ficción
necesaria.
Son
dos los argumentos que edifica Borges contra la tesis de Nietzsche. El primero
de ellos, de índole matemática, expone la teoría de los números transfinitos de
Cantor: existen conjuntos de números en que existen dentro de ellos partes
tan voluminosas como esos mismos conjuntos. Por ejemplo: el conjunto de
los números pares es potencialmente tan
grande como el de los números
naturales del cual forma parte. Ambos se pueden poner en relación y para cada
número natural hay uno par, como para
una potencia de 10 o un múltiplo de 365:
1 2 3 4 5 6 7 ... n
2 4 6 8 10 12 14 ...2n
110 210 310 410 510 610 710 ...n10
365
730 1,095 1,460
1,825 2,190 2,555
...365n
La paradoja consiste en que existen tantos números
pares como naturales, a pesar de que es evidente que hay números naturales que no son pares. En El
Aleph, Borges menciona de pasada un libro alemán sobre teoría de conjuntos
y señala que esta letra hebrea es el símbolo de los números transfinitos, en
que el todo no es mayor que las partes. La teoría es una de las más extrañas y
difíciles en la matemática, probablemente el germen de una nueva ciencia, tal
vez por ahora inconcebible, pero Borges termina concluyendo que el universo es un número infinito de
términos, por lo tanto, las posibles combinaciones entre sus términos
– o átomos – son también infinitas,
reduciendo casi a cero la probabilidad de un retorno. Así, vence a Nietzsche
por anticipado. Borges parece confiar demasiado en las abstracciones de la
matemática, pasando por alto las oscuridades de la física: la infinitud de términos del universo es una ficción
matemática, nadie ha probado que sea una realidad física. Las teorías más aceptadas de la física moderna, por el contrario, conciben
a un universo ilimitado pero no
infinito, como la superficie de una esfera, mientras que el cuanto, como la mínima cantidad de
energía posible, establece límites para la reducción infinitesimal.
El
segundo argumento merece de respuesta sólo una hipótesis, porque se trata del
decisivo; Borges lo formula en dos partes. La primera es tan concreta como
ilustrativa: Basta proyectar una luz
sobre una superficie negra para que se convierta en calor. El calor, en cambio,
ya no volverá a la forma de la luz. La segunda hace uso de la segunda ley
de la termodinámica, la cual establece que toda la energía del universo se
encamina progresivamente a su desorganización. Llegará, al cabo de miles de
millones de años, un tiempo en que toda la temperatura del universo estará
repartida uniformemente por todos sus puntos. Borges: A fuerza de
intercambios el universo entero lo alcanzará, y estará tibio y muerto. No
se habla de números fantásticos, como los transfinitos, sino de una ley física,
el universo tiene marcado un final.
La reciente física, sin embargo,
abre una nueva posibilidad para el retorno. El universo está expandiéndose y
aún no se sabe si seguirá expandiéndose para siempre, se detendrá en un punto
estático o, por el efecto de la gravedad, se contraerá de nuevo para colapsarse
en el punto primigenio del Bing-Bang y
estallar de nuevo. Paul Davies en El
universo desbocado, pinta bastante surrealistamente, sin proponérselo, la
teoría del astrónomo y cosmofísico Thomas Gold:
En un planeta como la tierra, todo
sería muy extraño. En vez de mezclarse con el agua caliente, los bloques de
hielo crecerían y emitirían calor, que harían hervir el agua restante. Las
personas, en lugar de hacerse viejas, se harían más jóvenes, al invertirse el
metabolismo de sus cuerpos, y sus células emitirían energía, que viajaría por
un circuito preestablecido para volver al sol.
Y, por
supuesto, el calor de la superficie negra se transformaría en luz. Paul Davies
explica porqué no hay razón para incomodarse ante estas
alucinantes perspectivas:
El
tiempo no se puede invertir, ya que no se está moviendo: es, en realidad, sólo
una medida de cambio y movimiento. La elección de palabras es sólo una
conveniencia lingüística; lo que sucede verdaderamente es que todos los
procesos físicos se invierten en comparación con el orden temporal original.
Así, se produce un retorno doble: viviremos nuestras vida tanto hacia atrás
como hacia adelante, en ambos casos sin el menor recuerdo de esas vidas, y sin
poder distinguir cuál es la dirección del flujo temporal, es decir, si vamos
del pasado al futuro o al contrario. Ignoro si esto sea más espantoso y amoral
que la teoría original del eterno retorno, Borges apunta al final de su ensayo
la ausencia de significado en una
sucesión infinita de ciclos, su absurdo inherente, su delirio circular y sin
sentido. En el enigmático final de un cuento suyo, La muerte y la brújula, se juega con la idea de un retorno cíclico
para el detective y el criminal que lo ultima, ambos dentro de un laberinto de
temporalidades.
¿Pero no es también revelador que
uno de sus cuentos, El jardín de senderos
que se bifurcan (1941), aborde el
tema de los mundos narrativos paralelos que difieren entre sí casi
imperceptiblemente, prefigurando la teoría cuántica de los universos múltiples,
orbes ramificados e incomunicados en una vasta red de líneas temporales,
postulada por Hugh Everett en 1957? Las hipótesis de un eterno retorno, y en
ocasiones la ficción científica (Olaf Stapledon o Ray Bradbury), también juegan
con la idea de un universo agotando todas sus posibilidades, que serían en sí mismas otros universos. A
Borges le obsedía el tema de la causalidad, a fin de cuentas ávido lector de David Hume, y sus consecuencias para la práctica narrativa,
como aparece en un cuento como Examen de
la obra de Herbert Qüainn. Se diría que para Borges, el narrador se
enfrenta a la causalidad de lo real tanto como a la fertilidad salvaje de los
signos, a los intentos muchas veces desastrosos por clasificar el cosmos como a
la ambigüedad de las palabras.
Se ha dicho que Borges ha sido el escritor más literario de Hispanoamérica, que, al
igual que Cervantes, entendía al universo como un libro. También podría decirse que escasos autores como él se han
arriesgado a visitar regiones tan
disímbolas del pensamiento humano y transmitirnos, con esa impecable
lucidez, las señales de sus
expediciones. Borges sospechaba (porque su literatura es ajena a dogmatismos y
nos contagia de sus sospechas) que ambos órdenes se reflejan mutuamente: el cosmos
mental y el otro, el infinito y paradójico, el
que buscaba desde niño con la meticulosidad de un detective, desde que
su padre le enseñó el problema de
Aquiles y la tortuga sobre un tablero de ajedrez.
Arturo Villalobos, texto inédito año 2008
Blog personal
Foto AV en Manzanillo - Colima (México) (sin atribución de autor), 2008